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sábado, 11 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 2001. Alejandro Gándara.


Premio Herralde de novela 2001.
Alejandro Gándara nace en Santander en 1957. Tras trabajar como profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense, como investigador para el British Museum de Londres y como responsable del suplemento de libros del diario `El País`, ocupó el cargo de director de la Escuela de Letras de Madrid.

Gándara publica su primera obra, `La media distancia`, en 1984. Más tarde escribe `Punto de fuga` y `La sombra del arquero`. En 1992, gana el premio Nadal con `Ciegas esperanzas`. Otras obras suyas son `Falso movimiento`, `El final del cielo` y `Nunca seré como te quiero`. En 2001 ganó el Premio Herralde con la obra `Últimas noticias de nuestro mundo`, una novela de espías protagonizada por antiguos agentes de Alemania del Este.

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Últimas noticias de nuestro mundo. Novela.

Después de la caída del Muro de Berlín, un grupo de antiguos espías de la desaparecida República Democrática Alemana es encargado de organizar un encuentro con los ex agentes que aún siguen en activo y al servicio de otros países o de grupos internacionales. Desde 1989 se ha intentado celebrar esta asamblea para trazar una estrategia que devuelva a sus miembros a la escena política. Pero la persona enviada por Moscú para coordinar los preparativos y realizar los contactos muere en extrañas circunstancias. Se desata una investigación que tiene como destino Moscú, San Petersburgo, Berlín, Jerusalén..., y también la propia vida de los agentes, «despertados» para una misión ya quizá imposible. Novela sobre los conflictos y las crisis políticas del presente, sobre la forma en que las viven los individuos sobre las falsas identidades de la vida cotidiana, sobre la traición y el amor... Con extraordinaria ambición y no menos rigor literario, el autor nos brinda una novela diáfana y un envite radical a la inteligibilidad del mundo. Ganador del XIX Premio Herralde de Novela.

Fuente: Editorial Anagrama.

domingo, 5 de julio de 2015

Premio Herralde de novela 1999. Novela: París. Marcos Giralt Torrente.


Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad donde reside. Inició su carrera literaria con el libro de cuentos Entiéndame (Anagrama, 1995). Es autor, también, de la novela corta Nada sucede solo (Ediciones del Bronce, 1999, Premio Modest Furest i Roca) y de las novelas París (Premio Herralde de Novela, Anagrama, 1999) y Los seres felices (Anagrama, 2005). Colabora habitualmente como crítico literario en Babelia y fue residente de la Academia Española en Roma, del Künstlerhaus Schloss Wiepersdorf y de la University of Aberdeen y participó en el Berlin Artist-in-Residence Programme de 2002-2003. Sus novelas han sido traducidas al alemán, al francés, al italiano y al portugués.

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Novela: París./ Fragmento de novela.
Fuente: Editorial Anagrama.
Sinopsis

  Con la única ayuda de la memoria, el narrador de esta novela emprende la tarea de explicarse a sí mismo acontecimientos de su niñez que en su momento no supo entender. De esa forma, todo lo que le dejó huella pero no percibió porque parecía dictado por las reglas de la más estricta provisionalidad, se muestra ahora en sus diferentes dimensiones, incluidas aquellas que tal vez sólo imagina.
  Premoniciones, deudas inesperadas, equivocaciones, remordimientos, motivos de júbilo y deseos de reconciliación y de revancha salen a la luz y hallan acomodo, sin contradecirse, en ese territorio donde el recuerdo de lo que fuimos se mezcla con la nostalgia de lo que ya nunca seremos, donde pasados que no nos pertenecen amenazan con condicionar nuestro presente y donde los secretos que quisimos desentrañar, cuando por fin se revelan, lejos de diluir la desazón que nos impulsó a investigar, contribuyen a confundirnos más.

  Marcos Giralt Torrente

 París


Parte de este libro fue escrito en la Academia de España en Roma gracias a una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores concedida al autor en el curso 96-97.



 El día 8 de noviembre de 1999, un jurado compuesto por Roberto Bolaño, Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde, otorgó el XVII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a París, de Marcos Giralt Torrente.
Resultó finalista Bariloche, de Andrés Neuman. 
  A quien ya no está.

  Y a Luz Suárez, que me dio su nombre.

 I
Es durante el silencio de la noche, en ese tiempo previo al sueño en el que la más severa de las pesadillas acude a nosotros y nos hace buscar vencidos el cálido espejismo de quien duerme a nuestro lado, cuando el recuerdo de mi madre se hace omnipresente y golpea en mi conciencia como un antiguo intruso que llamara a la puerta para recuperar el sitio del que una vez fue expulsado. Ocurre pocas veces, pero en esas ocasiones remordimientos y temores que creía dominados se apoderan de mí y no me dejan discernir. Me encuentro de pronto oscilando entre el lamento, que es reproche hacia ella, porque no me baste ya con su presencia para que todo a mi alrededor cobre significado, y la pena, que es reproche hacia mí, por no darme cuenta de que también ella fue niña y, como yo, nunca más tendrá quien apague sus temores de fracaso y olvido.
  Es la nostalgia. Es el miedo. Son los sueños. Es la soledad que amenaza desde lo oscuro. Es no saber y querer, aun así, que lo sentido y lo imaginado coincidan. Es la duda. Son las preguntas sin responder. Son las ganas de correr hasta donde me espera para decirle: Está bien, lo sé todo.
  En realidad, no tengo claros mis sentimientos y simplemente no alcanzo a explicarme cómo es posible que en momentos de desánimo todavía necesite recurrir a algo que a lo mejor nunca sucedió, y que sólo presumo, para neutralizar las emociones diversas que su figura me inspira. No voy a saber más de lo que sé y tal vez sea esta imposibilidad de trascender la mera elucubración lo que siga otorgando importancia a un suceso que, de haberse producido, no podría sino considerarse menor en comparación con otros, de los que sí tengo certeza, que ella me refirió con valentía cuando pocas personas en su caso se habrían atrevido a mencionarlos. Y ello ocurre a pesar de que si mi madre se mostrara capaz de llenar ese vacío que no lo es de mi memoria renunciaría a preguntarle por él, sabedor de que no tendría sentido indagar en las razones ni en las consecuencias de sus actos porque lo que al cabo de los años dijera apenas se diferenciaría de lo que otro diría en su lugar o de lo que yo mismo soy capaz de imaginar.
  Los veo, por ejemplo, en la que pudo ser su última mañana juntos. Veo cómo se despiertan, oigo lo que dicen. Mi madre está en la cama y mi padre se afeita o se lava al otro lado del tabique. En la mesilla hay unos tapones para los oídos, un reloj, dos pulseras de marfil y un periódico del día anterior. Es el segundo o tercer día que amanecen allí y probablemente no se queden más de una semana. Mi madre no sonríe, no tiene planes, no sabe en qué gastará su tiempo durante las horas siguientes. Es el único momento del día en el que se permite mirar atrás y le asalta el remordimiento. Quiere que la figura de él frente a ella la ayude a afianzar el olvido y acecha con ansiedad cada sonido procedente del baño. Atiende expectante al eructo del agua mientras es engullida por el desagüe del lavabo, escucha un silbido animoso y sabe que ha terminado por fin de acicalarse y que comienza a ponerse la misma ropa que la noche pasada dejó colgada del pomo de la puerta. Sabe que las prendas se conservan en perfectas condiciones y que todavía resistirán hasta que su propietario decida llevarlas a la lavandería. Sabe que tiene que ser así aunque sea incapaz de imitarlo y abandone las suyas en un montón sobre el suelo, aunque no sea previsora y no se haya acostumbrado a esa vida en la que cada gesto debe medirse.
  Veo ese despertar, y con la misma facilidad imagino un mundo en el que una escena así nunca se dio y mi madre jamás se alojó acompañada en un hotel. Tan convincente resulta esta posibilidad como la primera. Aunque ella misma se encargara de refrendar una y desechar la otra, el dilema perduraría. Al fin y al cabo todo lo que sé lo sé por su causa y si lo que ignoro se lo debo también a ella, es decir, si deliberadamente hubo cosas que no me contó, no tengo forma de averiguarlo. Cuando nuestro conocimiento sobre una materia depende de las palabras de otros, no hay forma de determinar si lo que dicen es todo y no sólo una parte. Aun en el caso, por eso, de que hubiera sido de verdad sincera y me hubiera puesto al tanto de cada minuto que vivieron juntos, de cada discusión y de lo que pudieron haber hecho y no hicieron, nada cambiaría. No sirve imaginar, no sirve preguntar. En el presente no existen las palabras. Las palabras vienen más tarde y todos las usamos de la misma forma, todos podemos describir y opinar aunque lo que describamos y opinemos no nos haya ocurrido a nosotros.
  Para hablar de mis padres y de las pesadillas que me asaltan durante ese tiempo anterior al sueño, en el que buscamos la cercanía de quien duerme a nuestro lado ajeno a la angustia que nos invade, debo conformarme con lo visto y oído. Procurar no hablar más que de aquello de lo que tengo constancia directa aunque ésta dependa en gran medida de lo que desconozco y sólo intuyo. Como en mi ánimo no está convertir las sospechas en certezas, sino en todo caso hacer comprensible lo que vino a consecuencia de que la duda surgiera, no habrá contradicción en mi proceder siempre y cuando todo lo que cuente lo cuente desde mi punto de vista de entonces. Los vacíos que no sean de mi memoria habrán de continuar existiendo porque, aunque estuviera en mi mano hacerlo, no tendría sentido inquirir por ellos. Su destino, además, puede que sea ése: permanecer inexpugnados para iluminar de esa forma otros vacíos que sí son de mi memoria.

  A mi padre lo detuvieron en casa una noche en que había gente invitada a cenar y mi madre descubrió demasiado tarde, muy avanzada la reunión, el motivo de su desbordante alegría. Yo tenía nueve años y estaba dormido, así que no pude enterarme de cómo transcurrieron los primeros momentos de confusión. Recuerdo borrosamente, aunque tampoco puedo asegurar que no sea una imagen recreada con posterioridad, que se abrió la puerta de mi cuarto y que dos hombres precedidos por mi madre entraron. Recuerdo que al principio no encendió la luz sino que, nerviosa como estaba o con el propósito de que no me asustara, los introdujo a oscuras, y que fue sólo al preguntar uno de los desconocidos por el interruptor cuando retrocedió a tientas y la encendió. Recuerdo que no llegué a sentir miedo porque, al inundarse de claridad la habitación, cuando los dos hombres surgieron con nitidez de la penumbra y vi sus ojos clavados en mí, el más alto me hizo una broma y mi madre me sonrió tranquilizadora. Recuerdo que, mientras eso sucedía, el otro echó una rápida mirada a su alrededor y que, tras entreabrir la puerta del armario y atisbar por la ranura, tocó a su compañero en el hombro y los dos salieron dejando a mi madre atrás. En total no debieron de ser más que unos segundos, ya que tengo la sensación de que mi madre se acercó enseguida a darme un beso y de que, después de acariciarme el pelo y apagar la luz y salir cerrando la puerta tras ella, volví a caer dormido sin advertir que ya no se oía el rumor de conversaciones festivas que había acompañado la primera parte de mi sueño. No asistí a la salida apesadumbrada y cabizbaja de los invitados ni a la de mi padre esposado y escoltado. A la mañana siguiente, lo único de lo que puedo dar fe es de que al despertarme no lo vi en casa. Al entrar en la cocina, encontré a mi madre recogiendo los restos de la fiesta y, si estaba nerviosa o afectada, hizo un esfuerzo para sobreponerse, porque no conservo ninguna impresión que me permita afirmarlo. Incluso he olvidado lo que ocurrió después, conforme las horas pasaban y mi padre seguía sin volver, y también los días posteriores, en los que el hecho de la desaparición se hizo ineludible y mi madre tuvo que darme alguna disculpa. Tanto es así que, ni cuando ésta se produjo, ni cuando, al prolongarse la ausencia de mi padre, tuvo ella que improvisar nuevas excusas, llegué a establecer un vínculo entre nuestra repentina soledad y los hombres que habían entrado en mi dormitorio la noche de la cena. Mi padre se esfumó de mi vida sin avisar y yo no sólo no acusé la tragedia que tal acontecimiento significaba sino que no lo eché en falta a lo largo de los dos años posteriores, al menos no hasta ese extremo en el que uno empieza a desconfiar y busca respuestas por su cuenta. La irrupción nocturna en mi cuarto permaneció excluida de mi memoria y solamente al cabo del tiempo regresó a mí con la nebulosa característica de lo que en su momento no despertó nuestra atención.
  Antes de eso, enterado ya del historial delictivo de mi padre, mi madre me había hablado de la detención y me había explicado que se había llevado a cabo de forma tan implacable como inesperada. Según me informó cuando me creyó preparado, y siguió repitiéndome a lo largo de los años, mi padre llevaba varias semanas sumido en una gran agitación y aunque esto, unido al hecho de que hubiese sido él quien había propuesto celebrar la cena, no la inducía precisamente al optimismo, nada malo había sospechado. Hasta que en mitad de la noche, abandonando a los invitados, la condujo a su dormitorio y, tras sacar de debajo de la cama una maleta que nunca había visto, se dispuso a abrirla con excitación creciente, no receló, nada temió. Tuvo que verlo coger de su bolsillo una llave pequeña y disponerse a abrir el último cierre de seguridad para que algo así como una intuición hiciera mella en su conciencia. Cualquier presentimiento que hubiera podido concebir quedó de todas formas superado cuando, al terminar él con el candado, mientras levantaba la tapa de la maleta y se volvía sonriente hacia ella, mi madre comprobó que estaba llena hasta rebosar de billetes. Solía contar que se hallaban ordenados en fajos y que parecían nuevos, como si viniesen directamente de la Fábrica de la Moneda y nadie, salvo él, los hubiera tocado. Nunca me dijo, ya que en esos detalles era parca y le costaba hablar, qué palabras intercambiaron ante la maleta una vez que su contenido estuvo a la vista y ella hubo sentido la primera corazonada acerca de cuál podía ser su procedencia. No me las dijo pero no me cuesta imaginarlas. Supongo que, tras unos instantes de perplejidad, mi madre diría: «¿Qué es esto? ¿Estás loco?» y que, sonriendo todavía, él le respondería: «No te preocupes, no hay peligro.» A continuación vendría una réplica más agria de mi madre y un intento conciliador, aunque tajante, de él. Sólo una vez pasado éste, y tras unos segundos de adaptación a lo que mi padre hubiera dicho, mi madre habría cedido al deseo de saber y le habría preguntado por el origen del dinero. Seguramente en este punto mi padre respondió con evasivas, y, después de un rato en el que la tensión creció hasta ese grado en el que las palabras se apagan, volvieron juntos a reunirse con los invitados. Entre este momento y el momento en el que la policía irrumpió en casa pidiendo la documentación, no creo aventurar demasiado si digo que estuvieron rehuyéndose, mi madre con la mente en blanco, echando de menos a alguien a quien confiar su preocupación, y él observándola desde lejos, incómodo por la perspectiva de entablar una discusión que no deseaba en cuanto los invitados se hubieran ido, pero disfrutando no obstante de su suerte provisional, ajeno todavía a que ya había quien se dirigía hacia allí para desbaratarla, para confirmar las peores previsiones con las que necesariamente contó desde el instante en que tuvo la primera idea o alguien tal vez se la dio.

miércoles, 1 de julio de 2015

PREMIO HERRALDE DE NOVELA 1996. Antonio Soler.


