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jueves, 20 de julio de 2023

Seicho Matsumoto El expreso de Tokio FRAGMENTO

 

 



Los cadáveres de un oscuro funcionario y una camarera aparecen una mañana en una playa de la isla de Kyushu. Todo parece indicar que se trata de un caso claro: dos amantes que se han suicidado juntos tomando cianuro.

 Pero hay ciertos detalles que llaman la atención del viejo policía local Jutaro Torigai: el difunto se había pasado seis días solo en su hotel y en su bolsillo encontraron un único billete de tren; así que, seguramente, los amantes no habían viajado juntos. Enseguida se descubre también que el funcionario trabajaba en un ministerio en el que se acaba de destapar una importante trama de corrupción; el subinspector Mihara de la Policía Metropolitana de Tokio se hará cargo de la investigación en la que contará con la inestimable ayuda de Torigai.

 


 Seicho Matsumoto

 

 El expreso de Tokio

 

 

   

 

   

 

 


 Traducción del japonés de Marina Bornas

 

 Primera edición, 2014

 

 Título original: Ten to Sen

 

 TEN TO SEN by MATSUMOTO Seicho

 

 Copyright @1958 MATSUMOTO Yoichi.

 

 First Japanese edition published by Kobunsha Co., Ltd., 1958

 

Republished in the COMPLETE WORKS of MATSUMOTO SEICHO vol.1 by Bungeishunju Ltd., 1971.

 

This Spanish language edition is published by Libros del Asteroide in arrangement with Bungeishunju Ltd., Tokyo in care of Tuttle-Mori Agency, Inc., Tokyo

 

 © de la traducción, Marina Bornas, 2014

© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

 Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.

ISBN: 978-84-15625-54-4

Depósito legal: B. 17.196-2014

Impreso por Reinbook S.L.

 

 Impreso en España - Printed in Spain

 

 Diseño de colección y cubierta: Enric Jardí

 

 This book is partially funded by Grant of Books from Japan by Japanese Literature Publising and Promotion Center.

 

 La editorial agradece la ayuda a la traducción de la Japan Foundation.

 

   

 

 


   

 

 


 1. Los testigos

 

 

 La noche del 13 de enero, Tatsuo Yasuda invitó a uno de sus clientes al restaurante Koyuki del distrito de Akasaka, en Tokio. Su invitado era un alto cargo ministerial.

 Tatsuo Yasuda dirigía un negocio de piezas para maquinaria que había fundado hacía unos años. La empresa había crecido muchísimo los últimos años. Se decía que recibía ayudas del ministerio para muchas cosas, razón que explicaba que Yasuda invitara bastante a menudo a hombres de cierta importancia a cenar al Koyuki.

 Yasuda era un cliente habitual. El restaurante no estaba situado en un barrio muy lujoso, pero precisamente por eso allí se disfrutaba de un ambiente más relajado y distendido. Además, el servicio era impecable.

 Yasuda solía invitar a sus mejores clientes y, como cabe suponer, no reparaba en gastos. Él mismo decía que era su propio «capital». Sus clientes eran hombres influyentes, pero por más que conociera bien a todas las camareras, Yasuda jamás les revelaba la posición social de sus invitados.

 En otoño del año anterior, en ese ministerio había estallado un escándalo de corrupción en el que decían que había varios proveedores implicados. La prensa destacaba que por el momento solo afectaba a los cargos inferiores, pero que en primavera empezaría a salpicar las altas esferas.

 En vista de las circunstancias, Yasuda se había vuelto aún más cauteloso con sus clientes. Siempre solía aparecer con los mismos invitados. Las camareras los llamaban «señor Ko» o «señor Uo», pronunciando así la primera sílaba de sus apellidos, pero desconocían por completo la identidad de los comensales. Solo sabían que la mayoría de los clientes de Yasuda eran altos funcionarios del gobierno, pero tampoco les importaba quiénes fueran, puesto que era Yasuda quien pagaba la cuenta, razón por la que el personal del Koyuki se esforzaba en prestarle el mejor servicio.

 Tatsuo Yasuda era un hombre de unos cuarenta años. Tenía la frente ancha y la nariz perfilada. Su tono de piel era más bien oscuro y tenía la mirada bondadosa y las cejas pobladas pero bien definidas. Era todo un hombre de negocios y su carácter era franco y abierto. Era muy popular entre las camareras del Koyuki. Aun así, nunca intentaba aprovecharse de ellas y las trataba a todas con la misma amabilidad.

 El destino quiso que la encargada de su mesa fuera una chica llamada Toki, por haber sido la primera en servirle. Yasuda la trataba con familiaridad, pero nada parecía indicar que aquella relación de confianza se prolongara más allá del restaurante.

 Toki tenía veintiséis años, pero su blanca piel y su gran belleza la hacían parecer cuatro o cinco años más joven. Sus grandes ojos de negras pupilas cautivaban a todos los comensales. Cuando alguno le dirigía la palabra, ella volvía los ojos hacia arriba con la cabeza gacha y le dedicaba una preciosa sonrisa. Era consciente del efecto que sus ademanes provocaban en los clientes. Tenía el rostro perfectamente ovalado y la poca distancia entre sus labios y su mentón conformaba un perfil muy atractivo.

 Algunos de sus clientes tenían la tentación de seducirla. Las camareras del Koyuki iban y venían del restaurante todos los días. Llegaban sobre las cuatro de la tarde y salían pasadas las once de la noche. A veces, algunos hombres se citaban con ellas bajo el puente de la estación de Shimbashi a la salida del trabajo. Al tratarse de sus clientes, las muchachas no podían rechazarlos sin contemplaciones, de modo que aceptaban la cita y les daban plantón hasta tres o cuatro veces, esperando así disuadirlos.

 —No ha entendido nada, está furioso. El otro día, entré en el reservado para servirle y me dio un pellizco que casi me hace gritar.

 Toki, sin levantarse, se subió la falda del kimono hasta la rodilla y dejó la pierna al descubierto. Una magulladura azulada destacaba encima de su blanca piel.

 —¡Qué boba eres! Eso te pasa por dejar que se hagan demasiadas ilusiones —bromeó Tatsuo Yasuda, que estaba tomando una copa de sake con las chicas; hasta ese punto llegaba su confianza con las camareras del Koyuki.

 —Usted, señor Ya, nunca ha intentado nada con nosotras —observó Yaeko, una de las chicas.

 —No me serviría de nada. Me daríais calabazas.

 —Usted dirá lo que quiera, pero yo sé que le gustaría intentarlo —bromeó Kaneko.

