miércoles, 28 de diciembre de 2016

BENITO PÉREZ GALDÓS.


 NOVELA: EN EL TRANVÍA.

Publicado: 1871




 Acerca Pérez Galdós:

 Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843-Madrid, 4 de enero de 1920) fue un novelista, dramaturgo y cronista español. Se trata de uno de los principales representantes de la novela realista del siglo XIX y uno de los más importantes escritores en lengua española.

(Fragmento).
 Capítulo 1
El coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Poza. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D. Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos.
Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón.
Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta.
Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por los curiosos y por los lenguaraces.
Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iban junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quien cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.
-¿Y usted a dónde va? -me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos.
Contestéle evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo:
-Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.
Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar.
-¡Pobre condesa! -dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión-. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en situación tan crítica.
-¡Ah! es claro, -contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa.
-¡Figúrese usted -prosiguió-, que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegará a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes.
-¡Ah! ¡Si es atroz! -dije yo, participando irreflexivamente de su indignación.
-Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena.
-Ya lo creo, eso salta a la vista.
-Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero está casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabarán las penas». Me parece que estoy en lo cierto.
-¡Ah! sin duda -contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa.
-Pero no es eso lo peor -añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón-, sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso… sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa.
-El marido tendrá la culpa de que lo consiga.
-Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa.
-¿De veras? ¿Y quién es ese hombre? -pregunté con una chispa de curiosidad.
-Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende… qué sé yo… ¡Es una infamia!
-Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo -dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre.
-Pero ella es inocente; ella es un ángel… Pero, ¡calle! estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche está en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós.
Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto.

martes, 27 de diciembre de 2016

Jorge Luis Borges. Sur, Buenos Aires, N° 264, mayo-junio de 1960.


ALFONSO REYES

Hacia 1919, Thorstein Veblen se preguntó por qué los judíos, pese a los muchos y notorios obstáculos que deben superar, sobresalen intelectualmente en Europa. Si no me engaña la memoria, acabó por atribuir esa primacía a la paradójica circunstancia de que el judío, en tierras occidentales, maneja una cultura que le es ajena y en la que no le cuesta innovar, con buen escepticismo y sin supersticioso temor. Es posible que mi resumen mutile o simplifique su tesis; tal como la dejo enunciada, se aplicaría singularmente bien a los irlandeses en el orbe sajón o a nosotros, americanos del Norte o del Sur. Este último caso es el que me importa; en él descubro, o quiero descubrir, la clave de la obra de Reyes.

El inglés, el portugués y el español son las lenguas de América y la contingencia de que estas lenguas formen otras, más adecuadas a la expresión de nuestro continente, puede ser un temor o una esperanza, pero no el tema de un proyecto inmediato. El uso de aquellas lenguas no significa que nos sintamos ingleses, portugueses o españoles; la historia atestigua nuestra voluntad de dejar de serlo. Esa voluntad no es una renuncia; quiere decir que somos herederos de todo el pasado y no de los hábitos o pasiones de tal o cual estirpe. Como el judío de la tesis de Veblen, manejamos la cultura de Europa sin exceso de reverencia. (En cuanto a las culturas indígenas, imaginar que las continuamos es una afectación arbitraria o un alarde romántico.)

Los astros fueron generosos con Reyes. En la República Argentina hemos pasado del francés al inglés y del inglés a la incomunicada ignorancia; a Reyes le tocó una zona sensible a la gravitación del inglés y una época que no había perdido aún la costumbre de las letras francesas. Años de España lo acercaron al ayer de su sangre y una noble curiosidad lo hizo ahondar en el ayer latino y helénico. Sabiamente usó las tres armas que se permitió Stephen Dedalus: silencio, destierro y destreza. Otro favor fue ser contemporáneo de la más diversa y afortunada revolución de las letras hispánicas; hablo, naturalmente, del modernismo. Más allá de su nombre un tanto ridículo (el presente es la única forma en que se da lo real y nadie vivió en el pasado o vivirá en el porvenir) el modernismo sintió que su heredad era cuanto habían soñado los siglos y así Ricardo Jaimes Freyre pudo versificar los mitos escandinavos, como Leconte de Lisie, y Leopoldo Lugones, en El Payador, se desvió del tema pampeano para alabar a Góngora, proscripto por los académicos españoles. Una de las paradojas de aquel debate fue que los individuos de la Academia negaban o ignoraban el mejor pasado español y reducían el arte de escribir a la repetición de los refranes de Sancho o a la juiciosa variación de sinónimos. Quevedo escribió irónicamente que remudar vocablos es limpieza y la Gramática de la Academia alega esa broma para recomendar su criterio estadístico del lenguaje.

Cifrar en unos pocos nombres un complejo y vasto proceso es correr el albur de que se noten menos las inclusiones que las inevitables omisiones, pero entiendo que la renovación de la prosa cabe en el nombre de Groussac y la renovación del verso en el de Darío. Ambas iniciativas culminan en la obra de Reyes, singularmente la primera. De dos modos podemos considerarla: en sí misma, en sus inquietudes y encantos, y en su carácter de instrumento forjado para quienes manejamos hoy el idioma. Si los dioses 1° quieren, ensayaré algún día ese doble análisis; básteme hoy declarar con felicidad lo mucho que debo a su ejemplo.

La vasta biblioteca que Alfonso Reyes ha legado a su patria no es otra cosa que un símbolo imperfecto y visible. No sé si recorrió tantos volúmenes como Saintsbury o Menéndez y Pelayo, pero no será inútil recordar una diferencia que escapa al cómputo de páginas o de líneas. El campo visual de los referidos maestros no excede, en cada caso particular, el área del sujeto que trata; la memoria de Alfonso Reyes, en cambio, era virtualmente infinita y le permitía el descubrimiento de secretas y remotas afinidades, como si todo lo escuchado o leído estuviera presente, en una suerte de mágica eternidad. Esto se advertía, asimismo, en el diálogo.

Sur, Buenos Aires, N° 264, mayo-junio de 1960.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Bram Stoker. La madriguera del gusano.


Annotation
«Hay un profundo misterio entre las líneas de esta obra —afirma el biógrafo de Bram Stoker, Harry Ludlam—, y es el misterio del espíritu del hombre que la escribió». Consumido por una enfermedad tenaz, y agradavadas las dificultades financieras que siempre lo habían acosado y que ensombrecieron su vejez, Stoker publicó La madriguera del Gusano Blanco en 1911, a los 64 años. Sería su última novela. El celebrado autor de Drácula moriría en 1912, pocos días después del hundimiento del Titanic. El villano de esta peculiar novela iniciática, escrita al parecer bajo el influjo de las drogas, es una gigantesca y primitiva entidad serpentiforme, que vive en un hediondo pozo a mil pies de profundidad en el antiguo emplazamiento de un templo pagano con claras reminiscencias de Machen (yuxtaposición de supersticiones druidas, britanas, y romanas). Pero esta singular criatura primigenia, que espera pacientemente completar su ancestral tarea destructiva, adopta la forma humana de la sinuosa y bella Lady Arabella, capaz de devorar hombres y fortunas con idéntica frialdad. El tema de la mujer demonio se desdobla así en el de la supervivencia del gran gusano prehistórico, una supervivencia verdaderamente monstruosa porque elimina la noción de tiempo, haciendo que todo sea posible, que todo se convierta en pesadilla. Lady Arabella es al mismo tiempo la Mujer y el Dragón del Apocalipsis, Eva y la Serpiente, y para que no haya dudas su principal antagonista se llama apropiadamente Adam. La intrincada y divertida trama (que incluye cuatro o cinco historias bastante independientes entre sí y apenas desarrolladas), está plagada de símbolos sexuales y de una retorcida imaginería del más genuino surrealismo gótico, que no en vano atrajo al desmedido cineasta británico Ken Russell, cuya despendolada adaptación cinematográfica superó con creces sus mayores excesos y sus más gratuitas extravagancias fílmicas.
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Bram Stoker
La madriguera del gusano
Traducción Juan Antonio Molina Foix
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VALDEMAR

