lunes, 31 de diciembre de 2012


Bécquer, Gustavo Adolfo (1836-1870), poeta español. Es una de las figuras más importantes del romanticismo y sus Rimas supusieron el punto de partida de la poesía moderna española.
Nació en Sevilla, hijo de un pintor y hermano de otro, Valeriano. También él mismo practicó la pintura, pero, después de quedarse huérfano y trasladarse a Madrid, en 1854, la abandonó para dedicarse exclusivamente a la literatura. No logró tener éxito y vivió en la pobreza, colaborando en periódicos de poca categoría. Posteriormente escribió en otros más importantes, donde publicó crónicas sociales, algunas de sus Leyendas y los ensayos costumbristas Cartas desde mi celda. Obtuvo un cargo muy bien pagado, en 1864, de censor oficial de novelas. Hacia 1867 escribió sus famosas Rimas y las preparaba para su publicación, pero con la Revolución de 1868 se perdió el manuscrito y el poeta tuvo que preparar otro, en parte de memoria. Su matrimonio, con la hija de un médico, le dio tres hijos, pero se deshizo en 1868. Bécquer, que desde 1858 estaba aquejado de una grave enfermedad, probablemente tuberculosa o venérea, se trasladó a Toledo, a casa de su hermano Valeriano. Éste murió en septiembre de 1870 y el poeta el 22 de diciembre, a los treinta y cuatro años.


CARTAS LITERARIAS.

