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martes, 16 de octubre de 2018

DACRE STOKER E IAN HOLT. DRÁCULA EL NO MUERTO. (Fragmento).


DRÁCULA EL NO MUERTO. NOVELA

El monstruo murió hace 25 años desintegrado, convertido en cenizas pero no ha sido tan fácil borrar las huellas de aquello que ocurrió en los Cárpatos hace un cuarto de siglo. Seward es adicto a la morfina. Holmwood se ha convertido en un hombre hermético, que nunca superó la muerte de Lucy, el amor de su vida. Jonathan es alcohólico y Mina -quien sigue manteniendo su belleza y juventud intactas- sabe que hace tiempo que su matrimonio hace aguas. Y Van Helsing es tan excéntrico que incluso es sospechoso de ser el mismísimo Jack el destripador. 
Quincey Harker, el hijo de Jonathan y Mina, también tiene problemas. Es estudiante de derecho en la Sorbona por imposición paterna, pero su verdadera pasión es el teatro. En París irá a ver al más reputado actor del momento, el rumano Basarab, famoso y rodeado de misterio. Lo conoce y su relación de amistad con él se hace profunda, con lo que su deseo de perseguir una carrera en las artes escénicas reaparece. Quincey se entera de que una obra llamada Drácula, de un tal Bram Stoker, está en proceso de producción en el West End londinense y decide intentar que su amigo Basarab interprete al protagonista. Cuando lee la obra se da cuenta de que está basada en las vidas de sus padres y sus amigos y decide pedirles explicaciones. Es justo entonces cuando empieza la violenta caza de todos y cada uno de los que participaron en la persecución y muerte del vampiro, un peligro que también amenaza a Quincey y más de lo que él imagina? 
Pero ¿quién busca venganza? Y ¿por qué después de tanto tiempo? 
El no muerto está basada en las notas de Bram Stoker que fueron editadas de la primera versión de Drácula. 
A través de un exhaustivo proceso de investigación, Ian Holt y Dacre Stoker han conseguido dar vida de nuevo a estos personajes clásicos en una novela electrizante, digna de la primera parte.

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

Drácula, el no muerto (Dracula, the Un-Dead) es una novela de vampiros, escrita por Dacre Stoker, sobrino-biznieto de Bram Stoker e Ian Holt, un estudioso de la figura literaria de Drácula y miembro de la Sociedad Drácula. El título está basado en el título original, The Un-Dead, que Bram Stoker tenía para su novela.
Aunque la novela pretende ser una secuela oficial de Drácula, basándose en varios apuntes breves de Bram Stoker sobre una posible continuación e ideas desechadas, se desvía en varios puntos, al mismo tiempo que profundiza en varias referencias del pasado de los personajes que aparecían en Drácula. Esto hace que la novela no parezca una secuela, sino otra historia, pero con los personajes de Drácula de Bram Stoker.
Drácula, el no muerto asume que Drácula es una ficción literaria escrita por Bram Stoker, pero que difiere de la realidad de los acontecimientos ocurridos en varios puntos. El propio Bram Stoker aparece entre los personajes de la novela. También introduce nuevos personajes, como la condesa Erzsébet Báthory o Jack el Destripador.

