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miércoles, 3 de abril de 2024

MIRADAS GÓTICAS ADRIANA GOICOECHEA COMPILADORA PRÓLOGO

 


PRESENTACIÓN

Esta publicación1 reúne los trabajos de especialistas de distintos universidades y regiones

con el propósito de promover la ampliación del campo lector y la discusión

cultural entorno a las irradiaciones del modo gótico en la narrativa argentina actual.

Consecuentemente, el corpus de lectura está constituido por autoras y autores cuyas

obras han alcanzado amplia difusión en los últimos tiempos a través de los medios de

comunicación y las redes sociales, por lo que ocupan un lugar hegemónico en el campo

literario, un lugar que es también ratificado por la crítica académica y periodística.

Son escritores, que comparten el gusto por el género de terror, y que declaran especialmente

su preferencia por la literatura norteamericana. Asimismo, como lo han reconocido

los investigadores, el cine ha contribuido a difundir la estética y las estrategias

propias del gótico y ha constituido un factor determinante a la hora de profundizar el

carácter popular que ha tenido el género desde sus orígenes, por lo que no es extraño

observar que imprima una marca notable en la escritura de los autores referidos.

En este escenario las contribuciones que integran este libro se han reunido con la

convicción de que el gótico es, por un lado, un modo que atraviesa las distintas narrativas

y formaciones culturales, y, por otro lado, que si bien habilita diversas “miradas”,

siempre nos ubica, frente a la evidencia de que la realidad material es insuficiente porque

en ella participan elementos ocultos, intangibles e invisibles que constituyen lo

real. En este sentido, da lugar a otro aspecto insoslayable que es su vocación política,

porque mueve emociones y afectos cuando sitúa al lector ante experiencias colectivas

de padecimientos y crueldades. Consecuentemente, el exceso gótico toma la forma de

una transgresión porque denuncia las consecuencias de la abyección política, social y

cultural. Entonces, el miedo, el terror y el horror representan la respuesta emocional

que, mediada por la estética, dice acerca del presente en el que sobreviven las huellas

afectivas del pasado.

Este es el espíritu que ha dado lugar a los trabajos que se organizan por orden alfabético

de autor; organización que traza un itinerario que presentaremos sintéticamente a

continuación:

En el capítulo “Casa tomada “y después” José Amícola lee la novela de Julián López

Una muchacha muy bella (2013), para demostrar como las irradiaciones del gótico desde

sus orígenes y a través de las diferentes tradiciones alcanzan a “los escritores y escritoras

del gótico en los millennials argentinos”. Encuentra particularmente en la casa

y en la mirada infantil del narrador un punto de anclaje textual que se articula con los

cuentos de Julio Cortázar y de Silvina Ocampo, porque según dice Amícola,

Lo trascendente en este relato, como en muchos cuentos de Cortázar o de Silvina

Ocampo, es que la sub-información que se les brinda a los lectores, proviene

de una mirada ingenua. La limitación del conocimiento de lo que sucede a partir

1.- Se realiza en el marco del Pi V100 “Derivaciones del modo gótico en la narrativa argentina de las generaciones

de posdictadura” (2017-2021) localizada en el CURZA-Universidad Nacional del Comahue.

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del sesgo de la mirada infantil produce un extrañamiento particular que se podría

asociar con aquellas incertidumbres que han cundido en los relatos góticos más

ortodoxos, especialmente en los cultores de lengua inglesa.

En esta expresión, resume magistralmente la inserción de la novela de Julián López en

la tradición de “las secuelas” del gótico., entre las que menciona la novela Nuestra parte

de noche (2019) de Mariana Enríquez, sobre la que dictamina es “un texto que con más

derecho puede llamarse “gótico”.

Esta es justamente la propuesta de Pampa Aran leer, tal como lo expresa su título “La

proyección del gótico en la última novela de Mariana Enríquez”, solo que el foco de su

atención está en su dimensión política, y como enuncia con claridad Arán

(…) esto es como forma literaria que revela la “causa ausente” (Jameson, 1986) de

diversos trayectos de la historia argentina y especialmente los vinculados a los genocidios

étnicos, las torturas, apropiaciones de niños y desaparición de personas

durante la dictadura militar.

Este es el trasfondo sobre el cual la autora va revelando y desenhebrando una trama

muy compleja, siguiendo una genealogía de poder y fortuna que le da autoridad a conclusiones

tan interesantes como cuando sostiene:

(…) por momentos creo leer en la pavorosa secta y en su divinidad un potente

cronotopo sociocultural condensador de la maldad y el poder que, insisto, se reproduce

y emerge en diferentes formas, toda vez que las condiciones históricas

permiten que esa Parte de Noche muestre su fuerza. Y se vuelve texto en la novela

de Enríquez, dando estatuto imaginario y forma ideológica al subtexto histórico

(Jameson 1989:66).

Esta novela de Mariana Enríquez, se ha llevado también la atención de otro capítulo de

este libro, de mi autoría, titulado “La matriz gótica de la narrativa de Mariana Enríquez”,

porque observamos que a través del prisma de la novela se puede realizar una relectura

de sus relatos, en tanto en un gesto infinito la narración explica un hecho fantástico y

extraño con otro también fantástico, por lo que habilita la pregunta ¿Cómo construye

Mariana Enríquez el género de terror? o lo que le es equivalente, ¿Cómo construye su

narrativa? Este interrogante guía un análisis que finalmente encuentra eco en la voz

de la escritora cuando dice que pertenece a una generación para la que el terror no es

banal, sino que

(…) se define en relación con referencias reconocibles.”, y justamente esta lectura

“ha pretendido reconocer como construye Mariana Enríquez el género de terror

en relación con esas referencias reconocibles.”

En este sentido, Enríquez con Selva Almada y Samanta Schweblin forman parte de

una generación en la que se destaca su discurso feminista y su militancia En el capítulo

que lleva por título “Selva Almada: modos de narrar el horror en lo cotidiano”. María José

Bahamonde, expresa que “Las temáticas exhibidas en sus libros también evidencian

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este compromiso; está presente una mirada crítica con determinados sucesos cotidianos

además de la empatía con los hechos que menciona”. Sigue un itinerario por la

obra de la autora y analiza el modo gótico desde su primera novela El viento que arrasa

(2012); su libro de no ficción, Chicas muertas (2014); los relatos reunidos en El desapego

es una manera de querernos (2015); y su última publicación No es un río (2020), para

concluir que

Estas obras pueden pensarse a partir del locus donde se desarrollan las historias, o

desde los personajes que se mueven en un ambiente donde lo cotidiano se extraña

ante la muerte y las historias ominosas, pero a la vez la naturalizan. Vinculado

con esto, la crítica social que realiza desde el gótico no permanece ajena, ya que

algunas instituciones (la familia y la iglesia entre otras), se presentan inestables y

cargadas de connotaciones negativas como la mentira y el engaño.

Su observación de que “La mayor parte de su obra está anclada en la zona litoraleña

de nuestro país y como ella misma menciona en sus entrevistas, lejos de la gran urbe.”,

vincula su reflexión con la propuesta de Alejandra Nallin, quien en el capítulo “El gótico

litoraleño de Selva Almada”, centra la mirada en su última novela, para postular la emergencia

de “un gótico federal”, al que Nallin define como

reinvención del género, ‘situado’ en las diversas regiones literarias argentinas, con

el afán de desmontar y desocultar los miedos y terrores del presente, protagonizados

por niñas, madres y mujeres atravesadas por la violencia de género y doméstica,

por sus cuerpos abyectos, mutantes e intervenidos por las lógicas patriarcales,

por el biopoder y las naturalizaciones del terror familiar cuyo castillo-casa será la

zona gótica de la monstruosidad.

La potencia de su lectura se expresa en el horizonte hacia el que su investigación se

dirige, que es “revisitar otras estampas del ‘horrorismo’ y visibilizar en sus regiones cómo

la entronización machista, la pobreza, la prostitución, el canibalismo, la exclusión social

tematizan el engranaje perverso de la globalización capitalista”.

Esta aguda observación de Nallin sobre la existencia de un género ‘situado” alcanza

visibilidad también en la narrativa de Dolores Reyes y de Pablo Tolosa.

En tal sentido, Silvia Barei, expone una tesis desafiante en el título “Dolores Reyes, Cometierra.

La novela argentina y la vulnerabilidad de lo viviente”. Sostiene Barei que

(…) se escriben relatos cuyo centro es el asesinato, el delito, el feminicidio y el

infanticidio, la vida al margen … para relatar la experiencia social de lo ominoso”,

y en una postura políticamente comprometida, enuncia su hipótesis “estos relatos

tienen como trasfondo la memoria dolorosa de la dictadura (1976-1983).

Y en esa “deriva escrituraria” ubica a Dolores Reyes y pone blanco sobre negro con un

análisis trascendental de la novela Cometierra.

En la misma dirección, al dar lugar a escritores de otras regiones literarias argentinas,

el trabajo de Natalia Puertas está dedicado a la obra de Pablo Tolosa, un escritor rionegrino,

que no duda en reconocer que sus lecturas y el cine terror son su fuente de

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inspiración y dejan una marca en su escritura. Según dice Puertas, analiza la novela Hay

que matarlos a todos (2017) y la antología de cuentos Malditos Animales (2010) con la

hipótesis de que

(…) en estas obras se leen reformulaciones de lo viviente a partir de elementos

de la ciencia ficción y del fantástico que dan cuenta de derivas del modo gótico,

porque recurre a dos motivos predominantes, que son el monstruo y el animal.

