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miércoles, 22 de noviembre de 2023

PREMIO CERVANTES 2023 Vidas, secretos, conmociones PRÓLOGO

 




Vidas, secretos, conmociones

Escribí las doce fábulas que recoge este volumen, ahora en el orden definitivo que implicaba el proyecto y también con la revisión detallada de los textos, a lo largo de diez años. Y en ese tiempo fueron apareciendo agrupadas de tres en tres, siguiendo la línea de una estructura narrativa que el proyecto implicaba, y también el reto con que fue llevado a cabo.

Al escribir las fábulas tenía clara la ambición de crear una peculiar comedia humana, en nada ajena a lo que constituye el subsuelo y el andamiaje de mi mundo narrativo, pero con el horizonte de un especial grado de descubrimiento, como si en ellas pudieran irradiar tonalidades más intensas y originales de ese mundo, desde una mirada de mayor compromiso en la reflexión moral.

Las fábulas guardan como poco una unidad significativa, una familiaridad en el sentido de sus pretensiones y, al culminar el destino de su encuentro final en este volumen que las recoge y reordena, culminado el proyecto que así lo preveía, podría decir que esa unidad se expande en su variedad y alcanza, así lo espero, la iluminación total de lo que quise hacer.

El camino de llegada a las doce fábulas era, sin duda, un camino de tránsitos y transiciones, un reto que se enriquecía en sus perspectivas, y que también se realimentaba en el decurso de su escritura. Las doce son novelas cortas y, en la opción de ese género, que siempre me apasionó y que acaso en la actualidad no obtenga todo el cultivo que merece, existía la intención de encontrar su arquetipo, intentando solventar lo que el género supone como posibilidad narrativa de perfección y buscando, hasta donde buenamente se puede, ese límite narrativo que el género suscita en sus posibilidades.

En el título de «Fábulas del sentimiento» se expresa la intención de su escritura, lo que nutre las historias de una ejemplaridad, tan positiva como negativa, la connotación moral, acaso contradictoria, y que en su condición de fábulas pudieran llenarse de sugerencias y significaciones, con la idea de expresar el sentido de lo que se cuenta de la manera más misteriosa posible.

El sentimiento implica esa orientación de las emociones que revela la fragilidad y la intensidad de lo que se vive. Una orientación también en la mirada de quien narra y observa, que filtra ese grado de experiencia o facultad tan sustancial al lado de la voluntad y el pensamiento. Muchas de las observaciones narrativas reposan en la constatación del sentimiento, de modo que a través de él, de sus contradicciones e ilusiones, puede llegar a conformarse la propia atmósfera de la fábula y el clima moral de la misma. También el secreto de lo que tantas vicisitudes encierra, lo que se esconde y revela en la conciencia o la memoria, lo más oscuro y misterioso de nuestras conmociones y comportamientos.

La denominación de fábulas del sentimiento quiere resultar más sugestiva que conceptual, entendiendo que en esa configuración de lo fabulístico las historias debieran adquirir un tono de intensidad lírica y simbólica, un sentido profundamente metafórico que será el que mejor las impregne de significaciones y sugerencias.

Las novelas están planteadas independientemente, como no podía ser de otra forma, y en su agrupamiento debiera constatarse cierta familiaridad y contaminación en el desarrollo de las mismas al ir devanando cada tránsito, en el camino de su expansión hacia la conquista final, en un empeño siempre acompañado de la variedad de los modos de escritura, de los planteamientos de las tramas, de las perspectivas y de las estructuras narrativas en el más amplio abanico de posibilidades.

El narrador se concede la absoluta libertad de técnicas y opciones, huyendo de los lugares comunes y sabiendo que en la construcción de una peculiar comedia humana, a veces equidistante del relato testimonial o del cuento filosófico, los personajes, el destino de sus existencias, deben tener el poder y el relieve de las vidas verdaderas que sólo la ficción es capaz de alcanzar.

Doce historias, pues, en las que en algunas ocasiones los protagonistas ven trastocado su destino por la casualidad y un impulso de búsqueda desazonador, un sentimiento que les perturba hasta encontrar otro grado de lucidez que pueda reconfortarles.

Voy a hacer un recorrido sobre los asuntos que se plantean en estas doce fábulas, con la intención de marcar esas líneas convergentes en su diversidad, intentando mostrar la dimensión metafórica de sus tramas.

El desarraigo familiar y vital tiene mucho que ver en el desarreglo de las emociones que suscitan las pérdidas y los extravíos que acaban adquiriendo una tonalidad fantasmagórica en muchas de las historias. A una extraña Pensión llegan, por ejemplo, la misma noche unos viajeros que huyen de la realidad acuciante y cotidiana en que viven, como si un ineludible impulso los arrancara de ella. La huida supondrá la reconsideración de sus existencias, en las confidencias de esa noche que mueve el azar. La pobreza puede ser una semilla que crece en el corazón de un hombre rico, y desde la secreta percepción de su hija enferma, dueña de una sensibilidad peculiar, el hilo dramático de un insólito suceso recuerda aquellos versos de Rilke en El libro de las horas que dicen: «pues pobreza es fulgor, muy grande desde dentro».

Entre algunos antiguos compañeros de bachillerato, cuando los años y las distancias marcan una irremediable separación de sus vidas, se rememora la figura de un viejo profesor, famoso por la impiedad del trato a los alumnos y de la vergonzosa venganza que dañó sus vidas. Aquellos muchachos hicieron sin saberlo una suerte de aprendizaje del odio, la enseñanza radicalmente opuesta a lo que hubieran merecido, y ese aprendizaje tiene un lastre ineludible.

De nuevo la casualidad une de manera insospechada a unos amantes que parecen destinados a quedar solos en el mundo o a que el mundo desaparezca, como si la pasión los hiciera invisibles. La plenitud de su inesperada experiencia amorosa será, al fin, la última razón de sus existencias y lo que definitivamente colme su memoria. Un salón de bodas, un lugar de banquetes y celebraciones, esconde más secretos de los previsibles, y hasta es posible que marque el destino de algún matrimonio allí celebrado. El rito de casarse afianza el compromiso, contamina los recuerdos cuando los viejos salones de una ciudad de provincias son demolidos y en los escombros se percibe algún brillo extraño.

De suyo la extrañeza y los secretos están casi siempre en la urdimbre de las fábulas: lo inesperado que adquiere la dimensión de lo extraordinario, lo que en la reserva y el sigilo resulta misterioso.

Una parte de la felicidad consiste en no haber sido antes feliz, confiesa una viuda que va encontrando la plenitud de sus más hondos sentimientos en el tiempo en que reafirma su condición de tal. La felicidad se compagina, en su caso, con la generosidad, y la viuda hace el recuento de su existencia sufragando las deudas contraídas por su bondad.

En la ejemplaridad, a veces positiva y a veces negativa, de las fábulas, son las contradicciones del corazón humano o las razones o sinrazones que guían los actos de los personajes, quienes interfieren las apreciaciones del entendimiento o de la conciencia.

Tres adolescentes comparecen en el rastro de una historia legendaria que les concierne de modo tan comprometido que es como si el tiempo no existiese. ¿La adolescencia es una edad que contiene mayores riesgos y misterios que cualquier otra? ¿Es posible vivirla y compartirla como un secreto que se atesora entre la plenitud y el trastorno? Estos adolescentes son príncipes del olvido, herederos de alguna leyenda antigua y testimonian el desasosiego y las encontradas emociones de la edad que más crudamente marca nuestra existencia por mucho que el tiempo mítico que nos compete, como decía Pavese, habite en nuestra infancia.

La amistad sostiene en ocasiones unos límites de compromiso que pueden desbaratarse, y en alguna situación es posible plantear la inquietante posibilidad de si los amigos que se quieren se enamoran. En las vertientes apasionadas de la lealtad y la envidia, en la contradicción de un sentimiento tan puro como el de la amistad, es posible alguna trama con tantas suspicacias como contrariedades. La amistad y la enemistad, el amor y el desamor.

Alguien regresa a su tierra, a sus orígenes, un emigrante de la ya casi épica emigración americana de comienzos del siglo pasado, ya muy mayor y desprendido de todas las ataduras económicas y lazos familiares derivados de su aventura. Este hombre tiene una deuda que no ha prescrito, algo que al fin, con el regreso, se revela en una especie de persecución moral, como si un fantasmal u obsesivo cobrador le aguardara en el lugar de sus sueños originarios, el pueblo en el que nació. La vida no acaba tan fácilmente y a veces el corazón es más consistente y perturbador en los recuerdos que la propia memoria o la conciencia.

¿Debajo de los afectos y las responsabilidades familiares puede subsistir y crecer la violencia como una deuda perturbadora...? La pregunta tiene una respuesta nada ajena a lo que día a día leemos en las crónicas de sucesos. Ahora se trata del retrato de una mujer que consuma su aciago destino en el casi épico camino de su injusta supervivencia, pero en ese retrato hay también razones y vicisitudes más inquietantes. Una fábula siempre explora un territorio menos evidente que el que la realidad nos muestra. La ficción aspira, como sabemos, a que el lado oscuro del espejo no esté siempre limpio o sucio, también empañado...

La desgracia obtiene, en ocasiones, la consideración no por fantástica menos improbable de que sea una enfermedad contagiosa. ¿Alguien puede quebrar el destino de los demás, como si su cercanía supurara una enfermedad que puede matarlos...? Este relato fantástico muestra la dolencia, el propio mal que rememora. La desgracia también estriba en los reencuentros que la vida nos depara y en los débitos de las viejas y ocultas emociones. La casualidad, lo imprevisto, la aventura a la vuelta de la esquina.

Finalmente, dos jóvenes caen bajo el patronazgo de una solitaria mujer que administra sus ensueños alcohólicos y las perversiones de una dramática imaginación, en el espejo interior de una existencia que encierra lo que pudo ser su paraíso perdido. Llegar a donde no se debe, tocar el timbre en la puerta menos aconsejable, sentir, al fin, la prisión, el secuestro que encamina la perdición y la extrema melancolía de un amor maltratado, de una ilusión definitivamente rota...