Sinopsis de la novela

Han pasado 25 años tras los acontecimientos de la novela de Drácula. Quincey Harker, hijo de Jonathan y Mina Harker, pretende seguir una carrera en el teatro contra los deseos de su autoritario padre, sumido en el alcoholismo y la depresión debido a que se considera traicionado por su esposa Mina, quien no ha envejecido desde que bebió la sangre del vampiro. Ambos progenitores han procurado mantener a su hijo oculto y apartado de la escena pública. Sin embargo, Quincey está dispuesto a hacer carrera como actor, asociándose con el enigmático Basarab, un atractivo actor de origen rumano, que está teniendo gran éxito en los escenarios de París.
El doctor Jack Seward, obsesionado con dar caza a los vampiros, ha arruinado su matrimonio y se ha convertido en un adicto a la morfina, dedicándose a perseguir a los no muertos. Siguiendo el rastro de la condesa Báthory en París, muere atropellado por su carruaje.
El profesor Abraham van Helsing, ya muy anciano, vive retirado en Ámsterdam, continuando con sus estudios sobre el vampirismo, y manteniendo apenas el contacto con el mundo exterior.
Arthur Holmwood, Lord Godalming, se ha encerrado en sí mismo, y vive deprimido y esperando la muerte, impávido y apático ante todo.
Al mismo tiempo la policía londinense sigue investigando los asesinatos de Jack el Destripador, sucedidos en 1888, al mismo tiempo que la estancia de Drácula en Londres. Uno de los policías que intervino en el caso relaciona un reciente asesinato con la reaparición del asesino y con el profesor Van Helsing. Su visita a la tumba de Lucy Westenra no hace sino incrementar sus sospechas.
Es entonces cuando vuelven a reaparecer los crímenes de Jack el Destripador, y el comisario Contford (quien había abierto la tumba de Lucy) comienza a perseguir con vehemencia a Van Helsing. Tras la muerte de Jack Seward, Jonathan Harker, como albacea del difunto, marcha a su despacho a preparar los papeles del testamento. Justo cuando va a retornar a casa, es encandilado por una prostituta, que realmente es una vampiresa, sierva de la condesa Báthory.
A su vez, Quincey, hijo de Jonathan y Mina, es tomado bajo la tutela de Basarab, y comienzan a prepararse para representar la obra de Drácula, dirigida por Bram Stoker. En un principio, Bram Stoker no quería darle el papel a Basarab, pero éste le amenazó acusándole de injurias y defendiendo a Drácula, diciendo que él no había matado a Lucy, sino que había muerto debido a las transfusiones realizadas por Van Helsing, y que tampoco fue Drácula quien mató a la tripulación del Démeter, sino que fue la peste traída por las ratas.
A Bram le da un ataque que le deja paralizado la mitad del cuerpo... y mientras Quincey Harker había descubierto ya la verdad sobre Drácula, y pretendía pedirle a Basarab que le ayudase a vengar la muerte de su padre, creyendo que había sido Drácula, y no Báthory. Se alía con Arthur Holmwood, y juntos van a ver a Van Helsing. Van Helsing les dice que Drácula no es el verdadero enemigo, sino que es Báthory... y luego se revela que ha sido convertido en vampiro por Drácula. Cuando Arthur le ataca con la cruz, Van Helsing la coge, y les explica que no le afecta la cruz porque sirve a Dios incluso después de la muerte, igual que Drácula, el cual podía tocar el símbolo de Cristo no por ser tan poderoso, sino porque luchaba en el bando de Dios contra el ejército de las tinieblas (en definitiva, los demás vampiros... e incluso se hace alusión a otros tipos de criaturas). Y también les dice que Basarab es Drácula, y que Báthory es Jack el Destripador. Al parecer, Drácula viajó antes a Londres para detener a Báthory, y cuando se marchó, no era porque huía de Val Helsing y los demás, sino porque Báthory huía y él la perseguía. Al final, su intervención sirvió para que Báthory escapase, y fingió su muerte para no tener que matarles, porque dijo que les respetaba y les tenía por hombres honorables que luchaban por lo que creían justo.
Sin embargo, se niegan a escucharle, locos de ira, y atacan al anciano, quien, a pesar de sus poderes de vampiro, descubre que Quincey también tiene poderes vampíricos, y tras ser atravesado por una flecha, es arrojado por las escaleras, encontrando a la muerte en su caída.
Tras matar a Van Helsing, van al teatro a ver a Basarab-Drácula, pero se encuentran que éste es presa de un incendio, y dentro arde Basarab, de quien creen que ha muerto. Mina también estaba allí, y es atacada por una vampiresa, pero haciendo uso de los poderes que le daba la sangre de Drácula, la mató.
Al final, resulta ser que Drácula no es el tirano que se creía, sino que es un "guerrero de Dios", y nunca se sintió como un verdadero no-muerto. Las pocas veces que mató a alguien fue por necesidad, y casi siempre fue a criaturas malignas. No mató a Lucy, no mató a la tripulación del Démeter... incluso cuando fue atacado al final de la novela homónima, Drácula prefirió fingir su muerte antes que matar a Jonathan Harker, Val Helsing y Arthur Holmwood.
Así, convierte a Mina en vampiro, y se entabla con Báthory en un duelo a muerte de espadas en la abadía de Carfax, que aún le pertenecía. Prosiguen la lucha cuando aún es de día, y le arranca a la condesa el corazón, matándola.
Sin embargo, Quincey (quien en realidad es hijo de Drácula, y que posee parte de los poderes vampíricos de su padre) intenta matarle. Drácula, recordando la promesa hecha a Mina (y que se trataba de su hijo), prefirió suicidarse antes que mantener con éste la contienda. Cuando Mina intenta hablar con su hijo, éste dice "Mi madre está muerta", obviamente no queriendo aceptar que la vampiresa seguía siendo su madre. Mina se arrojó al mar, de día, muriendo también mediante el suicidio.
La novela acaba con el joven Harker a bordo de un transatlántico, en viaje al nuevo mundo: América. Y, casualmente, dentro del barco se llevaba tierra experimental en cajas desde la abadía de Carfax... y decía que la propiedad era de Basarab (Drácula. Aunque la novela da a entender que Quincey Harker desconoce que el afamado vampiro va en el mismo barco que él).
La novela termina mostrando cómo un marinero ve alejarse al navío, quien lee en voz alta el nombre de éste: "Titanic".

Fuente: Wikipedia.

(Fragmento. Novela. Drácula el no muerto).


Dacre Stoker y Ian Holt

DRACULA, EL NO MUERTO
















Prólogo

Carta de Mina Harker a su hijo Quincey Harker
(Para abrirla tras la muerte repentina o por causas no naturales de Wilhelmina Harker.)