 —¡No digas tonterías!

 —Ya basta, Kaneko —intervino Toki—. Todas estamos enamoradas de usted, señor Ya, pero usted no parece interesado en nosotras. Kaneko, será mejor que no sigas por ahí.

 —Qué lástima… —se lamentó la chica con una sonrisa.

 De hecho, como decía Toki, casi todas las chicas del Koyuki sentían cierta debilidad por Yasuda. Si él hubiera hecho algún gesto de aproximación, ellas se habrían dejado seducir. Lo cierto es que el empresario tenía un aspecto y un carácter que le daban un encanto irresistible a los ojos de las mujeres.

 Por eso aquella noche, cuando Yasuda acompañó hasta la puerta a su cliente después de cenar y regresó a su mesa en el reservado para tomar una copa con las chicas, Yaeko y Tomiko aceptaron entusiasmadas, sin vacilar ni un instante, cuando él les propuso:

 —¿Qué os parece si os invito a almorzar mañana?

 —¡Un segundo! Toki no está —dijo Tomiko, mirando a su alrededor—. A ella también querrá invitarla, ¿verdad?

 En ese momento, Toki debía de estar ocupada con otras tareas.

 —No importa, puedo ir con vosotras dos. Toki ya vendrá otro día, tampoco puedo llevarme a todo el personal.

 Yasuda tenía razón. Las chicas tenían que entrar a trabajar a las cuatro. Si salían a comer fuera, llegarían tarde y el restaurante no podía permitirse que tres de sus camareras se retrasaran.

 —Pues quedamos mañana a las tres y media en el Levante de Yurakucho —dijo Yasuda, sonriendo.

 Cuando Tomiko entró en el Levante a las tres y media del día siguiente, Yasuda estaba tomando café en la mesa del fondo.

 —Hola —la saludó, indicándole que se sentara en la silla de enfrente. A ella le resultaba un poco incómodo reunirse con un cliente en un ambiente distinto al del restaurante. Sin saber por qué, se sonrojó mientras tomaba asiento.

 —¿Yaeko no ha llegado todavía?

 —No creo que tarde.

 Sin dejar de sonreír, Yasuda pidió otro café. Al cabo de cinco minutos, llegó Yaeko, que también parecía algo cohibida. El local estaba lleno de parejas jóvenes. Entre los comensales destacaban dos mujeres vestidas con unos kimonos que no dejaban lugar a dudas acerca de su profesión.

 —¿Qué os apetece? ¿Comida occidental, tempura, anguilas o comida china? —les preguntó Yasuda.

 —Comida occidental —respondieron ambas al unísono. Al parecer, estaban hartas de la comida tradicional del Koyuki.

 Salieron del Levante los tres juntos y se dirigieron al barrio de Ginza. A aquella hora no había demasiada gente. Hacía buen tiempo, pero el viento era frío. Anduvieron dando un paseo hasta la esquina de la calle Owari, donde cruzaron hacia el gran centro comercial de Matsuzakaya. Las calles de Ginza parecían vacías en comparación con el ambiente que se había respirado apenas hacía quince días, durante los festejos de Nochevieja.

 «La cena de Navidad estuvo muy bien», comentaban dos mujeres justo detrás de ellos.

 Yasuda subió las escaleras del restaurante Coq d’Or, que también estaba vacío.

 —Pedid lo que os apetezca.

 —Cualquier cosa nos parecerá bien.

 Yaeko y Tomiko vacilaron un instante. Al final, abrieron la carta y empezaron a cuchichear entre ellas, sin saber qué plato elegir.

 Yasuda consultó disimuladamente su reloj de pulsera. Yaeko lo vio de reojo y le preguntó:

 —¿Tiene prisa, señor Ya?

 —No, por ahora no, pero esta tarde tengo que ir a Kamakura —les explicó él, con las manos cruzadas encima de la mesa.

 —Lo siento mucho. Tomiko, tenemos que escoger ya.

 Al fin, las chicas se decidieron.

 Pasó un buen rato desde que empezaron con la sopa hasta que terminaron de comer. Durante el almuerzo, estuvieron hablando de trivialidades. Yasuda parecía divertirse. Cuando les trajeron la fruta, volvió a comprobar la hora.

 —Ahora sí que tiene que irse, ¿verdad?

 —No, todavía es pronto —repuso él. Sin embargo, cuando les sirvieron los cafés volvió a torcer la muñeca para consultar el reloj.

 —Es muy tarde, deberíamos irnos —dijo Yaeko, haciendo ademán de levantarse.

 —Sí.

 Yasuda fumaba con los ojos entrecerrados, como si estuviera reflexionando.

 —Chicas, es una lástima que tengamos que despedirnos tan pronto. ¿Por qué no me acompañáis a la estación? — les pidió con una expresión ambigua, medio en serio, medio en broma.

 Las muchachas intercambiaron una mirada. Ya llegaban tarde al trabajo. Si, encima, tenían que pasar por la estación, se retrasarían todavía más. A pesar de que Tatsuo Yasuda había hablado con naturalidad, su mirada era tan grave que las chicas acabaron creyendo que se sentía verdaderamente solo. Además, no podían negarle ese favor al hombre que las había invitado a almorzar.

 —De acuerdo —aceptó Tomiko, que fue la primera en decidirse—. Llamaré al restaurante para avisar de que nos retrasaremos un poco —añadió y, a continuación, se dirigió a la esquina donde se encontraba el teléfono y regresó al poco rato con una sonrisa en los labios—. Ya está arreglado. ¿Vamos?

 —Lo siento, chicas —se disculpó Yasuda mientras se levantaba. Una vez más, echó un vistazo al reloj. A ellas les llamó la atención que lo consultara tantas veces seguidas.

 —¿A qué hora sale su tren? —inquirió Yaeko.

 —Cogeré el de las 18:12 o el siguiente. Ahora son las cinco y media, así que llegaremos justo a tiempo —repuso Yoshida, mientras pagaba la cuenta con cierta impaciencia.

 Llegaron a la estación en cinco minutos.

 —Gracias por acompañarme —les dijo Yasuda dentro del taxi.

 —De nada, señor Ya —dijo una de las chicas—, es un placer poder servirle. Gracias a usted por habernos invitado a almorzar.

 —Sí, gracias a usted —añadió la otra.

 Una vez en la estación, Yasuda compró su pasaje y les dio a las chicas sendos billetes para poder acceder al andén. El tren de la línea de Yokosuka, que pasaba por Kamakura, saldría del andén 13. El reloj digital indicaba que faltaba poco para las seis de la tarde.

