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jueves, 11 de enero de 2024

Luís de Góngora Romances FRAGMENTOS DEL LIBRO

 




Luís de Góngora

Romances

 

 



 



 

 

 

 


 I

 

 



La más bella niña

de nuestro lugar,

hoy viuda y sola,

y ayer por casar,

viendo que sus ojos

a la guerra van,

a su madre dice,

que escucha su mal:

Dejadme llorar

orillas del mar.



Pues me diste, madre,

en tan tierna edad

tan corto el placer,

tan largo el pesar,

y me cautivaste

de quien hoy se va

y lleva las llaves

de mi libertad,

dejadme llorar

orillas del mar.



En llorar conviertan,

mis ojos, de hoy más,

el sabroso oficio

del dulce mirar,

pues que no se pueden

mejor ocupar,

yéndose a la guerra

quien era mi paz.

Dejadme llorar

orillas del mar.



No me pongáis freno

ni queráis culpar,

que lo uno es justo,

lo otro, por demás;

si me queréis bien,

no me hagáis mal:

harto peor fuera

morir y callar.

Dejadme llorar

orillas del mar.



Dulce madre mía,

¿quién no llorará,

aunque tenga el pecho

como un pedernal,

y no dará voces,

viendo marchitar

los más verdes años

de mi mocedad?

Dejadme llorar

orillas del mar.



Váyanse las noches,

pues ido se han

los ojos que hacían

los míos velar;

váyanse, y no vean

tanta soledad,

después que en mi lecho

sobra la mitad.

Dejadme llorar

orillas del mar.

 


 II

 

 





Los rayos le cuenta al sol

con un peine de marfil

la bella Jacinta, un día

que por mi dicha la vi

en la verde orilla

de Guadalquivir.

 


 III

 

 



Ciego que apuntas y atinas,

caduco dios, y rapaz,

vendado que me has vendido

y niño mayor de edad:

por el alma de tu madre,

que murió, siendo inmortal,

de envidia de mi señora,

que no me persigas más.

Déjame en paz, Amor tirano,

déjame en paz.



Baste el tiempo mal gastado

que he seguido, a mi pesar,

tus inquietas banderas,

forajido capitán;

perdóname, Amor, aquí,

pues yo te perdono allá,

cuatro escudos de paciencia,

diez de ventaja en amar.

Déjame en paz, Amor tirano,

déjame en paz.



Amadores desdichados,

que seguís milicia tal,

decidme, ¿qué buena guía

podéis de un ciego sacar?

De un pájaro, ¿qué firmeza?

¿Qué esperanza, de un rapaz?

¿Qué galardón, de un desnudo?

De un tirano, ¿qué piedad?

Déjame en paz, Amor tirano,

déjame en paz.



Diez años desperdicié,

los mejores de mi edad,

en ser labrador de Amor

a costa de mi caudal;

como aré y sembré, cogí:

aré un alterado mar,

sembré una estéril arena,

cogí vergüenza y afán.

Déjame en paz, Amor tirano,

déjame en paz.



Una torre fabriqué,

del viento en la raridad,

mayor que la de Nembroth

y de confusión igual;

gloria llamaba a la pena,

a la cárcel, libertad,

miel dulce al amargo acíbar,

principio al fin, bien al mal.

Déjame en paz, Amor tirano,

déjame en paz.

 


 IV

 

 





Hermana Marica,

mañana, que es fiesta,

no irás tú a la amiga,

ni yo iré a la escuela.

Pondraste el corpiño

y la saya buena,

cabezón labrado,

toca y albanega;

y a mí me pondrán

mi camisa nueva,

sayo de palmilla,

media de estameña,

y si hace bueno

trairé la montera

que me dio, la Pascua,

mi señora abuela,

y el estadal rojo

con lo que le cuelga,

que trajo el vecino

cuando fue a la feria.

Iremos a misa,

veremos la iglesia,

daranos un cuarto

mi tía la ollera;

compraremos de él

(que nadie lo sepa)

chochos y garbanzos

para la merienda.