9 de marzo de 1912
Querido Quincey:
Mi querido hijo, toda la vida has sospechado que ha habido secretos entre nosotros. Temo que ha llegado la hora de revelarte la verdad. Seguir negándola pondría en peligro tu vida y tu alma inmortal.
Tu querido padre y yo decidimos ocultarte los secretos de nuestro pasado para protegerte de la oscuridad que envuelve este mundo. Deseábamos darte una infancia libre de los temores que nos han perseguido durante toda nuestra vida adulta. Cuando creciste y te convertiste en el joven prometedor que eres hoy, decidimos no contarte lo que sabíamos por temor a que nos tomaras por locos. Perdónanos. Si estás leyendo esta carta es que el mal -del cual con tanta desesperación y quizás equivocadamente hemos tratado de protegerte- ha regresado. Y ahora tú, como antes tus padres, estás en grave peligro.
En el año 1888, cuando tu padre y yo aún éramos jóvenes, descubrimos que el mal acecha en las sombras de nuestro mundo, esperando para alimentarse de los no incrédulos e incautos.
Tu padre, entonces un joven abogado, fue enviado a la remota Transilvania. Su labor consistía en ayudar al príncipe Drácula a cerrar la adquisición de una propiedad en Whitby, un antiguo monasterio conocido como abadía de Carfax.
Durante su estancia en Transilvania, tu padre descubrió que su anfitrión y cliente, el príncipe Drácula, era en realidad una criatura de las que se pensaba que sólo existían en los cuentos y las leyendas populares, uno de esos que se alimentan de la sangre de los vivos para lograr la inmortalidad. Drácula era lo que sus paisanos llamaban «Nosferatu», el No Muerto. Te costará menos reconocer a la criatura por su nombre más común: vampiro.
El príncipe Drácula, temiendo que tu padre revelara la verdad al mundo, lo encarceló en su castillo. Poco después, el propio Drácula reservó un pasaje para Inglaterra en una goleta, el Demeter; pasó muchos días del trayecto escondido en alguna de las decenas de cajas de transporte que llenaban la bodega. Se ocultó de esta extraña manera porque, aunque un vampiro puede tener la fuerza de diez hombres y la capacidad de adoptar múltiples formas, la luz del sol podía reducirlo a cenizas.
En ese momento, yo me alojaba en Whitby, en la casa de mi más íntima y estimada amiga, Lucy Westenra. Se había desatado una tormenta en el mar y una densa niebla envolvía los traicioneros acantilados de Whitby. Lucy, incapaz de conciliar el sueño, vio desde su ventana el barco, que, impulsado por la tormenta, se dirigía a las rocas. Salió corriendo en plena noche en un intento de dar la voz de alarma antes de que el buque naufragara, pero no llegó a tiempo. Yo me desperté presa del pánico, vi que Lucy no estaba a mi lado en la cama y corrí a buscarla en medio de la tormenta. La encontré al borde del acantilado, inconsciente y con dos pequeños orificios en el cuello.
Lucy se puso gravemente enferma. Su prometido, Arthur Holmwood, hijo de lord Godalming, y su querido amigo, Quincey P. Morris, un visitante tejano al que debes tu nombre, corrieron a su lado. Arthur llamó a todos los médicos de Whitby y de otros lugares, pero ninguno de ellos supo explicar la enfermedad de Lucy. Fue nuestro amigo y propietario del manicomio de Whitby, el doctor Jack Seward, quien llamó a su mentor de Holanda, el doctor Abraham van Helsing.
El doctor Van Helsing, instruido hombre de medicina, también estaba versado en lo oculto. Enseguida diagnosticó que Lucy había sufrido la mordedura de un vampiro.
Fue entonces cuando finalmente tuve noticias de tu padre. Había escapado del castillo del príncipe Drácula y se había refugiado en un monasterio, donde también él estaba gravemente enfermo. Me vi obligada a dejar la cabecera del lecho de Lucy y viajé para reunirme con él. Fue allí, en Budapest, donde nos casamos.
Tu padre me habló de los horrores que había presenciado, y a raíz de ello averiguamos la identidad del vampiro que había atacado a Lucy y que amenazaba nuestras vidas: el príncipe Drácula.
A nuestro regreso de Budapest, nos enteramos de que Lucy había muerto. Pero lo peor estaba por llegar. Días después de su muerte se había levantado de la tumba. Se había convertido en un vampiro y se alimentaba de la sangre de niños pequeños. El doctor Van Helsing, Quincey Morris, el doctor Seward y Arthur Holmwood se enfrentaron a una decisión terrible. No les quedó otra alternativa que clavar una estaca en el corazón de Lucy para liberar su desdichada alma.
Poco después, el príncipe Drácula regresó de noche para atacarme. Después de ese ataque, todos juramos cazar y destruir al vampiro para liberar al mundo de su maldad. Y así fue como nos convertimos en la «banda de héroes» que persiguió a Drácula hasta su castillo de Transilvania. Allí, Quincey Morris murió luchando, pero, como el héroe que era, logró clavar un puñal en el corazón de Drácula. Todos vimos estallar en llamas al príncipe Drácula, que luego se convirtió en polvo con los últimos rayos del sol.
Éramos libres, o eso pensé. Sin embargo, un año después de que tú nacieras, empecé a sufrir pesadillas horribles. Drácula me acosaba en sueños. Fue entonces cuando tu padre me recordó la advertencia del Príncipe Oscuro, que había asegurado: «Me cobraré mi venganza. La extenderé durante siglos. El tiempo está de mi lado».
Desde ese día, tu padre y yo no hemos conocido la paz. Hemos pasado los años mirando por encima del hombro. Y temo que ahora ya no somos lo bastante fuertes para protegerte de su mal.
Has de saber esto, hijo mío, si quieres sobrevivir al mal que ahora te acecha; acepta la verdad que te cuento en estas páginas. Busca en el interior de tu joven ser y, tal y como tu padre y yo nos vimos obligados a hacer en una ocasión, busca al valiente héroe que se halla en tu interior. Drácula es un enemigo sabio y astuto. No puedes huir y no hay lugar donde esconderse. Has de enfrentarte y luchar.
Buena suerte, mi querido hijo, y no temas. Si Van Helsing tiene razón, los vampiros son auténticos demonios y Dios estará de tu lado en el combate.
Con todo mi amor inmortal,
Tu madre, Mina