Algo más, por último, sobre la novela corta, un género que, como ya dije, me apasiona y en el que, como bien sabemos, muchos de los grandes escritores de todos los tiempos han expresado su mundo de la forma más sustancial. Con frecuencia escuchamos que la redondez del cuento, su perfección, exige que nada sobre ni falte, que no haya una palabra de más. En la novela larga, algunas páginas no acertadas no acaban de echar por tierra una obra lograda, pero en el cuento alguna frase desacertada puede poner en riesgo el total.

También la novela corta pide la perfección y redondez de lo estrictamente medido: el impulso de su desarrollo narrativo debe alcanzar el equilibrio preciso, la dimensión adecuada, un orden del relato que evite derivaciones no significativas, voces no imprescindibles. No se trata de la contención sino de la precisión, de que la idea narrativa se explaye en la espiral que surge y, a la vez, envuelve el interior.

Un género muy propicio para intentar eso que siempre merece la pena y que tan pocas veces se logra: el reto de la perfección.

Luis Mateo Díez

Invierno de 2011

viernes, 15 de noviembre de 2019

Joan Margarit Todos los poemas (1975-2012)//PREMIO CERVANTES 2019.





Joan Margarit

Todos los poemas

(1975-2012)

Desde Restos de aquel naufragio hasta Se pierde la señal
 Joan Margarit, 2014
  PRÓLOGO