Y en la tardecica,

en nuestra plazuela,

jugaré yo al toro,

y tú, a las muñecas

con las dos hermanas,

Juana y Madalena,

y las dos primillas,

Marica y la tuerta.

Y si quiere madre

dar las castañetas,

podrás tanto dello

bailar en la puerta;

y al son del adufe

cantará Andrehuela:

No me aprovecharon,

madre, las hierbas.

Y yo, de papel,

haré una librea,

teñida con moras

porque bien parezca,

y una caperuza

con muchas almenas;

pondré por penacho

las dos plumas negras

del rabo del gallo

que acullá en la huerta

anaranjeamos

las carnestolendas;

y en la caña larga

pondré una bandera

con dos borlas blancas

en sus tranzaderas;

y en mi caballito

pondré una cabeza

de guadamecí,

dos hilos por riendas,

y entraré en la calle

haciendo corvetas;

yo y otros del barrio,

que son más de treinta,

jugaremos cañas

junto a la plazuela

porque Barbolilla

salga acá y nos vea:

Bárbola, la hija

de la panadera,

la que suele darme

tortas con manteca,

porque algunas veces

hacemos yo y ella

las bellaquerías

detrás de la puerta.

 


 V

 

 





Las redes sobre el arena,

y la barquilla, ligada

a una roca que las ondas

convierten de piedra en agua,

el pobre Alción se queja

por ver a la hermosa Glauca,

fuego de los pescadores

y gloria de aquella playa.

 


 VI

 

 





En el caudaloso río

donde el muro de mi patria

se mira la gran corona

y el antiguo pie se lava,

desde su barca Alción

suspiros y redes lanza,

los suspiros, por el cielo,

y las redes, por el agua;

y, sin tener mancilla,

mirábalo su amor desde la orilla.



En un mismo tiempo salen

de las manos y del alma

los suspiros y las redes

hacia el fuego y hacia el agua.

Ambos se van a su centro,

do su natural los llama,

desde el corazón, los unos,

las otras, desde la barca;

y, sin tener mancilla,

mirábalo su amor desde la orilla.



El pescador, entretanto,

viendo tan cerca la causa,

y que tan lejos está

de su libertad pasada,

hacia la orilla se llega,

adonde con igual pausa

hieren el agua los remos,

y los ojos de ella, el alma;

y, sin tener mancilla,

mirábalo su amor desde la orilla.



Y, aunque el deseo de verla

para apresurarlo arma

de otros remos la barquilla,

y el corazón, de otras alas,

porque la ninfa no huya

no llega más que a distancia

de donde tan solamente

escuche aquesto que canta:

Dejadme, triste, a solas

dar viento al viento y olas a las olas.



Volad al viento, suspiros,

y mirad quién os levanta

de un pecho que es tan humilde

a partes que son tan altas.

Y vosotras, redes mías,

calaos en las ondas claras,

adonde os visitaré

con mis lágrimas cansadas.

Dejadme, triste, a solas

dar viento al viento y olas a las olas.



Dejadme vengar de aquella

que tomó de mí venganza

de más leales servicios

que arenas tiene esta playa;

dejadme, nudosas redes,

pues que veis que es cosa clara

que, más que vosotras nudos,

tengo, para llorar, causas.

Dejadme, triste, a solas

dar viento al viento y olas a las olas.

 


 VII

 

 





Érase una vieja

de gloriosa fama,

amiga de niñas,

de niñas que labran;

para su contento

alquiló una casa

donde sus vecinas

hagan sus coladas.

Con la sed de amor

corren a la balsa

cien mil sabandijas

de natura varia,

a que con sus manos,

pues tiene tal gracia,

como el unicornio,

bendiga las aguas;

también acudía

la viuda honrada,

del muerto marido

sintiendo la falta

con tan grande extremo,

que allí se juntaba

a llorar por él

lágrimas cansadas.

 


 VIII

 

 





Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.



Mozuelas las de mi barrio,

loquillas y confiadas:

mirad no os engañe el tiempo,

la edad y la confianza;

no os dejéis lisonjear

de la juventud lozana,

porque de caducas flores

teje el tiempo sus guirnaldas.

Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.



Vuelan los ligeros años

y con presurosas alas

nos roban, como harpías,

nuestras sabrosas viandas:

la flor de la maravilla

esta verdad nos declara,

porque le hurta la tarde

lo que le dio la mañana.

Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.



Mirad que cuando pensáis

que hacen la señal de la alba

las campanas de la vida,

es la queda, y os desarma

de vuestro color y lustre,

de vuestro donaire y gracia,

y quedáis, todas, perdidas

por mayores de la marca.

Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.



Yo sé de una buena vieja

que fue un tiempo rubia y zarca,

y que, al presente, le cuesta

harto caro el ver su cara,

porque su bruñida frente

y sus mejillas se hallan,

más que roquete de obispo,

encogidas y arrugadas.

Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.



Y sé de otra buena vieja,

que un diente que le quedaba

se lo dejó, estotro día,

sepultado en unas natas,

y con lágrimas le dice:

Diente mío de mi alma,

yo sé cuándo fuiste perla,

aunque ahora no sois nada.

Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.



Por eso, mozuelas locas,

antes que la edad avara

el rubio cabello de oro

convierta en luciente plata,

quered cuando sois queridas,

amad cuando sois amadas,

mirad, bobas, que detrás

se pinta la ocasión, calva.

Que se nos va la pascua, mozas,

que se nos va la pascua.

 


 IX

 

 





En la pedregosa orilla

del turbio Guadalmellato,

que al claro Guadalquivir

le paga el tributo en barro,

guardando unas flacas yeguas,

a la sombra de un peñasco,

con la mano en la muñeca

estaba el pastor Galayo;

pastor pobre y sin abrigo

para los hielos de mayo,

no más de por estar roto

desde el tronco a lo más alto.

Quejábase reciamente

del Amor, que lo ha matado

en la mitad de los lomos

con el arpón de un tejado,

por la linda Teresona,

ninfa que siempre ha guardado,

orillas de Vecinguerra,

animales vidriados,

hija de padres que fueron

pastores de este ganado,

el uno, orilla de Esgueva,

el otro, orilla de Darro.

De esta, pues, Galayo andaba

tiesamente enamorado,

lanzando del pecho ardiente

regüeldos amartelados.

No siente tanto el desdén

con que della era tratado,

cuanto la terrible ausencia

le comía medio lado;

aunque para consolarse

sacaba de rato en rato

un cordón de sus cabellos,

y tejido de su mano,

tan delicado y curioso,

tan curioso y delicado,

que si el cordón es tomiza

los cabellos son esparto.

Con lágrimas lo humedece

el yegüero desdichado,

aunque después con suspiros

quedó enjuto y perfumado,

y en un papelón de estraza,

habiéndolo antes besado,

lo envuelve; y saca, del seno,

de su pastora un retrato

que en un pedazo de anjeo,

no sin primor ni trabajo,

con una espátula vieja

se lo pintó un boticario,

y, clavando en él la vista,

en tono romadizado

estos versos cantó, al son

de un mortero y de su mano:

Dulce retrato de aquella

enemiga desabrida

que para acabar mi vida

no tiene en sus ojos mella:

la paciencia se me apoca

de ver cuán al vivo tienes

la frente entre las dos sienes

y los dientes en la boca,

y que es tal el regalado

mirar de tus ojos bellos,

que el que está más lejos dellos,

ese está más apartado;

y así, aunque me hagan guerra,

mirándolos me estaría,

toda la noche y el día,

comiendo turmas de tierra.

Retrato, pues, soberano,

que, según es tu primor,

tuvo al hacerte, el pintor,

cinco dedos en su mano:

si no quies verme difunto,

según por ti me derriengo,

mírame, pues ves que tengo

la nariz tan en su punto;

mírame, ninfa gentil,

que ayer me miré en un charco,

y vi que era rubio y zarco,

como Dios hizo un candil.

 


 X

 

 





Diez años vivió Belerma

con el corazón difunto

que le dejó en testamento

aquel francés boquirrubio.

Contenta vivió con él,

aunque a mí me dijo alguno

que viviera más contenta

con trescientas mil de juro.