Su lectura pone en dialogo la literatura y el cine para reconocer los elementos de la

ciencia ficción que ambas formaciones culturales comparten en el gesto de espectaculizar

el horror. Por otra parte, al analizar los elementos fantásticos de los cuentos reconoce

que en ese gesto “resuena la narración oral de las historias alrededor del fogón

y el valor ostensivo del miedo. El efecto que logran es el de un terror sobrenatural que

invade por medio de sensaciones que acompañan la lectura.”.

Si el trabajo de Natalia Puertas articula literatura y cine para comprehender las dimensiones

culturales del horror, en “Tonalidades góticas en las series televisivas argentinas:

imágenes de la noche y la violencia suburbana en Un gallo para Esculapio (2017)” Ariel

Gómez Ponce redobla la apuesta porque busca según dice “explorar el modo en que

algunos lenguajes de la cultura actual innovan por su capacidad de jugar con la truculencia,

el estremecimiento y todos esos engranajes que administran el miedo, en

una vacilación genérica que rescataría cierta tonalidad gótica.” Alcanza ampliamente

su propósito mediante un análisis provocador de aspectos como la escenificación de la

atmósfera, el espacio-tiempo representado, el dialogo con las tendencias estilísticas del

audiovisual noir, Su conclusión resume la finalidad última de una lectura que encontró

en el gótico un punto confluencia de imagen y palabra.

Porque en un mundo invadido por la incertidumbre, y cuando series como Un

gallo para Esculapio se ocupan de intensificar y subrayar la experiencia desnuda

de la violencia en una trama social, se nos recuerda la naturaleza truculenta de la

cultura capitalista en la que estamos inmersos y es allí donde “el gótico evita ser

codificado como un modo genérico (…) para convertirse en la versión materialista

más persuasiva de la escena socioeconómica contemporánea” (Fisher 2009: 77).

Como señaláramos más arriba, de esta generación participa también Samanta Scweblin,

por lo que no puede estar ausente en este libro que ha convocado a las escritoras

representativas de la narrativa argentina actual Así es como Nadina Olmedo propone

una inteligente lectura del cuento Pájaros en la boca (2009) y de la novela Distancia

de rescate (2015). En el capítulo denominado “Los niños monstruos en “Pájaros en la

boca” y “Distancia de rescate” de Samanta Schweblin” desarrolla la hipótesis de que en

estas obras se lee una representación del monstruo que “se relaciona con los temores

vinculados a considerar al niño/a como un sujeto liminal” En esta afirmación subyace

un pensamiento que le da fundamento y es que como ella misma expresa “Sin duda, las

figuras y formas del gótico – entre ellas el monstruo – continúan hoy en día “soñando

y desconfiando con el progreso ilimitado del hombre moderno a través de narraciones

que desafían los sistemas de pensamiento y los límites sociales, morales y éticos”. Luego

su conclusión es que

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(…) los niños monstruos de Schweblin no se conciben ya como “una bendición”,

sino casi como una carga, no solo económica sino también ambiental, ya que no

son la esperanza de un futuro mejor, sino el espejo oscuro de un presente inquietante

que no deja de acecharnos.

Esta galería de escritoras de narrativas de terror no estaría completa si no incluyéramos

a Betina González, quien piensa que “la literatura tiene que aportar complejidad

en vez de reproducir discursos sociales que son estereotipos del pensamiento” Gabriela

Rodríguez sostiene que esta concepción parece tener registro en su escritura cuando

recurre al modo gótico como una manera de apelar a lo perturbador. En su análisis de

Las Poseídas (2012) y de El amor es una catástrofe natural (2.018), que se halla en el capítulo

titulado, “Lo gótico en la obra de Betina González: entre la posesión y la catástrofe”,

Rodríguez concluye que

(…) tanto la idea de posesión como la de catástrofe nos llevan a la fuerza cuestionadora

del modo gótico que orienta la lectura para mostrar el lado oscuro de lo

humano, como lo es el desdoblamiento de los sujetos para sobrevivir en lugares

que imponen una única formar de ser llevando la bandera de la disciplina y la

moralidad.

En esta síntesis, María Gabriela Rodríguez resume hábilmente un análisis detallado que

desarrolló recorriendo en la trama narrativa el efecto ominoso y el valor cultural de dos

conceptos: posesión y catástrofe.

También Luciano Lamberti forma parte de esta generación de escritoras y escritores

argentinos contemporáneos que se han inclinado por leer y escribir novelas de terror,

por lo que el título de este capítulo escrito por Abel Combret resulta muy ilustrativo “El

gótico en la obra de Luciano Lamberti: apropiación y desplazamiento”. Afirma, Combret,

que la novela La maestra rural (2016), “ofrece una nueva mirada, construida a partir de

un desplazamiento, de un error deliberado, de una distorsión, de algunos momentos

de nuestra historia.”, y que en La masacre de Kruger (2019) actualiza una constante en

la la narrativa de Lamberti: “Y es que el origen de la maldad se halla en la mente del ser

humano”.

En suma, encuentra que

Los monstruos, los espíritus o las apariciones no se presentan en la obra de Luciano

Lamberti como algo lejano sino conviviendo de manera cotidiana con situaciones

cercanas y personajes que les son familiares y como una amenaza siempre

latente, que pone en evidencia, en definitiva, la fragilidad de las certezas Y es en

ese gesto en el que el lector vislumbrará en toda su intensidad lo verdaderamente

ominoso.

Por su parte, Mónica Bueno ha titulado su contribución “Vampiros en Buenos Aires:

Los anticuarios de Pablo de Santi.” Su trabajo sigue un trayecto que va desde el autor

de quien dice “es un alquimista que combina con eficacia el policial y el fantástico”, a su

novela Los anticuarios (2010) en la que encuentra que “Lo inquietante de la historia es

la multiplicidad de máscaras y la inversión de los lugares previsibles del bien y del mal”.

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Sin embargo, la profundidad de sus reflexiones excede ampliamente los límites del texto

porque por un lado define la poética del autor cuando sostiene que

(…) su literatura busca siempre una combinación peculiar entre el enigma, el misterio

y el secreto …Aquello que no puede descifrarse claramente (enigma), aquello

que no se puede explicar (misterio), aquello que está oculto porque se decide su

invisibilidad (secreto) dibujan un entramado productivo en las historias que imagina.

Por otro lado, Mónica Bueno, revela la teoría del autor acerca de las relaciones entre el

gótico y el fantástico cuando sostiene que

Si bien el fantástico y el gótico no son la misma cosa, el vínculo entre los dos es

fuerte: se trata, como bien señalaba el propio De Santis, de la óptica particular del

vidrio opaco que distorsiona y problematiza lo que creemos lo real. En Los anticuarios

persisten las formas del gótico que constituyen la particular tradición de la

literatura fantástica latinoamericana.

En su exhaustivo análisis autora ha aunada varias de las preocupaciones que el gótico

genera particularmente por su omnipresencia en la tradición literaria argentina y latinoamericana.

Esta breve reseña se ha construido polifónica para que en ella resuenen las voces de

los autores que conforman este libro. Autores que con sus “miradas góticas” trazaron un

mapa que partiendo del gótico tendió puentes entre la palabra y la imagen; la dimensión

estética y la dimensión política, las narrativas actuales y sus tradiciones, el “gótico

criollo” y “el gótico federal”, los géneros y su acontecer cultural.

“Miradas góticas” trasgresoras, que posándose sobre el exceso corrieron fronteras culturales,

geográficas, epistemológicas, y siguieron diversos itinerarios, pero el mismo

mapa emocional ¿Será que comparten la misma atmosfera afectiva? ¿Será que en está

atmosfera afectica compartida se experimenta el terror como el origen y sustrato del

miedo y del horror? ¿Será que en la experiencia emocional de nuestra vida presente el

terror tiene el rostro de la dictadura y del capitalismo?

lunes, 1 de abril de 2024

BORGES ESENCIAL. CONFERENCIAS EN USA. PRÓLOGO DEL LIBRO.

 



En la década final de su vida, Borges emprendió una gira por los Estados Unidos con el

fin de participar de una serie de diálogos organizados por las universidades más

prestigiosas de esa nación (Chicago, Indiana, Columbia y el M.I.T., entre otras). El

recorrido traza una cartografía inquietante: Borges conversa sobre el sentido del

universo con un astrofísico, sobre misticismo con un experto en cábala y sobre el difuso

límite entre realidad y ficción con escritores y poetas. Asiste a un encuentro en el PEN

Club de Nueva York y concede incluso una entrevista a una personalidad televisiva:

Dick Cavett. A lo largo de estos encuentros, el escritor argentino evoca sueños y

pesadillas, sagas nórdicas, frases del inglés antiguo, la presencia del «otro» y el doble, y

varios de sus autores favoritos, entre otros temas. El placer intelectual de la

conversación lleva asimismo a Borges (por lo general renuente a las confidencias) a

revelar el significado de símbolos y tramas de varias de sus obras. La traducción y las

notas de Martín Hadis junto a las notables fotografías de Willis Barnstone completan en

estas páginas el sensible retrato de ese misterio esencial de la literatura que conocemos

como Borges.

Jorge Luis Borges

Borges: el misterio esencial

AGRADECIMIENTOS

Las conversaciones que figuran aquí bajo los títulos «Islas secretas», «Soy simplemente

el que soy», «La pesadilla, ese tigre entre los sueños» y «Yo siempre sentí el temor de los

espejos» corresponden a conferencias que Borges brindó en la Universidad de Indiana,

Bloomington, en el año 1980, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten.[1]

La conversación que figura bajo el título «Al despertar» fue publicada

originariamente bajo el título «Thirteen Questions: A Dialogue with Jorge Luis Borges»

(«Trece preguntas: un diálogo con Jorge Luis Borges») en el Chicago Review y se

reproduce aquí con ligeras correcciones con la debida autorización de esa revista.

