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domingo, 31 de enero de 2021

L A M A T R O N A D E E F E S O P E T R O N I O



Cayo o Tito Petronio Árbitro (20 dC-66 dC), escritor romano.

El historiador romano Tácito se refería a él como arbiter elegantiae (árbitro de la elegancia). Su sentido de la elegancia y el lujo convirtieron a Petronio en organizador de muchos de los espectáculos que tenían lugar en la corte de Nerón. Petronio fue también procónsul de Bitinia, y más tarde cónsul. Su influencia sobre Nerón despertó los celos del político Ofonio Tigelino, otro de los favoritos del emperador, que lanzó contra él falsas acusaciones. Participó en la conjura encabezada por Pisón y Nerón, avisado, le ordenó permanecer en Cumas, y el escritor decidió quitarse la vida. Se dice que antes de morir envió al emperador un escrito en el que enumeraba todos los vicios del tirano.

Petronio es autor de una notable obra de ficción, una novela satírica en prosa y verso titulada el Satiricón (c. 60), de la cual se conservan algunos fragmentos.

 Fuente:

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

 L A M A T R O N A D E

E F E S O

P E T R O N I O

L A M A T R O N A D E E F E S O

3

En Efeso había una matrona con tal fama de

honesta que hasta venían las mujeres a conocerla

desde países vecinos. Esta matrona perdió a su esposo

y no se contentó entonces con ir detrás del

cuerpo con los cabellos en desorden, como es costumbre

entre el vulgo, ni con golpearse el pecho

desnudo ante los ojos de todos, sino que fue detrás

de su finado marido hasta su tumba y luego de depositarlo,

según la usanza de los griegos, en el hipogeo,

se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y

noche. Sus padres y familiares no pudieron hacerla

cejar en esa actitud que, llevada a la desesperación,

la haría morir de hambre. Hasta los magistrados

desistieron del intento al verse rechazados por ella.

Todos lloraban casi como muerta a esa mujer que

daba ejemplo sin igual consumiéndose desde hacía

ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba

P E T R O N I O

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una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y renovaba

la llama de la lamparilla que alumbraba el

sepulcro cuando comenzaba a apagarse. En la ciudad

no se hablaba de otra cosa que no uera de esta

abnegación, y hombres de toda condición social la

daban como ejemplo único de castidad y amor conyugal.

En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó

crucificar a varios ladrones cerca de la cripta

donde la matrona lloraba sin interrupción la reciente

muerte de su marido. Durante la noche siguiente a

la crucifixión, un soldado que vigilaba las cruces

para impedir que alguno desclavase los cuerpos de

los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que

titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien

que lloraba. Llevado por la natural curiosidad

humana,, quiso saber quién estaba allí y qué hacía.

Bajó a la cripta y, descubriendo a una mujer de extraordinaria

belleza, quedó paralizado de miedo,

creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición.

Pero cuando vio el cadáver tendido y las lágrimas

de la mujer, su rostro rasguñado, se fue

desvaneciendo su propia impresión, dándose cuenta

de que estaba ante una viuda que no hallaba consuelo.

Llevó a la cripta, su magra cena de soldado y

L A M A T R O N A D E E F E S O

5

comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no

se dejase dominar por aquel dolor inútil ni llenase su

pecho con lamentos sin sentido.

-La muerte -dijo- es el fin de todo lo que vive: el

sepulcro es la íntima morada de todos.

Acudió a todo I que suele decirse para consolar

las almas transitadas de dolor. Pero esos consejos de

un desconocido la exacerbaban en su padecer y se

golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones

de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver.

El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de

hacerle probar su cena. A1 fin la sirvienta, tentada

por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación

y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando

recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó

á atacar la terquedad de su ama:

-¿De qué te servirá todo esto? -le decía-. ¿Qué

ganas con dejarte morir de hambre o enterrada, entregando

tu alma antes que el destino la pida? Los

despojos de los muertos no piden locuras semejantes.

Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer

y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El

mismo cadáver que está allí tiene que bastarte para

que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuP

E T R O N I O

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chas los consejos de un amigo que te invita a comer

algo y no dejarte morir? .

Al fin la viuda, agotada por los días de ayuno,

depuso su obstinación y comió y bebió con la misma

ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta.

Se sabe que un apetito satisfecho produce otros.

El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó

contra su virtud con argumentos semejantes.

-No es mal parecido ni odioso este joven- se

decía la matrona, que además era acuciada por la

sirvienta que le repetía:

-¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás

los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?

La mujer, después de haber satisfecho las necesidades

de su estómago, no dejó de satisfacer este

apetito... y el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron

juntos no sólo esa noche sino también el día

siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la

cripta de modo que si pasase por allí tanto un familiar

como un desconocido, creyeran que la fiel mujer

había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado,

fascinado por la hermosura de la mujer y por

lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo

L A M A T R O N A D E E F E S O

7

mejor que su bolsa le permitía y al caer la noche lo

llevaba al sepulcro.

Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones,

notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron

su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al

hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso

del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido

a la viuda:

-No, no -le dijo- no esperaré la condena. Mi

propia espada, adelantándose á la sentencia del juez,

castigará mi descuido. Te pido, mi amada, que una

vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu

amante junto a tu marido.

Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le

respondió:

-¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de

los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar

al muerto que dejar morir al vivo!

Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el

cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la

cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y al

día siguiente el pueblo admirado se preguntaba cómo

un muerto había podido subir hasta la cruz.

P E T R O N I O

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Confía tu barco a los vientos/

pero jamás tu corazón a una mujer/

porque las olas son más firmes/

que la fidelidad de la mujer.

No hay ninguna mujer buena/

o si alguna vez lo ha sido/

No comprendo cómo algo malo/

pudo ser bueno alguna vez.