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
Carta primera
Monasterio de Veruela, 1864.
Queridos amigos:
Heme aquí transportado de la noche a la mañana a mi escondido valle de Veruela; heme aquí instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez más, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas horas de mi antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra, particularmente hoy, que todos los grandes centros de población se parecen, apenas se percibe el aislamiento en que nos encontramos, antojándosenos, al ver la identidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes a quienes teníamos costumbre de ver y hallar de continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez; diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible me separan por completo del mundo. ¡Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a mis ojos; tan vagos y perdidos quedan al confundirse entre la multitud de nuevas ideas y sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes!    
Ayer, con vosotros en la tribuna del Congreso, en la redacción, en el teatro Real, en La Iberia; hoy, sonándome aún en el oído la última frase de una discusión ardiente la última palabra de un artículo de fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en silencio mi taza de café, único exceso que en estas soledades me permito sin que turbe la honda calma que me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros del monasterio o corre subterránea atravesando sus claustros sombríos y medrosos. Una muchacha con su zagalejo corto y naranjado, su corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada, sobre la que brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias azules y sus abarcas atadas con un listón negro, que sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina, atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros donde se condimenta la futura cena, y dispone el agua hirviente, negra y amarga que me mira beber con asombro. A estas alturas, y mientras dura el frío, la cocina es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al perro, que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la espetera, al reflejo del fuego, ¡cuántas veces he interrumpido la lectura de una escena de La Tempestad, de Shakespeare, o del Caín, de Byron, para oír el ruido del agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y levantando con sus penachos de vapor. azul y ligero la tapadera de metal que golpea los bordes de la vajilla! Un mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos criados hacia todo lo que me pertenece, no puede menos de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero con las mismas señales y colocados en el orden que yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada. Después de apurar mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir con una gota de agua, a fin de llenar ese océano sin fondo, ese abismo de cuartillas que se llama periódico, especie de tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está echando original y siempre está vacío. Las únicas ideas que me han quedado como flotando en la memoria y sueltas de la masa general que ha oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren a los detalles de éste, que carecen en sí de interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar, pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un modo tan extraordinario y patente.
Los diversos medios de locomoción de que he tenido que servirme para llegar hasta aquí, me han recordado épocas y escenas tan distintas, que algunos ligeros rasgos de lo que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada que la mía a esta clase de estudios bastarían a bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño saco de noche, después de haberme despedido de ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza dirigido a las pocas personas que de antemano se encontraban en el coche y que habían de ser mis compañeros de viaje, me acomodé en un rincón, esperando el momento de partir, que no debía de tardar mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de delante atrás y de atrás adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los raíles y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero como quiera que aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros, y cuando pude enterarme de lo que había a mi alrededor, empecé a pasar revista a mis compañeros de coche; ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo, pues con más o menos disimulo todos comenzamos a mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy pocas personas. En el asiento que hacia frente al que yo me había colocado, y sentada de modo que los pliegues de su amplia y elegante falda de seda me cubrían casi los pies, iba una joven como de diez y seis a diez y siete años, la cual, a juzgar por la distinción de su fisonomía y ese no sé qué aristocrático que se siente y no puede explicarse, debía de pertenecer a una clase elevada. Acompañábala un aya, pues tal me pareció una señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento inmediato, y que de cuando en cuando le dirigía la palabra en francés para preguntarle cómo se sentía, qué necesitaba, o advertirle de qué manera estaría más cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se tomaba por la joven, pudieran hacer creer que era su madre; pero, a pesar de todo, yo notaba en su solicitud algo de afectado y mercenario, que fue el dato de que desde luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis-à-vis con el aya francesa y medio enterrado entre los almohadones de un rincón, como viajero avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto y rubio como casi todos los ingleses, pero más que ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y completo que su traje de touriste; nada más curioso que sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y relucientes; aquí la manta escocesa, sujeta con sus hebillas de acero; allá el paraguas y el bastón con su funda de vaqueta, terciada al hombro la cómoda y elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde, dilatada y redonda, se hubo empapado bien en los objetos, entornó nuevamente los párpados, de modo que, heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra cosa podía compararse su nariz. Formando contraste con este seco y estirado gentleman, que, una vez entornados los ojos y bien acomodado en su rincón, permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el extremo opuesto del coche, y ya poniéndose de pie, ya agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo del asiento, o recostándose alternativamente de un lado y de otro, como el que siente un dolor agudo y de ningún modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor de unos cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde nunca había salido sino a la capital de su provincia, hasta que, con ocasión de ciertos negocios propios del Ayuntamiento de que formaba parte, había estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa, que no perdonaba coyuntura.
Primero suplicó al inglés le hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin contestar una sola palabra a las expresivas frases con que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la joven para preguntarle si la señora que la acompañaba era su mamá. La joven le contestó que no con una desdeñosa sobriedad de palabras. Después se encaró conmigo, deseando saber si seguiría hasta Pamplona: satisfice esta pregunta, y él, tomando pie de mi contestación, dijo que se quedaba en Tudela; y a propósito de esto, habló de mil cosas diferentes y todas a cual de menos importancia, sobre todo para los que le escuchábamos.
Cansado de su desesperante monólogo o agotados los recursos de su imaginación, nuestro buen hombre, que por lo visto se fastidiaba a más no poder dentro de aquella atmósfera glacial y afectada, tan de buen tono entre personas que no se conocen, comenzó a poco, sin duda para distraer su aburrimiento, una serie de maniobras a cual más inconvenientes y originales. Primero cantó un rato a media voz alguna de las habaneras que había oído en Madrid a la criada de la casa de pupilos; después comenzó a atravesar el coche de un extremo a otro, dando aquí al inglés con el codo o pisando allí el extremo del traje de las señoras para asomarse a las ventanillas de ambos lados; por último, y ésta fue la broma más pesada, dio en la flor de bajar los cristales en cada una de las estaciones para leer en alta voz el nombre del pueblo, pedir agua o preguntar los minutos que se detendría el tren. En unas y otras, ya nos encontrábamos cerca de Medinaceli, y la noche se había entrado fría, anubarrada y desagradable; de modo que cada vez que se abría una de las portezuelas, se estaba en peligro inminente de coger un catarro.
El inglés, que hubo de comprenderlo así, se envolvió silenciosamente en su magnífica manta escocesa; la joven, por consejo del aya, que se lo dijo en alta voz, se puso un abrigo; yo, a falta de otra cosa, me levanté el cuello del gabán y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros. Nuestro hombre sin embargo, prosiguió impertérrito practicando la misma peligrosa operación tantas veces cuantas paraba el tren, hasta que al cabo, no sé si cansado de este ejercicio o advertido de la escena muda de arropamiento general que se repetía tantas veces cuantas él abría la ventanilla, cerró con aire de visible mal humor los cristales, tornando a echarse en su rincón donde a los pocos minutos roncaba como un bendito, amenazando aplastarme la nariz con la coronilla en uno de aquellos bruscos vaivenes que de cuando en cuando le hacían salir sobresaltado de su modorra para restregarse los ojos, mirar el reloj y volverse a dormir de nuevo. El peso de las altas horas de la noche comenzaba a dejarse sentir. En el vangón reinaba un silencio profundo, interrumpido sólo por el eterno y férreo crujir del tren y algún que otro resoplido de nuestro amodorrado compañero, que alternaba en esta tarea con la máquina.
El inglés se durmió también; pero se durmió grave y dignamente sin mover pie ni mano, como si a pesar del letargo que le embargaba tuviese la conciencia de su posición. El aya comenzó a cabecear un poco, acabando por bajar el velo de su capota oscura y dormirse en estilo semiserio. Quedamos, pues, desvelados como las vírgenes prudentes de la parábola, tan sólo la joven y yo. A decir verdad, yo también me hubiera rendido al peso del aturdimiento y a las fatigas de la vigilia si hubiese tenido la seguridad de mantenerme en mi sueño en una actitud, si no tan grave como la del inmóvil gentleman, al menos no tan grotesca como la del buen regidor aragonés, que ora dejándose caer la gorra de una cabezada, ora roncando como un órgano o balbuceando palabras ininteligibles, ofrecía el espectáculo más chistoso que imaginarse puede. Para despabilarme un poco resolví dirigir la palabra a la joven; pero por una parte temía cometer una indiscreción, mientras por otra; y no era esto lo menos para permanecer callado, no sabía como empezar. Entonces volví los ojos, que había tenido clavados en ella con alguna insistencia, y me entretuve en ver pasar a través de los cristales, y sobre una faja de terreno oscuro y monótono, ya las blancas nubes de humo y de chispas que se quedaban al paso de la locomotora rozando la tierra y como suspendidas e inmóviles, ya los palos del telégrafo, que parecían perseguirse y querer alcanzarse unos a otros lanzados a una carrera fantástica. No obstante, la aproximación de aquella mujer hermosa que yo sentía aun sin mirarla, el roce de su falda de seda que tocaba a mis pies y crujía a cada uno de sus movimientos, el sopor vertiginoso del incesante ruido, la languidez del cansancio, la misteriosa embriaguez de las altas horas de la noche, que pesan de una manera tan particular sobre el espíritu, comenzaron a influir en mi imaginación, ya sobreexcitada extrañamente.
Estaba despierto, pero mis ideas iban poco a poco tomando esa forma extravagante de los ensueños de la mañana, historias sin principio ni fin, cuyos eslabones de oro se quiebran con un rayo de enojosa claridad y vuelven a soldarse apenas se corren las cortinas del lecho. La vista se me fatigaba de ver pasar, eterna, monótona y oscura como un mar de asfalto, la línea del horizonte, que ya se alzaba, ya se deprimía, imitando el movimiento de las olas. De cuando en cuando dejaba caer la cabeza sobre el pecho, rompía el hilo de las historias extraordinarias que iba fingiendo en la mente y entornaba los ojos; pero apenas los volvía a abrir encontraba siempre delante de ellos a aquella mujer, y tornaba a mirar por los cristales; y tornaba a soñar imposibles. Yo he oído decir a muchos, y aun la experiencia me ha enseñado un poco, que hay horas peligrosas, horas lentas y cargadas de extraños pensamientos y de una voluptuosa pesadez, contra la que es imposible defenderse: en esas horas, como cuando nos turban la cabeza los vapores del vino, los sonidos se debilitan y parece que se oyen muy distantes, los objetos se ven como velados por una gasa azul, y el deseo presta audacia al espíritu, que recobra para sí todas las fuerzas que pierde la materia. Las horas de la madrugada, esas horas que deben tener más minutos que las demás, esas horas en que entre el caos de la noche comienza a forjarse el día siguiente, en que el sueño se despide con su última visión y la luz se anuncia con ráfagas de claridad incierta, son sin duda alguna, las que en más alto grado reúnen semejantes condiciones. Yo no sé el tiempo que trascurrió mientras a la vez dormía y velaba, ni tampoco me sería fácil apuntar algunas de las fantásticas ideas que cruzaron por mi imaginación, porque ahora sólo recuerdo cosas desasidas y sin sentido, como esas notas sueltas de una música lejana que trae el viento a intervalos en ráfagas sonoras: lo que sí puedo asegurar es que gradualmente se fueron embotando mis sentidos, hasta el punto que cuando un gran estremecimiento, una bocanada de aire frío y la voz del guarda de la vía me anunciaron que estaba en Tudela, no supe explicarme cómo me encontraba tan pronto en el término de la primera parte de mi peregrinación.    
Era completamente de día, y por la ventanilla del coche, que había abierto de par en par el señor gordo, entraban a la vez el sol rojizo y el aire fresco de la mañana. Nuestro regidor aragonés que por lo que podía colegirse no veía la hora de dejar tan poco agradable reunión, apenas se convenció de que estábamos en Tudela, torciose la capa al hombro, cogió en una mano su sombrerera monstruo, en la otra el cesto, y saltó al andén con una agilidad que nadie hubiera sospechado en sus años y en su gordura. Yo torné asimismo el pequeño saco, que era todo mi equipaje; dirigí una última mirada a aquella mujer a quien acaso no volvería a ver más y que había sido la heroína de mi novela de una noche, y después de saludar a mis compañeros, salí del vagón buscando a un chico que llevase aquel bulto y me condujese a una fonda cualquiera.
Tudela es un pueblo grande, con ínfulas de ciudad, y el parador adonde me condujo mi guía, una posada con ribetes de fonda. Senteme y almorcé; por fortuna, si el almuerzo no fue gran cosa, la mesa y el servicio estaban limpios. Hagamos esta justicia a la navarra que se encuentra al frente del establecimiento. Aún no había tomado los postres, cuando el campanilleo de las colleras, los chasquidos del látigo y las voces del zagal que enganchaba las mulas, me anunciaron que el coche de Tarazona iba a salir muy pronto. Acabé deprisa y corriendo de tomar una taza de café bastante malo y clarito por más señas, y ya se oían los gritos de ¡al coche, al coche! unidos a las despedidas en alta voz, al ir y venir de los que colocaban los equipajes en la baca, y las advertencias mezcladas de interjecciones del mayoral, que dirigía las maniobras desde el pescante como un piloto desde la popa de su buque.
La decoración había cambiado por completo, y nuevos y característicos personajes se encontraban en escena. En primer término, y unos recostados contra la pared, otros sentados en los marmolillos de las esquinas o agrupados en derredor del coche, veíanse hasta quince o veinte desocupados del lugar para quienes el espectáculo de una diligencia que entra o sale es todavía un gran acontecimiento. Al pie del estribo algunos muchachos, desarrapados y sucios, abrían con gran oficiosidad las portezuelas, pidiendo indirectamente una limosna, y en el interior del ómnibus, pues éste era propiamente el nombre que debiera darse al vehículo que iba a conducirnos a Tarazona, comenzaban a ocupar sus asientos los viajeros. Yo fui uno de los primeros en colocarme en mi sitio al lado de las dos mujeres, madre e hija, naturales de un pueblo cercano, y que venían de Zaragoza, a donde, según me dijeron, habían ido a cumplir no sé qué voto a la Virgen del Pilar: la muchacha tenía los ojos retozones, y de la madre se conservaba todo lo que a los cuarenta y pico de años puede conservarse de una buena moza. Tras mí entró un estudiante del seminario, a quien no hubo de parecer saco de paja la muchacha, pues viendo que no podía sentarse junto a ella, porque ya lo había hecho yo, se compuso de modo que en aquellas estrecheces se tocasen rodilla con rodilla. Siguieron al estudiante otros dos individuos del sexo feo, de los cuales el primero parecía militar en situación de reemplazo, y el segundo uno de esos pobres empleados de poco sueldo, a quienes a cada instante trasiega el ministerio de una provincia a otra. Ya estábamos todos, y cada uno en su lugar correspondiente, y dándonos el parabién porque íbamos a estar un poco holgados, cuando apareció en la portezuela, y como un retrato dentro de su moldura, la cabeza de un clérigo entrado en edad, pero guapote, y de buen color, al que acompañaba una ama o dueña, como por aquí es costumbre llamarles, que en punto a cecina de mujer era de lo mejor conservado y apetitoso a la vista que yo he encontrado de algún tiempo a esta parte.    
Sintieron unos y se alegraron otros de la llegada de los nuevos compañeros, siendo de los segundos el escolar, el cual encontró ocasión de encajarse más estrechamente con su vecina de asiento, mientras hacía un sitio al ama del cura, sitio pequeño para el volumen que había de ocuparlo, aunque grande por la buena voluntad con que se le ofrecía. Sentose el ama, acomodose el clérigo, y ya nos disponíamos a partir, cuando, como llovido del cielo o salido de los profundos, hete aquí que se nos aparece mi famoso hombre gordo del ferrocarril, con su imprescindible cesto y su monstruosa sombrerera. Referir las cuchufletas, las interjecciones, las risas y los murmullos que se oyeron a su llegada, sería asunto imposible, como tampoco es fácil recordar las maniobras de cada uno de los viajeros para impedir que se acomodase a su lado. Pero aquél era el elemento de nuestro hombre gordo: allí donde se reía, se empujaba, y unos manoteando, otros impasibles, todos hablaban a un tiempo, se encontraba el buen regidor como el pez en el agua o el pájaro en el aire. A las cuchufletas respondía con chanzas; a las interjecciones, encogiéndose de hombros, y a los envites de codos, con codazos, de manera que a los pocos minutos ya estaba sentado y en conversación con todos, como si los conociese de antigua fecha. En esto partió el coche, comenzando ese continuo vaivén al compás del trote de las mulas, las campanillas del caballo delantero, el saltar de los cristales, el revolotear de los visillos y los chasquidos del látigo del mayoral, que constituyen el fondo de armonía de una diligencia en marcha. Las torres de Tudela desaparecieron detrás de una loma bordada de viñedos y olivares. Nuestro hombre gordo, apenas se vio engolfado camino adelante y en compañía tan franca, alegre y de su gusto, desenvainó del cesto una botella y la merienda correspondiente para echar un trago. Dada la señal del combate, el fuego se hizo general en toda la línea, y unos de la fiambrera de hoja de lata, otros de un canastillo o del número de un periódico, cada cual sacó su indispansable tortilla de huevos con variedad de tropezones. Primero la botella, y cuando ésta se hubo apurado, una bota de media azumbre del seminarista, comenzaron a andar a la ronda por el coche. Las mujeres, aunque se excusaban tenazmente, tuvieron que humedecerse la boca con el vino; el mayoral, dejando el cuidado de las mulas al delantero, sentose de medio ganchete en el pescante y formó parte del corro, no siendo de los más parcos en el beber; yo, aunque con nada había contribuido al festín, también tuve que empinar el codo más de lo que acostumbro.
A todo esto no cesaba el zarandeo del carruaje; de modo que con el aturdimiento del vinillo, el continuo vaivén, el tropezón de codos y rodillas, las risotadas de éstos, el gritar de aquéllos, las palabritas a media voz de los de más allá, un poco de sol enfilado a los ojos por las ventanillas y un bastante de polvo del que levantaban las mulas, las tres horas de camino que hay desde Tarazona a Tudela pasaron entre gloria y purgatorio, ni tan largas que me dieran lugar a desesperarme, ni tan breves que no viera con gusto el término de mi segunda jornada.
En Tarazona nos apeamos del coche entre una doble fila de curiosos, pobres y chiquillos. Despedímonos cordialmente los unos de los otros, volví a encargar a un chicuelo de la conducción de mi equipaje y me encaminé al azar por aquellas calles estrechas, torcidas y oscuras, perdiendo de vista, tal vez para siempre, a mi famoso regidor, que había empezado por fastidiarme, concluyendo al fin por hacerme feliz con su eterno buen humor, su incansable charla y su inquietud increíble en una persona de su edad y su volumen. Tarazona es una ciudad pequeña y antigua; más lejos del movimiento que Tudela, no se nota en ella el mismo adelanto, pero tiene un carácter más original y artístico. Cruzando sus calles con arquillos y retablos, con caserones de piedra llenos de escudos y timbres heráldicos, con altas rejas de hierro de labor exquisita y extraña, hay momentos en que se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia.
Al fin, después de haber discurrido un rato por aquel laberinto de calles, llegamos a la posada, que posada era con todos los accidentes y el carácter de tal el sitio a que me condujo mi guía. Figúrense ustedes un medio punto de piedra carcomida y tostada en cuya clave luce un escudo con un casco que en vez de plumas tiene en la cimera una pomposa mata de jaramagos amarillos, nacida entre las hendiduras de los sillares; junto al blasón de los que fueron un día señores de aquella casa solariega, hay un palo, con una tabla en la punta a guisa de banderola, en que se lee con grandes letras de almagre el título del establecimiento; el nudoso y retorcido tronco de una parra que comienza a retoñar, cubre de hojas verdes, transparentes e inquietas, un ventanuquillo abierto en el fondo de una antigua ojiva rellena de argamasa y guijarros de colores; a los lados del portal sirven de asiento algunos trozos de columnas, sustentados por rimeros de ladrillos o capiteles rotos y casi ocultos entre las yerbas que crecen al pie del muro, en el cual, entre remiendos y parches de diferentes épocas, unos blancos y brillantes aún, otros con oscuras manchas de ese barniz particular de los años, se ven algunas estaquillas de madera clavadas en las hendiduras. Tal se ofreció a mis ojos el exterior de la posada; el interior no parecía menos pintoresco.
A la derecha, y perdiéndose en la media luz que penetraba de la calle, veíase una multitud de arcos chatos y macizos que se cruzaban entre sí, dejando espacio en sus huecos a una larga fila de pesebres, formados de tablas mal unidas al pie de los postes, y diseminados por el suelo, tropezábase aquí con las enjalmas de una caballería, allá con unos cuantos pellejos de vino
o gruesas sacas de lana, sobre las que merendaban, sentados en corro y con el jarro en primer lugar, algunos arrieros y trajinantes.
En el fondo, y caracoleando, pegada a los muros o sujeta con puntales, subía a las habitaciones interiores una escalerilla empinada y estrecha, en cuyo hueco, y revolviendo un haz de paja, picoteaban los granos perdidos hasta una media docena de gallinas; la parte de la izquierda, a la que daba paso un arco apuntado y ruinoso, dejaba ver un rincón de la cocina iluminado por el resplandor rojizo y alegre del hogar, en donde formaban un gracioso grupo la posadera, mujer frescota y de buen temple, aunque entrada en años, una muchacha vivaracha y despierta como de quince a diez y seis, y cuatro o cinco chicuelos rubios y tiznados, amén de un enorme gato rucio y dos o tres perros que se habían dormido al amor de la lumbre.
Después de dar un vistazo a la posada, hice presente al posadero el objeto que en su busca me traía, el cual estaba reducido a que me pusiese en contacto con alguien que me quisiera ceder una caballería para trasladarme a Veruela, punto al que no se puede llegar de otro modo.
Hízolo así el posadero, ajusté el viaje con unos hombres que habían venido a vender carbón de Purujosa y se tornaban de vacío, y héteme aquí otra vez en marcha y camino del Moncayo, atalajado en una mula como en los buenos tiempos de la Inquisición y del absoluto. Cuando me vi en mitad del camino, entre aquellas subidas y bajadas tan escabrosas, rodeado de los caborneros, que marchaban a pie a mi lado cantando una canción monótona y eterna; delante de mis ojos la senda, que parecía una culebra blancuzca e interminable que se alejaba enroscándose por entre las rocas, desapareciendo aquí y tornando a aparecer más allá, y a un lado y otro los horizontes inmóviles y siempre los mismos, figurábaseme que hacía un año me había despedido de ustedes, que Madrid se había quedado en el otro cabo del mundo, que el ferrocarril que vuela, dejando atrás las estaciones y los pueblos, salvando los ríos y horadando las montañas, era un sueño de la imaginación o un presentimiento de lo futuro. Como la verdad es que yo fácilmente me acomodo a todas las cosas, pronto me encontré bien con mi última manera de caminar, y dejando ir a la mula a su paso lento y uniforme, eché a volar la fantasía por los espacios imaginarios, para que se ocupase en la calma y en la frescura sombría de los sotos de álamos que bordan el camino, en la luminosa serenidad del cielo, o saltase, como salta el ligero montañés, de peñasco en peñasco, por entre las quiebras del terreno, ora envolviéndose como en una gasa de plata en la nube que viene rastrera, ora mirando con vertiginosa emoción el fondo de los precipicios por donde va el agua, unas veces ligera, espumosa y brillante, y otras sin ruido, sombría y profunda.
Como quiera que cuando se viaja así, la imaginación desasida de la materia tiene espacio y lugar para correr volar y juguetear como una loca por donde mejor le parece, el cuerpo, abandonado del espíritu, que es el que lo percibe todo, sigue impávido su camino hecho un bruto y atalajado como un pellejo de aceite, sin darse cuenta de sí mismo, ni saber si se cansa o no. En esta disposición de ánimo anduvimos no sé cuántas horas, porque ya no tenía ni conciencia del tiempo, cuando un airecillo agradable, aunque un poco fuerte, me anunció que habíamos llegado a la más alta de las cumbres que por la parte de Tarazona rodean el valle, término de mis peregrinaciones. Allí, después de haberme apeado de la caballería para seguir a pie el poco camino que me faltaba, pude exclamar como los Cruzados a la vista de la ciudad santa: Ecco apparir Gerusalem si vede
En efecto, en el fondo del melancólico y silencioso valle, al pie de las últimas ondulaciones del Moncayo, que levantaba sus aéreas cumbres coronadas de nieve y de nubes, medio ocultas entre el follaje oscuro de sus verdes alamedas y heridas por la última luz del sol poniente, vi las vetustas murallas y las puntiagudas torres del monasterio, en donde ya instalado en una celda, y haciendo una vida mitad por mitad literaria y campestre, espera vuestro compañero y amigo recobrar la salud, si Dios es servido de ello, y ayudaros a soportar la pesada carga del periódico en cuanto la enfermedad y su natural propensión a la vagancia se lo permitan.