 JOAN MARGARIT: POESÍA Y VERDAD


ESCRIBIR DE SÍ MISMO
Hay poetas memorables, como Lope de Vega, en quienes los versos son el fluir espontáneo —y un poco egoísta— de una vida. En otros, se produce una destilación previa de este fluido, como les sucede a Bécquer o a Antonio Machado, lo que comporta cierta distancia temporal y anímica: «cuando siento, no escribo», hizo constar el primero, mientras que el segundo sometió la experiencia del recuerdo al filtrado de un reticente escepticismo epistemológico. Hay, sin embargo, un reducido número de poetas cuyo punto de partida reside también en las enseñanzas de la vida, pero solamente dan cuenta de ellas en tanto han sido convertidas en un documento moral que busca inscribirse en la experiencia de sus lectores y que tiene muy presente la historia común, ese vendaval que sitúa, explica y a la vez socava la vivencia personal.
A ese último género de poetas pertenece Joan Margarit y en él abundan los nombres anglosajones que, como veremos, le son familiares. No suelen abanderarse en la espontaneidad sino en la densidad. No buscan la humedad del sentimiento sino la quemazón del raciocinio y decididamente escriben para mejor dominar y entender lo que han vivido, evitando absolverse a sí mismos (por lo menos, no demasiado), sustituyendo la complicidad o el pudor por la destemplada lucidez. El raciocinio suele ser realista y ellos son realistas, en el sentido primigenio, casi medieval de la palabra: partidarios de que las cosas no sean abstracciones nominalistas (amor, plenitud, dulzura, melancolía, tristeza…) sino realidades concretas, provistas de su atmósfera propia, parecidas quizá entre sí pero nunca idénticas. A su conjuro, la poesía se transforma en un trabajo intelectual enderezado a la elaboración de artefactos capaces de decir algo de las realidades y de sus lecciones. No hablamos aquí de la poesía, como un estado de predisposición efusiva, sino de un poema, que es condensación y conciencia en el tiempo, algo en que la construcción prevalece sobre la fluencia.
Margarit ha escrito, por si acaso hubiera duda (en el poema «Fulgores», de Aguafuertes), que «nada ni nadie es la poesía…», pensando en el personaje-emblema del romanticismo que escruta caviloso y conmovido los embates del mar (un cuadro de Caspar David Friedrich, por ejemplo) como si las olas golpearan en su homenaje, o recordando explícitamente a Bécquer («poesía no eres tú»), o desmintiendo a Juan Ramón y a Rilke («ni los crepúsculos, / ni el inútil prestigio de la rosa»), igual que a Pablo Neruda («ni haber escrito el verso más triste alguna noche») e incluso a la invasiva tristeza que tramaron Joseph Kosma y Jacques Prévert en «Les feuilles mortes». Al revés que ellos, Margarit busca un poco de compañía y algo de claridad, por lo que tampoco es partidario del hermetismo como resultado. El poema «Leer poesía» (de Misteriosamente feliz) consigna, tras una lectura de Paul Celan, que «no sé ni qué me ha dicho / ni qué quiso decirme. / Ni si era a mí a quien quiso decir algo». Lo que significa haber ignorado por parte del poeta rumano-alemán la tripleta fundamental de la comunicación poética: la claridad del propósito, la nitidez del mensaje, la certeza de dirigirse a un lector. Margarit sospecha que «hay tanto miedo en un poeta hermético» que nunca llegará a saber que la poesía —que «al principio / puede ser un paisaje»— «ha de acabar siendo el espejo / donde uno ha de leer sus propios labios». No hay silencio que se justifique por su grandeza solitaria, ni vacío metafísico que reemplace a la vida: «Vacíos y silencios se hicieron para el ángel». Y tampoco hay ángeles…
Todas las reflexiones —y son muchas, como veremos— que Joan Margarit ha hecho acerca de su propia poesía se refieren al poema concreto y exento. Nos hablan de la previa revelación del espacio o de la trama que luego nos han de contar sus versos (con el tiempo de la madurez, escribirá en «Jóvenes en la noche», de No estaba lejos, no era difícil, que «no es culpa de la historia mi nostalgia. / Es de la geografía»). La unidad contable y autosuficiente es el poema, al que define su propia estrategia narrativa, por más que cada uno se apoye en la contigüidad de otros y se convierta en secuencia de varios que abarca y explicita mejor la intención. En «Torso de Apolo arcaico» (de Aguafuertes), se apunta que «un poema es también ese fragmento / en busca de que otros lo terminen. / Torso de Apolo arcaico. El poema»; pero se advertirá, sin duda, que aquello que empieza por considerar el sentido unitario de la serie, concluye por reasegurar el valor aislado del núcleo: «el poema».
No es infrecuente que los de Margarit se organicen en función de una imagen deslumbrante que los clausura pero que, de hecho, brota de los versos precedentes cuando la tensión se resuelve en acorde final: en «Seducciones de verano» (Cálculo de estructuras) la evocación estival de la playa por la noche se cierra con un dístico inapelable, «El mar reluce dentro de la sombra / como un caballo dentro de su establo»; en «Frío de junio en Forès» (Casa de misericordia), la parte narrativa del poema se acaba con la evocación inolvidable y agorera del vuelo de las golondrinas, «[…] No cesan sus chillidos, / es brillante y feroz su rumor de navajas». Igual que en «Escena» (Cálculo de estructuras), el cierre del poema («Afuera, una ambulancia / pasa como si fuera la trompeta del Juicio») eleva a premonición las dispersas notas previas sobre una noche en un bar de reputación averiada. ¿Qué fue antes, la sensación nacida directamente como imagen turbadora o la narración que la sitúa y va gestando el final? El poeta ha preferido, sin embargo, que otros poemas concluyan en un aforismo rotundo, al modo de la poesía de tradición latina (que conoce muy bien) o la usanza habitual del soneto, casi siempre encerrado en dos versos o en un verso final, que prolonga el segundo hemistiquio del precedente. Casi siempre la admonición se dirige a sí mismo mediante el empleo de un preventivo «nosotros» o de ese «tú» —sombra de un «yo» implícito— que nos distancia y nos acerca a la vez, que nos enjuicia y nos comprende; uno de los mejores lectores de Margarit, Sam Abrams, ha señalado que la fuerza del «yo» se complementa con el expresivo «tú» que es su sombra y ambos pronombres mentan un inevitable «nosotros»: una «triangulación» que funciona como su «clave de bóveda» enunciativa. El melancólico e impiadoso poema «Pasando ante el Terramar» se concluye inapelable al recordar sus primeras visitas al decadente hotel de Sitges y saber ahora que «Los viejos no buscamos la verdad. / Toda certeza es una herida inútil»; en «El pacto» (Edad roja), el cuarteto que cierra el desolador poema concluye en una autoimprecación, «has vuelto a pactar con la soledad / tu derecho cruel a ser feliz»; en «La partida», la vieja imagen de la vida como azar de un juego de naipes concluye abruptamente en un dístico (que también podría servir de cierre a un tango de Aníbal Troilo), «es el tiempo de hacer un solitario / con las cartas marcadas de la vida».
CONSTRUIR POEMAS
A Joan Margarit le gustan los poemas que se cierran, no los que flotan en el equívoco o la suspensión de su sentido, y por eso prefiere que cada uno ocupe su página propia, como si el blanco tipográfico que lo rodea reforzara plásticamente la autosuficiencia, como sucede con el cuadro que disfruta del trozo de pared que lo revela, o como en la ejecución de la pieza musical que se enmarca en el silencio que la precede, la rodea e incluso sigue antes de los aplausos. Puede que la condición de arquitecto profesional de nuestro autor tenga que ver con su idea del arte de hacer versos: como los edificios, también versos y poemas se construyen, se techan y se comparten luego. En un poema de El orden del tiempo (entre los pocos rescatados de su obra primera), medita ante el «Pabellón Mies Van der Rohe», emblema de la arquitectura moderna, que «aquí te espera para conversar / entre los árboles», enseñándonos siempre que existe «la luz, como una parte de algún orden mayor». En la misma serie, la «Elegía para el arquitecto Coderch de Senmenat», recuerda que el viejo maestro «Decía: la casa debe ser virtuosa y humilde. / Ni independiente ni vana. Ni original, ni suntuosa». Después, al calcular las estructuras de muchos otros edificios, supo que las casas —hermosas o vulgares— nos retratan para bien o para mal, adquieren nuestra mueca, son nuestros testigos: la mención de un domicilio, «Cerdeña 548», confiere título suficiente al poema que recoge sus años juveniles y sus primeras pérdidas; después, las numerosas evocaciones de Can Baldú, en Forès, el lugar de encuentro familiar en la Cataluña interior (a medias entre la Conca de Barberà tarraconense y la Baixa Segarra leridana), evoca temporadas de nostalgia y disfrute pero también de meditación. Incluso en su vetustez o su degradación, la casa sigue amparando la vida de quienes la habitan, como sucede en un par de poemas («Recordar el Besòs», en Los motivos del lobo; «Arquitectura», en Estación de Francia) en los que Margarit se refiere a sus intervenciones profesionales en viviendas modestas de la periferia barcelonesa, afectadas por la corrosión de los cementos aluminosos que se emplearon en los años cincuenta.
Pocas veces esa idea tenaz de la importancia de hacer una casa ha cobrado tan plástica certeza como en el poema «En un pequeño pueblo», de Casa de misericordia. Una modesta morada rural, con la puerta abierta, le ha llamado la atención al poeta («le devora la mirada», escribe): dentro, un joven pica una pared y un anciano le mira hacer. ¿Qué pretende ese trabajo? El poeta y arquitecto ha intuido —en el mozo y el viejo— que es algo así como la obediencia a una ley que tiene que ver con la subsistencia del refugio, con la renovación de un pacto tácito con sus muros: «Son las interminables, lentas obras / de una casa hacia adentro, adonde nadie mira». Casi como cuando el «Poeta» (de Se pierde la señal) persevera en su empeño y «con mis tijeras de cortar / como si fueran rosas, las palabras, / necesité buscar agujeros de tiempo / […] / He terminado por vivir en ellos». Unos y otros se aplican a un trabajo sin final, pero con finalidad. Se construye porque se vive y para poder seguir haciéndolo. Escribe (leemos en «Un viejo pasea», de Misteriosamente feliz) cuando «siento el poema en el estómago: / un hambre que me salva de la muerte». Ningún mejor elogio de los muchos que el poeta ha tributado a Joan Maragall es aquel que, en el poema de su nombre (de Se pierde la señal), Margarit celebra «su lucidez civil y razonable» y evoca que, al igual que hacían antaño los viejos artesanos del oficio, Maragall dejó sus versos como los sillares de una fachada, cuando se procuraba dejar algunos de ellos en forma de saliente para que la casa vecina pudiera trabarse y asentarse mejor.
No es la arquitectura el único referente artístico que el poeta convoca como dechado de la elaboración de sus versos. El poema remite muy a menudo al disfrute de un hallazgo estético ajeno, pero siempre con la misma naturalidad posesiva con que se refiere a cualquier otra experiencia vital. La llamada poesía culturalista —feísimo y algo equívoco adjetivo— ha quedado asociada a los escritores de la promoción de 1968, aunque no inventaran ellos esa poética que se inflama con la contemplación de otro objeto artístico. Pere Gimferrer, Guillermo Carnero y Jaime Siles, entre otros, han defendido brillantemente los derechos de una poesía de segundo grado, reflejada en otra creación, y han rechazado que la reflexión metalingüística o la efusión ante la belleza artificiosa sean pecados contra la verdadera naturaleza de la invención poética. Margarit no ha ido nunca tan lejos… Seguramente no pensó en que Venecia había sido un mantra definitorio de la poética de 1970, cuando en el poema «Venecia» (de Cálculo de estructuras) parece prevenirse acerca de la fascinación de la belleza adrede. Que puede conducir, al cabo, a una cierta índole de vulgaridad sentimental: «Los palacios son máscaras que dicen / ¿qué son, sin los desastres, la vida y los poemas?».