 —¡Menos mal! Todavía estoy a tiempo de coger el de las 18:12 —exclamó Yasuda, aliviado.

 El tren aún no había llegado. Yasuda echó un vistazo a los andenes del este, de donde salían los trenes de larga distancia. Como los andenes 13 y 14 en ese momento estaban despejados, pudieron ver el tren estacionado en el andén 15.

 —Ese es el tren rápido de Kyushu, con destino a Hakata. Lo llaman Asakaze, que significa «brisa matinal» —les explicó Yasuda a las jóvenes.

 Los pasajeros y sus acompañantes entraban y salían del tren. Desde el lugar donde se encontraban, percibieron la excitación y el ajetreo de los viajeros que se despedían en el andén.

 En ese preciso instante, Yasuda dejó escapar una exclamación de sorpresa.

 —¡Mirad! ¿Esa no es Toki?

 Las dos chicas se volvieron en la dirección que Yasuda les señalaba con el dedo.

 —¡Es verdad, es Toki! —corroboró Yaeko, levantando la voz.

 Toki se abría paso entre la gente congregada en el andén 15. A juzgar por su ropa de viaje y por la maleta que llevaba en la mano, no había duda de que se disponía a subir al tren.

 —¡Es Toki! —gritó Tomiko, cuando al fin la descubrió entre el gentío.

 Sin embargo, lo que más les sorprendió fue ver a Toki hablando con un hombre joven que estaba a su lado. Ninguna de las dos recordaba haberlo visto antes. Llevaba un abrigo negro y sujetaba una pequeña maleta en la mano. Mientras se dirigían hacia el último vagón, los dos jóvenes aparecían y desaparecían entre la multitud que abarrotaba el andén.

 —¿Adónde irá? —preguntó Yaeko, conteniendo el aliento.

 —¿Quién es el hombre que está con ella? —añadió Tomiko, con la voz ronca.

 Toki siguió caminando junto a aquel hombre, que parecía su amante, sin sospechar que estaba siendo observada por tres pares de ojos intrigados. Finalmente, se detuvieron frente a uno de los vagones, comprobaron el número y subieron, el hombre primero, hasta desaparecer en el interior.

 —¡Qué muchacha más misteriosa! No sabía que fuera de viaje a Kyushu con su amante —murmuró Yasuda, con una sonrisa burlona.

 Las dos chicas estaban petrificadas, incapaces de borrar la mueca de perplejidad que se había dibujado en sus rostros. Mudas de asombro, no perdían de vista el vagón en el que había desaparecido Toki. Delante del tren, los pasajeros seguían yendo y viniendo en un flujo constante.

 —¿Adónde irá? —logró articular Yaeko al fin—. No creo que haya subido al tren de larga distancia para ir a la ciudad más cercana.

 —No sabía que Toki tuviera un amante —musitó Tomiko, bajando el tono de voz.

 —Yo tampoco. No salgo de mi asombro.

 Ambas hablaban en voz baja, como si acabaran de hacer un descubrimiento extraordinario.

 En realidad, ninguna de las dos conocía a fondo la vida privada de Toki, puesto que ella no solía hablar de su intimidad. Nada indicaba que estuviera casada o que tuviera un amante, tampoco habían oído nunca rumores sobre sus amoríos. Algunas de las camareras del Koyuki eran más abiertas y solían hablar con sus compañeras para pedirles consejo y otras eran más reservadas. Toki pertenecía a las últimas, por eso a sus dos compañeras les había sorprendido tanto descubrir casualmente parte de los secretos que Toki intentaba ocultar con tanto celo.

 —Iré al andén y me asomaré a la ventanilla para ver quién es su amante —dijo Yaeko, animada.

 —No, déjalos en paz. No te metas en sus asuntos —intentó disuadirla Yasuda.

 —¿Está celoso, señor Ya?

 —¿Celoso, yo? ¡Pero si voy a visitar a mi esposa! —rio.

 En ese momento llegó el tren de la línea de Yokosuka, que estacionó en la vía 13 y obstaculizó por completo la visión. Más adelante, se comprobó que el tren había entrado en la estación exactamente a las 18:01.

 Yasuda subió al vagón agitando la mano para despedirse. Todavía faltaban once minutos para que partiera.

 Una vez dentro, se asomó a la ventanilla.

 —Gracias por acompañarme. Ya podéis iros, no quiero retrasaros aún más —les dijo.

 —De acuerdo —respondió Yaeko, que ardía en deseos de ir corriendo al andén 15 y ver qué se traían entre manos Toki y su acompañante—. Hasta luego, señor Ya.

 —Que tenga un buen viaje. Espero que volvamos a vernos pronto.

 Las chicas se despidieron de Yasuda estrechándole la mano.

 —Oye, Tomiko, ¿qué te parece si vamos a espiar a Toki? —propuso Yaeko mientras bajaban las escaleras.

 —No deberíamos hacerlo —protestó Tomiko, aunque sin rechazar categóricamente la propuesta de su compañera. Así fue como las dos muchachas se dirigieron hacia la vía 15.

 Se acercaron al vagón al que habían visto subir a su compañera y se asomaron a la ventanilla sorteando el gentío congregado en el andén. El interior del vagón estaba muy bien iluminado. Bajo aquel derroche de luz, enseguida vieron a Toki sentada al lado de su joven acompañante.

 —¡Mira cómo habla! Parece contenta —dijo Yaeko.

 —¡Qué guapo es! ¿Cuántos años tendrá? —se preguntó Tomiko, que parecía más interesada en el muchacho.

 —Veintisiete o veintiocho. Tal vez veintinueve.

 Yaeko se fijó en él.

 —Entonces es un poco mayor que ella.

 —¿Por qué no entramos y les damos una sorpresa?

 —¡No digas bobadas, Yae! —la reprendió Tomiko.

 Las chicas estuvieron un rato más espiando a la pareja.

 —Es hora de irnos, se ha hecho tarde —dijo Tomiko apremiando a su compañera, que seguía pegada a la ventanilla.

 Lo primero que hicieron en cuanto regresaron al Koyuki fue contárselo todo a su jefa, que también se mostró sorprendida por las novedades.

 —¡Vaya! ¿Lo decís en serio? Toki me pidió ayer unos días de vacaciones para ir al pueblo de sus padres, pero no me habló de ningún hombre —dijo, con los ojos como platos.

 —Lo del pueblo debía de ser una excusa —aventuró una de las chicas—. Los padres de Toki viven en Akita, ¿verdad?

 —¡Con lo reservada que es! Hay que ver cómo engañan las apariencias. A estas alturas, deben de estar dando un romántico paseo en los alrededores de Kioto.