PREMIO HERRALDE DE NOVELA 1996.
El Premio Herralde de Novela es concedido anualmente en España por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana.

Creado en 1983, toma su nombre de Jorge Herralde, fundador y propietario de la editorial. La dotación en 2006 es de 18.000 euros y publicación para la novela ganadora. Se falla el primer lunes de noviembre de cada año.

Novela: Las bailarinas muertas.
Antonio Soler es un escritor español nacido en Málaga que está considerado como uno de los autores con más talento de su generación.

Guionista de televisión y colaborador de prensa, está más preocupado por mantener el aliento y la tensión en su escritura que por las ventas. Es autor del libro de relatos `Extranjeros en la noche` (1992) y de las novelas `Modelo de pasión` (1993), `Los héroes de la Frontera` (1995), `Las bailarinas muertas` (Premio Herralde y Premio de la Crítica, 1996), `El nombre que ahora digo` (Premio Primavera, 1999), `El espiritista melancólico` (2001) y `El camino de los ingleses` (Premio Nadal, 2004), un viaje dulce y temible donde solo una cosa está clara, no hay marcha atrás.

Su obra ha sido traducida al francés, italiano, griego, alemán, portugués y rumano.

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Un cabaret en el que nadie se llama como dice llamarse, un escenario enmarcado por cortinas de terciopelo rojo en el que las bailarinas van cayendo muertas con un alegre sonido de lentejuelas y tambores.

El Trompeta, con su carácter de músico rebelde al que le horroriza que lo confundan con un oficinista, el camarero Álvarez, secretamente enamorado de Gregory Peck, el boxeador Kid Padilla, un combate-una derrota, el chino Bonilla, amante de la zarzuela y mago de sobrenombre Chin Lu, el eterno suicida Cosme Cosme siempre jugando a la ruleta rusa con su viejo revólver…
Fuente: N.N.

domingo, 28 de junio de 2015

Premio Herralde de novela 1994. PEDRO ZARRALUKI


Premio Herralde de novela 1994.
PEDRO ZARRALUKI nació en Barcelona en 1954. Ha escrito dos libros de relatos, Galería de enormidades y Retrato de familia con catástrofe y las novelas La noche del tramoyista, El responsable de las ranas, galardonada con el premio Ciudad de Barcelona y el premio El Ojo Crítico y La historia del silencio que se hizo merecedora del premio Herralde de Novela. Su obra ha sido traducida a siete idiomas.

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Novela: La historia del silencio.

Esta novela trata de otro libro que no llegó a ser escrito, y también de todo aquello que ocultamos a las personas que más seguras están de conocernos. Tras una bella ensoñación compartida, una pareja decide embarcarse en la preparación de un libro sobre el silencio. Emprenden el trabajo con desordenada pasión y no tardan en descubrir que el silencio aparece por todas partes: en el insomnio de Scott Fitzgerald, en la tribu de los mabaanes, en los escritos de Auden y en los experimentos de sir Robert Boyle, aunque revestido siempre por su impenetrable calidad de ausencia. Con el tiempo, sospecharán que cada persona se relaciona con sus propios silencios de una forma parecida a como lo hace con sus propias manos.
Fuente: Enrico Pugliatti.

(Fragmento de novela). La historia del silencio.
 Pedro Zarraluki

La historia del silencio
XII Premio Herralde de Novela, 1994

 Título original: La historia del silencio
Pedro Zarraluki, 1994

  A Concha
  Uno tomaba dos sonidos fuertes y hacía un silencio de ellos. Otro creó una profunda oscuridad con dos luces brillantes.

EDGAR ALLAN POE
Todos somos locos los unos de los otros.

LUIS VÉLEZ DE GUEVARA

 Este libro trata de cómo no llegó a escribirse otro libro que debería haberse titulado La historia del silencio. Aunque habitual, el fracaso es difícil de explicar. Hay personas admirables, capaces de realizar grandes esfuerzos, que consiguen llevar a término empresas que parecían disparatadas. No es nuestro caso, por desgracia. Hace algo más de dos años comenzamos una investigación tan exhaustiva como desordenada. El resultado no pudo ser más decepcionante. Lo que el lector sostiene entre sus manos no es el tratado con el que habíamos soñado, sino más bien la historia de una renuncia. El propósito inicial era a todas luces desmedido. Querer explicarse lo que sucede en aquellos instantes en los que no sucede nada, penetrar en el silencio —y en la quietud, la oscuridad y la ausencia, el pensamiento mismo—, aunque se intente sólo de una forma parcial y subjetiva, es una aspiración tan fuera de lugar que condena al naufragio a los más entusiastas —tampoco es nuestro caso, por desgracia— esfuerzos por conseguirlo. El nuestro fue un esfuerzo exhausto, valga la paradoja, aunque a pesar de todo es probable que tuviera cierto mérito. Debía de tenerlo, pues algunas personas creyeron en la idea y nos enviaron toneladas de información. Bastará como ejemplo de todo esto el de una amiga mundana y extremadamente locuaz —nuestra querida Olga—, que nos llamó un día para decirnos que había estado dos horas inmóvil sin abrir la boca en lo más desbocado de una fiesta, como callado y sincero homenaje a nuestra labor. Se lo agradecimos con toda la intensidad de que somos capaces, que es bastante. Pero su testimonio, con todo y ser heroico, no descubría ningún camino que no hubiéramos considerado. A aquellas alturas, llevábamos ya mucho tiempo estudiando las infinitas posibilidades que nos brindaba el silencio. A falta de mejores ideas, habíamos incluso estado una semana entera sin hablarnos, con la sola intención de comprobar si podíamos soportarnos sin pronunciar palabra. Fui yo el que rompió la estupidez de nuestro pacto, por distracción, aunque Irene sigue sospechando que lo hice en un rapto de impaciencia. Acababa de llegar de la calle y desparramé sobre la mesa de la cocina la compra del supermercado. Irene había puesto ya en el fuego una cacerola con agua para hervir la pasta. Entonces la miré con gran desolación —y con excesiva naturalidad para no ser algo premeditado, según ella— y le dije que no había comprado spaghetti. De aquella forma, en el mundo de nuestras muletillas privadas, no he comprado spaghetti pasó a significar que se renunciaba a algo por una especie de cansancio insuperable. Así, una vez que Irene llevaba ya cuatro días sin fumar, dijo no he comprado spaghetti y encendió un cigarrillo. Y yo lo dije en la cama, nada más despertarme, cuando decidí abandonar mi voluntarioso intento de acudir cada mañana al gimnasio. Y ambos, cuando apagamos el ordenador después de un fin de semana entero intentando ganarle al ajedrez, cuando dejamos de alimentarnos sólo de fruta los jueves, y todas las noches en las que llegaba François para darnos las clases de francés y a pesar de ello decidíamos ver una película en la televisión. A partir de aquel día aciago en que volvimos a hablar nos lamentamos cientos de veces de no haber comprado los famosos spaghetti, lo cual me lleva a pensar que nos pasamos la vida renunciando a cosas, especialmente a aquellas cuya realización depende sólo de nosotros.
Irene y yo hemos llegado a indigestarnos de silencio, pero hasta hace poco nos parecía normal que las cosas sonaran. No nos habíamos planteado la importancia que puede llegar a tener el sonido o su ausencia. Nuestro trabajo se originó a consecuencia de una rebelión del entorno. Irene colaboraba de forma esporádica —pero hasta aquel momento constante— con una editorial especializada en enciclopedias. Acababa de terminar unos fascículos que, con el título algo hitleriano de Mi único amigo, presentaban al lector las diferentes razas de perros. En aquel momento Irene era una gran especialista en canes, de la misma forma que, un año atrás, había sido la mayor entendida en experimentos para jóvenes estudiantes. Del índice de refracción a los terriers de Yorkshire, para empezar un nuevo proyecto que la haría olvidar todo lo que sabía de los anteriores. Irene alardeaba de que su saber era similar a la vida sexual de esas personas que se proclaman monógamas por temporadas. Lo que no podía prever Irene era que el último perro iba a significar también su última colaboración con la editorial. La llamaron para decirle que no tenían nada nuevo entre manos —lo que era falso, pues ella sabía que se estaba preparando una enciclopedia de los transportes y una colección de fascículos sobre civilizaciones desaparecidas—, y que buscara otro lugar donde colaborar porque ellos se disponían a encarar una inevitable reestructuración. En el mundo de los colaboradores independientes, cuando se te habla de una inevitable reestructuración quiere decirse que se ha decidido prescindir de ti. De forma que Irene se quedó sin trabajo, y aquel fue sólo el inicio de nuestras desdichas. Yo llevaba tres años escribiendo una novela y el resultado era, por decirlo de una forma despiadada, inferior a lo que tenía antes de empezar a escribir. Mi editor, que había comenzado llenándose de impaciencia, se había luego preocupado, y en aquel momento me miraba con decidida compasión cuando le anunciaba —cada vez más eufórico en el tono y más melancólico en la mirada— el inminente final de mis esfuerzos. Una cosa y otra nos habían llevado a un estado de quiebra financiera, si es que se puede quebrar lo que nunca ha tenido cuerpo y se ha limitado a fluir como un río, o como la vida y ese género de cosas inaprensibles. Así que Irene y yo nos encontramos una mañana desayunando en nuestra pequeña terraza a la sombra de los bambúes, y nos dimos cuenta de que podíamos seguir desayunando indefinidamente porque no teníamos nada mejor que hacer. Cuando ya llevábamos dos horas en aquella ocupación necesariamente limitada —resulta absurdo seguir desayunando cuando cae la noche—, decidimos quemar las naves y aprovechar la ocasión para hacer un viaje. Descartamos las primeras y espléndidas ideas por su elevado coste económico. Buscamos entonces lugares con nombres menos exóticos pero que resultaran más asequibles. Yo argumenté incluso, olvidando con quién hablaba, que la gran literatura nunca ha necesitado de costosos escenarios, y tampoco los buenos viajeros. Irene guardó un paciente silencio. Ella siempre había preferido El cuarteto de Alejandría al Diario de un cura rural, en una opción tan beligerante que no admitía la hipotética bondad de ambas propuestas. La literatura era, para Irene, una resonancia al otro lado de las montañas, y el personaje de las grandes novelas debía ser alguien que se hubiera perdido allí donde es tan difícil llegar. Fue entonces, mientras embadurnaba con mantequilla mi decimosexta tostada, cuando se me ocurrió pensar que La Rioja era una tierra que habíamos degustado infinitas veces a través de sus vinos. Nuestro estómago había acogido grandes dosis de fósforo, calcio y potasio del suelo riojano. Se podía decir que lo habíamos bebido en mil ocasiones, pero que nunca lo habíamos pisado. Propuse ir allí, a lo que Irene reaccionó con gran entusiasmo.

miércoles, 24 de junio de 2015

Premio Herralde de novela 1991. Javier García Sánchez.


Javier García Sánchez nació en Barcelona el 7 de abril de 1955. Es uno de los autores con más influencia en el proceso evolutivo de la novela en los últimos años, aunque se inició en la publicación a los veintinueve años con el libro de poesías La ira de la luz, y después aparecieron ensayos y relatos, como Teoría de la eternidad o Mutantes de invierno. Pero su obra fue realmente conocida a raíz de la publicación de La dama del viento sur, que le valió el Premio Pío Baroja de Novela y la aparición de Última carta de amor de Carolina von Gunderrode a Bettina Brentano, que fue finalista del Premio de la Crítica, ambas obras lo situaron entre los autores más destacados de la nueva narrativa española.

Javier García Sánchez publicado artículos en Cuadernos Hispanoamericanos, El viejo Topo, Destino, Camp de l'arpa, Tiempo de Historia y Historia 16. Durante dos años fue redactor jefe de la revista Quimera y trabajó en la sección cultural de La Voz de Euskadi.

El 4 de noviembre de 1991 obtuvo el Premio Herralde de Novela por la obra La historia más triste y en 2003 el Premio Azorín de novela.
En los últimos años ha publicado cuatro novelas: Ella, Drácula, K2, Júrame que no fue un sueño y Robespierre.
El escritor confiesa ser un integrista del arte, un fundamentalista de lo maravilloso.