viernes, 8 de noviembre de 2019

ERNST BICKEL HI S TORIA DE LA LITERATURA ROMANA VERSIÓN ESPAÑOLA DE JOSÉ M.a DÍAZ-REGAÑÓN LÓPEZ EDITORIAL GREDOS


LA NOVELA
Más importante aún que la sátira menipea es el fruto que nace de
ella, la novela satírica. En la obra de Petronio, de la época de Nerón, se
nos muestra la sátira menipea con su mezcla de prosa y verso transformada
en novela. Pero la forma literaria de la novela latina no sólo puede
comprobarse en el arte narrativo de Petronio sino también en las Metamorfosis
de Apuleyo. Si bien falta a la obra de Apuleyo el empleo del
verso, Macrobio, Somn., I, 2, 8, la empareja con las sátiras de Petronio;
ambas obras se consideraban ya en la Antigüedad como ejemplares del
mismo género. Por el contrario, poco contribuyeron a la fijación de la
forma literaria de la novela latina las obras del latín tardío intituladas
novelas de Alejandro y de Troya, así como tampoco la Historia del rey
Apolonio de Tiro, pues son únicamente traducciones. Más sorprendente
es que en los modelos griegos de estas novelas latinas se encuentre, como
en Petronio, la mezcla de prosa y verso. Ya en la comparación de Petronio
y Apuleyo aparecen reunidos una serie de motivos internos y rasgos externos
en cantidad suficiente como para caracterizar el género de la novela
latina.
Se ha querido considerar la obra de Petronio, a causa de su talante
irónico, como parodia de la novela helenística, narrada con buena dosis de
credulidad, como las últimas transmitidas por la sofística imperial (R.
Heinze, Petron u. der gr. Roman, en Hermes, XXXIV, 1899, págs. 494 sigs.).
Pero el origen de la obra, que no es por supuesto ya una sátira menipea,
pero que hay que buscarlo en la menipea, obliga a renunciar al rodeo
que supone el recurrir a la novela erótico-idealista, y reconocer en el rasgo
burlesco fundamental el talante primario del arte narrativo romano, que
La novela 557
empezaba por contemplar la vida en su faceta satírica. Es evidente que
el tratamiento satírico de la cultura contemporánea se extiende también
al acervo literario de ésta. El motivo de la cólera de Priapo en Petronio
es parodia directa de la cólera de Poseidón en la Odisea, así como es moneda
corriente en la sátira romana la parodia del gobierno de los dioses.
Lo paródico en la obra de Petronio no precisa ser considerado como caricatura
de una novela erótico-idealísta, tanto menos cuanto que ya Varrón
había contado su propia vida parodiándola cómicamente en la sátira
menipea Sesculixes, «Ulises y Medio» («el archibribón»). Las peripecias
de su vida tenían en ella una duración vez y media mayor que los errabundeos
marítimos de Ulises. Así pues, e l e l eme n t o s a t í r i c o aparece
c omo el p r i m e r r a s g o f u n d a m e n t a l del género de la novela
latina. Pues también en las Metamorfosis de Apuleyo se manifiesta
constantemente una incontenible ironía; cf. Cap. XII, pág. 247. Claro es
que ya en el modelo griego que conservamos, «Loukios o el asno», campea
el tono burlón y risueño. Pero de ello sólo se infiere que el arte romano
aprovechó del helenismo y de la helenidad de la época imperial precisamente
lo que armonizaba con su genuino espíritu.
El s e g u n d o mo t i v o , que vincula el arte narrativo de Petronio
con el de Apuleyo, hace solidarias a las obras latinas con toda la esfera
literaria que suele reclamar el título de novela griega. Este motivo es la
tendencia al e r o t i smo , la i n m e r s i ó n en la v i d a e r ó t i c a
(Cap. XII, pág. 248). En este aspecto también la sátira menipea de Petronio
se acerca a la novela, si bien no constituye su núcleo un único y gran
amor a la mujer, como ocurre regularmente en la novela del griego tardío.
En Apuleyo, el amor a la mujer desempeña, en todo caso, un importante
papel en el largo episodio «Amor y Psique». Afín al motivo del amor es la
tendencia al i n t i m i s m o del relato, del que nos ofrecen un ejemplo
sobre todo Petronio y Apuleyo. El intimismo se revela también y ante todo
en que las dos obras son r e l a t o s en p r i m e r a p e r s o n a .
Un t e r c e r mo t i v o , que imprime el sello a obras pertenecientes
al arte novelístico antiguo, así a la menipea de Petronio como a las
Metamorfosis es el r o m a n t i c i s m o de los v i a j e s . En Petronio
y en Apuleyo los héroes del relato están en continuo movimiento. Se refleja
en el motivo de los viajes la misma inquietud romántica de los espíritus.
E l c u a r t o p u n t o , que es propio del género, consiste en la vinculación
de las aventuras a un mo t i v o r e l i g i o s o . En Apuleyo se
revela éste en la liberación del héroe de su figura de animal gracias al culto
de Isis. Pero también en Petronio, según se declara en los versos 139, 2,
es la cólera de una divinidad, es decir de Príapo, la que pone todo en movimiento
(cf. E. Klebs, Philologus, XLVII, 1889, págs. 623 sigs.; H. Herter,
De Priapo, Relig. Vers. u. Vorarb., XXIII, 1932, pág. 317).
También considerando la e s t r u c t u r a f o rma l se encuentran
suficientes motivos para deducir de las obras de Petronio y Apuleyo la
imagen claramente bosquejada de un género literario definido. Precisamente
en esta literatura latina se evidencia que la determinación de la
naturaleza de la novela antigua no debe contentarse con partir de los ras558
Sátira y cuento, novela, fábula y leyenda
gos novelescos generales de la historiografía y del restante arte narrativo
de la antigüedad, como intentó Ed. Schwartz, Fünf Vortrage iiber den
gr. Roman (1896). Si el espíritu peculiar de la época romano-alejandrina
dio al género las motivaciones íntimas, también la técnica especial del
mismo período le dio la forma externa. El adiestramiento para la narración
retórica de una acción completa plasmado en los progimnásmata de
la Retórica es el presupuesto formal que explica el nacimiento de la novela
(cf. W. Schmid, Der gr. Roman, Ilbergs N. Jahrb., I, 1904, págs. 465 sigs.).
Pero viene luego la peculiaridad estructural de su técnica. La n a r r a c
i ó n d r am á t i c a de los p r o g i m n á s m a t a es ciertamente el
elemento de unión y la base para la creación del nuevo género; pero
adquirió autenticidad al r om p e r el e s q u ema r e t ó r i c o . Se introdujo
una s e r i e i n a g o t a b l e de a v e n t u r a s .
Tanto el relato de Petronio como el de Apuleyo operan en particular con
todos los procedimientos del efecto dramático, con la desaparición y el
reencuentro, con el cambio repentino de la buena y de la mala fortuna.
Pero sobre todo llama la atención u n a r t e n a r r a t i v o mími c o
tan cercano a la vida que a veces parece que se desarrollan escenas de
un verdadero mimo. Este es el segundo motivo formal del género.
El tercer elemento formal de la novela latina es la d i g r e s i ó n h a ci
a el c u e n t o y a r t e m e n o r a f í n. No se considera, suficiente
la ampliación de la acción principal mediante la inserción de aventuras,
sino que dentro de éstas se busca la ocasión para el relato de cuentos.
Sólo de esta manera se insertan en el conjunto las verdaderas joyas como
la cena de Trimalción, en Petronio, y la fábula de Amor y Psique, en Apur
leyó (cf. también, Cap. XI, pág. 218; XII, págs. 244 sig.).
Así, pues, a causa de sus características externas e internas, el arte
narrativo de Petronio y Apuleyo asume la categoría de verdadero género.
La relación con la sátira romana es uno de los núcleos de este arte, el
otro es la relación con la n o v e l a h e l e n í s t i c a .
■ Considerada como concepto absoluto de la literatura universal, la novela
tuvo dos nacimientos, porque en el cambio de las culturas operado en el
seno de la historia de la civilización antigua y europea, el suelo nutricio
fue preparado para ella por dos veces, tanto en la Antigüedad como en la
Edad Media. La novela recibió su nombre de la mera oposición lingüística
entre el latín y el romance, de manera semejante a como surgió el concepto
biológico-cultural de lo románico o romántico en la Alta Edad Media
(cf. Cap. X, pág. 179). A partir del siglo xm se formó aquel arte narrativo
del francés antiguo en prosa, en el que la voluntad de la mujer determinó
el rumbo de la invención y la forma de los relatos legendarios y heroicos.
Pero el héroe, de ánimo impresionable, pasa infinitas aventuras a causa
de su pasión amorosa. La apetencia de la fantasía por los viajes a largas
distancias estaba estimulada por las cruzadas, que abrieron las puertas a
mundos lejanos.
La época del francés antiguo, que por su vinculación con el mundo
bajo-latino se sentía impulsado al romanticismo y a la mística posee similitudes
con la época alejandrina tardía, en la que el trastrocado curso cultural
había desembocado en la etapa de las religiones mistéricas y de la
La novela 559
interiorización del erotismo. La extensión del escenario geográfico, a causa
de la expedición de Alejandro Magno a la India y de las campañas bélicas
de los diádocos, se convirtió también en un ingrediente del helenismo. Por
primera vez entonces surgieron en la Antigüedad, con títulos diversos, aquellas
obras literarias que posteriormente la época imperial agrupó como
género literario bajo el nombre de «dramas», «dramatika», «narraciones
dramáticas»; trata de ellas la obra de E. Rohde-W. Schmid, Der griechische
Roman und seine Vorlaufer3 (1914). Sobre fragmentos de novelas en papiros,
cuya existencia es importante para determinar los orígenes de la novela,
cf. Fr. Zimmermann, Griechische Roman-Papyri (Quellen u. Studien zur
Geschichte und Kultur des Altertums u. des Mittelalters, Serie B, cuaderno
2, 1935).
Está relacionada directamente en gran medida la novela europea de la
Edad Media francesa con la novela de la Antigüedad, de tal manera que la
nueva creación medieval es en realidad una especie de Renacimiento. Según
esto, l a c u l t u r a a n t i g u a m e d i t e r r á n e a aparece c o m o l a
p a t r i a p r o p i a m e n t e d i c h a de l a n o v e l a . Este género del
arte narrativo no remonta al Oriente, si bien se encuentran rasgos orientalizantes
tanto en la novela griega como en la latina de la época imperial
tardía; estos rasgos ponen en relación a la novela con las leyendas de prodigios
religiosos (cf. Cap. XII, pág. 248).