2001

A mi amiga BERTHA NICOLL, con afectuosa estima

 CAPÍTULO PRIMERO

 LA LLEGADA DE ADAM SALTON


Adam Salton pasó casualmente por el Empire Club de Sydney y se encontró con una carta de su tío abuelo. Poco menos de un año antes había tenido noticias del anciano caballero, Richard Salton, revelándole su parentesco y asegurándole que no había podido escribirle más pronto a causa de sus enormes dificultades en dar con el paradero de su sobrino nieto. Adam quedó muy complacido y respondió cordialmente; a menudo había oído a su padre hablar de la rama más antigua de la familia con quienes él y los suyos habían perdido el contacto hacía mucho tiempo. Había comenzado una interesante correspondencia. Adam abrió apresuradamente la carta que acababa de llegar, que contenía una amable invitación para instalarse en Lesser Hill con su tío abuelo tanto tiempo como le fuera posible.
«Verdaderamente, escribía Richard Salton, espero que se establezca aquí permanentemente. Usted sabe, mi querido muchacho, que nosotros somos los últimos descendientes de nuestra estirpe y sería conveniente que usted me sucediera cuando llegue el momento. En este año de 1860 voy a cumplir los ochenta y aun cuando nuestra familia es longeva, mi vida no puede prolongarse más allá de límites razonables. Estoy dispuesto a quererle y a proporcionarle un hogar junto a mí todo lo feliz que usted desee. Por lo tanto, venga tan pronto como reciba esta carta y compruebe la bienvenida que espero darle. Por si le facilitase las cosas, le envío una libranza bancaria de doscientas libras esterlinas. Venga pronto y podremos gozar juntos de algunos días felices. Si está a su alcance concederme el placer de su visita, envíeme lo antes posible una carta diciéndome cuándo debo esperarlo. Cuando llegue usted a Plymouth o Southampton, o a cualquier puerto a que esté destinado, espere a bordo, que me uniré a usted lo más pronto posible»
El anciano señor Salton quedó muy complacido con la respuesta de Adam y envió con toda premura un criado a su camarada sir Nathaniel de Salis, informándole de la llegada de su sobrino nieto a Southampton el día doce de junio.
El señor Salton dio instrucciones de tener preparado la mañana siguiente del día memorable un carruaje, en el que viajaría hasta Stafford, donde tomaría el tren de las once cuarenta. Esa noche la pasaría con su sobrino a bordo, lo cual sería para él una nueva experiencia; o, si el invitado lo prefería, en un hotel. En cualquier caso regresarían al hogar a la mañana siguiente. Había dado órdenes a su administrador de enviar el carruaje de postas a Southampton, listo para el regreso a casa, y de preparar los relevos de los caballos para no demorarse en el viaje. Intentaba que su sobrino nieto, que había pasado toda su vida en Australia, contemplara durante el viaje algo de la Inglaterra rural. Tenía muchos potros que él mismo criaba y adiestraba, esperando que fuera para el joven una jornada memorable. El equipaje se enviaría por tren a Stafford, adonde iría a recogerlo uno de sus carruajes. Durante el viaje a Southampton, el señor Salton se preguntaba a menudo si su sobrino nieto estaría tan emocionado como él ante la idea de encontrarse por vez primera con un pariente tan cercano. Sólo con gran esfuerzo lograba controlarse. La perspectiva sin fin de los raíles y las agujas en los alrededores de los muelles de Southampton, inflamaron de nuevo su ansiedad.
Cuando el tren se detuvo junto al andén de la estación, el anciano entrelazó sus manos hasta que de pronto se abrió violentamente la puerta del carruaje y saltó al interior un hombre joven.
—¿Cómo está usted, tío? Le he reconocido por la fotografía que me envió. Quería verle lo antes posible, pero todo es tan extraño para mí que no sabía qué hacer Sin embargo, aquí estoy. Me alegra conocerlo, señor. He soñado con este momento de felicidad durante miles de millas y ahora advierto que la realidad supera todos mis sueños —y mientras hablaban, el anciano y el joven se estrecharon cordialmente las manos.
El encuentro, que comenzó de manera tan auspiciosa, prosiguió todavía mejor. Adam, dándose cuenta de que el anciano estaba interesado en la novedad del barco, le sugirió pasar la noche a bordo, asegurándole estar dispuesto a partir a cualquier hora y en la dirección que el otro propusiera. Esta afectuosa complacencia en ajustarse a sus planes conmovió profundamente al anciano. Aceptó calurosamente la invitación, y en seguida se pusieron a conversar, no como parientes lejanos, sino más bien como viejos amigos. El corazón del anciano, vacío de afectos durante tanto tiempo, encontró un nuevo deleite. En cuanto al joven, la acogida que había recibido al desembarcar en este viejo país armonizaba del todo con los sueños habidos en sus vagabundeos en solitario, y le prometía una nueva vida plena de aventuras. Al poco tiempo el anciano aceptó plenamente la estrecha relación llamándole por su nombre de pila. Tras una larga conversación sobre temas de interés común, se retiraron ambos al camarote que iban a compartir. Richard Salton colocó afectuosamente sus manos sobre los hombros del muchacho; aunque Adam tenía veintisiete años, para su tío abuelo era, y seguiría siéndolo para siempre, un muchacho.
—Estoy muy contento de haberlo encontrado tal como es, mi querido muchacho, como el joven que siempre deseé tener por hijo en los días en que todavía alimentaba semejantes esperanzas. Sin embargo, todo eso pertenece ya al pasado. Pues, gracias a Dios, aquí comienza una nueva vida para los dos. Para usted será mucho más larga, pero todavía hay tiempo para que una parte la compartamos en común. Esperaba verle para decirle esto, porque pensaba que sería mejor no ligar su joven vida a la mía hasta haberle conocido lo suficiente como para justificar semejante aventura. Ahora puedo, en lo que a mí respecta, hablar con toda libertad, ya que desde el momento mismo en que mis ojos se posaron en usted le vi como a mi propio hijo, tal como habría sido si la voluntad de Dios hubiera elegido ese camino.
—Por supuesto que lo soy, señor, ¡de todo corazón!
—Gracias por esto, Adam —los ojos del anciano se llenaron de lágrimas y su voz tembló. Entonces, después de un prolongado silencio entre ellos, prosiguió diciendo:
—Cuando me enteré de que vendría hice mi testamento. Era normal que garantizara sus intereses desde ese momento. Aquí está la escritura; guárdela, Adam. Todo lo que tengo le pertenecerá; y si el amor y los buenos deseos, o su recuerdo, pueden hacer la vida más dulce, la suya será francamente dichosa. Ahora, mi querido muchacho, recojámonos. Partiremos por la mañana temprano y tenemos por delante un largo viaje. Espero que no le importe viajar en coche. He dispuesto el antiguo carruaje de cuatro ruedas en el que mi abuelo, y tatarabuelo suyo, se trasladaba a la Corte cuando era rey Guillermo IV. Se encuentra en perfecto estado —en aquella época se construía bien— y se ha mantenido regularmente en uso. Pero creo haber hecho algo mejor: he enviado el carruaje en el que yo mismo viajo. Los caballos los crío yo mismo y tendremos relevos dispuestos a lo largo de toda la ruta. Espero que le gusten los caballos. Han sido siempre una de las mayores aficiones de mi vida.
—Adoro los caballos, señor, y me complace poder decirle que poseo algunos. Al cumplir dieciocho años mi padre me regaló una granja para criar caballos. Me dediqué personalmente a ella y la he sacado adelante. Antes de partir, mi administrador me entregó un memorándum en el que me informaba de que tenemos más de un millar de caballos, casi todos en inmejorables condiciones.
—Me alegra mucho, hijo mío. Es otro lazo entre nosotros.
—Imagine, señor, el inmenso placer que será para mí ver Inglaterra de ese modo. ¡Y con usted!
—Gracias de nuevo, hijo mío. Por el camino le contaré todo lo relativo a su futuro hogar y sus alrededores. Como le digo, viajaremos a la antigua usanza. Mi abuelo siempre condujo un tiro con cuatro caballos y lo mismo haremos nosotros.
—Oh, gracias, señor, gracias. ¿Me permitirá tomar las riendas de vez en cuando?
—Siempre que lo desee, Adam. El tiro es suyo. Todos los caballos que utilicemos hoy, serán suyos.
—Es usted excesivamente generoso, tío.
—En absoluto. Es solamente el placer egoísta de un viejo. No ocurre todos los días que el heredero regrese a la antigua mansión de los antepasados. Y, a propósito... No, haríamos mejor en acostarnos. Le contaré el resto por la mañana.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Pablo De Santis. Novela. Los anticuarios.


Pablo De Santis es un escritor argentino (Buenos Aires, 27 de febrero de 1963).
Estudió la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, y trabajó como periodista y guionista de historietas. Publicó el álbum Rompecabezas (1995), que reúne una parte de las historietas que hizo con el dibujante Max Cachimba para la revista Fierro de la que fue Jefe de redacción.

Es autor de más de diez libros para adolescentes, por los que ganó en 2004 el Premio Konex de platino. Su primera novela, El palacio de la noche, apareció en 1987, luego le siguieron Desde el ojo del pez, La sombra del dinosaurio, Pesadilla para hackers, El último espía, Lucas Lenz y el Museo del Universo, Enciclopedia en la hoguera, Las plantas carnívoras y Páginas mezcladas, todas ellas obras dirigidas a un público juvenil.
***
Los anticuarios viven escondidos, rodeados siempre por objetos del pasado, en viejas librerías o en casas de antigüedades. No soportan los cambios ni el presente, son coleccionistas. Tienen la capacidad de evocar en los demás el rostro o los gestos de personas que han muerto. Han aprendido a controlar la sed primordial. Pero cuando se sienten atacados, vuelve el antiguo apetito.

A partir de un incidente, Santiago Lebrón quedará contaminado, convertido en un anticuario más, y mientras descubre los secretos de esa antigua tradición, conocerá el amor extraño, poderoso y perturbador que produce la sed de sangre. También deberá descubrir las estrategias para sobrevivir en un mundo hostil. Entre ellas, la obligación de acabar con la vida de aquellos que cedan a la sed, para que la tradición pueda continuar en las sombras. Pablo De Santis nos vuelve a deslumbrar, esta vez con una notable novela de vampiros ambientada en la Buenos Aires de los años cincuenta.
Fuente
N.N.

(Fragmento. Novela. LOS ANTICUARIOS).