domingo, 30 de diciembre de 2012

ORLANDO-VIRGINIA WOOLF


VIRGINIA WOOLF
Novelista y crítica británica (1882-1941), cuya técnica del monólogo interior y estilo poético se consideran entre las contribuciones más importantes a la novela moderna. En 1912, se casó con el escritor Leonard Woolf. Entre sus novelas más conocidas se cuentan La señora Dalloway (1925) y El faro (1927). En ambas obras, el argumento surge de la vida interior de los personajes y los efectos psicológicos se logran a través de imágenes, símbolos y metáforas. Los acontecimientos en La señora Dalloway abarcan un espacio de doce horas y el transcurso del tiempo se expresa a través de los cambios que paso a paso se suceden en el interior de los personajes, en la conciencia que tienen de sí mismos, de los demás y de sus mundos caleidoscópicos. De sus restantes novelas, Las olas (1931) es la más evasiva y estilizada, y Orlando (1928), más o menos basada en la vida de su amiga Vita Sackville-West, es una fantasía histórica a la vez que un análisis del sexo, la creatividad y la identidad.

También escribió biografías y ensayos.
RESEÑA: 
Singular biografía, la de Orlando se desarrolla entre la era isabelina y el siglo XX, y además, a mitad de camino, cambia el sexo de su protagonista. Sólo una agilidad narrativa como la de Woolf podía trenzar un juego literario semejante, y sólo un autor como Borges estaba en condiciones de verterla a nuestra lengua. 
Orlando sigue siendo como una de las mejores novelas de Virginia Woolf debido a su modernidad y a la presencia de todos los temas básicos de la obra de la autora inglesa: la condición de la mujer, el paso del tiempo y la recreación literaria de la realidad. 

