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lunes, 15 de abril de 2024

ALGO MÁS EN EL EQUIPAJE Ray Bradbury fragmento

 


ALGO MÁS EN EL EQUIPAJE

Ray Bradbury

A DONALD HARKINS,

amigo querido, de caro recuerdo,

con afecto.

Dedico este libro

con cariño y gratitud a

FORREST J. ACKERMAN,

quien me sacó del instituto en 1937

y puso en marcha mi carrera de escritor.

1

Primer día

Charles Douglas echó un vistazo al periódico mientras desayunaba

y vio la fecha. Dio otro mordisco a la tostada, miró de nuevo y dejó

el periódico sobre la mesa.

—Dios mío —dijo.

Alice, su mujer, se sobresaltó y levantó la mirada.

—¡Mira la fecha! Catorce de septiembre.

—¿Y? —preguntó Alice.

—¡Es el primer día de colegio!

—Repítelo.

—Es el primer día de colegio, ya sabes, las vacaciones de verano

han terminado y todo el mundo vuelve a clase, las caras de siempre,

la gente de siempre. Alice miró detenidamente a su marido, pues

había comenzado a levantarse de la silla.

—Explícate.

—¿Es o no es el primer día? —inquirió Charlie.

—¿Y a nosotros qué más nos da? —quiso saber Alice—. No

tenemos hijos, no conocemos a ningún profesor, ni siquiera tenemos

amigos con niños que vivan cerca de aquí.

—Ya, pero... —dijo Charlie con una voz rara, tomando de nuevo

el periódico—. Hice una promesa.

—¿Una promesa? ¿A quién?

—A mi antigua pandilla —respondió—. Hace años. ¿Qué hora

es?

—Las siete y media.

—Será mejor que nos demos prisa, o nos lo perderemos.

—Te serviré más café —dijo Alice—. Tranquilízate. Dios mío,

tienes un aspecto horrible.

—Es que acabo de recordarlo. —Charlie observó a su mujer

mientras le rellenaba la taza—. Hice una promesa. Ross Simpson,

Jack Smith, Gordon Haines y yo casi hicimos un juramento de

sangre. Prometimos que nos reencontraríamos el primer día de

clase cuando se cumplieran cincuenta años de nuestra graduación.

Alice volvió a sentarse y soltó la cafetera.

—¿Todo esto tiene que ver con el primer día de colegio de 1938?

—Sí, 1938.

—Y te pasabas el día holgazaneando con Ross, Jack y... cómo se

llamaba el otro...

—¡Gordon! Y no solo holgazaneábamos. Sabíamos que

estábamos a punto de salir al mundo y que seguramente no

volveríamos a vernos en años, o nunca, pero hicimos el solemne

juramento de que nos acordaríamos de volver, pasara lo que

pasara, aunque tuviéramos que venir desde la otra punta del

mundo, y nos reencontraríamos delante del colegio, junto al asta de

la bandera, en 1988.

—¿Todos lo prometisteis?

—Solemnemente, sí. Y yo sigo aquí sentado cuando debería

estar saliendo como un rayo por la puerta.

—Charlie —dijo Alice—, ¿es que ya no recuerdas que tu antiguo

colegio está a más de sesenta kilómetros de aquí?

—Son cuarenta y cinco.

—Pues cuarenta y cinco. ¿Y vas a conducir hasta allí y...?

—Llegaré antes del mediodía, ya lo creo.

—¿Sabes lo que me parece esto, Charlie?

—Una locura —respondió él lentamente—. Adelante, dilo.

—¿Y qué pasa si llegas allí y no aparece nadie más?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie elevando la voz.

—Quiero decir que a lo mejor eres el único idiota lo

suficientemente loco para creer que...

—¡Lo prometieron! —la interrumpió Charlie.

—¡Pero eso fue hace una eternidad!

—¡Lo prometieron!

—¿Y si al cabo de tantos años han cambiado de opinión, o

simplemente lo han olvidado?

—Jamás lo olvidarían.

—¿Por qué?

—Porque éramos inseparables, eran mis amigos del alma. Nadie

ha tenido nunca unos amigos así.

—Ay, Señor —suspiró Alice—. Qué triste y qué ingenuo eres.

—¿Eso piensas de mí? Dime una cosa, si yo lo recuerdo, ¿por

qué no iban a hacerlo ellos?

—¡Porque no hay otro más chiflado que tú!

—Muchas gracias.

—¿Es que no es verdad? Solo hay que echar un vistazo arriba, a

tu despacho. Está lleno de trenecitos, muñecos, juguetes, carteles

de películas...

—¿Y?

—Mira tus archivadores. Están repletos de cartas de 1960, 1950,

1940. Eres incapaz de tirar nada.

—Son especiales.

—Lo son para ti. Pero ¿de verdad piensas que esos amigos, o

extraños, han guardado tus cartas como tú guardas las suyas?

—Escribo unas cartas muy buenas.

—De acuerdo. Pero llama a cualquiera de los que las han

recibido y pídele que te devuelva alguna. ¿Cuántas crees que te

enviará?

Charlie no respondió.

—Cero patatero —dijo Alice.

—No es necesario que hables así —protestó Charlie.

—¿«Cero patatero» es una expresión malsonante?

—Si empleas ese tono, sí.

—¡Charlie!

—¡No me hables como si fuera un niño!

—¿Qué me dices del trigésimo aniversario de tu grupo del club

de teatro, cuando fuiste corriendo con la esperanza de ver a una

cabeza de chorlito llamada Sally no sé qué y ella no te recordaba, ni

siquiera sabía quién eras?

—Tú continúa, continúa —dijo Charlie.

—Oh, Dios mío —repuso Alice—. No quiero aguarte la fiesta,

pero no me gusta verte sufrir.

—Esas cosas no me afectan.

—¿Ah, no? Hablas de elefantes y luego sales a cazar libélulas.

Charlie se había puesto en pie. Con cada comentario de su mujer

crecía un poco más.

—El gran cazador se va —dijo Charlie.

—Eso es —suspiró agotada Alice—. Vete.

—Estoy en la puerta.

Alice miró a su marido.

—He salido.

Y la puerta se cerró.

«Dios mío, parece Nochevieja», pensó Charlie.

Pisó el acelerador a fondo y levantó el pie, volvió a pisarlo y lo

soltó lentamente, al ritmo del zumbido de colmena que le retumbaba

dentro de su cabeza.

«O Halloween, ya entrada la noche, cuando la diversión ha

terminado y todo el mundo vuelve a casa», se dijo. ¿A qué

celebración se parecía más?

De manera que avanzaba a una velocidad constante, mirando

continuamente el reloj. Aún tenía tiempo, claro que sí, tiempo de

sobra, pero debía llegar a su destino al mediodía.

¿Qué demonios estaba haciendo?, se preguntó. ¿Tenía razón

Alice? ¿Estaba haciendo el tonto y este viaje era una absoluta

pérdida de tiempo? ¿Por qué creía que era tan importante?

Después de todo, ¿quiénes eran esos tipos, ahora unos

desconocidos, y qué habían estado haciendo? Ni una carta, ni una

llamada telefónica, ni un encuentro casual en la calle, ni una

necrológica. «¡Tacha esto último! Pisa el acelerador, relájate, por

Dios —se dijo—. Estoy impaciente por llegar.» Rio estridentemente.

¿Cuándo fue la última vez que dijiste eso? De niño eras impaciente,

tenías una lista de las cosas que esperabas con impaciencia. ¿La

Navidad? Dios mío, siempre faltaban un millón de años para que

llegara. ¿Pascua? Medio millón. ¿Halloween? Ay, mi querido

Halloween... Las calabazas, las carreras, los gritos, los golpes en las

ventanas y en los timbres de las puertas, y las máscaras, el aliento

caliente con olor a cartón en la cara. ¡Todos los Santos! El mejor día

del año. Pero parecía haber pasado en otra vida. Y el Cuatro de

Julio, con sus grandes expectativas, el empeño en ser el primero en

levantarse de la cama, vestirse a toda prisa y salir a la calle, el

primero en encender los cohetes, ¡el primero en hacer saltar por los

aires la ciudad! ¡Eh, escucha! ¡El primero! El Cuatro de Julio. La

impaciencia. ¡La impaciencia!

Pero en aquellos tiempos casi todos los días había algo que

esperaba con impaciencia. Los cumpleaños, las excursiones al lago

fresco en los calurosos mediodías, las películas de Lon Chaney, el

Jorobado, el Fantasma. Los esperaba con impaciencia. Excavar

cuevas en el barranco. La visita de los magos muy de tanto en tanto.

Los esperaba con impaciencia. Se lanzaba de cabeza. A encender

las bengalas. Con impaciencia. Con impaciencia.

Aminoró la marcha mirando de frente el Tiempo.

Ya quedaban poca distancia y poco tiempo. El viejo Ross. El

querido Jack. Gordon el especial. La pandilla. Los invencibles.