“PRIMERA PARTE
EL MUNDO DE LO OCULTO
 En mi casa no había libros. Vi un libro por primera vez aquel día que rompí el vidrio de la escuela con una honda armada con una rama en Y, dos tiras de neumático y un pedazo de cuero. Jugábamos en el patio de tierra, en un recreo caluroso que empezaba a hacerse infinito, y yo acababa de descubrir en mí, urgente y fatal, el deseo de impresionar a una alumna nueva. Era la hija del médico, y tenía una cabellera rubia que le llegaba hasta la mitad de la espalda, unos lentes redondos que agigantaban los ojos azules y una caja de 36 lápices de colores hechos en Suiza. Hubiera podido preguntarle algo, o pedirle un lápiz prestado, pero entonces me pareció que el mundo de las palabras era pobre e insuficiente, y que jamás la alcanzaría con cortesías, bromas o insultos. En ese momento vi al zorzal, en el patio de tierra, atontado por la sed o el calor. Busqué en mi bolsillo un canto rodado y apunté al pájaro, que acababa de iniciar un vuelo torpe rumbo al techo de la escuela. La piedra no se interesó en el pájaro verdadero, y buscó, en cambio, en el cristal de la ventana, su tembloroso reflejo. El estallido del vidrio apagó todos los sonidos a mi alrededor, excepto el susurro metálico de los álamos, que ahora me sonaba lúgubre y premonitorio. La alumna nueva se agachó para recoger uno de los pedazos del vidrio, y lo miró como si nunca en su vida hubiera visto nada semejante. Indiferente a la sorpresa de los demás, miré la mano que sostenía el vidrio y descubrí el tajo diminuto y la gota de sangre. Nadie más lo veía, porque todos estaban pendientes de mí, todos esperaban ver con qué artes trataría de esconder la honda, fundirme entre los otros, simular inocencia. Pero no hice nada de eso, sólo miraba la gota de sangre en la mano de la niña, que parecía ofrecerla como algo que se ha traído de muy lejos y con enormes cuidados. El silencio duró hasta que fue pronunciado mi nombre, «Alumno Lebrón» y luego, como para que no quedaran dudas sobre mi identidad, «Alumno Santiago Lebrón», y esas palabras devolvieron sus ruidos al mundo. Volvieron las canciones de las niñas que saltaban a la soga y las onomatopeyas de abordajes piratas y disparos de Colt. Yo no pude volver tan pronto a la rutina; me arrebataron la gomera, que fue a parar a ese museo invisible donde maestras y directoras de escuela han guardado por siglos los elementos incautados, y me mandaron de castigo a la biblioteca del pueblo.
Era una casa pintada a la cal, solitaria y húmeda, que cumplía la doble función de depósito de libros y celda de aislamiento. El castigo se prolongó por una semana, y de puro aburrido empecé a curiosear los anaqueles, y a revolver entre los tomos sueltos de enciclopedias viejas y algunas novelas de aventuras. Así empecé a leer. Lo que al principio me llamó la atención fue que hubiera muchos libros con los pliegos sin guillotinar. No se me ocurrió que uno mismo debía cortar las páginas, yo pensaba que esos libros ya eran así, que era ley sagrada leerlos con dificultad, como quien espía. Libros destinados a guardar un secreto.
La alumna nueva estuvo unos pocos meses y luego se marchó, tan leve como había llegado, porque su madre se había aburrido del pueblo y obligó a su esposo a buscar un trabajo mejor. Como no abundaban las novedades en Los Álamos, durante más de un año se siguió hablando de ella y de sus lápices de colores. Nadie habló nunca de la gota de sangre, que quedó sólo para mí. También en la vida real había cosas que quedaban escondidas entre páginas sin guillotinar.
Hace muchos años que soy dueño de una librería de viejo. Está en el pasaje La Piedad; la calle es angosta y eso evita el agobio de sol. Me siento protegido por los libros, que forman paredes irregulares, los muros de mi castillo. Ya en tiempos de su antiguo dueño (Carlos Calisser, alias el Francés) la librería se llamaba La Fortaleza. Atrás está mi despacho y una escalera por la que subo a mi dormitorio. Tengo una otomana, una mesita de luz de madera lustrada, un velador de bronce. No necesito más. El cuarto no tiene ventanas. A pesar de mi edad, no me hacen falta ni lentes ni la luz del día para leer.
He aprendido que una librería debe huir por igual del orden y del desorden. Si la librería es demasiado caótica y el cliente no puede orientarse por sí mismo, se va. Si el orden es excesivo, el cliente siente que conoce la librería por completo, y que ya nada habrá de sorprenderlo. Y se va también. Téngase en cuenta que las librerías de viejo existen sólo para lectores que detestan hacer preguntas: quieren conseguir todo por sí mismos. Además, nunca saben lo que están buscando, lo saben cuando lo encuentran. En La Fortaleza dejo que principios de clasificación contradictorios coexistan: así en una pared domina el orden alfabético, en otra las rarezas, en otra las crónicas de viajes o los clásicos. Mi sección favorita es la de los tomos sueltos: un segundo volumen de Los demonios de Dostoievsky, Albertine desaparecida de Proust, el apéndice del diccionario etimológico griego de Lidell-Scott, el tomo tres de El corazón de piedra verde de Salvador de Madariaga... Esos libros, que son los clavos mayúsculos, ofrecen sin embargo, de vez en cuando, el modesto milagro: aparece un cliente al que le faltaba justo ese tomo. Es bueno ver que alguna vez, en el rompecabezas del mundo, una pieza encuentra su lugar.
En La Fortaleza no hay sólo libros. Tengo cuatro máquinas de escribir arrumbadas, a la espera de que me arme de paciencia y las arregle, y esta Hermes en la que escribo, aceitada y brillante, y que uso a veces para redactar alguna carta comercial. En los días que corren cuesta conseguir cinta de máquina, y ni hablar de repuestos, pero si la máquina todavía funciona es porque debo ser uno de los pocos en la ciudad que conoce el arte perdido de repararlas.
Olivetti, Corona, Underwood, Hermes, Continental, Remington, Royal. Todavía me parece oír el ruido de las máquinas sonando en la noche.
A los veinte años salí de mi pueblo, Los Álamos, y me vine a vivir a la ciudad. Llegué con una valija de cuero que ya en ese entonces era vieja, y que mi padre, que nunca salió del país, había cubierto de etiquetas de hoteles de Europa y grandes trasatlánticos. Conseguí un cuarto en una pensión de la calle Sarandí, enfrente del cine Gloria, y empecé a rastrear el paradero del tío Emilio, el único hermano de mi padre. Después de dos semanas de búsqueda lo encontré: tenía un taller de reparación de máquinas de escribir y calculadoras en la calle Venezuela. Atravesé el portón, que estaba abierto, y caminé entre máquinas desarmadas y latas de sardinas transformadas en ceniceros. Entraba una luz lechosa por una claraboya: en el fondo del taller estaba el tío Emilio, bien afeitado, peinado a la gomina, una medallita de oro sobre la camiseta agujereada. Ajustaba una tuerca y daba una pitada a su cigarrillo, otra vuelta y una pitada más. Me presenté y me miró sin sorpresa, como si todos los días recibiera un sobrino distinto.
—Así que vos sos Santiaguito. Tu padre, que en paz descanse, era un loco. Y decime, ¿qué sabés hacer?
No podía decirle que en Los Álamos me pasaba siempre las tardes en la biblioteca del pueblo, entre enciclopedias a las que faltaban tomos y novelas de Pierre Loti, Eugenio Sue, Emilio Salgari, Rafael Sabatini y Julio Verne. A veces me acompañaba Marcial Ferrat, mi amigo desde siempre, que sacaba y devolvía un único libro, La guerra y la paz. Nunca llegó a terminarlo. Yo había esperado en vano el ingreso de un libro nuevo, pero sólo entraron cincuenta ejemplares del mismo, Las alambradas de la memoria, los recuerdos de un estanciero de la zona. ¿Qué interés podían tener para mí esos recuerdos, que repetían lo que me rodeaba? Vacas, vacas, vacas. Yo quería que me hablaran de lo que no veía, de lo que estaba lejos. (En la juventud confundimos el extranjero con el porvenir.) Si le hubiera hablado de mis lecturas, mi tío habría pensado que era un afeminado. Le dije que sabía algo de motores, y que tal vez las máquinas de escribir no fueran tan distintas.
—Está bien. Los buenos mecánicos trabajan con el oído. Conocí a uno que no se ponía el mameluco: camisa blanca, almidonada, y nunca una manchita. Con estas máquinas también hay que trabajar con el oído. Escuchá. Tac, tac, tac.
En los días siguientes, me hizo escuchar máquinas con distintas fallas. Recorría el taller tocando una ahí y otra allá: él señalaba grandes diferencias, pero a mí me sonaban todas iguales. Empezó a darme tareas sencillas para hacer. Él se reservaba los trabajos más delicados, y a mí me tocaba armarlas y desarmarlas, o buscar las piezas en un mueble lleno de cajoncitos. Además de técnico hacía de cadete: iba a retirar las máquinas a las oficinas del centro y las devolvía después. Donde más pedían sus servicios era en el diario Últimas Noticias. A veces iba al diario tres veces en el día.
—En las máquinas de los diarios vas a ver que la X siempre está sucia. Las secretarias de las oficinas no la usan nunca, pero los periodistas se la pasan tachando.
Me había empezado a doler la espalda de tanto cargar las máquinas. Mi tío me pagaba muy poco, pero al menos aprendía un oficio. Él estaba contento con tener un discípulo:
—Lo más difícil es cuando una máquina se cae al piso. A lo mejor no hay nada completamente roto, pero la máquina entera empieza a fallar, como si hubiera perdido el alma.
A veces me invitaba a comer a un bodegón que había a la vuelta de su taller. Miraba la lista de platos, como si dudara en elegir, y decía:
—En la variedad está el gusto. —Pero pedía siempre lo mismo: bife con ensalada y queso fontina con dulce de batata.
También le gustaba hablar de mi padre. Yo tenía recuerdos borrosos; él les daba precisión, los corregía y coloreaba. Algunos hubiera preferido mantenerlos difusos y en blanco y negro. Lo único que sabía con certeza de mi padre era que había sido viajante de comercio, y que murió en un accidente de auto en el año 35, camino a Catamarca.
—Tu padre era un loco, Santiaguito. Corría con el auto como si lo persiguiera el diablo. Sabía vender. Podía venderle cualquier cosa a cualquiera. Y la clave de su éxito era que nunca trataba de convencer. Dejaba que la gente se convenciera sola. En Trenque Lauquen, en el año 28, lo arrestaron por vender un agua milagrosa que aseguraba la longevidad. En un primer momento hablaba sin convencimiento, dejaba que la gente dudara. Los frascos quedaban sin vender. Pero al terminar el speech, cuando se iba, dejaba caer como al descuido la libreta de enrolamiento. La libreta pasaba de mano en mano: ahí decía que tenía setenta años. La gente quedaba maravillada de su piel sin arrugas, del pelo negro, brillante, sin una cana: claro, en realidad tenía 34. Los frascos volaban, agua milagrosa para todos.
—Y al final lo arrestaron...
—Esas cosas pasan. A pesar de ese problemita con la justicia guardó un buen recuerdo del agua milagrosa. Se tomaba un frasco por semana. Pero el agua milagrosa no puede contra la velocidad, los malos caminos, las curvas cerradas, la lluvia.
Una tarde insistió en ir en persona a buscar una máquina al diario. Cuando volvió al taller, la dejó en la mesa, entre morsas y destornilladores, y me dio una tarjeta.
—Andá mañana a ver al fulano éste. Es el jefe de mantenimiento del diario. Quieren un técnico que esté de diez a seis en el diario, que no salga de allí. Y que, de paso, cambie los cueritos de las canillas, las lamparitas, esas cosas.
Me limpié las manos de grasa antes de tomar la tarjeta. Por más que uno se lavara las manos no había modo de sacarse la grasa por completo: quedaba entre los pliegues de los dedos, debajo de las uñas, en las líneas de la palma.
—Eso no significa que tenés que olvidarte de tu tío. Pasá, de vez en cuando.
Le dije que iba a pasar. Y que cuando me pagaran, lo iba a invitar yo al bodegón de la vuelta. Después seguimos trabajando juntos hasta que la luz de la claraboya se apagó y hubo que encender las lámparas.
Últimas Noticias tenía su propio edificio sobre Paseo Colón; una mole sombría de seis pisos. Los talleres estaban a la vuelta. Llegaba temprano, antes de la limpieza, cuando el piso todavía estaba cubierto por la ceniza de infinitos cigarrillos y por bollos de papel que escondían malogrados comienzos de notas. Los vidrios estaban siempre sucios, manchados por años de humo, y la luz de afuera nunca se decidía a entrar. Antes de ponerme a trabajar daba un lento paseo de una punta a la otra de la redacción mientras me fijaba cuáles eran las máquinas que tendría que arreglar ese día. Si alguna se averiaba, la dejaban apoyada contra el lomo, vertical. Algunas máquinas tenían inscripciones en la base: cuando un periodista moría —lo que no era nada insólito: desordenados hábitos nocturnos— se anotaba su nombre y sus dos fechas con la tempera blanca que se usaba para las correcciones. Así quien usaba la máquina sabía que antes había pertenecido a tal o cual prócer del periodismo.
Eran máquinas duras, la mayoría habían sido compradas en los inicios del diario. Walton, el fundador, había viajado a Bayenna, Nueva Jersey, en 1932, para conocer la fábrica y encargar las máquinas —Underwood modelo 5—, porque le gustaba hacer todo en persona. La foto de Walton en el puerto, junto con las cajas, colgaba enmarcada en la planta baja del diario. Quien visitaba la redacción veía antes que nada la llegada de las máquinas al puerto y a Walton con un sombrero de ala ancha, que el viento se empeñaba en arrancarle. Murió quince años después de la fundación del diario y su hijo, que en ese entonces alargaba una carrera de leyes más allá de todo plazo razonable, quedó al mando.
Las manos suaves y veloces de una mecanógrafa no hubieran estropeado una de aquellas Underwood ni en un siglo, pero los dedos de los redactores eran pesados, y las máquinas debían soportar sus arrepentimientos y cambios de humor, que se manifestaban en forma de bruscos golpes del carro o puñetazos contra el teclado. A lo largo de la jornada, distintas clases de emociones atravesaban la redacción y todas terminaban dejando alguna huella en las máquinas.
Yo me ocupaba de quitar la mezcla de pulpa y tinta que borraba los contornos de las letras; engrasaba los mecanismos, ajustaba tuercas y tornillos, y reemplazaba los diminutos resortes. Abstraído en mi trabajo, apenas me daba cuenta del movimiento a mi alrededor: primero los empleados de limpieza, que ventilaban y barrían los últimos restos de la noche —incluido algún periodista, en general Germán Hulm, que se quedaba dormido en los sillones de cuero verde del hall—, luego la señora Elsa, encargada del horóscopo, que era la primera en llegar del plantel de redacción, y diez minutos después Felipe Sachar, que entraba con un maletín ajado abarrotado de papeles, siempre a punto de explotar, pero que se abría en el instante que llegaba al escritorio, como si ese caos portátil escondiera un mecanismo de relojería. Yo ayudaba a Sachar a levantar los papeles, porque me parecía que iba contra las leyes naturales que un hombre tan voluminoso se pusiera en contacto con las regiones inferiores.
Felipe Sachar se definía como cruzadista («Decir que soy un cruzado sería una exageración») y había hecho imprimir algunas tarjetas con su nombre y profesión. Insistía: «El oficio de quienes trabajamos con el diccionario no figura en ningún diccionario». Alto y robusto, vestía siempre el mismo saco a cuadros. Su juego recibía el nombre de criptograma, porque una vez completado aparecía una frase escondida (frase que Sachar sacaba de una recopilación de citas célebres, que abusaba de Oscar Wilde y de Montaigne). Las palabras cruzadas se publicaban en la última página, junto con el horóscopo y tres tiras de historietas compradas a los sindicatos norteamericanos. A Sachar le tocaba compartir la página con Agente X 9, Trifón y Sisebuta y una historieta de guerra cuyo nombre no recuerdo, en la que siempre había un oficial pidiendo refuerzos por radio. Junto a las palabras cruzadas había una sección periodística titulada «El mundo de lo oculto», que se ocupaba de seguir los pasos de médiums, mentalistas, hipnotizadores y acólitos de Madame Blavatsky. La sección estaba firmada por Míster Talvez.
Le pregunté a la amable señora Elsa si sabía quién era el que se escondía tras el seudónimo: imaginaba que entre el autor de «El mundo de lo oculto» y la astróloga habría alguna clase de complicidad.
—Sólo el director lo sabe —respondió la señora Elsa, mientras sacaba el tejido de su cartera, como hacía siempre apenas terminaba su columna. Aun en verano tejía bufandas. Elsa era una de las pocas personas de la redacción capaces de escribir con los diez dedos, y nunca debí reparar su máquina, ya que la cuidaba como a un hijo—. Todas las tardes llega al diario un sobre a nombre del señor Walton. Es lo único que puedo decirle.
—Debe ser alguien que conoce muy bien el ambiente esotérico —dije, por decir algo.
Sachar intervino:
—No necesita conocer nada. Los esotéricos repiten siempre las mismas cosas, de fenómenos distintos sacan las mismas conclusiones. En todo encuentran mensajes: en las pirámides, en los naipes, en las estrellas, en la borra del café. Como dijo ya no recuerdo quién, el ocultismo es la metafísica de los idiotas.
La señora Elsa volvió la cabeza, ofendida, y se concentró en su tejido. Sachar quiso arreglar las cosas:
—Le aseguro que no estaba pensando en el horóscopo. Una cosa es la adivinación y otra la astrología, que es casi una ciencia. Soy Tauro y usted siempre le pega con sus predicciones.
—¿En serio?
—Palabra —Sachar se puso la mano derecha sobre el corazón—. Además, no me olvido de la bufanda que me tejió el invierno pasado.
—¿Todavía la conserva?
—La dejé olvidada en un taxímetro. Pero conservo la sensación alrededor de mi cuello. A propósito, señora Elsa, ese color me va perfecto.
En cuanto a las predicciones de la astróloga, Sachar decía la verdad: el horóscopo estaba escrito con tanta precaución que sus palabras siempre acertaban. Con el paso de los años, las predicciones habían sido reemplazadas por sabios consejos: como un hada buena, la señora Elsa hacía propaganda a la honestidad, la fidelidad, el tesón.
Las columnas del Míster Talvez no eran tan apologéticas de los profesionales de la adivinación como lo pretendía Sachar. El cruzadista estaba celoso —pensaba yo— porque en los últimos años la columna se había expandido a expensas del santoral, mientras que su juego seguía del mismo tamaño desde los comienzos del diario. Míster Talvez tomaba un personaje cada día, exponía su modo de trabajo sin afirmar jamás que su poder era cierto. Contaba la historia del arte adivinatorio sin juzgar su eficacia. Muy a menudo su columna estaba formada por pequeños textos, a veces brevísimos e incomprensibles, como si hubiera algún tipo de información en clave para lectores avisados.
—Esas columnas le hacen creer a la gente en cosas que no existen —decía Sachar mientras trazaba con un lápiz negro de punta blanda sus limpios diagramas—. En cambio yo trato de educar al lector a través de mis definiciones. Lo paseo por la historia, la literatura, la pintura, la botánica...
Sobre todo por la botánica. Sachar hacía cultivo intensivo de un diccionario de plantas, al que recurría siempre que tenía que reunir en una palabra letras que el idioma español apenas soportaba juntas. Así surgían esas definiciones que eran la pesadilla de los lectores: familia de dicotiledonias de hojas sencillas, alternas, flores en amentos, fruto indehiscente, con semillas sin albumen. Rara vez germinaban.
Cuando yo terminaba con la última máquina guardaba las herramientas en mi valija y me sentaba a conversar con él, a pesar del humo de su pipa, que era su manera de mantener una distancia de un metro y medio del resto del mundo. De vez en cuando me explicaba los trucos de su trabajo. Si no me hubiera sentado con él a charlar, si no hubiera atendido sus explicaciones, mi vida habría tomado un rumbo totalmente distinto. No hay ejercicio tan vano como ponerse a pensar en el pasado, y a decirse: si en vez de ir a esa cita, hubiera faltado, si en vez de hacer esa llamada... ¿Pero cómo sustraernos a ese juego? Creemos que todas nuestras decisiones son azarosas, que no están conectadas: hasta que aparece, demorada y nítida, la frase escondida”.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