Novela difícilmente clasificable en la que —como escribió en su día Jorge Luis Borges, traductor de la obra— «colaboran la magia, la
amargura y la felicidad», ORLANDO (1928) narra los avatares a lo largo de cerca de trescientos años del que empieza siendo un caballero de
la corte isabelina inglesa. Producto en parte de la ambigua pasión de Virginia Woolf (1882-1941) por Vita Sackville-West y antecedente
singular del realismo fantástico, la historia de su protagonista, ambientada siempre en sugerentes escenarios e impregnada por la particular
obsesión de su autora por el transcurso del tiempo, se desliza como un deslumbrante cuento de hadas ante los fascinados ojos del lector.


Prólogo
Muchos amigos me han ayudado a escribir este libro. Algunos han muerto y son tan ilustres que apenas me atrevo a nombrarlos, aunque nadie puede
leer o escribir sin estar en perpetua deuda con Defoe, Sir Thomas Browne, Sterne, Sir Walter Scott, Lord Macaulay, Emily Brontë, De Quincey y Walter
Pater para no mencionar sino a los primeros que se me ocurren. Otros, quizás igualmente ilustres, viven aún y el hecho mismo los hace menos formidables.
Estoy agradecida especialmente a Mr. C. P. Sanger, cuya versación en la ley de inmuebles me ha permitido realizar este libro. La vasta y peculiar
erudición de Mr. Sydney Turner me ha evitado, lo espero, algunos lamentables errores. He tenido la ventaja -sólo yo puedo apreciar su valor- del
conocimiento del chino de Mr. Waley. Madame Lopokova (Mrs. J. M. Keynes) ha estado siempre lista a corregir mi ruso. A la imaginación e incomparable
simpatía de Mr. Roger Dry debo cuanto sé del arte pictórico. Espero haber aprovechado en otro terreno la crítica singularmente penetrante, aunque severa,
de mi sobrino Mr. Julian Bell. Las investigaciones infatigables de Miss M. K. Snowdon en los archivos de Harrogatey de Cheltenham no fueron menos
arduas por haber resultado del todo inútiles. Otros amigos me auxiliaron en modos demasiado diversos para ser especificados aquí. Básteme nombrar a Mr.
Angus Davidson; a Mrs. Cartwright; a Miss Janet Case, a Lord Berners (cuyo conocimiento de la música isabelina me ha resultado inapreciable); a Mr.
Francis Birrell; a mi hermano, el Dr. Adrian Stephen; a Mr. F. L. Lucas; a Mr. y Mrs. Desmond Maccarthy; al más alentador de los críticos, mi cuñado, Mr.
Clive Bell; a Mr. H. G. Rylands; a Lady Colefax; a Miss Nellie Boxall; a Mr. J. M. Keynes; a Mr. Hugh Walpole; a Miss Violet Dickinson; al Honorable
Edward Sackville-West; a Mr. y Mrs. St. John Hutchinson; a Mr. Duncan Grant; a Mr. y Mrs. Stephen Tomlin; a Mr. y Lady Ottoline Morrell; a mi madre
política Mrs. Sidney Woolf; a Mr. Osbert Sitwell; a Madame Jacques Raverat; al Coronel Cory Bell; a Miss Valerie Taylor; a Mr. J. T. Sheppard; a Mr. y
Mrs. T. S. Eliot; a Miss Sands; a Miss Nan Hudson; a mi sobrino Mr. Quentin Bell (apreciado y antiguo colaborador en materia novelística); a Mr. Raymond
Mortimer; a Lady Gerald Wellesley; a Mr. Lytton Strachey; a la Vizcondesa Cecil; a Miss Hope Mirrlees; a Mr. E. M. Forster; al Honorable Harold
Nicolson; y a mi hermana, Vanessa Bell -pero la lista se alarga demasiado y ya es demasiado ilustre. Me trae recuerdos de lo más agradables, pero
despertará en el lector una expectativa que el libro sólo puede frustar. Concluiré, pues, agradeciendo a los empleados del Museo Británico y del Archivo su
habitual cortesía: a mi sobrina Miss Angelica Bell un favor que sólo ella pudo prestarme; y a mi marido, la invariable paciencia que ha puesto en ayudar mis
pesquisas y la profunda erudición histórica a la que deben estas páginas la poca o mucha precisión que poseen. Finalmente agradecería, pero he perdido su
dirección y su nombre, a un caballero norteamericano, que generosa y gratuitamente ha corregido la puntuación de mis anteriores publicaciones y que, lo
espero, no escatimará su celo esta vez.

w.f.


Fragmento.
ORLANDO

“Orlando, ciertamente, no era de los que se deslizaban ágiles en el coranto y en la volta; era torpe y un poco distraído. A esos fantásticos compases forasteros
prefería los simples bailes de su tierra que había danzado cuando niño. Había concluido, justamente, una cuadrilla o un minuet, a eso de las seis de la tarde del día siete
de enero, cuando vio salir del pabellón de la Embajada Moscovita una figura —mujer o mancebo, porque la túnica suelta y las bombachas al modo ruso, equivocaban
el sexo— que lo llenó de curiosidad. La persona, cualesquiera que fueran su nombre y su sexo, era de mediana estatura, de forma esbelta, y vestía enteramente de
terciopelo color ostra, con bandas de alguna piel verdosa desconocida. Pero esos pormenores estaban oscurecidos por la atracción insólita que la persona entera
efundía. Imágenes, metáforas extremas y extravagantes se entrelazaban en su mente. En el espacio de tres segundos la llamó un ananá, un melón, un olivo, una
esmeralda, un zorro en la nieve; ignoraba si la había escuchado, si la había gustado, si la había visto, o las tres cosas a la vez. (Pues aunque no debemos interrumpir ni
por un momento el relato, hay que apuntar aquí que todas sus imágenes de aquel tiempo querían adecuarse a sus sentidos y estaban derivadas de cosas que le habían
gustado cuando era chico. Pero si sus sentidos eran simples, eran también muy fuertes. Inútil detenerse, por consiguiente, y extraer las razones de las cosas...) Una
esmeralda, un melón, un zorro en la nieve —así deliraba, así la miraba. Cuando el muchacho —porque, ¡ay de mí!, un muchacho tenía que ser, no había mujer capaz de
patinar con esa rapidez y esa fuerza— pasó en un vuelo junto a él, casi en puntas de pie, Orlando estuvo por arrancarse los pelos, al ver que la persona era de su
mismo sexo, y que no había posibilidad de un abrazo. Pero el patinador se acercó. Las piernas, las manos, el porte eran los de un muchacho, pero ningún muchacho
tuvo jamás esa boca, esos pechos, esos ojos que parecían recién pescados en el fondo del mar. Finalmente se detuvo. Haciendo con suprema gracia una amplia
reverencia al Rey, que iba y venía del brazo de algún gentilhombre de cámara, el patinador quedó inmóvil. Estaba al alcance de la mano. Era una mujer. Orlando la miró
azorado, tembló; sintió calor, sintió frío; quiso arrojarse al aire del verano; aplastar bellotas bajo los pies; estirar los brazos como las hayas y los robles. De hecho,
replegó los labios sobre los dientes blancos, los entreabrió una media pulgada como si fuera a morder; los cerró como si hubiera mordido. Lady Euphrosyna pendía de
su brazo.
La forastera, averiguó, era la Princesa Marusha Stanilovska Dagmar Natasha Iliana Romanovich, y había venido en el séquito del Embajador Moscovita, que era su
tío, tal vez, o tal vez su padre, para asistir a la coronación. Muy poco se sabía de los moscovitas. Se los veía sentados casi en silencio con sus grandes barbas y sus
sombreros de piel; bebiendo algún líquido negro que escupían de vez en cuando en el hielo. Ninguno hablaba inglés, y el francés, que era familiar a algunos de ellos, se
hablaba entonces apenas en la corte inglesa”.

Titulo original: Orlando: A Biography
Traducción de Jorge Luis Borges
Orlando fue publicado originalmente en 1928.
Ilustración: James McNeill Whistler, Muchacha azul
Copyright © The Estate of Virginia Wolf, 1928
© de la traducción: 1995, María Kodama
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2003
ISBN: 84-206-5525-2
Diseño/retoque portada: Orkelyon (epubgratis.me)
Editor original: Polifemo7 (v1.0-v1.1)
ePub base v2.0

viernes, 28 de diciembre de 2012

Pérez Galdós, Benito


Nació en Las Palmas (Islas Canarias) en 1843, el décimo hijo de un coronel del Ejército. Fue un niño reservado, interesado por la pintura, la música y los libros. La llegada a Las Palmas de una prima le trastornó emocionalmente y sus padres decidieron que fuera a Madrid a estudiar Derecho, en 1862. En esta ciudad entra en contacto con el krausismo por medio de Francisco Giner de los Ríos, el cual le anima a escribir y le presenta en la redacción de algunas revistas. Se transforma en un madrileño que frecuenta tertulias literarias en los cafés, que asiste puntualmente al Ateneo madrileño, que recorre incesantemente la ciudad y se interesa por los problemas políticos y sociales del momento: se define a sí mismo como progresista y anticlerical.
En 1868 viaja a París y descubre a los grandes novelistas franceses. A su regreso traduce a Dickens, escribe teatro y, por fin, en 1970 se decide a publicar su primera novela, La Fontana de oro, con el dinero que le da una tía, ya que en esa época las novelas o se publicaban por entregas en publicaciones periódicas, revistas y periódicos, o corrían a costa del autor, la obra era todavía romántica pero en ella ya empezaban a verse sus ideas radicales que aflorarán en el decenio siguiente. En estos años comienza a escribir los Episodios nacionales, en la década de 1880, su época de máxima creación. También en estos años se compromete activamente en política, ya que de 1886 a 1890 es diputado por el partido de Sagasta, aunque nunca pronunció un discurso.