Contándose a él no eran tres sino cuatro mosqueteros.

Repasó la lista, y menuda lista. Ross, el canalla guapo, más

maduro que los demás a pesar de que todos tenían la misma edad;

era brillante, pero no presumía de ello, nunca iba apurado en los

estudios y sacaba buenas notas sin esfuerzo. Era un lector voraz, le

encantaba el programa de radio de los miércoles de Fred Allen y al

día siguiente repetía los mejores chistes. Siempre iba bien vestido, a

pesar de su pobreza. Una buena corbata, un buen cinturón, un

abrigo, unos pantalones, siempre planchados, siempre limpios.

Ross. Sí, así era Ross.

Y Jack, el futuro escritor que conquistaría el mundo y sería el

mejor de la historia. Eso pregonaba, eso decía, con seis peniques

en el bolsillo y un cuaderno amarillo a punto para destronar a

Steinbeck. Jack.

Y Gordon, que se paseaba por el campus sobre los cuerpos de

chicas que gemían debajo de él, pues no tenía más que mirar a una

mujer para que cayera rendida a sus pies.

Ross, Jack, Gordon, ¡vaya equipo!

A veces conducía rápido y a veces despacio. Ahora despacio.

«¿Qué pensarán ellos de mí? ¿Es suficiente lo que he hecho?

¿Lo he hecho bien? Noventa relatos, seis novelas, una película,

cinco obras de teatro... No está mal. Maldita sea, no diré nada. ¿A

quién le importa? Tú cierra la boca y déjales hablar a ellos. Tú

escucha. La conversación será fantástica.»

«¿Qué será lo primero que nos diremos cuando toda la pandilla

se reúna junto al asta de la bandera? ¿Hola? ¡Dios mío, no puedo

creerme que hayáis venido! ¿Cómo os va? ¿Qué contáis? ¿La salud

bien? Matrimonio, hijos, nietos, fotografías... Desembuchad. ¿Qué,

qué?»

«Vale —se dijo—, tú eres el escritor. Piensa en algo más que un

saludo, en una manera de celebrar el reencuentro. Escribe un

poema. Dios mío, ¿aguantarán un poema? Quizá será demasiado

algo así como: Os quiero, os quiero a todos. No. Es demasiado. Os

quiero.»

Redujo aún más la velocidad y escrutó las sombras a través del

parabrisas.

Pero ¿y si no aparecen? Vendrán. Tienen que venir. Y si vienen

todo irá bien, ¿verdad? Sabiendo cómo son los chicos, si les ha ido

mal en la vida, si sus matrimonios han fracasado, o les ha pasado

cualquier otra desgracia, no aparecerán. Pero si les ha ido bien,

maravillosamente bien, seguro que vendrán. Esa será la prueba,

¿no? Si les ha ido bien, recordarán la fecha y acudirán. ¿Verdadero

o falso? ¡Verdadero!

Pisó el acelerador convencido de que sus amigos estarían en el

lugar acordado. Luego volvió a levantar el pie, convencido de que no

acudirían a la cita. Volvió a pisarlo. ¡Qué demonios! ¡Qué demonios!

Y detuvo el coche delante del colegio. Increíblemente encontró

sitio para aparcar y vio que apenas había estudiantes alrededor del

asta de la bandera, un puñado a lo sumo. Habría deseado que

hubiera más para camuflar la llegada de sus amigos, porque

seguramente habrían preferido que los demás no los vieran de

inmediato cuando aparecieran. ¿O no? Él por lo menos lo habría

preferido. Un avance lento a través de la multitud congregada al

mediodía y luego la gran sorpresa, ¿no era así como debía

producirse el reencuentro?

Vaciló mientras bajaba del coche, hasta que una pequeña

muchedumbre salió del colegio, chicos y chicas que hablaban todos

a la vez y se detenían cerca del asta de la bandera. Eso le hizo feliz,

ya que ahora había gente suficiente para ocultar la llegada de los

rezagados, cualquiera que fuera su edad. No se volvió

inmediatamente después de apearse del coche, pues temía mirar y

no ver a nadie allí, que no hubiera acudido ninguno de sus viejos

amigos, que nadie hubiera recordado la cita, que todo fuera una

gran tontería. Resistió la tentación de volver a subir al coche y

marcharse.

El asta de la bandera estaba desierta. Es decir, había gente

alrededor de ella, cerca, pero nadie pegado a ella.

Charlie siguió mirando el asta como si así pudiera hacer que

alguien se detuviera junto a ella, la tocara.

Le latió más despacio el corazón, pestañeó e instintivamente

comenzó a marcharse.

Pero entonces, en los márgenes de la multitud, se movió un

hombre.

Era un hombre mayor, con el pelo cano y el rostro pálido, que

caminaba con pasos lentos. Un anciano.

Enseguida aparecieron otros dos ancianos.

«¡Oh, Dios mío! ¿Son ellos? —se preguntó Charlie—. ¿Se han

acordado? ¿Y ahora qué?»

Los tres ancianos formaban un círculo amplio; no se hablaban,

apenas se miraban, no se movían, y así pasaron un largo rato.

«¿Eres tú, Ross?», se preguntó Charlie. Y al ver al siguiente:

«Jack, ¿verdad?». Y el último: «¿Gordon?».

Todos tenían la misma expresión en la cara. Dentro de su cabeza

debían de estar formándose los mismos pensamientos.

Charlie se inclinó hacia delante. Los demás hicieron lo mismo.

Charlie dio un paso muy corto. Los otros tres dieron unos pasos muy

cortos. Charlie paseó la mirada por los rostros de los otros. Estos

hicieron lo mismo e intercambiaron miradas. Y entonces...

Charlie retrocedió un paso. Tras un largo momento, los otros tres

hombres lo imitaron. Charlie esperó. Los tres ancianos esperaron.

La bandera ondeó en el asta, agitada por una suave brisa.

Del interior del colegio llegó el sonido de una campana. La hora

del almuerzo había terminado y era la hora de entrar. Los

estudiantes se dispersaron por el campus.

Una vez que los estudiantes se pusieron en movimiento y la

multitud se disgregó, el camuflaje desapareció y ya no había donde

esconderse. Los cuatro hombres se quedaron formando un amplio

círculo alrededor del asta de la bandera, separados por unos quince

o veinte metros, como las cuatro puntas de una brújula en un

radiante día de otoño.

Tal vez uno de ellos se humedeció los labios; quizá uno

parpadeó; quizá uno adelantó un pie arrastrándolo por el suelo y

luego lo retiró. El viento agitaba el cabello blanco que les cubría las

cabezas. Una ráfaga de viento desplegó la bandera en el asta.

Dentro del colegio sonó otra campana con un mensaje definitivo.

Charlie sintió que las palabras se formaban en su boca, pero no

dijo nada. Repitió los nombres, esos nombres maravillosos,

adorados, en susurros que solo podía oír él.

No tomó él la decisión, sino la parte inferior de su cuerpo, cuando

dio media vuelta; las piernas la secundaron, también los pies. Dio un

paso atrás y se detuvo.

Al otro lado de la gran distancia que los separaba, los

desconocidos, azotados por el viento del mediodía, dieron media

vuelta de uno en uno, retrocedieron un paso y esperaron.

Charlie sintió que su cuerpo vacilaba y quería avanzar, pero no

hacia el coche. Tampoco esta vez tomó él la decisión. Sus zapatos,

incorpóreos, se lo llevaron de allí.

Lo mismo hicieron los cuerpos, los pies y los zapatos de los

desconocidos.

Ahora él caminaba, ahora ellos caminaban, todos en distintas

direcciones, lentamente, mirando de soslayo el asta que iba

quedándose desierta y la bandera abandonada que flameaba

silenciosamente, el césped vacío que se extendía delante del

colegio, en cuyo interior era el momento de las voces altas, las risas

y las sillas que se arrastraban por el suelo para colocarse en su

sitio.

Todos caminaban, mirando con el rabillo del ojo el asta de la

bandera que dejaban atrás.

Charlie se detuvo un momento, incapaz de mover los pies. Echó

un último vistazo atrás y sintió un hormigueo en la mano derecha,

como si esta quisiera alzarse. La levantó ligeramente y la miró.

Y entonces, a unos sesenta o setenta metros de él, más allá del

asta de la bandera, uno de los desconocidos, mirándolo de soslayo,

levantó la mano en el aire y saludó quedamente con ella una vez. Al

verlo, otro anciano hizo lo mismo; también el tercero.

Charlie observó cómo su mano y su brazo se alzaban lentamente

y las puntas de sus dedos se movían de manera casi imperceptible

en el aire. Alzó la vista hacia la mano y luego la volvió hacia el resto

de los ancianos.

«Qué equivocado estaba, Dios mío —pensó—. No es el primer

día de colegio. Es el último.»

Alice estaba en la cocina friendo algo que olía bien.

Charlie se quedó en la puerta un momento.