ITALO SVEVO. Todos los relatos.

              Este volumen comprende la totalidad de los relatos que escribió Italo Svevo, uno de los mayores escritores del siglo XX. Son un reflejo de su gran literatura, de su capacidad introspectiva, y de los temas que recorren su obra: el peso de la moral sobre el individuo, el amor, la vejez, el sentimiento de culpa, el paso del tiempo, la muerte, el mundo laboral, la crítica a la burguesía. Svevo se muestra como un experto indagador en los entresijos del alma, con una capacidad asombrosa para reflejar el lado más oscuro del ser humano.
Italo Svevo (1861-1928), decepcionado por la escasa aceptación que tuvieron sus dos primeras obras, Una vida y Senilidad, renunció a la escritura. Su decisión no cambió hasta que su profesor de inglés, un irlandés peculiar llamado James Joyce, le animara a seguir escribiendo. Solo una obra más, La conciencia de Zeno, vería la luz antes de su muerte en un accidente de automóvil.
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Italo Svevo, seudónimo de Aron Hector Schmitz (Trieste, 1861 - Motta di Livenza, 1928), hijo de madre italiana y padre alemán, fue periodista y autor de novelas, relatos y obras de teatro. Pronto se interesó por la literatura, especialmente por clásicos italianos y franceses, y la obra de Shakespeare y Turgueniev. Hoy está considerado como uno de los más grandes escritores del siglo XX, aunque sus primeras novelas, Una vida y Senilidad, pasaron inicialmente desapercibidas. Su consagración literaria llegó con La conciencia de Zeno, una obra fuertemente influida por las teorías psicoanalíticas, que recibió encendidos elogios de James Joyce.
La irrupción de la literatura de Italo Svevo en la Italia de principios del siglo XX tuvo un enorme impacto. El escritor Eugenio Montale dijo, refiriéndose a la obra literaria de Svevo, que una obra de arte de tal envergadura no sólo modificó el ambiente cultural del que surgió, sino que también actuó retrospectivamente sobre todas las obras de arte que la precedieron.
Este volumen comprende la totalidad de los relatos de Svevo, desde aquellos que publicó en el diario El independiente (como El asesino de la calle Belpoggio), donde él trabajaba, hasta algunos esbozos sin corregir escritos pocos días antes de su muerte.
El volumen está dividido en tres partes: Relatos completos, Relatos incompletos y Las confesiones de un anciano. En cada una de las partes, el orden de los relatos es cronológico. Los relatos inacabados tienen el sello inequívoco de su autor, algunos son verdaderas joyas literarias y todos tienen un enorme valor para los lectores interesados por Svevo. La tercera parte, Las confesiones de un anciano, muestra algunos esbozos de la que iba a ser una nueva novela de Svevo, interrumpida por su muerte en 1928: una continuación de La conciencia de Zeno, con sus mismos protagonistas, Zeno Cosini y su esposa Augusta.
Algunos de estos relatos están considerados por la crítica como parte de lo mejor de la obra de Italo Svevo, muy especialmente Historia del buen viejo y la muchacha hermosa y el incompleto Corto viaje sentimental. Los relatos de Svevo son un fiel reflejo de su gran literatura, de su estilo en el que asoman los clásicos cuya lectura cultivó, de su capacidad introspectiva, y de los temas y preocupaciones que recorren su obra, habitados por una elegante ironía y un sutil sentido del humor: el peso de la moral sobre el individuo, el amor, la vejez, el sentimiento de culpa, el paso del tiempo, la muerte, el mundo laboral, la crítica a la burguesía… Svevo se muestra como un experto indagador en los entresijos del alma, con una capacidad asombrosa para reflejar el lado más oscuro del ser humano. Estas ambiciones quedan presentes también en sus relatos más experimentales, como Argo y su amo, la historia de un perro contada por él mismo, o La muerte del gato, o en algunos relatos en los que se vale de elementos fantásticos para reflejar sus obsesiones.
En palabras de Eugenio Montale: «Svevo es un escritor siempre abierto. Nos acompaña, nos guía hasta cierto punto, pero no nos da nunca la impresión de haberlo dicho todo: es amplio y no saca conclusiones, como la vida. Por eso, cuando nos preguntamos qué se debe leer de él, la respuesta sólo puede ser una: leed todo, si podéis, pero no invirtáis el orden de lectura, recorred con él un camino que en su caso no es nunca reversible y dejaos conducir hasta donde le sea posible a él y a vosotros. Más allá estaréis solos, pero no lamentéis el tiempo perdido: os quedará el sentimiento de haber realizado una experiencia necesaria, de haber aumentado vuestra comprensión de la vida».

martes, 20 de diciembre de 2016

Pedro Calderón de la Barca. El gran teatro del mundo Editor: Enrique Rull.


Pedro Calderón de la Barca
El gran teatro del mundo
Editor: Enrique Rull

 INTRODUCCIÓN


  1. PERFILES DE LA ÉPOCA

El auto sacramental El gran teatro del mundo, escrito por Calderón seguramente entre 1630 y 1635, muy próximo, por tanto, a La vida es sueño, se inscribe, como esta comedia, en lo que podemos considerar la estética barroca dentro del teatro. A esa estética responde la conformación de la arquitectura del texto dramático, su escenografía, su lenguaje y la jerarquización de los personajes, escenas, y acciones. Por ello es imprescindible atender al concepto de «barroco» para comprender con la mayor de las precisiones de qué estamos hablando cuando nos referimos a este auto del dramaturgo madrileño. Desde el punto de vista histórico el período barroco no tiene, como es lógico, unas fechas claramente definidas, pero convencionalmente se suele entender por tal la época que va de la muerte de Felipe II hasta el cambio de dinastía en España con la desaparición de la dinastía austríaca por el fallecimiento de Carlos II y la subsiguiente instauración borbónica en la figura de Felipe V al comienzo del siglo XVIII. Pero esto es una verdad a medias porque el período barroco penetra en la estética literaria todavía bastante avanzado el siglo XVIII en los gustos de muchos poetas e incluso en las preferencias del público teatral, y se puede decir que hasta la prohibición de los autos sacramentales en 1765 con el triunfo de la estética neoclásica y la Ilustración no se puede hablar de la desaparición de la preeminencia barroca. Lo mismo ocurre en la arquitectura y en la pintura, cuya prolongación es evidente hasta bastante entrado en siglo. En otros campos, como la música, se puede decir que su apogeo se produce ya en pleno siglo XVIII, como ocurre en las excelsas figuras de Bach y Hándel en Alemania, Rameau en Francia, Vivaldi y Domenico Scarlatti en Italia (este último pasó los años finales de su vida en la corte española). Por todo ello hay que tener en cuenta estos hechos a la hora de considerar el término «barroco» y sus posibles límites cronológicos.
El Barroco se suele caracterizar en la arquitectura por las formas monumentales en el exterior y por las artes suntuarias en el interior (pinturas, retablos, etc.). En la pintura las composiciones renacentistas verdaderamente escenográficas de Tiziano, Tintoretto y Veronés son la base del desarrollo de los grandes pintores barrocos como Rubens, Rembrandt y Van Dyck en los Países Bajos, Tiépolo en Italia y en España, y en este último país, desde luego, el Greco, Velázquez, Zurbarán, Ribera, Murillo, Valdés Leal y otros, los cuales representan, bajo distintos aspectos, el espíritu del Barroco, desde la voluptuosidad de las formas, el claroscuro, el colorismo, la visión ascética y espiritual, y la idea de un mundo que se debate entre el gozo de la vida y la visión tenebrista de la muerte y sus símbolos religiosos. Se puede decir que en la literatura tenemos todos estos mismos contrastes estéticos e ideológicos. Góngora, Lope de Vega y Quevedo representan todo ello en forma máxima y la herencia que dejan es perceptible en el lenguaje y en la visión del mundo de Calderón de la Barca, tanto en sus dramas, como en sus comedias, sus autos sacramentales y sus entremeses. El llamado despectivamente en su época «culteranismo», por asimilación consciente con «luteranismo» como sinónimo de herejía, no es sino una forma extrema de la estética gongorina de la que no se iban a liberar ni sus más acerbos críticos. El conceptismo está muy vivo en Quevedo y en Gracián, y no es sino una forma de ingenio en la expresión de las ideas llevado a un límite, que por otra parte no es enteramente nuevo, pues los juegos de ingenio verbal ya estaban muy presentes desde los Cancioneros del siglo XV en España.
Además, el Barroco no nace exactamente de una oposición al Renacimiento, sino como una prolongación del mismo, de sus ideales humanísticos, alumbrados por los caracteres religioso-místicos de esa época en España. Si a esto añadimos las especiales circunstancias históricas del momento tendremos que entender que la situación política y social de la España barroca procede de la peculiar idea imperial de Carlos V, de la herencia que deja a su hijo Felipe II de dimensiones casi inabarcables, y del agotamiento económico y social subsiguiente al mantenimiento, guerras e inseguridad que alejan en el hombre español el sentimiento de equilibrio y optimismo renacentistas. Crisis que se refleja muy bien en la obra cervantina, principalmente en el Quijote, y de la que serán herederos los artistas de la época que estamos viendo. Frente al idealismo renacentista surge el desengaño de la realidad de la que se hace sátira a veces cruel, como sucede en El Buscón de Quevedo o en El diablo cojuelo de Vélez de Guevara. Así, lo satírico y burlesco toma carta de naturaleza incluso en la poesía, donde los temas clásicos son puestos en tela de juicio y se hace burla de ellos por muy serios que pudieran ser (como sucede con las fábulas de Píramo y Tisbe, Hero y Leandro, Apolo y Dafne, Dido y Eneas, Céfalo y Procris, etc.).
La situación histórica no corre paralela al auge de la vida cultural, y el Imperio que consiguió mantener y ampliar incluso Felipe II empieza a dar muestras de resquebrajamiento con Felipe III, Felipe IV (al que todavía denominan el Grande), y de franca decadencia ya con Carlos II. En realidad, frente al gobierno burocrático y personal del Felipe II, surgen en los monarcas que le suceden los validos que tratan de mantener un poder a veces al margen de los débiles reyes a quienes más que asesorar sustituyen en las labores políticas. La corrupción en la atribución de responsabilidades y de cargos, el dispendio de dinero en lujos excesivos por parte de la nobleza y de la corte, el aumento de la pobreza y los conflictos bélicos, en los que es ya raro el triunfo de los ejércitos españoles en Europa, traen como consecuencia el desánimo, la incertidumbre y a la vez la incredulidad de que el papel del país ya no juega en el concierto mundial ni el influjo, ni el poder que tuvo antes. No obstante, las artes florecen por la ayuda de los monarcas y de muchos nobles que ejercen de mecenas y colaboran en el mantenimiento y ayuda de artistas y escritores. Las Academias literarias tienen todavía un papel importante, la Iglesia protege los bienes de la cultura y colabora en el sostén de actos de beneficencia que ayudan a paliar el hambre y la miseria de muchos desgraciados, pese a que en ciertos casos algunas de sus jerarquías se oponen por ejemplo al teatro profano. De la misma manera la corrupción invade el mundo eclesiástico con la relajación de las costumbres, la venta de bulas y otros beneficios espirituales. Ya esto había intentado ser atajado por la Reforma protestante en algunos aspectos que incluso atañían a la ortodoxia, por lo que la llamada Cotrarreforma plasmada en el Concilio de Trento (1542) intentó remediar mediante la plasmación de unos dogmas que evitaran o contrarrestaran la influencia de la herejía y de paso corrigieran los propios vicios de la Iglesia. Esto es lo que constituyó la verdadera Reforma católica a la que se adhirieron los monarcas españoles como paladines de la nueva ortodoxia, y gracias a la influencia de la Iglesia en los púlpitos, en la enseñanza y en la vida cotidiana pudieron sembrar constantemente. Esta influencia se halla en los escritores y artistas del Barroco, en la llamada imaginería, en el cultivo de temas religiosos en el arte (santos, místicos, mártires, vírgenes, escenas de los evangelios y de las Sagradas escrituras en general, que hallamos en todos los pintores españoles mencionados antes, en los escultores y en las grandes catedrales e iglesias barrocas), y en la literatura: temas doctrinales, morales, teológicos, de poesía religiosa profundamente sentida, como en Lope de Vega y Valdivielso, o en el auge del auto sacramental, en el propio Lope, en Tirso y sobre todo en Calderón, que para muchos ha representado y representa en este género no sólo la culminación del arte teatral, sino la más perfecta muestra del barroco doctrinal en el auto como género y fiesta religiosa y popular a la vez.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Richard Jenkyns. Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.