BIBLIOGRAFÍA
Novela:
El otro amor
Mutantes de invierno (1984)
Teoría de la eternidad (1984)
La dama del viento sur (1985)
Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano (1987)
El mecanógrafo (1989)
La hija del emperador (1990)
El amor secreto de Luca Signorelli (1990)
Recuerda (1990)
Crítica de la Razón Impura (1991)
La historia más triste (1992)
Continúa el misterio de los ojos verdes (1995)
Óscar. La aventura de correr (1997)
Los otros (1998)
La mujer de ninguna parte (2000)
Falta alma (2001)
Dios se ha ido (2003)
El alpe d'Huez (2004)
Ella, Drácula (2005)
K2 (2006)
Júrame que no fue un sueño (2009)
Robespierre (2013)
Relato:
Teoría de la identidad (1984)
Crítica de la razón impura (1991)

Poesía:

La ira de la luz (1980)
Biografía:
Indurain, una pasión templada (1997)


PREMIOS
Premio Pío Baroja (1985)
Premio El Ojo Crítico de RNE (1989)
Premio Herralde de Novela (1991)
Premio Azorín de Novela (2003)

https://www.escritores.org/biografias/2989-garcia-sanchez-javier

domingo, 21 de junio de 2015

Justo Navarro. Premio Herralde de novela 1990.


Justo Navarro Velilla (Granada, 1953), es un escritor, traductor y periodista español.
Galardonado con el premio Herralde 1990.

El Premio Herralde de Novela es concedido anualmente en España por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana.
Creado en 1983, toma su nombre de Jorge Herralde, fundador y propietario de la editorial. La dotación en 2006 es de 18.000 euros y publicación para la novela ganadora. Se falla el primer lunes de noviembre de cada año.

Justo Navarro nació en Granada, en cuya Universidad se licenció en Filología Románica en 1975. Relacionado con la poesía española contemporánea, ha escrito dos libros de poemas, además de varias novelas. Es colaborador ocasional de diarios como El País, y traductor de autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Pere Gimferrer, Michael Ondatjee, Joan Perucho, Ben Rice y Virginia Woolf. Colaboró en el guion de la ópera basada en Don Quijote de la Mancha que La Fura dels Baus estrenó en 2000 en el Liceo de Barcelona. Navarro ganó en 1986 el Premio de la Crítica de poesía castellana por `Un aviador prevé su muerte`. En 1990 también ganó con `Accidentes íntimos` el Premio Herralde de Novela, concedido por la Editorial Anagrama a una novela inédita en lengua castellana. Desde 2003, es miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada.

***
Novela: Accidentes íntimos. Premio Herralde de novela 1990.
Una mujer intenta suicidarse en la habitación de un hotel y su acto pone al descubierto la inquietante naturaleza de sus relaciones con quienes la rodean, el artificio de la amistad, la dificultad de establecer lazos sólidos con los otros y de encontrar sentido a una existencia cuyos intersticios corroen las certezas cotidianas.

Accidentes íntimos es la crónica de un extrañamiento: cuando la amiga de la suicida fracasada se enfrenta a los hechos, las cosas sufren una pérdida de significado y al mismo tiempo comienza a producirse un misterioso proceso de fascinación por la enigmática personalidad de la suicida. Las piezas de la realidad, como las de un puzzle deshecho, pierden contacto entre si, se desordenan. El presente se convierte en resonancia distorsionada de un pasado ineludible, los objetos familiares pueblan un territorio de exilio donde nadie llega a conocerse porque nadie es quien parece ser. Al final, la búsqueda del equilibrio perdido tal vez exija la infidelidad y la mentira para recomponer una precaria estabilidad...

Accidentes íntimos constituye un lúcido ejercicio de percepción, visión minuciosa de un mundo habitual que a partir de un hecho concreto se distancia de las coordenadas de la costumbre y se vuelve opaco, ajeno, irónico y, sin embargo, omnipresente con la intensidad de una Realidad no domesticada.

Con este libro, el novelista y poeta Justo Navarro se confirma como uno de los más deslumbrantes escritores de la reciente narrativa española.

Fuente: N.N.

(Fragmento de novela).
JUSTO NAVARRO
Accidentes íntimos
Premio Herralde de Novela


El día 5 de noviembre de 1990, Accidentes íntimos fue galardonada con el VIII Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde


A mi madre


UNO

El televisor estaba encendido, pero no había nadie en el cuarto. Llamó a Hanna dos, tres veces, mientras en la pantalla una máquina pintaba la carrocería hueca de un coche, y el locutor encargado del doblaje aplastaba con su voz una voz japonesa. Dejó sin voz el televisor, cambió de canal: dos mujeres compartían una cabina de teléfonos, se peleaban por el auricular, por marcar un número. «Hanna», repitió, con el bolso todavía colgado del hombro, frente a la pantalla, y las luces de la película -violeta, blancas, rojas, amarillas- se reflejaban en los zapatos negros. Entonces se dio cuenta, más allá del zumbido del televisor sin volumen y del ruido de motores que llegaba desde la calle: el silencio de la casa era el silencio de las casas vacías. Hacía mucho que no notaba un silencio así: desde que, hacía ocho meses, le alquiló a la turista Hanna Osterberg el dormitorio que había sido de su hermana, Victoria.
Encendió la lámpara: la habitación estaba en orden, limpia, como a punto de serle mostrada a un futuro inquilino exigente. Se sentó en el diván, recién cepillado y mullido; dejó el bolso en el suelo, junto a los zapatos que acababa de quitarse. Cerró los ojos, gritó: «Hanna.» No le contestaron. Los abrió y vio, en el televisor, a dos mujeres con los ojos cerrados, muy juntas dentro de una cabina de teléfonos. Pasó un dedo por el fondo del cenicero de cristal, se examinó la yema: no quedaba rastro de ceniza. Se levantó, arregló el cojín, volvió a calzarse los zapatos, recogió el bolso: quería que las cosas quedaran exactamente en el lugar que Hanna les había asignado. Buscó en la televisión las imágenes que aparecían cuando llegó a la casa: en ningún canal encontró la máquina que pintaba coches. Un hombre con barba de varios días la miraba con descaro y el ceño fruncido desde el arcén de una carretera.
Subió al dormitorio de Hanna. El armario y los cajones de la cómoda estaban cerrados. ¿No dejaba Hanna todo abierto para que ella se encargara de cerrarlo? Había semanas en que sólo usaban un idioma mudo: las preguntas eran cajones a medio abrir; las réplicas, cajones cerrados. El cenicero de la mesa de noche estaba vacío, escondido a medias por una novela de ciencia ficción; no había huellas de vasos ni tazas sucias. Se acercó a la ventana, miró por el visor de la cámara fotográfica que, sobre el trípode, apuntaba día y noche hacia la avenida de Fríes. Vio una mancha negra: Hanna había cubierto el teleobjetivo con la tapa protectora. Apartó la cortina, y se iluminó el ámbar del semáforo sobre el verde, la luz roja con la silueta de un peatón parado. Los vehículos se pusieron en movimiento: los oía a pesar de los vidrios dobles de la ventana.
Sonaba el teléfono. Bajó con prisa la escalera de caracol mientras contaba los timbrazos: tenía el prejuicio de que quienes llaman suelen colgar a partir del séptimo aviso sin respuesta. Descolgó antes de que sonara el sexto timbrazo. «Sí», dijo. Un avión se quemaba en la pantalla del televisor. «¿Qué te cuentas?», dijo Félix. «Nada, Hanna no está», respondió. «¿A mí qué me importa la alemana?», dijo Félix. «Tengo un par de horas en cuanto acabe de cenar. ¿Has cenado? ¿Voy a verte?», añadió. «Espera un momento», dijo ella. En la cocina tropezó con un cubo de agua turbia: el agua osciló, rebosó, le salpicó los zapatos. Hanna lo había lavado todo obsesivamente, pero había olvidado el cubo ante la puerta del patio. Cruzó el patio, entró en el cobertizo donde Hanna revelaba las fotos: no había fotos pegadas a la pared, secándose; ni películas positivadas colgadas con pinzas de los hilos de pescar. Las cubetas estaban limpias, bien alineados en el anaquel los frascos de productos químicos; no quedaban restos de papel fotográfico en el lavabo.
«¿Dónde te metes? Tengo un par de horas. ¿Nos vemos en el Goma Cuatro?», dijo Félix. De vuelta al teléfono se había arañado la pierna contra la esquina del mueble de los periódicos: el dolor le saltaba las lágrimas, y hacía que se mordiera los labios. «No sé dónde se ha metido Hanna», dijo ella. «Bueno, ven si quieres.» Colgó. La presentadora del telediario colgaba el teléfono, y, a su espalda, en una pantalla dentro de la pantalla, estallaba, entre una nube de polvo, un rascacielos. Comprobaba el desgarrón de la media, se manchó de sangre. Lamía la sangre que le había quedado en el dedo, pensaba en lo raro que resultaba que Hanna hubiera salido: ¿nunca le había llamado la atención que no pisara la calle, salvo para comprar alguna vez en el supermercado? Entonces se acordó de la tarde en que se encontraron en el mostrador de la pescadería y, luego, volvieron juntas a la casa por el paseo de Reding. Hanna miraba aquí y allí, no como si buscara a una persona: como si, muerta de miedo, quisiera evitar ser vista.
Se quitó las medias, fue al cuarto de baño: se sentía, descalza, muy pequeña, extraña en las habitaciones de todos los días. Los pies no reconocían el suelo que pisaban; las baldosas eran más duras, inhóspitas. Cuando advirtió, mientras buscaba algodón y alcohol, que faltaban los cosméticos de Hanna, el cepillo de dientes, el cepillo del pelo, se sentó en el borde de la bañera: ahora se miraba en el espejo como lo hacen los que han pasado una mala noche o acaban de salir de una fiesta demasiado larga. Forzó la mueca de una carcajada, arrugó la cara como quien lloriquea; se tiró de la comisura de los ojos hasta que las facciones se emborronaron achinadas: se estaba convirtiendo en otra. ¿Eran los efectos de diez horas de trabajo? Empapó un algodón en alcohol y lo aplicó a la herida: el escozor le recordaba a su padre, que, hacía mucho, le desinfectaba una desolladura junto a las casetas de la playa de la Campana. Se puso un esparadrapo, bebió del grifo; al enderezarse, se golpeó la cabeza con la repisa. Volcó un tarro de crema hidratante: era una ciega a la que le han desarreglado los objetos de su cuarto.
Un soldado apoyaba la frente en la boca del cañón del fusil, un dedo pulgar oprimía poco a poco el gatillo. Dejó de mirar la televisión. El teléfono tenía la presencia sólida y refrenada de un perro guardián: descolgó. Oía, cerrados los ojos, la señal de que la línea estaba disponible: imitó el pitido con los labios apretados. ¿Llamaba Hanna en ese instante? Colgó inmediatamente. Entonces le llegó el choque metálico de las hojas de la cancela, rechinaron las pisadas en la franja de gravilla, una llave entraba y giraba en la cerradura. Cedía por fin la puerta. «Hanna», dijo. «Hola. ¿Qué te cuentas, Ruby?», contestó Félix.
Hablaban y se desnudaban con la familiaridad relajada de dos tenistas que comparten vestuario. «Así que hoy no has podido practicar tu alemán con la extranjera», dijo Félix. «Bueno, lo he practicado con Zehrfuss: el trato está casi cerrado. Compran con una cláusula de rescisión en caso de que no recalifiquen los terrenos», dijo Ruby. «Sí, pero echas de menos el acento de la alemana, que no habla jamás. ¿A cuánto les sale el metro?», dijo Félix. Lanzó la camisa hacia la silla, empezó a desabrocharse el cinturón. «¿No sabes que Hanna me tiene prohibido desde el primer día que le hable en alemán?», dijo Ruby mientras se quitaba el sostén. «Sí, como tu madre», dijo Félix. «No», corrigió Ruby, «mi madre me prohibía que le hablara en español.» «¿Todas las alemanas están locas por las cuestiones lingüísticas?», dijo Félix. «¿Todas las sábanas están frías cuando te acuestas?», dijo Ruby. La curva del hombro, la pierna izquierda, la cadera de Félix la tocaban, cálidas y secas como un guante de goma. Los huesos de las rodillas se hincaban en la rodilla; el tobillo, en el tobillo. Ruby se separó un centímetro, sentía el calor próximo, el olor a lociones sobre sudor. «No me toques, como si tuvieras mucha sed y no tocaras el vaso de agua, y esperaras», dijo. Félix se le echó encima, nariz contra nariz: Ruby se veía en sus ojos, en el derecho y en el izquierdo, dos veces, redonda como en el dorso de una cuchara. «¿Qué es esto? ¿Un esparadrapo? Qué excitante. ¿Cuándo vas a Francfort con los de la inmobiliaria?», dijo Félix. «Un momento, perdona», dijo Ruby. Se desprendía del peso con el trabajo con que se sale del fondo de un ascensor atestado. Félix le lamió el cuello.
Entró desnuda en el dormitorio de Hanna, buscó por la pared el interruptor de la luz: la parálisis de las cosas amplificaba el silencio. Félix tosió entonces en el cuarto vecino; Ruby se acordó de la tos de Hanna, que, antes de conciliar el sueño, fumaba un cigarrillo. Abrió el armario de par en par: Hanna no se había llevado la ropa; las carpetas de las fotografías seguían en su sitio, junto a la caja de las novelas de ciencia ficción, en francés y alemán, compradas en la tienda de libros usados. Desanudó los lazos, extendió las fotos sobre las toallas dobladas: las caras abstraídas, o con un grado de atención que bordeaba el ensimismamiento o la anormalidad, de los conductores detenidos frente al semáforo de la avenida de Príes, frente a la ventana, la sobresaltaron como las páginas de un diario íntimo. Todos parecían ocultarse tras un muro transparente, a la espera de que los capturara un cazador. ¿Por qué Hanna sólo fotografiaba, con el auxilio del teleobjetivo, chóferes al acecho de que cambiara el rojo de semáforo? En la última fotografía de la carpeta faltaba la cuarta parte, una esquina: el conductor retratado había perdido los ojos y la frente, hubiera sido difícil reconocer quién era.


martes, 16 de junio de 2015

Miguel Sánchez-Ostiz.