Partes del «Show de Dick Cavett» del 5 de mayo de 1980 conforman la conversación

que figura con el título «Sobrevino como un lento crepúsculo de verano», publicada con

autorización de Daphne Productions.

Las fotografías de Borges fueron tomadas por Willis Barnstone en Buenos Aires, en

los años 1976 y 1977.

La publicación de este libro implica un regreso de estas conversaciones al idioma de

Borges. Por ese motivo, la labor de traducción no consistió meramente en trasladar al

castellano las palabras que el escritor dijo en inglés, sino en buscar las palabras y frases

que Borges solía emplear en castellano para expresar las mismas ideas.

Prólogo

Este libro recoge el conjunto de diálogos con Borges que tuvieron lugar en los Estados

Unidos en los años 1976 y 1980. En 1976 Borges viajó al campus de la Universidad de

Indiana, Bloomington, para participar en una serie de conversaciones sobre su obra.

Años más tarde, en la primavera septentrional de 1980, regresó a esa casa de estudios y

permaneció allí un mes entero, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten, el

Departamento de Español y Portugués, el Departamento de Literatura Comparada y la

Oficina de Asuntos Latinoamericanos de esa universidad. Borges se trasladó luego a la

Costa Este de los Estados Unidos. En la Universidad de Chicago fue recibido por una

audiencia expectante y numerosa. John Coleman y Alistair Reid lo entrevistaron en el

PEN Club de Nueva York. Asistió asimismo como invitado al «Show de Dick Cavett».

En la Universidad de Columbia sus palabras conmovieron a un público vasto y atento.

Allí afirmó: «Toda multitud es una ilusión […] Estoy hablando con cada uno de ustedes

personalmente». Luego partió hacia Cambridge, Massachusetts, donde participó en un

diálogo organizado por la Universidad de Boston, la Universidad de Harvard[2] y el

Massachusetts Institute of Technology (M. I. T.).

Como notará el lector, varias de estas universidades se cuentan entre las más

prestigiosas de los Estados Unidos. En esos ámbitos, Borges dialogó con estudiantes y

profesores de literatura, varios de sus traductores y críticos, e investigadores dedicados

a analizar su obra. Resulta difícil imaginar una audiencia más propicia, y esto se refleja

en la conversación, a la vez afable y erudita. Resulta claro, a lo largo de estas páginas,

que Borges agradecía estos encuentros y se encontraba sumamente cómodo y a gusto en

ese contexto académico. Recordemos que para ese entonces, el autor de El Aleph

sobrellevaba ya su ceguera hacía décadas. Y sin embargo, para describir cómo se siente

en el auditorio de la Universidad de Chicago, Borges afirma:

Percibo la amistad, percibo una sensación muy real de bienvenida. Me siento querido por

la gente, siento todo eso. No percibo lo circunstancial sino lo esencial, profundamente. No

sé cómo lo hago, pero estoy seguro de que mi percepción es correcta.

En efecto, el público demuestra, en cada caso su curiosidad e interés por conocer

mejor a Borges, sus fuentes literarias, su país natal, su genealogía y su pasado, y

también sus futuros proyectos literarios. A diferencia de tantas entrevistas radiales y

televisivas, nadie interrumpe aquí a Borges, que se extiende todo lo necesario en cada

respuesta. Todos escuchan atentamente y la admiración por el escritor argentino se

siente en cada pregunta. A tal grado que el mismo Borges recurre con frecuencia a su

agudo sentido del humor para mitigar esa reverencia y propiciar un registro más

informal. El diálogo fluye con espontaneidad: «Aquí estamos entre amigos», afirma

Borges. Y eso lo habilita, al parecer, a cruzar un límite infranqueable: en varios de esto

diálogos procede a revelar los mecanismos de creación de sus obras, algo a lo que en

otras oportunidades se muestra sumamente renuente. En el PEN Club de Nueva York

revela aspectos desconocidos de su célebre cuento «El sur» y agrega, riendo: «Pero

[todo esto] es estrictamente confidencial [así que] no se lo digan a nadie, ¿eh?». En otra

conversación revela que su poema «Fragmento» —cuya fuente más obvia es el antiguo

poema anglosajón llamado Beowulf—, está basado, en realidad, en una rima infantil

inglesa, que acaso leyó —o escuchó de su abuela inglesa— durante su más tierna

infancia. En la Universidad de Chicago, explica cómo su madre colaboró con él para

ayudarlo a terminar su cuento «La intrusa», brindándole las palabras finales del

protagonista. De ese modo, aclara Borges, «por un instante [mi madre] se convirtió […]

en uno de los personajes del cuento».

A lo largo de todos estos diálogos resaltan también la timidez y la desconcertante

modestia del autor de Ficciones. En la Universidad de Indiana, Borges declara: «Pienso

que la gente ha exagerado mi importancia. Yo no creo que mi obra tenga tanto interés».

Y luego agrega: «Debo decirles a todos ustedes que les agradezco que me tomen en

serio. Es algo que yo no hago jamás». Esta actitud, que en otra persona podría parecer

mera afectación, era en Borges frecuente y totalmente franca. Y es que no solo hacía

estos comentarios en público. Varios de sus amigos y familiares las escuchaban con

frecuencia. Alicia Jurado solía recordar que una vez acompañó a Borges a cruzar la

Plaza San Martín, mucha gente se acercaba para felicitarlo y ponderar sus textos.

Borges, algo avergonzado y abrumado, agradecía una y otra vez sin decir nada. Pero al

llegar a la avenida se puso serio y le aclaró a Alicia: «Por favor, no vayas a creer lo que

dice toda esta gente. Son todos ellos actores, contratados por mí. Creo que exageran,

pero de todos modos hacen bien su trabajo, ¿no te parece?». Otra testigo directa de estas

situaciones fue su madre, Leonor Acevedo, quien con frecuencia lo acompañaba en sus

viajes. Al finalizar cada homenaje en el extranjero, Borges se volvía hacia ella y le

susurraba perplejo: «Caramba, madre, ¡me toman en serio!». Para terminar, vale

también aquí recordar aquella ocasión en la que Borges se encontraba firmando

ejemplares en una librería del centro de Buenos Aires. Un lector se le acercó con un

ejemplar de Ficciones y le espetó: «¡Maestro! ¡Usted es inmortal!». A lo que Borges

respondió: «Bueno, joven, ¡vamos!… ¡No hay por qué ser tan pesimista!».

Volviendo ya a un plano más académico, muchas de estas conversaciones giran en

torno de los intereses centrales de Borges: los límites entre la realidad y la imaginación,

las pesadillas, los sueños, el «otro» y el doble, el heroísmo de sus antepasados militares,

la cábala, el inglés antiguo, la memoria y el tiempo. Autores norteamericanos como

Robert Frost, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman reciben, como es de

esperar, una atención destacada. A la vez, y muy curiosamente, el hecho de hallarse en

los Estados Unidos lleva a Borges a explicar distintos aspectos de su país que para un

público argentino resultarían redundantes. Estas conversaciones contienen, por lo tanto

y aunque resulte paradójico, más opiniones de Borges sobre la Argentina que las que

figuran en otros diálogos que mantuvo con sus compatriotas. Pero la erudición de

Borges no respeta fronteras, de manera que para recorrer todos estos temas y autores, el

escritor tiende una red que abarca todo el orbe: la Islandia medieval, el viejo Buenos

Aires, las literaturas de China, la India y Japón, la Inglaterra sajona, y varios de sus

autores favoritos: Stevenson, Chesterton y Kipling, entre otros.

Borges enuncia asimismo en estas páginas el significado de varios de sus símbolos

recurrentes: explica el significado que tienen para él tigres y cuchillos, los compadritos y

las esquinas del barrio Sur. «[Tiendo a] comunicarme por medio de símbolos —aclara el

escritor argentino—. De haber sido una persona más explícita, no sería escritor».[3]

En el M. I. T., afirma que los laberintos representan su visión íntima del universo. En

diálogo con el astrofísico Kenneth Brecher y el estudioso de la cábala Jaime Alazraki,

asegura que el universo es un enigma, sugiere que «lo maravilloso es que jamás

podremos resolverlo», y finalmente concluye con una confesión que desarma por lo

profunda y simple: «Yo vivo en un perpetuo estado de asombro».

Estos diálogos, antes alejados en la geografía y en el tiempo, regresan ahora a la

Argentina y al idioma castellano. Esperamos que esta edición refleje la amistad, la

profundidad y la poesía que les dieron origen.

WILLIS BARNSTONE | MARTÍN HADIS

Marzo de 2021

Borges en el recuerdo

En el año 1975, Borges y yo compartimos una cena de Navidad en Buenos Aires. La

Argentina se encontraba por ese entonces sumida en graves tensiones políticas, y

Borges se encontraba muy serio. Comimos una buena comida, tomamos un buen vino y

conversamos, pero la sensación de angustia y opresión que asolaba al país estaba

también en nuestros pensamientos. Tras una larga y agradable sobremesa, llegó

finalmente el momento de partir. Esa noche había huelga de taxis y de colectivos, de

manera que nos vimos obligados a caminar, y Borges, como el caballero que era, insistió

en acompañar a María Kodama a su casa. Comenzamos a atravesar la ciudad bajo una

penumbra ventosa y lúcida. A medida que la noche transcurría, Borges parecía volverse

más y más atento a cada rasgo de las calles que íbamos dejando atrás, a la arquitectura

que sus ojos ciegos de alguna manera descifraban, a los pocos transeúntes que se

cruzaban en nuestro camino. Tras despedirnos de María, emprendimos el regreso. A las

pocas cuadras noté algo que me preocupó: Borges se detenía sistemáticamente cada

pocos pasos para hacer alguna afirmación notable y doblaba luego en cada esquina,

siguiendo un recorrido circular. Deduje de esto que Borges se había perdido y no tenía

la menor idea de cómo regresar a su casa. Pero la realidad era otra: no sólo no estaba en

absoluto perdido, sino que el motivo de esa trayectoria errática era deliberado, y mucho

más simple. Borges, sencillamente, tenía ganas de seguir conversando: acerca de su

hermana Norah y de su infancia, acerca de un asesinato que —me dijo— había

presenciado décadas atrás en el límite entre Brasil y Uruguay, acerca de las hazañas de

sus antepasados militares en distintos conflictos del siglo XIX. Con frecuencia su bastón

quedaba accidentalmente encajado en algún bache o grieta del asfalto, y Borges

aprovechaba entonces la ocasión para hacer una pausa, apoyarse sobre él y estirar a un

tiempo ambos brazos, en un solo movimiento armonioso que le confería el aire de un

actor. El dilatado paseo de esa noche me permitió comprobar una vez más que el

personaje y la conversación de Borges eran, al menos, tan profundos y brillantes como

su palabra escrita, y esto reafirmaba —al menos para mí— el valor de su obra literaria.