Richard Jenkyns es profesor emérito en la Universidad de Oxford. Es autor de Virgil’s Experience y de The Victorians and Ancient Greece, descrito como «magistral» por History Today.
Sus intereses en la investigación están centrados en la tradición clásica, sobre todo en el siglo XIX, Poesía latina, épica. Actualmente trabaja en un libro sobre Dios, el espacio y la ciudad en la imaginación romana.
Sus obras más importantes son aparte de la mencionada: Three Classical Poets: Sappho, Catullus and Juvenal (1982), Dignity and Decadence: Victorian art and the classical inheritance (1991), Classical Epic: Homer and Virgil (1992), (ed) The Legacy of Rome: a new appraisal (1992), Virgil’s Experience: Nature and History, Times, Names and Places(1998), Westminster Abbey (2004) y A Fine Brush on Ivory: an appreciation of Jane Austen(2004).
   
1
HOMERO
     
¡Cólera! La literatura europea no empieza con el gemido de la infancia, sino con un estallido. Porque «cólera» es la primera palabra de la Ilíada de Homero. De hecho no sabemos si la Ilíada es el primer poema griego que tenemos; los propios griegos debatían sobre quién tenía prioridad, Homero o Hesíodo. Pero fue importante para la vida y cultura griegas que durante mil años y más esta imponente obra de arte encabezase su literatura. Naturalmente, semejante obra no surgió de la nada: es la cúspide de una montaña sumergida, la culminación de una larga tradición poética de la que poco podemos saber.
La primera civilización que afloró en el continente europeo fue la micénica, así denominada por Micenas, su ciudad más grande. Estaba en su cénit a mediados del segundo milenio a. C., y la Ilíada conserva algunos recuerdos de aquel tiempo. Los micénicos hablaban griego y conocían el uso de la escritura, aunque sólo la emplearan con fines prácticos. No obstante, con el declive de esta cultura la escritura desapareció para no volver a aparecer de nuevo hasta el siglo VIII. Hasta entonces, los versos sólo podían componerse en la cabeza del poeta, para ser cantados o recitados. Éstos debieron de ser los antepasados de Homero, pero ¿existió de verdad un Homero, o acaso fueron la Ilíada y la otra épica homérica, la Odisea, producto de muchos autores? Esta cuestión sigue siendo objeto de debate desde finales del siglo XVIII.
El asunto cambió con el descubrimiento, hace unos ochenta años, de que estos poemas pertenecen a una tradición oral. Cualquier lector de Homero se percata al instante de que hay muchas repeticiones. En particular, son recurrentes los epítetos que unen nombre y adjetivo: «Aquiles, de pies ligeros», «Zeus, que las nubes acumula», y así sucesivamente. Estos epítetos, conocidos como fórmulas por la moderna erudición, no sólo son frecuentes, sino sistemáticos. Si el poeta dice que Aquiles está haciendo algo y quiere que ocupe cinco sílabas al final de un verso, lo califica de «noble Aquiles». Si quiere que ocupe ocho sílabas, lo llama «Aquiles, de pies ligeros». El sistema no es redundante: cada vez que el poeta quiere que una persona o cosa llenen un determinado espacio métrico, tiene una de estas locuciones y sólo una.
Además, estos epítetos tienen rasgos lingüísticos que muestran que debieron ser inventados en épocas diferentes; uno o dos de ellos son muy antiguos, de siglos anteriores a la aparición de alguien a quien pudiéramos llamar Homero. Hay también algunas variaciones dialectales que resultan métricamente útiles al poeta. Por consiguiente, el lenguaje homérico no pudo haberse hablado en ninguna época ni lugar: es una construcción que debió de formarse a lo largo de generaciones y que se transmitió oralmente.
Si un chisme circula por un pueblo siendo constantemente alterado y embellecido con cada relato, no podríamos atribuirlo a un autor: la historia es producto colectivo del pueblo. Un poema oral podría ser lo mismo. Por otro lado, un poema en una tradición oral no tiene que ser totalmente oral, pues el poeta podría aprender a escribir, o podría dictar su obra. Aunque los eruditos siguen en desacuerdo, podemos decir con cierta seguridad que la Ilíada, tal y como la conocemos, es esencialmente la creación de una sola mente utilizando material tradicional, y que fue compuesta al entrar en contacto con la escritura.
Hay dos razones fundamentales para ello. La primera es que nadie ha sido capaz de dar una explicación convincente de cómo una obra tan inmensamente larga pudo ser transmitida puramente por medios orales. La segunda es más específica: en el canto noveno del poema se envía una embajada a Aquiles, y unas veces hay dos embajadores y otras veces tres. Sin duda, originalmente había dos y el tercero se añadió después. Una transmisión puramente oral habría corregido la anomalía. La única explicación plausible es que el poeta cambió de idea, no ajustó lo que ya había compuesto (después de todo, un poeta oral no tiene el concepto de borrado) y la anomalía permaneció porque el hecho de escribir la había fijado. La fecha de estas dos obras es muy incierta. Una estimación corriente es que la Ilíada se compuso a finales del siglo VIII, pero no es descabellado plantear una datación en el siglo VII. La Odisea probablemente vio la luz entre veinte y cincuenta años después de la Ilíada.
Los griegos poseían un enorme arsenal de mitología, y una característica curiosa de la literatura clásica, a lo largo de toda su historia, es que gran parte de ella está basada en el mito. Una de las muchas leyendas heroicas fue la historia de Troya, en la que se relataba que Paris, hijo del rey troyano Príamo, raptó a Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta, y que para recuperarla una alianza encabezada por Agamenón, rey de Micenas, asedió Troya y la destruyó. La Ilíada («Relato de Troya») narra un incidente dentro de esta guerra de Troya. La Odisea recuerda la guerra y cuenta las posteriores aventuras de uno de sus héroes. Mucho más tarde, en el siglo I a. C., Virgilio relató en la Eneida cómo uno de los troyanos escapó a la destrucción de su ciudad y fundó un nuevo pueblo en Italia; y esto se convirtió en el clásico fundamental de la literatura latina. De este modo, el relato de Troya ha acabado ocupando un lugar capital y permanente en la imaginación occidental.
En literatura hay argumentos simples y argumentos complejos, y la Ilíada tiene uno de los grandes argumentos simples. Durante el sitio de Troya, Agamenón se pelea con Aquiles, el mejor guerrero del ejército, y le arrebata a su concubina Briseida. Aquiles se retira de la batalla. La ninfa del mar Tetis, madre de Aquiles, implora a Zeus, rey de los dioses, que acepta conceder a los troyanos la ventaja en la batalla. Al verse enfrentado a la derrota, Agamenón envía una embajada a Aquiles ofreciéndole una enorme recompensa y la devolución de Briseida. Inesperadamente, Aquiles lo rechaza, pero cede a las súplicas de su amigo Patroclo permitiéndole volver a la batalla. El principal guerrero de los troyanos, Héctor, hijo del rey Príamo, mata a Patroclo. El afligido Aquiles regresa ahora al combate, mata a Héctor y se niega a devolver su cadáver. Los dioses le comunican que están furiosos por esto; Príamo acude sólo a recoger el cuerpo; y Héctor es enterrado con todos los honores.
Todos los escolares saben que la guerra de Troya se libró entre griegos y troyanos, y en lo que respecta a Homero, todos los escolares están equivocados. Los griegos siempre se han llamado a sí mismos helenos; los romanos, por alguna razón, los llamaban graeci, y griegos han sido desde entonces para casi todo el mundo. Sin embargo, Homero nunca califica de helenos al bando de los sitiadores: son aqueos, o alternativamente argivos o dánaos. Los troyanos tienen la misma lengua, dioses y costumbres que sus atacantes, y son tratados con igual compasión. La Ilíada es una historia sin villanos: incluso el príncipe troyano Paris, cuyo rapto de Helena fue la causa de la guerra, es bastante atractivo, encantador al aceptar los reproches de su hermano Héctor, y normalmente un guerrero valiente y efectivo, aunque inconstante. Las fórmulas presentan un relato similar, puesto que no carecen de sentido: muestran un mundo bueno en el que los hombres son como dioses, las mujeres hermosas, la tierra fértil y el mar repleto de peces. El sentido de la bondad del mundo forma parte del carácter trágico del poema: hay tanto que perder…
Cuando en el siglo IV Aristóteles analizaba la naturaleza de la literatura en su Poética, inventando con ello la teoría literaria, observó que las épicas homéricas desarrollan cada una una única acción. [ 1] Por lo tanto, la Ilíada no es en realidad la historia de la guerra de Troya, sino la de un breve episodio dentro de los diez años que duró. Después de Homero, la obra se dividió en veinticuatro cantos. Los cantos del II al XXIII de la Ilíada cubren un período de tan sólo tres días; el primero y el último extienden toda la acción a unas pocas semanas. Semejante dilatación podría hacer que Wagner pareciera conciso, no obstante, como es sabido, Matthew Arnold, poeta y crítico, describió a Homero como «excepcionalmente rápido». Y eso es cierto en dos sentidos. Aunque la gran narración se desarrolla a través de una enorme distancia, las escenas de batalla son una infinidad de pequeños incidentes, no hay dilación. Los parlamentos son también rápidos y enérgicos; y el más largo de ellos, la explosión de Aquiles [ 2] en el canto IX, tiene un ritmo furioso.
La Ilíada tiene también una métrica rápida. El verso inglés se mide por sílabas tónicas. Así, «The cúrfew tólls the knéll of párting dáy» [ *] es un verso de pentámetro yámbico, porque un pie yámbico es una sílaba átona seguida de una sílaba tónica, y este patrón se repite cinco veces. El griego antiguo, a diferencia de su descendiente moderno, parece que no enfatizaba el acento y el verso antiguo se mide por la cantidad, es decir, por el tiempo que se tarda en pronunciar una sílaba. Por lo tanto, un pie yámbico en griego equivale a una sílaba corta seguida de una larga (ti-tan). El metro de la Ilíada es el hexámetro dactílico. Hay seis pies en el verso: cada pie puede ser un dáctilo (tan-ti-ti) o un espondeo (tan-tan), excepto el último, que siempre es un espondeo. La gran mayoría de pies son dáctilos. Por consiguiente, el verso avanza rápidamente: la combinación de pausa y rapidez con la elevación épica es la esencia del estilo homérico. El hexámetro es una forma muy expresiva y flexible que se usará a lo largo de toda la Antigüedad siempre para la épica, pero también para otros muchos propósitos.
La Ilíada está estrictamente restringida no sólo en el tiempo sino también en el espacio. Con una pequeña excepción en el primer canto, los actores humanos permanecen en todo momento en la ciudad de Troya o en la llanura frente a la misma. Los dioses se mueven más, pero incluso ellos suelen aparecer reunidos en el monte Olimpo, o presentes en la llanura de Troya, o en tránsito entre ambos lugares. La combinación de anchura y concentración es de nuevo esencial para el carácter del poema. Es una historia sobre seres humanos que da mucho espacio a los dioses, y estos dioses causaban sorpresa incluso a los griegos. Pueden parecer triviales, frívolos y despreocupados. En el siglo IV, Platón no dio cabida a Homero en su república ideal, [ 3] porque su idea de los dioses era indigna y daba mal ejemplo. En cambio, el mejor crítico literario de la Antigüedad, un autor anónimo conocido como Longino, señaló que para él Homero parecía haber convertido a sus hombres en dioses [ 4] y a sus dioses en hombres. Fórmulas tales como «semejante a los dioses» al parecer confirman esta impresión. Hombres y dioses pueden combatir unos contra otros: de hecho, el héroe aqueo Diomedes consigue herir [ 5] a Ares y a Afrodita. Gran parte de lo que había en la religión griega, como la polución, los oráculos, el culto a los héroes, el culto a la fertilidad y el culto extático, se queda fuera del poema, aunque se da a entender que es conocedor de todas estas cosas. Homero, o su tradición, ha creado un retrato distintivo de lo divino. En pocos lugares ofrece una poderosa representación de la trascendencia numinosa de los dioses, sino que en general les extrae el numen. Si un guerrero se encuentra con un dios en el campo de batalla, su reacción no es postrarse de rodillas en adoración, sino reflexionar si se queda o se retira.