Y es que las experiencias artísticas que ha llevado a sus versos nunca son referencias absolutas, llegadas misteriosamente de un empíreo estético. Se producen en un concreto concierto al que el poeta ha acudido, o porque ha encendido la radio del coche, o porque escucha otra vez —ahora en un disco— la segunda suite de violonchelo de Bach, que Lluís Claret le había ofrecido en su propia casa, en el peor momento de su vida. Aquellos cuadros de que habla los ha visto en un museo o en una exposición. Y sus lecturas buscan a menudo revivir el momento biográfico ajeno que inspiró aquellas páginas y captar el hilillo de realidad personal que se delata todavía entre las líneas. Por eso, de «Gabriel Ferrater» (Edad roja), a cuya poética debe tanto y a quien con el tiempo tradujo al castellano, repudia su leyenda póstuma, «al joven viejo sustituido por el mito / hecho con alguna verdad / y la ceniza de tantas elegías», para retener su auténtica lección. De todo Josep Pla («Una literatura», en Los motivos del lobo) prefiere quedarse con aquel momento, de madrugada, en que el escritor abrió la ventana de su casa y oyó el canto de un ruiseñor. Y escribió que «parecía extinguirse fatigada cada estrella», una frase que ya ha pasado a ser recuerdo suyo, ahora que «camino por su prosa, / que será un día para mí la única / geografía posible, un lugar / como una patria y una gente, incluso / una literatura». También de Kavafis («Conversación en Alejandría», en Luz de lluvia) ha preferido recordar que aquel griego de Alejandría siempre habló «de éxtasis pasados, / de fervores dormidos por el tiempo, / que pongo en orden al caer la noche. / Siempre son fruto de la reflexión / —incluso los que tratan del placer— / y son ardientes hasta si se adentran / por la filosofía o por la historia». Del viejo y amado Museo de Arte Moderno de Barcelona recuerda la sala dedicada a Isidre Nonell, «con sus verdes oscuros para mujeres pobres. / La pincelada roja, como un grito». Esa disonancia se reitera al final, como un deseo vehemente: «y yo deseo que mi poesía / sea una sala que dé amparo a alguien. / El grito de una pincelada roja».
¿Para qué sirve el arte —ajeno o propio— si no es para conmovernos, para correr el mismo riesgo que la creación originaria afrontó en su día? En el Metropolitan de Nueva York ha visto el Retrato de una niña, de Balthasar Klossowski (Balthus), uno de los diez turbadores cuadros que el pintor hizo entre 1936 y 1939 tomando como modelo a su vecinita de once años, Thérèse Blanchard. «El viejo» —que es el poeta y también somos nosotros— no es inmune a «ese rostro infantil tan experimentado» que «no muestra ni un indicio de sonrisa», e inevitablemente miramos con él «esas piernas desnudas», con el color de la piel crudo, blancuzco, provocativas y dramáticas a la vez, mientras la niña dirige su mirada a un lugar indefinido fuera del cuadro («como si fuese un charco venenoso»), «por no mirarlo a él, horrorizado / por la maternidad y la lujuria».
Supongo que por todo eso ha escrito muchos poemas dedicados a la interpretación, siempre aleatoria, nunca idéntica, del jazz, la música que se crea cada vez que se hace, que dialoga egoísta consigo misma pero, afable y provocativa, también lo hace con un oyente que está autorizado a seguirla con un movimiento de las manos, un trago de cuando en cuando, o una exclamación que surge en un momento de especial expresividad. No es casual que el título de la sección IV de Los motivos del lobo, «Remolcadores en la niebla», haya sido elegido para ponerlo al frente de la antología de sus poemas traducida al inglés (Tugs in the fog, 2008). Allí suenan Charlie Parker y Chet Baker, Billie Holliday y Sarah Vaughan, Art Tatum y Clifford Brown y por sus discos ha sabido que «la música consuela y nada más: / toca dentro de mí, me busca siempre / en la más dura de mis penas, / interpretándola con claridad, / sin esperanza, aunque con sentimiento». Su hijo Carles Margarit ha llegado a ser un importante saxofonista y compositor y en más de una ocasión padre e hijo han actuado juntos, uno como recitador de sus propios versos y otro como músico y director de un grupo instrumental.
En Margarit —como en el jazz más verdadero— hay siempre algo de alergia al exceso gestual, lo mismo cuando se trata de música o de poesía: «Nunca sentí la clase de entusiasmo / de Mayakovski o Withman», escribe en la «Canción adversa», de Se pierde la señal. En el poema «Autopista» (Cálculo de estructuras) ha escuchado en la radio del coche la voz espesa y cadenciosa de Pablo Neruda y se pregunta por qué no escribió nunca de la tragedia de su hija Malva Marina: «Ególatra y patético, mi héroe / ¿llegó a sentir alguna madrugada / que amar no es escribir cantos de amor?». La aversión por la sospecha de impostura le aleja —aunque sin hacerlo nunca explícito del todo— de un poeta como Jaime Gil de Biedma, al que leyó bien y cuyos referentes poéticos compartía en gran medida. No es difícil conjeturar que les separaba un cierto exhibicionismo escenográfico que Gil provoca siempre y que Margarit tiene en sus primeros poemas pero que evitó pronto. Los dos escribieron de Montjuïc, de su pasado esplendor y sus barracas de xarnegos, como burgueses barceloneses de izquierda, predispuestos al ejercicio de la mala conciencia. Y, sin duda, «Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera», de Gil de Biedma, es uno de los poemas mayores de la lírica española del siglo XX. Pero es inevitable pensar que tiene algo de puntualización y de respuesta la «Balada de Monjuïc» (en Los motivos del lobo), escrita en 1993, cuando el poeta-arquitecto había proyectado y dirigido la recuperación del viejo Estadi Olímpic y alguna que otra vez regresaba al escenario de los fastos de 1992 y de tanta miseria pasada. Tampoco Margarit olvida que «Montjuïc es la culpa dentro de la ciudad», pero tantos años después ya no confía en la reversión de fuerzas que alboreaba en las líneas finales de Jaime Gil. Y confiesa que «he comenzado a amar / —una vez destruido— aquel tiempo / que nunca respeté en tanto transcurría», cuando Montjuïc era símbolo de la derrota. Quizá sea ésa la sutil diferencia que separa el poema militante y ansioso de los años sesenta y el poema irremediable y fatalista de 1992. Al final de No estaba lejos, no era difícil, otro nuevo poema, «Aquellos tiempos», vuelve a hacer un guiño propiciatorio al escritor que recordó, al frente del suyo, que pertenecía a «la edad de la pérgola y el tenis». Un día de lluvia, después de haber nadado en la piscina y antes de coger su automóvil para regresar a casa, Joan Margarit ve una amarilla pelota de tenis mojada por la lluvia en el suelo y recuerda, con lacónica ironía, la buena intención poética de 1960: «Mi soledad, lo mismo que la suya, / ha perdido hace tiempo su prestigio».
EL LUGAR DE UN POETA
Piensa Margarit que la idea de la poesía entendida como exutorio de la intimidad y el capricho ha sido un error heredado de la concepción romántica de la literatura —tal como la entienden, al menos, los ánimos vulgares— pero también culpa de las vanguardias, herederas de lo peor de lo romántico y a menudo tan aficionadas al exhibicionismo o a la oscuridad conceptual. Que la poesía es una experiencia esencialmente dura pero solidaria y clarificadora lo explica algún poema del libro Casa de misericordia, a la vez que el propio título y el epílogo recapitulatorio nos recuerdan que escribir poemas es quizá el último oficio donde es posible ejercer el humano menester de la compasión: «Poder vivir la vida con la menor mistificación posible» y, «establecer una línea defensiva frente al terror del mundo», mediante «el poder de consolación de la poesía».
Pero queda dicho que esto no se hace sin sacrificio y dolor. En «Recital», al final de Cálculo de estructuras, Margarit contempla desde el lugar del público a los poetas que han participado en una lectura de sus versos; se fija precisamente en lo que asoma debajo de la mesa que los acoge, en sus zapatos desgastados, «igual que en las pezuñas de un cuadrúpedo», en los calcetines arrugados, en los bajos de los pantalones polvorientos y gastados. E intuye que la poesía ha sido «también el rugido de una bestia / que alza desde su cueva pestilente / los ojos arrasados por el miedo». En el mismo poemario, los versos de «Naturaleza muerta» evocan el ritual de la caza, inseparable de «la cálida sangre de las bestias / que mancha la pelambre, las plumas y sus manos». Y abruptamente añade: «Nada es poético en la poesía», porque es también «este viejo ritual innecesario» igual que la caza cuyas presas ve comer a otros en torno a una mesa. Pero el poema más expresivo y singular acerca de la violencia poética es, sin duda, «El buscador de orquídeas», que abre el libro siguiente, Casa de misericordia, inicio —como veremos después— de una nueva etapa. Todo empezó en lo oscuro y su vida de lector —arguye el poeta— se inició en las páginas de Mein Kampf, de Hitler, «el lugar más sucio de la literatura». Y para él, prosigue, «Fue allí donde empezó la poesía, / difícil y sin falsas esperanzas». Desde entonces, ha venido haciendo como el jabalí que hoza y busca, «y delicado, escoge y come / el bulbo —conocido como el orquis— / de la orquídea». No hay belleza sin mancharse y no estará de más recordar que el término orquis vale tanto por el bulbo subterráneo de una planta como por el testículo de un macho.
La veracidad de un poema se paga con la violencia íntima que conlleva. No es don sino conquista, lo que —más adelante lo señalaremos con algún detalle— tiene bastante que ver con el lugar arriesgado, expiatorio e inquietante que, en los poemas de Margarit, suele habitar su personaje poético, su primera persona narrativa. En las páginas de Poesía y cultura: enseñanza de la poesía (2010), leídas en la Fundación Juan March, el escritor ha desarrollado algunas inferencias generales de esta función social del arte: entiende que «la vida se produce en un entorno hostil del que nos defiende la cultura», que puede pertenecer al ámbito de la ciencia y la tecnología pero también corresponde al de la poesía (en septiembre de ese mismo año, su discurso de inauguración del curso en la Universitat Pompeu Fabra, «Poesia i càlcul d’estructures», desarrolló con rigor y originalidad la relación y diferencias de la literatura y la ciencia). Olvidamos a menudo ese parentesco porque la noción de «cultura» está hoy desactivada por la industria del entretenimiento y por las formas de consumo colectivo; pese a todo, la cultura es una decisión individual —«e incluso solitaria»—, propia de quien sabe distinguir la verdadera medicina del engañoso placebo. Y la respuesta cabal de la escritura debe ser que «no hay obra de arte, no hay un solo buen poema en que su autor no se haya involucrado de alguna manera hasta el fondo». También «el poeta y el lector saben que el camino hacia el crecimiento interior de la poesía pasa por una aproximación a la lucidez, a la verdad», en busca de «una claridad que —misteriosamente— permite vivir sin necesidad de olvidar». «No conozco ningún gran poema que contenga insensatez alguna», afirma quien cree que tal cosa es la comprobación de la probidad moral de la literatura, una consecuencia más de que «un buen poema es la parte visible de un iceberg que debe su equilibrio a la parte más profunda y oculta». Sólo cuando es así, «las personas que han leído un buen poema ya no son las mismas que antes de leerlo».
En rigor, estas expresiones suponen el repudio de toda una concepción del arte —la que tiene que ver con la primacía del experimentalismo, la gratuidad y el irracionalismo— y paralelamente, la decidida afirmación de otra tradición cultural: la que viene en derechura del mundo clásico grecolatino y su exigencia de un arte útil y dulce (esto es, serio) y, sobre todo, nos llega de la modernidad humanista e ilustrada que ordena cultivar el raciocinio, la claridad y la verdad. Margarit se sitúa en una progenie intelectual que sociológicamente proviene de la burguesía radical y laica y filosóficamente, del enciclopedismo y del primer —y único— liberalismo que mereció tal nombre, el progresista. No lo digo a humo de pajas sino recordando un fértil concepto de Jordi Gracia, el de «burgués imperfecto», que a su modo de ver define una significativa y rica tradición de la cultura catalana en la que nuestro poeta estaría inserto.