Cuando retornamos por fin al departamento de la calle Maipú, el alba despuntaba ya en

la vereda. Otra larga noche de conversaciones con Borges había llegado a su fin.

Esa misma tarde acompañé a Borges al Café Saint James. Allí pasamos varias horas

hablando sobre Dante y Milton. Por la noche fuimos a cenar a Maxim’s. Estábamos

saliendo de lo de Borges cuando me sentí invadido por una repentina sensación de

melancolía. Le dije: «Borges, siempre recordaré nuestras charlas y mi fascinación al

escucharlo, pero jamás podré recobrar las palabras exactas». Borges me tomó del brazo

y me respondió entonces con una de sus habituales observaciones paradójicas: «No se

preocupe, Willis. Recuerde lo que escribió Swedenborg: ‘Dios nos ha concedido la

memoria para que tengamos la capacidad de olvidar’».

Hoy me resultaría imposible recuperar cada una de las palabras de tantas horas que

pasé conversando con Borges en tantas circunstancias diferentes: volando en avión,

caminando por las calles de Buenos Aires o recorriéndolas en distintos autos, cenando

en restaurantes, o simplemente dialogando en una u otra casa. En las páginas que

siguen, sin embargo, han quedado registrados para siempre el candor, el asombro, la

sorpresa e inteligencia de Borges. No he conocido a ninguna otra persona en toda mi

vida que me brindara a la vez la calidad socrática, los razonamientos profundos y

graciosos, y las réplicas inesperadas que Borges ofrecía continuamente en su diálogo. Es

una verdadera fortuna que haya sido grabada y luego transcripta al menos una fracción

de las muchas conversaciones que Borges mantuvo con tantas otras personas a lo largo

de su vida, mientras ejercía ese otro arte que consideraba la máxima virtud argentina: la

amistad.

WILLIS BARNSTONE

lunes, 10 de julio de 2023

Lucio V. Mansilla (1831-1913) Fuente: Una excursión a los indios ranqueles , tercera edición, Buenos Aires, Juan A. Alsina Editor, 1890. El cabo Gómez

 




Tres cuentos / 1870

Lucio V. Mansilla (1831-1913)
Fuente: Una excursión a los indios ranqueles , tercera edición, Buenos Aires, Juan A. Alsina Editor, 1890.

 