1

Océanos de amor, Lucy.
La inscripción era la única cosa en la que el doctor Jack Seward pudo concentrarse cuando sintió que la oscuridad le vencía. En la oscuridad estaba la paz, no había luces crudas que iluminaran los restos hechos jirones de su vida. Durante años se había consagrado a combatir la oscuridad. Ahora se limitaba a abrazarla.
Seward sólo encontraba paz por la noche, en el recuerdo de Lucy. En sus sueños, todavía sentía la calidez de su abrazo. Por un fugaz instante, regresó a Londres, a una época más feliz, donde encontraba sentido a la existencia rodeado de su entorno y dedicado a la investigación. Ésa era la vida que había deseado compartir con Lucy.
El estruendo matinal de las carretas de los lecheros, pescaderos y otros comerciantes que se apresuraban ruidosamente por las calles adoquinadas de París se infiltró en el sueño de Seward y lo devolvió de golpe a la dura realidad del presente. Se obligó a abrir los ojos. Le escocían más que si le hubieran echado yodo en una herida abierta. Cuando logró enfocar el techo resquebrajado de la vieja habitación alquilada de aquel albergue parisino, reflexionó sobre lo mucho que había cambiado su vida. Le entristecía ver que había perdido la musculatura de antaño. Su bíceps flácido parecía una de esas modernas bolsitas de té hechas de muselina cosida a mano después de sacarla de la tetera. Las venas de su brazo eran como los ríos de un mapa ajado. No era más que una sombra de lo que había sido.
Seward rezó por que la muerte no tardara en llegar. Había donado su cuerpo a la ciencia, para que lo usaran en un aula de su antigua universidad. Le reconfortaba pensar que su muerte ayudaría a inspirar a futuros médicos y científicos.
Al cabo de un rato, recordó el reloj, que todavía agarraba con la mano izquierda. Le dio la vuelta. ¡Las seis y media! Durante un instante le invadió el pánico. ¡Por todos los demonios! Había dormido demasiado. Seward se puso en pie, tambaleándose. Una jeringuilla de cristal vacía rodó desde la mesa y se hizo añicos en el sucio suelo de madera. Una ampolla de morfina de color marrón ahumado estaba a punto de sufrir el mismo destino que la jeringuilla, pero Seward cogió rápidamente el preciado líquido y se desató la cinta de cuero del bíceps izquierdo con un ágil movimiento. Recuperó la circulación normal en el tiempo que tardó en bajarse la manga y volver a colocarse los gemelos con el monograma de plata en su raída camisa de etiqueta. Se abotonó el chaleco y se puso la chaqueta. Wallingham & Sons eran los mejores sastres de Londres. Si el traje lo hubiera confeccionado cualquier otro, se habría desintegrado diez años antes. «La vanidad se resiste a morir», pensó Seward para sus adentros con una risita carente de humor.
Tenía que darse prisa si no quería que se le escapara el tren. ¿Dónde estaba la dirección? La había guardado en un lugar seguro. Ahora que la necesitaba, no lograba recordar dónde la había metido. Dio la vuelta al colchón lleno de paja, inspeccionó la parte inferior de la mesa que bailaba y miró bajo los cajones de verdura que servían de sillas. Pasó su mirada por las pilas de recortes de periódico viejos. Sus titulares hablaban de la preocupación actual de Seward: horripilantes historias de Jack el Destripador. Fotos de las autopsias de las cinco víctimas conocidas. Las mujeres mutiladas parecían posar, con las piernas abiertas, como si esperaran aceptar a su desquiciado asesino. Se tenía al Destripador como a un carnicero de mujeres, pero un carnicero es mucho más piadoso con los animales que sacrifica. Seward había releído infinidad de veces las notas de las autopsias. Páginas sueltas de sus teorías e ideas escritas en trozos de papel, cartón rasgado y cajas de cerillas desplegadas revoloteaban a su alrededor como hojas arrastradas por el viento.
El sudor que le resbalaba por la frente empezó a irritarle los ojos inyectados en sangre. Maldita fuera, ¿dónde la había metido? El Benefactor se había arriesgado mucho para conseguirle esa información. Seward no podía soportar la idea de decepcionar a la única persona que todavía creía en él. Todos los demás -los Harker, los Holmwood- pensaban que había perdido el juicio. Si pudieran ver el estado de su habitación, se habrían reafirmado en esa opinión. Examinó las desconchadas paredes de yeso y vio las pruebas de sus arrebatos inducidos por la morfina, sus disparatadas revelaciones escritas en tinta, carbón, vino e incluso con su propia sangre. Ningún loco sería tan ostensible. Y sin embargo, estaba seguro de que esos escritos algún día probarían su cordura.
En medio de todo aquello había una página arrancada de un libro, clavada en la pared con una navaja con mango de hueso, cuya hoja estaba manchada de sangre seca. En la página se veía el retrato de una bella y elegante mujer de pelo negro azabache. Al pie de la imagen se leía la inscripción: «Condesa Erzsébet Báthory, hacia 1582».
«Claro, ahí es donde lo escondí.» Se rio de sí mismo al desclavar la navaja de la pared. Cogió la página y le dio la vuelta. En su propia caligrafía, apenas legible, encontró la dirección de una villa de Marsella. Seward descolgó la cruz, la estaca de madera y varias cabezas de ajos que había puesto junto a la pintura de Báthory; finalmente, recogió del suelo un cuchillo de plata. Lo guardó todo en el doble fondo de su maletín de médico y puso encima diversos frascos de medicinas.
El tren partió con puntualidad de Lyon. Tras verlo arrancar justo cuando estaba pagando su billete, Seward corrió por el edificio embarrado por la inundación para alcanzar aquel behemot que no dejaba de resoplar y que salía del andén número siete. Logró alcanzar el último vagón y subirse a él antes de que cogiera velocidad. Se sintió orgulloso por haber sido capaz de dar aquel osado salto. Había hecho esa clase de proezas en su juventud con el tejano Quincey P. Morris y su viejo amigo Arthur Holmwood. «La juventud se desperdicia en los jóvenes.» Seward se sonrió al recordar aquellos días temerarios de inocencia… e ignorancia.
El médico tomó asiento en el barroco vagón comedor mientras el tren avanzaba lentamente hacia el sur. No iba lo bastante rápido. Miró su reloj de bolsillo; sólo habían transcurrido cinco minutos. Seward lamentó que ya no pudiera pasar el tiempo escribiendo en su diario, pues ya no podía permitirse semejantes lujos. No estaba previsto que el tren llegara a Marsella hasta al cabo de diez horas. Allí, finalmente, obtendría las pruebas necesarias para probar sus teorías y mostraría a aquellos que lo habían rechazado que no estaba loco, que siempre había tenido razón.
Iban a ser las diez horas más largas de la vida de Seward.
- Billets, s’il vous plaît!
Seward miró con los ojos como platos al revisor que se alzaba sobre él con una severa expresión de impaciencia.
- Discúlpeme -dijo Seward. Le pasó al revisor su billete, ajustándose la bufanda para tapar el bolsillo rasgado de la pechera.
- ¿Es usted británico? -preguntó el revisor con un fuerte acento francés.
- Pues sí.
- ¿Médico? -El revisor señaló con la cabeza hacia el maletín que Seward tenía entre los pies.
- Sí.
Seward se fijó en que los ojos grises del revisor calibraban la persona consumida que tenía delante, el ajado traje y los zapatos gastados. Sin duda no daba la imagen de un doctor respetable.
- ¿Puede mostrarme el maletín, por favor?
Seward le entregó el maletín, pues no tenía elección al respecto. El revisor sacó metódicamente los frascos de medicinas, leyó las etiquetas y volvió a dejarlos con un tintineo. Seward sabía lo que estaba buscando y esperaba que no hurgara demasiado.