 Las tres mujeres intercambiaron una mirada.

 La noche del día siguiente, Yasuda volvió al restaurante con otro de sus invitados. Fiel a su costumbre, acompañó al cliente a la puerta cuando terminaron de cenar y regresó al reservado.

 —Veo que Toki ha librado esta noche —le comentó a Yaeko.

 —No solo esta noche, tiene casi una semana de vacaciones —le informó la chica, levantando las cejas.

 —¡Caramba! Estará de luna de miel —insinuó Yasuda después de beber un sorbo de su copa.

 —No me extrañaría… Qué sorpresa, ¿verdad?

 —Tampoco es tan sorprendente. Vosotras deberíais hacer lo mismo.

 —¡Ni hablar! A menos que sea usted quien venga con nosotras.

 —¿Yo? ¡No puedo acompañaros a todas a la vez!

 Yasuda se fue, pero a la noche siguiente regresó de nuevo a tomar una copa con dos de sus clientes. En aquella ocasión también le sirvieron Tomiko y Yaeko y la conversación que mantuvieron con Yasuda volvió a girar en torno a Toki.

 Pero los cadáveres de Toki y de su acompañante aparecieron en un lugar inesperado.

miércoles, 12 de abril de 2023

Shintaro Ishihara El eclipse de Yukio Mishima

 




Shintaro Ishihara

El eclipse de Yukio Mishima

Título original: 三島由紀夫の日蝕 (Mishima Yukio no nisshoku)

Shintaro Ishihara, 1991

Traducción: Yoko Ogihara y Fernando Cordobés

Diseño de cubierta: Marta Lozano


El eclipse de Yukio Mishima

«Sentí entonces un gozo que casi podría definir como terror […]. Ésa ha sido, desde entonces, la actitud con la que me he enfrentado a la vida: querer escapar de todo lo esperado con excesivas ansias, de todo lo que previamente había adornado exageradamente con mis fantasías».

Yukio Mishima, Confesiones de una máscara.


La mayor fortuna de la que podía gozar la obra literaria de Yukio Mishima en el presente consiste, sin duda, en que al fin ha llegado el momento de que sus obras se lean tal cual, es decir, por sí mismas, ajenas a la poderosa influencia de su autor. Es la lógica del tiempo, una consecuencia inevitable después de los más de veinte años transcurridos desde su muerte[1]. Un proceso natural para cualquier otra obra literaria y que en el caso de Mishima se puede considerar afortunado. Dicho sin ambages, su obra al fin se ha liberado de su autor o, más bien, de su alargada y poderosa sombra. Además, el tiempo ha traído nuevos lectores que nada tienen que ver con las circunstancias históricas del autor que las escribió.

La muerte de Mishima produjo una suerte de hartazgo en la sociedad japonesa. No solo dentro del limitado círculo del mundo literario, sino en todo el conjunto de la sociedad. De algún modo, su producción literaria se convirtió en algo molesto, fastidioso. Cuanto más potente es la presencia del creador de una obra de arte, mayor conflicto genera en el público. Algo que, además de innecesario, siempre va en detrimento de los dos.

La reiterada presencia de políticos, deportistas y demás personalidades de la vida pública, tiene un significado distinto pues aporta un valor peculiar en cada caso, pero cuando se trata de literatura, las obras y sus autores deben separarse en algún momento, emprender una vida propia, liberarse del influjo de quien las hizo nacer. No obstante, habrá quien piense lo contrario, que precisamente eso es una condición indispensable, que la unión física, psíquica y sociológica genera un reflejo necesario para el público. Cierto. Por muy artista que sea uno, no puede anular su condición de miembro de la sociedad. Por muy intelectual que uno sea, el mundo real y cotidiano se enreda inevitablemente en su existencia. Una cuestión clave para la mayoría de los creadores consiste, por tanto, en cómo separar lo prosaico y perecedero del mundo real, de los valores sublimados en sus obras. Lo normal es un esfuerzo consciente para borrar de uno todo lo que no sea estrictamente necesario.

Desde la aparición de la corriente naturalista en la literatura japonesa, se produjo un solapamiento del autor con su obra. Eso lleva a los lectores a confundir vida y obra, es decir, a asumir que los protagonistas, sus tramas y problemas, no son sino trasuntos de quien los inventó. A mí mismo esa idea preconcebida me ha provocado considerables molestias, pero Mishima era muy consciente de ella y la utilizaba a propósito para falsear a su antojo lo que le convenía. En su caso, su compleja personalidad está inseparablemente unida tanto a sus obras, como a la idea que se forman de él sus lectores a través de ellas. Lograrlo fue un propósito consciente. Para mí, por ejemplo, que pasé una época de mi vida muy unido a él, sus carcajadas forman un todo con su recuerdo.

Un escritor que se gana la vida con lo que escribe, lleva una existencia ambigua y por mucho que ponga el acento en el hecho de que se expresa a sí mismo, en realidad muchas veces dice las cosas para encubrirse. Precisamente por eso es un escritor. En el caso de Mishima, su escritura parece transparente a primera vista, pero si uno observa con detalle, si tiene en cuenta su vida después de haberse cruzado con él, descubre muchos mimetismos que no son lo que parecen, cuestiones que no se pueden tomar en serio si se tiene en cuenta lo que hacía y decía en privado.

Poco después de la muerte de Mishima me encontré con Shichiro Fukazawa[2], al que no veía desde hacía tiempo y de quien se puede decir que se hizo un nombre en el mundo literario después de ser reconocido por él. Fukazawa siempre vivió muy pegado a la realidad que le tocó vivir. En esa ocasión me dijo algo en un tono áspero que me impresionó: «Por muy inteligente que fuera, si uno se empeña en vivir de un modo tan irracional es normal que muera joven».

Para una persona con el carácter de Fukazawa, la presencia y las huellas intencionadas que Mishima quiso imprimir en la sociedad quizá resultasen irracionales. Recuerdo cuando ambos irrumpimos en el panorama literario, más o menos en la misma época. Por aquel entonces, Fukazawa se presentó en mi casa de Zushi sin previo aviso con un cartón de Peace, el tabaco que fumaba entonces. No solo me sorprendió su visita, sino que él me impresionó. Le conté el episodio a un conocido nuestro y me dijo: «Muy suyo. Quiero decir, es una persona sin relación con el mundo literario y ni siquiera tiene conciencia de la necesidad de relacionarse». Yo compartía su opinión. Cuando le pregunté a Fukazawa por qué había venido a verme, me respondió con un gesto serio: «Bueno, ya que todo el mundo se mete con nosotros, he pensado que sería mejor llevarnos bien».