El cabo Gómez

El fogón es la delicia del pobre soldado, después de la fatiga. Alrededor de sus resplandores desaparecen las jerarquías militares. Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y ríen a sus anchas. Y hasta los asistentes que cocinan el puchero y el asado, y los que ceban el mate, meten, de vez en cuando, su cuchara en la charla general, apoyando o contradiciendo alguna agudeza o alguna patochada.
Cuando Calixto Oyarzábal, mi asistente, dejó la palabra, con sentimiento de los que le escuchaban, pues es un pillo de siete suelas, capaz de hacer reír a carcajadas a un inglés, pidiéronme mis circunstantes mi cuentito.
Yo estaba de buen humor, así fue, que después de dirigirle algunas bromas a Calixto, que con su aire de zonzo estudiado, ha hecho ya una revolución en las provincias, para que veas lo que es el país, tomé a mi turno la palabra.
Y este cuento me permitirás que se lo dedique a un mi amigo que ha hecho la guerra en el Paraguay como oficial de un batallón de Guardia Nacional.
Se llama Eduardo Dimet, y como le quiero, me permitirás no te haga la pintura de su carácter y cualidades; porque los colores de la paleta del cariño son siempre lisonjeros y sospechosos.
Voy a mi cuento.
El cabo Gómez, era un correntino que se quedó en Buenos Aires cuando la primera invasión de Urquiza, que dio en tierra con la dictadura de Rosas.
Tendría Gómez así como unos treinta y cinco años; era alto, fornido, y columpiábase con cierta gracia al caminar; su tez era entre blanca y amarilla, tenía ese tinte peculiar a las razas tropicales; hablaba con la tonada guaranítica, mezclando, como es costumbre entre los correntinos y entre los paraguayos vulgares, la segunda y la tercera persona; en una palabra, era un tipo varonil simpático.
Marchó Gómez a la guerra del Paraguay, en el primer batallón del primer regimiento de G. N. que salió de Buenos Aires bajo las órdenes del comandante Cobo, si mal no recuerdo, y perteneció a la compañía de granaderos.
El capitán de ésta, era otro amigo mío, José Ignacio Garmendia, que después de haber hecho con distinción toda la campaña del Paraguay, anda ahora por Entre Ríos al mando de un batallón.
Un día leíase en la Orden General del 2º Cuerpo de Ejército del Paraguay, a que yo pertenecía: "Destínase por insubordinación, por el término de cuatro años, a un cuerpo de línea al soldado de G. N. Manuel Gómez".
Más tarde presentóse un oficial en el reducto que yo mandaba, que lo guarnecía el batallón 12 de línea, creado y diciplinado por mí, con esta orden: "Vengo a entregar a usted una alta personal".
Llamé a un ayudante y la alta personal fue recibida y conducida a la Guardia de Prevención.
Luego que me desocupé de ciertos quehaceres, hice traer a mi presencia al nuevo destinado para conocerle e interrogarle sobre su falta, amonestarle, cartabonearle y ver a qué compañía había de ir.
Era Gómez, y por su talla esbelta fue a la compañía de granaderos.
José Ignacio Garmendia comía frecuentemente conmigo en el Paraguay, así era que después de la lista de tarde casi siempre se le hallaba en mi reducto, junto con otro amigo muy querido de él y mío, Maximio Alcorta, aunque este excelente camarada, que lo mismo se apasiona del sexo hermoso que feo, tiene el raro y desgraciado talento de recomendar de vez en cuando a las personas que más estima, unos tipos que no tardan en mostrar sus malas mañas.
¡Cosas de Maximio Alcorta!
La misma tarde que destinaron a Gómez, Garmendia comió conmigo.
Durante la charla de la mesa -ya que en campaña a un tronco de yatay se llama así- me dijo que Gómez había sido cabo de su compañía; que era un buen hombre, de carácter humilde, subordinado, y que su falta era efecto de una borrachera.
Me añadió que cuando Gómez se embriagaba, perdía la cabeza, hasta el extremo de ponerse frenético si le contradecían, y que en ese estado lo mejor era tratarlo con dulzura, que así lo había hecho él siempre con el mejor éxito.
En una palabra, Garmendia me lo recomendó con esa vehemencia propia de los corazones calientes, que así es el suyo, y por eso cuantos le tratan con intimidad le quieren.
La varonil figura de Gómez y las recomendaciones de Garmendia predispusieron desde luego mi ánimo en favor del nuevo destinado.
A mi turno, pues, se lo recomendé al capitán de la compañía de granaderos, diciéndole todo lo que me había prevenido Garmendia.
El tiempo corrió...
Gómez cumplía estrictamente sus obligaciones, circunspecto y callado, con nadie se metía, a nadie incomodaba. Los oficiales le estimaban y los soldados le respetaban por su porte. De vez en cuando le buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza correntina.
En ese tiempo yo era mayor y jefe interino del batallón 12 de línea. Todos los sábados pasaba personalmente una revista general.
Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en las filas, cuadrado a plomo, inmóvil como una estatua, serio, melancólico, con su fusil reluciente, con su correaje lustroso, con todo su equipo tan aseado que daba gusto.
Gómez no tardó en volver a ser cabo.
Habrían pasado cinco meses.
Un día paseábame yo a lo largo de la sombra que proyectaba mi alojamiento, que era una hermosa carreta.
Esto era en el célebre campamento de Tuyutí, allá por el mes de agosto.
¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora! Pensaría en lo que amaba o en la gloria, que son los dos grandes pensamientos que dominan al soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las vueltas que di una voz conocida me sacó de la abstracción en que estaba sumergido.
Di media vuelta, y como a unos seis pasos a retaguardia, vi al cabo Gómez, cuadrado, haciendo la venia militar, doblándose para adelante, para atrás, a derecha e izquierda así como amenazando perder su centro de gravedad.
Sus ojos brillaban con un fuego que no les había visto jamás.
En el acto conocí que estaba ebrio.
Era la primera vez desde que había entrado en el batallón.
Por cariño y por las prevenciones que me había hecho Garmendia, le dirigí la palabra así:
-¿Qué quiere, amigo?
-Aquí te vengo a ver, che comandante, pa que me des licencia usted.
-¿Y para qué quieres licencia?
-Para ir a Itapirú a visitar a una hermanita que me vino de la Esquina.
-Pero hijo, si no estás bueno de la cabeza.
-No, che comandante, no tengo nada.
-Bien, entonces, dentro de un rato, te daré la licencia, ¿no te parece?
-Sí, sí,
Y esto diciendo, y haciendo un gran esfuerzo para dar militarmente la media vuelta y hacer como era debido la venia, Gómez giró sobre los talones y se retiró.
Pasó ese día, o mejor dicho llegó la tarde, y junto con ella Garmendia.
Contéle que Gómez se había embriagado por primera vez, y me dijo que debía haberío hecho para perder el miedo de hablar con el jefe, que cuando estaba en su batallón así solía hacer algunas veces.
Como él y yo nos interesábamos en el hombre, sobre tablas entramos a averiguar cuánto tiempo hacía que estaba ebrio cuando habló conmigo.
Llamé al capitán de granaderos, le hicimos varias preguntas y de ellas resultó exactamente lo que me acababa de decir Garmendia: que Gómez había tomado para atreverse a llegar hasta mí.
Empezando por el sargento primero de su compañía y acabando por el capitán, a todos los que debía les había pedido la venia para hablar conmigo estando en perfecto estado; de lo contrario, no se la habrían concedido.
Al otro día de este incidente, Gómez estaba ya bueno de la cabeza. Iba a llamarlo, mas entraba de guardia, según vi al formar la parada y no quise hacerlo.
Terminado su servicio, le llamé, y recordándole que tres días antes me había pedido una licencia, le pregunté si ya no la quería.
Su contestación fue callarse y ponerse rojo de vergüenza.
-¿Por cuántos días quiere usted licencia, cabo?
-Por dos días, mi comandante.
-Está bien; vaya usted, y pasado mañana, al toque de asamblea, está usted aquí.
-Está bien, mi comandante.
Y esto diciendo, saludó respetuosamente, y más tarde se puso en marcha para Itapirú, y a los dos días, cuando tocaban asamblea, la alegre asamblea, el cabo Gómez entraba en el reducto, de regreso de visitar a su hermana, bastante picado de aguardiente, cargado de tortas, queso y cigarros que no tardó en repartir con sus hermanos de armas.
Yo también tuve mi parte, tocándome un excelente queso de Goya, que me mandaba su hermana, a quien no conocía.
¡En el mundo no hay nada más bueno, más puro, más generoso que un soldado!
El tiempo siguió corriendo.
Marchamos de los campos de Tuyutí a los de Curuzú para dar el famoso asalto de Curupaití.
Llegó el memorable día, y tarde ya, mi batallón recibió orden de avanzar sobre las trincheras.
Se cumplió con lo ordenado.
Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto, caía herido y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos en un trueno prolongado; porque las detonaciones del cañón no cesaban.
A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria.
Recorriendo de un extremo a otro hallé al cabo Gómez, herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado.
-Retírese, cabo -le dije.
-No, mi comandante -me contestó-, todavía estoy bueno -y siguió cargando su fusil y yo mi camino.
Al regresar de la extrema derecha del batallón a la izquierda, volví a pasar por donde estaba Gómez.
Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga, Porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna.
-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno -le dije.
-Cuando usted se retire, mi comandante, me retiraré -repuso, y echando un voto, agregó: -¡paraguayos, ahora verán!
Y ebrio con el olor de la pólvora y de la sangre, hacía fuego y cargaba su fusil con la rapidez del rayo, como si estuviese ileso.
Aquel hombre era bravo y sereno como un león.
Ordené a algunos heridos leves que se retiraban que le sacaran de allí, y seguí para la izquierda.
El asalto se prolongaba...
Yendo yo con una orden, recibí un casco de metralla en un hombro, y no volví al fuego de la trinchera.
Pocos minutos después, el ejército se retiraba salpicado con la sangre de sus héroes, pero cubierto de gloria.
Para pasar el parte, fue menester averiguar la suerte que le había cabido a cada uno de los compañeros.
Esta ceremonia militar es una de las más tristes.
Es una revista en la que los vivos contestan por los muertos, los sanos por los heridos.
¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho después de un combate, durante ese acto solemne?
-¡Juan Paredes!
-¡Presente!...
-¡Pedro Torres!
-¡Herido!...
-¡Luis Corro!
-¡Muerto!...
¡Ah! ese "¡muerto!" hace un efecto que es necesario sentirlo para comprender toda su amargura.
Según la revista que se pasó en el 12 de línea por el teniente primero don Juan Pencienati, que fue el oficial más caracterizado que regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y según otras averiguaciones que se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo Gómez había muerto y por muerto se le dio.
En la visita que se mandó pasar a los hospitales de sangre no se halló al cabo Gomez.
Para mí no cabía duda, de que Gómez, si no había muerto, había caído prisionero herido.
Los soldados decían: -No, señor, el cabo Gómez ha muerto. Nosotros le hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la trinchera con la bandera.
Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se siente la separación eterna de objetos queridos.
Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más echaba de menos era el cabo Gómez.
La actitud de ese hombre oscuro, tendido de barriga, herido en las dos piernas, y haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero, estaba impresa en mí con indelebles caracteres.
Esta visión no se borrará jamás de mi memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar todo.