—Hola —dijo ella—, entra y siéntate.

—Claro —contestó Charlie. Se acercó a la mesa del comedor y

se fijó en que estaba puesta con la mejor cubertería, la mejor vajilla

y las mejores servilletas, y en que estaban encendidas las velas que

solían reservar para las cenas a la hora del crepúsculo.

Alice esperaba en la puerta de la cocina.

—¿Cómo sabías que volvería pronto? —preguntó Charlie.

—No lo sabía. Te he visto aparcar. El beicon y los huevos se

hacen rápido. Enseguida estarán listos. ¿Por qué no te sientas?

—Buena idea. —Puso la mano en el respaldo de una silla y miró

detenidamente la cubertería—. Me sentaré.

Se sentó. Alice entró, le besó en la frente y regresó a la cocina.

—¿Y bien? —le gritó desde la cocina.

—¿Y bien qué?

—¿Cómo ha ido?

—¿Cómo ha ido el qué?

—Ya sabes —dijo ella—. El gran día. Todas esas esperanzas.

¿Apareció alguien?

—Por supuesto —respondió Charlie—. Todos.

—Bueno, pues cuenta.

Alice apareció por la puerta de la cocina con el beicon y los

huevos. Observó con atención a su marido.

—¿Decías...?

—¿Quién? ¿Yo? —Charlie se inclinó sobre la mesa—. Ah, sí.

—Bueno, ¿teníais mucho de qué hablar?

—Nosotros...

—¿Sí?

Charlie miró el plato vacío que tenía delante, en el que cayeron

algunas lágrimas.

—¡Ya lo creo! —exclamó elevando exageradamente la voz—.

Nos hemos pasado el día hablando.

2

Trasplante de corazón

—¿Si haría el qué? —preguntó él acostado en la oscuridad, mirando

relajadamente el techo.

—Ya lo has oído —respondió ella tendida a su lado, tomándole la

mano, igualmente relajada, pero más que mirar el techo lo escrutaba

como si tratara de ver algo que había allí—. ¿Y?

—Repíteme la pregunta —pidió él.

—Si... —dijo ella tras una larga pausa—. Si pudieras enamorarte

otra vez de tu mujer, ¿lo harías?

—Qué pregunta más rara.

—No es tan rara. Si viviéramos en el mejor de los mundos

posibles, si el mundo funcionara como deberían hacerlo los mundos,

¿lo lógico no sería que las personas volvieran a enamorarse y

fueran felices para siempre? Después de todo, tú estuviste

locamente enamorado de Anne.

—Locamente.

—Eso nunca se olvida.

—Nunca. En eso estoy de acuerdo.

—Bueno, entonces, aceptando eso como una verdad, ¿tú

querrías...?

—No se trata de querer sino de poder.

—Ahora no estamos hablando de eso. Imaginemos unas

circunstancias nuevas, que por una vez todo funcionara

correctamente, que tu mujer, en vez de actuar como lo hace ahora,

lo hiciera de acuerdo con tu idea de la perfección. ¿Qué pasaría

entonces?

Él se apoyó en un codo y la miró.

—Estás rara esta noche. ¿Qué te ha dado?

—No lo sé. Quizá sea porque mañana cumpliré cuarenta años, y

tú cumplirás cuarenta y dos el mes que viene. Si los hombres

enloquecen a los cuarenta y dos, ¿las mujeres no deberían volverse

cuerdas dos años antes? O tal vez piense que es una pena que la

gente que se enamora no siga enamorada de la misma persona

toda la vida, que tenga que buscar otras personas con las que estar,

con las que reír o llorar; qué pena...

Él tendió una mano para acariciarle la mejilla y la encontró

húmeda.

—Dios mío, estás llorando.

—Solo un poco. Es que me parece muy triste. Yo estoy triste. Los

demás lo están. Todo el mundo. Todos. Tristes. ¿Siempre ha sido

así?

—Y lo esconden. Nadie dice nada.

—Creo que envidio a la gente del siglo pasado.

—No envidies lo que ni siquiera eres capaz de imaginar. Había

mucha locura reprimida detrás de su sereno silencio.

Se inclinó hacia ella y la besó suavemente para secarle las

lágrimas que había debajo de sus ojos.

—¿Qué te ha hecho pensar en todo esto?

Ella se incorporó y no supo qué hacer con las manos.

—Tiene gracia —dijo—. Ni tú ni yo fumamos. En los libros y en

las películas, la gente, cuando está tendida en la cama después de

hacer el amor, enciende un cigarrillo. —Se tapó los pechos con las

manos y las dejó ahí mientras hablaba—. Supongo que estaba

pensando en Robert, el bueno de Bob, y en lo loca que llegué a

estar por él, y en lo que hago aquí contigo, amándote, cuando

debería estar en casa cuidando al bebé de treinta y siete años que

tengo por marido.

—¿Y?

—Y he pensado en lo fantásticamente bien que me cae Anne. Es

una gran mujer, ¿lo sabes?

—Sí, pero intento no pensar en ello dadas las circunstancias. Ella

no es tú.

—Y, pero ¿y si, de repente... —dijo envolviéndose las rodillas con

las manos y fijando los ojos brillantes y de un azul transparente en él

—... ella fuera yo?

—¿Cómo has dicho? —El hombre la miró atónito.

—¿Y si de algún modo Anne recuperara las cualidades que

echas en falta en ella y que has encontrado en mí? ¿Volverías a

enamorarte de ella? ¿Podrías hacerlo?

—¡Ahora sí que desearía ser fumador! —El hombre puso los pies

en el suelo y, dando la espalda a su amante, miró a través de la

ventana—. ¿A qué viene esa pregunta sin respuesta?

—Es que ese es el problema —dijo ella hablando a su espalda—.

Tú tienes lo que le falta a mi marido y yo tengo lo que le falta a tu

mujer. Lo que habría que hacer es un doble trasplante de alma...

¡no, de corazón! —Estuvo a punto de echarse a reír, pero cambió de

opinión y casi se le saltaron las lágrimas.

—Ahí tienes una idea para un relato, o una novela, o quizá una

película.

—Es nuestra historia y estamos metidos hasta el cuello en ella, y

no hay salida a menos que...

—¿A menos que qué?

La mujer se levantó de la cama y se puso a caminar por la

habitación hecha un manojo de nervios. Al cabo de un rato se

detuvo y contempló las estrellas en el nocturno cielo estival.

—Lo que lo hace tan duro es que Bob ha empezado a tratarme

como antes. Desde hace un mes está tan... amable, tan estupendo.

—Oh, Dios mío. —El hombre suspiró y cerró los ojos.

—Sí, oh, Dios mío.

Los dos se quedaron callados.

—La actitud de Anne también ha mejorado —dijo él rompiendo el

silencio.

—Oh, Dios mío —musitó la mujer, cerrando los ojos. Volvió a

abrirlos y paseó la mirada por las estrellas—. ¿Cómo era el dicho?

Con desearlo no basta...

—Me has desconcertado por tercera o cuarta vez en otros tantos

minutos.

La mujer se acercó a la cama y se arrodilló en el suelo a su lado,

le tomó las dos manos y lo miró a la cara.

—Mi marido y tu mujer están fuera de la ciudad esta noche,

¿verdad?, cada uno en un extremo del país, uno en Nueva York y el

otro en San Francisco. ¿Correcto? Y tú vas a pasar la noche

conmigo en esta habitación de hotel y tenemos toda la noche para

nosotros, pero... —La mujer hizo una pausa, buscó las palabras, las

encontró y reunió el valor para pronunciarlas—: ¿Y si antes de

dormirnos los dos pidiéramos un deseo mutuo, tú uno para mí y yo

otro para ti?

—¿Un deseo? —El hombre se echó a reír.

—No te rías. —La mujer agitó las manos de su amante y este se

calló. Ella agregó—: El deseo de que, mientras dormimos, como por

milagro, por intervención divina, por obra de todas las Gracias y las

Musas, de la magia y de los sueños imposibles, de algún modo, por

alguna razón, los dos —continuó hablando más despacio—

volviéramos a enamorarnos, tú de tu mujer y yo de mi marido.

El hombre no dijo nada.

—Ya lo he soltado —afirmó la mujer.

El hombre se inclinó hacia la mesilla de noche y agarró una caja

de cerillas, encendió una y la sostuvo en alto para iluminar la cara

de la mujer. En sus ojos se reflejaba una llama que no se extinguía.

El hombre sopló y la cerilla se apagó.

—Maldita sea —susurró él—. Lo dices en serio.

—Sí. Una maldición pesa sobre nosotros. ¿Estarías dispuesto a

intentarlo?

—Por Dios...

—No digas «Por Dios» como si me hubiera puesto furiosa

contigo.

—Escucha...

—No, escucha tú. —Ella le tomó las manos otra vez y las apretó

fuerte—. Hazlo por mí. ¿Me harías ese favor? Yo haré lo mismo por

ti.