RESEÑA:
Trafalgar es la primera novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Narra la historia del joven gaditano Gabriel de Araceli, que a los 15 años se ve envuelto en la batalla de Trafalgar como criado de un viejo oficial de la Armada en la reserva.

Ese joven será utilizado a lo largo de la primera serie como elemento conductor de las narraciones sobre la Guerra de la Independencia.

miércoles, 26 de diciembre de 2012


Fray Luis de León - (1527-1591)- Poeta y místico español 

Nacido el 15 de agosto de 1527 en Belmonte, Cuenca (España), fue monje y más tarde vicario-general y provincial de la orden de los agustinos. 
Ejerció como profesor de teología y filosofía en la Universidad de Salamanca, fray Luis de León fue un prestigioso hebraísta y traductor. 
Tradujo el Antiguo Testamento, así como textos clásicos griegos y romanos y obras de escritores italianos contemporáneos. Fue encarcelado por la Inquisición durante cuatro años a causa de sus disputas teológicas con los líderes de la orden de los dominicos (Orden de predicadores), tras ser absuelto por el tribunal, regresa a Salamanca donde seguirá enseñando en la universidad hasta 1591, el año de su muerte. 
Hoy, tan sólo se conservan 23 de sus poemas líricos, marcados todos ellos por el humanismo del autor y su profundo conocimiento de los clásicos y la Biblia. En 1631 se publicó su obra lírica y se encargó de hacerlo Francisco de Quevedo con el fin de mostrar lo que era el estilo de los primeros y grandes poetas renacentistas. De estas obras destacan Vida retirada, una imitación del Beatus illa de Horacio y las odas A Salinas y Noche Serena. 
Entre sus obras en prosa destacan De los nombres de Cristo (1583) y La perfecta casada (1583), una obra dentro de las carcaterísticas de la época en la que cuenta las virtudes que deben acompañar a la mujer. 


Aunque menos entretenida, menos ligera que `La Perfecta Casada`, `De los nombres de Cristo` es la obra más consistente de las escritas en prosa por Fray Luis. 

Pese a que el autor afirma, en la dedicatoria que hace a don Pedro Portocarrero, que compuso la totalidad de la obra en el período en que estuvo en la cárcel, no parece que fuera exactamente así, por ser ése un período de desasosiego del lírico agustino, mientras que en esta obra sobresalen con mucho la serenidad y el equilibrio. Es -con toda probabilidad- cierto que escribiera en la prisión la primera parte, pero que la terminara, corrigiera y diera a imprenta en período de libertad. 

La obra se compone de una serie de exposiciones -casi discursos- sobre el sentido -o sentidos- simbólico/s de los adjetivos calificativos dados a Cristo en las Sagradas Escrituras. La estructura es dialogada, para lo que Fray Luis inventa tres personajes: tres frailes agustinos llamados Marcelo (en que aparece traspuesto el autor), Sabino y Juliano, quienes descansando en una finca de la orden, en los días primeros del verano, conversan sobre esos nombres dados a Cristo en los textos bíblicos: Pimpollo, Faces o Cara de Dios, Camino, Pastor, Monte, Padre del Siglo Futuro, Brazos de Dios, Rey de Dios, Príncipe de Paz, Esposo, Hijo de Dios, Amado, Jesús y Cordero. En primer lugar, se van citando los pasajes bíblicos en que cada nombre aparece, para -posteriormente- comentarlos y discutirlos. No hay en el libro ninguna propuesta de ningún sistema teológico, como algún crítico ha querido ver, sino que se recogen -con exclusividad- los contenidos esenciales que se insertan en la Biblia o en los Santos Padres acerca de la teología de Cristo, es, en tal sentido, la utilización de un caudal de contenidos, que están a su disposición.


(Fragmento)
DE LOS
NOMBRES DE CRISTO.
EN DOS LIBROS,
POR EL MAESTRO
Fray Luis de León

Con Privilegio.
En Salamanca, Por Juan Fernández
______________________
M. D. LXXXIII.

Facsímil de la edición príncipe de «Los nombres de Cristo».


LIBRO PRIMERO

DE LOS

NOMBRES DE CRISTO

[APROBACION]

Por orden de los señores del Consejo de su Majestad vi y examiné un libro intitulado De los nombres de Cristo, que compuso el muy reverendo padre nuestro Fr. Luis de León, de la Orden de San Agustín. Y me parece que no sólo no tiene cosa que sea contra la fe y buenas costumbres, mas que como digno de tal autor está lleno de erudición y doctrina, y será de mucha consolación para los devotos cristianos, y así que se le debe dar licencia para que salga a luz y todos gocen de él. Fecha en nuestro Colegio de la Compañía de Jesús de esta Corte, a 20 de abril 1583.

EL DOCTOR RAMÍREZ

[ LICENCIA ]

Su Majestad concede al maestro Fr. Luis de León por su privilegio, que por espacio de diez años él o quien su poder hubiere, y no otro alguno, imprima los libros intitulados De los nombres de Cristo y La perfecta casada, so la penas contenidas en dicho privilegio. En 5 de junio 1583.

A don Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General Inquisición

[DEDICATORIA]

[La lección de las Escrituras. —Ocasión y motivo de escribir esta obra.]

De las calamidades de nuestros tiempos, que, como vemos, son muchas y muy graves, una es, y no la menor de todas, muy ilustre señor, el haber venido los hombres a disposición que les sea ponzoña lo que les solía ser medicina y remedio; que es también claro indicio de que se les acerca su fin, y de que el mundo está vecino a la muerte, pues la halla en vida.
Notoria cosa es que las Escrituras que llamamos Sagradas las inspiró Dios a los profetas, que las escribieron para que nos fuesen en los trabajos de esta vida consuelo, y en las tinieblas y errores de ella clara y fiel luz, y para que en las llagas que hacen en nuestras almas la pasión y el pecado, allí, como en oficina general, tuviésemos para cada una propio y saludable remedio. Y porque las escribió para este fin, que es universal, también es manifiesto que pretendió que el uso de ellas fuese común a todos, y así, cuanto es de su parte, lo hizo; porque las compuso con palabras llanísimas y en lengua que era vulgar a aquellos a quien las dio primero.
Y después, cuando de aquéllos, juntamente con el verdadero conocimiento de Jesucristo, se comunicó y traspasó también este tesoro a las gentes, hizo que se pusiesen en muchas lenguas, y casi en todas aquellas que entonces eran más generales y más comunes, porque fueron gozadas comúnmente de todos. Y así fue que en los primeros tiempos de la Iglesia, y en no pocos años después, eran gran culpa en cualquiera de los fieles no ocuparse mucho en el estudio y lección de los libros divinos. Y los eclesiásticos y los que llamamos seglares, así los doctos como los que carecían de letras, por esta causa trataban tanto de este conocimiento, que el cuidado de los vulgares despertaba el estudio de los que por su oficio son maestros, quiero decir, de los perlados y obispos, los cuales, de ordinario en sus iglesias, casi todos los días declaraban las Santas Escrituras al pueblo, para que la lección particular que cada uno tenía de ellas en su casa alumbrada con la luz de aquella doctrina pública y como regida con la voz del maestro, careciese de error y fuese causa de más señalado provecho. El cual, a la verdad, fue tan grande cuanto aquel gobierno era bueno; y respondió el fruto a la sementera, como lo saben los que tienen alguna noticia de la historia de aquellos tiempos.
Pero, como decía, esto, que de suyo es tan bueno y que fue tan útil en aquel tiempo, la condición triste de nuestros siglos y la experiencia de nuestra grande desventura nos enseñan que nos es ocasión ahora de muchos daños. Y así, los que gobiernan la Iglesia, con maduro consejo y como forzados de la misma necesidad, han puesto una cierta y debida tasa en este negocio, ordenando que los libros de la Sagrada Escritura no anden en lenguas vulgares, de manera que los ignorantes los puedan leer; y como a gente animal y tosca, que, o no conocen estas riquezas o, si las conocen, no usan bien de ellas, se las han quitado al vulgo de entre las manos.
Y si alguno se maravilla —como a la verdad es cosa que hace maravillar— que en gentes que profesan una misma religión haya podido acontecer que lo que antes les aprovechaba les dañe ahora, y mayormente en cosas tan sustanciales, y si desea penetrar al origen de este mal, conociendo sus fuentes, digo que, a lo que yo alcanzo, las causas de esto son dos: ignorancia y soberbia, y más soberbia que ignorancia; en los cuales males ha venido a dar poco a poco el pueblo cristiano, decayendo de su primera virtud.
La ignorancia ha estado de parte de aquellos a quien incumbe el saber y el declarar estos libros; y la soberbia, de parte de los mismos y de los demás todos, aunque en diferente manera; porque en éstos la soberbia y el pundonor de su presunción y el título de maestros, que se arrogaban sin merecerlo, les cegaba los ojos para que ni conociesen sus faltas, ni se persuadiesen a que les estaba bien poner estudio y cuidado en aprender lo que no sabían y se prometían saber, y a los otros aqueste humor mismo, no sólo les quitaba la voluntad de ser enseñados en estos Libros y letras, mas les persuadía también que ellos las podían saber y entender por sí mismos. Y así, presumiendo el pueblo de ser maestro, y no pudiendo, como convenía, serlo los que lo eran o debían de ser, convertíase la luz en tinieblas, y leer las Escrituras el vulgo le era ocasión de concebir muchos y muy perniciosos errores, que brotaban y se iban descubriendo por horas.
Mas si como los perlados eclesiásticos pudieron quitar a los indoctos las Escrituras, pudieran también ponerlas y asentarlas en el deseo y en el entendimiento y en la noticia de los que la han de enseñar, fuera menos de llorar aquesta miseria; porque estando éstos, que son como cielos, llenos y ricos con la virtud de este tesoro, derivárase de ellos necesariamente gran bien en los menores, que son el suelo sobre quien ellos influyen. Pero en muchos es esto tan al revés, que no sólo no saben aquestas Letras, pero desprecian, o a lo menos muestran preciarse poco y no juzgar bien de los que las saben. Y con un pequeño gusto de ciertas cuestiones contento e hinchados, tienen título de maestros teólogos, y no tienen la Teología; de la cual, como se entiende, el principio son las cuestiones de la Escuela, y el crecimiento la doctrina que escriben los santos; y el colmo y perfección y lo más alto de ella las Letras Sagradas, a cuyo entendimiento todo lo de antes. como a fin necesario. se ordena.