Miguel Sánchez-Ostiz.
Novela La caja china. 1996.
Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es un escritor español, autor de novelas, ensayos, poesía, colaborador habitual en prensa, Premio Nacional de la Crítica en 1998 y experto en la obra y figura de Pío Baroja.
Premio Herralde de novela 1989.
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MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. Poeta, narrador y ensayista navarro, nacido en Pamplona en 1950. Forma parte del grupo de escritores cuya obra empezó a suscitar la atención en la década de 1980. Posee una sensibilidad muy especial, cuidadosa con el entorno y vinculada al pasado. Poeta de la intrahistoria, volcado en el rescate de lo más valioso, ha producido un conjunto de libros de poesía en los que se recrean los mundos de la fábula y los sueños, como Pórtico de la fuga (1979), Los reinos imaginarios (1980) y De un paseante solitario (1985). En su larga lista de novelas se pueden señalar: Los papeles del ilusionista (1983); El pasaje de la luna (1984), expresión fiel de sus obsesiones provincianas; Tánger Bar (1987), pintura de un universo cerrado; La gran ilusión (Premio Herralde de novela 1989), sobre la amistad que se desvanece; Las pirañas (1992), crítica feroz pero dotada de un propósito moral; Un infierno en el jardín (1995); La caja china (1996); No existe tal lugar (1997), obra localista, evocadora y cargada de ensoñaciones que recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1997; La flecha del miedo (2000); El corazón de la niebla (2001) y En Bayona, bajo los porches (2002), dos novelas con las que iniciaba un ciclo narrativo sobre la historia reciente de España titulado Las armas del tiempo; y La nave de Baco (2004). Ha publicado abundante prosa narrativa y ensayística, como La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi (1987) y Literatura, amigo Thompson (1989), en las que ensaya el uso de las memorias como recurso expresivo de la incertidumbre, así como La puerta falsa (1991), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994), Veleta de la curiosidad (1994), El santo al cielo (1995), Las estancias del Nautilus (1996), Palabras cruzadas (1998), El vuelo del escribano (1999) y Derrotero de Pío Baroja (2000).



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En La caja china, Sánchez-Ostiz trata de responder, adoptando la forma de un imaginario detective, la pregunta de adónde conducen las huellas que a su espalda ha dejado un hombre desaparecido de forma inesperada en extrañas circunstancias: unas pocas pertenencias banales y los mínimos objetos personales abandonados en la habitación de un hotel fantasmagórico, en el invierno mortecino de una pequeña ciudad de playas y casinos. Su pesquisa lleva al autor a seguir los pasos de un personaje desclasado y de pensamiento errático, experto en la doble vida y en la falta de coraje, poseedor de una notable impericia para gestionar tanto los asuntos propios como los ajenos, y náufrago a todas luces en la sociedad de su época y en su propia vida. Un personaje que en la cuarentena se empeña, a pesar de todo, en encontrar su lugar en el mundo, en reconstruir las pocas certezas de su existencia, sus trampas, engaños, miedos y torpezas, en reconciliarse también consigo mismo y en encontrar una auténtica vía de escape que le libere de las sombras de su conciencia.
  Sánchez-Ostiz aborda la crónica, más irónica que sombría, de un tiempo oscuro y de un mundo turbio que se esconde debajo de una cacareada sociedad del bienestar y traza de paso las precisas siluetas de sus figurantes: una tropa de sonámbulos, extraviada en su propia época, los insatisfechos y marginales, bizcos de manos en ocasiones, pero rigurosamente contemporáneos. Personajes que se debaten consigo mismos en el borroso escenario de una ciudad del sur de Francia encarada al océano, en un territorio a todas luces fronterizo, sin poder diferenciar lo vivido de lo imaginado, el mundo de la luz y el mundo de la sombra, lastrados por un pasado dudoso y casi desprovistos de otro futuro que no sea el de desaparecer en extrañas circunstancias.
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Fuente: Editorial Anagrama.

Miguel Sanchez-Ostiz
La caja china
Título original: La caja china
Miguel Sanchez-Ostiz, 1996
Diseño de portada: Julio Vivas.
Ilustración de portada: Sans titre (Hotel de L’Etoile) caja de Joseph Cornell
 Para Dominique