—¿Pedir el deseo?

—Cuando éramos niños siempre estábamos pidiendo deseos. A

veces se cumplían, pero porque en realidad no eran deseos sino

plegarias.

El hombre bajó la mirada.

—Hace años que no rezo.

—Eso no es verdad. ¿Cuántas veces has deseado volver al

primer mes de tu matrimonio? Eso es una especie de deseo

desesperado, una plegaria perdida.

Él la miró y tragó saliva varias veces.

—No digas nada —dijo la mujer.

—¿Por qué?

—Porque ahora mismo sientes que no tienes nada que decir.

—Entonces me quedaré callado. Déjame pensarlo. ¿De verdad

quieres que pida ese deseo para ti?

Ella se dejó caer hacia atrás y se sentó en el suelo, puso las

manos en el regazo y cerró los ojos. Las lágrimas comenzaron a

rodar quedamente por sus mejillas.

—Ay, cariño, cariño —dijo en voz baja.

Eran las tres de la mañana y habían dado por terminada la

conversación. Pidieron leche caliente, se la bebieron, se cepillaron

los dientes y, al salir del baño, él la vio colocando las almohadas en

la cama como si fueran el escenario de un teatro nuevo y especial

en un tiempo nuevo y especial.

—¿Qué hago yo aquí? —preguntó el hombre en voz alta.

Ella se volvió.

—Antes lo sabíamos. Ya no. Ven. —La mujer le hizo un gesto con

la mano y dio unas palmadas en el lado de la cama de su amante.

El hombre rodeó la cama.

—Me siento estúpido.

—Uno tiene que sentirse estúpido para poder sentirse mejor —

dijo la mujer señalando la cama.

El hombre se acostó y apoyó la cabeza en la almohada

debidamente ahuecada, dobló cuidadosamente la sábana sobre el

pecho y cerró las manos alrededor de ella.

—¿Está bien así?

—Perfecto —respondió la mujer. Apagó la luz y se metió en su

lado de la cama, tomó una mano de su amante y se estiró

completamente recta, con la cabeza en la almohada.

—¿Estás cansado? ¿Tienes sueño?

—Bastante —respondió él.

—Vale. Ahora ponte serio. No digas nada. Solo piensa... ya sabes

el qué.

—Sí.

—Cierra los ojos. Así. Muy bien.

La mujer también cerró los ojos y permanecieron tendidos en la

cama, agarrados de la mano. Su respiración era el único movimiento

que perturbaba la quietud de la habitación.

—Inspira —susurró la mujer—. Ahora espira.

El hombre obedeció. Ella hizo lo mismo.

—Ahora —murmuró la mujer—. Empieza —susurró—. Pide tu

deseo.

Pasaron treinta segundos de reloj.

—¿Estás pidiéndolo? —preguntó finalmente ella en voz baja.

—Sí —respondió él también en un susurro.

—Bien —repuso ella—. Buenas noches.

El hombre se despertó sin otro motivo que la sensación de haber

soñado que la tierra se contraía, o que a diez mil kilómetros de

distancia se había producido un terremoto que nadie había sentido,

o que había habido una segunda Anunciación que no se había oído

porque todo el mundo estaba sordo. O quizá solo que la luna había

entrado en la habitación durante la noche y había transformado la

estancia, modificado sus rostros y la carne de sus cuerpos. El sueño

se había interrumpido de una manera tan abrupta que el silencio

repentino le había hecho abrir los ojos. Y en el momento de abrirlos

supo que las calles estaban secas, no había llovido; tal vez solo

había habido alguna que otra clase de llanto.

Y acostado en la cama supo que de alguna manera el deseo se

había cumplido.

No lo supo inmediatamente, por supuesto. Lo presintió y lo

adivinó porque notaba un repentino e intenso calor dentro de la

habitación, a su lado, que procedía de la adorable mujer que estaba

tendida junto a él.

La respiración de la mujer, segura, regular y serena, le decía más

cosas. Mientras ella dormía un hechizo había llegado, actuado y

adquirido una existencia verdadera. Ahora ella tenía la celebración

en la sangre, a pesar de que aún no podía saberlo porque no se

había despertado. Solo su sueño lo sabía y se lo susurraba con

cada inspiración.

El hombre se incorporó con un codo apoyado en la cama, con el

miedo de que su intuición no le engañara.

Se inclinó para observar el rostro que tenía a su lado. Nunca le

había parecido más hermoso.

Sí, allí estaba la señal; y la certeza absoluta; y la paz. Los labios

sonreían en sueños. Si sus ojos se hubieran abierto en ese

momento habrían brillado con un fulgor deslumbrante.

«Despierta —quiso decirle—. Conozco tu felicidad, ahora te toca

a ti descubrirla. Despierta.»

Alargó una mano para acariciarle la mejilla, pero la retiró antes de

tocarla. Los párpados de la mujer temblaron. Su boca se abrió.

El hombre se dio rápidamente la vuelta y se acurrucó en su lado

de la cama. Esperó.

Unos segundos después oyó que ella se incorporaba. A

continuación, como si recibiera un golpe cariñoso, exclamó algo,

gritó, estiró una mano y tocó al hombre, pero él dormía. Se sentó a

su lado y descubrió lo que él ya sabía.

El hombre oyó que la mujer se levantaba y correteaba por la

habitación como si fuera un pájaro ansioso por escapar de la jaula.

Se detuvo junto a él, le dio un beso en la mejilla y se apartó, volvió a

acercarse para darle otro beso, rio quedamente y fue corriendo

hasta la sala. El hombre oyó que hacía una llamada de larga

distancia y apretó los ojos cerrados.

—¿Robert? —oyó que decía su voz—. ¿Bob? ¿Dónde estás?

Qué tonta soy. Soy una estúpida. Ya sé dónde estás. Robert... Bob,

ay, ¿si cojo un avión para ir allí aún estarás cuando llegue, hoy, esta

tarde, esta noche, sí? ¿Te parece bien? ¿Que qué me pasa? No lo

sé. No preguntes. ¿Puedo ir? ¿Sí? ¡Di que sí...! ¡Ah, qué bien!

¡Adiós!

El hombre oyó el clic del teléfono.

Al cabo de un rato oyó que la mujer se sonaba la nariz mientras

entraba en el dormitorio y se sentaba en la cama, a su lado, con las

primeras luces del día. Se había vestido apresuradamente y de

cualquier modo, y ahora el hombre le tomó la mano.

—Ha pasado algo —susurró él.

—Sí.

—El deseo... se ha cumplido.

—¿No crees que es increíble? ¡Parece imposible, pero se ha

cumplido! ¿Por qué? ¿Cómo ha pasado?

—Porque los dos hemos creído —dijo el hombre en voz baja—.

Lo deseé con todas mis fuerzas, por ti.

—Y yo por ti. Ay, Señor, ¿no te parece maravilloso que los dos

hayamos podido cambiar al mismo tiempo, avanzar, progresar, en

una noche? ¿No habría sido terrible que solo hubiera cambiado uno

de los dos y el otro se hubiera quedado igual?

—Terrible —reconoció él.

—¿Es de verdad un milagro? A lo mejor lo hemos deseado con

tanta fuerza que alguien, o algo, o Dios nos ha oído y nos ha

devuelto los antiguos sentimientos de amor para reconfortarnos y

como una advertencia para que nos comportemos, porque de lo

contrario podría no haber más deseos ni oportunidades para

nosotros. ¿Crees que puede haber sido eso?

—No lo sé. ¿Tú lo crees?

—O quizá solo ha sido nuestro yo secreto, que sabía que nuestro

tiempo había terminado y que era el momento de algo nuevo, de

que cada uno siguiera su camino. ¿Crees que esa es la verdad

auténtica?

—Lo único que sé es que te he oído hablar por teléfono hace un

momento. Cuando te vayas llamaré a Anne.

—¿En serio vas a llamarla?

—Sí.

—¡Ah, cuánto me alegro por ti, por mí, por nosotros!

—Vete de aquí. Márchate. Fuera. Corre. Vuela de vuelta a casa.

La mujer se puso en pie de un salto y se pasó un peine por el

pelo, pero se rindió y exclamó riendo:

—¡No me importa si estoy graciosa...!

—Guapa —le corrigió él.

—Guapa para ti, quizá.

—Siempre y para siempre.

La mujer fue hasta él, se inclinó para besarlo y se puso a llorar.

—¿Es nuestro último beso?

—Sí. —Y tras reflexionar un momento añadió—: El último.

—Pues démonos otro.

—Solo uno más.

La mujer sostuvo el rostro de su amante entre las manos y lo miró

fijamente.

—Gracias por pedir tu deseo.

—Gracias a ti por pedir el tuyo.

—¿Vas a llamar a Anne ahora?

—Ahora mismo.

—Dale recuerdos de mi parte.

—Y tú a Bob de la mía. Que Dios te bendiga, querida. Adiós.