Y por hoy termino aquí, y mañana proseguiré mi cuento.
Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo. Mañana te contaré la vida de un muerto.
Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también te interesará.
A los del fogón que me escucharon les sucedió así.
El ejército volvió a ocupar sus posiciones de Tuyutí; mi batallón su antiguo reducto.
Durante algún tiempo fue pan de cada día conversar del asalto de Curupaití, ora para hacer su crítica, ora para recordar los héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de luto.
La sucesión del tiempo, nuevos combates, otros peligros, iban haciendo olvidar las nobles víctimas.
Sólo persistía en el espíritu el recuerdo de los predilectos, esos predilectos del corazón, cuya imagen querida no desvanecen ni el dolor ni la alegría.
De cuando en cuando, los hospitales de Itapirú, de Corrientes y de Buenos Aires, nos remitían pelotones de valientes curados de sus gloriosas y mortales heridas.
La humanidad y la ciencia hacían en esa época de lucha diaria y cruenta, verdaderos milagros.
¡Cuántos que salieron horriblemente mutilados del campo de batalla, no volvieron a los pocos días a empuñar con mano vigorosa el acero vengador!
Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en tiempo oficiales de confianza a revisar los hospitales, tomar buena nota de sus enfermos o heridos respectivos y socorrerles en cuanto cabía.
Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día a día esperaba algunas altas.
Pensaba en esto quizá, cierta mañana, paseándome, según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito de Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme:
-Señor, una alta del hospital.
Su fisonomía traicionaba una sorpresa.
-¿Y quién, hombre?
-Un muerto.
-¿Cuál de ellos?
-El cabo Gómez.
Al oírle salté, impaciente y alegre del parapeto a la explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría.
La noticia de la aparición del cabo Gómez ya había cundido por las cuadras.
Cuando llegué a la puerta de la Mayoría, un grupo de curiosos la obstruía.
Me abrieron paso y entré.
El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil y llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle.
Realmente, parecía un resucitado.
Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan un baile para celebrar esa noche la resurrección de un compañero y el regreso del primer herido.
El batallón era un barullo. Todos querían ver a un tiempo al cabo; los unos le hacían señas con la cabeza, los otros con las manos, los que no podían verle bien, se trepaban sobre el mojinete de los ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a mí.
-¿Y cómo te ha ido, hombre?
-Bien, mi comandante.
-¿Dónde está la alta? -pregunté al oficial encargado de la Mayoría.
Diómela, y notando que era de un hospital brasilero, me dirigí al cabo.
-¿Qué, has estado en un hospital brasilero?
-Sí, mi comandante.
-¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando yo te ordené salieras de la trinchera ya estabas herido de las dos piernas, no te podías mover.
-Mi comandante, cuando los demás se retiraron con la bandera, viendo yo que nadie me recogía, porque no me oían o no me veían, me arrastré como pude, y me escondí en unas pajas a ver si en la noche me podía escapar.
-¿Y cómo te escapaste?
-Cuando los nuestros se retiraron, los paraguayos salieron de la trinchera y comenzaron a desnudar los heridos y los muertos. Yo estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que mataban a algunos que estaban penando , me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban. No me tocaron, anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la noche se puso oscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome del fusil, que es este mismo, mi comandante.
Un silencio profundo reinaba en aquel momento. Todos contenían hasta la respiración, para no perder una palabra de las del cabo.
-¿Y por dónde saliste?
-Esa noche no pude salir, porque no era baqueano, y me perdí varias veces, y me costaba mucho caminar, porque me dolían los balazos. Pero así que vino la mañanita, ya supe dónde debía ir; porque oí la diana de los brasileros. Seguí el rumbo y el humo de un vapor, y salí a Curuzú. Allí había muchos heridos, que estaban embarcando; a mí me embarcaron con ellos y me llevaron a Corrientes, y allí he estado en el hospital, y ya estoy muy mejor, mi comandante y me he venido porque ya no podía aguantar las ganas de ver el batallón.
-¡Viva el cabo Gómez, muchachos! -grité yo.
-¡Viva! -contestaron los muy bribones, que nunca son más felices que cuando se les incita al desorden y se les deja la libertad de retozar.
Y se lo llevaron al cabo Gómez en triunfo, dándole mil bromas, y siendo su venida inesperada un motivo de general animación y contento durante muchas horas.
Estas escenas de la vida militar, aunque frecuentes, son indescriptibles.
Garmendia vino esa tarde a compartir mi pucherete, mi asado flaco y mi fariñía, sabiendo ya por uno de sus asistentes que el cabo Gómez había resucitado.
Garmendia tiene fibras de soldado y estaba infantilmente alegre del suceso; así fue que la primera cosa que me dijo al verme, fue:
-Con que el cabo Gómez no había muerto en Curupaití, ¡cuánto me alegro! ¿Y dónde está, llámelo, vamos a preguntarle cómo se escapó?
Contéle entonces todo lo que acababa de referirme el cabo; pero como se empeñase en verle la cara, le hice venir.
Interrogado por Garmendia, repitió lo que ya sabemos, con algunos agregados, como por ejemplo, que la noche que estuvo oculto, él mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y vendas de la ropa de un muerto.
Contónos también que estaba muy triste y avergonzado, porque en los primeros momentos del fuego, el día de Curupaití, el alférez Guevara le había pegado un bofetón, creyendo que estaba asustado, y diciéndole: -¡Eh!, haga fuego, déjese de mirar el oído del fusil.
Que él no había estado asustado ese día, que cuando el alférez le pegó, estaba limpiando la chimenea de su arma, que recién se asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus posiciones desnudando y matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dio miedo que lo ultimaran sin poder hacerles cara.
Y todo esto era dicho con una ingenuidad que cautivaba, dando la medida del temple de ese corazón de acero.
Garmendia gozaba como en el día de sus primeras revelaciones. Yo me sentía orgulloso de contar en mis filas un nene como aquél.
Confieso que le amaba.
Esa misma noche, y con motivo de las interminables preguntas de Garmendia, supe que Gómez había padecido en otro tiempo de alucinaciones.
Explicónos en su media lengua, lo mejor que pudo, que en Buenos Aires, siendo más joven, había tenido una querida. Que esta mujer le había sido infiel y que había estado preso por una puñalada que le diera.
Al recordarla, una especie de celaje sombrío envolvió su rostro, al mismo tiempo que cierta sonrisa tierna vagó por sus labios.
La curiosidad aumentaba el interés de este tipo, crudo, enérgico y fuerte, tan común en nuestro país.
Inquiriendo las causas que armaron el brazo de este Otelo correntino, sacamos en limpio que su querida no había faltado a los compromisos contraídos o a la fe jurada.
Que en sueños, mientras dormían juntos, la había visto en brazos de un rival, que él aborrecía mucho; que cuando se despertó, el hombre no estaba allí, pero que él lo veía patente; que lo hirió en el corazón, y que, a un grito de su querida, volvió en si, despertándose del todo, y viendo recién que estaban los dos solos y que su cuchillo se había clavado en el pecho de su bien amada.
Este relato debe conservarse indeleble en la memoria de Garmendia; porque esa noche, después me dijo varias veces que si no pensaba escribir aquello.
Yo entonces tenía mi espíritu en otra línea de tendencias y no lo hice nunca.
A no ser mi excursión a Tierra Adentro, la historia de Gómez queda inédita, en el archivo de mis recuerdos.
Creerán algunos que a medida que corre la pluma voy fraguando cosas imaginarias, por llenar papel y aumentar el efecto artificial de estas mal zurcidas cartas.
Y sin embargo todo es cierto.
Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario no son tan profundos.
La visión puede convertirse en una amable o en una espantosa realidad.
Las ideas son precursoras de hechos.
Hay más posibilidad de que lo que yo pienso sea, que seguridad de que un acontecimiento cualquiera se repita.
Las viejas escuelas filosóficas discurrían al revés.
El pasado no prueba nada. Puede servir de ejemplo, de enseñanza no.
Pero me echo por esos trigales de la pedantería y temo perderme en ellos.
Gómez nos hizo pasar una noche amena.
Al día siguiente otras impresiones sirvieron de pasto a la conversación; sin duda alguna que nada hay tan fecundo para la cabeza y para el corazón como dos ejércitos que se acechan, que se tirotean y se cañonean desde que sale el sol hasta que se pone.
Gómez dejó de ocupar por algún tiempo la atención de Garmendia y la mía.
¡Qué persistencia de personalidad!
Una mañana, regresando a caballo a mi reducto, pasé como de costumbre, por el campamento del viejo y querido Mateo J. Martínez.
Jamás lo hacía sin recibir o dar alguna broma.
Este viejo en prospecto, para que no enfade, si desconoce su actualidad, tiene la facilidad difícil de hacerse querer de cuantos le tratan con intimidad.
Iba a decir, que al pasar por el alojamiento de don Mateo, supe por él que en mi batallón había tenido lugar un suceso desagradable.
-¿Usted paseando, amigo, y en su reducto matando vivanderos?
-¡No embrome, viejo!
-¿Qué no embrome? Vaya y verá.
Piqué el caballo y lleno de ansiedad y confusion partí al galope, llegando en un momento a mi reducto.
No tuve necesidad de interrogar a nadie. Un hombre maniatado que rugia como una fiera en la guardia de prevención me descorrió el velo del misterio.
-¡Desaten ese hombre! -grité con inexplicable mezcla de coraje y tristeza.
Y en el acto el hombre fue desatado, y los rugidos cesaron, oyéndose sólo:
-Quiero hablar con mi Comandante.
Vino el Comandante de campo, y en dos palabras me explicó lo acontecido.
-¡Han asesinado a un vivandero que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara!
-¿Quién?
-El cabo Gómez.
-¿Y quién lo ha visto?
-Nadie, señor; pero se sospecha sea él, porque está ebrio, y murmura entre dientes: -Había jurado matarlo, ¡un bofetón a mí!...
¡Me quedé aterrado!
Pasé el parte sin mentar a Gómez.
Y aquí termino hoy.
Lo que no tiene interés en sí mismo, puede llegar a picar la curiosidad del amigo y de los lectores, según el método que se siga al hacer la relación.
El cabo Gómez queda preso.
Un hombre había sido asesinado en pleno día, durante la luz meridiana, en un recinto estrecho, de cien varas cuadradas, en medio de cuatrocientos seres humanos, con ojos y oídos; el cadáver estaba ahí encharcado en su sangre humeante, sin que nadie le hubiera tocado aún cuando yo penetré en el reducto, y nadie, nadie, absolutamente nadie, podía decir, apoyándose en el testimonio inequívoco de sus sentidos: el asesino es fulano.
Y sin embargo, todo el mundo tenía el presentimiento de que había sido el cabo Gómez y algunos lo afirmaban, sin atreverse a jurar que lo fuera.
¡Qué extraño y profético instinto el de las multitudes!
Inmediatamente que pasé el parte, que se redujo a dar cuenta del hecho y a pedir permiso para levantar una sumaria, traté de averiguar lo acontecido.
Cuando vino la contestación correspondiente, yo estaba convencido ya de que el asesino era el cabo Gómez.