Esta idea de los dioses es, una vez más, parte de la visión trágica del poema. Los dioses difieren de los hombres en apenas un par de aspectos. En primer lugar, los dioses son inmortales y los hombres mueren. En otros relatos de la religión griega encontramos que grandes hombres, como Heracles, podían promocionar y convertirse en dioses tras su muerte; otros héroes, aun sin llegar a ser dioses, tenían un poder permanente y se convertían en objetos de culto, siendo honrados con sacrificios y libaciones. En cambio, en la Ilíada, la división entre mortales e inmortales es absoluta. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos: este es el drama de la concepción. En segundo lugar, en líneas generales, los dioses son felices y los hombres desgraciados. Una vez más, las fórmulas cuentan la historia: «los bienaventurados», dioses «que viven a sus anchas», «desgraciados mortales». La idea cristiana es que Dios nos ama, y ésta es parte de su grandeza. Para comprender la Ilíada hemos de invertir esta noción: los dioses no tienen que preocuparse, y por esto son dioses.
Cuando Aquiles persigue a Héctor alrededor de las murallas de Troya, el poeta compara la escena con una carrera de carros, [ 6] «y todos los dioses los contemplaban». La comparación es reveladora: cuando asistimos a un gran partido, nos creemos apasionadamente implicados, pero salimos del estadio y nuestras vidas no han cambiado. También los dioses pueden parecer febrilmente partidarios, unos de los aqueos, otros de los troyanos, pero al final sus emociones son superficiales. Podría compararse con la apócrifa maldición china: «Ojalá vivas tiempos interesantes». La bendición de los dioses es la de ser llanos y simples, y la maldición de los hombres ser interesantes. El último canto contiene dos reconciliaciones o acuerdos. El que se produce entre los dioses es bastante breve y directo. El que se da entre dos hombres, Aquiles y Príamo, es mucho más difícil, complejo y profundo.
La Ilíada utiliza pocas metáforas, con una importante excepción: el símil formal. La mayoría de símiles encajan en alguno del muy reducido número de tipos. El más común es el símil animal: un guerrero es como un león o un lobo o (una vez) un testarudo asno. Muchas otras comparaciones provienen del mundo natural, y mientras que el combate singular es la forma de lucha que predomina en el poema, los símiles de nubes y olas son un modo de representar la batalla en masa. El símil ayuda a avivar y diversificar la narración de la batalla, pero colectivamente tiene un efecto más amplio: muestra el lugar del combate dentro de un mundo que contiene otras muchas cosas. Esta idea se expresa también a través del escudo que el dios Hefesto ha hecho para Aquiles. [ 7] Describe el mundo entero, con Océano en su orla. Una de las escenas que presenta es una ciudad bajo asedio, pero también hay imágenes de desposorios, bailes, cosecha y vendimia. Se nos recuerda que la batalla, en la que está tan intensamente concentrada nuestra atención, no es más que una parte de la experiencia humana.
Homero utiliza varias veces las hojas como símil. En todas las ocasiones salvo una la semejanza es la de multitud («tantos como las hojas…»). La excepción es peculiar también en otro sentido, pues es el único símil expresado por un personaje de la historia que no es Aquiles, concedido a la insulsa figura de Glauco porque el poeta tiene una idea propia que quiere transmitir: «Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres. De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera». [ 8] Esperamos una punzante inflexión, un suspiro acerca de la brevedad de la vida, pero en su lugar encontramos un acopio de energía: un nuevo crecimiento, la inagotable vitalidad del mundo. Aquí está el etos de todo el poema en miniatura, nada de desánimo y melancolía sino ánimo y tragedia. El poema es también realista. Celebra los actos y apetitos cotidianos. Si alguien cocina comida, el poeta describe el proceso. La descripción del combate es en muchos aspectos elaborada, pero la matanza de verdad se afronta sin ambages: huesos destrozados, tripas desparramadas. El poema no es truculento —la muerte es siempre inmediata— pero sí directo y expeditivo.
La Ilíada es diferente en que el tema no es simplemente un héroe, sino el particular comportamiento de un héroe: la primera palabra de la Odisea declara que el tema es un hombre, pero la Ilíada anuncia que su tema no es Aquiles sino la cólera de Aquiles. En la mayoría de historias heroicas el protagonista necesita valor y resistencia para salir victorioso, pero en esencia responde a los desafíos que las circunstancias externas le imponen. Aquiles, en cambio, forja su propia historia. Queda patente, por ejemplo, que cualquier otro héroe hubiera aceptado la fabulosa recompensa ofrecida por la embajada. En muchas otras historias heroicas el protagonista es una especie de espléndido salvaje (por ejemplo, Sigfrido en la saga alemana), pero Aquiles es inteligente. Fue educado por su padre para ser decidor de palabras y autor de hazañas. [ 9] Él mismo dice que es el mejor de los aqueos en batalla, pero [ 10] otros son superiores en el debate. No obstante, en cuanto a pura elocuencia supera a todos en el poema. Y lo que todavía es más insospechado, es también un esteta: cuando los embajadores se le acercan, lo encuentran cantando las famosas hazañas de los hombres [ 11] acompañándose de una lira. Eso lo convierte en el único poeta y músico de la Ilíada.
En la Odisea los poetas son personas respetadas pero subordinadas que actúan en los salones de los caudillos, un retrato que sin duda refleja una realidad histórica. Fue una idea formidable dotar de imaginación y sensibilidad al mayor de los guerreros. La poesía de su mente se expresa en dos extraños símiles que utiliza. En su discurso más colérico se equipara a un pájaro que lleva comida [ 12] a sus crías quedando él hambriento, una imagen extraña y, a pesar de su pasión, casi cómica. Más adelante, hablando con Patroclo, lo compara con una niña tierna que corre [ 13] junto a su madre y le agarra del vestido hasta que ésta la coge; este símil es burlón y cariñoso, pero también lúcido porque Aquiles sabe que acabará cediendo a la petición de su amigo. En ambas ocasiones este supremo ejemplo de masculinidad tiene la peculiaridad de compararse con una mujer. Nadie más en todo el poema habla de esta manera.
En la Ilíada hay dos personas extrañas. La otra es la enigmática figura de Helena, también autorreflexiva y una artista, que aparece por primera vez en el poema bordando un tapiz [ 14] en el que se representa la propia guerra de Troya. ¿Cómo juzgaremos a Aquiles, este insólito guerrero? Una interpretación considera que la Ilíada es una tragedia moral que gira en torno a la embajada. Según este razonamiento, Aquiles tiene perfecta razón en su pelea con Agamenón, pero cuando rechaza el ofrecimiento de la embajada, el orgullo y la cólera lo llevan a cometer un error, y sólo recupera su dignidad moral al final del poema, al mostrarse magnánimo con Príamo. Dicha interpretación se basa en gran parte en la idea, con la que nos encontraremos más adelante, de que la tragedia retrata a una persona esencialmente buena que cae a consecuencia de un defecto de carácter o de un determinado error. La holgura moral de la Ilíada es tal que quizá permita este modo de interpretar la historia, aunque parece sugerir que no es el mejor ni el más profundo. ¿Por qué se niega Aquiles de manera tan inesperada? Ayante, el último de la delegación en hablar, le dice que los dioses han puesto en él un ánimo implacable [ 15] «¡sólo por una muchacha!», y esto se ha interpretado como la voz del leal sentido común. Pero Ayante no puede tener razón: Agamenón se ha ofrecido a devolver a Briseida, y si esto es lo que Aquiles más quiere, entonces tiene que aceptar el ofrecimiento. La clave está en otra parte.
Agamenón le ha comunicado a Odiseo, el primero en hablar, lo que tiene que decir, y este transmite el mensaje más o menos verbatim. No obstante, elimina sabiamente las últimas palabras de Agamenón: «Que se deje subyugar… y que se someta a mí, por cuanto que soy rey en mayor grado…». [ 16] Aquiles no ha oído esto, pero es como si lo hubiera hecho, porque en su gran acusación rehúsa casarse con la hija de Agamenón [ 17] diciendo que busque a otro aqueo para ella, uno que sea «rey en mayor grado». Aquiles difiere de los demás héroes no porque haya visto menos, sino porque ha visto más profundamente. Aparentemente, Agamenón ha dado marcha atrás, pero en el fondo todavía está exigiendo a su antagonista que ceda. Y los grandes héroes no deben ceder. El padre de Aquiles le encomendó «descollar siempre y sobresalir por encima de los demás». [ 18] Este es el imperativo del héroe.
Homero muestra la naturaleza del heroísmo a través del discurso de Sarpedón a Glauco: [ 19] dos licios que combaten en el bando troyano. A diferencia de los propios troyanos, que luchan por su supervivencia, ellos pelean como pelean los aqueos, porque esto es lo que hacen los héroes. Sarpedón observa que a ambos se les dispensan los mayores honores entre los licios, gozando de la mejor comida y vino, y de la propiedad de ricas tierras de labrantío, de modo que deberían estar ahora en primera línea para que uno de los licios pueda decir «no sin gloria son caudillos en Licia nuestros reyes…». Sarpedón añade que si pudiera eludir la vejez y ser inmortal, «tampoco yo entonces lucharía en primera fila ni te enviaría a la lucha, que otorga gloria a los hombres». No se trata de un contrato social ni de un deber hacia los otros: si estuviera luchando en nombre de los licios, la exención de la muerte le permitiría ayudarles todavía más. El único deber del héroe es para consigo mismo: tiene una determinada posición y ha de actuar proporcionalmente; si no lo hiciera, se sentiría avergonzado. Sarpedón no quiere luchar: si fuera inmortal, no se molestaría en hacerlo. La trágica paradoja es que el combate sólo merece la pena porque es inútil, y porque la mayor gloria está sólo a milímetros de la desdicha y humillación de la muerte.
Los antropólogos hacen una distinción entre la cultura de la vergüenza y la cultura de la culpa. El ideal de la cultura de la vergüenza que expone Sarpedón no es egoísta en el sentido corriente de la palabra. Es la búsqueda de la virtud, de intentar ser el hombre más glorioso que uno pueda llegar a aspirar, y la mayor gloria se obtiene en combate. Algunos tratan de minimizar la cultura de la vergüenza en el poema, sintiendo que esto hace que Homero parezca embarazosamente primitivo: gran error. La cultura de la vergüenza es lo que hace que la tragedia sea tan cruel. Si Sarpedón pudiera sentir que estaba dando la vida por los otros, o por su país, habría cierto consuelo. Pero este pensamiento atenuante está ausente. Por su parte, ¿siente Aquiles culpa o remordimiento tras la muerte de Patroclo? Algunos piensan que sí, pero si prestamos atención al poema veremos que no es así. Es verdad que Agamenón usa el lenguaje de la culpa, [ 20] dando vueltas torpemente en torno a la cuestión de si él es o no culpable, pero este es uno de los aspectos en que él y Aquiles difieren. De su amigo, Aquiles dice simplemente: «Lo he perdido», [ 21] parcas palabras de desgarradora simplicidad. Reflexiona que «no iba a proteger» a Patroclo [ 22] ni «ser luz de salvación» para él: «Así desaparezcan de los dioses y de las gentes la disputa, y la ira…». «Yo no soy culpable», dice Agamenón; «Yo soy culpable», podría haber dicho Aquiles, pero sin embargo, ni se condena ni se excusa. Mira en su interior desde fuera y ve que hay ira en él. Para Aquiles esto es un simple hecho, no algo que pueda ser alterado y lamentado. Esta cruda objetividad es otra vez parte de la visión trágica del poema. El remordimiento puede ser reconfortante: sugiere que las cosas podrían haber sido distintas y mejores; ofrece la esperanza de la curación. Aquiles no tiene este consuelo.