La mujer abandonó el dormitorio, cruzó la salita y cerró la puerta

de la suite al salir. La habitación del hotel quedó en silencio. El

hombre oyó los pasos de su amante alejándose por el pasillo en

dirección al ascensor.

Miró el teléfono, todavía sentado, pero no lo tocó.

Luego se miró en el espejo y vio que las lágrimas se precipitaban

de manera incontenible desde sus ojos.

—¡Eh, tú! —le dijo a su reflejo—. Tú. Mentiroso. —Y repitió—:

¡Mentiroso!

Se volvió, se acostó de nuevo en la cama y estiró una mano para

tocar la almohada vacía.

3

Quid pro quo

Nadie construye una máquina del tiempo a menos que sepa adónde

va. Destinos. ¿El Cairo después de Cristo? ¿Macedonia antes de

Matusalén? ¿Hiroshima en el instante previo? Destinos, lugares,

acontecimientos.

Pero yo construí mi máquina del tiempo sin saberlo, sin un

destino en mente, sin un acontecimiento concreto al que deseara

llegar o del que quisiera escapar.

Construí mi Dispositivo para Viajes Lejanos conectando con

cables fragmentos de ganglios, que son el centro de la percepción

invisible, de la conciencia intuitiva.

Una especie de accesorio de la parte más interna del bulbo

raquídeo y de los estantes del cerebro situados detrás del nervio

óptico.

Entre los sentidos ocultos del cerebro y el radar invisible pero

eficaz de los ganglios instalé como buenamente pude un sensor de

seres futuros o comportamientos pasados que no tienen nada que

ver con los nombres de lugares y los acontecimientos

extraordinarios.

Mi centinela de hojalata, mi humilde invento, tenía unas antenas

de microondas con las que podía tocar, encontrar y hacer juicios

morales inalcanzables para mi propia inteligencia.

La máquina, en resumen, sumaría enteros de auge y decadencia

de la raza humana y viajaría por el tiempo para determinar destinos,

llevándome a mí como equipaje oculto.

¿Sabía yo todo eso mientras pegaba, atornillaba y soldaba ese

hijo mecánico mío de aspecto desventurado? No. Yo solo ponía

sobre la mesa ideas y necesidades, opiniones y predicciones

basadas en éxitos y fracasos, y cuando terminé retrocedí para

contemplar mi creación inútil.

Allí estaba, en mi desván, un objeto brillante, todo piezas

angulosas y curvas, ronroneando, ansioso por viajar, si bien no

podía ir a ninguna parte a no ser que yo le suplicara «vete» en lugar

de decirle «siéntate» o «quédate». Había decidido no darle

indicaciones; cuando llegara el momento adecuado simplemente le

transmitiría mi «estado de ánimo general», la luz de mi alma.

Entonces se empinaría y galoparía en todas direcciones para

llegar a donde solo Dios lo sabía.

Nosotros también lo sabríamos cuando llegara.

Ese fue el principio de todo.

Un sueño extraño que acechaba en un desván oscuro, con dos

asientos para turistas, una respiración contenida y un nítido zumbido

de su entramado de nervios.

¿Por qué la había construido en el desván?

A fin de cuentas no descendería en picado por el aire, sino que

se deslizaría a través del tiempo.

La máquina. El desván. La espera. Pero ¿a qué esperaba?

Santa Bárbara. Una modesta librería donde yo firmaba

ejemplares de una novelita que había escrito para un grupo aún más

pequeño de personas cuando se produjo la explosión. Este término

se queda corto a la hora de describir la fuerza con la que me

estampé contra mi pared interior.

Todo comenzó cuando en un momento dado alcé la mirada y vi a

aquel anciano viejo de verdad tambaleándose en la puerta, sin

decidirse a entrar. Estaba plagado de arrugas. Sus ojos eran dos

cuencas de vidrio agrietadas. Sus trémulos labios rebosaban saliva.

Tembló como si lo hubiera alcanzado un rayo cuando abrió la boca y

dio un grito ahogado.

Yo seguí firmando libros hasta que un engranaje de mi intuición

se movió dentro de mi cabeza y volví a levantar la mirada.

El anciano viejo de verdad no se había movido de la puerta y

continuaba allí como un espantapájaros recortado en la luz, con la

cabeza echada hacia delante y una expresión en los ojos que

suplicaba que lo reconociesen.

Me quedé helado. Sentí que se enfriaba la sangre que corría por

las venas de mi cuello y de mis brazos. Se me cayó la pluma de los

dedos cuando el anciano viejo de verdad se adelantó con paso

tambaleante, riendo entre dientes y con las manos levantadas

delante de sí como tanteando el espacio.

—¿Me recuerda? —gritó riendo.

Miré detenidamente el cabello largo, estropeado y gris que

revoloteaba alrededor de sus mejillas, la incipiente barba blanca, la

camisa descolorida por el sol, los pantalones vaqueros con algunas

manchas, las sandalias en los pies huesudos, y finalmente esos ojos

demoníacos.

—¿Me recuerda? —repitió sonriendo.

—Creo que no...

—¡Simon Cross! —exclamó.

—¿Quién?

—¡Cross! —gimoteó—. ¡Soy Simon Cross!

—¡Hijo de perra! —Me eché hacia atrás.

La silla en la que estaba sentado cayó al suelo. La pequeña

multitud también retrocedió, como si hubiera recibido un golpe. El

anciano viejo de verdad, desgarrado, se estremeció y cerró los ojos.

—¡Maldito cabrón! —espeté con las lágrimas saltándome de los

ojos—. ¿Simon Cross? ¿Qué has hecho con tu vida?

El otro hombre apretó los ojos cerrados, levantó las manos

nudosas y temblorosas con las palmas hacia arriba, terriblemente

vacías, y esperó mi siguiente grito.

—Por el amor de Dios —dije—. Tu vida. ¿Qué has hecho con

ella?

Con un trueno ensordecedor, mi memoria retrocedió cuarenta

años perdidos, cuarenta años pasados, y me vi con treinta tres

años, en el comienzo de mi carrera.

Y delante de mí tenía a Simon Cross, diecinueve años y apuesto,

casi bello, con un rostro radiante, ojos transparentes e inocentes, un

porte afable, huesos relajados debajo de la musculatura y un legajo

de manuscritos bajo el brazo.

—Mi hermana me ha dicho... —empezó a decir.

—Sí, sí —lo interrumpí—. Anoche leí tus cuentos, los que ella me

entregó. Eres un genio.

—Yo no diría tanto —repuso Simon Cross.

—Pues yo sí. Tráeme más cuentos. Puedo conseguir que te

publiquen hasta el último de ellos sin mirarlos siquiera. No lo haré

como agente sino como amigo de un genio.

—No diga eso —suplicó Simon Cross.

—No puedo contenerme. Las personas como tú solo aparecen

una vez en la vida.

Eché una ojeada a sus cuentos nuevos.

—¡Ah, Dios mío, sí, sí! Son maravillosos. Los venderé todos y no

te cobraré comisión.

—Sus palabras son una bendición.

—Nada de eso. Tú naciste bendecido, por Dios.

—Yo no voy a la iglesia.

—No tienes que hacerlo —dije—. Ahora, largo de aquí. Necesito

recuperarme. Tu genialidad es una blasfemia para los mortales

vulgares como yo. Te admiro, te envidio, casi te odio. ¡Vete!

¡Desaparece ahora mismo de mi vista!

Simon Cross esbozó una sonrisa de perplejidad y se marchó, y

me dejó con esas páginas candentes en la mano. Al cabo de dos

semanas había vendido todos aquellos cuentos escritos por un

chaval de diecinueve años cuyas palabras le hacían caminar sobre

las aguas y surcar los cielos.

La respuesta hizo temblar la tierra de punta a punta del país.

—¿De dónde has sacado a este escritor? —le preguntó alguien

—. Escribe como si Emily Dickinson y Scott Fitzgerald hubieran

tenido un hijo juntos. ¿Eres su agente?

—No, él no necesita un agente.

Y Simon Cross escribió otra docena de cuentos que saltaron de

la máquina de escribir a la imprenta y la aclamación.

Simon Cross. Simon Cross. Simon Cross.

Y yo era su padre honorario, su descubridor visionario, su

envidioso pero compasivo amigo.

Simon Cross.

Y entonces llegó Corea.

Simon Cross se presentó en el porche de mi casa vestido con un

uniforme de la marina blanco como la sal, aún sin afeitar y con las

mejillas quemadas por el sol, con unos ojos que se bebían el mundo

y un último cuento en las manos.

—Mi querido niño, regresa —dije.

—No soy un niño.

—¿No? ¡Entonces eres el eterno y relumbrante hijo de Dios! No

mueras. No te hagas demasiado famoso.

—De acuerdo. —Me abrazó y se marchó corriendo.

Simon Cross. Simon Cross.