Se lo conté también a Mishima y se rio a carcajadas: «Es verdad, es típico de él. Es un hombre al que habrá que seguir la pista. Un talento raro en el mundo literario, como tú».

En el transcurso de la charla de aquel día, Fukazawa y yo hablamos sobre distintos temas y como no podía ser de otra manera, también del mundillo literario. Cuando surgió el nombre de Mishima, que siempre se había puesto de nuestra parte, dijo: «No confío en él. Después de todo, es mejor no contar con personas ajenas. Además, proviene de una familia rica y lo cierto es que hay cosas que solo pueden entender los que pasan estrecheces como nosotros». Eso, en cambio, no se lo transmití a Mishima.

Entendí que a ojos de Fukazawa el sofisticado suicidio de Mishima representara nada más que una lamentable muerte prematura. Para un lector atento y perspicaz como era él, capaz de valorar su obra sin dejarse confundir por las falsedades con las que las decoraba, quizá fuera inevitable interpretarlo así, pero para un lector digamos medio, no creo que su suicidio significase lo mismo.

La primera impresión que me produjo Mishima fue tan inesperada como extraña. Me convocaron a una sesión conjunta de fotos para la revista Bunshun. Fui al edificio donde estaba la redacción, en la avenida Shinbashi, y en la azotea nos hicieron las fotos. Después de presentarnos, Mishima se asomó a la barandilla para observar el panorama. Yo le imité y puse las manos sobre la barandilla, que estaba cubierta de suciedad. Di unas palmadas para sacudirme y retrocedí unos pasos. Mishima no se movió.

—La barandilla está sucia.

—¿De verdad?

No parecía preocupado. De hecho, parecía como si quisiera limpiarla con los guantes que llevaba puestos. Vestía un abrigo y debajo un traje. Los guantes eran de color pardo verdoso, a juego con el traje. De tanto asomarse, terminó por ponerse perdido.

Cuando terminaron con las fotos se lo hice notar:

—Se ha ensuciado mucho.

—No tanto —contestó él con su aire despreocupado—. Da igual. ¿Qué título le pondrías a estas fotos? Yo había pensado Shin kyu yokogami-yaburi[3]. ¿Qué te parece?

Se rio a carcajadas y dio unas palmadas para sacudirse sus guantes echados a perder.

«¡Menudo personaje!», pensé. A partir de ese día, siempre tuve la impresión de que era un hombre que intentaba lo imposible para lograr algo que en realidad ni siquiera él sabía qué era.

Me había llevado conmigo a mi hermano pequeño, que aún no se había hecho un nombre en el mundo del cine. Mishima ni se dio cuenta de su existencia. Me esperó detrás de las cámaras y aún recuerdo bien lo que me dijo: «No sé cómo será él personalmente, pero lleva ropa hecha a medida. Se nota que es cara, de primera calidad, aunque los guantes del mismo color que el traje no me parecen un detalle elegante. Ese tono, además, no le sienta bien a los japoneses, ni por complexión ni por estatura».

Poco tiempo después, coincidimos de nuevo en otra entrevista para la revista Bungakukai[4] que iban a titular «La estación de los novatos». Al leerla ahora, me doy cuenta de que yo no era más que un joven que acababa de irrumpir en el mundo literario y Mishima trataba de ayudarme como habría hecho un profesor de universidad empeñado en aprobar a un mal estudiante.

FUENTE:

EL ECLIPSE DE YUKIO MISHIMA

ISHIHARA, SHINTARO

Editorial:
GALLO NERO
Año de edición:
2014
Materia
Biografías
ISBN:
978-84-942357-3-3
Páginas:
152
Encuadernación:
Otros

Disponibilidad:

  • Madrid

martes, 20 de diciembre de 2022

Matsuo Bashō Oku no Hosomichi.Senda hacia tierras hondas.(FRAGMENTO).

 

 


Senda hacia tierras hondas es la nueva versión española de la inmortal obra de Matsuo Bashō Oku no Hosomichi, traducida ahora del japonés por Antonio Cabezas.

Escrita a raíz de un viaje poético y espiritual de más de dos mil kilómetros a pie, por zonas apenas transitadas de su país, la obra sigue el modelo de la renga, alternando momentos de gran intensidad con otros más suaves y remansados. Corresponde a la etapa final de la vida de Bashō, tras su conversión al budismo Zen.

Nacido en 1644 y muerto en 1694, a los cincuenta años, Matsuo Bashō es uno de los más grandes maestros de la literatura japonesa y universal, y algunos de sus haikus, entre ellos los incluidos en su Senda hacia tierras hondas, se cuentan entre los más hermosos jamás escritos.

 


 

 

Matsuo Bashō

 

 Senda hacia tierras hondas

 

Versión española de Antonio Cabezas

 

 

 

 


Título original: Oku no hosomichi

Matsuo Bashō, 1702.

Traducción: Antonio Cabezas

 

   INTRODUCCIÓN

 

BAJO el título Sendas de Oku, esta diminuta pero inmortal obra de Bashō fue traducida al español en 1957 por el Premio Nobel de Literatura Octavio Paz, en colaboración con el insigne hispanista y diplomático japonés Hayáshiya Eikichi, siendo publicada por la Universidad Nacional de México. Barral Editores publicó en 1978 una edición ampliada.

Al mismo tiempo que expreso mi más sincera admiración y agradecimiento a los cotraductores, que realizaron un trabajo impecable, y a Octavio Paz, que añadió magníficos comentarios, me siento obligado a justificar la presente versión, aunque pudiera refugiarme en unas palabras del insigne japonólogo americano Seidensticker, quien ha escrito certeramente: «Las nuevas traducciones de los clásicos no necesitan justificación alguna».

El título español de la obra ha sido cambiado a Senda hacia tierras hondas. El original es Oku no hosomichi. Hosomichi significa senda, y el problema está en el Oku, toponímico que significa también fondo, lo hondo. En 1966 Yuasa Nobuyuki tradujo la obra al inglés y la tituló Senda hacia el norte hondo. El mismo año Earl Miner optó por el título Senda a través de las provincias. En 1968 Cid Corman y Kamaike Susumu la tradujeron también al inglés con el título Caminos perdidos hacia pueblos lejanos. Y el mismo año René Sieffert la tradujo al francés con el título Senda del fin del mundo.

