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Los buitres
Oscar Cerruto
OSCAR CERRUTO nació en 1907 en La Paz, Bolivia.
Periodista y poeta, parte de su obra ha aparecido en distintas publicaciones
sudamericanas, entre ellas el suplemento literario de La Nación de Buenos Aires. Ingresó en su juventud a la carrera
diplomática. Su producción más considerable es una novela, Aluvión de Fuego, traducida a varios idiomas.
Cuando subió al tranvía, no advirtió de momento su
presencia.
(Había dejado pasar un taxi sin detenerlo ni sabía
por qué, y luego dos ómnibus abarrotados de pasajeros. No quería viajar
incómodo, expuesto a recibir pisotones o que alguien, al abrirse paso, le
arrancara el sombrero. Odiaba esas aglomeraciones. Pero los tranvías no le eran
menos aborrecibles. Le parecían vehículos para viejos y mujeres gordas.
Artefactos asmáticos y ruidosos. Se decidió, sin embargo, por ese que se
acercaba dando cabezazos. Una señora joven con una niña se habían detenido a su
lado. «Si suben ellas, lo tomo», pensó. La señora hizo una seña al motorista, y
el tranvía, jadeante, se detuvo. Subieron los tres).
Pero al llegar a la mitad del pasillo sintió —sin
que la sensación tomara forma en su conciencia— que algo de irregular había
allí adentro, en las personas o en la atmósfera.
(El tranvía partió con brusquedad; sus nervios
vibraron, adaptándose al aire rumoroso de hierros y vidrios que circulaba en su
interior).
Fue entonces cuando percibió algo como un fluido y
sus ojos se pusieron a buscar involuntariamente de dónde provenía ese llamado
impalpable. No se sentó en seguida, ni avanzó por el pasillo, sino que
tomándose de un asidero dejó errar su mirada un segundo, como si esperase
encontrar a un conocido, mientras buscaba acomodo con movimientos calmosos, de
autómata.
Ocupó al fin, el primer sitio que halló libre, y se
disponía ya a desdoblar su diario cuando, de repente, una muchacha sentada en
uno de los asientos delanteros, volvió la cabeza, y fue como un choque. De
inmediato supo que era eso lo que lo había turbado vagamente, y ya no apartó
casi los ojos de ella. En el breve instante en que se cruzaron sus miradas,
buscó hasta el último detalle de su rostro, y como en una súbita instantánea,
quedó grabado en la placa de su cerebro.
Ahora que mirada su pelo de color de miel,
suavemente ondulado, luminoso, sabía cómo era ella. Y aunque no la había oído
hablar, conocía el timbre de su voz, clara y recta como una espada. Estaba enterado
de todo eso, y, sin embargo, no habría podido describirla.
Cuando se esforzaba por hacerlo, con la mirada fija
en su nuca, mientras el tranvía rodaba bajo el sol por las verdes alamedas
próximas a la Plaza Italia, solo conseguía arribar a la convicción de que era
dulce y femenina, con unos labios de un rojo pálido y una luz en las mejillas
que iluminaba y al mismo tiempo diluía los demás rasgos de su cara.
El guarda se acercó a cobrarle su boleto. Un poco
confundido, le alargó la moneda (acababa de advertir que la tenía fuertemente
sujeta entre los dedos, como un niño).
Se había ubicado cuatro o cinco asientos más atrás,
y recordó que antes de hacerlo, en ese segundo en que se mantuvo de pie,
buscando, la había visto por la espalda (la acompañaba una amiga, quizá su
hermana, sentada a su lado), sin detenerse en ella, que por detrás se confundía
con los demás pasajeros, como si su magnetismo femenino solo obrase por el
fluido de sus ojos o de su rostro.
Subían los pasajeros. El tranvía seguía rodando, con
un estrépito de hierros sin aceitar, quejándose y sacudiendo su armazón
estropeada. A los costados se elevaban ahora los altos edificios de la calle
Santa Fe, lúcidos de cal hiriente bañada de sol, mientras el guarda, en la
plataforma, tiraba enérgicamente del cordón de la campanilla, con la primavera
repicando en su sangre.
La muchacha no había vuelto a mirarlo. Hablaba con
su compañera y parecía ignorar por completo su presencia. Pero el fluido
continuaba actuando en sus nervios, y eso le decía que estaba tácitamente en
comunicación con su pensamiento.