El hombre que viendo al extranjero amenazar su tierra marcha cantando a las fronteras de la Patria; que cruza ríos y montañas, que no le detienen murallas, ni cañones, que todo lo sacrifica, tiempo, voluntad, afecciones, y hasta la misma vida; que si se le grita ¡arriba! se levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí! , ahí muere, en el momento quizá más dulce de la existencia, cuando acaba de recibir tiernas cartas de su madre y de su prometida que esperanzadas en la bondad inmensa de Dios, le hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese hombre no merece que en un instante solemne de la vida se haga algo por él?
Eso hice yo. Y para que no me quedase la menor duda de que el asesino era el indicado, le hice comparecer ante mí, e interrogándole con esa autoridad paternal y despótica del jefe, me hice la ilusión de arrancarle sin dificultad el terrible secreto.
El cabo estaba aún bajo la influencia deletérea del alcohol; pero bastante fresco para contestar con precisión a todas mis preguntas.
-Gómez -le dije afectuosamente- quiero salvarte; pero para conseguirlo necesito saber si eres tú el que ha muerto al hombre ese que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara.
El cabo no respondió, clavándose sus ojos en los míos y haciendo un gesto de esos que dicen: dejadme meditar y recordar.
Dile tiempo, y cuando me pareció que el recuerdo le asaltaba, proseguí:
-Vamos, hijo, dime la verdad.
-Mi Comandante -repuso con el aire y el tono de la más perfecta ingenuidad-, yo no he muerto ese hombre.
-Cabo -agregué, fingiendo enojo-, ¿por qué me engañas? ¿a mí me mientes?
-No, mi Comandante.
-Júralo, por Dios.
-Lo juro, mi Comandante.
Esta escena pasaba lejos de todo testigo. La última contestación del cabo me dejó sin réplica y caí en meditación, apoyando mi nublada frente en la mano izquierda como pidiéndole una idea.
No se me ocurrió nada.
Le ordené al cabo que se retirara.
Hizo la venia, dio media vuelta y salió de mi presencia, sin haber cambiado el gesto que hizo cuando le dirigí mi primera pregunta.
A pocos pasos de allí, le esperaban dos custodias que le volvieron a la guardia de prevención.
Yo llamé un ayudante y dicté una orden, para que el alférez don Juan Alvarez Ríos procediese sin dilación a levantar la sumaria debida.
Alvarez era el fiscal menos aparente para descubrir o probar lo acaecido; por eso me fijé en él. No porque fuera negado, al contrario, sino porque es uno de esos hombres de imaginación impresionable, inclinados a creer en todo lo que reviste caracteres extraordinarios o maravillosos.
A pesar del juramento del cabo yo tenía mis dudas, y estaba resuelto a salvarle aunque resultasen vehementes indicios contra él de lo que Alvarez inquiriese.
Volví, pues, a tomar nuevas averiguaciones con el doble objeto de saber la verdad y de mistificar la imaginación de Alvarez, previniendo mañosamente el ánimo de algunos.
Por su parte, Alvarez se puso en el acto en juego, no habiéndoselas visto jamás más gordas.
Empezó por el reconocimiento médico del cadáver, registro, etc., y luego que se llenaron las primeras formalidades, vino a mí para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se había hallado algún dinero, creo que doce libras esterlinas, y consultarme qué haría con ellas.
Díjele lo que debía hacer y así como quien no quiere la cosa, agregué: -¿No le decía a usted que Gómez no podía ser el asesino?; se habría robado el dinero.
Esta vulgaridad surtió todo el efecto deseado, porque Alvarez me contestó: -Eso es lo que yo digo, aquí hay algo.
Más tarde volvió a decirme que se había encontrado un cuchillo ensangrentado cerca del lugar del crimen; pero que habiendo muchos iguales no se podía saber si era el del cabo Gómez o no; que después lo sabría y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el suyo, el asesino no podía ser él.
Aunque era cierto que la desaparición del cuchillo de Gómez podría probar algo, también podría no probar nada. Era, sin embargo, mejor que resultase que el cabo tenía el suyo.
Otro cabo, Irrazábal, hombre de toda mi confianza, que había sido mi asistente mucho tiempo, fue de quien me valí para saber si Gómez tenía o no su cuchillo.
Irrazábal estaba de guardia, de manera que no tardé en salir de mi curiosidad.
Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura nada menos.
Quedéme perplejo al saberlo.
Voy a pasar por alto una infinidad de detalles. Sería cosa de nunca acabar.
Alvarez siguió fiscalizando los hechos, enredándose más a medida que tomaba nuevas declaraciones; lo que sobre todo acabó de hacerle perder su latín, fue la declaración de Gómez, que negó rotundamente haber asesinado a nadie.
Unas cuantas manchas de sangre que tenía en la manga de la camisa, cerca del puño, dijo que debían ser de la carneada.
Efectivamente, esa mañana había estado en el matadero del ejército, con un pelotón de su compañía que salió de fagina.
Y para mayor confusión, resulta que se había dado un pequeño tajo en el pulgar de la mano izquierda, con el cuchillo de otro soldado.
No obstante, la conciencia del batallón -sin que nadie hubiese afirmado terminantemente cosa alguna contra Gómez- seguía siendo la conciencia del primer momento: Gómez es el asesino.
Al fin, acabó por haber dos partidos: uno de los oficiales y de los soldados más letrados; otro de los menos avisados, que era el partido de la gran mayoría.
La minoría sostenía que Gómez no era el asesino del vivandero, y hasta llegó a susurrarse que éste y el alférez Guevara habían tenido un disputa muy acalorada insinuando otros con malicia que Guevara le debía mucho dinero.
Alvarez estaba desesperado de tanta versión y opinión contradictoria, y sobre todo, lo que más le trabucaba era la opinión mía, favorable en todas las emergencias que sobrevenían a la causa de Gómez.
Los oficiales más diablos le tenían aterrado zumbándole al oído que sería severamente castigado si nada probaba, y con mucha más razón si sin pruebas ponía una vista contra Gómez.
El pobre alférez iba y venía en busca de mi inspiración y salía siempre cabizbajo con esta reflexión mía:
-¡Cuántas veces no pagan justos por pecadores!
Como era natural, la sumaria no tardó en estar lista. En campaña el término es limitadísimo para estos procedimientos.
Fue elevada, y sobre la marcha se ordenó que el cabo Gómez fuera juzgado en Consejo de Guerra ordinario.
El auditor del Ejército, joven español lleno de corazón y de talento, que sirvió como un bravo, que luchó como un hombre templado a la antigua, contra el cólera dos veces, contra la fiebre intermitente, contra todas las demás plagas del Paraguay, y que ha muerto en el olvido, que así suele pagar la patria la abnegación, era mi particular amigo; yo le había colocado al lado del general Emilio Mitre cuando dejé de ser su secretario militar.
Por él supe lo que contenía la causa de Gómez, que Alvarez, a pesar de su notoria inhabilidad, algo había descubierto, que arrojaba sospechas de que Gómez era el verdadero autor del crimen.
Nombrado el consejo y prevenido yo por Mariño, procuré con el mayor empeño hacer atmósfera en pro de mi protegido, viendo a los vocales, conversándoles del suceso y diciéndoles qué clase de hombre era el acusado, sus servicios, su valor heroico y el amor que por esas razones le tenía.
Reunióse el consejo el día y hora indicado, y Gómez fue llevado ante él, con todas las formalidades y aparato militar, que son imponentes.
La opinión del batallón se había hecho mientras tanto unánime contra Gómez. Sólo había disputas sobre su suerte. Los unos creían que sería fusilado; los otros que no, que sería recargado, porque el General en Jefe, en presencia de sus méritos y servicios, que yo haría constar, le conmutaría la pena, dado el caso que el consejo le sentenciara a muerte.
Yo era el único que no tenía opinión fija.
Parecíame a veces que Gómez era el asesino, otras dudaba, y lo único que sabía positivamente era que no omitiría esfuerzo por salvarle la vida.
A fin de no perder tiempo, asistí como espectador al juicio, mas viendo que el ánimo de algunos era contrario a mi ahijado, me disgusté sobremanera y me volví a mi campo sumamente contrariado.
Se leyó la causa, y cuando llegó el momento de votar, el consejo se encontró atado. En conciencia, ninguno de los vocales se atrevía a fallar condenando o absolviendo.
Entonces, guiado el consejo por un sentimiento de rectitud y de justicia, hizo una cosa indebida.
Remitieron los autos y resolvieron esperar. Y volviendo éstos sin tardanza, el Consejo Ordinario se convirtió en Consejo de Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar a una porción de preguntas sugestivas cuyo resultado fue la condenación del cabo.
Los que presenciaron el interrogativo, me dijeron que el valiente de Curupaití no desmintió un minuto siquiera su serenidad, que a todas las preguntas contestó con aplomo.
Antes de que el cabo estuviera de regreso del consejo, ya sabía yo cuál había sido su suerte en él.
Púseme en movimiento, pero fue en vano. Nada conseguí. El superior confirmó la sentencia del consejo, y al día siguiente en la Orden General del Ejército salió la orden terrible mandando que Gómez fuera pasado por las armas al frente de su batallón con todas las formalidades de estilo.
No había que discutir ni que pensar en otra cosa, sino en los últimos momentos de aquel valiente infortunado.
¡La clemencia es caprichosa!
Los preparativos consistieron en ponerle en capilla y en hacer llamar al confesor.
Todos habían acusado a Gómez y todos sentían su muerte.
El cabo oyó leer su sentencia, sin pestañear, cayendo después en una especie de letargo. Yo me acerqué varias veces a la carpa en que se le había confinado, hablé en voz alta con el centinela y no conseguí que levantara la cabeza.
El confesor llegó; era el padre Lima.
Gómez era cristiano y le recibió con esa resignación consoladora que en la hora angustiosa de la muerte da valor.
El padre estuvo un largo rato con el reo, y dejándolo otro solo, como para que replegase su alma sobre sí misma, vino donde yo estaba, encantado de la grandeza de aquel humilde soldado.
Quise preguntarle si le había confesado algo del crimen que se le imputaba, y me detuve ante esa interrogación tremenda, por un movimiento propio y una admonición discreta del sacerdote, que sin duda conoció mi intención y me dijo: -Queda preparándose.
Yo pasé la noche en vela junto con el padre. El por sus deberes, y yo por mi dolor, que era intenso, verdadero, imponderable, no podíamos dormir.
Quería y no quería hablar por última vez con el cabo.
Me decidí a hacerlo.
¡Pobre Gómez! Cuando me vio entrar agachándome en la carpa, intentó incorporarse y saludarme militarmente. Era imposible por la estrechez.
-No te muevas, hijo -le dije.
Permaneció inmóvil.
-Mi Comandante -murmuró.
Al oír aquel mi Comandante, me pareció escuchar este reproche amargo:-Usted me deja fusilar.
-He hecho todo lo posible por salvarte, hijo.
-Ya lo sé, mi Comandante -repuso, y sus ojos se arrasaron en lágrimas, y los míos también, abrazándonos.
Dominando mi emoción le pregunté:
-¿Cómo hiciste eso?
-Borracho, mi Comandante.
-¿Y cómo me lo negaste el primer día?
-Usted me preguntó por un vivandero, y yo creía haber muerto al alférez Guevara.
-¿Esa fue tu intención?
-Sí, mi Comandante; me había dado un bofetón el día del asalto de Curupaití, sin razón alguna.
-¿Y qué has confesado en el Consejo?
-Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído que el muerto era el alférez. Me han preguntado tantas cosas que me he perdido.
Salí de allí...
Hablé con el padre y le rogué le preguntara a Gómez qué quería.
Contestó que nada.
Le hice preguntar si no tenía nada que encargarme, que con mucho gusto lo haría.
Contestó, que cuando viniese el Comisario, le recogiese sus sueldos; que le pagase un peso que le debía al sargento primero de su compañía y que el resto se lo mandara a su hermana, que vivía en la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos.