Dorothy Britton, a su vez, en 1974, la tituló Un viaje en haikus. La senda estrecha de Bashō hacia una provincia lejana. Finalmente, Manuel Luca de Tena y Alan Boot en su libro Destino Japón (Madrid, Anaya, 1992) opinan que «sería más fiel» traducirla Sendas al final del más allá. Como se ve, no hay precisamente acuerdo.

Hay que notar, lo primero, que la tal senda no es ficción poética, sino que existe real y verdaderamente con ese nombre, siendo una sola senda y no muchas. En cuanto a lo de Oku, todos los comentaristas están de acuerdo en que Bashō quería denotar un viaje poético y espiritual hacia lo que Keene ha denominado «receso interior» y «honduras de la poesía». Bashō hacía no sólo un viaje poético, sino también una peregrinación espiritual. Y por eso tanto él como su compañero Sora se vistieron de bonzos. Quizá los españoles entiendan mejor el fenómeno si lo comparamos con la ruta jacobea al finisterre gallego. Uno de los hitos principales del viaje de Bashō hacia lo desconocido fue el monte Yudono, sobre el que pesaba una interdicción o tabú, pues a los peregrinos les estaba prohibido hablar de lo que hacían y veían en él. Senda hacia el ignoto finisterre, senda hacia tierras hondas.

Desde la aparición de la versión de Octavio Paz y Hayáshiya Eikichi han salido algunas obras que completan nuestra comprensión del texto de Bashō. Una de ellas es la de Lesley Downer On the Narrow Road to the Deep North (Journey into a Lost Japan), publicada en Londres por Jonathan Cape en 1989. La autora hizo el mismo recorrido que Bashō, y sus explicaciones perfilan algo más nuestra comprensión de algunas palabras del autor. Lo que Octavio Paz traduce en cierto pasaje como morral resulta ser un auténtico baúl, que pesa veinte kilos.

En 1976 Donald Keene publicó World Within Walls, dedicando a Bashō cincuenta páginas de crítica insuperable, donde aclara ciertas cosas que Octavio Paz no señalaba como, por ejemplo, que la estructura general de la obra sigue la integración de la renga, donde deben alternar los momentos intensos con otros más suaves y remansados. Keene observa también que un cotejo de la obra de Bashō con el diario de viaje de su compañero Sora (publicado por primera vez en 1943) revela que el maestro inventó bastante y que su propósito no fue escribir un relato histórico verídico, sino una obra poética. De hecho, sabemos que Bashō, orfebre sublime que retocaba repetidas veces sus propios haikus, estuvo enfrascado en la redacción de Senda hacia tierras hondas nada menos que cuatro años. Keene revela que de joven Bashō mantuvo relaciones con una monja budista llamada Jutei, teniendo de ella varios hijos. La vida privada de Bashō no afecta para nada el valor de su poesía, pero sí averiguamos que, si Bashō reduce la temática de su lírica al aspecto paisajístico, no es porque fuese insensible a los reclamos del amor.

Keene recuerda que en otro de sus diarios de viaje, Oi no Kobumi (Notitas de morral), de 1687, Bashō afirma estar harto de su propio arte, habiendo pensado muchas veces abandonarlo, pues no le ha traído paz, y que se ha dedicado a poemitas menudos por su falta de talento. Esta última observación me recuerda lo que Umbral ha escrito alguna vez sobre Azorín, que todo en él —sintaxis, temática y visión del mundo— es pequeño por su pobreza de recursos. Y sin embargo…

La edición original de Bashō no iba dividida en capítulos o secciones. La división de Octavio Paz, básicamente correcta, no coincide, sin embargo, con otras ediciones modernas de la obra en japonés. Los títulos de las secciones que trae la versión de Octavio Paz son totalmente obra del traductor, como los que yo doy en esta edición. El gran escritor mexicano suele poner como títulos los nombres de los lugares que el poeta va recorriendo (sólo cinco de las cincuenta secciones en que divide la obra no tienen en su título toponímico alguno). Yo he preferido recalcar una realidad que ningún comentarista parece notar: que Bashō topó en su viaje con paisajes extraños, fenómenos maravillosos, peripecias extraordinarias, leyendas imposibles, recuerdos de gestas fantásticas, toponímicos tremendos, ruinas numénicas, gente singular, costumbres que hoy llamaríamos surrealistas… A pesar de su brevedad, el librito es un elenco de magias y prodigios, naturales o legendarios. Todo es posible en los viajes a los finisterres, con o sin propósitos jacobeos.

Cada lector podrá encontrar en este mágico macuto lo que su poder de comprensión dé de sí. Decía genialmente Octavio Paz: «Con inmensa cortesía Bashō no nos dice todo. El libro no ofrece asidero alguno. Breve cuaderno hecho de veloces dibujos verbales. La poesía se mezcla a la reflexión, el humor a la melancolía, la anécdota a la contemplación. En este libro no pasa nada salvo el sol, la lluvia, los árboles, una niña… No pasa nada, excepto la vida y la muerte».

Otro motivo para intentar una nueva traducción es que algunas de las soluciones de Octavio Paz son francamente insuficientes, sin que ello menoscabe la grandeza de su labor. Ni la palabra japonesa hagi puede traducirse como trébol, ni el nadéshiko es un clavel, ni el nemu una mimosa, ni el hototogisu un ruiseñor… No existe el monte Oyama, sino que se trata simplemente de un monte grande.

Por otra parte, en el haiku que dice en el original

 Hitotsuya ni

yūjo no netari

hagi to tsuki,

 que Octavio Paz traduce como

Bajo un mismo techo

durmieron las cortesanas,

la luna y el trébol,

no es que la luna y el trébol durmieran bajo el mismo techo, sino que el hecho de que un viajante tan austero y religioso como Bashō durmiera en la misma posada con unas mancebas es algo tan extraordinario como juntar dos objetos distantes, la luna del cielo y las lespedezas de nuestro asendereado planeta. Por eso traduzco

En mi posada

duermen también mancebas.

Luna y lespedezas.

Octavio Paz se permite incluir en su versión de algunos poemas cosas que Bashō no dice, como en la de

 Oi mo tachi mo

satsuki ni kazare

kami-nobori,

 que traduce como

Espada y morral:

Fiesta de Muchachos,

banderas de papel…

Lo de «Fiesta de Muchachos» no aparece en el original de Bashō, que debiera traducirse más o menos como

Luzcan en mayo

el baúl y la espada.

Y gallardetes.