- Morfina -anunció el revisor en una voz tan alta que los otros pasajeros los miraron. Levantó el vial marrón.
- En ocasiones he de prescribirla como sedante.
- Déjeme ver su licencia, por favor.
Seward buscó en sus bolsillos. El mes anterior se había firmado la Convención Internacional del Opio, que prohibía a las personas importar, vender, distribuir o exportar morfina sin licencia médica. Seward tardó tanto en encontrar la licencia que, cuando finalmente la sacó, el revisor ya estaba a punto de tirar de la cuerda para parar el tren. El revisor examinó el documento, torciendo el gesto; luego posó sus ojos acerados en el papel de viaje. El Reino Unido era el primer país que usaba fotos de identificación en sus pasaportes. Desde que habían tomado aquella foto, Seward había perdido muchísimo peso. Ahora tenía el cabello más gris y llevaba la barba descuidada y sin recortar. El individuo del tren era una mera sombra del hombre de la foto.
- ¿Por qué va a Marsella, doctor?
- Estoy tratando a un paciente allí.
- ¿Qué dolencia tiene ese paciente?
- Sufre trastorno narcisista de la personalidad.
- Qu’est-ce que c’est?
- Consiste en una inestabilidad psicológica que provoca que el paciente imponga un control depredador, autoerótico, antisocial y parásito sobre aquellos que lo rodean, así como…
- Merci. -El revisor cortó a Seward al tiempo que le devolvía sus papeles y el billete con un hábil movimiento. Se volvió y se dirigió a los hombres que ocupaban la mesa de al lado-. Billets, s’il vous plaît.
Jack Seward suspiró. Al guardarse los documentos en la chaqueta, miró de nuevo el reloj de bolsillo, en una suerte de tic nervioso. Parecía que el interrogatorio había durado horas, pero sólo habían pasado otros cinco minutos. Bajó la raída cortina de la ventana para protegerse los ojos de la luz del sol y se reclinó en el lujoso asiento tapizado en color Burdeos.
«Océanos de amor, Lucy.»
Jack Seward sostuvo el preciado reloj cerca del corazón, cerró los ojos y enseguida empezó a soñar.
?
Un cuarto de siglo antes, Seward acercó el mismo reloj a la luz para leer mejor la inscripción. «Océanos de amor, Lucy.»
Ella estaba allí. Viva.
- No te gusta -dijo haciendo un mohín.
Él no pudo apartar la mirada de sus ojos verdes, suaves como un prado estival. Lucy tenía la extraña manía de mirar a la boca de su interlocutor como si tratara de saborear la siguiente palabra antes de que pasara por los labios de éste. Tales eran sus ansias de vivir. Su sonrisa podía dar calor al más gélido de los corazones. Cuando ella se sentó en el banco del jardín ese día primaveral, Seward se maravilló de cómo la luz del sol iluminaba los mechones sueltos y rojizos que danzaban en la brisa, formando un halo en torno a su rostro. El aroma de las lilas frescas se mezclaba con el aire salado del mar en el puerto de Whitby. En los años transcurridos desde entonces, siempre que Seward olía a lilas recordaba ese día hermoso y amargo.
- Sólo puedo concluir -dijo Seward, que se aclaró la garganta antes de que su voz pudiera quebrarse-, puesto que has inscrito «mi querido amigo» en lugar de «prometido», que has decidido no aceptar mi proposición de matrimonio.
Lucy apartó la mirada, con los ojos húmedos. El silencio era elocuente.
- Pensaba que sería mejor que te enteraras por mí -dijo finalmente con un suspiro-. He accedido a casarme con Arthur.
Arthur era amigo de Jack Seward desde que eran muchachos. Seward lo quería como a un hermano, aunque siempre había envidiado lo fácil que le resultaba todo a Art. Era atractivo y rico, y jamás en su vida había conocido las preocupaciones ni las penurias. Y nunca le habían roto el corazón.
- Ya veo. -La voz de Seward sonó como un chillido en sus propios oídos.
- Te quiero -susurró Lucy-, pero…
- Pero no tanto como quieres a Arthur.
Por supuesto, él no podía competir con el rico Arthur Holmwood ni era tan atractivo como el otro pretendiente de Lucy, el tejano Quincey P. Morris.
- Perdóname -continuó Seward en un tono más suave, temiendo de repente haberla herido-. He olvidado el lugar que me corresponde.
Lucy se le acercó y le dio un golpecito en la mano, como si se tratara de su animal de compañía preferido.
- Siempre estaré aquí.
De nuevo en el presente, Seward se despertó de su sueño. Si al menos pudiera ver la belleza en los ojos de Lucy… La última vez que había mirado en ellos, aquella terrible noche en el mausoleo, no había visto nada más que dolor y tormento. El recuerdo de los gritos agonizantes de Lucy todavía le atormentaba.
Al bajar del tren, Seward caminó bajo un torrencial aguacero por el laberinto de edificios blancos de Marsella y maldijo su suerte por llegar en uno de sus raros días de lluvia.
Subió penosamente una cuesta, mirando ocasionalmente atrás para ver Fort Saint Jean, que se alzaba como un centinela de piedra en el puerto añil. Luego se volvió para examinar la ciudad provenzal, fundada 500 años atrás. Se habían encontrado restos de los colonizadores griegos y romanos de la ciudad en sus arrondissements medievales de estilo parisino. Seward lamentó hallarse en ese pintoresco remanso de paz con un propósito tan siniestro. Sin embargo, no sería la primera vez que la malevolencia había dejado sentir su presencia allí: en los últimos dos siglos, la ciudad costera había sido asolada por la peste y los piratas.
Seward se detuvo. Ante él se alzaba una típica villa mediterránea de dos plantas con grandes postigos de madera y barrotes de hierro forjado en las ventanas. La luna invernal que asomaba entre las nubes de lluvia proyectaba un brillo espectral sobre las tradicionales paredes blancas. Las tejas de arcilla roja le recordaron algunas de las viejas casas españolas que había visto cuando había visitado en Texas a Quincey P. Morris, hacía ya muchos años. La atmósfera era decididamente premonitoria, incluso inhóspita, para una ampulosa villa de la Riviera francesa. Tenía un aspecto completamente carente de vida. Seward sintió que se le caía el alma a los pies al pensar que podía haber llegado demasiado tarde. Volvió a leer la dirección.
Correcto.
De repente, oyó la estruendosa aproximación de un coche de caballos que retumbaba en los adoquines. Se agachó en un viñedo situado al otro lado del edificio. No había uvas en las ramas empapadas y retorcidas. Un carruaje negro con molduras de oro subía por la colina, tirado por dos refulgentes yeguas negras. Los animales se detuvieron sin recibir ninguna orden. Seward levantó la mirada y, para su sorpresa, vio que no había cochero. ¿Cómo era posible?
Una figura robusta bajó del carro. Las yeguas se mordisquearon la una a la otra y relincharon, con los cuellos arqueados. Luego, otra vez para asombro de Seward, echaron a trotar con paso perfecto, sin cochero que las dirigiera. La figura alzó un bastón con una mano enguantada en negro y hurgó en el bolsillo en busca de una llave, pero se detuvo de repente al darse cuenta de algo.
«Maldición», murmuró Seward.
La persona que estaba ante la puerta ladeó la cabeza, casi como si hubiera oído la voz de Seward a través de la lluvia, y se volvió lentamente hacia el viñedo. Seward tenía los nervios a flor de piel y sintió una oleada de pánico, pero logró contener la respiración. La mano enguantada sujetó el borde del sombrero de fieltro; Seward ahogó un grito cuando al retirar el sombrero apareció una sensual melena de cabello negro que caía sobre los hombros de la figura.
La cabeza le daba vueltas. «¡Es ella!» El Benefactor estaba en lo cierto.
La condesa Erzsébet Báthory se alzaba en el umbral de la villa, con un aspecto exactamente igual al del retrato pintado hacía más de trescientos años.