Y la guerra terminó, pasó el tiempo y él desapareció. Diez años

aquí, treinta allá, y solo me llegaban rumores de mi joven genio

vagabundo. Algunos afirmaban que había llegado a España, se

había casado con la propietaria de un castillo y se había convertido

en un paladín del tiro de pichón. Otros juraban que lo habían visto

en Marruecos, tal vez en Marrakech. Otra década pasó volando y

saltas al año 1998, con tu máquina del tiempo surcando en vano las

aguas en tu desván y todo el tiempo a tu disposición, y los

admiradores que te rodean para que les firmes tu libro cuando,

rompiendo el silencio de cuarenta años, ¡¿qué?!

Simon Cross. Simon Cross.

—¡Vete al infierno! —grité.

El anciano viejo de verdad retrocedió, asustado, protegiéndose la

cara con las manos.

—¡Maldito seas! —bramé—. ¿Dónde te habías metido? ¿Has

hecho algo de provecho? ¡Por el amor de Dios, menudo desperdicio!

¡Pero mírate! ¡Ponte recto! ¿De verdad eres quien dices ser?

—Yo...

—¡Cierra el pico! Dios mío, estúpido monstruo, ¿qué has hecho

con aquel joven que conocí una vez?

—¿Qué magnífico joven? —balbuceó el anciano viejo de verdad.

—Tú. ¡Tú! Eras un genio. Tenías el mundo en tus manos.

¡Escribieras del derecho o del revés, hacia delante o hacia atrás,

todo te salía bien! El mundo era tu ostra y tu producías perlas. Dios

mío, ¿te das cuenta de lo que has hecho?

—No he hecho nada.

—¡Exactamente! ¡Nada! ¡Cuando lo único que tenías que hacer

era silbar, parpadear, para conseguir lo que se te antojara!

—¡No me pegue! —gritó el anciano viejo de verdad.

—¿Que no te pegue? ¡Tal vez te mate! ¡Pegarte! ¡Ay, Señor!

Miré a mi alrededor buscando un objeto contundente. Solo tenía

mis puños; los miré y los dejé caer con desesperación.

—¿Es que no sabes lo que es la vida, maldito idiota

descerebrado? —dije al cabo de un momento.

—¿La vida? —jadeó el anciano viejo de verdad.

—Es un trato. Uno que haces con Dios. Él te da la vida y tú le

pagas tu deuda con él. No, no es un regalo, es un préstamo. No se

trata solo de recibir, también hay que dar. ¡Quid pro quo!

—¿Quid...?

—¡Pro quo! Una mano lava la otra. Tomas y devuelves, das y

recibes. ¡Y tú! ¡Vaya desperdicio! Dios mío, ahí fuera hay diez mil

personas que matarían por tener tu talento, que morirían por ser lo

que fuiste y ya no eres. Préstame tu cuerpo, dame tu cerebro si no

lo quieres, te lo devolveré, pero, por el amor de Dios, ¿cómo se te

ocurrió dejar que se pudriera, que se perdiera para siempre? ¿Cómo

has podido hacer una cosa así? ¡Suicidio y asesinato, asesinato y

suicidio! ¡Maldito seas, ah, maldito seas!

—¿Yo? —jadeó el anciano viejo de verdad.

—¡Mira! —grité, y le di la vuelta para que viera sus propios

escombros en el espejo de la librería—. ¿Quién es ese de ahí?

—Yo —gimoteó.

—¡No, es el hombre joven que perdiste! ¡Maldita sea!

Levanté los puños en el aire y fue un momento de aturdida

liberación. Las imágenes se acumularon en mi cabeza: de repente

visualicé el desván y la inútil máquina sin un objetivo concreto que

acumulaba polvo. La máquina que había soñado sin saber por qué,

para qué. La máquina con dos asientos que aguardaba a unos

ocupantes que irían... ¿adónde?

Mis puños permanecieron inmóviles en el aire. Me asaltó la

imagen del desván y bajé las manos. Vi el vino en la mesa donde

había estado firmando los libros y tomé un trago.

—¿Dónde va a pegarme? —preguntó el anciano viejo de verdad.

—No voy a pegarte. Bebe.

Abrió los ojos y miró la copa en mi mano.

—¿Me hará más grande o más pequeño? —dijo con un aire

estúpido.

Alicia descendió por la conejera con la botella en cuya etiqueta se

leía «BÉBEME» y que hacía que aumentara o disminuyera de

tamaño.

—¿Más grande o más pequeño? —insistió.

—¡Bebe!

Bebió. Rellené la copa. Perplejo ante ese regalo que apaciguaba

mi ira, bebió de nuevo, y aún tomó una tercera copa, y en sus ojos

aparecieron unas lágrimas de sorpresa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Esto —respondí, y lo saqué a rastras de la librería como si

fuera un tullido hasta el coche, lo metí dentro como a un

espantapájaros y arranqué serio y callado, con Simon Cross, el hijo

de perra desaparecido, balbuceando.

—¿Adónde vamos?

—¡Aquí!

Giré bruscamente y entramos en el camino de entrada de mi

casa. Arrastré a Simon Cross para meterlo en casa y lo subí al

desván sin romperle el cuello.

Nos detuvimos delante de mi máquina del tiempo, ambos con

dificultades para mantener el equilibrio.

—Ahora sé por qué la construí —dije.

—¿Qué ha construido? —gritó Simon Cross.

—¡Cierra el pico! ¡Siéntate!

—¿Es una silla eléctrica?

—Quizá. ¡Vamos!

Se sentó y lo sujeté al asiento. Luego me senté en el otro asiento

y moví la palanca de control.

—¿Qué...?

—¡La pregunta no es qué sino adónde! —le interrumpí.

Tecleé rápidamente: año/mes/día/hora/minuto; y con la misma

rapidez: estado/ciudad/calle/bloque/número; y tiré de la barra

retroceso/vuelta/retroceso.

Y partimos mientras los diales giraban en un sentido, los soles,

las lunas y los años lo hacían en el sentido contrario, hasta que la

máquina se sumió en el silencio.

Simon Cross miró alrededor atónito.

—Yo vivo aquí —dijo.

—Sí, naciste aquí.

Lo arrastré por el paseo.

—Y allí, ¿ves a ese joven de allí? —dije.

En el porche, vestido con el radiante uniforme de la marina,

estaba el apuesto joven con un puñado de hojas en las manos.

—¡Soy yo! —exclamó el anciano viejo de verdad.

—Eres tú. Simon Cross.

—Hola —dijo el joven con el blanquísimo uniforme de la marina.

Me miró con el ceño fruncido, primero con curiosidad y después con

desconcierto—. Un momento. ¿Por qué está diferente? —Señaló a

su yo anciano—. ¿Y quién es él?

—Simon Cross —respondí.

En silencio, la juventud miró a la vejez y la vejez miró a la

juventud.

—No es Simon Cross —dijo el joven.

—Él no puede ser yo —dijo el anciano.

—Os equivocáis.

Los dos se volvieron lentamente para mirarme.

—No entiendo nada —dijo el Simon Cross de diecinueve años.

—¡Lléveme de vuelta! —gritó el anciano.

—¿Adónde?

—A donde estábamos, dondequiera que fuera —jadeó

frenéticamente.

—Váyanse de aquí—dijo el joven retrocediendo.

—Eso no es posible —repuse—. Mira con más atención. En esto

te convertirás después de desaparecer. Así es, este es el Simon

Cross de dentro de cuarenta años.

El joven marinero se tomó su tiempo para mirar de arriba abajo al

anciano, hasta que su mirada se fijó en sus ojos. Su rostro

enrojeció. Sus manos se convirtieron en puños, volvieron a abrirse y

a cerrarse. Las palabras no lo convencían, pero entre él y el anciano

había alguna forma de intuición, una fuerza oculta, una conexión

invisible.

—¿Quién es usted en realidad? —dijo finalmente.

—Simon Cross —respondió el anciano viejo de verdad con la voz

quebrada.

—¡Hijo de perra! —bramó el joven—. ¡Maldito seas!

Y propinó un puñetazo en la cara al anciano, y luego otro, y otro,

y el anciano viejo de verdad aguantaba la somanta de golpes con

los ojos cerrados, absorbiendo la violencia, hasta que se derrumbó

sobre el pavimento con la versión joven de sí mismo sentado a

horcajadas encima de él, mirando el cuerpo.

—¿Está muerto? —preguntó el joven.

—Lo has matado.

—Tenía que hacerlo.

—Sí.

El joven me miró.

—¿Yo también estoy muerto?

—Solo si no quieres vivir.

—¡Oh, sí, sí, quiero vivir!

—Entonces lárgate de aquí. Yo me lo llevaré al lugar del que

venimos.

—¿Por qué hace esto? —quiso saber Simon Cross, que solo

tenía diecinueve años.

—Porque eres un genio.

—Siempre dice lo mismo.

—Porque es verdad. Ahora, corre. Vete de aquí.