Ficha técnica:
ERNST BICKEL
HI S TORIA
DE LA
LITERATURA ROMANA
VERSIÓN ESPAÑOLA DE
JOSÉ M.a DÍAZ-REGAÑÓN LÓPEZ
EDITORIAL GREDOS
MADRID
© 1960. C a r l W i n t e r , U n i v e r s i t a t s v e r l a g , GmbH., Heidelberg.

viernes, 15 de marzo de 2019

SENECA. TRATADO SOBRE LA IRA. LIBRO I. ACÁPITE VIII.

    
 VIII. Lo mejor es rechazar desde luego los primeros impulsos de la ira, sofocarla en su raíz y procurar no caer en su dominio. Porque si le presentamos el lado débil, es difícil librarse de ella por la retirada, porque es cierto que no queda ya razón cuando damos entrada a la pasión permitiéndole algún derecho por nuestra propia voluntad. La pasión hará en seguida cuanto quiera, no limitándose a aquello que se le permita. Ante todo, repito, debe arrojarse al enemigo desde la plaza; cuando ha penetrado, cuando ha forzado las puertas, no recibe ya la ley del vencido. Porque el ánimo no permanece ahora apartado ni vigila desde fuera las pasiones para impedirlas llegar más allá de lo conveniente, sino que se identifica con ellas, y por esta razón no puede ya recoger en sí mismo esta fuerza útil y saludable que él mismo ha vendido y paralizado. Porque, como ya he dicho, cada cosa de estas no tiene sitio distinto y separado, sino que la razón y la pasión no son más que modificaciones del alma en bien o en mal.-Pero, dicen, hombres hay que se contienen en la ira.-¿Acaso no haciendo nada de lo que la ira les aconseja o escuchándola en algo? Si nada hacen, claro es que no es necesaria la ira para impulsarnos a obrar, mientras que vosotros la invocáis como si tuviese algo más poderoso que la razón. Además, yo pregunto: ¿es más fuerte que la razón o más débil? Si es más fuerte, ¿cómo puede señalarle límites la razón, cuando solamente la impotencia acostumbra obedecer? Si es más débil, la razón puede bastarse sin ella para alcanzar sus fines y para nada necesita auxilios de lo que es débil.-Pero existen iracundos que se dominan y contienen.-¿De qué manera? Cuando la ira se ha extinguido ya y disipado por sí misma; no cuando está en su efervescencia, porque entonces es soberana.-¿Cómo? ¿no se despide incólumes algunas veces a aquellos a quienes se odia, absteniéndonos de causarles daño?-Sin duda; pero ¿cuándo? Cuando una pasión combate a otra y el miedo o la avidez consiguen alguna ventaja: esta templanza no es beneficio de la razón, sino tregua pérfida e inconstante de las pasiones.

martes, 12 de marzo de 2019

MEDITACIONES. MARCO AURELIO. LIBRO II


2.17 El tiempo de la vida humana es un punto, su esencia fluye, su percepción es oscura, la composición del cuerpo en su conjunto es corruptible, el alma va y viene, la fortuna es difícil de predecir, la fama no tiene juicio, (2) en una palabra, todo lo del cuerpo es un río[203], lo del alma es sueño y un delirio. La vida es una guerra y un exilio, la fama póstuma es olvido. (3) Entonces, ¿qué es lo que puede escoltarnos? Sólo una cosa, la filosofía. (4) Esto es vigilar que el espíritu divino interior esté sin vejación, sin daño, más fuerte que los placeres y los sufrimientos, que no haga nada al azar ni con mentira o fingimiento, que no tenga necesidad de que otro haga o deje de hacer algo. Y además que acepte lo que ocurre y lo que se le ha asignado como algo que viene de allí de donde él vino. Por encima de todo, aguardar la muerte con el pensamiento favorable de que no es otra cosa sino disgregación de los elementos de los que está compuesto cada ser vivo. (5) Si precisamente para los elementos en sí no hay nada terrible en que cada uno se transforme sin interrupción en otro, ¿por qué uno ve con malos ojos la transformación y disgregación de todos? En efecto, se produce según la naturaleza y nada es malo si es según la naturaleza.
Título original: Ad se ipsum / τ ες αυτόν
Marco Aurelio, 179 d. C.
Edición: Francisco Cortés Gabaudán y Manuel J. Rodríguez Gervás
Introducción: Manuel J. Rodríguez Gervás
Traducción y notas: Francisco Cortés Gabaudán

sábado, 23 de febrero de 2019

OVIDIO. LOS AMORES. ELEGÍAS.


La obra propiamente elegíaca de Ovidio está compuesta por Los Amores , escrita en su juventud. Se trata de una colección de poemas elegíacos recogida en tres libros, en la que el poeta canta a Corina, su amada tal vez imaginaria. En sus elegías, expresa sentimientos amorosos más bien convencionales, no se basa en su experiencia personal. Pero Ovidio es un poeta de talento extraordinario, su estilo es brillante y refinado, abundante en recursos retóricos, y por ello consigue evitar la monotonía de una inspiración más superficial que en otros poetas elegíacos.
Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
***
LOS AMORES OVIDIO LOS AMORES 3 EPIGRAMA Nosotros, que éramos antes cinco libros de Ovidio Nasón, ahora somos tres. El autor de la obra así lo dispuso. Si no experimentas ningún placer con nuestra lectura, a lo menos aliviará tu fastidio la supresión de dos libros. OVIDIO 4 LIBRO PRIMERO
ELEGÍA I Yo me disponía a cantar en tono elevado las armas y las sangrientas batallas, materia conveniente a mis versos, el primero de la misma medida que el segundo; Cupido, según dicen, se echó a reír, y arrebató al último uno de los pies. Niño cruel, ¿quién te dió tal derecho sobre mis cantos? Los vates somos esclavos de las Musas, y no tuyos. ¿Qué diríamos si Venus tomase la armadura de la rubia Minerva, y ésta agitase las encendidas antorchas? ¿Quién vería sin extrañeza reinar a Ceres en los montuosos bosques, y que los campos se cultivasen bajo las leyes de la virgen de la aljaba? ¿Quién armará, de aguda lanza a Febo, insigne por su cabellera, mientras Marte pulse la lira de Aonia? ¡Oh LOS AMORES 5 niño!, ya es demasiado grande y poderoso tu imperio. ¿Por qué aspira tu ambición a nuevos dominios? ¿Acaso porque reinas en los ámbitos del mundo, y son tuyos el Tempe y el Helicón, pretendes que Apolo pierda también su lira? Así que en la nueva página estampé el primer verso grandilocuente, se me aproximó el Amor y debilitó todos mis bríos. No me ofrecen asuntos de poemas ligeros ni un mancebo, ni una hermosa doncella de largos cabellos. Apenas hube pronunciado estas quejas, Cupido, soltando de repente la aljaba, saca la flecha aguzada que ha de herirme, encorva brioso el arco con la rodilla, y exclama: «Ahí tienes, poeta, el asunto que debes cantar.» ¡Desgraciado de mí!, aquel muchacho estuvo certero al herir: me abraso, y el amor reina en mi pecho, antes vacío. Comience mi obra en versos de seis compases, seguidos de otros de cinco, ¡y adiós sangrientas guerras y metros en que sois cantadas! ¡Oh Musa!, ciñe tus áureas sienes con el mirto resplandeciente: sólo tienes que modular once pies en cada dos versos. OVIDIO 6
II ¿En qué consiste que la cama me parece tan dura, la cubierta se cae de mi lecho, y he pasado esta larguísima noche sin conciliar el sueño, y aun me duelen los cansados miembros, que se revolvían faltos de sosiego? Si el amor viniese a inquietarme, creo que lo reconocería. ¿Acaso viene, y su astucia me atormenta con secretas emboscadas? Así era en verdad; sus leves saetas se clavaron en mi corazón, y riguroso tiraniza el pecho que acaba de someter. ¿Cederemos, o con la resistencia encenderemos más la súbita llama? Cedamos; siempre es ligera la carga que se sabe soportar. Yo vi crecer el fuego encendido al removerse los tizones, y apagarse cuando nadie los agitaba. A los bueyes que se LOS AMORES 7 rebelan, oprimidos por la  dureza del yugo, se les castiga mucho más que a los que soportan el peso del arado. Dómase el potro rebelde con el freno de dientes de lobo, y el que corre brioso al combate tiene que sentir menos su dureza. El amor se encona más cruel y despótico contra quien le resiste que con quien se reduce a tolerar su servidumbre. ¡Ah!, lo reconozco, soy tu nueva presa, Cupido, y alargo las vencidas manos, prontas a obedecerte. No se trata de guerrear: te pido la paz y el perdón; poca alabanza te reportaría, vencer. con tus armas a un hombre desarmado. Corona tus cabellos de mirto, apareja las palomas de tu madre, y el mismo Marte te proporcionará el carro conveniente; tú, montado en él, y en medio de las aclamaciones que publiquen tus hazañas, regirás con destreza las aves que lo conducen; formarán tu séquito los jóvenes subyugados y las cautivas doncellas, y su pompa será para ti un magnífico triunfo. Yo mismo, que soy tu última presa, caminaré mostrando mi herida reciente, y, esclavo tuyo, arrastraré mi nueva cadena. Con las manos atadas a la espalda, seguirán tus vuelos la buena conciencia, el pudor y cuanto se atreve a luchar con tu poderío. Todos te temerán, el OVIDIO 8 pueblo extenderá hacia ti los brazos, gritará en alto clamoreo : «¡Vítor, triunfo!» Al lado, te acompañarán la molicie, la ilusión y la furia, cortejo que sigue asiduamente tus pasos. Con tales soldados dominas a los hombres y los dioses; si te privases de su auxilio, quedarías desnudo. Tu madre, orgullosa, aplaudirá al triunfador desde el alto Olimpo, y esparcirá sobre su rostro una lluvia de flores. Con las alas ornadas de piedras preciosas, lo mismo que la cabellera, volarás resplandeciente en el carro de áureas ruedas, y entonces, si te conocemos bien, abrasarás a no pocos en tu fuego, produciendo tu carrera innumerables heridas. Aunque lo intentes, no podrán reposar tus saetas; tu férvida llama abrasa hasta en el fondo del agua vecina. Así aparecía Baco, al someter las tierras que baña el Ganges: tú, conducido por las aves; él, por los tigres. Puesto que yo, tengo que formar parte de tu sacro triunfo, no vayas a perder los despojos de tu victoria sobre mí. Contempla las armas vencedoras de tu pariente César; protege a los vencidos con la misma mano que acaba de someterlos. LOS AMORES 9