(Fragmento).
 LA MALETA VACÍA
Rafael Vidán, viajero de una sola noche y sin embargo largamente esperado, no ocultaba su satisfacción por haber conseguido vencer sin ninguna dificultad la desconfianza del hotelero en aquel hotel de aspecto descalabrado, cubierto de desconchados, grietas y remiendos, que se alzaba en un extremo de la plaza de Santa Eugenia de Biarritz, como un testimonio de otra época. Rafael, hombre de prejuicios y de temores las más de las veces infundados, cuando se encontraba en parecidas circunstancias, pensaba que su acento extranjero le delataba y predisponía a sus interlocutores en su contra. Su experiencia de los pocos hoteleros franceses o ingleses que había tenido ocasión de conocer no era muy buena. Había padecido sevicias de distinta consideración. O eso al menos es lo que le parecía. No iba a ser así esta vez, con aquel extraño hotelero del Hotel del Fetiche. Y no iba a ser lo único que no era ni como pensaba ni como parecía.
  «Curioso nombre para un hotel», pensó Rafael cuando se encontró frente a la puerta de entrada. Chocante desde luego en esa parte de la ciudad donde las enseñas ostentaban los nombres de Hotel del Océano —el suyo—, Hotel del Puerto Viejo, de Washington… Él, sin embargo, no había venido en busca de curiosidades, ni de pasatiempos de viajero de una sola noche que persigue el encanto secreto de las ciudades, «en plan Arrensberg», pensó al recodar un recorte de un suplemento dominical que había llevado en la cartera como un manual de instrucciones del viajero sin ataduras que todavía quería ser a ratos. Él había venido en busca de algo más prosaico. Algo que con seguridad se le había escapado una vez más de las manos. No era exactamente culpa lo que sentía. Se trataba tan sólo de la desazón y del agobio que le acometía cuando sospechaba que estaba dando pasos en falso, y también de la perentoria necesidad de acabar con aquel asunto cuanto antes.
  Allí estaba, por fin, en el centro de la habitación que ellos habían ocupado, escuchando distraído la cháchara del hotelero, mirando a su alrededor, con curiosidad nerviosa y a la vez con disimulo, como el mal comprador que era, llevando la vista de un lado a otro, de un objeto a otro, buscando detalles reveladores, intentando fijar esos objetos que veía desparramados a su alrededor, tratando de imaginar, de adivinar cómo, cuál había sido la vida de ellos dos en aquel hotel, mediocre al fin y al cabo, muy poco del estilo de los hoteles que él se imaginaba que a ellos les gustaban o que estaban acostumbrados a frecuentar. Aquélla fue la primera de una larga serie de sorpresas.
  —Acompáñeme si quiere. Estoy desocupando su habitación… Poco queda por hacer —había dicho hacía unos minutos el hotelero después de que hubiesen intercambiado unas banales, corteses y algo confusas palabras de presentación.
  —Fui yo el que llamó ayer… Pensaba encontrarla aquí —había dicho Rafael Vidán.
  —Ya. Le esperaba. Ella me aseguró que usted vendría hoy… No estaba cuando usted llamó… Vino luego, le dije que había llamado, pero se marchó de nuevo. Llamó esta mañana y me dijo que usted se encargaría de todo. En fin, aquí está usted.
  Se veía tratado con una familiaridad que aceptó desde el primer momento de buen grado. Una vez más, o como siempre, había llegado tarde, pensó con un fondo de irritación. No dejó traslucir su enojo. Sonrió ligeramente.
Rafael se acercó a una de las ventanas de la habitación y apartó los visillos que la brisa hinchaba. Desde allí podía ver el mar y en él, cabeceando ligeramente, un pesquero con el casco pintado de color amarillo limón y unas franjas verdes en las amuras; en las pértigas llevaba unos gallardetes rojos requemados por el sol y el salitre. Era un día claro, muy luminoso, de comienzos de primavera. Una mañana en la que las cosas se mostraban con una nitidez que parecía inmovilizarlas. La vida de la ciudad tenía un ritmo lentísimo. Tan sólo, a lo lejos, cerrando el horizonte, había una ligera neblina. Observó con desgana a la gente que pasaba de un lado a otro de la plaza, la fachada blanquecina de la iglesia de Santa Eugenia —salía de ella un hombre de edad que en ese momento se calaba una boina con las dos manos y desaparecía de inmediato detrás de unos tamarindos—, los otros hoteles iluminados por el sol, las terrazas acristaladas desiertas a esa hora, una peluquería en cuya puerta, al sol, había un hombre joven, moreno y repeinado, con los brazos cruzados. A Rafael Biarritz le era casi por completo ajena. Desde que hacía tres años había perdido su pequeño negocio de transportes la frontera era un territorio perdido, antes casi también. Nunca había sabido desenvolverse en ese ambiente espeso. No conocía a nadie en la ciudad.
Se volvió hacia el hotelero, que entretanto no había dejado de hablar, cuando éste dijo «Bonita vista… ¿Eh?». Le observó con detenimiento y no le contestó. Era un personaje curioso. Con un rostro achinado, de rasgos gruesos y surcado por profundas arrugas, llevaba el cráneo afeitado e iba vestido con descuido: un jersey de marinero azul oscuro debajo de una americana muy usada a cuadros en tonos verdosos y amarillos con coderas de cuero color miel. Había algo en él que le producía una instintiva curiosidad; también confianza.
—Así que usted es el hermano de Adrián —repitió una vez más el hotelero como si hablara consigo mismo—. Le esperaba. Ha sido una desgracia, ya se lo he dicho. Estas cosas ocurren. Unos vienen. Otros van. Y a veces pasan cosas que no podemos prever. Ella dijo que sin duda usted desearía llevarse algunas cosas… ¿Sí? Espere un momento. Bajaré a buscar una caja.
Desapareció silboteando y le dejó solo. Esta vez Rafael pudo examinar con más detenimiento la habitación. La encontraba vulgar y desordenada. Sobre la chimenea, cuyo hogar estaba cerrado con una placa metálica oscura, colgaba un espejo de marco negro azabache coronado por un copete. Le resultó un tanto fúnebre el florón. Escrita con carmín de labios, una palabra escueta trazada con furia y encerrada dentro de un círculo: «Adiós». El leerla no le produjo emoción especial alguna. La miró inclinando la cabeza a un lado y a otro. «Caramba, todo un carácter», se dijo.
Prendidas en el marco había un par de tarjetas postales, una tarjeta de visita —«Alvarado. Antiquaires»—, otros papeles, facturas, una tira de fotografías de fotomatón… Estela. Estela. Estela. Estela y Adrián: Estela con una expresión seria en el rostro, sus grandes ojos acentuados por el maquillaje oscuro. Estela reteniendo una carcajada. Estela tapándose la cara con las manos. Estela abrazada a Adrián, que por lo visto había entrado de improviso en la cabina. La cogió, la miró con más atención y con una cierta aprensión que le hizo frotarse los dedos y la volvió a dejar con cuidado en el mismo lugar donde la había encontrado. Se trataba de algo que le resultaba ajeno. Volvía una vez más la antigua sensación de incomodidad ante todo lo que llegaba a sus manos o le tocaba, y le era extraño por haber pertenecido a otro, a su hermano sobre todo, y a una historia o una situación en la que él no había participado, pero que de inmediato le provocaba el deseo de haber estado presente y de haber sido uno de ellos, uno más de la partida. Una vez más, la molesta sensación del espectador colocado a la fuerza en una segunda fila. Él era ajeno a esa alegría contenida, a ese momento sin duda feliz en la vida de ellos. Como siempre. No era nada nuevo.
A continuación cogió una de las tarjetas postales. Estaba dirigida a Adrián. Una vista de Acapulco. Acantilados, villas, hoteles, el mar, el boscaje de unos jardines… Todo ello de un colorido pastel que le daba el aire de una vieja tarjeta postal coloreada a mano que bien podría haber sido enviada hacía veinte o treinta años. Incluso su formato alargado era inhabitual. En el dorso, cuatro líneas en castellano. Alguien, desconocido para Rafael, invitaba a Adrián, en un tono frívolo más que festivo, que también le resultó insoportable, a reunirse con él en las próximas fechas: «Adrián, querido, deberías apresurarte si todavía quieres disfrutar de estos sensacionales días. Te esperamos aunque sea acompañado. Luego regresaremos a México capital. Y luego quizás otra vez al norte. Estrechos abrazos». El nombre que le pareció adivinar en la firma era Roy. Y otro texto en inglés firmado por Ágata: Everithing would be better if you’d come. «¿Quiénes serán éstos? ¡Bah!, ya me enteraré», se dijo.
La tarjeta estaba fechada más de siete meses atrás, en el otoño del año anterior. Le llamó la atención que la dirección adonde había sido enviada no fuera la del Hotel del Fetiche. Se alegró de que Adrián no hubiese podido ir a Acapulco. En cierta manera había sido gracias a él. Ni a Acapulco ni a ninguna parte. Pero, como siempre, se arrepintió de inmediato de su mezquindad, se sintió culpable. Rafael Vidán tenía una idea muy distinta de adonde pensaban dirigirse Adrián y Estela. O mejor dicho no tenía ninguna. Él se había creído lo que ellos le habían dicho en su primera carta: que pensaban marcharse a Venezuela, donde, según decían, a Adrián le habían ofrecido un trabajo de representante de no recordaba qué producto comercial, algo tan vago que le había hecho sonreír, algo relacionado con materiales de construcción o con telefonía. La historia no le había llegado a interesar. No pensó en que tal vez la tarjeta no era más que una vaga invitación de circunstancias; tampoco en que pudiera ser una broma privada o una burla a él dirigida. No era seguro que esta vez hubiesen tratado de engañarle de nuevo, como él había sospechado.
Al tiempo que dejaba la postal en el marco del espejo, pensó que de todas formas no les había prestado el dinero que le pedían, y que en cualquier caso todo aquello carecía ya de importancia.
La otra postal era una vista, en tonos grises y azafranados, de Venecia. Era una postal vieja, con los bordes dentados. La fachada del palacio Loredan. No importaba, él nunca había estado allí y además estaba escrito al dorso. La firmaba un tal Ed. Fresneda. No le conocía. Nunca había oído hablar de él.
Con otra tinta firmaba una tal Nina. Estaba remitida desde París. Una postal elegida al azar, sin duda. «¿Vendréis este año? Ya lo dicen los philosophes: Nada como tomarse un helado en Nochevieja en el Florián. Hasta pronto. Hemos visto a Arrensberg. Es impresionante». «Menuda gilipollez», pensó Rafael. Al igual que la anterior, estaba fechada varios meses atrás. La colocó junto con la de Acapulco en el marco del espejo. En éste contempló el desorden que reinaba a su espalda. Alguien había desaparecido precipitadamente de escena. El desorden de la habitación de un viejo hotel que antaño, más que lujoso, pudo haber sido confortable, regentado por un pintoresco personaje que le había producido una cierta curiosidad y que hacía ya un buen rato que había desaparecido de escena.
Rafael se miró en el espejo. Sacó la lengua. Blancuzca. Se pasó por delante de la boca el dorso de la mano. Se arregló el nudo de la corbata, el pañuelo. La camisa no estaba del todo limpia y tenía los bordes desgastados. En la solapa de la americana lucía una mancha oscura. El poco pelo que le quedaba estaba repeinado en largas mechas y daba una impresión de desaliño. No se gustaba. No se había gustado nunca. Se dijo como siempre, con el único fin de infundirse ánimos, que no tenía muy buen aspecto. Tal vez estuviese enfermo. A la altura del rostro, la última palabra de Estela. Fue a borrarla y se pringó la mano. Sacó un pañuelo y se la frotó. Sobre el mármol de la chimenea había cajas de cerillas y varios paquetes de cigarrillos sin abrir, apilados cuidadosamente, un par de cigarrillos sueltos, una barra de carmín, que Rafael abrió, olió y cerró. Era de un color muy oscuro. Se le cayó un trozo. De un puntapié lo lanzó a un rincón. Un caballito de madera lavada de origen norte africano que examinó con poca curiosidad y un barco encerrado en una botella… Mapas Michelin del norte de África, Marruecos, el Rif, el Atlas, algunas guías antiguas y modernas de viajes en la zona, un manual de navegación…
Se dirigió al secreter de limoncillo que se encontraba abierto entre las dos ventanas. El mueble estaba desvencijado y alabeado, tenía marcas de vasos y de humedad y su interior estaba en completo desorden. Le dio la impresión de que alguien había estado buscando apresuradamente algo entre todo aquello. No se reprochaba el tener una imaginación vagamente novelesca. Pilas de periódicos y revistas, cartas, un telegrama en papel azul, alguna factura, objetos menudos… Sobre el mueble había una botella de whisky más que mediada, tres vasos sucios, una pila de libros de bolsillo: novelas policiacas… Las repasó. Aquellos autores a él no le decían mucho. Él se había jactado en alguna ocasión, incluso ante su hermano, de no entender nada de lo que leía, de no saber gran cosa fuera de la música y del cine, y aun esto como distraído espectador. La de hacerse el bobo era una de las especialidades de Rafael Vidán.
En la pared, clavadas con alfileres de los usados en los bancos franceses para prender billetes, dos buenas fotografías. En una de ellas podía verse a Estela y a Adrián una mañana soleada de invierno —llevaban los abrigos puestos— en la terraza del Royalty ¿O era en Les Colonnes? ¡Bah! Qué importaba. Se trataba en todo caso de un claroscuro muy acusado. Enero. La otra era una fotografía de Estela, esbozando una sonrisa divertida, en la playa, con el cabello revuelto. El fotógrafo era el mismo. Un tal Marc Darrigade. Estaba impreso al pie, al vacío.
Apareció de nuevo el hotelero. Traía una caja de cartón de gran tamaño, de color negro, con una franja blanca en la que aparecían ideogramas orientales. A Rafael le pareció la caja de un mago y de inmediato pensó con enojo que le resultaría embarazosa. El hotelero la dejó sobre una mesa baja que ocupaba el centro de la habitación y que también estaba cubierta de periódicos. Una parte de éstos se derrumbaron. El hotelero cogió la caja y se la dio a Rafael, despejó la mesa de los periódicos que quedaban y los apiló sobre una silla. Con un gesto le volvió a pedir la caja y la colocó sobre la mesa.
—Excúseme si he tardado. Quería encontrar una buena caja. Ésta es excelente ¿No le parece?… Ya le he dicho que ella se marchó ayer, a última hora de la tarde, después de que usted llamara. Dijo que usted se encargaría de recoger estas cosas y de pagarme una pequeña factura. No es mucho. Tan sólo un par de semanas. Ella lo dijo…
Rafael pensó que casi con seguridad el hotelero y Estela habrían tenido una discusión subida de tono. No creía que éste la hubiese dejado salir así como así, sin pagar la nota. Sin saber de qué cantidad se trataba, Rafael dijo que no había ningún problema, que él la pagaría.
—No era necesario —continuaba el hotelero cambiando de conversación—. Yo les había cogido aprecio. Me gustaban. Los dos. Su hermano era un hombre encantador. Y ella es una belleza. Sé lo que me digo, no en vano han pasado buena parte de este invierno en mi hotel. Ya sé que no es gran cosa, pero a ellos parecía gustarles. Además está, como ve, muy céntrico y soy de los pocos que abren en invierno. Estuvieron bien aquí… Sí. Su hermano y yo hablábamos mucho. Le gustaban mis historias. Él también tenía muchas cosas que contar. Era muy divertido…
A Rafael le azoró la forma en que aquel hombre hablaba de Adrián. Sí, claro, lo de siempre: un hombre encantador, divertido, brillante. Todos habían pensado siempre lo mismo. Él no. Él había pensado otra cosa. Le fastidiaba. Siempre le había fastidiado. Ahora no, ahora menos, en el fondo, ya no había motivo alguno.
—Bien, supongo que querrá llevarse algo de todo esto —decía el hotelero mientras que Rafael Vidán, distraído, cogía alguna cosa y la dejaba de inmediato—. Estaba desasosegado, agobiado por la situación en la que se encontraba y en la que no sabía cómo desenvolverse; era perezoso y le costaba mucho trabajo tener que tratar de asuntos concretos con extraños. Se dirigió al armario ropero. Lo abrió. En su interior no quedaba mucho. Un par de camisas. Una de algodón y otra de seda, con las iniciales «A.V.» bordadas. Un abrigo de pelo de camello algo gastado, una americana de tweed en tonos grises, unos pantalones de franela también grises claros y una corbata de seda un poco ajada a listas oro viejo, azul oscuro y vino burdeos que él le había regalado en una de las últimas ocasiones en que se habían visto: unas navidades —las últimas navidades de la familia— en la casa familiar de Umbría, hacía de eso cinco o seis años, tal vez más, cuando todavía vivían sus padres. Parecía como si desde entonces hubiese transcurrido toda una vida… Dobló la corbata con cuidado y la depositó en el fondo de la caja que el hotelero había dejado abierta sobre la mesa.
—¿Qué va a hacer con la ropa? —le preguntaba el hotelero. Rafael pensó que se lo preguntaba porque se había dado cuenta de que él y Adrián no eran en absoluto de la misma talla. Él era más alto, mucho más grueso, más desgarbado también. Todo lo contrario que su hermano.
—No sé —contestó Rafael—, por el momento podemos meterla en esa maleta. —Era una maleta que se encontraba sobre el armario. Una desvencijada maleta de piel de cerdo con restos de viejas etiquetas de hoteles que Adrián habría llevado consigo en sus viajes, donde había encerrado su mundo.
—Déjeme. Yo le ayudo —dijo solícito el hotelero.
—No hace falta —le contestó Rafael algo molesto por tanta amabilidad. Advertía que la amabilidad no iba dirigida a él, sino a ellos: un resto de complicidad o de afecto. Y eso le molestaba.
—Antes me gustaría pagarle la factura que dejaron pendiente —dijo Rafael por ver de poner algo de distancia entre él y la excesiva amabilidad del hotelero.
—Bueno, ya le he dicho que son sólo las dos últimas semanas. La dejó ella… Bien, como quiera. Ahora mismo subo… —Volvió a dejarle solo.
Rafael abrió la puerta que daba al cuarto de baño. Un cuarto de baño bastante amplio, anticuado, con una ventana de vidrios traslúcidos que dejaba pasar una luz glauca. Definitivamente el hotel era algo pasado de moda, anacrónico, y su decoración una superposición de estilos y de mobiliario superviviente de sucesivos y periódicos naufragios. La brocha y la maquinilla de afeitar de Adrián, el jabón y el agua de colonia Roger Gallet, un cepillo para el pelo, se encontraban en uno de los estantes que había junto al lavabo y fueron a parar a la papelera. Le produjo una cierta repugnancia tocar aquellos objetos. Como si fueran contagiosos de una enfermedad mortal, como si la muerte estuviera prendida en ellos.
En otro estante había un frasco de perfume Vol de nuit. Quedaba un resto en su fondo. Lo abrió y lo olió. No le gustó. Demasiado dulzón para ella —pensó—, ¿pachulí? Él la recordaba usando perfumes muy distintos, más intensos, nocturnos, o más ácidos: un verano ya lejano bajo la enramada de los plátanos, en Fuenterrabía, el olor fuerte, intenso del aire, el murmullo de las conversaciones, las risas, su nunca logrado deseo de atraer por completo su atención, de hacer que se interesara en sus asuntos… Eran muy jóvenes entonces, los otros, siempre los otros, más ingeniosos, más atractivos, y Adrián como centro de la reunión, y el perfume de Estela a su lado, vivo, ácido y nada corriente, expresión de su vitalidad, de su querer imponer a toda costa su indudable atractivo. Todo aquello había pasado, era irremediable. En realidad duró menos de lo que él creía. Pensó que todo verano es un último verano; sobre todo para él. Y lo pensó sin nostalgia alguna, tan sólo con una ligera irritación. Estela no le había escogido a él. Ciertos fragmentos de su pasado se le ofrecían como un tiempo no vivido, o al menos no como a él le hubiese gustado vivirlo. Como algo que transcurría ante sus ojos, en forma de falsos decorados, falsas ciudades, falsas perspectivas. Pensó todo esto mientras daba vueltas en la mano al frasco de perfume. Un frasco de vidrio de color verde oscuro. Probablemente se lo habría regalado Adrián. Le habría gustado a él.
De forma maquinal lo llevó a la otra habitación y lo metió en la caja. Se dijo que le preguntaría al hotelero de qué era aquella caja que despedía un raro olor que recordaba el de las hierbas agostadas, el de los desvanes de su infancia.
El hotelero volvió con la nota, se la entregó y Rafael la repasó con atención. Podía pagarla sin sentir remordimientos. Tal vez un exceso en las llamadas telefónicas. Nada que discutir. Pagó.
—Ahora le subo la vuelta —dijo el hotelero.
—No, quédesela —replicó Rafael al tiempo que doblaba la nota y la metía en la caja. Era una vuelta ridícula.
—Ya siento que haya llegado usted tarde —decía el hotelero mientras se metía los billetes que le acababa de dar Rafael en el bolsillo trasero del pantalón—. Las cosas no podían haber sido de otra manera. Su hermano tenía niebla en la cabeza. Los conocí parecidos en Tonkín… En la infantería de marina. Sí, allí estuve… He estado en muchos sitios, sí… Tonkín, Argelia… También las Antillas… Yo le contaría. A su hermano y a la señorita les conté muchas historias. Ella dijo que iba a escribirlas… No sé. Nos sentábamos abajo, en el bar… Así pasábamos las horas. Es largo el invierno en nuestra ciudad. Una ciudad para gentes solitarias, como yo, señor. Su hermano era un soñador, además… ¿Treinta y ocho años dice usted? Yo le creía más joven. Lo que son las cosas. En fin.
Mientras hablaba, el hotelero había bajado la maleta y, ante la indiferencia de Rafael, la había ido llenando con el contenido del armario. Lo hacía meticulosamente, como un ayuda de cámara profesional. Daba la impresión de que se había pasado la vida haciendo lo mismo: unas maneras que no tenían nada que ver con las briznas del pasado en apariencia turbulento del que acababa de jactarse.
—Es una pena —decía de nuevo el hotelero— que se pierda esta ropa. Tengo un amigo a quien le quedaría que ni hecha a medida. Le vendría muy bien, además… Siempre anda necesitado.
A Rafael le extrañó que no hubiese más ropa, pero dijo:
—Puede quedársela. Haga con ella lo que quiera.
Rafael fue buscando más cosas para meterlas en la caja negra. Primero las fotografías, las que estaban en el secreter y las que estaban prendidas en el espejo. En uno de los cajones encontró un sobre con más fotografías, un cuchillo, unos anzuelos de pesca, un plomo de red comido por el salitre, unos mapas de carreteras y algunas otras menudencias, entre las que había unos carretes sin revelar. Todo ello fue a parar a la caja.
Metió también la botella de whisky y, sin prestarles demasiada atención, las cartas, las facturas, las postales del espejo, una gruesa carpeta con papeles, más folletos de viajes, mapas y recortes de revistas. En uno de los cajoncitos interiores del escritorio, junto con muestras vacías de perfumes, un paquete abierto de pañuelos de papel, monedas fraccionarias y unos fósforos, publicidad de un club nocturno, Bestondo, Piano-Bar, encontró algo que le interesó más: una pequeña agenda de piel sujeta con una lengüeta. La abrió. Tenía algunas páginas en blanco, pero otras estaban cubiertas de direcciones, teléfonos, nombres, lugares y algunas breves anotaciones que en una primera lectura no entendió y que le resultaron enigmáticas. Reconoció la letra de Estela; probablemente la habría olvidado, o tal vez la había abandonado porque ya no le servía para nada. Dejó para más tarde el examen minucioso de la agenda.
Volvió a la chimenea. Cogió el barco encerrado en la botella y una rosa de los vientos giratoria, una reproducción de un instrumento antiguo. Los envolvió con cuidado en una hoja de periódico. Bagatelas, pensó; pero también trató de imaginar rápidamente en qué momento habrían comprado ellos aquellas pequeñas cosas, a qué rito privado habrían pertenecido. Volvería sobre ello. Imaginó su paseo apacible por la ciudad, al borde del mar, en el margen de una época, exentos, sin cuidado. Fue dejando los periódicos y las revistas, de viajes sobre todo, sobre una silla, pasándolos de uno en uno por ver de hallar entre ellos alguna cosa. Se encontraba incómodo. El hotelero le observaba desde hacía rato sin decir nada. Sentía su mirada clavada en su espalda.
—Leían muchos periódicos —dijo de pronto por decir algo.
—Sí —contestó el hotelero lacónicamente—, qué otra cosa podrían hacer.
Encontró también tres mazos de cartas, dos de ellos cerrados. Los guardó junto con las demás cosas.
—No han dejado gran cosa —dijo Rafael.
El hotelero se excusó enseguida de no haber tocado nada.
—Oh, solamente ha querido venir él, Alvarado; pero no le dejé subir, no vaya usted a pensar, le dije que esperara a que usted llegara, porque usted iba a venir, ¿no es cierto?… Uno tiene su conciencia profesional.
Rafael recogía aquellos mínimos restos, que bien podían ser una burla siniestra, como si fueran preciosas reliquias, y no reparó en las últimas palabras del hotelero. Entre el desorden de papeles del secreter encontró una estilográfica, un cuaderno y unas cintas de radiocasete que fueron a parar con las demás cosas.
Se acercó a la cabecera de la cama. Abrió los cajones de las mesillas. Una caja de tranquilizantes fuertes. Nada más. Más periódicos. La gente que leía mucho los periódicos le inquietaba. Volvió hasta el escritorio. No, allí no quedaba nada. Se sintió avergonzado por las muestras de rapacidad que estaba dando en presencia de aquel hombre que seguía sus movimientos con los brazos cruzados. «A fin de cuentas es posible que nada de esto me pertenezca», pensó por un momento, aunque Estela le hubiese dicho al hotelero que sería él quien con seguridad vendría a recogerlas. Un sarcasmo más por parte de ella, porque allí no quedaba nada; en realidad habían vuelto a mofarse de él, pensó, y se sintió ridículo con aquella caja a su disposición.
—Bien, creo que no nos queda nada por hacer aquí —dijo Rafael, una vez más por decir algo, echando una mirada a su alrededor: los periódicos y las revistas ilustradas apiladas sobre una de las sillas, los libros de bolsillo. Los repasó de nuevo. No había nada que le interesara. Cogió en cualquier caso la novela de Leo Mallet. Le gustaban las historias del detective Néstor Burma. La metió en la caja y dejó el resto. Se acercó por última vez a la ventana desde la que podía ver el mar más allá de la iglesia de Santa Eugenia. El pesquero seguía cabeceando en el mismo lugar, cerca de los arrecifes. Un día muy hermoso. Demasiado hermoso para ocuparlo en recoger despojos. Con seguridad no volvería a ver ese panorama. Se encogió de hombros.
La caja abultaba más de lo que habla supuesto. Se la puso bajo el brazo. Notó cómo en su interior las cosas se movían y chocaban entre sí. Se sintió algo ridículo. El hotelero cogió la maleta y abrió la puerta, pero de inmediato pareció arrepentirse y dijo: «Perdone, la cogeré luego», y la dejó sobre la mesa. Rafael echó una última mirada a aquella maleta cerrada que contenía los otros restos de su hermano. Los otros restos, pensó, tan inservibles como los que él llevaba en su caja. «Después de tantas idas y venidas, Adrián no parece que tuviera gran cosa», se dijo. Empezaron a bajar las escaleras. Crujían. Decididamente el hotel estaba algo descalabrado. La moqueta de color rojo oscuro desgastada con cercos negros, el empapelado oscurecido y sucio, los apliques tuertos. Ni siquiera se trataba de lujo ajado, sino de algo más turbio, más agobiante y sutil. Allí, en aquel aire enrarecido, flotaba algo furtivo, no del todo decadente ni pasado de moda: un escenario abandonado por sus actores a la carrera tras escuchar una voz de alarma, y no precisamente, o no tan sólo, por Adrián y Estela. Pesaba un raro silencio en aquel ambiente de colores apagados, como si la vida de la ciudad no hubiese llegado desde hacía mucho tiempo hasta el interior del hotel.
Llegaron a la planta baja, donde el hotel cambiaba de decoración y ésta se hacía decididamente extravagante. Ambos se encontraban incómodos y se observaban con disimulo. Rafael querrá llegar cuanto antes a su hotel para dejar en algún sitio aquella caja molesta. Sin embargo aceptó la invitación del hotelero a tomar algo en el bar del hotel. Una invitación demasiado cálida, como si de pronto existiera entre ellos una evidente complicidad, que no podía ser otra que la que había habido entre Adrián y aquel pintoresco personaje que ni siquiera había dicho su nombre, o al menos él no lo recordaba. Hablaba el castellano con fluidez, pero con un acento muy acusado que parecía impostado.
Rafael era un experto en contarse historias y se imaginaba con toda clase de detalles cuál había sido la vida que habían llevado en aquel hotel y en aquella ciudad; pero quería saber algo más. Tal vez penetrar en la historia, hacerse con ella, con sus detalles más nimios. Hacerse daño en el fondo. Saber algo que sin duda nadie le iba a contar, que Estela no le contaría jamás. Muy a su pesar, siempre le había atraído la vida, lo poco que había sabido de ella, que habían llevado Estela y su hermano en los últimos años. Y ahora era el hotelero el único vínculo que le unía a ellos.
—No me lo dijo… Había hablado de subir a París… O Italia. No lo sé… Tampoco creo que a cierta edad se pueda ir a muchos sitios… ¿No le parece?… De todas formas ayer noche se fue con su amigo Darrigade… —había dicho el hotelero sonriendo.
—¿Cómo dice?
—Sí, Marc Darrigade, el fotógrafo… Puede llamar a su casa si quiere, el número vendrá en la guía.
—¿Cómo no me lo ha dicho antes?
—No me lo ha preguntado.
«No importa», pensó Rafael, «tarde o temprano nuestros caminos volverán a cruzarse». Siempre había sido así y no veía ninguna razón para que las cosas cambiaran. Creía saber dónde podía encontrarla. Sus escenarios —pensaba— eran demasiado reducidos. Todo se arreglaría. Ahora le tocaba a él la oportunidad largo tiempo acariciada de acercarse a Estela. No había obstáculo alguno. Adrián ya no se interponía entre ellos.
Podía permitirse el lujo de interrogar al hotelero. O mejor, de dejarle hablar sobre Estela y sobre Adrián. «Seguro que quiere hacerlo. Seguro que lo hará», pensó Rafael con una leve sonrisa de satisfacción.