Pasó la noche tristemente y con lentitud.
El día amaneció hermoso, el batallón sombrío.
Nadie hablaba. Todos se aprestaban en sepulcral silencio para las ocho.
Era la hora funesta y fatal.
La orden, que yo presidiera la ejecución.
No lo hice, porque no podía hacerlo. Estaba enfermo.
Mi segundo salió con el batallón y mandó el cuadro.
Yo me quedé en mi carreta. La caja batía marcha lúgubremente.
Yo me tapé los oídos con entre ambas manos.
No quería oír la fatídica detonación.
Después me refirieron cómo murió Gómez.
Desfiló marcialmente por delante del batallón repitiendo el rezo del sacerdote.
Se arrodilló delante de la bandera, que no flameaba sin duda de tristeza.
Le leyeron la sentencia, y dirigiéndose con aire sombrío a sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco repercutió con amargura:
-¡Compañeros: así paga la Patria a los que saben morir por ella!
Textuales palabras, oídas por infinitos testigos que no me desmentirán.
Quisieron vendarle los ojos y no quiso.
Se hincó... Un resplandor brilló... los fusiles que apuntaron... oyóse un solo estampido... Gómez había pasado al otro mundo.
El batallón volvió a sus cuadras y los demás piquetes del ejército a las suyas, impresionados con el terrible ejemplo, pero llorando todos al cabo Gómez.
A los pocos días yo, tuve una aparición... Decididamente hay vidas inmortales.
A inmediaciones de mi reducto estaba el palmar de Yataití,donde tantos y tan honrosos combates para las armas argentinas tuvieron lugar.
Allí fue enterrado el cabo Gómez y sobre su sepulcro mandé colocar una tosca cruz de pino con esta inscripción:
"Manuel Gómez,cabo del 12 de línea".
Durante algunas horas,su memoria ocupó tristemente la imaginación de mis buenos soldados. Y, poco a poco, el olvido, el dulce olvido fue borrando las impresiones luctuosas de ese día. Al día siguiente si su nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor sufrido.
Así es la vida, y así es la humanidad. Todo pasa, felizmente, en una sucesión constante, pero interrumpida, de emociones tiernas o desagradables, profundas o superficiales.
Ni el amor, ni el odio, ni el dolor, ni la alegría absorben por completo la existencia de ningún mortal. Sólo Dios es imperecedero.
La muchedumbre olvidó luego, como ves, el trágico fin del cabo.
Yo me dispuse a cumplir sus últimas voluntades.
Llamé al sargento primero de la compañía de Granaderos, y con esa preocupación fanática que nos hace cumplir estrictamente los caprichos póstumos de los muertos queridos, le pagué el peso que le debía el cabo.
Confieso que después de hacerlo, sentía un consuelo inefable.
¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces!
Es por eso que el hombre debe ser observado y juzgado por sus obras chicas, no por sus obras grandes.
En el cumplimiento de las últimas, está interesado generalmente el honor o el crédito, el amor propio o el orgullo, el egoísmo o la ambición.
En el cumplimiento de las primeras no influye ninguno de esos poderosos resortes del alma humana, sino la conciencia.
Cancelada la deuda con el sargento, me quedaba por hacer la remisión prometida de los haberes devengados de Gómez a la Esquina.
Esperar al Comisario era un sueño. ¿Cuándo vendría éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo? ¿Me entregaría, sobre todo, los sueldos del cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de nuestros soldados muertos en el campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la Patria, o por su honor ultrajado?
¿No es ésa la consecuencia del odioso e imperfecto sistema administrativo militar que tenemos?
Gómez no era un soldado antiguo en mi batallón. Reservándome, pues, ver si recogía sus sueldos de Guardia Nacional, resolví mandarle a su hermana los seis u ocho que se le debían como soldado de línea.
Simbad , el corresponsal del "Standard", a la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de la Esquina y mi antiguo amigo.
Debo a él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura del Cosmos ese monumento imperecedero de la sapiencia del siglo XIX.
De Simbad iba a valerme para remitir a su destino la pequeña herencia.
Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una orden y del más terrible de los deberes.
Yo había ido de mi reducto, según costumbre que tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor.
Tenía éste dos puertas. Una que daba al naciente y otra al poniente. La última estaba abierta. El general Gelly escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta paraguaya, dándole la espalda.
¿En qué pensaba?
Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las delicias de su estancia.
-Aquí me lo paso -te decía cierta hermosa tarde de primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña-, pensando... pensando...
Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica: - En qué... en qué...
Y el pobre hombre contestaba: - En nada... en nada...
El General era distraído de su escritura a cada paso, por oficiales que se presentaban con distintas solicitudes, dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta.
Yo seguía pensando ...
En el instante en que mi pensamiento se perdía, que sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo, con tonada correntina, resonó en mis oídos:
-Aquí te vengo a ver, V. E., para que...
Mi sangre se heló, mi respiracion se interrumpió..., quise dar vuelta, ¡imposible!
-Estoy ocupado -murmuró el General, y el ruido del rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes de un moribundo.
-Haceme, che, V. E., el favor...
-Estoy ocupado -repitió el General.
Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas en que se ciernen las águilas.
Debía estar pálido, como la cera más blanca.
El general Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y al ver la emoción angustiosa de que era presa, preguntóme, con inquietud:
-¿Qué tiene usted?
No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.
El General estaba confuso. Yo debía parecer muerto y no enfermo.
-¡Mansilla! -dijo.
-General -repuse, y haciendo un esfuerzo supremo di vuelta la cabeza y miré a la puerta.
Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me hubiera desmayado.
Mis labios callaron; pero como suspendido por un resorte y a la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en las tablas de la escena teatral, fuime levantando poco a poco de la silla y como queriendo retroceder.
-Che, V. E., hacé vos el favor -volvió a oírse. El general Gelly se puso de pie, y dirigiéndose a la voz que venía de la puerta contestó:
-¿Qué quieres?
Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi mano a ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos o hacerlos converger a un solo foco, miré al General y exclamé con pavor:
-¡El cabo Gómez!
Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta del rancho del General, con el mismo rostro que tenía la noche que le vi por última vez.
Sólo su traje había variado. No revestía ya el uniforme militar, sino un traje talar negro.
Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me pareció una eternidad.
El general Gelly volvió a repetir:
-Vamos, ¿qué quieres? -Y dirigiéndose a mí:
-¿Está usted enfermo?
La aparición contestó:
-Quiero que me dejes velar la crucecita de mi hermano.
-¿La crucecita de tu hermano? -repuso el General con aire de no entender bien.
-Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...
Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando sus lágrimas con la punta del pañuelo negro que cubría sus hombros.
Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mi.
-¿Y dónde está la crucecita de tu hermano? -dijo el General.
-En el cementerio de la Legión Paraguaya.
Entonces, tomando yo la palabra, como aquella desdichada mujer no podía dejar de interesarme, la dije:
-No, estás equivocada, la cruz de Gómez no está ahí.
-Yo sé -murmuró.
Queriendo convencerla, le dije:
-Yo soy el jefe del 12 de línea, que era el cuerpo de tu hermano.
-Yo sé -murmuró, retrocediendo con marcada impresión de espanto.
-Yo tengo los sueldos de tu hermano para ti; ven a mi batallón, que está en el reducto de la derecha, te los daré y te haré enseñar dónde está su cruz.
-Yo sé -murmuró.
Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando por que la mujer fuera a mi reducto para darle los sueldos de su hermano e indicarle el sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no, contestando sólo: Yo sé .
El general Gelly, picado por la curiosidad de aquel carácter tan tenaz, al parecer, la hizo varias preguntas:
-¿De dónde vienes?
-De la Esquina.
-¿Cuándo saliste de allí?
-Antes de ayer.
-¿Dónde supiste la muerte de tu hermano?
-En ninguna parte.
-¿Cómo en ninguna parte?
-En ninguna parte, pues.
-¿Te la han dado en Itapirú, o aquí en el campamento?
-En ninguna parte.
-¿Y entonces, cómo la has sabido?
La hermana de Gómez refirió entonces, con sencillez, que en sueños había visto a su hermano que lo llevaban a fusilar; que como sus sueños siempre le salían ciertos, había creído en la muerte de aquél, y que tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se había venido a velar su crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que era fija en ella.
A las interpelaciones del general Gelly siguieron las mías.
El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar precisamente en el momento en que éste estaba en capilla, recibiendo los auxilios espirituales.
Un hilo invisible y magnético une la existencia de los seres amantes, que viven confundidos por los vínculos tiernísimos del corazón.
Y, como ha dicho un gran poeta inglés: hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado la filosofía.
Empeñéme con la mujer cuanto pude, a fin de que fuera a mi reducto, intentando seducirla con el halago de los sueldos de su hermano.
¡Fue en vano!
El General la despidió, diciéndole que podía velar la crucecita de su hermano.
Y después de cambiar algunas palabras conmigo sobre aquel extraño sueño realizado, filosofando sobre la vida y la muerte, a mis solas me volví a mi campo.
Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le relaté todo lo sucedido.
Despachamos en seguida emisarios en busca de la hermana de Gómez.
Halláronla, pero fue inútil luchar contra su inquebrantable resolución de no verme, y menos convencerla de que la crucecita de su hermano no estaba en el cementerio que ella decía.
Esa noche hubo un velorio al que asistieron muchos soldados y mujeres de mi batallón prevenidos por mí.
Por ellos supe que la hermana de Gómez siendo yo el jefe del 12, me achacaba a mí su muerte, y asimismo, que en la Esquina tenía algunos medios de vivir, confirmando todos, por supuesto, que la noticia del fusilamiento se la dio Dios en sueños.
Al día siguiente del velorio la mujer desaparecio del ejército, sin que nadie pudiera darme de ella razón.
El único mérito que tiene este cuento de fogón, que aquí concluye es ser cierto.
No todas las historias pueden reivindicar ese crédito.
¿Si será verdad que el público no se ha dormido leyéndolo?
A los del fogón les pasaron distintas cosas.
Cuando yo terminé, unos roncaban, otros (la mayor parte) dormían.
Se oían sonar los cencerros de las tropillas; la luna despedía ya alguna claridad.
-¡A caballo, cordobeses! -grité-. ¡Se acabaron los cuentos!
Y todo el mundo se puso en movimiento, y un cuarto de hora después rumbiábamos en dirección a un oasis denominado Monte de la Vieja.
¡Buenas noches!, por no decir buenos días, o salud, lector paciente.

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DEL CAMINAR SOBRE HIELO FRAGMENTO TEXTO WERNER HERZOG

  Werner Herzog (Munich, 1942) es realizador cinematográfico, guionista, productor, actor y escritor. I )irigió más de cincuenta películas, ...

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