Características

  • Título del libroDRÁCULA EL NO MUERTO
  • AutorDACRE STOKER E IAN HOLT
  • IdiomaEspañol
  • EditorialRoca
  • Año de publicación2010
  • FormatoPapel

Descripción

AUTOR: DACRE STOKER E IAN HOLT
TITULO: DRÁCULA, EL NO MUERTO
EDITORIAL: ROCA. 2010. 442 PÁGINAS.
-EJEMPLAR CON LEVE MARCA DE AGUA EN ESQUINA SUPERIOR DE ALGUNAS PÁGINAS-

sábado, 11 de febrero de 2017

Margaret Eleanor Atwood. El cuento de la criada.


Margaret Eleanor Atwood (Ottawa, 18 de noviembre de 1939) es una prolífica poeta, novelista, crítica literaria, profesora y activista política canadiense. Es miembro del organismo de derechos humanos Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, en defensa de las aves. En la actualidad divide su tiempo entre Toronto y Pelee Island, en Ontario.

Atwood ha escrito novelas de diferentes géneros y libros de poemas, además de guiones para televisión como `The Servant Girl` (1974) y `Days of the Rebels: 1815-1840` (1977). Se la describe como una escritora feminista, ya que el tema del género está presente en algunas de sus obras de forma destacada. Se ha centrado en la identidad canadiense, las relaciones de este país con Estados Unidos de América y Europa, los derechos humanos, asuntos ambientales, los páramos canadienses, los mitos sociales sobre la feminidad, la representación del cuerpo de la mujer en el arte, la explotación social y económica de ésta, y las relaciones de mujeres entre sí y de éstas con los hombres.

En 1969 publicó `The Edible Woman`, donde se hizo eco de la marginación social de la mujer. En `Procedures for Underground` (1970) y `The Journals of Susana Moodie` (1970), sus siguientes libros de poesía, los personajes tienen dificultades para aceptar lo irracional. Esta última quizá sea su obra poética más conocida, y en ella Atwood escribe desde el punto de vista de Susana Moodie, una pionera de la colonización de la frontera canadiense del siglo diecinueve. Con la obra `Power Politics` (1971) usa las palabras como refugio para las mujeres débiles que se enfrentan a la fuerza masculina. Como crítica literaria es muy conocida por su obra `Survival: a Thematic Guide to Canadian Literature` (1972), definida como el libro más asombroso escrito sobre literatura canadiense y que consiguió aumentar el interés en la literatura de este país. Ese mismo año publicó `Surfacing`, una novela donde se formula en términos políticos el conflicto entre naturaleza y tecnología. Con gran éxito y avalada por la crítica, escribió `You Are Happy` (1974), y su tercera novela, `Lady Oracle` (1976), es una parodia de los cuentos de hadas y las novelas de amor. En 1978, publicó `Two-Headed Poems`, que explora la duplicidad del lenguaje, y `Up in the Tree`, un libro infantil. Su siguiente novela, `Life Before Man` (1979), es más tradicional que sus libros de ficción anteriores y se centra en una serie de triángulos amorosos. Atwood siempre ha estado interesada en los derechos humanos, y esto se refleja en su libro de poesía `True Stories` (1981) y la novela `Bodily Harm `(1981). Publicó `Second Words` (1982), que es una muestra de una de las primeras obras feministas escritas en Canadá, y ese mismo año dirigió la revisión del Oxford Book of Canadian Poetry, lo que la colocó al frente de los poetas canadienses de su generación. Con el `Cuento de la criada` (`The Handmaid`s Tale`, 1985) ganó el Arthur C. Clarke Award y el Governor General`s Award en 1985. En 2007 fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las Letras.
***

En el estado de Gilead las criadas forman un estrato social pensado para conservar la especie. Las mujeres fértiles que integran esta clase, y que destacan por el hábito rojo con que se cubren hasta las manos, desempeñan una función esencial: dar a luz a los futuros ciudadanos de Gilead. Sin embargo, en un mundo antiutópico asolado por las guerras nucleares, gobernado por un código extremadamente severo y puritano, que castiga con la pena de muerte a quien se aparta del sistema y en el cual la mayoría de la población es estéril, engendrar no resulta fácil. Existe siempre el temor al fracaso y la amenaza de la confinación en la isla de seres inservibles más allá de las alambradas que rodean a la ciudad y del alto muro donde cuelgan, para que sirva de ejemplo, los cadáveres de los disidentes.
Fuente: N.N.