miércoles, 10 de junio de 2015

Félix de Azúa.Historia de un idiota contada por él mismo” Prólogo: Fernando Savater.


Félix de Azúa. (Premio Herralde de novela 1987). 
(España, 1944)
Poeta, novelista y ensayista nacido en Barcelona. Licenciado en Filosofía, profesor de Estética y colaborador habitual del diario El País, fue conocido gracias a su inclusión en la antología Nueve novísimos poetas españoles, editada en 1970 por Josep María Castellet, junto a Manuel Vázquez Montalbán, Leopoldo María Panero y Antonio Colinas, entre otros. Anteriormente había publicado los libros de poemas Cepo de nutria (1968) y El velo en el rostro de Agamenón (1971).
Fuente: N.N.

Nota: No he podido encontrar la novela con que Azúa ganó el Premio Herralde de novela 1987 sin embargo, transcribo un fragmento de su novela: “Historia de un idiota contada por él mismo” quien en su momento fue acogida por la crítica favorablemente.
J. Méndez-Limbrick.

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El protagonista de esta novela, bestseller en Europa, es un `idiota` peculiar: un idiota intelectual que, obsesionado por la felicidad, nos cuenta cómo él y su generación lucharon en balde, en los años sesenta y setenta en España, por conseguirla. Poniendo la inteligencia al servicio del humor, Félix de Azúa juega con los elementos que identifican una memoria colectiva: la educación familiar y religiosa, los sueños de amor y las intrigas olíticas, las creencias filosóficas y los gustos estéticos... Todo se convierte en argumento que denuncia la `idiotez` de creer que la felicidad es un fruto al alcance de la mano de nuestro tiempo.
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Algunos historiadores califican de «siglo idiota» al siglo XIX. Esto es un error. «Siglo estúpido», sin duda; «siglo bobo», quizá. Pero el rango de «idiota» debe reservarse para el siglo XX. El protagonista de esta novela es un idiota del siglo XX. De la segunda mitad del siglo XX, para ser más exactos; lo que conlleva un grado superior y más concentrado de idiotez. Víctima de la insensatez zoológica de la segunda posguerra europea, nuestro personaje se empeña en una afanosa y monotemática investigación de la felicidad, que le conduce inexorablemente a la ruina. Dado el estremecedor futuro que se les anuncia a los idiotas fin de siècle, este libro debiera ser adoptado por todos los institutos de segunda enseñanza como manual de supervivencia. No evita la idiotez, pero ayuda a prevenirla. De otra parte, por haber sido escrito de un modo tan raro, prestigia a quien lo lee, y ya se sabe que el prestigio es uno de los más eficaces encubrimientos de la idiotez.
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HISTORIA DE UN IDIOTA