Desde la Renaixença, la literatura catalana ha sido la expresión y el espejo de una burguesía en busca del poder social que, al cabo, ha llegado a ser, más que una clase hegemónica, un sentimiento socialmente transversal, en la certera definición de Gracia. A lo largo del siglo XIX, tras un largo purgatorio de romanticismo regionalista, las letras nacionales se afianzaron sobre un modernisme más renovador (al que Maragall impuso la doble huella —sólo aparentemente contradictoria— del espiritualismo inquieto y del sentido común), que desembocó a comienzos de siglo en un noucentisme con cierta tendencia a la autosatisfacción pero también cuidadoso de la organización de la cultura y atento a cuanto era nuevo. Y todo esto logró que en 1939 no hubiera que empezar de cero y que la cavilosa y heroica reconstrucción de posguerra mostrara las muchas heridas —las principales concernían a la normalización del idioma propio de Cataluña— a la vez que una admirable continuidad. ¿Demasiado orden patriótico, quizá, y escaso riesgo individual? Para Jordi Gracia —cuyas frases traduzco del catalán— han abundado, sin embargo, los escritores que «no han sido tampoco transgresores integrales ni impugnadores taxativos del orden, y que, pese a todo, se sitúan y se han situado muy a menudo como observadores aprensivos y críticos de las manías y prejuicios de su sociedad, su tiempo o su clase». Han sido «no más que disidentes éticos y heterodoxos intelectuales, desde dentro de las instituciones y los circuitos de su misma clase o comunidad o entorno cultural»: en definitiva, «burgueses imperfectos» en el seno de una sociedad afanada en reconstruir con fidelidad los parámetros seguros y heredados.
La lista que el ensayista nos proporciona de tales «burgueses imperfectos» es discutible pero saludablemente provocativa: estaría en esa nómina quien siempre fue «imperfecto» allá donde estuviera (desde 1918 hasta su muerte), como Josep Pla, y quien fue fiel y desencantado a la vez, como Agustí Calvet (Gaziel); hallaríamos a un enfurruñado sarcástico impenitente como Joan Oliver (Pere Quart) y a un contemplador atento desde lejos, como Josep Ferrater Mora; habría quienes se instalaron del lado de la crítica especializada que miraba al porvenir, como Joan Ferraté y Josep Maria Castellet, y quienes —al igual que los antecedentes— trabajaron con comodidad en las dos lenguas de cultura, como Pere Gimferrer y Joan Margarit, sin dejar de saber cuál era la suya… en cada momento.
No es difícil discernir en Joan Margarit algunos de los rasgos que definen el mundo moral y afectivo de la burguesía catalana, «imperfecta» o no, sociológica o transversal, que es uno de los productos más sólidos, complejos y admirables de la sociedad peninsular. Los lectores de sus poemas advertirán que mantiene una relación de amor y aversión con la ciudad de Barcelona, madre y madrastra, prostituta y amante, virgen y mártir incluso, que es muy parecida a la que otras burguesías intelectuales mantienen con la capital de sus pecados: sea Roma, París, Lima o Ciudad de México… Quizá lo más original de esa relación de querencia y conflicto venga determinado por el culto de la burguesía catalana por sus orígenes rurales, a veces más soñados que reales (aunque no sea éste el caso de Margarit). Como Maragall, en la «Oda nova a Barcelona», o Pere Quart, en la «Oda a Barcelona» de 1936, o como en «Barcelona, la ciudad», de Variaciones sobre un mismo paisaje, el último libro de Joaquín Marco, también Margarit ha consignado en «Mi oda a Barcelona» (Estación de Francia) y en otros muchos poemas lo sustancial de ese pleito afectivo con la capital de Cataluña. Pero, a lo largo de muchos más versos, ha traslucido la sensibilidad casi atávica por el paisaje rural mediterráneo, vinculado a una infancia nada fácil, pero también al misterio insondable del mar y de las noches estrelladas, al viaje de regreso por autopistas y carreteras (síndrome del fin de semana), al sentimiento de pertenencia mutua a la propiedad familiar de Forès, a las primeras excursiones juveniles por la sierra o, en el mismo ámbito mediterráneo, a la risueña placidez de Campanet, una especie de belén de verdad que se desparrama al pie de la sierra de Tramuntana, en Mallorca.
También es fácil advertir, en los fondos animados de la poesía de Margarit, la huella de una vida particularmente activa: por un lado, la constancia del trabajo profesional sentido como vocación; por otro, el reflejo de una sociabilidad, intensa (que está presente en las muchas y expresivas dedicatorias de sus poemas) que acompaña y, a la vez, preserva la intimidad de la esfera individual y doméstica. Sólo una burguesía asentada sabe delimitar y compartir esos dominios de lo privado y lo —más o menos— público, sin la pompa y circunstancia de la hidalguía pretenciosa y sin la promiscuidad patética de las burguesías advenedizas. Esta elaboración compleja de la intimidad nos permite entender algo mejor las dos úlceras de la vida colectiva que también habitan la poesía de Joan Margarit y que marcaron con intensidad tanto su ámbito de lo privado como de lo público: la imagen de la guerra civil perdida y la situación política de la lengua catalana después de 1939. Desde hace años, se ha hecho una convicción común de sus paisanos que la guerra civil de 1936-1939 fue, en buena medida, una guerra de España contra Cataluña, supuesto que resulta tan afrentoso, mendaz e injusto como no entender que un amplio sector de la burguesía catalana que «ganó la guerra» de sus negocios y su tranquilidad la perdió como comunidad cultural. En La Coruña y Vigo, en Bilbao o en Málaga, y por supuesto, en Madrid, la cosa no fue sustancialmente diferente, pero en Cataluña la vivencia del agravio y la derrota se elaboró tempranamente y de una manera mucho más compleja. Y es que, desde entonces, cualquier modo de conciencia política catalana partió de la herida enconada de una lengua tachada, que no se pudo aprender en la escuela, y que hizo de la omnipresencia de la victoria algo particularmente ominoso. Margarit había escrito poemas de «su guerra civil» en el arranque hermosísimo de Estación de Francia: los más intensos y lúcidos se refieren, por supuesto, a la compleja relación con un padre ausente y presente a la vez, donde habla de una imagen protectora a la que —a la vez— se compadece, y también a la presencia más continuada de una madre, una mujer desbordada por la responsabilidad y el dolor (aunque las más punzantes de estas composiciones maternas están en un libro posterior, No estaba lejos, no era difícil).
Inevitablemente la fiebre política de la Cataluña de los últimos años también se ha reflejado en una reactivación de la llaga de la lengua preterida. En «De dónde vienes, hacia dónde vas» (de Se pierde la señal), Margarit vincula la memoria de la lengua al mundo rural de su infancia en la Segarra, Rubí o Girona, a «la vergüenza, no la rabia, enterrada: / lo mismo que las mulas y los perros / debajo del sembrado», y que sobrevive «roída junto al fuego por los rostros / secos y desconfiados, / con su leve sonrisa de ironía rural». Esa musitada «canción de la lengua» está también en «Dignidad» (del mismo libro), donde confiesa que «me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié. / Él no tiene la culpa de su fuerza / y menos todavía de mi debilidad», pero sigue pensando que «el ayer fue una lengua bien trabada / para pensar, pactar, soñar». En medio de la presente tormenta de las identidades, un poema más directamente político como «Una historia» (en No estaba lejos, no era difícil) habla de las aves de rapiña de los escudos, que son algo más que una heráldica en desuso porque «aún se percibe / aquel tufo a corral. A gallinaza. / Aquel himno. La Historia de España». El libro se publicó en 2010, el mismo año en que Margarit —pregonero de las Festes de la Mercè, en Barcelona— planteó el futuro de una «Cataluña catalana» que podía ser como Holanda o Dinamarca… Sin embargo, «La bandera» —que toma la palabra en el poema homónimo de Se pierde la señal, de dos años después— podría ser cualquiera: siempre serán «los colores de un trapo», que confiesa que «no entiendo qué nos une. / No entiendo qué esperáis de mí y del viento / después de tantos años». Más directos y personales, poemas como «La experiencia de una patria» (en Misteriosamente feliz), o «Haciendo ondear un origen» (en Se pierde la señal), vienen a enseñarnos —como leo en el primero de los citados— que «heredamos un ámbito furioso, / clásico, rudo y triste. Educado en el miedo: / llevo nidos de avispas en la mente. / Cuando los hurgo he de arrojarme al mar». Y es que como Gaziel (en las inolvidables páginas de Meditacions en el desert) y como Josep Pla, como Salvador Espriu también en otras ocasiones, Joan Margarit intuye que en el seno mismo del pleito nacional catalán anida una oscura impotencia, quizá voluntaria, que tiende a aplazar indefinidamente el sueño.
Nos referimos a poemas políticos, que nadie confundirá con jaculatorias patrióticas y que se insertan en una vigorosa tradición de poesía civil catalana que cuenta más de un siglo de experiencia. Lo cierto es que la vida literaria catalana ha sido, ya desde finales del siglo XIX, una construcción sociológica razonablemente sólida, concebida en función de un territorio estético y moral que se proclama común, bien administrada por maestros reconocidos y por referentes organizativos sólidos y disfrutada por un público que no es masivo pero sí interesado y atento. Es una literatura mediana, sin duda, pero con hechuras institucionales de literatura grande. Y donde la poesía ha tenido un lugar de privilegio. En el poema «El último asalto», de Aguafuertes, el poeta ha recordado que de niño asistió a las veladas de lucha libre en el Price barcelonés y, años después, a los recitales de poesía que en los años finales del franquismo señalaron un momento inolvidable de la fe colectiva en el valor de los versos.
En ese marco de referencia, no es cosa baladí que Margarit haya sido un poeta muy leído en los últimos quince años, como lo fue su amigo y maestro Miquel Martí i Pol desde mediados de los ochenta y, bastante antes, Salvador Espriu en la segunda mitad de los sesenta, siendo tan distintos los tres: efusivo y directo el autodidacto Martí i Pol; simbólico y arduo, aunque rotundo, Espriu; racionalista de intención y realista de forma nuestro poeta, como lo fue Gabriel Ferrater, cuya compilación Les dones i els dies, en 1968, se alzó con el primado de la poesía de los años setenta. No son los únicos grandes poetas, por supuesto, pero sí los que han sido reconocidos por un círculo amplio de lectores, que —en los ochenta y los noventa— pudieron considerar más difícil el tono metafísico del mejor momento de Joan Vinyoli o la poesía irónica, nítida y muy personal de Narcís Comadira. Por otro lado, en aquellos momentos, el dictamen de los críticos y de los profesores se inclinaba a favor de una línea creativa más gnóstica y menos accesible, derivada de las vanguardias, que encarnaban J.V. Foix, el más admirado; Joan Brossa, el más inquieto y desconcertante, y Pere Gimferrer, el más exigente. Y no se ha equivocado el autor de la contracubierta de la reciente edición catalana de Tots els poemes (en 2012 y 2014) al consignar que Margarit «es el poeta vivo más leído de la literatura catalana». También lo saben los numerosos lectores castellanos que han conocido sus poemas en ediciones bilingües (desde Estación de Francia en 1999), porque Margarit ha concertado de una forma muy especial no con la poesía de los novísimos —que serían lo más parecido a coetáneos suyos, aunque no estrictamente— sino con la poesía española de corte realista, hegemónica desde mediados de los ochenta y escrita por poetas que tienen veinte años menos que él. Se advertirá que no falta ninguno de sus nombres fundamentales en el elenco de dedicatorias de sus versos.
ESTACIONES DE UN CAMINO: VIDA Y POESÍA