Si Bashō pulía una y otra vez sus propios haikus, no es de extrañar que muchas traducciones líricas sean también susceptibles del mismo proceso de embellecimiento. Yo mismo he publicado ya en Jaikus inmortales (Hiperión, 1983, 1989) trece de los haikus que aparecen en Senda hacia tierras hondas, algunos de los cuales he corregido o tratado de mejorar. Donde escribí «se incrustan en las rocas», he puesto ahora «empapan rocas». Donde escribí

Como la almeja

en dos valvas, me parto

de tí con el otoño

he variado a

Nos separamos

como concha y almeja,

se va el otoño.

Consciente de mi propia imperfección, estoy muy lejos de denigrar un ápice al gran escritor mexicano. Sin su trabajo de adelantado, sentido de la traducción y aliento poético, habría sido imposible esta nueva versión.

Y ahora me acuerdo de algo que en su introducción señalaba Octavio Paz: «El poema del estanque y la rana (Un viejo estanque. / Se zambulle una rana, / ruido del agua) ha resistido todas las traducciones», «Casi todo el aroma de Bashō se ha perdido en la traducción». Estas dos observaciones no pueden ser ideas de Paz, que no sabe japonés, sino de su colaborador. ¿Es posible traducir adecuadamente la lírica de Bashō? Lesley Downer encontró en su viaje a varios japoneses que se negaban a admitir la posibilidad de que los extranjeros entendiesen la lírica de Bashō. Kuwabara Takeo, catedrático de Literatura Francesa en la Universidad de Kioto, ha escrito recientemente: «Los japoneses creen evidente que el poeta francés Rimbaud pueda ser entendido en Japón, pero que Bashō, el maestro del haiku, no puede ser comprendido por los no-japoneses». Este prurito de impenetrabilidad que se arrogan a sí mismos muchos japoneses es pura entelequia, un infundio absurdo. El poeta inglés James Kirkup ha escrito en diciembre de 1985: «Es muy fácil dar una versión del significado superficial de un haiku, pero muy difícil imbuir la traducción del espíritu que yace tras el original. Sólo puede hacerlo un poeta sensible al espíritu poético universal».

Tranquilícese el lector que sienta de verdad la poesía y no se preocupe por no saber japonés. El entendimiento de Bashō, la apreciación de su belleza y profundidad no dependen tanto del traductor como de la sensibilidad poética del lector. Unamuno jamás llegó a comprender la lírica de Rubén Darío. En Japón nadie entendió el valor literario del Konjaku-monogatari, obra del siglo XII, hasta que Akutagawa lo descubrió en 1914. No depende la cosa, no, de la raza o de la lengua nativa. Kuwabara Takeo afirmó en 1946 que no ya los haikus de Bashō, sino los haikus todos son un género menor, indigno de una literatura seria. Por el contrario, basta leer los comentarios de Octavio Paz para saber que un mexicano de nuestros días puede entender perfectamente lo que Kuwabara, a pesar de ser japonés y profesor de literatura, fue incapaz de apreciar.

No todo lo que Bashō escribió tiene el mismo valor. Shiki, que con Bashō, Buson e Issa forma el cuarteto de grandes haikistas de la historia, escribió a finales del XIX que el ochenta por ciento de la producción del maestro era mediocre. Y Blyth, admirador de Bashō, dice en nuestros días que de los cerca de dos mil haikus que se conservan del maestro, sólo cien son realmente buenos. De los cincuenta y un haikus de Bashō que aparecen en Senda hacia tierras hondas ¿cuántos han sido considerados como inmortales? Tal vez no pasen de veinticinco.

Para conmemorar el tercer centenario del viaje de Bashō hacia tierras hondas, el Ministerio de Correos de Japón emitió desde el 26 de febrero de 1987 hasta el 12 de mayo de 1989 una serie de sellos sobre esta obra, en los que recoge veinte haikus como dignos de celebración especial.

VIDA DE BASHŌ

 

Nació en 1644, un año después de darse por clausurado el siglo ibérico de Japón con el martirio de los últimos misioneros extranjeros, que permanecían ocultos en el país.

Fue su villa natal Ueno, a unos cien kilómetros al sur de Kioto, y su familia era de la clase samurai. Bashō, que es sólo un pseudónimo literario, llevaba en realidad el nombre de Kinsaku. De niño fue paje del heredero de su señorío, Tōdō Yoshitada; los dos muchachos estudiaron haiku con Kigín, poeta de la escuela de Teitoku. A la muerte de Yoshitada en 1666, Bashō huyó a Kioto ante la negativa del daimio a permitirle abandonar el servicio de la casa. Siguió estudiando literatura japonesa y china, manteniendo relaciones amorosas con Jutei. En 1672, a los 28 de su edad, se trasladó a Edo, capital militar y política del imperio. Tres años más tarde se afilió a la escuela haikista Danrin, del poeta Sōin. Pronto empezó a crear un estilo propio y a tener discípulos, pero se negó siempre a recibir honorarios por corregir los poemas de sus alumnos, y consta que para vivir obtuvo empleo en el Servicio de Aguas.

A sus 36 años se instaló en una chocilla al otro lado del río Sumida, donde plantó un platanero (bashō), que le dio nombre a la rústica villa y le sirvió de pseudónimo literario. Bashō estaba dispuesto a vivir la poesía, apartado del bullicio de la ciudad. Dos años después encontró a Butchō, bonzo del Zen, que lo convirtió en adepto.

Su interés por el Zen fue suscitado por influencia de sus amigos Onítsura y Shintoku, por la lectura de los poetas chinos Tu Fu y Li Po y del filósofo chino Chuang Tzu, y finalmente por su admiración por Saigyō y Sōgi.

Para comprender la poesía de Bashō no creo que haya que aceptar los cuatro principios básicos del budismo en general, ni el específico del Zen, pero no estará de más el conocerlos. Ideas centrales del budismo son:

Todo en el universo es impermanente.

Todo en el universo está interrelacionado.

La salvación consiste en entrar en el nirvana o iluminación, que no es saber la verdad, sino estar en ella.

Se requiere tener un maestro, el cual no enseña la verdad, sino que ayuda a encontrarla.

Idea específica del Zen es que la única vía al nirvana es la meditación.

La conversión al Zen de Bashō se produjo entre los 38 y 39 años de su edad. A los 40 se dio cuenta de que su retiro semimonacal en Villa Platanero no bastaba y decidió lanzarse a viajar. Antes de morir realizó cuatro viajes, que describió en sendos diarios, siendo el cuarto Senda hacia tierras hondas: seiscientas leguas o dos mil trescientos cuarenta kilómetros de recorrido.

Murió a los cincuenta años en su quinto y postrer viaje. La muerte le encontró en Osaka, el 12 de octubre de 1694.