 III Mis preces son justas: la linda joven que me fascinó, o me ame, o consiga que yo la ame siempre. - Ah!, pedí demasiado: con que consienta ser amada, habrá oído Citerea todos mis ruegos. Acoge benévola al que te ha de servir mientras aliente con vida, y escucha las protestas del que sabrá guardarte fidelidad inquebrantable. Si los nombres ilustres de mis antepasados no me recomiendan; si un simple caballero es el autor de mis días; si no labran mis tierras innumerables arados, y mi padre y mi madre vivieron con sobria economía, que me abonen Apolo, las nueve hermanas y el numen plantador de las viñas, el amor que me entrega a tu poder, mi constancia, que ninguna abatirá, y mis puras OVIDIO 10 costumbres, mi ingenua sencillez y el pudor que colorea mi rostro. No me placen mil jóvenes a la vez; no soy mudable en amar, y, puedes creerme, tú sola serás el norte de mi perenne inclinación. Así merezca vivir contigo los años que me hilen las Parcas, y morir antes que profieras una sola queja contra mí. Sé tú el tema dichoso de mis cantos, y éstos surgirán dignos del objeto que los inspira. A los cantos debe la celebridad Ío, aterrada por sus cuernos; Leda, seducida por el adúltero Jove, bajo la figura de un cisne, y Europa, que atravesó el mar sobre las espaldas de un toro engañoso, sujetando los cuernos retorcidos con sus virginales manos. Nosotros asimismo seremos celebrados por todo el orbe, y nuestros nombres irán siempre inseparablemente unidos.

domingo, 16 de julio de 2017

LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA* (Fragmento). DANTE ALIGHIERI (1265-1321)


LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA* (Fragmento).

DANTE ALIGHIERI (1265-1321)
Digo que una vida humana se divide en cuatro edades. La primera se llama adolescencia, es decir, «crecimiento de vida»; la segunda se llama juventud, o sea, «edad que puede aprovechar», esto es, dar perfección, y por eso se le llama edad perfecta —-porque nadie puede dar sino lo que tiene—-; la tercera se llama senectud; la cuarta se llama senilidad.
* Et Convite. Tratados XXrV-XXVIII
De la primera nadie duda; todos los sabios están de acuerdo en que su duración se prolonga hasta los veinticinco años, y como hasta este tiempo nuestras almas se dedican al crecimiento y embellecimiento del cuerpo, de donde se siguen muchas y grandes transformaciones en la persona, la parte racional no puede discernir con perfección. Por esto ordena la razón que antes de esa edad no pueda el hombre realizar ciertas coas sin un tutor mayor de edad.
La duración de la segunda edad, que constituye la cima de nuestra vida, es determinada de diversas maneras por muchos. Pero, dejando a un lado lo que acerca de aquella escriben los filósofos y los médicos y volviendo a la razón propia, digo que en la mayoría de los hombres capaces para formar un juicio natural esa edad dura unos veinte años. Y la razón de esta afirmación es que, si el punto más alto de nuestro arco esta en los treinta y cinco, la curva de descenso de la vida ha de ser igual a la curva de ascenso, pues estas dos curvas de subida y de bajada constituyen los apoyos del arco, en el cual se advierte poca flexión. Tenemos, por tanto, que la juventud se acaba a los cuarenta y cinco años. Y así como la adolescencia se termina con la subida a los veinticinco años que preceden a la juventud, así también el descenso, es decir, la senectud, consiste [en] un tiempo de igual duración al de la juventud, y por eso la senectud concluye a los setenta años. Sin embargo, como la adolescencia no comienza al principio de la vida, considerándole del modo dicho, sino solamente ocho meses después, y como nuestra naturaleza apresura la subida y suele frenar el descenso, porque el calor natural ha venido a menos y puede ya poco, y el húmedo, en cambio ha crecido (no en cantidad, sino en calidad, de modo que es menos vaporoso y consumible), sucede por todo esto que después de la senectud queda de nuestra vida un número de años igual a diez, poco más o menos, y este tiempo se llama senilidad. Tenemos un ejemplo de esto en Platón, del cual se puede decir que estaba óptimamente constituido, tanto por su perfección como por su fisonomía (que de él tomó Sócrates cuando por primera vez le vio), y vivió ochenta y un años, como atestigua Tulio en el De senectute 1. Y yo creo que, si Cristo no hubiese sido crucificado y hubiese vivido en el tiempo que su vida, de acuerdo con su naturaleza, podía haber tenido, a los ochenta y un años hubiese pasado de cuerpo mortal a cuerpo eternal.
En realidad, como hemos dicho antes, estas edades pueden ser más largas o más cortas según nuestro temperamento y constitución; pero, sean como fueren, en esta proporción que hemos dicho [se encuentran las edades de todos los hombres, y esto] es lo que en todos me parece procurar, es decir, hacer en cada persona las edades más o menos largas según la integridad del tiempo total de la vida natural. Durante estas diferentes edades, la nobleza de que hablamos muestra sus efectos de modo distinto en el alma ennoblecida, y este es el objeto de la parte que ahora explicamos. Acerca de esto hay que advertir que nuestra buena y recta naturaleza procede de un modo razonable en el hombre, como vemos que sucede con la naturaleza de las plantas en las diferentes edades de estas; y por eso son diferentes las costumbres y el comportamiento que según razón conviene a unas edades y a otras; costumbres con las que el alma noble procede ordenadamente por camino simple, ejercitando sus actos a su edad y a su tiempo conforme la ordenación de estos a su último fruto. Y de este parecer es Tulio en su De senectute. Y dejando a un lado la ficción de que este diverso proceso de las edades expone Virgilio en la Eneida2, y dejando también lo que el ermitaño Gil3 dice en 1a primera parte de su Regimiento de príncipes, y dejando lo que expone Tulio en el De ios oficios4 y siguiendo únicamente lo que la razón puede ver por sí misma, digo que esta primera edad es la puerta y el camino por los cuales se entra en nuestra buena vida. Y esta entrada tiene necesariamente algunas cosas que proporciona la recta naturaleza, que nunca desfallece en las cosas necesarias; de modo semejante al que tiene dando hojas a 1a vid para defensa del fruto, y vásta-gos para la defensa y sostenimiento de su debilidad, manteniendo así el peso de su fruto.
La buena naturaleza da, por tanto, a esta edad cuatro cosas necesarias para penetrar en la ciudad del buen vivir. La primera es la obediencia; la segunda, la suavidad; la tercera, el pudor; la cuarta, la belleza corporal, como dice el texto en la primera parte. Y hay que notar que de la misma manera que el que no ha estado nunca en una ciudad no sabría seguir el camino si no se lo enseña quien lo ha recorrido, así también el adolescente que entra en la selva engañosa de esta vida no sabría seguir el buen camino si sus mayores no le enseñasen. Ni bastaría la enseñanza de estos si el adolescente no fuese obediente a sus mandatos, y por esta razón es necesaria en esta edad la obediencia. Pero podría decir alguno: «¿es que acaso llamaremos igualmente obediente al que escucha los malos consejos que al que escucha los buenos?». Respondo que esto no sería obediencia, sino transgresión; porque si el rey manda un camino y el siervo manda otro, no hay que obedecer al siervo, pues esto sería desobedecer al rey, y habría, por tanto, transgresión. Y por eso dice Salomón cuando quiere corregir a su hijo (y este es su primer consejo): «Oye, hijo mío, el consejo de tu padre»5. Y a continuación le aparta inmediatamente del mal consejo y de la enseñanza mala, diciendo: «Que no te puedan echar [hechizo] con lisonjas ni deleites los pecadores para que vayas con ellos»6. Por esto, del mismo modo que el hijo, apenas nacido se cuelga al pecho de su madre, así, apenas se muestra en el joven algún destello de razón, debe atender a la corrección de su padre, y debe el padre, por su parte, enseñarle. Y guárdese de darle ejemplo contrario con sus obras a las palabras con que le corrige, porque, naturalmente, los hijos miran más las pisadas de los pies paternos que las huellas de los demás. Y por eso dice y prescribe la ley7, de acuerdo con esta tendencia, que la persona del padre debe mostrarse siempre a sus hijos santa y proba. Y así aparece la necesidad de la obediencia en esta edad. Y por eso escribe Salomón en los Proverbios que aquel que con humildad y obediencia recibe las justas [correcciones y] represiones del que corrige, «será glorificado»8; y dice «será» para dar a entender que habla al adolescente, que en la primera edad no puede ser glorificado. Y si alguno objeta: «Lo que se ha dicho se refiere al padre solamente y no a los demás», le respondo que al padre se debe reducir toda otra obediencia. Por lo cual dice el Apóstol a los colosenses: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato a Dios»9. Y, si el padre ha muerto, debe prestarse la obediencia a quien el padre designó en su Última voluntad; y, si el padre muere intestado, debe prestarse obediencia al tutor a quien la razón encomienda el gobierno del menor. Y además deben ser obedecidos los maestros y mayores, [quienes] en cierto modo han recibido una delegación del padre o de quien hace las veces de padre. Pero como el capítulo presente ha resultado largo por las útiles digresiones que contiene, en otro capítulo explicaremos los restantes puntos.