CONTADA POR ÉL MISMO

 EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD

 Prólogo

Fernando Savater


Historia de un idiota contada por otro, amigo suyo
Se lo voy a decir porque ustedes no tienen por qué saberlo: yo estoy en el origen de este libro. No me refiero, desde luego, a que mi nombre aparece en la dedicatoria, acompañado, por cierto, de un elogio claramente envenenado (pero ¿los habrá de otra clase?). Tampoco pretendo haber servido de modelo involuntario para el personaje idiota que protagoniza la historia, aunque muchas de sus idioteces me corresponden tan ajustadamente que se diría que el narrador las cortó a mi medida y según mi patrón. Es probable que a ustedes les ocurra una asimilación igual, sobre todo si son españoles y padecen entre cuarenta y cincuenta tacos. Ni mucho menos puedo envanecerme de haber inspirado las ideas y episodios aquí expuestos, pues soy notablemente incapaz de inspirar nada, salvo pena o desdén: sólo puedo inspirarme, no inspirar, y cuando yo expire, mi pobre inspiración expirará conmigo. Lo que les digo es que yo estoy en el origen de esta obra, es decir, que fui su ocasión, su simple pretexto, quien sin saberlo encendió la mecha de la formidable carga explosiva cuya voladura literaria zarandeará a los lectores de esta generación y de las venideras. Un momento más de atención y se lo cuento en tres patadas.
A comienzo de los años ochenta cierto conocido mío, muchacho amable y emprendedor como lo pedía la época (tan distinta, ay, de la nuestra), fundó una nueva editorial, modesta pero aseada. Tras publicarme con notable primor un librito dedicado a la única ciencia que poseo con discreta competencia, las carreras de caballos, me pidió que le orientara para futuras empresas. Quería hacer una colección de textos breves y bien presentados, lo que los franceses llaman plaquettes, en torno a las cien páginas, sobre un tema común y sugestivo, un tema que se pudiera tratar en forma de ensayo, narración, drama, poesía o aforismos. Por aquel entonces (como por este ahora) yo estudiaba a Spinoza, el más amable y por tanto el más odiado de los pensadores; en especial leía a Robert Misrahi, que sigue pareciéndome su mejor comentarista, y me encontraba a medio camino de su Traité du bonheur. De modo que le propuse a mi amigo editor como título de la serie El contenido de la felicidad y le sugerí una larga lista de nombres a los que podríamos solicitar su contribución en este empeño. Fui nombrado director de la presunta colección, lo que me obligó a efectuar algunas llamadas telefónicas y a escribir varias cartas, dos de las tareas —créanme— que más hondamente saben repugnarme. Recurrí en primer término a los maestros y a los amigos, consiguiendo varias respuestas alentadoras: Agustín García Calvo, José Luis Aranguren, Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena y, last but least, yo mismo.
En el ínterin, con esa desconcertante celeridad con que los naipes suelen desertar de los castillos que forman y los políticos abandonan sus promesas electorales, la editorial del amable y emprendedor muchacho vino a quebrar. Que se hunda un proyecto editorial es cosa trivial a fuerza de común, pero que arrastre en su caída un proyecto de colección sobre el contenido de la felicidad es algo aún más trivialmente suscitador de símbolos y presagios, por lo que no deben esperarlos de mí, que padezco discreta aunque tan hondamente como cualquiera el virus moderno de la originalidad. Por lo demás tampoco caben excesivas lamentaciones, porque todas las obras encargadas se escribieron y se publicaron con razonable éxito, aunque cada cual por su lado. Esta dispersión favoreció la creación de un cierto clima eudemonológico y la cuestión de la felicidad se puso de moda: aparecieron obras de sesudos varones y apasionadas vírgenes sobre la cuestión, a quienes jamás se me habría ocurrido encargarles nada en mi nonata colección. Mediaban los años ochenta, ya les digo, y todo parecía posible. Si ustedes vivieron mínimamente la actualidad cultural española de aquella época, seguro que en alguna ocasión no pudieron remediar preguntarse qué coño podemos hacer por la felicidad o qué puede hacer la felicidad por nosotros. Bueno, ahora ya saben cómo y por qué nació tan sublime indagación colectiva.
Tal como les digo, la pesquisa eudemonista produjo varios trabajos estimables que justificaron con creces el frustrado empeño que los originó. Pero sólo consintió la aparición de una obra maestra: HISTORIA DE UN IDIOTA CONTADA POR ÉL MISMO O EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD, la contribución de Félix de Azúa. Cualquier libro realmente bueno supone siempre una cierta sorpresa, por mucho reconocimiento previo que nos mereciera el talento de su autor: todo acierto mayor tiene algo de arbitrario, aun de milagroso, que la competencia del escritor no elucida plenamente. En el caso que nos ocupa, además, la obra supuso todo un vuelco en la carrera literaria de Azúa, una auténtica metanaoia no sólo artística sino también comercial. Hasta publicar HISTORIA DE UN IDIOTA, Félix de Azúa estaba considerado como una figura de indudable primera magnitud en la literatura reciente española, pero altivamente inexpugnable para esa inmensa minoría formada por el común público lector. Fue uno de los «novísimos» más emblemáticos de la famosa antología de Castellet y su prestigio seguía sustentado antes que nada por su obra poética, recogida en Poesía, 1968-78 y Farra. Quienes conocíamos sus dos ensayos publicados por aquellas fechas, un estudio sobre Baudelaire (que ahora ha sido vuelto a editar) y La paradoja del primitivo, espléndido trabajo doctoral sobre la estética de Diderot, esperábamos con auténtica ansiedad otros escritos teóricos que confirmasen la rara alianza que en ellos se daba entre vibrante agudeza, seguridad de gusto y fenomenal preparación cultural. Su desempeño como novelista era valorado de un modo menos unánime: la trilogía de sus Lecciones (Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Última lección) mostraban, junto a indicios de la mejor calidad, un excesivo mimetismo con la fórmula narrativa de Juan Benet y cierto regodeo críptico aunque cada vez más aliviado. Ninguno de estos reproches podía hacerse en cambio a su cuarta novela, Mansura, parábola histórica narrada con elegante sencillez y plena maestría que encontró a la crítica (como suele ser habitual) y a los lectores (lo que es más raro) injustificadamente distraídos. En fin, que allá por mil novecientos ochenta y seis, a sus cuarenta y dos años, Félix de Azúa era un magnífico espécimen de ese tipo de escritor que cualquier director de colección se enorgullece de tener en su catálogo y cualquier director de ventas tiembla al verlo en él.
Y entonces llegaron el idiota y su HISTORIA. El libro rompió la reserva de los lectores y se convirtió en un best-seller de calidad, no sólo en España sino también en los países europeos a cuyas lenguas fue traducido. En Francia, nunca demasiado generosa con la cultura de sus vecinos ultrapirenaicos, incluso fue adaptada como monólogo teatral. ¿Cuál es el secreto de este éxito? Podemos aducir algunas conjeturas, nunca del todo resolutorias. Desde luego, no se debe a que el autor cambiase aquí su forma de pensar ni modificase en lo más mínimo sus categorías literarias: por el contrario, quienes le habíamos seguido desde tiempo atrás reconocimos en la HISTORIA DE UN IDIOTA al mismísimo Azúa de siempre en estado casi químicamente puro. Precisamente el acierto pudo venir no de que se velase o travistiese en modo alguno, sino de que se descaró del todo. Veamos: tanto como poeta, como ensayista o como novelista, Félix de Azúa hace siempre gala de una inteligencia sin complejos ni disimulos. Es un atributo bastante intimidador. La forma de que resulte más aceptable por la mayoría es poner esa inteligencia al servicio de un humor realmente prúsico (no por germánico sino por lo ácido). En la HISTORIA, la inteligencia del autor se vuelve burla despiadada contra sí misma, por lo que el lector puede sentirse menos hostigado por ella. El segundo expediente es jugar con los elementos identificatorios de una cierta memoria común. Últimamente se han puesto de moda entre escritores de edad mediana (hablo de España, claro está) las novelas que cuentan cómo fueron las cosas allá por los sesenta y cómo derivaron: lo que anhelábamos cuando teníamos veinte años, nuestros amores furtivos o iniciáticos, nuestras lealtades políticas luego degeneradas en reprensible conformismo, nuestras lecturas, lo que supusimos que era el mundo y el puesto que nos reservábamos en él, las verdades atroces de la dictadura sustituidas por las halagadoras falsedades de la democracia subsiguiente. Es truco habitual de este subgénero, que me apresuro a declarar intensamente detestable, contraponer algún personaje fiel a los ideales de antaño a los aburguesados mutantes que socialmente predominan en su entorno. Como El Quijote para las novelas de caballerías es la HISTORIA DE UN IDIOTA para esta caterva de tediosas y edificantes naderías: sublima el género hasta lo metafísicamente relevante, lo parodia íntimamente y lo aniquila. La única diferencia es que Don Quijote vino después de Amadís y en este caso le ha precedido...
Otra clave de la excelencia de este libro: su protagonista es idiota, pero un idiota del tipo autorreferente, es decir, un idiota intelectual. Es el único personaje que permite desarrollar todos los virtuosismos del pastiche (introspectivo, ideológico, filosófico, hermenéutico...) a un satírico de dieta exclusivamente culturalista como Azúa. En las novelas que han seguido a esta (Memorias de un hombre humillado, Cambio de bandera) los críticos adversos le han reprochado cierta tendencia al esquematismo y a la disección caricaturesca de los personajes, irreales y maltratados por el autor como muñecos de comic. No me parece un defecto serio, siempre que uno no pretenda aplicar el modelo romántico-naturalista allá donde el escritor es el primero en ridiculizarlo. Cambio de bandera, en particular, me parece una divertidísima reprimenda al género «crónica-épico-edificante-de-la-contienda-civil» que a tantos recientes laureados de nuestras letras aún parece encandilar. Y en diagnóstico ético-político va más lejos que ninguno de ellos, aunque a veces el tono acerbamente doctoral resulte demasiado crudo. Lo cual no se le puede reprochar en el Idiota, obvio es decirlo, porque aquí el tema lo impone así más allá de ninguna duda o reserva. ¿Me atreveré a decirlo? Félix de Azúa es algo así como el Aldous Huxley de mi generación, aunque con más quilates artístico-poéticos que ese parangón, para mí, desde luego, nada derogatorio. Siguiendo con el símil, esta exploración del contenido de la felicidad ocupa el mismo lugar que Un mundo feliz en la obra del otro...
Ridiculizada la pretensión de la felicidad, un paso más allá por tanto de este libro, perdura el interrogante injustificable de la felicidad misma. Queda visto para sentencia que ninguno de los programas del menú establecido la cumplen. Sin embargo, aún podría recordarse lo que un filósofo que ha hablado de estas cosas, Ernst Tugenhadt, recuerda: «De la felicidad sólo la felicidad misma puede decidir.» La felicidad debe desenterrarse a sí misma. Lo cual no se logra, sin duda, por medio de teorías ni declamaciones. Ya sabíamos que el hombre feliz no tiene camisa; debemos resignamos a que tampoco gaste una teoría eudemonológica. Lo cual, probablemente, descarta por inviable la colección de libros que yo imaginé, cancelándola con una especie de «el resto es silencio». Así que adiós, amado príncipe...

FERNANDO SAVATER


jueves, 4 de junio de 2015

Premio Herralde de novela 1986. Novela: “El hombre sentimental”. Javier Marías Franco.


Premio Herralde de novela 1986. Novela: “El hombre sentimental”.
Javier Marías Franco (Madrid, 20 de septiembre de 1951) es un escritor, traductor y editor español, miembro de la Real Academia Española de la Lengua.
Es considerado uno de los novelistas más relevantes de la literatura española contemporánea.
Hijo del filósofo Julián Marías, pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos de América, ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió impartir clases en la Universidad española. Recibió una sólida educación liberal en el Colegio Estudio, heredero de la Institución Libre de Enseñanza. Se licenció en Filosofía y Letras (sección de Filología Inglesa) por la Universidad Complutense de Madrid.

Sobrino y primo, respectivamente, de los cineastas Jesús Franco y Ricardo Franco, colaboró con ellos en su juventud traduciendo o escribiendo guiones, e incluso apareciendo como extra en algún largometraje.
En 1970 escribió su primera novela, Los dominios del lobo, que sería publicada al año siguiente. Entre la escritura de la obra y su publicación, conoció al escritor Juan Benet, al que le uniría a partir de entonces una gran amistad, y que fue una figura clave en su vida personal y literaria.
En 1972 publicó su segunda novela, Travesía del horizonte, y en 1978 la tercera, El monarca del tiempo. Ese mismo año apareció su traducción de la novela de Laurence Sterne La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, por la que le fue concedido al año siguiente el Premio Nacional de Traducción. En 1983 publicó su cuarta novela, El siglo.
Entre 1983 y 1985 impartió clases de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford. En 1984 lo haría en el Wellesley College en Boston y entre 1987 y 1992 en la Universidad Complutense de Madrid.
En 1986 publicó la novela El hombre sentimental y, en 1988, Todas las almas. Esta última, aunque obra de ficción, narra la historia de un profesor español que imparte clases en Oxford, lo que dio lugar a algún equívoco al ser identificado de forma errónea el narrador con el autor.
En 1990 se publicó su primera recopilación de relatos breves, Mientras ellas duermen y en 1991 su primera recopilación de artículos periodísticos, Pasiones pasadas. En años sucesivos aparecieron nuevos volúmenes recopilando su obra publicada en prensa y revistas.
La novela Corazón tan blanco (1992) tuvo un gran éxito tanto de público como de crítica, y significó su definitiva consagración como escritor. Fue traducida a decenas de lenguas, y el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki, auténtico gurú literario en su país, mencionó a Marías como uno de los más importantes autores vivos de todo el mundo. A su siguiente novela, publicada en 1994, Mañana en la batalla piensa en mí (título tomado de un verso de Shakespeare, al igual que Corazón tan blanco), le llovieron los premios en Europa y América.
En 1998 apareció Negra espalda del tiempo, novela en la que Javier Marías detalla los cruces entre ficción y vida real producidos por la falsa interpretación de Todas las almas como un roman à clef. Es también en esta obra donde se cuenta la historia del `legendario, real y ficticio` Reino de Redonda, del que Marías se acababa de convertir en soberano, con el nombre de Xavier I, tras la abdicación de Jon Wynne-Tyson. Con evidente tono lúdico, Marías (pese a su republicanismo confeso) aceptó el título con el objeto de defender el legado literario del Reino, nombró una corte formada por personajes de la cultura nacional e internacional y convocó un premio anual. En el año 2000 creó la editorial `Reino de Redonda`.
En 2002 comenzó a publicar la que podría calificarse como su novela más ambiciosa, Tu rostro mañana. Aunque de lectura independiente, continúa con algunos de los personajes (en particular, el narrador) de Todas las almas. Debido a su extensión, el autor tenía previsto publicarla en dos tomos, aunque serán tres como mínimo, ya que tras los dos primeros (Fiebre y lanza, 2002 y Baile y sueño, 2004) está aún inconclusa.
En 2006 fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua, en la que, tras leer su discurso de ingreso, ocupará el sillón R, vacante tras la muerte de Fernando Lázaro Carreter. Anteriormente había declinado pertenecer a la institución porque su padre ya ocupaba una plaza.

Es considerado uno de los escritores vivos más relevantes en lengua española. Sus novelas Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí han sido catalogadas, por muchos, entre los clásicos de la literatura castellana casi desde su publicación. Su labor como articulista ha sido muy influyente tanto en España como en América Latina y ha aparecido en medios muy relevantes como los periódicos españoles El País, El Semanal (al que renunció después de ser censurado) y la revista mexicana Letras Libres.


Además (exclusivamente en términos literarios) es rey de Redonda bajo el nombre de King Javier I (La historia del nombramiento aparece en Negra espalda del tiempo). Con su investidura ha otorgado títulos nobiliarios (ficticios) a una gran cantidad de personajes de las artes y las letras, entre ellos Pedro Almodóvar, Arturo Pérez-Reverte, Francis Ford Coppola y John Maxwell Coetzee.

A pesar de su éxito de crítica y público (o quizá a causa de ello), a Marías no le faltan detractores. A nivel literario, algunos lo consideran poco español y extranjerizante. Además, han sido públicas sus diferencias y enfrentamientos, entre otros, con Jorge Herralde (editor de Anagrama, en la que Javier Marías publicó alguna de sus primeras obras), Elías y Gracia Querejeta, por la adaptación cinematográfica de Todas las almas, con el suplemento de prensa El Semanal, que se negó a publicar uno de sus artículos, o con la Asociación de Víctimas del Terrorismo, a raíz de la publicación del artículo Un país demasiado anómalo.

***
El hombre sentimental. Novela.
Un famoso cantante de ópera catalán, conocido como el León de Nápoles, es el encargado de contar esa historia sucedida cuatro años atrás, durante una visita a Madrid para ensayar el Otello de Verdi. Los personajes son la misteriosa y melancólica Natalia Manur su marido, el banquero Manur el imperturbable y obsequioso señor Dato, acompañante de profesión. A su alrededor se mueven otros secundarios: una puta apresurada, una vieja gloria de la escena operística, un minucioso viudo, un antiguo amor.
Es esta historia de pasiones llevadas hasta las últimas consecuencias, que en este fin de siglo sólo son verdaderamente últimas para el hombre sentimental, que parece ser el artista o el pensador, pero que tal vez sea, por el contrario, el hombre de negocios, el hombre de acción.
Fuente: N.N.

(Fragmento). El hombre sentimental. Novela.
EDITORIAL ANAGRAMA.

El hontbre sentimental fue galardonado, el día 17 de noviembre de 1986, por unanimidad, con el IV Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde.