Sólo aparentemente Margarit es un poeta tardío. En rigor, es un hombre que ha prescindido de la mayor parte de sus primeros versos, seguramente en busca de ese momento en que adquirieron la densidad y el calor que pretendía y que está estrechamente ligado a la madurez personal. El lector de los «Restos de aquel naufragio (1975-1986)» que abren el presente libro advertirá que la mayoría de los temas que definen su obra posterior estaban ya presentes —la sensación del paso del tiempo, la presencia de la muerte, el peso del recuerdo, la desazón del presente: están ya «el saco familiar de historias tristes», los «espejos empañados, llamas muertas», el «tiempo desapacible y farisaico»—, pero echará de menos la construcción del personaje que enuncia todo eso, la dimensión idónea del poema (algo más larga), la construcción más narrativa y el mayor empaque noblemente retórico del discurso.
El poeta ha fijado el nacimiento de su obra definitiva al borde de la cincuentena de su edad, justo en esa Edad roja que da título al poemario de 1989, cuya luz cálida pero ya crepuscular alumbra también Los motivos del lobo y Aguafuertes. Cuando en 2004 recogió las versiones catalanas de aquellos poemas, eligió darles el título de una de las composiciones de Aguafuertes, «El primer frío» («Els primers freds» en el original catalán), que —como allí sabemos— es el nombre de una escultura de Miquel Blay, fechada en 1892, cuyo significado el autor tardó en comprender: un viejo y un niño, desnudos y ateridos, padecen los primeros rigores del invierno. Pero es una época en la que la jactancia y la rebeldía están todavía en pugna con el desengaño. La primera es patente, por ejemplo, en el poema «Al lector» que resume la tormenta de amores y desamores que aborrasca el fondo más íntimo de estos libros; la segunda —la rebeldía trasmutada en sueño— aparece en la repetida invocación de la «isla del tesoro», presente en el «Ofrecimiento» que abre el libro y más tarde en los poemas «Amor y tiempo», «La isla del tesoro» y «Post scriptum», además del ya mencionado «Al lector». Por supuesto esta «isla» es la de la novela de Robert L. Stevenson (y la de tantos otros soñadores, desde La tempestad, de Shakespeare, a las «ínsulas extrañas» que evocó Juan de la Cruz y la «ínsula» que soñaba su futuro gobernador, Sancho Panza). Pero esa isla del tesoro también «tiene nombre, / a ciento ochenta millas de la costa / de transparentes aguas saharianas» (como leemos en «Farewell», de Estación de Francia). Se trata de Tenerife, el lugar donde el poeta vivió los años de su adolescencia y primera juventud, y que una vez y otra vuelve balsámicamente a su memoria, asociado a la plenitud, a la libertad y a esa belleza ordenada y recogida —que Margarit ama tanto— que se plasma en la decimónonica Plaza del Príncipe, de Santa Cruz, con su kiosco y sus tupidos laureles de Indias, traídos de Cuba.
Son años de «memoria sentimental» y de ajustes de la vida a la realidad. La metáfora del viaje permea todo este periodo. Abundan los barcos que zarpan o que llegan a puerto (el último es el de la «Balada del viejo mercante», en Cálculo de estructuras, «en alta mar sin nadie a bordo»); los trenes que pasan incitantes o aquellos en los que se viaja, la carretera que surca el automóvil en la noche; el avión que le lleva a la isla perdida o aquel del que pierde la señal luminosa en el libro homónimo. Pero también a menudo el poeta se complace en evocarse como un animal solitario: otro modo —furtivo y rebelde— de desplazarse por la vida. En «Invierno azul» (de Edad roja), se recuerda que «sois lobos los hombres de tu edad, / sólo lleváis el tiempo en la mirada» y, en el mismo libro, «Réquiem por un espectro» recuerda que «saliste del pasado como un lobo». Por supuesto, en Los motivos del lobo, el libro que sigue a Edad roja, su título es un eco del poema homónimo de Rubén Darío que se inspiró a su vez en un conocido episodio de las Fioretti di San Francesco: aquel que narra la leyenda de la feroz bestia de Gubbio que fue reducida a pacífico can doméstico por el santo.
Darío y Margarit, por supuesto, están de parte del predador como recuerdan los heptasílabos de Margarit: «[…] fiera solitaria / que se lame y oculta / sentimientos de culpa, / siguiendo cabizbajo / su camino de perro», aunque tenga «sueños pendientes» y no deje nunca de ser «feroz, viejo y cansado». Como lobo en retirada o perro todavía insurrecto, esa personificación está estremecedoramente presente en dos poemas de Joana (2002), un libro en carne viva sobre el que volveremos enseguida: en «Las cuatro de la madrugada», los perros ladran «tal como vengo haciendo / con mis poemas, desde donde aúllo / y marco el territorio de la muerte»; en «Tu lobo», el poeta y padre de la muchacha que acaba de morir pide que le mire por última vez a él, al lobo que nunca se rindió, ya «infestado de pulgas», al que «la cadena le roza / el cuello ya sin pelo», «inmóvil, silencioso / en el patio en silencio». Todavía, en el poema «La parte más oscura del camino», del tardío No estaba lejos, no era difícil, el poeta —en el jardín, por la noche— ha visto brillar la mirada de un zorro y dice «sus ojos y mis ojos son un enigma idéntico». Y en Se pierde la señal, el poema «Algo comienza» —dolorosa pero estoica aceptación del final— recuerda que «queda la dignidad, un perro lobo / echado junto a ti. Nadie lo ve». Sin duda, éste es el «perro lobo de la vida» que —en «Fábula»— husmea y captura al gozquecillo de «la moral, una perra faldera», que es «fea como una rata»… Y hay más todavía, además de esa victoria… Los versos de «En una exposición» nos acercan la imagen del mastín, «hirsuto y con señales de sus viejos castigos», que pintó Paulus Potter en el momento mejor de la plástica holandesa. Y el poeta siente al verlo «una humilde fuerza remover emociones / que he callado a lo largo de mi vida». Sabe que ese perro —fiero, castigado y fiel, a la vez— «hoy es parte de un orden y en mi interior vigila».
Como ya se ha señalado, el poemario Estación de Francia tuvo mucho de recapitulación de los sumandos autobiográficos dispersos en obras anteriores y, a la vez, fue la culminación de un tono autoadmonitorio que ya estaba presente en Cálculo de estructuras; todo esto adquiere una densidad definitiva en Casa de misericordia, como también se ha apuntado. La sesentena cumplida es hora del recuento afectivo y del balance moral que muy pronto se centra en dos constantes de su itinerario vital. Una es la presencia de la mujer de su vida (llamada Raquel cuando es un personaje de su obra; Mariona —su nombre real— cuando se habla del presente, por ejemplo en la dedicatoria de Cálculo de estructuras): los poemas «Raquel» de No estaba lejos, no era difícil, y «Una mujer mayor», de Se pierde la señal, constituyen dos bellísimas declaraciones de amor y, a la vez, son la etopeya de alguien que sigue poseyendo «la tímida ternura / de aquella niña buena en blanco y negro», ante la que el poeta siente que tiene «un privilegio: / me ha dado su poema. Uno así / yo nunca lo podría haber escrito». La otra experiencia, la más incendiaria y turbadora, fueron los treinta años que vivió su hija Joana, muerta en 2001 como consecuencia de un cáncer. Joana nació con un síndrome que le supuso un conjunto de deficiencias físicas y mentales, pero todas ellas no le impidieron una vida de afectos y alegrías que compartieron el padre, la madre y sus otros hijos.
No vale la pena traer a colación lo que ese nudo de dolor, culpabilidad y amor ha significado para quienes, como escritores, lo han conocido: desde la abnegación y la dignificación que supuso para Kenzaburo Oé hasta el silencio y la negación (¿culpables?) de Pablo Neruda o de Arthur Miller. Cada vida es distinta y no hay pauta que valga en ese misterio. Margarit ya lo había llevado a algún poema («Tchaikovsky», en Aguafuertes; «Noche oscura en la calle Balmes», de Estación de Francia), de insólita y dramática franqueza. Joana, su libro de 2002, fue una difícil decisión personal que, sin embargo, nos ha entregado unos poemas ante los que es imposible quedar indiferente. Nada se oculta de la parafernalia del horror —la angustia de un porvenir inevitable, las intervenciones quirúrgicas, la imagen de la niña apoyada en sus muletas, el deterioro progresivo de su salud— pero tampoco de los momentos de inocencia o de la felicidad, ni siquiera la humanísima súplica («morirse todavía es vivir. / De esta invernal mañana, amable y tibia, / por favor, no te vayas, no te vayas»). Y es que hay un «dolor desordenado y frío» donde «todo pierde su tímida misión» (leeremos en «Recuento», de Cálculo de estructuras), pero poemas como «Riera Pahissa» y «Profesor Bonaventura Bassegoda» (ambos en Joana) son admirables expresiones de aquello que cabría llamar la dignificación que viene del sufrimiento y del deber, que puede ser un retórico consuelo en boca ajena pero que, a menudo, es una realidad en la conciencia de quien asume, presencia y cuida el trance que le ha tocado pasar. Aunque el lector advertirá que no fue la primera pérdida filial de Joan Margarit (Anna, su primera hija, murió al poco de nacer y esa memoria perdura en algún poema), la muerte de Joana marcó en su poesía un antes y un después: una dimensión nueva de los sucesivos tránsitos familiares ya vividos y, por supuesto, otra percepción de su propia continuidad en este mundo.
Así, el fallecimiento de su hermana a consecuencia de la guerra, como la desaparición posterior de los padres, adquirieron un sentido distinto y empezaron a formar parte de una vida que ya para siempre conviviría con la muerte. Al final de Misteriosamente feliz, el poema «El viejo y la muerte» (que la versión de este libro ha acortado y hecho más precisa, menos solemne) es un diálogo ¿casi amistoso? con la visitante: «Ahora confío en ti», dice el poeta; «tu vida se está haciendo levemente incómoda, / igual que un jardín / cuando comienza a levantarse viento», observa compasivamente ella. En el poema «Los muertos», de Cálculo de estructuras, esas pérdidas se evocan al compás del inquietante mecanismo del juego infantil del escondite inglés, como una fatalidad arbitraria e inevitable. Sin embargo, en «Hacia el crepúsculo», de Se pierde la señal, el desfile de los muertos familiares tiene algo de consolatorio, de oscuro cumplimiento de un destino que ha dejado también una estela de amor que perdura, un camino que se sigue: «Estamos siempre lejos / de donde de verdad nos encontramos. / El aire está compuesto de familias. / Y nosotros, de voces que se alejan».
Llegar a ser «misteriosamente feliz» (un lema que resuena como un eco en varios versos del libro de ese título) es saber callar, aceptar la soledad, ganarse el sabio arte de despedirse. Pero Margarit no es un poeta resignado, sino lúcido y nada complaciente consigo mismo. Hay que leer «El origen de la tragedia», título deliberadamente nietzscheano, para entender la rebeldía agnóstica de quien ha visto que «Dios, que es el más brutal entre los mitos […] / Es una calle sin salida». O hay que advertir —en «Lírica de mis setenta años»— cómo desprecia «las grandes hogueras del solsticio. / Las prenden religiones y filósofos, / pero no nos abrigan / contra el frío que da la metafísica, / y que es el mismo / de la superstición». Es la decepción de tantas cosas la que le ha llevado al amor que es, al fin, una certeza humana y habitable, aunque amar o compadecer sea un trabajo duro. Nos lo recuerda el poema «Gente en la playa» (Se pierde la señal) que es una de las muchas consecuencias de la experiencia y de los versos de Joana. El lector lo tiene muy a mano, unas páginas más allá de esta que lee, y pienso que no hay escolio que mejore la lectura directa de esta composición donde Margarit retrata un destino de dolor y, a la par, nos brinda la imagen suprema e inolvidable de la compasión: la mujer sola y convertida en torpe cireneo de un muchacho inválido por espacio de unos pocos pero interminables metros de playa.
Yo no recuerdo tan conmovedora llamarada de verdad como la que sentí al leer por vez primera este poema. Llegar a enunciar una verdad y erigir el lugar y la escena que la hagan visible: tal es, sin duda, la finalidad de una poesía donde —como supo Keats— la verdad es belleza y la belleza, verdad.
JOSÉ-CARLOS MAINER