Se alejó unos pasos y se detuvo.

—¿Es mi segunda oportunidad? —preguntó.

—Eso espero —dije. Y luego añadí—: Quiero que recuerdes una

cosa: Nunca vivas en España ni te conviertas en un paladín del tiro

de pichón en Madrid.

—¡Nunca seré un paladín del tiro de pichón en ninguna parte!

—¿No?

—¡No!

—Ni te conviertas en el anciano viejo de verdad que tengo que

transportar por el tiempo para que se vea.

—Jamás lo haré.

—¿Lo recordarás y vivirás en consecuencia?

—Nunca lo olvidaré.

Simon Cross dio media vuelta y echó a correr por la calle.

—Vamos —le dije al cuerpo, el espantapájaros, el bulto silencioso

—. Te sentaré en la máquina y te buscaré una tumba sin nombre.

De vuelta en la máquina, recorrí con la mirada la calle ahora

vacía.

—Simon Cross —musité—. Buena suerte.

Tiré de la palanca y desaparecimos en el futuro.

martes, 5 de marzo de 2024

SOY LEYENDA RICHARD MATHESON CAP I NOVELA RICHARD MATHESON

 

 

 

 

SOY LEYENDA

 

 

 

RICHARD MATHESON


 

 

Título original: I AM LEGEND

 

Traducción: Jaime Bellavista

 

 

Digitalizado por Anelfer (agosto 2002)

 

 

 

© Richard Matheson, 1954

Por la presente edición: Editorial La Montaña Mágica Ltda. y R.B.A. Proyectos Editoriales, S.A., 1987

ISBN: 958—16—0201—1 (Obra completa)

ISBN: 958—16—0138—4


 

 

 

 

I

Enero de 1976


1

 

En aquellos días nublados, Robert Neville no sabía con certeza cuándo se pondría el sol, y a veces ellos ya ocupaban las calles antes de que él regresara. Durante toda su vida, la hora del crepúsculo estaba relacionada con el aspecto del cielo, y por lo general, prefería no ale­jarse demasiado.

Paseaba alrededor de la casa, bajo una luz grisácea y débil, con un cigarrillo en la boca y un hilo de humo por encima del hombro. Com­probó que las ventanas no tuvieran alguna madera suelta. Los ataques más violentos dejaban tablones rotos o medio arrancados, y debía re­mendarlos. Odiaba esta tarea. Hoy afortunadamente, sólo faltaba un tablón.

Cuando estuvo en el patio revisó el invernadero y el depósito de agua. A veces los hierros que cubrían el depósito se aflojaban y las ca­ñerías estaban retorcidas o rotas. A veces, en el invernadero, las pie­dras que arrojaban por encima del muro agujereaban los cristales y había que cambiarlos.

Pero el depósito y el invernadero estaban intactos en esta ocasión.

Regresó a la casa. Cuando abrió la puerta de calle apareció en el espejo una imagen de sí mismo absolutamente distorsionada. Hacía un mes que había colgado allí aquel espejo agrietado. Al cabo de pocos días, algunos trozos caían en el porche. Puede caer entero, pensó. No tenía idea de colgar allí otro maldito espejo; no valía la pena. En cambio, había puesto algunas cabezas de ajo. Darían mejor resultado.

Cruzó lentamente la sala, sumida en el más absoluto silencio, dobló por el oscuro pasillo de la izquierda, y entró en el dormitorio.

En otro tiempo, la habitación había estado abarrotada de adornos, pero ahora todo era completamente funcional. Como la cama y el es­critorio ocupaban muy poco espacio, había convertido una pared en almacén.

En el estante se podía encontrar un serrucho, un torno y una pie­dra de esmeril. Y en la pared, un muestrario completo de herramien­tas.

Neville cogió el martillo y encontró, en medio del desorden de una caja, unos cuantos clavos. Volvió a salir, y clavó rápidamente el tablón que se había estropeado, arrojando los clavos restantes en la derrumbada puerta próxima.

Permaneció allí durante un rato, de pie en el jardín, contemplando la calle larga y silenciosa. Era un hombre alto, tenía treinta y seis años y su ascendencia era inglesa y alemana. En su rostro, nada llamaba especialmente la atención, excepto la boca, ancha y firme, y los bri­llantes ojos azules, que observaban ahora las ruinas de las casas veci­nas. Las había quemado para evitar que se acercaran por los tejados.

Pasados algunos minutos, respiró hondo y volvió a entrar. Arrojó el martillo sobre el sofá de la entrada, encendió otro cigarrillo y tomó la copa de la media mañana.

Poco después entró en la cocina de mala gana. Debía deshacerse de la basura acumulada en el vertedero. Debía también quemar los platos y vasos de papel, y quitar el polvo a los muebles, y lavar el fregadero y la bañera, y cambiar las sábanas y la funda de la almohada. Pero vivía solo, y esas cosas podían esperar.

 

A mediodía, Neville estaba en el invernadero recogiendo cabezas de ajo.

Al principio su estómago no podía soportar el olor de ajo. Ahora lo tenía impregnado en las ropas, y a veces pensaba que hasta en la piel, y casi no lo notaba.

Cuando le pareció que tenía suficientes volvió a casa y los colocó en el vertedero. Accionó el interruptor de la pared. La luz vaciló unos instantes antes de brillar normalmente. Neville dejó escapar un chasqui­do de disgusto entre las mandíbulas apretadas. Otra vez el generador. Tendría que repasar el maldito manual y comprobar los cables. Y si la reparación era demasiado complicada, debería comprar un nuevo generador.

Se sentó, malhumorado, en un taburete junto al vertedero y sacó un cuchillo. Primero, fue separando los pequeños dientes rosados entre sí, luego los cortó por la mitad. El acre y penetrante olor inun­dó la cocina. Puso en funcionamiento el acondicionador de aire y la atmósfera quedó bastante limpia.

Luego, con un punzón, practicó un agujero en cada mitad de dien­te y las atravesó con un alambre hasta formar unos veinticinco co­llares.

En un principio colgaba estos collares en los cristales, pero la pedrea le había obligado a tapar todos los cristales con madera tercia­da. Finalmente había sustituido estas maderas por tablones, con lo que la casa se había convertido en un lúgubre sepulcro; pero había puesto fin a aquella lluvia de piedras y vidrios rotos que entraba todas las noches en las habitaciones. Y una vez instalados los tres acondicio­nadores de aire, se pudo respirar mejor. Un hombre puede acostum­brarse a todo.

Cuando tuvo terminados los collares, salió y los clavó en los tablones de las ventanas, y retiró luego los viejos porque ya habían perdido casi todo el olor.

Realizaba este trabajo dos veces por semana. No había otra forma de defenderse mejor que ésta, por el momento.

¿Defenderse?, pensaba a menudo. ¿Para qué?

Durante la tarde pasó el rato haciendo estacas.

Con la ayuda del torno reducía los tarugos de madera a estacas de veinte centímetros. Luego les afilaba la punta en la piedra de esmeril.

Era un trabajo agobiante y monótono, y el aserrín flotaba en el aire con su tibio olor y le penetraba los poros y los pulmones, y le pro­vocaba la tos.

Pero las estacas nunca alcanzaban, independientemente de las que hiciese. Y los tarugos escaseaban cada vez más. Pronto tendría que usar tablas. Pensó, irritado, que eso sería el colmo.

Todo era demasiado deprimente y debía pensar en cambiarlo. ¿Pero cómo, si no podía dedicar ni un minuto a pensar?

Mientras torneaba, el altavoz del dormitorio dejaba llegar el sonido de la Tercera, la Séptima y la Novena de Beethoven. Con la música llenaba el terrible vacío del tiempo.

A partir de las cuatro de la tarde empezó a contemplar el reloj de pared. Trabajaba en silencio, con los labios apretando el cigarrillo, los ojos clavados en el taladro que mordía la madera sembrando el suelo de un polvo blanquecino.

Las cuatro y cuarto. Las cuatro y media. Las cinco menos cuarto.

Sólo faltaba una hora y los asquerosos bastardos rodearían la casa. Tan pronto como se pusiera el sol, aparecerían.

 

Se detuvo ante la enorme nevera para elegir su cena. Los ojos inde­cisos se pasearon por las carnes, los vegetales congelados, los panes y los pasteles, las frutas y cremas.

Sacó al fin dos costillas de cordero, unos guisantes y una botella de zumo de naranja. Luego, empujó la puerta con el codo para cerrarla y se acercó a las latas de conserva que se apilaban hasta el techo. Tomó una de jugo de tomate y salió de la habitación. En otro tiempo Kathy dormía allí. Ahora era el refugio de su estómago.

Cruzó la sala. El mural que tapizaba la pared del fondo mostraba un acantilado, con un hermoso océano verde y azul. Las olas se rom­pían contra unas rocas negras. Muy arriba, en el cielo azul, las gaviotas estaban suspendidas en el aire, y a la derecha un árbol torcido colgaba sobre el abismo y las ramas oscuras quedaban recortadas contra el cielo.