Mas dejando éstos y tornando a los comunes del vulgo, a este daño, de que por su culpa y soberbia se hicieron inútiles para la lección de la Escritura divina, háseles seguido otro daño, no sé si diga peor: que se han entregado sin rienda a la lección de mil libros, no solamente vanos , sino señaladamente dañosos, los cuales, como por arte del demonio, como faltaron los buenos, en nuestra edad, más que en otra, han crecido. Y nos ha acontecido lo que acontece a la tierra, que, cuando no produce, da espinas.
Y digo que este segundo daño en parte vence al primero; porque en aquél pierden los hombres un grande instrumento para ser buenos, mas en éste le tienen para ser malos; allí quítasele a la virtud algún gobierno, aquí dase cebo a los vicios. Porque si, como alega San Pablo {1}, «las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres», el libro torpe y dañado, que conversa con el que le lee a todas horas y a todos tiempos, ¿qué no hará?; o ¿cómo será posible que no críe viciosa y mala sangre el que se mantiene de malezas y de ponzoñas?
Y, a la verdad, si queremos mirar en ello con atención y ser justos jueces, no podemos dejar de juzgar sino que de estos libros perdidos y desconcertados, y de su lección, nace gran parte de los reveses y perdición que se descubren continuamente en nuestras costumbres. Y de un sabor de gentileza y de infidelidad, que los celosos del servicio de Dios sienten en ellas —que no sé yo si en edad alguna del pueblo cristiano se ha sentido mayor—, a mi juicio, el principio y la raíz y la causa toda son estos libros. Y es caso de gran compasión que muchas personas simples y puras se pierden en este mal paso, antes que se adviertan de él; y, como sin saber de dónde o de qué, se hallan emponzoñadas, y quiebran, simple y lastimosamente en esta roca encubierta. Porque muchos de estos malos escritos ordinariamente andan en las manos de mujeres doncellas y mozas; y no se recatan de ello sus padres; por donde las más de las veces les sale vano sin fruto todo el demás recato que tienen.
Por lo cual, como quiera que siempre haya sido provechoso y loable el escribir sanas doctrinas, que despierten las almas o las encaminen a la virtud, en este tiempo es así necesario que, a mi juicio, todos los buenos ingenios en quien puso Dios partes y facultad para semejante negocio, tienen obligación a ocuparse en él, componiendo en nuestra lengua para el uso común de todos algunas cosas que, o como nacidas de las Sagradas Letras, o como allegadas y conformes a ellas, suplan por ellas, cuanto es posible, con el común menester de los hombres, y juntamente les quiten de las manos, sucediendo en su lugar de ellos los libros dañosos y de vanidad.
Y aunque es verdad que algunas personas doctas y muy religiosas han trabajado en esto bien felizmente en muchas escrituras que nos han dado, llenas de utilidad y pureza; mas no por eso los demás, que pueden emplearse en lo mismo, se deben tener por desobligados, ni deben por eso alanzar de las manos la pluma; pues, en caso que todos los que pueden escribir escribiesen, todo ello sería mucho menos, no sólo de lo que se puede escribir en semejantes materias, sino de aquello que, conforme a nuestra necesidad, es menester que se escriba así por ser los gustos de los hombres y sus inclinaciones tan diferentes, como por ser tantas ya y tan recibidas las escrituras malas, contra quien se ordenan las buenas. Y lo que en las baterías y cercos de los lugares fuertes se hace en la guerra, que los tientan por todas las partes y con todos los ingenios que nos enseña la facultad militar, eso mismo es necesario que hagan todos los buenos y doctos ingenios ahora, sin que uno se descuide con otro, en un mal uso tan torreado y fortificado como es este de que vamos hablando.
Yo así lo juzgo y juzgué siempre. Y aunque me conozco por el menor de todos los que, en esto que digo, pueden servir a la Iglesia, siempre la deseé servir en ello como pudiese; y con mi poca salud y muchas ocupaciones no lo he hecho hasta ahora. Mas ya que la vida pasada, ocupada y trabajosa, me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo y juicio en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio, en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto; porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado, pero el favor largo del cielo que Dios, Padre verdadero de los agraviados, sin merecerlo me da, y el testimonio de la conciencia en medio de todos ellos han serenado mi alma con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio y conocimiento de la verdad veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien. A cuya excelente y divina merced en alguna manera no respondería yo con el agradecimiento debido, si ahora que puedo, en la forma que puedo y según la flaqueza de mi ingenio y mis fuerzas, no pusiese cuidado en esto, que, a lo que yo juzgo, es tan necesario para bien de sus fieles.

Pues a este propósito me vinieron a la memoria unos razonamientos que, en los años pasados, tres amigos míos y de mi Orden, los dos de ellos hombres de grandes letras e ingenio, tuvieron entre sí por cierta ocasión, acerca de los Nombres con los que es llamado Jesucristo en la Sagrada Escritura; los cuales me refirió a mí poco después el uno de ellos, y yo por su cualidad no los quise olvidar.
Y deseando yo agora escribir alguna cosa que fuese útil al pueblo de Cristo, hame parecido que comenzar por sus Nombres, para principio, es el más feliz y de mejor anuncio y para utilidad de los lectores, la cosa de más provecho; y para mi gusto particular, la materia más dulce y más apacible de todas. Porque así como Cristo Nuestro Señor es como fuente, o por mejor decir, como océano que comprende en sí todo lo provechoso y lo dulce que se reparte en los hombres, así el tratar de Él, y como si dijésemos, el desenvolver este tesoro, es conocimiento dulce y provechoso más que otro ninguno. Y por orden de buena razón se presupone a los demás tratados y conocimientos aqueste conocimiento, porque es el fundamento de todos ellos y es como el blanco adonde el cristiano endereza todos sus pensamientos y obras; y así, lo primero a que debemos dar asiento en el alma es a su deseo, y por la misma razón a su conocimiento, de quien nace y con quien se enciende y acrecienta el deseo.
Y la propia y verdadera sabiduría del hombre es saber mucho de Cristo, y a la verdad es la más alta y más divina sabiduría de todas, porque entenderle a Él es entender «todos los tesoros de la sabiduría de Dios», que, como dice San Pablo {}, «están en Él cerrados»; y es entender el infinito amor que Dios tiene a los hombres, y la majestad de su grandeza, y el abismo de sus consejos sin suelo, y de su fuerza invencible el poder inmenso, con las demás grandezas y perfecciones que moran en Dios, y se descubren y resplandecen, más que en ninguna parte, en el misterio de Cristo. Las cuales perfecciones todas, o gran parte de ellas, se entenderán si entendiéremos la fuerza y la significación de los Nombres que el Espíritu Santo le da en la divina Escritura; porque son estos Nombres como unas cifras breves, en que Dios maravillosamente encerró todo lo que acerca de esto el humano entendimiento puede entender y le conviene que entienda.
Pues lo que en ello se platicó entonces, recorriendo yo la memoria de ello después, casi en la misma forma como a mí me fue referido, y lo más conforme que ha sido posible al hecho de la verdad o a su semejanza, habiéndolo puesto por escrito, lo envío ahora a V. M., a cuyo servicio se enderezan todas mis cosas.