Zaragoza, diciembre de 2014




 PREFACIO

 

UNAS PALABRAS PARA ESTA EDICIÓN DE TODOS MIS POEMAS

Escribí mi primer poema a los dieciséis años en Santa Cruz de Tenerife, donde había ido a vivir mi familia en 1954: un poema de amor a una compañera de curso. Mi relación con la poesía comenzó en aquella maravillosa isla, por entonces poco poblada y sin turismo. Unos años más tarde, cuando iba y venía a Barcelona, donde inicié estudios de Arquitectura, hacía los viajes por mar, a veces en aquellos barcos blancos de línea regular que tardaban cuatro o cinco días o, si era posible, en algún mercante, pues el pasaje resultaba más económico y se disponía de camarote individual. Se tardaba al menos diez días. Empecé a escribir durante aquellas travesías: fue una primera etapa literaria larga, irregular y complicada. Ahora sé que la causa principal fue mi bilingüismo: desde la infancia coexistían para mí el catalán en familia, pero con poca carga literaria, social y política, y el aprendizaje escolar en castellano. El papel de este último se acentuó aquellos años en Tenerife, donde acabé hablándolo con el bello acento canario, que lamento haber perdido. A partir de 1961 me quedé a vivir definitivamente en Barcelona.
Aquel primer poema, el único de mis poemas que recuerdo de memoria, es el origen de mi escritura. Nadie lo ha leído y está dentro de mí, guardado muy cerca de las personas que primero creyeron en mi poesía: J. Wukmir que, sin yo haber publicado nada, citó uno de mis poemas en la revista Destino, donde escribía bajo el seudónimo «Cordialis», a finales de los años cincuenta. Pere Vicens, que fue mi primer editor en 1963 y 1965, Josep Maria Subirachs, que ilustró esos dos libros con sus dibujos, Camilo José Cela, que puso prólogo al primero, y Àngel Marsà, el bondadoso crítico de El Correo Catalán, que aquellos años ayudó con su comprensión a mi entusiasmo.
De este primer período, que se prolonga hasta 1986, he conservado, después de haberlos sometido a una drástica revisión y bajo el título Restos de aquel naufragio, dos conjuntos de poemas. Uno de ellos, lo que queda de Crónica, fue escrito en castellano y publicado en 1975 en aquella colección de libros blancos y azules, «Ocnos», creada y dirigida por mi amigo, el poeta Joaquín Marco, y es el primer libro mío con el cual me siento cómodo.
En segundo lugar, los poemas que he considerado suficientemente dignos de los seis primeros poemarios en catalán, publicados desde 1980 a 1985. Éstos son los poemas reunidos bajo el título El orden del tiempo, que significaron el inicio de mi amistad, que duró hasta su muerte, con Miquel Martí i Pol, de quien nunca me faltó el apoyo.
A pesar del título general de esta primera parte de mi obra completa, Restos de aquel naufragio (lo cual no es inexacto: de unos diez libros publicados, ha quedado el equivalente a dos), no tengo un mal recuerdo de aquellos años. Mi vida profesional transcurría en un ámbito científico y técnico, lejos de los ambientes literarios, y pude trabajar mucho y con tranquilidad. La carpeta con más de cien sonetos que encontré hace pocos años en el fondo de un armario me lo recordó. Pero hasta 1987, el año que se publica Llum de pluja (Luz de lluvia) en la colección «Poética» de la editorial Península, no se inicia la regularidad, lo que yo llamo, ya sin problemas, «mi poesía». Tenía entonces cuarenta y ocho años.
Este libro, junto con Edad roja (1989), Los motivos del lobo (1993) y Aguafuertes (1995), que se publicaron en la editorial Columna, dirigida por Àlex Susanna, tienen en común una mayor soltura en la elección de los «lugares» interiores donde buscar el poema y, a la vez, una exploración formal de la cual son representativas las «ruinas de soneto»: el poema, que comenzaba con el rigor de esta exigencia formal, una vez escrito, se iba destruyendo hasta cumplir con la exigencia, más severa aún, de mantener la complejidad del fondo del poema. Era como revivir la historia de la relación entre forma y fondo desde el romanticismo a las vanguardias en un solo poema.
Los dos libros que escribí a continuación son muy diferentes entre ellos y muy diferentes también de los anteriores y de los que he escrito después. El primero, Estación de Francia, publicado en 1999 en edición bilingüe catalán-castellano en la editorial Hiperión de Madrid, significó acabar de fijar mis propias claves en la relación entre poesía y vida, entre el pasado y la inteligencia. Esa destilación que distingue a cada poeta: su forma de eliminar lo que sólo le pertenece a él y que carece de interés para los lectores.
Una consecuencia de este papel principal de la relación entre la poesía y la vida son las notas que figuran al final del libro y que se refieren a algunos de los poemas. Al lector o lectora no se le escapará que, en un libro de poesía y escritas por el propio autor, son en realidad una prolongación del poema, en una especie de expresionismo lírico que confirma el papel que jugó este libro en mi escritura.
Visto desde la distancia de quince años me hace sentir un escalofrío, porque es el último libro que escribí y publiqué antes de morir mi hija Joana. Por fin yo había hecho las paces con las circunstancias de su nacimiento en 1970, lo cual ya había tenido su reflejo poético en el libro anterior, Aguafuertes, en el poema «Tchaikovsky». Ahora surgía «Noche oscura en la calle Balmes», uno de los poemas clave de Estación de Francia, como contrapunto necesario de aquella paz. Lo terrible es que yo, sin saberlo, hacía las paces con las circunstancias de su nacimiento en el mismo umbral de su muerte.
Y, precisamente, el otro de los dos libros a los cuales me refería es Joana, escrito durante un paréntesis absoluto dentro de mi vida, desde el 10 de octubre del año 2000, con los primeros síntomas de su enfermedad, hasta el 1 de septiembre del 2001 (Joana murió el 3 de junio). Es la crónica poética de aquellos meses y está escrito bajo la premisa o, mejor, la exigencia de que fuese un libro de poemas, de que en ningún momento se deslizara hacia el diario o hacia aquel género que se llamó «lamento». Apareció el año 2002 en catalán en la editorial Proa y, en edición bilingüe catalán-castellano, se publicó asimismo en Hiperión.
Después vendría ya la etapa actual, en la que empieza la larga colaboración con la editorial Proa y con Visor, que iría editando toda mi obra en ediciones bilingües catalán-castellano. Comienza también mi amistad con Jesús García, «Chus», un hombre clave en la edición de poesía en España desde 1969.
Esta etapa se extiende a lo largo de Cálculo de estructuras (2005), un libro que gira alrededor del dolor, Casa de misericordia (2007), de la tristeza, Misteriosamente feliz (2008), de la lucidez, No estaba lejos, no era difícil (2010), de la dignidad, y Se pierde la señal, publicado en 2012, alrededor del conflicto y la alegría del recuerdo en la vejez. Creo que se trata de una poesía más áspera y fría, incluso más abstracta y más dura. Se mantiene la pulsión biográfica pero, de hecho, con menos anécdota. Un camino hacia una retórica que pretende eliminar al máximo la retórica.
Mi obra responde a un proyecto que hace años supieron detectar Sam Abrams y Jordi Gracia. No me refiero al sentido habitual de esta palabra, por ejemplo en el caso de un edificio: se hace de una vez y se prevé todo lo que se debe construir y cómo debe hacerse. Mi proyecto poético empezó siendo una vaga sensación premonitoria para definir cuál sería la relación entre la poesía y la vida. Esta sensación permaneció, mientras se hacía más compleja, en los sucesivos libros de poemas: cada uno de ellos iba sintiéndose con más intensidad como parte de un todo que avanza y se define a medida que se construye —o destruye— la propia vida. El proyecto terminará a la vez que la obra, y la obra a la vez que la vida. Estoy hablando de una forma de trabajar, en ningún caso puede ni pretende garantizar el resultado. Creo que la obra de Joan Vinyoli o la de Juan Ramón responderían a estas características, mientras que la de Salvador Espriu o de Jaime Gil de Biedma se alejarían de este modelo.
Hoy me alegra publicar las versiones en castellano de estos libros escritos originalmente en mi catalán de niño de la guerra y de la posguerra, mezcla del claro idioma de mi Segarra natal y del catalán de Barcelona, contaminado por el castellano del franquismo de los años cuarenta. La fuente más importante de mi poesía es la subjetividad. En general, no puedo inventarme acontecimientos. La dificultad es para mí de otra índole: el mero producto de la inteligencia o de la elaboración no tiene papel alguno en la poesía que más me atrae, porque pienso que el poema no es una cuestión de contenido, sino de intensidad.
Cantamos al misterio que nos es propio. Queda por decidir desde dónde cantar, y ésa es la búsqueda que cada poeta realiza a su manera. En esto consiste el estilo, la voz personal, esa voz que hay que encontrar si se quiere ser escuchado. Intento ejercer una inteligencia sentimental a través de la poesía, a la cual no le queda ya más característica para identificarse respecto de la prosa que la concisión y la exactitud. Es la más exacta de las letras en el mismo sentido en que las matemáticas son la más exacta de las ciencias. Y si se trata de un mal poema, ensuciará el mundo, como una bolsa de basura dejada en medio de la calle. Porque un mal poema no es neutral, sino que contribuye a ensuciar, a desordenar el mundo, igual que un buen poema contribuye de algún modo al orden y la higiene del mundo. Éstos son los ejes que me traza, al cabo de los años, mi confortable desinterés por lo que tiene la pretensión de ser novedoso o exótico, un retorno a la divisa de Diderot: «A la mediocridad la caracteriza su gusto por lo extraordinario». En mi descargo diré que detrás de una vejez que no haya asumido la decepción suele haber necedad. La decepción es un sentimiento positivo para la defensa de la mente contra la impostura.
A la vez que he publicado mis poemas en catalán, he tenido la fortuna de ver su publicación en castellano. Sobre el tema de las dos lenguas remito al lector o lectora al prólogo de Estación de Francia, que encontrará en este mismo volumen. Yo mismo he escrito las versiones que aquí se recogen, con la excepción de las de Edad roja, que se deben a Antonio Jiménez Millán, así como los poemas «Veleros de invierno» y «Peligros», de Los motivos del lobo, un libro que incluye también las versiones de Luis García Montero de «La partida», «Madre e hija», «Recordar el Besòs» y «Monumentos». Por último, decir que, con motivo de esta edición he sometido a una profunda revisión todas mis versiones. Para ello he contado con la inestimable ayuda de Josep M. Rodríguez.