Grupos de mujeres jóvenes, vestidas con telas
ligeras, de colores alegres, flotaban en el río del tránsito. El tranvía bogaba
como un cetáceo, entre las olas de la calle, los racimos humanos peligrosamente
colgados de sus barrotes. Así cargado viraba —con ese chirrido en el que se
evade el doloroso cansancio del hierro— por la esquina de Paraguay y Maipú
cuando asomó un inmenso camión, como un monstruo furioso, y se abalanzó
rugiendo sobre él. El pasaje gritó, paralizado. Pero la bestia relampagueante
cruzó a dos pulgadas de la tragedia. No había sucedido nada. A lo más, unos
paquetes, que rodaron por el suelo. Pensó, sin embargo, en abandonar el
vehículo. Seguiría a pie, o tomaría un taxi. Ese armatoste lo inquietaba. «Me
van a matar cualquier día», se dijo. Pero en seguida rechazó los absurdos
presagios.
El tranvía siguió rodando perezosamente, y su mismo
traqueteo sosegado pareció devolverle la confianza.
La risa despreocupada de una pasajera acabó por disipar
sus recelos. Además, estaban ya cerca de la calle Corrientes.
Las edificaciones se hicieron familiares; las
reconoció: ésa era la cuadra en que habitaba; tenía que bajar. Pero algo lo
ataba a su sitio: no se decidía. Solo entonces comprendió que era la
desconocida, y cuando llegó a la esquina en que debía abandonar el vehículo
siguió en su asiento, sin moverse. «Es ridículo», pensó profundamente turbado.
Nunca había hecho eso. No acostumbraba seguir a las mujeres que encontraba en
la calle. Es cierto que era un hombre solo, y que amaba la vida. Es decir, que
le habría gustado compartirla con uno de esos seres puros y delicados. Tal vez
era su obligación buscarlo.
Pero un recato íntimo le impedía confundirse con un
perseguidor callejero. Tuvo la impresión de que el guarda lo espiaba. Y que
tiraba con más violencia del cordón de la campanilla. Pero, en seguida, viendo
su rostro joven y desaprensivo, comprendió que su sospecha era ilógica, puesto
que el guarda, probablemente, no lo había visto en su vida.
Dejaron atrás la Avenida de Mayo. Habían llegado a
los barrios del sur de la ciudad, y se deslizaban ahora por una ancha avenida.
Al fondo, el humo de las fábricas ensombrecía el cielo. «No puede ir muy lejos
—se dijo—. Tiene que bajar pronto». El tranvía se iba vaciando. Observó,
asimismo, que a medida que se internaba en los suburbios de la población, el
día se apagaba paulatinamente.
Atravesaron el Riachuelo, espeso como un vino. Las
dos muchachas seguían en sus asientos, sin hablar. A la luz declinante de la
tarde, solo divisaba ahora sus espaldas rígidas, por las que trepaban las
sombras, como devorándolas. El tranvía, poco a poco, fue quedando solitario;
solo ellas —ellas y él— permanecían inmóviles en su sitio.
Cayó la noche. Luces siniestras iluminaban una
ciudad desconocida. Ojos cargados de crimen los miraban pasar desde la
tiniebla. Un viento perverso ambulaba por los rincones de las calles,
arrastrando papeles y hojas muertas. No había en que lugar se encontraba ni por
que estaba allí ni adónde se dirigía.
En el interior del tranvía goteaba una claridad
amarilla. De vez en cuando subían unos pasajeros embozados y volvían a
desaparecer, misteriosamente, sin que el vehículo se detuviese.
Atravesaba dando saltos por una región desolada, en
la que se escurrían sombras apelotonadas, a ras del suelo. En lo alto soplaba
el viento enfurecido. Relámpagos como navajas desgarraban la noche. En el seno
de la obscuridad se incubaba una tormenta. Truenos apagados rodaban en la
lejanía. El tiempo había cambiado sensiblemente. Hacía frío. Se sintió helado:
una humedad peligrosa, como una fiebre, lo calaba hasta los huesos.
Y de pronto se derrumbó el temporal. Masas de agua
negra caían sobre el tranvía; resonaban los truenos hondamente, como galgos que
se despeñan en un precipicio; y el tranvía zigzagueaba en la sombra perseguido
por los rayos y los relámpagos.
La tempestad bramó toda la noche. El tranvía siguió
corriendo embozado en la cólera nocturna, traqueteante, ciego, tenaz, sin
detenerse, como impelido por esa cólera que sólo cedió al amanecer. Volvió a
lucir el sol. Atravesaban ahora por una ciudad extraña. ¿Qué ciudad era ésa,
que él nunca había visto? Cubos y torres grises sucedíanse unos al lado de
otros, y entre sus vagos muros, habitantes de niebla, fantasmales. ¿Hablaban
esas gentes, pertenecían a su mundo? Subían y bajaban; él las sentía cerca,
rozándolo, y al mismo tiempo lejanas, como esfumadas, pero amenazantes.