(Fragmento).
I
LA NOCHE




CAPÍTULO 1

Dormíamos en lo que, en otros tiempos, había sido el gimnasio. El suelo, de madera barnizada, tenía pintadas líneas y círculos correspondientes a diferentes deportes. Los aros de baloncesto todavía existían, pero las redes habían desaparecido. La sala estaba rodeada por una galería destinada al público; y tuve la impresión de que podía percibir, como en un vago espejismo, el olor acre del sudor mezclado con ese toque dulce de la goma de mascar y del perfume de las chicas que se encontraban entre el público, vestidas con faldas de fieltro – así las había visto yo en las fotos —, más tarde con minifaldas, luego con pantalones, finalmente con un solo pendiente y peinadas con crestas de rayas verdes. Aquí  se habían celebrado bailes; persistía la música, un palimpsesto de sonidos que nadie escuchaba, un estilo tras otro, un fondo de batería, un gemido melancólico, guirnaldas de flores hechas con papel de seda, demonios de cartón, una bola giratoria de espejos que salpicaba a los bailarines con copos de luz.
En la sala había reminiscencias de sexo y soledad y expectativa, la expectativa de algo sin forma ni nombre. Recuerdo aquella sensación, el anhelo de algo que siempre estaba a punto de ocurrir y que nunca era lo mismo, como no eran las mismas las manos que sin perder el tiempo nos acariciaban la región lumbar, o se escurrían entre nuestras ropas cuando nos agazapábamos en el aparcamiento o en la sala de la televisión con el aparato enmudecido y las imágenes parpadeando sobre nuestra carne exaltada.
Suspirábamos por el futuro. ¿De dónde sacábamos aquel talento para la insaciabilidad? Flotaba en el aire; y aún se respiraba, como una idea tardía, cuando intentábamos dormir en los catres del ejército dispuestos en fila y separados entre sí para que no pudiéramos hablar. Teníamos sábanas de franela de algodón, como las que usan los niños, y mantas del ejército, tan viejas que aún llevaban las iniciales U.S. Doblábamos nuestra ropa con mucha prolijidad y la dejábamos sobre el taburete, a los pies de la cama. Enseguida bajaban las luces pero nunca las apagaban. Tía Sara y Tía Elizabeth hacían la ronda; en sus cinturones de cuero llevaban colgando aguijones eléctricos como los que usaban para el ganado.
Sin embargo, no llevaban armas; ni siquiera a ellas se las habrían confiado. Su uso estaba reservado a los Guardianes, que eran especialmente escogidos entre los Ángeles. No se permitía la presencia de Guardianes dentro del edificio, excepto cuando se los llamaba;  y a nosotras no nos dejaban salir, salvo para dar nuestros paseos, dos veces al día y de dos en dos, alrededor del campo de fútbol que ahora estaba cercado con una valla de cadenas, rematada con alambre de púas. Los Ángeles permanecían fuera, dándonos la espalda. Para nosotras eran motivo de temor, y también de algo más. Si al menos nos miraran, si pudiéramos hablarles... Creíamos que así podríamos intercambiar algo, hacer algún trato, llegar a un acuerdo, aún nos quedaban nuestros cuerpos... Esta era nuestra fantasía.
Aprendimos a susurrar casi sin hacer ruido. En la semipenumbra, cuando las Tías no miraban, estirábamos los brazos y nos tocábamos las manos mutuamente. Aprendimos a leer el movimiento de los labios: con la cabeza pegada a la cama, tendidas de costado, nos observábamos mutuamente la boca. Así, de una cama a otra, nos comunicábamos los nombres: Alma, Janine, Dolores, Moira, June.


domingo, 13 de abril de 2014

Alice Munro.


Alice Munro nació en Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa provincia canadiense, en una época de depresión económica, esta vida tan elemental fue decisiva como trasfondo en una parte de sus relatos. Conoció muy joven a James Munro,se casó en 1951, y se instalaron en Vancouver. Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó a Victoria, donde manejó con su marido una librería. Se divorció en 1972, y al regresar a su estado natal se convirtió en una fructífera escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con Gerald Fremlin. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya bien orientada.
Se había iniciado de joven con cuentos (escritos desde 1950), escritos en el poco tiempo que había tenido hasta entonces, así como había publicado dos recopilaciones de relatos y una novela. Antes de 1976, escribió Dance of the Happy Shades (1968), sus primeros cuentos, algunos muy tempranos en su vida1 , pero también la importante novela Las vidas de las mujeres (1971), y los relatos entrelazados Something I’ve Been Meaning to Tell You (1974).Luego, publicó nuevas colecciones de relatos The Beggar Maid (1978), Las lunas de Júpiter, The Progress of Love (1986), Amistad de juventud y Secretos a voces (1994). Ya había sido traducida al español en esa década, pero empezó a ser conocida definitivamente en nuestro siglo, con los relatos de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001) y luego con los de Escapada (2004). Se había mantenido como una escritora algo secreta.2En La vista desde Castle Rock, 2006, hizo un balance de la historia remota de su familia, en parte escocesa, emigrada al Canadá, y describió ampliamente las dificultades de sus padres.Por entonces, habló de retirarse, pero la publicación del excelente Demasiada felicidad (nuevos cuentos, aparecidos en 2009), lo desmintió. Además, en 2012 ha publicado otro libro de relatos —con el rótulo Dear Life (Mi vida querida)—, son cuentos más despojados y más centrados en el pretérito.3 En su última sección se detiene en un puñado de recuerdos personales, que pueden verse como una especie de confesión definitiva de la autora, pues son `las primeras y últimas cosas -también las más fieles-, que tengo que decir sobre mi propia vida`. Munro, que no se ha prodigado en la prensa, ha reconocido el influjo inicial de grandes escritoras —Katherine Anne Porter, Flannery O`Connor, Carson McCullers o Eudora Welty—, así como de dos narradores: James Agee y especialmente William Maxwell. Sus relatos breves se centran en las relaciones humanas analizadas a través de la lente de la vida cotidiana. Por esto, y por su alta calidad, ha sido llamada `la Chéjov canadiense`. Sus libros más recientes son Demasiada felicidad (2010), La vida de las mujeres (2011) y Mi vida querida , publicado este año en la Argentina. Éste último está compuesto por catorce relatos, donde se mezclan la ficción y la autobiografía.
El 10 de octubre de 2013 la Real Academia Sueca de Estocolmo le otorgó el Premio Nobel de Literatura
Fuente: N.N.
***