A verla vino doña Alda,

viuda del conde Rodulfo,

conde que fue en Normandía

lo que a Jesucristo plugo,

y hallándola muy triste

sobre un estrado de luto,

con los ojos que ya eran

orinales de Neptuno,

riéndose muy de espacio

de su llorar importuno

sobre el muerto corazón

envuelto en un paño sucio,

le dice: Amiga Belerma,

cese tan necio diluvio,

que anegará vuestros años

y ahogará vuestros gustos.

Estese allá Durandarte

donde la suerte le cupo;

buen pozo haya su alma,

y pozo que esté sin cubo.

Si él os quiso mucho en vida,

también lo quisiste mucho,

y si tiene abierto el pecho,

queréllese de su escudo.

¿Qué culpa tuviste vos

de su entierro, siendo justo

que el que como bruto muere,

que lo entierren como a bruto?;

muriera él acá en París,

a do tiene su sepulcro,

que allí le hicieran lugar

los antepasados suyos.

Volved luego a Montesinos

ese corazón que os trujo,

y enviadle a preguntar

si por gavilán os tuvo.

Descosed, y desnudad,

las tocas de anjeo crudo,

el monjilón de bayeta

y el manto, basto, peludo;

que, aun en las viudas más viejas

y de años más caducos,

las tocas cubren a enero,

y los monjiles, a julio,

cuanto más, a una muchacha

que le faltan días algunos

para cumplir los treinta años,

que yo desdichada cumplo.

Seis hace, si bien me acuerdo,

el día de Santiñuflo,

que perdí aquel mal logrado

que hoy entre los vivos busco.

Holgueme de cuatro y ocho,

haciéndoles dos mil hurtos

a las palomas, de besos,

y a las tórtolas, de arrullos.

Sentí su fin; pero más

que muriese sin ver fruto,

sin ver flujo de mi vientre,

porque siempre tuve pujo;

mas no por eso ultrajé

mi buena tez con rasguños,

cabal me quedó el cabello,

y los ojos, casi enjutos.

Aprended de mí, Belerma,

holguémonos de consuno,

llévese el mar lo llorado,

y lo suspirado, el humo.

No hiléis memorias tristes

en este aposento obscuro,

que, cual gusano de seda,

moriréis en el capullo.

Haced lo que en su fin hace

el pájaro sin segundo,

que nos habla en sus cenizas

de pretérito y futuro.

Llorad su muerte, mas sea

con lagrimillas al uso;

de lo mal pasado nazca

lo por venir más seguro.

Pongámonos a la par

dos toquitas de repulgo,

ceja en arco, manos blancas,

y dos perritos lanudos.

Hiedras verdes somos ambas,

a quien dejaron sin muros,

de la muerte y del amor

baterías e infortunios:

busquemos por do trepar,

que, a lo que de ambas presumo,

no nos faltarán en Francia

pared gruesa, tronco duro.

La iglesia de san Dionís

canónigos tiene muchos,

delgados, cariaguileños,

carihartos y espaldudos:

escojamos como en peras

dos déligos capatuncios,

de aquestos que andan en mulas

y tienen algo de mulos;

de estos Alejandros Magnos

que no tienen por disgusto,

por dar en nuestros broqueles,

que demos en sus escudos.

De todos los doce pares

y sus nones, abrenuncio,

que calzan bragas de malla

y, de acero, los pantuflos;

¿de qué nos sirven, amiga,

petos fuertes, yelmos lucios?:

armados hombres queremos,

armados, pero desnudos.

De vuestra mesa redonda,

francos paladines, huyo,

donde ayunos os sentáis,

y os levantáis más ayunos;

la de cuatro esquinas quiero,

que la ventura me puso

en casa de un cuatro picos,

de todos cuatro picudo,

donde sirven, la cuaresma,

sabrosísimos besugos,

y turmas, en el carnal,

con su caldillo y su zumo.

Más iba a decir doña Alda,

pero a lo demás dio un nudo,

porque de don Montesinos

entró un pajecillo zurdo.

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