A Daniella Pittarello, che magari siga existiendo.
I think myself into love, and I dream myself out of it.
Hazlitt
«No sé si contaros mis sueños. Son sueños viejos, pasados de moda, más propios de un adolescente que de un ciudadano. Son historiados y a la vez precisos, algo despaciosos aunque de gran colorido, como los que podría tener un alma fantasiosa pero en el fondo simple, un alma muy ordenada. Son sueños que acaban cansando un poco, porque quien los sueña despierta siempre antes de su desenlace, como si el impulso onírico quedara agotado en la representación de los pormenores y se desentendiese del resultado, como si la actividad de soñar fuese la única aún ideal y sin objetivo. No conozco, así, el final de mis sueños, y puede ser desconsiderado relatarlos sin estar en condiciones de ofrecer una conclusión ni úna enseñanza. Pero a mí me parecen imaginativos y muy intensos. Lo único que puedo añadir en mi descargo es que escribo desde esa forma de duración —ese lugar, de mi eternidad— que me ha elegido.
Sin embargo, lo que soñé esta mañana, cuando ya era de día, es algo que sucedió realmente y qué me sucedió a mí cuando era un poco más joven, o menos mayor que ahora, aunque aún no ha terminado.
Hace cuatro años viajé, por causa de mi trabajo y justo antes de superar milagrosamente mi miedo al avión (soy cantante), numerosísimas veces en tren en un periodo de tiempo bastante corto, en total unas seis semanas. Estos desplazamientos breves y continuados me llevaron por la parte occidental de nuestro continente, y fue en el penúltimo de la serie (de Edimburgo a Londres, de Londres a París y de París a Madrid en un día y una noche) cuando vi por primera vez los tres rostros soñados esta mañana, que son asimismo los que han ocupado parte de mi imaginación, mucho de mi recuerdo y mi vida entera (respectivamente) desde entonces hasta hoy, o durante cuatro años.
La verdad es que tardé en mirarlos, como si algo me advirtiera o yo, sin saberlo, quisiera retrasar el riesgo y la dicha que iba a suponer hacerlo (pero me temo que esta idea pertenece más a mi sueño que a la realidad de entonces). Había estado leyendo un volumen de fatuas memorias de un escritor austríaco, pero en un momento dado, y como me irritaba mucho (de hecho esta madrugada me sacó de quicio), lo cerré y, en contra de mi costumbre cuando viajo en ferrocarril y" no voy conversando, leyendo, repasando mi repertorio ni rememorando fracasos o éxitos, no miré ‘directamente' el paisaje, sino a mis compañeros de compartimento. La mujer dormía, los hombres estaban despiertos.
El primer hombre sí miraba el paisaje, sentado justo enfrente de mí, con la valuminosa cabeza de cabellos canosos y escarolados vuelta hacia su derecha y una mano llamativamente pequeña —tanto que no parecía poder pertenecer a ningún cuerpo en verdad humano— acariciándose la mejilla con lentitud. Sólo podía ver sus facciones de perfil, pero dentro de la esencial ambigüedad de su edad —uno de esos físicos algo feéricos que dan la impresión de estar aguantando más de lo debido las presiones del tiempo, como si la amenaza de una muerte pronta y la esperanza de quedar fijados ya para siempre en una imagen incólume les compensase el esfuerzo—, se aparecía como más que maduro en virtud de aquella abundante vegetación escarchada que lo coronaba y de dos fisuras —incisiones leñosas en una piel pulida— que, a ambos lados de una boca desdibujada y en principio inexpresiva, hacían pensar, sin embargo, en una personalidad propensa a sonreír a lo largo de lustros tanto cuando fuera oportuno como cuando no lo fuera. En aquel momento de sus años indefinibles se lo adivinaba apacible y se lo veía menudo y adinerado, con unos pantalones elegantes pero un poco rozados y levemente cortos —las canillas casi al descubierto— y una chaqueta flamante cuyo tejido mezclaba demasiados colores. Un hombre al que la riqueza le llegó con retraso, pensé; quizá un hombre de la mediana empresa, independiente pero esforzado. Al faltarme su mirada, que dedicaba al exterior, no habría sabido decir si se trataba de un individuo vivaracho o sombrío (aunque iba muy perfumado, delatando una coquetería marchita pero todavía invicta). En todo caso, miraba con extraordinaria atención, se diría con locuacidad, como si estuviera asistiendo a la instantánea realización de un dibujo o lo que se ofreciese a sus ojos fuese agua o bien fuego, de los que tanto cuesta a veces apartar la vista. Pero el paisaje no es nunca dramático, como lo es la realización de un dibujo o el agua movediza o el fuego titubeante, y esa es la razón por la que observarlo descansa a los fatigados y aburre a los que no se cansan. Yo, pese a mi aspecto fornido y a una salud de la que no me puedo quejar teniendo en cuenta que mi profesión la exige de verdadero hierro, me canso muchísimo, motivo por el cual opté por mirar el paisaje a mi vez, 'indirectamente' y a través de los ojos invisibles del hombre de las manos pequeñas, los pantalones elegantes y la chaqueta sobrada. Pero como ya estaba anocheciendo apenas vi nada —sólo bajorrelieves—, y pensé que tal vez el hombre se estaba mirando a sí mismo en el cristal. Al menos yo, al cabo de irnos minutos, cuando por fin se produjo el suave vencimiento de la luz tras el mínimo fulgor vacilante de un atardecer todavía septentrional, lo vi duplicado, desdoblado, repetido, casi con idéntica nitidez en el cristal de la ventanilla que en la realidad. Indudablemente, decidí, el hombre se escrutaba los rasgos, se miraba a sí mismo.
El segundo hombre, sentado en diagonal conmigo, mantenía inmutable la vista al frente. Era una de esas cabezas cuya sola contemplación trae desasosiego al alma de quien aún tiene ante sí un camino sin despejar, o, por decirlo de otra manera, de quien aún depende de su propio esfuerzo. La calva que hubo de ser prematura no había logrado hacer flaquear su satisfacción ni el convencimiento de su sed de dominio, y tampoco había atemperado —ni siquiera nublado— la expresión hiriente de unos ojos acostumbrados a pasar rápidamente por las cosas del mundo —acostumbrados a ser mimados por las cosas del mundo— y que tenían el color del cognac. Su propia inseguridad se había permitido pagar solámente el tributo de un esmerado bigote negro que disimulara sus facciones plebeyas y rebajara un poco la incipiente gordura —que a ojos por él sometidos aún podría haber pasado por reciedumbre— de su cabeza y su cuello y su tórax tendente a la convexidad. Aquel hombre era un potentado, un ambicioso, un político, un explotador, y su indumentaria, sobre todo la chaqueta abrillantada y la corbata con pasador, parecía provenir de más allá del océano, o más bien de una pulida concesión europea al estilo que se juzga elegante en el ultramar. Sería diez años mayor que yo, pero una vena convulsa inmediatamente reconocible en el esbozo de sonrisa que de vez en cuando ensayaban en silencio sus abultados labios —como quien cambia de postura o cruza y descruza las piernas, no más— me hizo pensar que aquel sujeto tan prepotente albergaría en su personalidad un elemento infantil que, en conjunción con su rotundo físico, haría oscilar la reacción de quienes lo captaran entre la irrisión y el terror, con unas gotas de irracional compasión. Quizá fuera eso lo único que le faltara en la vida: que sus deseos fueran entendidos y cumplidos sin necesidad de hacerlos saber. Aun en la seguridad de lograrlos, quizá se viera en la obligación de recurrir una y otra vez a artimañas, amenazas, imprecaciones, desmayos. Pero tal vez sólo para divertirse, tal vez para poner periódicamente a prueba sus dotes de histrión y no perder flexibilidad. Tal vez para sojuzgar mejor, pues bien sé que no hay sometimiento más eficaz ni más duradero que el que se edifica sobre lo que es fingido, o aún es más, sobre lo que nunca ha existido. Este hombre al que en mi sueño he juzgado desde un principio tan pusilánime como tiránico no me miró —como tampoco el otro— ni una sola vez, al menos mientras yo pudiera advertirlo, es decir, mientras yo le miraba a él. Este hombre del que ahora sé demasiado miraba, como digo, impasible ante sí, como si en el asiento vacío que seguramente no veía estuviera escrita la relación detallada de un futuro por él conocido que se limitara a verificar.
Así como este sujeto explotador dejaba ver entero su semblante y el individuo algo feérico nada más que el perfil, la mujer que iba sentada entre los dos, con la que los hombres tal vez viajaban o tal vez no, carecía de todo rostro por el momento. Tenía la cabeza erguida, pero le cubría la cara el pelo castaño y liso echado hacia adelante deliberadamente, quizá para preservar de la luz el ligero sueño ferroviario, quizá también para no ofrecer de balde la imagen de intimidad y abandono que ella misma desconocería, su imagen durmiente y sin vida. Tenía las piernas cruzadas, y las botas invernales de tacón escasísimo sólo permitían ver la parte superior de la pantorrilla, que, prolongada en una rodilla sobre la que el tenue lustre de las medias se intensificaba, terminaba en las lindes de una falda negra que me pareció de ante. Toda la figura, privado el rostro, producía una sensación de impecabilidad, dé fijeza, de acabamiento y conformidad, como si en ella ya no cupieran cambios ni enmienda Si negación —como los días ya terminados, como las leyendas, como la liturgia de las religiones firmes, como los cuadros de siglos pasados que nadie se atrevería a tocar—. Las manos, apoyadas en el regazo, descansaban a su vez la una sobre la otra, la derecha con la palma abierta, la izquierda —perpendicularmente caída— con el puño semicerrado. Pero el pulgar de esta mano —largos dedos, dedos algo nudosos, como de quien va teniendo antes de tiempo la tentación de decir adiós a la juventud— se movía intermitentemente con levedad, como son a veces los movimientos involuntarios y de carácter espasmódico de los que duermen a su pesar. Llevaba un anacrónico collar de perlas; llevaba una estola roja alrededor del cuello; llevaba un doble anillo de plata en el dedo corazón. La melena, que a buen seguro había dispuesto de aquella manera con un solo gestó de la cabeza muchas veces practicado, no permitía ni siquiera imaginar el Conjunto de sus facciones a partir de un solo rasgo visible, tan densamente caía como un velo opaco. Por eso observé detenidamente las manos. Aparte del movimiento del dedo pulgar, hubo otra cosa que me llamó la atención: no tanto las uñas —firmes, blanquecinas, cuidadas— cuanto la piel que las rodeaba parecía atrozmente mordida o quemada, hasta el punto de que la de los índices —pues era sobre todo la de los índices— se podía decir que no existía y dudar de que hubiera existido jamás. Los bordes de aquellas uñas habían padecido una alteración epidérmica grave que les había dejado como señal un color encamado y feo, propio de una inflamación, o estaban en carne viva. Pensé que, de ser lo segundo (pues no alcanzaba a distinguirlo bien), aquella era una labor no tanto de los incisivos no vistos de la mujer que dormía y de la niña que había sido cuanto del tiempo mismo, pues la atrofia —y era de eso de lo que parecía tratarse— necesita no menos de la falta de uso y actividad, no menos de la voluntad de supresión sistemática que de la más temporal de las cosas que existen y la que asimismo mejor distrae a las cosas todas de su temporalidad: la costumbre (o su hija siempre tardía la ley, que a la vez es la que anuncia que el tiempo de la costumbre ya va pasando y el fin de la distracción). Estaba empezando a divagar un poco acerca de estas cuestiones sobre las que nada entiendo ni nada sé en realidad cuando una fuerte sacudida lateral del tren hizo que de pronto aquel pelo castaño y luminoso y liso dejara momentáneamente al descubierto el rostro que custodiaba. Ese rostro no despertó, y fueron pocos los segundos antes de que todo volviera a su posición, pero en los labios grandes y apretados y tensos, en los párpados apretados y tensos y recorridos de minúsculas venas enrojecidas (en los ojos cerrados no vistos), vi que la mujer que dormía estaba aquejada, ¿cómo decirlo? Quizá vi que estaba aquejada de disoluciones melancólicas.
—Yo no quiero morir como un imbécil —le he dicho poco tiempo después a esta mujer en una habitación de hotel estrecha y oscura y de una sordidez que entonces no supe advertir, con las paredes desnudas y las colchas grises o quizá luctuosas o simplemente pasadas por alto tiradas por el suelo de moqueta limpia pero ennegrecida y en el que no había espacio ni para caminar, con dos maletas a medio deshacer ocupando el espacio por el que se hubiera podido caminar hasta un cuarto de baño tan vacío y tan blanco que dos cepillos de dientes —granate y verde— colocados en un mismo vaso cuyo celofán desapareció sin que supiéramos en qué momento ni quién lo había hecho desaparecer atraían la vista como a la mano la atrae el puñal o al hierro el imán, hasta el punto de que cuando uno de los dos cepillos faltó la última noche que yo estuve allí el aspecto de la loza y de las baldosas y de los azulejos se tiñó del granate del cepillo que sí se quedó, y este color llegó a anexionar el negro del neceser que dejé sobre la repisa de cristal para que después de la marcha hubiera algún cambio o hubiera luto en el cuarto de baño tan vacío y tan blanco y hasta el cual apenas si se podía llegar a través de las maletas medio deshechas y de las colchas pasadas por alto y tiradas por el suelo cuando en una habitación de hotel le dije o le he dicho poco tiempo después a esta misma mujer—: Yo no quiero morir como un imbécil, y puesto que un día u otro deberé morir sin remedio, por encima de todo quiero cuidar en mi tiempo lo único que es seguro e irremediable, pero quiero sobre todo cuidar la forma de mi muerte porque es la forma lo que en cambio no es tan seguro ni irremediable. Es la forma de nuestra muerte lo que debemos cuidar, y para cuidarla debemos cuidar nuestra vida, porque será ésta, sin ser nada en sí cuando cese y sea sustituida, lo único que sin embargo será capaz de hacernos saber al final si morimos como un imbécil o si morimos aceptablemente. Tú eres mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, y porque eres mi vida no quiero tener a mi lado a otra persona que tú cuando muera. Pero no quiero que llegues de pronto a mi lecho de muerte tras saber que agonizo, ni que acudas a mi enterramiento para despedirme cuando yo ya no te vea ni pueda olerte  ni pueda besar tu cara, ni tan siquiera que aceptes o busques acompañarme en mis últimos años porque los dos hayamos sobrevivido a nuestras respectivas y lastimeras o separadas vidas, pues no me basta. Sino que quiero que en la hora de mi muerte lo que allí esté presente sea la encamación de mi vida, que no será otra cosa que lo que ésta haya sido,  y para que tú la hayas sido es necesario que hayas estado a mi lado también desde ahora y hasta ese momento mío definitivo. No podría soportar que en esa hora tú fueras sólo recuerdo y estuvieras mezclada, y pertenecieras a un tiempo lejano y borroso que es nuestro nítido tiempo de ahora, porque es el recuerdo y el tiempo lejano y la mezcla lo que más detesto y lo que siempre he intentado rebajar y negar, y enterrar a medida que se iban formando, a medida que cada presente estimado y enaltecido dejaba de serlo para ser pasado, e iba siendo vencido por lo que no sé cómo llamar si no lo llamo su propia e impaciente posteridad o su no-ahora. Por eso no debes marcharte ahora, porque si ahora te marchas me quitarás no sólo mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, sino también la forma de mi muerte elegida.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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