Los recitales han sido un regalo con el que no contaba. Desde los primeros años ochenta se convirtieron en un capítulo muy importante de mi actividad como poeta, y en ellos he encontrado la confirmación de lo que siempre pensé: que escribir un poema tiene como finalidad, más que explicar lo que le ocurre al poeta, que el poeta encuentre en su interior el material que lo pueda llevar a la exposición, explicación y comprensión de lo que ocurre en el interior de los lectores. En cierto modo podríamos decir que es el lector el que es leído por el poema. Que la persona que lee un poema lo que busca es ser leída ella misma, es poder decir al terminar el último verso: «Éste, o ésta, soy yo».
Recitar ante el público de un local municipal de algún pequeño pueblo de Badajoz o de La Segarra, o en la biblioteca de Sant Just Desvern: sentir el silencio con el que uno es escuchado, aprender que desde un auditorio nunca llegan dos silencios iguales, ver nítidamente el instante que un poema sale, ya libre e independiente, y penetra en la mente de la persona que lo está escuchando. Sentir, diciendo un poema sobre el amor o la muerte, cómo se repite la tensión, pero sin ser nunca la misma. Ver cómo los chicos y chicas de un instituto, que han entrado en la sala haciendo el revuelo lógico de los diecisiete o dieciocho años, van quedando sumergidos en los poemas y adivinar alguna lágrima. Y, aún más sorprendente, encontrarse con el agradecimiento de las personas que en un kibutz del desierto del Neguev o en un salón de actos del Bank of London hacen cola después de un recital en catalán y en inglés o en hebreo, porque desean llevarse dedicado su libro de poemas en una lengua, la suya, en la que yo nunca hubiera podido hacer un poema ni, casi, leerlo. Entonces es cuando me he dado cuenta de todo lo que les debo a los traductores. De cómo sin Anna Crowe, Shlomo Avayou, Alex Tarradellas, Rita Custodio, Juan Ramón Makuso, Elena Zernova, Juana y Tobias Burghardt, una parte de mis lectores y lectoras no lo serían.
Después de un recital procuro siempre abrir un diálogo tan lejos como puedo de las artes escénicas que, hasta cierto punto, se tienen que utilizar al decir los poemas ante un público. Este contacto directo me ha descubierto o me ha reafirmado en cuestiones fundamentales: que no escribo poemas para mí. Que la recomendación de «amar a los otros como a ti mismo» que cambió el mundo y que todavía no hemos podido apartar o sustituir, sólo la he podido llevar a cabo a través de la poesía, porque intentar escribir un poema es para mí una forma de amar. Que la operación de escribir un poema no es muy diferente a la de leerlo, en el sentido de que tampoco hay demasiada diferencia entre componer una pieza de música e interpretarla: el lector y la lectora de poesía somos intérpretes de, pongamos Thomas Hardy, en un sentido muy parecido al que lo es Barenboim de Mozart. Esta relación no se da con tal intensidad en ningún otro género literario.
Mi trabajo y actividad han sido llevados a cabo siempre bajo el magisterio de mis predecesores, sin los cuales yo no existiría como poeta. La presencia de sus obras ha sido constante: no ha habido ninguna época ni lugar de mi vida donde no me haya acompañado alguno de mis principales maestros. El Joan Maragall civil y trascendente no contaminado por la liturgia católica ni por la exaltación de la naturaleza. Le debo lo más parecido a una patria y un respeto por una visión trascendente de la vida, aunque nunca la haya compartido. También, que la lengua de un poema debe ser la misma que se habla en la calle, algo que es lo contrario de lo que me transmite Josep Carner, quien, sobre todo en su última etapa, me mostró cómo la poesía puede reflejar la dignidad del desamparo. Admiro en Salvador Espriu la seriedad, la concisión y al mismo tiempo el sentido del humor que yo querría para mis poemas. De Joan Vinyoli y de Miquel Martí i Pol aprendí la sencillez y la humildad que debe haber en la buena poesía. Jorge Manrique me deslumbró con la fuerza que puede alcanzar una sola palabra, mientras que Francisco de Quevedo me arrastró hasta la unidad más profunda del fondo y de la forma. De Antonio Machado aprendí cómo se debe conservar la distancia cuanto más íntimos sean para el poeta los temas de los poemas y, compenetrándose con esta enseñanza, formando una sola sabiduría, Juan Ramón Jiménez me abrió los ojos al hecho de que la intensidad del poema, hasta del aparentemente más retórico, procede de entender la vida de la cual surge. Pablo Neruda, que casi me devoró en mi juventud, me dejó claro que lo importante de un poeta es todo aquello que no puede aprender en ninguna escuela ni en ningún libro, pero que nunca encontrará si no estudia a sus clásicos y los lee con asiduidad. Jorge Luis Borges significa para mí el valor de la exactitud, que no es nunca un artificio. En cambio, muy lejos de este gran y sarcástico autor, la lírica gallega me acercó a Rosalía de Castro, a quien nunca podré agradecer como desearía el haber aprendido de su obra que uno se puede mover por las zonas más oscuras, más lóbregas y tristes del ser humano con dignidad. En poesía inglesa, Thomas Hardy hizo que, con su ejemplo, me diese cuenta de que no hay ninguna cuestión que no pueda ser tratada con la profundidad necesaria en un poema y que, puestos a pecar en cuanto a la forma, es mejor hacerlo por antiguo que por moderno. Philip Larkin ha sido clave a la hora de alcanzar los lugares de mí mismo donde había que buscar los poemas, porque si uno cree saber cuál es ese lugar, está perdido. Desde que empecé a frecuentar la poesía de Robert Lowell, no he dudado de que debía llevar el poema al límite de la intimidad personal, pero su discípula Elizabeth Bishop me advirtió de cómo y cuánto tiempo hay que trabajarlo para no caer en la tentación de los atajos. Porque, y esto se lo debo a Dylan Thomas, cada poema ha de llevar y llevarse una parte de uno mismo que ya no volverá. Otro Thomas, también de Gales y tan gran poeta como Dylan, Ronald Stuart Thomas, a quien tuve ocasión de escuchar en 1995 en Barcelona, con su poesía sin concesión a nada que no fuese la verdad, me convenció de que, para hablar de algo, se lo ha de amar y a la vez poner en duda con la misma furia. Vladimir Mayakovsky es para mí, sobre todo en los poemas que menos al servicio estaban de aquella revolución, la prueba de la falta de fronteras entre materia y espíritu, porque nunca se puede hablar de una sin que surja el otro. Anna Ajmátova añadió que la sabiduría implica la ternura y que, sin ternura, no puede haber un buen poema, siendo esto más cierto cuanto más cerca se escribe del dolor. A Li Po y a Tu Fu les debo el respeto y la lejanía a la hora de utilizar la naturaleza: porque los poetas occidentales, ni cuando la cantamos, hacemos otra cosa que utilizarla. De un modo parecido, Blas de Otero, José Agustín Goytisolo y José Emilio Pacheco me dieron la medida de la precaución que uno debe exigirse ante la posibilidad de mezclar la propia vida con impaciencias de tipo social. Muy pronto supe, gracias a los tres, que no debía dejarme llevar nunca por el entusiasmo en estos asuntos. Charles Baudelaire, que fue uno de los primeros poetas cuya obra completa leí, me convenció, con temor y a la vez deslumbrado, de que hay siempre un contenido moral en un buen poema. La tradición alemana me trajo la inteligencia sentimental de Rainer Maria Rilke, y con ella la seguridad de que el poeta lo es siempre y en todas partes, y que el suyo es el más responsable de los trabajos. A Vladimir Holan le agradezco haberme desvelado la gravedad que cada palabra arrastra, y saber que el poema nunca puede faltarle el respeto a esa gravedad. A Homero le debo el escudo protector contra la originalidad y el goce que puede haber —aunque esto sea muy raro— en un poema largo. A Horacio, haber descubierto que el sentido común es un elemento fundamental de la poesía. Los poemas de todos ellos forman parte de lo que de bueno pueda haber en mi obra. Supongo que es eso lo que quería decirme José Antonio Coderch, mi maestro en el campo de la arquitectura, cuando me decía que una casa —un poema— no debía ser: «Ni independiente, ni hecha en vano, ni original, ni suntuosa».
Me doy cuenta de cómo mi vida ha estado ligada al hecho de escribir los poemas aquí reunidos. En cierta medida, me sorprende constatar que los versos recogen los leit motiv vitales, las propias obsesiones. Me ha ocurrido, por ejemplo, al leer en Crónica el final del poema «Cerdeña 548», donde escribí:
Raquel, si tú has leído mis silencios,
sabes que hay otra niña que me llama
y no puedo salvarla, y en la noche
veo su rostro húmedo de lágrimas.
¿Podré, un día, hablar de esto en un poema?
Y, sorprendido por este final, me doy cuenta de que muchos de mis poemas son el desarrollo posterior, veinte o treinta años después, del último verso.
Siempre he tenido conciencia de que la poesía, para mí, se extendía por toda la vida. La prisa, pues, no ha formado parte de mi relación con el poema. El juicio final lo hará el tiempo y, al contrario de los juicios finales de las religiones, yo no sabré el resultado. A mí me corresponde sólo, y no es poco, el día a día con los poemas sin más justificación, placer o compensación que buscarlos, componerlos y escribirlos. Ninguno de nosotros contamos demasiado, incluso los que parecen contar mucho, pero nos puede salvar lo mismo que, curiosamente, también puede salvar el poema: su honesta intensidad. Estas virtudes, si las hay, vienen de muy lejos y recorren largos y complejos caminos interiores.
Siguiendo esta vía aparentemente más abstracta, pero sin renunciar a la fuerza ni a la ternura por las que aún intenta avanzar mi poesía, creo que nada mejor como saludo a los lectores y lectoras de esta edición de mis poemas que aceptar el hecho de que, en nuestros orígenes, todos tenemos cimientos muy modestos sin los cuales no seríamos quienes somos. Por ello me he permitido, para terminar, un retorno momentáneo y discreto al comienzo, cuando ninguno de estos poemas era imaginable.
JOAN MARGARIT

Sant Just Desvern, septiembre de 2014

Fuente:

Editorial:



PLANETA



Año de edición:






Materia



Literatura y ficción



ISBN:



978-84-08-13817-4


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864


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