Antes de que Héctor se enfrente a Aquiles, Homero nos proporciona algo insólito en este poema, un soliloquio. Oímos a Héctor hablando consigo mismo, [ 23] entramos en sus pensamientos. ¿Por qué sale al encuentro de su enemigo? Su padre y su madre le han dicho, y con razón, que Aquiles le matará, y eso será el fin de Troya. Está asustado. El imperativo es de nuevo la vergüenza: «Vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, no sea que alguna vez alguien vil y distinto de mí diga: “Héctor, por fiarse de su fuerza, hizo perecer la hueste”». El terror y horror de la exigencia de vergüenza es que lo empuja no sólo a su propia humillación, sino a la ruina de todos aquellos a los que ama.
En el momento de la muerte, Héctor recibe el don pasajero de la clarividencia, [ 24] una idea, por otro lado, ajena al poema: le dice a Aquiles que Paris lo matará junto a las puertas Esceas de Troya. Esta visión de un acontecimiento futuro es irónica, porque hasta ahora Héctor ha sido el hombre que no ha visto lo que aguarda más adelante. En esto contrasta con Aquiles, que sabe que si continúa luchando en Troya [ 25] morirá allí, y acepta su destino. A lo que Aquiles se resiste es a la verdad de que no puede hacer más por Patroclo. Intenta hacer más para vengarlo, trata de mutilar el cuerpo de Héctor, de matar prisioneros en la pira de Patroclo, pero todo es inútil, y cuando el alma de Patroclo se le aparece [ 26] —también las almas hasta el momento parecen haber sido ajenas al etos de la Ilíada— sólo puede desear ser liberada en la nada. Al final, los dioses muestran a Aquiles que debe poner fin a su duelo y devolver el cuerpo de Héctor, porque como dice el dios Apolo: «las Moiras han hecho el ánimo humano apto para soportar». [ 27] O como con anterioridad lo expresó Odiseo más severamente, uno ha de enterrar al que muere, [ 28] mantener el ánimo implacable y llorar un solo día.
Con la muerte de Héctor la historia podría parecer más o menos completa, pero todavía faltan unos dos mil versos más, y algunas asombrosas sorpresas. Aquiles celebra juegos funerarios en honor a Patroclo, y aquí el poeta introduce un tono nuevo: una animada comedia social. Un personaje hasta ahora secundario adquiere importancia, el joven Antíloco, fogoso, astuto y hábil manipulando a sus mayores. Hace sonreír a Aquiles [ 29] por primera y única vez en todo el poema: un gran momento. El propio Aquiles es generoso con Agamenón y cortés apaciguando las disputas de los demás, gran ironía, aunque esta vez reconfortante, en un hombre cuya pelea con Agamenón constituye el tema de la historia. Y aquí nos despedimos de los caudillos aqueos, con la única excepción de Aquiles. Este animado episodio es una parte vital del relato, porque muestra al héroe reintegrado en su sociedad, pero una vez terminados los juegos, es como si nunca se hubiesen celebrado. Aquiles vuelve a su obsesivo duelo, negándose a comer y, a pesar de las súplicas de su madre, a dormir con una mujer. Se aparta de todos aquellos apetitos que el poema celebra.
Lo que sucede a continuación sorprende al propio Aquiles: se queda estupefacto cuando Príamo aparece ante él, [ 30] solo y sin ser anunciado, para reclamar la devolución del cadáver de Héctor. El encuentro es difícil: Aquiles está tenso hasta el punto de amenazar con matar al rey [ 31] si éste sigue provocándolo. Los dos hombres lloran, [ 32] y el sonido de sus sollozos inunda la casa. En cierto modo, lloran juntos, pero también lloran por separado porque Príamo llora por Héctor y Aquiles por su padre, ausente y despojado, y por Patroclo. Queda una soledad intrínseca. Pero Aquiles descubre en su interior una nueva generosidad: devuelve parte del rescate que Príamo ha traído, colocándolo él mismo sobre el cuerpo de Héctor. Le habla a Príamo con una nueva piedad, [ 33] analizando al mismo tiempo su propia situación y comprendiendo su futilidad, «porque lejos de la patria me hallo, en Troya, procurando duelos para ti y para tus hijos». Pero no piensa sólo en sí mismo, porque ahora su visión se ha ensanchado: declara que Zeus otorga una mezcla de bien y mal a algunos, y a otros nada más que males, y contempla la vida de un desgraciado fugitivo sin honor. Reconoce que hay personas cuya suerte es peor que la suya. A continuación anima a Príamo a comer. [ 34] En medio de esta escena sublime el poema no desdeña una verdad muy simple: que cuando las personas han comido y bebido se sienten mejor. Sólo ahora disfrutan los dos hombres de su mutua compañía.
No obstante, el poema sigue careciendo de sentimentalismo. Príamo se maravilla ante Aquiles, un hombre que se parece a los dioses, y Aquiles se maravilla ante el noble aspecto y discurso de Príamo. Pero sigue habiendo una distancia. En sus últimas palabras Príamo pide una tregua: [ 35] durante nueve días llorarán a Héctor, al décimo lo enterrarán, al undécimo levantarán un túmulo, «y al duodécimo entablaremos combate si es preciso». A Aquiles se le ve por última vez [ 36] durmiendo con Briseida. Ahora puede ser descartado del poema, cuya parte final describe el duelo por Héctor. Los últimos grandes discursos de este poema profundamente masculino los pronuncian mujeres: su esposa, su madre y Helena lamentan [ 37] sucesivamente su pérdida.
El desenlace de la Ilíada muestra la restauración de los apetitos y ritmos naturales: el hombre que se había negado a comer come e insta a otro a comer; el hombre que había rechazado está en la cama con Briseida; Héctor, a quien se le había negado el entierro, recibe los honores rituales, mientras las mujeres se lamentan y el cuerpo es quemado. En la superficie, vemos corrección y bondad, y la naturaleza humana parece más espléndida que nunca. En el fondo, no se ha producido ningún cambio: Aquiles ha visto la inutilidad y la desdicha de su situación, pero nada se puede hacer al respecto. El contrapunto entre estas cosas es profundamente trágico. Los rituales en honor a Héctor concluyen con una satisfacción básica, como al final de un cuento para niños: «un eximio banquete fúnebre en las moradas de Príamo». [ 38] Con comida y bebida, estos agradables y sencillos placeres, es donde terminamos. Pero más allá de este momento inmediato está la guerra, con peores desgracias por venir: Aquiles morirá, Príamo también, y Troya será destruida. Es el undécimo día, y al día siguiente se reanudará el combate «si es preciso». Pero Príamo sabía que la súplica en aquellas palabras era inútil. La Ilíada termina con un banquete y al borde del infierno.
La Odisea se sitúa diez años después de la guerra de Troya. Odiseo no ha regresado a casa: la diosa Calipso lo tiene prisionero en una isla remota, mientras su palacio en la isla de Ítaca está ocupado por nobles del lugar, pretendientes a la mano de su esposa Penélope. Ha provocado también la enemistad de Poseidón, dios del mar, por haber cegado a su hijo, el gigante caníbal Polifemo. Zeus decreta que Calipso libere a Odiseo. Telémaco, hijo de Odiseo, abandona Ítaca en busca de su padre. Odiseo sufre un naufragio, pero consigue recalar en tierra de los feacios, donde es hallado por la princesa Nausícaa. En el palacio de sus padres, él relata sus aventuras, y cómo fue perdiendo poco a poco sus barcos y a sus compañeros. En general las aventuras implican a monstruos, como Polifemo, pero también a la diosa Circe, con la que tuvo un devaneo, y un encuentro con las almas de los muertos. De vuelta a Ítaca, es acogido por el porquero Eumeo. Disfrazado de mendigo, Odiseo entra en palacio y con su arco mata a todos los pretendientes. Un colofón ata algunos cabos sueltos.
Igual que la Ilíada, la Odisea puede considerarse esencialmente la elaboración de una gran mente creadora, trabajando con materiales tradicionales. Al igual que otras obras, puede haber sufrido alteraciones posteriores o interpolaciones; en especial, hay mucha polémica acerca de la autenticidad de su extraño y combativo final. ¿Quién fue el autor? En la Antigüedad casi todo el mundo dio por supuesto que Homero había escrito los dos poemas épicos, con muy pocas discrepancias. Los argumentos esgrimidos en favor de que el poeta de la Odisea es otro distinto son de dos tipos. El primero se basa en los detalles lingüísticos de ambos poemas, el segundo alega que los valores y creencias expresados en estas obras difieren demasiado entre sí como para haber salido de la misma mente. La evidencia lingüística es ambigua y no apunta únicamente en una dirección. Las diferencias en el etos podrían ser consecuencia de una gran imaginación que aborda la creación de un poema de tipo distinto. Hoy en día, el criterio mayoritario es que hubo dos poetas, pero el problema no puede ser resuelto de manera concluyente. No obstante, sí podemos utilizar «Homero» como abreviación para los dos poemas juntos.
Sin duda alguna, la Odisea toma a la Ilíada como modelo. Como en el poema más antiguo, maneja una sola acción: es un relato de lo que los griegos denominaban nostos, «regreso a casa»: de cómo Odiseo regresó y dio muerte a los pretendientes. Por consiguiente, la Odisea no es una odisea en el sentido moderno del término: el héroe narra sus años errantes retrospectivamente. Ya vimos que la Ilíada está tan firmemente controlada en el tiempo como en el espacio, y aquí la Odisea muestra un acusado contraste: Odiseo empieza en la mayor distancia imaginable, en una isla del Océano exterior, y la narración lo conduce cada vez a espacios más pequeños, primero de nuevo al mundo mediterráneo, después a su isla, a su casa y por último al lugar más estrecho e íntimo, a la cama con su esposa. Y este, como observó un antiguo estudioso, [ 39] es el «fin» del poema, el objetivo hacia el que toda la historia se ha ido moviendo.
La Odisea contrasta con la Ilíada en la amplitud de su marco social. El reparto incluye a esclavos y mendigos, e incluso a un perro, y, aparte de Odiseo, la mayoría de los personajes más interesantes son mujeres. En el poema son recurrentes los temas de hospitalidad y prueba. Las personas son puestas a prueba por la forma en que tratan a los forasteros y a los desposeídos. Los pretendientes son malos anfitriones (tratan a los forasteros con desprecio) y Polifemo es también muy mal anfitrión (se los come). Alcínoo, rey de los feacios, es un buen anfitrión, como también lo es el esclavo Eumeo. «Pues de Zeus vienen todos los huéspedes y los mendigos —dice Nausícaa, hija de Alcínoo—, y una dádiva pequeña les es querida». [ 40] Mucho después, Eumeo pronuncia exactamente las mismas palabras, con un humilde añadido: «mi donativo resulta pequeño». [ 41] La princesa y el porquero pueden ser ambos igual de hospitalarios. No obstante, la Odisea sigue siendo aristocrática en cuanto a sus valores: los esclavos y los subordinados han de ser leales, pues los desleales son salvajemente castigados.