Todas parecían a punto de volverse contra él, de
mirarlo con ojos de fuego, de desenfundar heladas armas. Pero en seguida el sol
se hundió de nuevo, rápidamente, y reinó otra vez la obscuridad. Bandas
incógnitas y ebrias saltaban al tranvía, silenciosas o vociferantes, y volvían
a desaparecer. Los perros aullaban a lo lejos. Y se alzaba el día y caía la
noche, y el tranvía seguía rodando sin detenerse.
Solo las muchachas no se movían. Ni hablaban. Ni lo
miraban.
Ahora la campanilla se agitaba débilmente. La mano
del guarda parecía fatigada. La miró asida al cordón, y vio que era una mano de
viejo, con la piel rugosa y seca.
Siguió la dirección de la mano cuando ésta
descendía y, horrorizado, con un nudo de angustia en la garganta, advirtió que
el guarda había envejecido: sus cabellos se habían puesto completamente
blancos, y le colgaban como ramas de cerezo sobre los hombros y la espalda; y
las arrugas cruzaban su rostro en todas direcciones. Su uniforme había perdido
color y forma; aparecía deshilachado y lleno de remiendos.
Tuvo miedo de llevarse la mano a la cara, de mirar
siquiera la piel de sus manos. La sangre había dejado de latir en sus sienes.
Con los sentidos como suspensos sobre él mismo,
ingrávido, ausente, percibía la ascensión penosa de las ruedas por una angosta
quebrada. Las horas resbalaban afuera a modo de gotas de tiempo, opacas, por
las barbas eternas de las montañas.
Luego el tranvía entró en una vasta extensión
desierta y se deslizaba ahora sin ruido, blandamente, en medio de un aire
inmóvil y congelado. Su marcha era fácil, pero lenta, inquietante. Como si con
el ruido hubiera desaparecido algo esencial, algo vital y tranquilizador,
semejante a la facultad misma de sentir y de escuchar. Como si bruscamente
hubiese ensordecido.
Su corazón helado se hizo denso. Pareció
estacionarse en el interior del tranvía, con el sumo pesado de la arena. En
todo el contorno, afuera, no se distinguía el menor signo de vida. Una luz
extraña, irreal, estancada como el aire, bajaba de alguna parte sobre el árido
pasaje.
Casi se respiraba una atmósfera de cripta. Un
ligero graznido atrajo su atención. «¿Acaso estaré muerto y…?», se dijo,
estremeciéndose, y sin atreverse a completar su pensamiento. Miró frente a él
con alarma: sobre el pecho de la muchacha se hallaba posado un buitre. Su
plumaje negro parecía descolorido, con esa condición del lodo y la herrumbre,
que le daba apariencia repulsiva de rata o de murciélago.
Se preguntaba cuándo había entrado allí, y por
dónde. Y en medio de su preocupación, casi superflua en esos momentos, advirtió
que el pájaro no estaba ocioso: ¡Vio con espanto que su pico se ensañaba en uno
de los ojos de la muchacha, que permanecía rígida como una estatua, y muda,
como su compañera! Se alzó prontamente de su asiento, para espantar al intruso,
y en ese mismo instante pudo ver que una espesa nube de buitres volaba junto al
tranvía, escoltándolo. Algunos trataban de introducirse por las ventanillas
cerradas y sus picos repiqueteaban en los cristales con un redoble sordo y
funeral. No alcanzó a dar dos pasos: por la puerta delantera irrumpió un
huracán ceniciento; las furiosas aves carniceras se estrellaban enceguecidas
contra su propio pecho.
Se defendió con los puños crispados, golpeando al
azar; protegía sus ojos, sintiendo en las manos las garras y los picos
iracundos. La tromba de buitres seguía penetrando inacabable, y era cada vez
más ávida y poderosa. La sentía encima de él, coma una ola. Trastabilló.
Vaciló.
Fue a caer sobre el filo de uno de los asientos. Un
sudor viscoso como la sangre le humedecía la frente. Pudo levantarse de nuevo y
comenzó a retroceder. La furiosa acometida lo empujaba hacia el fondo, hacia
atrás; era un viento de cólera desencadenado contra él; una columna turbia que
bajaba sobre su cabeza, un brazo de la muerte. Se debatió unos instantes en el
marco de la puerta, enredado en la pierna inerte del guarda allí caído (la
tierra volaba bajo sus pies con un hervor de vértigo) antes de lanzarse al
vacío.
Tuvo la visión del tranvía, que fugaba por la
meseta lunar, en un altiplano de luz difusa, y se perdía rápidamente en el
horizonte, perseguido por una obscura humareda de alas.