Fuente:
LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA
EL CONVITE. TRATADOS XXIV-XXVIII
Editor e Impresor:
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C. Camino a Lagunillas s/n Llanos de la Fragua 36220, Guanajuato, Gto., México.
Primera Edición 2012 ISBN en trámite Código Fundación: 73
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.

martes, 4 de julio de 2017

P U B L IO O V ID IO N ASON: Las Tristes


Introducción, versión rítmica y notas de
JOSÉ QUIÑONES MELGOZA
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MEXICO
1974
***
P U B L IO O V ID IO N ASON: Las Tristes
Románticamente pudo pensarse que las obras de Ovidio compuestas en
su exilio eran sólo el diario de un desterrado, donde —se a firm a - menudean
la adulación y las lisonjas para Augusto y su casa; sin embargo Las
Tristes se hallan bien lejos de este global aserto. Ellas nos descubren al
Ovidio histórico, que alienta tanto ia burla, el desprecio y la ironía para
el poderoso, como la rebeldía y el ataque personal.
El rostro risueño y feliz del "cantor de los tiernos amores" se torna
aquí melancólico y sombrío. Atrás quedó el· profeta de Venus y el preceptor
de Cupido, pero un tenue y resistente cordón traba la vértebra
medular desde las primeras a las últimas obras. Con ellas Ovidio ha pretendido
conseguir la realización plena del hombre en el amplio sendero
del apetecible bien, la libertad individual, que fue siempre el vigorizante
eficaz de colectividades inconscientes. Afianzándose en ésta, logra en
Las Tristes una afortunada fusión —no son tajantes las separaciones— de
la alabanza, la ironía y el reproche al emperador, al par que de la crítica
a los vicios de la sociedad, fomentados por la administración augústea,
que devastaron el legado tradicional de la Roma gloriosa y triunfante.
En todos, pero especialmente en el libro segundo, el dístico asume el
tono hiriente de la sátira, y su flagelo se convierte, por el ondulante
vaivén del conjunto, y bajo la máscara de la adulación, en el canto violento
a la libertad —lato sensu— y en la defensa del romano de su tiem po.
El sentir la cercanía de Ovidio a nuestra época y a nuestros problemas,
lo dsbemos en gran parte a la traducción rítmica de José Quiñones
Melgoza, ceñida —bajo el sistema silábico-acentual— ai genio y a los
giros de ia poesía ¡atina; contribuyen a esto mismo ia información introductoria,
y las notas que explican ambos textos.

lunes, 3 de julio de 2017

Calímaco.


Calímaco (310 adC - 240 adC) fue un poeta y erudito, nacido en Cirene, actual Libia, descendiente de una familia noble.
Abrió una escuela en los suburbios de Alejandría, y algunos de los más distinguidos gramáticos y poetas fueron sus alumnos, destacándose Apolonio de Rodas.
Recibió de Ptolomeo II el encargo de ordenar la biblioteca de Alejandría, cargo que ejerció hasta su muerte. De tal envergadura es su tarea que es considerado el padre de los bibliotecarios (o por lo menos de los catalogadores). La clasificación y ordenación de los autores ha sido de gran valor para los posteriores estudios bibliográficos y literarios realizados sobre el período clásico.
De su obra poética se han conservado algunos fragmentos, seis Himnos y 63 epigramas, así como un breve poema épico, Hecale, con el que se reafirmó en su particular concepción de la epopeya, sobre la cual polemizó con Apolonio de Rodas, discípulo suyo.
Su obra más conocida es el poema La cabellera de Berenice, que ha llegado a nosotros, sin embargo, no en su versión original, sino a través de una imitación de Cátulo.
Calímaco tenía una especial visión de la literatura, lo que le sitúa dentro del Helenismo como uno de sus máximos exponentes. Apreciaba a Homero y llegó a considerarlo como inimitable, sin embargo rechazaba la épica y otros géneros heredados en los que se intentara por extenso y con el lenguaje pretencioso de la alta poesía desarrollar un argumento unitario y orgánico. La escuela de Calímaco era antiaristotélica al rechazar la unidad, la perfección y la extensión defendidas por Aristóteles.
Fuente:
BIBLIOTECA CLASICA GREDOS, 33
HIMNOS, EPIGRAMAS
Y FRAGMENTOS
INTRODUCCIONES, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE
LUIS ALBERTO DI1 CUENCA Y PRADO
Y
MAXIMO BR.IOS0 SANCHEZ
Dr: Enrico Pugliatti.

sábado, 1 de julio de 2017

SEXTO PROPERCIO ELEGIAS Introducción, versión rítmica y notas de RUBÉN BONIFAZ NUÑO