A diferencia de la Ilíada, este poema tiene un argumento secundario. De hecho, Odiseo no aparece hasta el canto V. Hasta este momento, el relato es sobre Telémaco, que sale cuando su padre entra. Abandona Ítaca, visita al rey Néstor, que luchó en Troya, y después la glamurosa corte de Menelao y Helena en Esparta, que ante sus jóvenes ojos le parece la morada del propio Zeus. Cuando regresa a casa, los pretendientes observan en él una seguridad de la que antes había carecido, y cuando su madre lo reprende, él responde: «Yo contemplo en mi ánimo y juzgo cada hecho, los mejores y los peores. Antes era todavía niño». [ 42] Más adelante le ordenará que se retire a sus aposentos [ 43] y ella lo cumplirá asombrada, «y obedeció en su ánimo el consejo juicioso de su hijo». Ahora es un hombre. Su relato es el antecedente definitivo del Bildungsroman: la historia del desarrollo y formación de una persona.
La aventura de Telémaco no adelanta en absoluto el argumento principal, pero al poeta le gusta introducir diferentes historias una junto a la otra. Esto podemos verlo con el propio héroe, porque parece que hay dos clases de Odiseo en el poema: por un lado está el pícaro de los cuentos populares, primo de Simbad el Marino y de Jack el Cazagigantes, y por otro, el guerrero heroico que conocimos en la Ilíada. Lejos de tratar de disfrazar esta dualidad, el poeta disfruta con ella. Las historias falsas que cuenta Odiseo en la narración principal tras su retorno a Ítaca, cuando necesita ocultar su identidad, hacen referencia a lugares reales como Creta y Egipto, y sus aventuras «reales» acontecen en ningún lugar del que tengamos conocimiento. Empieza su errático recorrido en el mundo familiar del Egeo, pero tras ser arrastrado por el viento hacia el oeste de Grecia penetra en el país de la fantasía. Sus habitantes son monstruos o monstruosos, aun siendo humanos, como los lestrigones caníbales o los fascinantes y letales lotófagos. Algunas de estas historias es muy posible que fueran prestadas de otros lugares, especialmente la saga de los argonautas, como el poeta descaradamente parece reconocer cuando Odiseo describe las rocas que se despeñan y que, según dice, sólo las había atravesado antes la «Argo, celebrada por todos». [ 44]
El poeta también goza de la transición entre el país de la fantasía y nuestro mundo conocido, porque inventa la tierra de los feacios, en delicado equilibrio entre ambos. Su mundo es medio mágico: [ 45] sus barcos se gobiernan solos, el huerto del rey Alcínoo da fruto en todas las estaciones, y los dioses los visitan. Pese a todo, son también tranquilizadoramente corrientes, y son tratados con delicado humor. Alcínoo propone una competición deportiva [ 46] «para que cuente el huésped a sus amistades, al regresar a casa» cuánto aventaja su pueblo a los demás en estas cosas. Después de que Odiseo los derrote a todos, Alcínoo observa sin entusiasmo [ 47] que ellos no son deportistas destacados, pero que les encantan los banquetes, los baños calientes y variar de ropa, y (utilizando el mismo lenguaje que antes) que el forastero podrá relatar en cuánto superan a los demás en la danza y el canto. Podemos pensar que no hace falta demasiada habilidad para disfrutar de la comida y la ropa limpia. Los feacios son a la vez llanos y escurridizos, y al final desaparecen de la historia en medio de una frase: «Mientras hacían sus plegarias al soberano Poseidón los jefes y consejeros [ 48] del pueblo de los feacios, reunidos en torno a su altar, el divino Odiseo despertó…». En ningún momento nos enteramos de si su plegaria a Poseidón, que ha amenazado con castigarlos por ayudar al héroe, les es concedida; de hecho, nadie los vuelve a ver, pues Alcínoo decide que no volverán a tener tratos con otros mortales. Resulta oportunamente apropiado que se desvanezcan del poema con esta misteriosa evanescencia.
Hay cinco mujeres importantes en la vida de Odiseo. A tres de ellas las conoce en el transcurso de su errático periplo y cada una aparece ubicada en un paisaje que refleja su carácter. La diosa Circe primero intenta convertir al héroe en un cerdo, después tiene una aventura amorosa con él y finalmente le ayuda libremente a seguir su camino. Es, por así decirlo, una cortesana divinizada, fácil viene, fácil se va. Su palacio de piedra pulida situado en pleno bosque y espesura transmite su mezcla de salvajismo y sofisticación. En un mundo de palacios, Calipso habita en una cueva, [ 49] perfumada con el olor del cedro y del enebro quemados, con una viña colmada de racimos en torno a la entrada. Fuera hay un bosque de alisos, álamos y fragantes cipreses. Oscura, oculta, rebosante de frutos: esta es la tierra de la pasión. A diferencia de estas dos, Nausícaa es una mujer mortal, pero sin embargo comparte un aura de divinidad, pues el poeta la compara con Artemisa, [ 50] y Odiseo le pregunta con delicadeza si es una diosa o una mortal, [ 51] quizá Artemisa. Odiseo la ve por primera vez [ 52] junto al cauce de un río cristalino, el paisaje natural de una joven doncella, mientras que él, desnudo y desgreñado, se esconde en un áspero matorral.
Como los feacios en general, Nausícaa combina los atractivos domésticos con los encantos de la distancia. Aparentemente, había acudido con sus doncellas a lavar [ 53] las ropas de los hombres de la casa, aunque en realidad tenía otra idea en mente [ 54] cuando le pidió permiso a su padre para hacer la excursión, y él, a su vez, se percató, pero no dijo nada. Esta ligera comedia tiene un elemento moral, en un poema tan interesado en el civismo: la reticencia es una forma de buenos modales. La escena de Nausícaa y sus muchachas jugando a la pelota [ 55] —un baile, no una competición— es la primera descripción de la felicidad sencilla y corriente. Y nada la puede destruir. Ella se siente claramente atraída por el forastero, y por lo que parece tenemos aquí el comienzo de un patrón de cuento popular: el viajero que llega a una tierra lejana y se casa con la hija del rey. Pero Odiseo no puede casarse con Nausícaa, porque ya tiene esposa. El poeta podría haber ideado un cuento de aflicción, pero hace algo más sutil. Ella se desvanece de la historia, reapareciendo sólo cuando Odiseo está en el banquete con los nobles feacios. Permaneciendo en la distancia, pronuncia [ 56] tan sólo dos versos: «¡Vete feliz, forastero! —porque ni siquiera sabe su nombre—, de modo que cuando estés en tu tierra patria alguna vez te acuerdes de mí, que a mí la primera me debes tu acogida». Odiseo promete lacónicamente recordarla con honor, y esto es todo. El pathos es muy ligero; el autor, magistral en su control.
La cuarta mujer en la vida de Odiseo es su patrona y protectora particular, la diosa Atenea. Cuando llega a Ítaca se encuentra con un pastor y prudentemente le cuenta una historia falsa acerca de quién es él. Pero el embaucador ha sido embaucado: [ 57] el pastor es Atenea disfrazada, quien lo atrapa y declara con satisfacción que incluso un dios tendría que ser astuto para aventajarlo. Hay algo semejante a la amistad en esto, algo que resulta inimaginable entre un olímpico y un mortal en la Ilíada. En general, los dioses olímpicos tienen ahora una función moral más evidente. Zeus pronuncia el primer discurso [ 58] del poema y establece allí las normas: los mortales sufren también a causa de sus locuras, como Egisto, que cometió crímenes contra lo que los dioses le habían advertido. Incluso el propio poema es manifiestamente más moral al declarar que los hombres de Odiseo perecieron asimismo por su propia locura, ya que se comieron el ganado del Sol. En realidad, esto suena desalentador, pero las historias de aventuras a menudo se basan en la ausencia de compasión; así, en una película del Oeste no nos preocupa si matan a muchos personajes secundarios, siempre y cuando el héroe y la heroína sobrevivan. Del mismo modo, aunque Odiseo pierda a todos sus compañeros, y haya muchas otras muertes, el poema es esencialmente una comedia: el héroe triunfa y los transgresores mueren.
Sin embargo, sería un error deducir de ello que la Odisea habita en un universo moral distinto al de la Ilíada: la diferencia radica más bien en el tipo de historia que es cada una. Ambos poemas, en cierto sentido, experimentan con los sentimientos. En el país del buen monarca, [ 59] le dice Odiseo a Penélope, la tierra negra hace brotar trigo y cebada, los árboles rebosan de frutos, el mar prodiga sus peces y los pueblos prosperan. Esto no era algo que uno pudiera creer con facilidad en las literalmente desoladas circunstancias de la Grecia de la edad oscura. Más bien deberíamos guiarnos por miss Prism: «Los buenos terminan bien y los malos mal. Eso es lo que se propone la ficción».
Cuando Odiseo les dice su nombre a los feacios, dice también que viene de Ítaca [ 60] y da los nombres de las tres islas cercanas, explicando cómo están ubicadas las unas respecto a las otras. Él se sitúa a sí mismo dando sus coordenadas, por así decirlo; Ítaca tiene su individualidad, lo mismo que él. Añade que su isla es «abrupta, pero buena criadora de jóvenes», y explica cómo rechazó a Calipso y a Circe porque no hay nada más dulce que el hogar y los padres, por más espléndido que sea un palacio extranjero. Aquí la literatura inicia la exploración de la identidad y las posesiones. Ítaca puede que no sea el lugar más hermoso, pero es donde residen sus afectos, «pobre, pero mía». Del mismo modo ha rechazado la belleza de Calipso y su ofrecimiento de inmortalidad en aras de la belleza inferior de la mortal Penélope. A veces los críticos se han preguntado si lo que Odiseo verdaderamente quiere recuperar es Penélope o sus posesiones, pero es posible que él no encontrase la necesidad de hacer distinciones. El poema pone en muy alta estima la relación matrimonial. Odiseo le dice a Nausícaa [ 61] que no hay nada mejor que cuando un hombre y una mujer viven juntos en armonía, y eso proporciona dolor a sus enemigos y alegría a sus amigos. A continuación viene una frase desconcertante en griego. Quizá sólo signifique «y ellos gozan de muy buena fama», pero posiblemente significa «y ellos lo saben muy bien». Si este es el caso, las palabras son un tributo a las recónditas profundidades del amor matrimonial.
Penélope es la quinta mujer, y en definitiva la más importante, de la vida de Odiseo. Uno de los enigmas de la Odisea es por qué ella no es capaz de reconocerlo, mientras que su perro y su vieja nodriza [ 62] pueden hacerlo sin problemas. Desde el punto de vista naturalista no puede haber ninguna respuesta. Antes incluso de que Odiseo llegue a palacio, ella parece presa de una nueva hilaridad. Tras su llegada, disfrazado, Penélope es inspirada a mostrarse ante los pretendientes con el fin de serenar el ánimo [ 63] de los jóvenes y así poder recibir más honores de su hijo y de su esposo. A continuación se echa a reír por su vano pensamiento. Es como si lo supiera: su dificultad para reconocerlo es inexplicable, pero misteriosamente adecuada: para ella es más difícil porque hay mucho más en juego. Podemos comparar el final de la Ilíada: en los dos poemas el héroe queda realizado mediante el acto sexual; en ambos, una rehabilitación pública es seguida de una privada; y en ambos, la privada es más compleja y difícil porque ahonda en el corazón de la condición humana.
No obstante, mientras que la Ilíada sugiere la soledad última del héroe, la Odisea es un poema social. Gran parte del mismo se desarrolla en islas. Las islas pueden ser lugares de aislamiento, como la Ogigia de Calipso o la Eea de Circe, pero también pueden ser unidades cuyo interior contiene una sociedad completa, como Ítaca. La Odisea estudia al hombre como individuo y como animal social, y entiende que estos dos elementos de experiencia humana son indivisibles: al final el héroe recupera su pueblo, sus posesiones y su lugar más privado.

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