[INTRODUCCIÓN]

[Introdúcese en el asunto con la idea de un coloquio que tuvieron tres amigos en una casa de recreo 

Era por el mes de junio, a las vueltas de la fiesta de San Juan, al tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios, cuando Marcelo, el uno de los que digo —que así le quiero llamar con nombre fingido, por ciertos respetos que tengo, y lo mismo haré a los demás—, después de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como V. M. sabe, tiene mi monasterio en la ribera del Tormes; y fuéronse con él, por hacerle compañía y por el mismo respeto, los otros dos. Adonde habiendo estado algunos días, aconteció que una mañana, que era la del día dedicado al apóstol San Pedro, después de haber dado al culto divino lo que se le debía, todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se hace delante de ella.
Es la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y, sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor; y después se sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte; y corriendo y estropezando, parecía reírse. Tenían también delante de los ojos y cerca de ellos una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca. Así que, asentándose, y callando por un pequeño tiempo, después de sentados, Sabino, que así me place llamar al que de los tres era el más mozo, mirando hacia Marcelo y sonriéndose, comenzó a decir así:
—Algunos hay a quien la vista del campo los enmudece; y debe de ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo o cantar o hablar.
—Bien entiendo por qué lo decís —respondió al punto Marcelo—; y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por lisonjearme o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes, que nos predominan, y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mí de melancolía. Mas sepamos —dice— de Juliano —que éste será el nombre del tercero— si es pájaro también o si es otro metal.
—No soy siempre de uno mismo —respondió Juliano—, aunque ahora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no puede ahora razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza del cielo, bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.
Entonces Sabino, sacando del seno un papel escrito y no muy grande:
—Aquí —dice— está mi deseo y mi esperanza.
Marcelo, que reconoció luego el papel, porque estaba escrito de su mano, dijo, vuelto a Sabino y riéndose:
—No os atormentará mucho el deseo a lo menos, Sabino pues tan en la mano tenéis la esperanza, ni aun deben ser ni lo uno ni lo otro muy ricos, pues se encierran en un tan pequeño papel.
—Si fueren pobres —dijo Sabino—, menos causa tendréis para no satisfacerme en una cosa tan pobre.
—¿En qué manera —respondió Marcelo— o qué parte soy yo para satisfacer vuestro deseo, o qué deseo es el que decís?
Entonces Sabino, desplegando el papel, leyó el título, que decía: De los Nombres de Cristo; y no leyó más. Y dijo luego:
Por cierto caso hallé hoy este papel, que es de Marcelo, adonde, como parece, tiene apuntados algunos de los Nombres con que Cristo es llamado en la Sagrada Escritura, y los lugares de ella donde es llamado así. Y como le vi, me puso codicia de oírle algo sobre aqueste argumento, y por eso dije que mi deseo estaba en este papel. Y está en él mi esperanza también, porque, como parece de él, éste es argumento en que Marcelo ha puesto su estudio y cuidado, y argumento que le debe tener en la lengua; y así no podrá decirnos ahora lo que suele decir cuando se excusa, si le obligamos a hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que, pues le falta esta excusa y el tiempo es nuestro, y el día santo y la sazón tan a propósito de pláticas semejantes, no nos será dificultoso el rendir a Marcelo, si vos, Juliano, me favorecéis.
—En ninguna cosa me hallaréis más a vuestro lado, Sabino —respondió Juliano.
Y dichas y respondidas muchas cosas en este propósito, porque Marcelo se excusaba mucho, o, a lo menos, pedía que tomase Juliano su parte y dijese también; y quedando asentado que a su tiempo, cuando pareciese, o si pareciese ser menester, Juliano haría su oficio. Marcelo, vuelto a Sabino, dijo así:
—Pues el papel ha sido el despertador de esta plática, bien será que él mismo nos sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en él; y de lo que en él estuviese y conforme a su orden, así iremos diciendo, si no os parece otra cosa.
—Antes nos parece lo mismo —respondieron como a una Sabino y Juliano.
Luego Sabino, poniendo los ojos en el escrito, con clara y moderada voz leyó así:

lunes, 24 de diciembre de 2012

SIMPLEMENTE: DON RAMÓN DEL VALLE INCLÁN


Villanueva de Arosa, 1869 - Santiago de Compostela, 1935. Narrador y dramaturgo español, cuyo verdadero nombre era Ramón Valle Peña. La muerte de su padre le permitió interrumpir sus estudios de derecho, por los que no sentía ningún interés, y marcharse a México, donde pasó casi un año ejerciendo como periodista y firmando por primera vez sus escritos como Ramón del Valle-Inclán. 
De vuelta a España, se instaló en Pontevedra, publicó diversos cuentos y editó su primer libro, Femeninas (1895) que pasó inadvertido para la crítica y el público. Viajó a Madrid, donde entabló amistad con jóvenes escritores como Azorín, Pío Baroja y Jacinto Benavente y se aficionó a las tertulias de café, que no abandonó ya a lo largo de su vida. Decidió dedicarse exclusivamente a la literatura y se negó a escribir para la prensa porque quería salvaguardar su independencia y su estilo, a pesar de que esta decisión lo obligó a una vida bohemia y de penurias. 
Tuvo que costearse la edición de su segundo libro, Epitalamio (1897), y por esa época se inició su interés por el teatro. Una folletinesca pelea con el escritor Manuel Bueno le ocasionó la amputación de su brazo izquierdo. Con el propósito de recaudar dinero para costearle un brazo ortopédico que el escritor nunca utilizó, sus amigos representaron su primera obra teatral, Cenizas, que fue su primer fracaso de público, una constante en su futura carrera dramática. 
En 1907, Valle-Inclán se casó con la actriz Josefina Blanco y, entre 1909 y 1911, se adhirió al carlismo, ideología tradicionalista que atrajo al autor por su oposición a la sociedad industrial, al sistema parlamentario y al centralismo político. En 1910, su esposa inició una gira por Latinoamérica en la que él la acompañó como director artístico. Durante el viaje, la compañía teatral de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza contrató a Josefina Blanco y, de vuelta a España, estrenó dos obras de Valle-Inclán, Voces de gesta (1911) en Barcelona y La marquesa Rosalinda (1912) en Madrid. 
A pesar de sus fracasos teatrales, hacia 1916 ya se le consideraba un escritor de prestigio y una autoridad en pintura y estética, por lo que el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes lo nombró titular de una nueva cátedra de estética en la Academia de San Fernando en Madrid. Esto supuso un alivio para su crónica escasez de dinero, pero, por problemas burocráticos y la propia incompatibilidad del escritor con la vida académica, abandonó muy pronto el cargo. Invitado a París por un amigo francés (en 1915 se había declarado partidario de los aliados, lo que lo llevó a la ruptura con los carlistas), pasó un par de meses visitando las trincheras francesas, experiencia que describió en La media noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917). 
La década de los veinte significó su consagración definitiva como escritor y un replanteamiento ideológico que lo acercó al anarquismo. Cuando, en abril de 1931, se proclamó la segunda república, el escritor la apoyó con entusiasmo y al año siguiente fue nombrado Conservador General del Patrimonio Artístico por Manuel Azaña, cargo del que dimitió en 1932 para dirigir el Ateneo de Madrid. 
En 1933, fue nombrado Director de la Academia Española de Bellas Artes en Roma, ciudad en la que vivió un año. Enfermo, regresó a España y fue ingresado en una clínica en Santiago de Compostela donde murió después de manifestar su hostilidad hacia un gobierno de derechas. 

La obra de Valle-Inclán

Su producción literaria es muy amplia y compleja, porque si bien tocó casi todos los géneros, nunca se ciñó a sus normas, y rechazó la novela y el teatro tradicionales. Estéticamente siguió dos líneas: una, poética y estilizada, influida por el simbolismo y el decadentismo, que lo inscribió entre los modernistas, la otra es la del esperpento (que predominó en la segunda mitad de su obra), con una visión amarga y distorsionada de la realidad, que lo convierte, en palabras de Pedro Salinas, en `hijo pródigo del 98`. 
Entre 1902 y 1905, publicó las Sonatas, su primera gran obra de narrativa y la mayor aportación española al modernismo. La unidad de estas cuatro novelas recae en el personaje del Marqués de Bradomín, una irónica recreación de la figura de don Juan, convertido en `feo, católico y sentimental`. En Flor de santidad (1904), que sigue en la misma línea estética, aparece por primera vez un tema en el que abundó a lo largo de su carrera: la recreación mítica de una Galicia rural, arcaica y legendaria. 
En sus tres novelas de la guerra carlista, Los cruzados de la causa (1908), El resplandor de la hoguera (1909) y Gerifaltes de antaño (1909), su estilo se simplificó al despojarse de los adornos modernistas. Por su profundización en los sentimientos individuales y colectivos, la trilogía anticipó sus mejores obras posteriores. Tirano Banderas (1926) es su novela más innovadora y se puede considerar como el primer exponente del esperpento valleinclanesco. Su argumento es la crónica de un dictador hispanoamericano, analizado como la fatal herencia que España transmitió a América. No hay linealidad temporal, sino una serie de cuadros que dan una visión simultánea de los acontecimientos que acaecen en tres días. 
Su obra narrativa se completó con El ruedo ibérico, un ciclo novelesco cuyo objetivo era abarcar, en forma de novela, la historia de España desde la caída de Isabel II hasta la ascensión al trono de Alfonso XII. La muerte truncó este ambicioso proyecto, del que sólo vieron la luz La corte de los milagros (1927), Viva mi dueño (1928) y la incompleta Baza de espadas (1932). También aquí rompió la sucesión temporal y la narración se asentó en cuadros, a veces muy breves, discontinuos e independientes, cuya única conexión es el contexto histórico. El lenguaje, proveniente del mundo de los toros y el teatro, con diversos registros idiomáticos que van desde lo refinado a lo chabacano, acentuó lo grotesco de la realidad que describió. 