DIMENSIONES.
Doree está tratando de rehacer su vida. Ahora se hace llamar Fleur, lleva el pelo teñido y corto, y trabaja de camarera en un pueblo bastante alejado de donde vivía antes. A pesar de sus esfuerzos, no puede evitar seguir visitando a su exmarido en la cárcel. Un día de la manera menos pensada recibe un consuelo inesperado.
En Dimensiones, la premio Nobel de literatura hace gala de su maestría a la hora de describir la vida interior de sus personajes y nos sumerge de lleno en una historia psicológica subyacente más profunda que va más allá de la anécdota. 

(Fragmento).
 Dimensiones
Doree tenía que coger tres autobuses, uno hasta Kincardine, donde esperaba el de London, donde volvía a esperar el autobús urbano que la llevaba a las instalaciones. Empezaba la excursión el domingo a las nueve de la mañana. Debido a los ratos de espera entre un autobús y otro eran casi las dos de la tarde cuando había recorrido los ciento sesenta y pocos kilómetros. Sentarse en los autobuses o en las terminales no le importaba. Su trabajo cotidiano no era de los de estar sentada.
Era camarera del Blue Spruce Inn. Fregaba baños, hacía y deshacía camas, pasaba la aspiradora por las alfombras y limpiaba espejos. Le gustaba el trabajo, le mantenía la cabeza ocupada hasta cierto punto y acababa tan agotada que por la noche podía dormir. Rara vez se encontraba con un auténtico desastre, aunque algunas de las mujeres con las que trabajaba contaban historias de las que ponen los pelos de punta. Esas mujeres eran mayores que ella y pensaban que Doree debía intentar mejorar un poco. Le decían que debía prepararse para un trabajo cara al público mientras fuera joven y tuviera buena presencia. Pero ella se conformaba con lo que hacía. No quería tener que hablar con la gente.
Ninguna de las personas con las que trabajaba sabía qué había pasado. O, si lo sabían, no lo daban a entender. Su fotografía había aparecido en los periódicos, la foto que él había hecho, con ella y los tres niños: el recién nacido, Dimitri, en sus brazos, y Barbara Ann y Sasha a cada lado, mirándolo. Entonces tenía el pelo largo, castaño y ondulado, con rizo y color naturales, como le gustaba a él, y la cara con expresión dulce y tímida, que reflejaba menos cómo era ella que cómo quería verla él.
Desde entonces llevaba el pelo muy corto, teñido y alisado, y había adelgazado mucho. Y ahora la llamaban por su segundo nombre, Fleur. Además, el trabajo que le habían encontrado estaba en un pueblo bastante alejado de donde vivía antes.
Era la tercera vez que hacía la excursión. Las dos primeras, él se había negado a verla. Si se negaba otra vez, ella dejaría de intentarlo. Aunque aceptara verla, a lo mejor no volvería durante una temporada. No quería pasarse. En realidad, no sabía qué haría.
En el primer autobús no estaba muy preocupada; se limitaba a mirar el paisaje. Se había criado en la costa, donde existía lo que llamaban primavera, pero aquí el invierno daba paso casi sin solución de continuidad al verano. Un mes antes había nieve, y de repente hacía calor como para ir en manga corta. En el campo había charcos deslumbrantes, y la luz del sol se derramaba entre las ramas desnudas.
En el segundo autobús empezó a ponerse un poco nerviosa, y le dio por intentar adivinar qué mujeres se dirigían al mismo sitio. Eran mujeres solas, por lo general vestidas con cierto esmero, quizá para aparentar que iban a la iglesia. Las mayores tenían aspecto de asistir a iglesias estrictas, anticuadas, donde había que llevar falda, medias y sombrero o algo en la cabeza, mientras que las más jóvenes podrían haber formado parte de una hermandad más animada, que permitía los trajes pantalón, los pañuelos de vivos colores, los pendientes y los cardados.
Doree no encajaba en ninguna de las dos categorías. Durante el año y medio que llevaba trabajando no se había comprado ropa. En el trabajo llevaba el uniforme, y en los demás sitios, vaqueros. Había dejado de maquillarse porque él no se lo consentía, y ahora, aunque podría hacerlo, no lo hacía. El pelo de punta de color maíz no pegaba con su cara lavada y huesuda, pero no importaba.
En el tercer autobús encontró un asiento junto a la ventanilla e intentó mantener la calma leyendo los rótulos, los de los anuncios y los de las calles. Tenía un truco para mantener la cabeza ocupada. Cogía las letras de cualquier palabra en la que se fijara e intentaba ver cuántas palabras nuevas podía formar con ellas. De «cafetería», por ejemplo, le salían «te», «té», «fea», «cara», «cafre», «rifa», «cate» y…, un momento…, «aire». Las palabras no escaseaban a la salida de la ciudad, pues el autobús pasaba por delante de vallas publicitarias, tiendas gigantescas, aparcamientos e incluso globos amarrados a los tejados con anuncios de rebajas.


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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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