SEXTO PROPERCIO
ELEGIAS
Introducción, versión rítmica y notas de
RUBÉN BONIFAZ NUÑO
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MEXICO
1974
Primera edición: 1974
DR © 1974, Universidad Nacional Autónoma de
Ciudad Universitaria. México 20, D. F.
D ir e c c ió n Ge n e r a l de P u b l ic a c io n e s
México
Impreso y hecho en México
y sobre mi cabeza estén tus reinos siempre
(III, X, 18)
La satisfacción y la carencia
C UANDo un hombre ha envejecido sin prudencia, es a
menudo natural que añore, como si hubiera sido realmente
mejor, el tiempo pasado de su juventud. Y si se le
preguntara qué cosa es lo que de esa juventud echa —tan
dolorosamente— de menos, acaso tuviera la sabiduría
precisa o la honradez necesaria para responder —con
cuánta tristeza— que no aspira a recobrar esperanza de
frutos ciertos, o dichas completas, o siquiera placeres no
precarios, sino que codicia simplemente la facultad de volver
a sufrir necesidades; necesidades urgentes, siempre
por la mayor parte insatisfechas.
Es decir, que quiere ser joven de nuevo no para tener
más, sino para necesitar más. ¡Necesitar más! ¿Y cómo
es posible?
En efecto, la juventud parece carecer de todo, excepto,
precisamente, de necesidades. íntegro el imperio de sus
poderes orgánicos, el joven se afana por hacer de ellos
el único medio de conocimiento y, consecuentemente, de
posesión. Y entregado a esos poderes advierte su calidad
de incompleto, y al enfrentarse a lo que no puede alcanzar
con la insuficiencia de sus medios, se convierte él mismo
en el centro de un abanico circular de necesidades crecientes,
flor de sus concretísimos carecimientos. Se mira
como un necesitado núcleo de imposibles satisfactores.
Si el joven es poeta lírico, sus necesidades fatalmente
se nutrirán del amor, y encontrarán su objeto en una
mujer. En las maravilladas y torturantes imposibilidades
relacionadas con la proximidad o la lejanía de una mujer.
Y allí estará el mundo, y allí estará la prohibición insalvable
del apoderamiento del mundo.
IX
INTRODUCCIÓN
Propercio era un hombre joven, y uno de los mayores
poetas líricos que han venido a padecer en la luz y la
sombra de esta vida nuestra. Inevitablemente habría, por
eso, de someterse a las leyes terribles del principio femenino
del universo, encarnadas en el cuerpo y en el alma
de una mujer, y presididas por la muerte.
En la mujer ambicionará encontrar, enamorado, la unidad
de la cual él mismo carece; unidad que ella despreocupadamente
habrá de negarle.
En un momento determinado para él, Cintia aparecerá
como una luna en la vida de Propercio. Y, para él, inr
comprensiblemente, forzadas por su propia incompetencia,
irán tomando forma y destino las más solitarias necesidades,
las solicitudes más desamparadas: un amor
exclusivo y perpetuamente durable, una fidelidad que no
admita quebrantamiento, una compañía sin mutación,
le serían lo primordialmente exigible, a fin de edificar
más tarde sobre esas raíces el ■ árbol ordenado de una
vida perfecta. Y Cintia, según las más ciertas conjeturas,
un poco mayor que él en edad y, seguramente, mucho
mayor que él en belleza y en humana plenitud, será
llamada a soportar tales exigencias desoladas. Exigencias
de fidelidad, de amor excluyente de toda Otra relación,
de constante compañía, son dirigidas, increíblemente, a la
gloria de una meretriz.
Además, la presencia de la muerte, de quien él no
puede separar el amor, se le aparece contaminada por las
condiciones y las necesidades impuestas por éste, de tal
modo que se transforma en algo así como una piedra de
toque para establecer la certeza de la vicia por medio
del amor mismo, tan lleno de preguntas. Pero la muerte
se resiste, como siempre, a responderlas por entero.
Así pites, Propercio afronta sin remedio las consecuen-
X
INTRODUCCIÓN
cías de un fracaso inevitable. Y en medio de un dolor
donde los celos logran confundir en una sola amargura
el amor y el odio; en que el rencor acaba por suprimir
toda esperanza; en el cual el orgullo, para disimular la
humillación, se pone el traje del deseo cumplido, donde
vida y muerte se confunden; en medio de ese dolor buscará
el sustentamiento de sí mismo y del mundo.
Y su necesidad nunca saciable, crecida de la juvenil
incomprensión del amor, indagará la firmeza entre el resbalar
incontenible de todo cuanto es capaz de percibir, y
a fin de asirla querrá valerse, primero, de poderes incluidos
en ese mismo ámbito perceptible, en donde se
siente encerrado, y entonces se remitirá a dos grandezas:
la de su propia poesía, fiándose en la cual manifiesta
considerar el canto, aparte de como una puerta de acceso
a la fama, para él de deleznable importancia, a modo de
un puente abierto hacia la amada que no llega a poseer;
de un lazo con que retener junto a sí a aquella a quien
él no deja de amar. Como si alguna vez un poema pudiera
alcanzar ese objeto y ligar, así fuera por un instante,
conquistar a la amante que en su corazón ha dejado de
serlo. Como si alguna vez hubiera podido. La otra grandeza
es la de Roma; la de la comunidad que lo tiene
como parte suya reconocida. Con todo eso, ésta le será
también insuficiente.
Entonces, vencido en sus dos intentos, va a recurrir a
lo que permanece, por su esencia, fuera del mundo perceptible,
y de lo cual éste parece ser una sombra o un
reflejo. Y tratará de encontrar la justificación de su
amor, como la misma Roma ha encontrado el espinazo
de su existencia, en el mundo sobrenatural de la religión
y el mito. Mundo de valores sólidos e indestructibles, que
dan modelo y fundamento a las acciones humanas, por sí
XI
INTRODUCCIÓN
solas endebles y desarticuladas; y de donde él se esforzará
por desprender normas y explicaciones que aclaren
su temeroso interior, y lo contagien con la serena
lumbre de la eterna unidad. Los. mitos aparecen así en
sus cantos no como algo ornamental, sino como la única
posibilidad de probarse a sí mismo que su propio existir,
por absurdo que parezca, por doliente que sea, está regido,
y por tanto es parte de ellas, por las mismas leyes de
justicia que gobiernan el conjunto del universo.
XII
Biografía
A LGUNOS escritores latinos, contemporáneos o sucesores
suyos, y que son Ovidio, Estacio, Quintiliano, Plinio,
Marcial, Apuleyo y Donato, mencionan a Propercio en
algunas ocasiones, y, aparte ciertos juicios literarios concernientes
a la manera y la calidad de su obra, dan testimonios,
unos cuantos, útiles para saber quién fue él.
Unos cuantos testimonios, y de muy relativa importancia
esencial. Asi, de Ovidio (Trist,, IV, x, 45-46; 53-54)
aprendemos que Propercio estuvo ligado a él por la amistad,
y que, entre los elegiacos, sucedió en el tiempo a
Galo, y a Tibulo, y fue predecesor de él mismo. Esto da
lugar a que se pueda ■ inferir con ' alguna posibilidad
de aproximación cuál era la edad del amante de Cintia,
y añadir el nombre del autor del Arte de amar a la lista
de los amigos —Tulo, Baso, Póntico, Galo, Linceo— que
aquél menciona en sus cantos. De esta suerte, si Ovidio
nació en el año 43 a.C., no está fuera de razón suponer
que Propercio se haya lamentado por primera vez en
este mundo alrededor del año 50; Plinio, por su parte,
habla en dos lugares distintos (Epist.., VI, xv, 1 y IX,
x x n , 1) de un autor de elegías, Paseno Paulo, a quien
considera descendiente de Propercio, dato que permite la
formulación de diversas hipótesis relativas a la vida de
éste tras la desaparición de aquella a la cual debió su
gloria; pensando en ella, Apuleyo (Apol., X) dice que
la persona verdadera que' el nombre de Cintia disimulaba,
era Hostia, lo cual ha llevado a la suposición de
que su abuelo era Lucio Hostio, poeta épico que tuvo
su brillo- durante la época de los Gracos y escribió una
obra acerca de la Guerra de Iliria; por último, Donato
XIII
INTRODUCCIÓN
(Vit. Verg., XLV) se refiere al poeta llamándolo Sexto