El teatro 

La obra dramática de Valle-Inclán es probablemente la más original y revolucionaria de todo el teatro español del siglo XX, al romper las convenciones del género. En palabras de su autor: `Yo escribo en forma escénica, dialogada, casi siempre. Pero no me preocupa que las obras puedan ser o no representadas más adelante. Escribo de esta manera porque me gusta mucho, porque me parece que es la forma literaria mejor, más serena y más impasible de conducir la acción`. Se inició con Cenizas (1899) y El marqués de Bradomín (1906), adaptaciones de dos de sus relatos. Todavía inscritas en el estilo decimonónico teatral, manifestaron sin embargo rasgos muy personales, como el gusto por el tema de la muerte, el pecado y la mujer, y la importancia de lo plástico en las acotaciones escénicas. 
Las Comedias bárbaras, una trilogía compuesta por Águila de Blasón (1907), Romance de lobos (1908) y Cara de plata (1922), constituyeron la primera gran realización dramática valleinclanesca. En abierta ruptura con el teatro de la época tienen como tema una Galicia feudal y mágica cuyo desmoronamiento se simbolizó en la degeneración del linaje de los Montenegro. Retomó la mítica gallega con El embrujado (1913) y Divinas palabras (1920), y utilizó como protagonistas a personajes populares y marginados. Sus obras más abiertamente modernistas son Cuento de abril (1909), Voces de gesta (1912) y La marquesa Rosalinda (1913), aunque en ellas hay elementos que presagian el cambio de su teatro, como la visión irónica y casi esperpéntica de una España ruda y provinciana que contrasta con la cosmopolita y refinada Francia. 
Valle-Inclán dio el nombre de esperpentos a cuatro obras: Luces de bohemia (1920), Los cuernos de don Friolera (1921), Las galas del difunto (1926) y La hija del capitán (1927), estas tres últimas agrupadas en el volumen Martes de carnaval (1930). El autor puso en boca del protagonista de Luces de bohemia, Max Estrella, la explicación a la necesidad de crear un nuevo género escénico: la tragedia clásica no podía reflejar la realidad española, porque ésta se había convertido en `una deformación grotesca de la civilización europea`. El esperpento fue, pues, para Valle-Inclán una moderna concepción de la tragedia.



***
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN
Tirano Banderas
Novela de tierra caliente

 Prólogo
de DARÍO VILLANUEVA

Han pasado ya más de setenta años desde la publicación de esta novela de Valle-Inclán, acaso la más innovadora de cuantas se hayan escrito en nuestra lengua a lo largo del primer tercio del siglo XX y la que sin duda ha ejercido mayor influencia en la narrativa hispanoamericana posterior, como modelo patrón de lo que se daría en llamar «novela de dictador», que tuvo, por caso, dignísimas herederas de Tirano Banderas en El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, o en El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez.
En Valle-Inclán, que ya había viajado en 1892 al México descolonizado, influyó mucho menos el llamado «desastre del 98», cuyo centenario acabamos de conmemorar, que otros dos grandes momentos históricos de los que el escritor fue testigo de excepción: la primera guerra mundial, que vivió directamente en el frente de Verdún, comisionado por la agencia Prensa Latina y el periódico El Imparcial, y la consolidación institucional de la Revolución mexicana que tanto le impresionó en 1921 cuando su segundo viaje a aquella República como huésped de honor del general Obregón. Pocos intelectuales europeos, además, siguieron con mayor interés la trayectoria de la Revolución soviética. Todo ello influyó en el nuevo rumbo que su trayectoria literaria adquiere entre 1917, fecha de publicación de La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, y 1924, año de la versión definitiva de su esperpento Luces de bohemia. Basta para justificar este quiebro la comparación entre la República imaginaria de Santa Trinidad de Tierra Firme en Tirano Banderas, novela de 1926 que don Ramón escribe bajo la égida del dictador Primo de Rivera y en la que los gachupines son cómplices abyectos de la tiranía, y el México de la Sonata de estío, publicada en 1903, adonde el marqués de Bradomín llega imbuido de sueños imperiales, recordando a Hernán Cortés, el «aventurero extremeño», y fingiendo desdén ante la belleza de la Niña Chole como su antepasado Gonzalo de Sandoval, fundador del reino de Nueva Galicia, lo había fingido ante sus prisioneras las princesas aztecas. Acaso por este desacompasado ciclo ideológico en relación con los demás escritores de su grupo generacional, Pedro Salinas pudo calificar a Valle-Inclán como «hijo pródigo del 98».
En una conversación con Gregorio Martínez Sierra publicada a finales de 1928, Valle explica uno de los elementos fundamentales para la concepción no sólo de Tirano Banderas sino también de El Ruedo Ibérico: «Creo que la novela camina paralelamente con la historia y los movimientos políticos. En esta hora de socialismo y comunismo, no me parece que pueda ser el individuo humano héroe principal de la sociedad, sino los grupos sociales. La historia y la novela se inclinan con la misma curiosidad sobre el fenómeno de las multitudes».
Tirano Banderas, la novela que Valle-Inclán prefería entre las suyas, es un modelo de construcción narrativa, fundamentada en una poética profundamente innovadora que se basa en la reducción temporal —«la angostura del tiempo», como la denominaba su autor—, el fragmentarismo de la acción, articulada a modo de secuencias o «estampas», e, incluso, la «visión estelar» que le permitía a Valle narrar acontecimientos simultáneos y por lo tanto de alcance supraindividual.
En cuanto a su protagonista, el título pudiera llevarnos a engaño, pues no se trata tanto de pintar a un tirano individual como denunciar la degradación de la persona por la tiranía. Ese afán de totalidad que singulariza a Valle le lleva a concebir una República imaginaria, la de Santa Trinidad de Tierra Firme, que quintaesenciase la América hispana mediante la concurrencia significativa de tres castas, cada una representada por tres individuos. Los insurgentes son criollos: Filomeno Cuevas, el doctor Sánchez Ocaña y Roque Cepeda, en quien Valle expresa su admiración por el personaje histórico de Francisco Madero. Frente a ellos, los despreciables gachupines: el embajador de España, el ricacho don Celes y el usurero Peredita. Y son indios, el revolucionario Zacarías el Cruzado, «el paria que sufre el duro castigo del chicote», en palabras del mismo Valle a Martínez Sierra, y Santos Banderas, el Tirano con rasgos no sólo de un autócrata, sino, como el novelista reveló en una carta a Alfonso Reyes, «del doctor Francia, de Rosas, de Melgarejo, de López y de don Porfirio», Porfirio Díaz contra el que luchó Madero.
Ese completo diseño social e histórico que deja al margen cualquier posible interpretación épica o individualista de la novela, alcanza también a la lengua, que es —cito de una carta valleinclaniana a Alfonso Reyes fichada en 1923— «una suma de todos los países de lengua española, desde el modo lépero al modo gaucho». En cierto modo se puede afirmar, por lo tanto, que Valle no escribe su Tirano Banderas en castellano ni en español, sino en una koiné hispánica de inabarcables fronteras, que van desde California a la Patagonia, a lo que hay que añadir, en esta como en otras obras de su autor; numerosos galleguismos léxicos y sintácticos, voces arcaicas y hablas jergales. Una lengua de todos que proclama el ideal de una comunicación democrática y universal, acorde con los estímulos ideológicos que la fascinante historia del primer tercio del siglo XX propiciaba. Una lengua que, a la vez y en asombroso sincretismo, aporta toda una interpretación estética y filosófica de la realidad.
Se ha advertido en la articulación secuencial de sus «estampas» ciertas influencias cinematográficas en Tirano Banderas, novela que sería finalmente llevada al cine por José Luis García Sánchez en 1993. Efectivamente, Valle-Inclán creía ya en las posibilidades estéticas y expresivas del llamado séptimo arte. Al mismo tiempo que denunciaba la profunda crisis en que el teatro estaba sumido y afirmaba que «si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista», definía el cine con estas encendidas palabras en una entrevista con el periodista «El Caballero Audaz» fechada en 1928: «Ése es el teatro nuevo, moderno. La visualidad. Más de los sentidos corporales; pero es arte. Un nuevo arte. El nuevo arte plástico. Belleza viva». El ejemplo de Valle-Inclán es sumamente representativo en cuanto a un proyecto experimental de aprovechamiento y fusión de teatro, narración novelesca y cine, y en ese sincretismo puede residir, en gran medida, el aura de modernidad que su obra literaria en general, y Tirano Banderas en particular, conserva hasta hoy.
A lo largo de las páginas de Tirano Banderas el tiempo se va plasmando en múltiples enclaves especiales de Santa Fe de Tierra Firme: el cuartel del Presidente y su cárcel de Santa Mónica; el Casino Español y la redacción del periódico que define los intereses de sus socios gachupines; el Circo Harris y el burdel de la Cucarachita; la legación española y la embajada inglesa... Así podemos percibir en profundidad, y con un marcado propósito de contrastación dialéctica entre las distintas clases sociales y posturas individuales, cómo se va preparando la rebelión del pueblo contra la tiranía, cuáles son los agravios que aquél padece y las añagazas que ésta y sus aliados oponen al triunfo de la causa justa. Valle-Inclán está inventando la técnica más idónea a tal propósito. Siete años después, por ejemplo, André Malraux hará uso de ella en La Condition Humaine para narrar el ímpetu colectivo, unánime y simultáneo de los revolucionarios en China.
DARÍO VILLANUEVA
  

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