Bashō, que se describía a sí mismo como murciélago, mitad pájaro y mitad ratón, tenía un físico tan esmirriado que él mismo bromeó sobre la delgadez de sus piernas en un haiku memorable, ya que no inmortal:

Piernas enclenques

tendré, pero está en flor

el monte Yoshino.

Sus extensos viajes los realizó a base de aguante, siendo atacado muchas veces por dolores abdominales y cólicos, causados probablemente por cálculos en la vesícula biliar.

El caminante

van a llamarme a mí.

Primer chubasco.

Por esta senda

no hay nadie que camine.

Tarde de otoño.

LA POESÍA DE BASHŌ

 

Cada haiku de Bashō, o de cualquiera, se presta a tantas interpretaciones, que podrían escribirse libros. Pero hay que ser razonables y limitarse a unas cuantas observaciones concisas y sugestivas.

No dejará de extrañar que un hombre de sentido poético tan refinado, y que en su juventud conoció el amor, excluyese de su lírica el tema erótico. La tradición del país no podía ser en esto más explícita: en el Man-yō-shū el setenta por ciento de los poemas son amatorios. Pero el haiku, en general, ha excluido hasta ahora el tema erótico. Este tabú no tiene nada de sacrosanto o intocable. Kikaku, discípulo de Bashō, escribió:

Queman mosquitos

en la alcoba de Pao-Su

entre deliquios.

Buson escribió:

¡Qué bella está

mi esposa cobardona

en la camilla!

Issa:

De no estar tú,

demasiado enorme

sería el bosque.

Y Shiki:

Tan sólo hombres

y en medio una mujer

con qué calor.

La lírica de Bashō es, pues, casi exclusivamente paisajística, pero no podemos soslayar el hecho de que contenga infinitos matices; y lo que se llama paisaje es a veces pura fantasía o premonición. Por eso Octavio Paz dice que la lírica de Bashō es, como el Zen, elusiva y alusiva.

Se ha notado que Bashō parecía incapaz de escribir poemas sobre paisajes grandiosos o especialmente bellos. Del monte Fuji escribió un haiku sorprendente:

Con niebla y lluvia

no se ve el monte Fuji.

Interesante.

En la bahía de Matsúshima, que él mismo declara el mejor paisaje del Oriente, se halla tan abrumado, que no consigue escribir nada.

También se ha observado que muchos lugares aclamados como pintorescos Bashō los vio una sola vez, tal vez un día en que el estado del tiempo no los favorecía. Mushanokōji Saneatsu, crítico literario y artístico del siglo XX, ha dicho que los sitios famosos hay que verlos muchas veces, en distintas estaciones, horas del día y condiciones climatológicas. En este sentido, los poemas de Bashō no son paisajísticos, buscando retratar un paisaje en su mejor momento, sino experiencias personales o visiones de la naturaleza. «Un haiku —decía Bashō— es lo que ocurre aquí y ahora».

Keene afirma que la época de Bashō es muy distinta de la nuestra, incluso en Japón. Lo curioso es que Lesley Downer ha recorrido la misma ruta que Bashō, encontrando que el mundo visitado por el maestro, las tierras hondas, ha cambiado muy poco, tanto en su naturaleza —que es lo importante—, como en sus gentes. Somos nosotros los que hemos cambiado, los occidentales y los japoneses ordinarios, los de Tokio, Osaka, Kioto, Nagoya, Hiróshima… En tiempo de Bashō, el ochenta y tantos por ciento de los japoneses vivían en aldeas, hoy son menos del veinte por ciento.

Pero la poesía de Bashō es eterna. Tiene el poder de evocar un mundo con unas cuantas palabras.

Una vez Butchō, maestro de Zen de Bashō, lo visitó en su chocilla en compañía de varios poetas, y le preguntó cuál era el camino de Buda. En ese momento se zambulló una rana y Bashō improvisó como respuesta:

Se zambulle una rana,

ruido del agua.

Butchō comprendió que Bashō había llegado al nirvana. Le dijeron que completase el poema y algunos de los presentes, infelices ellos, incluso le sugirieron el primer verso: Ocaso obscuro (Yoiyami ya), En soledad (Sabishisa ni), Unas mosquetas (Yamabuki ya). Pero el maestro dijo:

Un viejo estanque.

¿Cómo no recordar el haiku perfecto de otro maestro y profeta español, Antonio Machado?

Junto al agua negra

olor a mar y jazmines:

noche malagueña.

En Senda hacia tierras hondas hay otro haiku de Bashō más similar, si cabe, al de Machado:

A la derecha

de un arrozal fragante,

el mar de Ariso.

Bashō decía que un buen haiku debe revelar sólo el setenta u ochenta por ciento del objeto, y si sólo revela el cincuenta o sesenta por ciento será inmortal. El objeto es lo que existe, lo que puede verse o imaginarse. Pero también lo que se desearía existiese:

Islas de Pinos.

Cuclillo, que la grulla

te dé sus plumas.

No creo que sea válido sacar reglas partiendo de la inspiración de un hombre como Bashō, que veía la naturaleza de un modo tan personal.

Noche marina.

La voz del pato

es vagamente blanca.

Ni la voz del pato es blanca sino en la mente de Bashō, ni el chirriar de las chicharras empapa las rocas sino en su imaginación. No puede, pues, decirse que la poesía de Bashō sea siempre pura objetividad.

En ruiseñor

sueña que se convierte

el grácil sauce.

Pero hay que acabar en algún momento. Lo demás, aparte de que lo han dicho ya en español Octavio Paz y Rodríguez Izquierdo, debe apreciarlo de por sí cada lector.

Advertencias sobre la presente edición:

La división en capítulos y los títulos de los mismos son del traductor.

Todo lo que va entre paréntesis dentro del texto de Bashō es también una aclaración rápida del traductor, artificio usado también por Octavio Paz.

Las notas a pie de página no son imprescindibles para apreciar la poesía de Bashō y el valor literario de la obra, pero ayudarán a comprender mejor muchos detalles. Casi todas estas notas son también necesarias para el lector japonés actual.

La transcripción de todas las palabras japonesas se atiene al sistema de Hepburn, leyéndose las vocales como en español y las consonantes como en inglés, si bien hay que tener en cuenta que las sílabas ge y gi se leen siempre como en get y give. Añado dos signos que no son invención de Hepburn: el guión sobre las vocales indica que son largas, y el acento agudo ayuda a una pronunciación correcta.

Al final del libro doy un glosario de las plantas que han sido traducidas por neologismos.

Los personajes japoneses llevan primero el apellido y luego el nombre.

 Kioto, 2 de junio de 1991,

El traductor.

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