Propercio, designándolo así con el nombre por el cual
nos es conocido hasta ahora. De esta manera queda
desechado el nombre de Nauta, atribuido a él equivocadamente
por la mala lectura de uno de sus versos (II,
xxiv, 38), y el de Aurelio, que se le quiso dar, posiblemente,
por una confusión con el del poeta cristiano
Prudencio.
A^Çp'ues, no sabemos con certeza ni siquiera cuál fue
su nombre entero. En este aspecto lo único de que podemos
tener cabal certidumbre es de que su nomen gentile
era Propercio, pues él se lo da repetidamente a sí
mismo en sus poemas. Y éstos son, en última instancia,
la sola fuente segura para conocer quién era él y cómo
era.
Ahora bien: Propercio no parece haberse preocupado
en gran manera por dar a conocer a la posteridad la historia
externa de su vida; los hechos que podrían llamarse
circundantes de su desarrollo interior, a partir del momento
en que salió de su madre. En efecto, acaso nada
más tres de sus elegías, la x x i y la x x ii del libro I, y
la i del IV, hablan de tales hechos. Y bien poco es lo
que nos hacen saber: que nació en Umbría, más exactamente,
en Asís, 110 lejos de Mevania y el hace mucho
desecado lago Umbro, junto a la llanura que se tiende
bajo Perusa (I, xxii, 9-10; IV, 1, 63-66; 131-126); que
su padre perteneció al orden ecuestre, pues que él, sin
ser noble, llevaba la bula de oro, exclusiva de los hijos
de senadores y caballeros (IV, 1, 131); que perdió prematuramente
a su padre (Ibid., 127-128), y quedó huérfano
de madre después de haber tomado la toga viril
(Ibid., 131-132); que entonces fracasó en su intento de
XIV
INTRODUCCIÓN
seguir la carrera forense, y se consagró del todo a la literaria
(Ibid., 133-134).
Fuera de esto, es lícito aseverar que dos acontecimientos
lo conmovieron durante su infancia: la distribución
de las tierras de Italia a los veteranos de Octavio y Antonio,
en 41 a.C., después de la victoria de Filipos, distribución
que parece haber afectado los bienes de su familia
(IV, i, 128-130), y la Guerra Perusina, del año
40, donde murió un pariente suyo (I, xxi, 1-10; x x i i ,
3-8). Esto es prácticamente todo cuanto conocemos de
las circunstancias de su niñez y su edad juvenil. Pero
por otra parte, sus versos iluminan los cauces de su vida
interior con el resplandor sombrío de un incendio nocturno.
El amor, suceso central de su existencia, el encuentro
despiadado con Cintia, lo obliga a ir desvistiendo
la médula de su ser, a revelar sus rincones ínfimos, a
dejar ver las alegrías y los dolores necesarios que vinieron
a estimular las oscuridades y las lumbres de su espíritu.
Y de esta suerte, aparece de sus poemas la figura
única de ese hombre que, desgarrado entre la desesperanza
y la necesidad, anheloso a ciegas de una seguridad
imposible, buscó sin tregua y sin resultados, desde su
atormentado y rabioso corazón, a partir de su incompartible
infierno terrestre, aquello que fuera poderoso a cicatrizar
las hendeduras de lo existente y crearle, de ese
modo, un mundo congruente y unitario, determinado por
un sentido capaz de hacerlo, si no donador de felicidad,
a lo menos tolerable, y susceptible de ser explicado y
comprendido.
Lo demás es insignificante: poco importan, en realidad,
los hechos de su vida antes de que conociera a Cintia;
no tiene interés alguno lo que pudiera haberle ocurrido
después que su amor por ella fue encubierto por
x v
una capa insuficiente de buscadas cenizas. Si hemos de
hacer caso del testimonio de Plinio citado más arriba,
podríamos suponer, incluso, que se casó.
INTRODUCCIÓN
XVI
La vocación por el amor
Sß a j o blandas armas sufrirás la milicia de Venus”, le
dice Horos el profeta a Propercio, al descubrirle la dirección
de su destino (IV, i, 137), y revela así esa vocación
por el amor que habrá de definir siempre la vida
del poeta, y la habrá de explicar en sus motivos profundos.
El amor, donde encuentra fuente y alimento el imperio
de sus necesidades, lo aparta de todo camino que
no sea aquel en cuyo término arde la luz mortal de una
mujer. Otros podrán ser dirigidos por la justicia que los
lleva a servir a la patria en el foro o en los campos de
batalla; él, no adecuado a la gloria de las armas, padecerá
el servicio del amor: “Que yo esta milicia sufra, los hados
quieren”, dice sin mentirse (I, vi, 30). También, entre
los poetas, unos serán llamados a cantar glorias de guerras
y héroes; Propercio, por necesidad, hará que el
amor se agite en sus versos; ese amor que de manera
recurrente identifica con el dolor (I, x, 13; xvn, 19;
x v i i i , 3, 13; II, xvi, 32; xv, 35; xxv, 1), y que lo hace
exclamar al referirse a la manera de sus cantos “No
tanto al ingenio como a servir al dolor soy forzado” (I,
vu, 7), y él refuerza la intensidad del concepto cuando
aclara, también acerca de su propia poesía: “No esto,
Calíope; no esto para mí. canta Apolo; el ingenio, a
nosotros, lo hace una niña misma” (II, i, 3-4).
Pero esta presencia femenina incontrastable que él es
obligado a amar, no sólo sustituye la actividad de los
dioses inspiradores del canto, sino que del todo se confunde
con su destino de hombre. Así, Propercio encuentra
justificado que alguien afirme, hablando ante su ser
XVII
INTRODUCCIÓN
pulcro: “Para este triste, el hado fue una muchacha
dura” (II, i, 78).
Él lo comprende: la naturaleza, con sus leyes que resulta
inútil explicar, define desde el nacimiento la manera
de ser de cada hombre, y para cada uno designa un vicio
que lo arrastre. Admitido lo cual, Propercio concluye:
“Me dio, a mí, la fortuna que siempre yo algo amara”
(II, x x n , 18).
Es, pues, amador por destino, por inspiración, por
naturaleza, por fortuna; fortuna, naturaleza, inspiración,
destino, condensados en la presencia femenina, lo inducen
a amar. Las consecuencias son coherentes y simples; él
será, por todo eso, un vencido del amor. Y de esta suerte
se pregunta: “¿Es, si amor por derecho triunfa de mí,
un prodigio?” (II, viii, 40).
Y decidido a soportar ese vencimiento que sobre él por
derecho (iure) consuma el amor, lo recibe no sólo con
sus júbilos, sino con cuanto pueda involucrar de trabajos
humillantes y tristes, y pensando en el amor y la mujer
como una unidad irrompible, claramente establece: “Nada
hay que yo no aguante; nunca la injuria me muda; yo,
sufrir a una hermosa juzgo que no es un peso” (II,
xxiv, 39-40). Porque sabe que el llamado del amor es
inexhausto, y que por él está determinado cabalmente.
No se avergüenza; antes bien, una suerte de orgullo
se transparenta en sus palabras cuando habla de sí mismo
para decir lo que ha hecho con él el amor: “Yo, a quien
tocó en los huesos el dios” (II, xxxiv, 60). Tocado por
él, le pertenece por completo; supuesto que Cintia es el
centro mismo y el ámbito del amor, y que el amor es
para él final y principio, no es extraño que escriba ese
verso que, en última instancia, podría servir de divisa a
su vida y a su poesía. Ese verso orgulloso y humilde,
XVIII
INTRODUCCIÓN
deslumbrante en su acabada pureza, y que manifiesta sin
vacilaciones la salvación que espera del amor y de la
mujer en quien mira el amor encarnado, y a quien suplica:
“Sobre mi cabeza estén tus reinos siempre” (III,
x, 18).
Dominado y sometido, -exalta eternamente por encima
de él la voluntad de la criatura de cuyos reales poderes
aspira a recibir la unidad, la certeza y el sentido del universo,
y a la cual atribuye la facultad de borrar, al satisfacerlas,
cuantas necesidades hace crecer en él su desconsiderada
juventud.
XIX
E l amor
D e n t r o de esas circunstancias de alma, las condiciones
para el surgir del sufrimiento están dadas de suyo. Y el
sufrimiento cobra todos sus filos y sus venenos cuando
Cintia aparece ante el amante por destino, y se muestra
en su sublimada realidad variable y fija.
Frente a Propercio, pues, se levanta la plenitud de una
criatura humana, a quien él va a exigir condiciones que