Neville entró en la cocina y dejó caer los alimentos sobre la mesa, con los ojos fijos en el reloj. Las seis menos veinte. Faltaba poco.

Puso un poco de agua en una olla y esperó a que hirviera. Luego quitó el hielo a la carne y la colocó en la parrilla. Cuando el agua estu­vo a punto, metió los guisantes en la olla. El mal funcionamiento del generador, sin duda, era debido a la cocina eléctrica.

En la mesa cortó dos rebanadas de pan y se sirvió un vaso de jugo de tomate. Se quedó mirando el segundero que giraba lentamente en la esfera del reloj.

Después de beber el jugo de tomate fue hasta la puerta y salió al porche. Dio unos pasos más, atravesó el césped y llegó a la acera.

El cielo se estaba ennegreciendo y soplaba un frío viento. Miró a lo largo de la calle. Llegarían de un momento a otro.

Oh, en realidad, no eran peores que aquellas malditas tormentas de arena. Se encogió de hombros, atravesó el jardín y volvió a entrar en la casa. Cerró la puerta con llave y colocó la tranca en su lugar corres­pondiente. Regresó a la cocina, dio la vuelta a las costillas de cordero y apagó la placa en donde hervían los guisantes.

Estaba sirviéndose la cena cuando se detuvo para mirar el reloj. Hoy habían llegado a las seis y veinticinco. Ben Cortman gritaba:

— ¡Sal, Neville!

Neville se sentó y empezó a comer, suspirando.

 

Después de cenar, en la sala, trató de leer. Se había preparado un whisky con soda y lo tenía en la mano mientras hojeaba un texto de fisiología. Del altavoz instalado en la puerta del vestíbulo le llegaba a gran volumen una obra de Shoenberg.

No suena bastante alto, pensó. Los oía aún afuera. Oía sus mur­mullos y sus pasos, sus gritos, sus gruñidos y sus peleas. De vez en cuando una piedra o un ladrillo golpeaban la casa. A veces ladraba un perro.

Y todos se reunían allí para lo mismo.

Cerró los ojos por un instante. Luego encendió un cigarrillo con resignación y dejó que el humo le llenara los pulmones.

Si tuviese tiempo aislaría la casa y evitaría los ruidos. Todo sería mejor si no tuviera que escucharlos. Aún después de seis meses le destrozaban los nervios.

Ya ni siquiera los miraba. Al principio había abierto una mirilla en la puerta para espiarlos. Pero un día las mujeres se dieron cuenta y le incitaban a salir de la casa con ademanes obscenos.

Dejó el libro y clavó los ojos en la alfombra, escuchando la música de Verklärte Nacht. Podía ponerse tapones en los oídos y no oiría

los ruidos de la calle; pero entonces tampoco oiría la música, y no quería quedarse encerrado en un caparazón.

Volvió a cerrar los ojos. La presencia de las mujeres complicaba las cosas, pensó; las mujeres, como muñecas lascivas en la noche. Espera­ban provocarle y que se decidiera a salir.

Se estremeció. Todas las noches sucedía lo mismo: empezaba a leer y a escuchar música. Luego pensaba en aislar la casa, y finalmente pensaba en las mujeres.

De nuevo aquel calor insoportable en las entrañas. Conocía muy bien aquella sensación y le enfurecía no poder dominarla. El calor era cada vez más fuerte, hasta que tenía que incorporarse y pasearse por la sala con los puños apretados. Entonces encendía el proyector y veía una película, o comía mucho, o bebía mucho, o aumentaba el volumen de la música hasta lastimarse los oídos.

Sintió que el estómago se le retorcía como un alambre. Recogió el libro e intentó leer, concentrándose en cada palabra.

Pero un segundo después el libro estaba otra vez sobre sus rodillas. Miró hacia la biblioteca. Aquella sabiduría no calmaría nunca su fue­go; siglos y siglos de palabras no podían satisfacer aquel deseo impe­rativo e irracional.

Se sintió enfermo, humillado. Se le habían terminado todas las posi­bilidades. Lo habían obligado al celibato, y debía asumirlo.

Extendió la mano, aumentó el volumen de la música y trató de leer una página entera sin detenerse. Leyó algo sobre corpúsculos sanguí­neos que atraviesan membranas, y pálidas linfas y nódulos linfáticos, y linfocitos y fagocitos...

...para terminar en el hombro izquierdo, cerca del tórax, en una de las venas largas del sistema circulatorio...

Cerró el libro de un golpe.

¿Por qué no le dejaban tranquilo? ¿Creían que sería de todos? ¿Eran tan estúpidos? ¿Por qué venían todas las noches? Después de cinco meses podían haber desistido y probar suerte en otro lugar.

Fue hasta el bar y se sirvió otra copa. Mientras volvía a su sitio oyó que unas piedras rodaban por el tejado y caían entre los arbustos del fondo de la casa. Además del ruido de las piedras, se oían los acostum­brados gritos de Ben Cortman:

—¡Sal, Neville!

Algún día agarraré a ese bastardo, pensó mientras bebía de un sorbo el amargo líquido. Algún día lo encontraré y le clavaré una estaca, justo en el centro de su maldito pecho.

Mañana. Mañana aislaría la casa. No quería pensar más en las mu­jeres. Si la aislaba quizá dejaría de pensar en ellas.

La música cesó y Neville sacó los discos del plato y los guardó en sus fundas. Ahora los sonidos de la calle le llegaban claramente. Cogió un disco cualquiera, lo puso en el tocadiscos y elevó el volumen.

El año de la plaga, de Roger Leie, le llenó los oídos. Los violines chirriaban y gemían; los tambores sonaron como los latidos de un co­razón agonizante; las flautas tocaron una extraña melodía átona.

Sacó, furioso, el disco, y lo rompió en su rodilla derecha. Hacía tiempo que deseaba hacerlo. Caminó luego rígidamente hasta la cocina y echó los pedazos al cubo de basura. Allí permaneció un rato, en la oscuridad, con los ojos cerrados y apretando los dientes, tapándose los oídos con los puños. Dejadme sólo, dejadme solo, ¡dejadme solo!

Era inútil. No podía vencerlos de noche. Era inútil intentarlo; la noche les pertenecía. Estaba comportándose como un estúpido. Haría mejor mirando una película, pero no, no tenía ganas de instalar el proyector. Se iría en seguida a la cama con tapones en los oídos. Al fin y al cabo, así terminaban todas sus noches.

Rápidamente, tratando de no pensar en nada, entró en el dormito­rio y se desnudó. Se puso los pantalones del pijama y fue al cuarto de baño. Nunca usaba chaqueta para dormir. Se había acostumbrado en Panamá, durante la guerra.

Se miró en el espejo mientras se lavaba. Contempló el pecho ancho y velludo y el tatuaje que le habían hecho en Panamá, una noche. durante una borrachera. Qué estúpido era en esa época, pensó. Bueno, quizá aquella cruz adornada le había dado suerte.

Se cepilló los dientes cuidadosamente. Ahora era su propio dentis­ta. Muchas cosas podían irse al diablo, pero su salud era muy impor­tante. ¿Por qué no dejo también el alcohol?, pensó, ¿Por qué no aca­bo con aquel infierno?

Antes de irse a la cama recorrió la casa, apagando luces. Contempló el mural durante unos minutos y trató de pensar que era realmente el océano. ¿Pero cómo podría concentrarse con todos aquellos chillidos y gritos nocturnos?

Apagó la luz de la sala y entró en el dormitorio.

Una mueca de disgusto se dibujó en su cara. El aserrín cubría las sábanas. Lo sacudió con la mano pensando que debía separar el alma­cén del dormitorio. Sería mejor hacer esto, sería mejor hacer aquello, pensó cansadamente. Había tanto que hacer. Nunca resolvería el ver­dadero problema.

Se puso los tapones en los oídos y se hundió en el silencio. Apagó la luz y se deslizó entre las sábanas. Eran poco más de las diez. Qué más da, pensó, me levantaré más temprano.

Tendido en la cama, aspiró profundamente en la oscuridad, espe­rando que le viniera el sueño. Pero el silencio no era una gran ayuda. Aún los tenía grabados; hombres de caras blancas que se arrastraban por la calle, buscando incesantemente cómo llegar a él. Algunos, quizá en cuclillas, acechando como perros, chirriaban los dientes y se balanceaban hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.

Y las mujeres... ¿Pero iba a pensar otra vez en ellas? Se acostó boca abajo profiriendo una maldición y apretó la cabeza contra la almoha­da. Así se quedó durante un rato, respirando pesadamente, retorcién­dose.

Todas las noches pronunciaba mentalmente el mismo deseo: ¡Que llegue la mañana. Dios, haz que llegue la mañana!

Soñó con Virginia y gritó durante el sueño y los dedos se le clava­ron en la colcha como garras.

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