nunca se cumplirán. Situada en el centro del universo,
dispensadora de bienes perfectos, la mujer se va a ver
asediada por persistentes solicitudes de dádivas que ella
juzga pequeneces y que, por lo mismo, considera natural
no conceder y se inclina a negar.
Aparecerá entonces una hendedura, que se irá haciendo
cada vez más vasta, entre la realidad de Cintia y las
interiores necesidades de Propercio, quien acaso inconscientemente
pide, cada vez con mayor evidencia, lo que
esa realidad no contiene; aquello que incluso se opone
a esa realidad.
Así,, píies, colmado de la necesidad de la amada presencia
femenina, Propercio, en lugar de procurar recibirla
en su verdadera magnificencia, dirige la miseria de su
corazón hacia el encuentro de mentidas riquezas. Cintia
es, está Cintia junto a él, y tal vez lo ama. Cintia, con
su graciosa y solemne belleza (II, 11, 5-14), con su sabiduría,
con las acendradas artes de la danza, el amor y la
música (III, m , 8 ss.; I, iv, 13-14). Nadie se le puede
comparar; nada. Baste pensar en aquellos aromas que el
mismo Amor con sus manos compuso (II, xxix, 18);
aquellas hojas de rosa nadando en leche pura (II, iii, 12).
Pero cuando los tiempos iniciales del amor —tan breXX
INTRODUCCIÓN
ves— han pasado, y se han marchitado los racimos de
los compartidos deleites; cuando en ella se presentan los
primeros síntomas del desinterés y la fatiga, y en él, consecuentemente,
las crecientes exacerbaciones de una desesperada
necesidad de mantener el amor, para los dos,
con el mismo rostro que hasta ese momento había tenido,
Propercio va a mostrar hasta lo profundo la rabia vertida
por su rasgada hiel.
Así, supuesto que siente que su amor no es ya lo que
era porque Cintia lo ha cambiado, comenzará a pedir que
Cintia cambie; que sea diferente de lo que es, con la
esperanza de que de tal modo se restituya algo desaparecido
ya definitivamente; aquella participada felicidad ya
irreparable, irrevocable ya.
Entonces, en vez de admitir a la amada tal como es, se
pone a imaginar las cualidades que debiera tener a fin
de que él estuyiera en aptitud de volver a afirmar, dentro
de sí, una heredad invariable de dicha. Y sin calcular
siquiera si hay ocasión de que exista en Cintia el más
mínimo sustento real para tales cualidades, o si, en último
término, su existencia le sería ventajosa, las convierte
en la condición misma del cumplimiento de su
propia vida. Su necesidad así fomentada, al no encontrar
la satisfacción exigida, lo confirma en la desesperación
y lo lleva, de allí, a la actitud humilladá de quien carece
de todo.
Las peticiones no atendidas de Propercio se encaminan
desde a lo más externo hasta a lo más profundo de Cintia.
Él, en lo más superficial y por razones que trataré de
aclarar más adelante, necesita que Cintia se le aparezca
sin adornos, dentro del puro resplandor de los bienes
de su natural belleza (I, II, pass.)] pero el cándido
rostro de la requerida se le oculta siempre bajo un escudo
XXI
INTRODUCCIÓN
de afeites que lo rechaza y lo hace sentirse menospreciado
(I, xv, 5-6); Cintia se nos declara, a menudo,
interesada y ávida, gustadora de joyas y dispuesta a ceder
a los ofrecimientos emparentados con el dinero (II,
xvi, x x iv ); Propercio, yendo un poco más hondo, desea·
en ella el desinterés, y lo aplaude cuando supone que lo
ha descubierto (I, v i i i , 11-12; II, xx, 19-20), y jura
que la amará ininterrumpidamente en tanto que ella desprecie
los lujos (I, i i , 31-32); y más profundamente
aún, pretende hallarla siempre condescendiente a sus deseos
(I, xiv, 9-14), capaz de concordia, donadora de un
ámbito de amor apacible y propicio, y le solicita que sea
pacífica y serena (Ibid., 23-24).
Pretensión inútil, vana solicitud. Porque la mujer en
quien Propercio ha depositado la única fuente de todos
los bienes, se le muestra casi constantemente cruel (I,
ni, 18), rencorosa (I, iv, 19), áspera (I, x v i i i ,- 13),
desapacible y violenta (III, xvi, 10; v i i i , 4; IV, vn, 95).
Pero del fondo mismo de Cintia, hay algo que P ro pertio
necesita por encima de todas las cosas, desde su
más amarga médula, y en lo cual insiste con dolorida
frecuencia, demostrando en cada ocasión su pesadumbre
triste, perpetuamente alimentada por las evidencias contrarias
de la inconmovible realidad de la profesión meretricia
de la amada; lo que él pretende es la castidad de
Cintia, su fidelidad, su conducta intachable y notoria (I,
i i , 26; iv, 16; II, i, 50; vn, 19-20; xv, 27-28; x v i i i , 35;
xxiv, 36; xxvi, 41; xxvm, 39; III, xx, 9; IV, vn, 51-
53), y él sabe bien que tales bienes le son del todo
inaccesibles.
Obligado de esta manera a recibir no lo que él necesita
sino lo que la amada le concede, el amante en su pobreza
querrá engañar, incluso para sí mismo, los requerimienXXII
INTRODUCCIÓN
tos insufribles de la pasión, fingiéndose que tiene aquello
de la cual dolorosísimamente carece.
Y para hacerlo se llevará a extremadas situaciones en
que los celos y el padecimiento caminan dentro de él con
pasos iguales, y se traslucen sin remedio por entre el
aparente orgullo de sus palabras, y dejan ver la hez revuelta
de su corazón humillado.
Y se dice, como si pretendiera convencerse de que es
suyo lo que sabe bien que jamás poseerá, que él es amado,
y lucha por dar a las despreocupadas actitudes de la mujer
que no piensa en él, o que le demuestra el disgusto
que su obstinado deseo de cercanía le ocasiona, el cuerpo
y el vestido de la manifiesta inclinación amorosa; o bien
simula creer involuntarios o sin trascendencia los alejamientos
de ella (II, x x x n , 29-30), y le aconseja los caminos
por los cuales llegar hasta él, o trata de obligarla,
por medio de las virtudes que a su propio amor atribuye,
a que ella corresponda con amor semejante (II, xv, 29-
36; xvn, 17-18; xxiv, 33-34), o se rebaja a hablarle
mal de sus rivales (II, x x i, pass.) a fin de que en parangón
con ellos resalte y sea atrayente su precaria y ácida
bondad, o elogia como un mérito inapreciable su forzada
constancia (I, xi, 23; x n , 19-20; xvm, 11-12; II, xx,
14-17; 34; xxi, 19). Y sintiéndose inocente, admite ser
culpable, y suplica ser perdonado (II, xxv, 19), o ruega
a los que disfrutan de Cintia que la respeten como objeto
que es de su amor (II, xxxiv, 17), ya que ella parece
no querer dejarse respetar, o disfraza sus celos de desprecio
(I, ix, 1-2), y aparenta indiferencia a la dicha de
aquellos a quien la voluntad de la amada favorece (III,
vm, 39-40), o le echa en cara su infidelidad con quien
ni la ama ni la merece, y la risa de que lo ha hecho
objeto (I, ix, 19-22).
XXIII
INTRODUCCIÓN
En otras ocasiones se fuerza a disimular su dolor, ÿ a
humillarse callando la furia que lo muerde por dentro,
y a afirmar que ese disimulo es idóneo a suavizar duras
.actitudes de aquella a quien sobre todas las cosas sigue y
requiere (II, xviii, 3-4). Y cuando advierte que el gozo
■de los sentidos le es negado, encubre sus pretensiones
■con afectos de naturaleza muy ajena, y dice sentir por
ella las desinteresadas preocupaciones de un hijo o de un
hermano (II, xvm, 33-34).
Por todo esto, la red de falsedades que van creando
;sus afanes contradictorios acaba por encerrarlo, por dejarlo
aislado a imposibles distancias de la real relación
.a que aspira; a distancias crecientes que la vuelven de
más en más inalcanzable.
La hendedura entre la realidad y la necesidad sigue creciendo,
hasta que la realidad desaparece por completo, y
.el hombre queda a solas con su necesidad, tratando de
ver desde la monstruosa oscuridad de la desgracia.
XXIV
La vejez de Cintia
H a y un tema en los cantos amorosos de Propercio que
juzgo de particular y reveladora importancia: el de la
posibilidad de que Cintia envejezca.
En el primer incendio del amor, cuando el amante
encuentra que la paz que él se sentía poderoso a hacer
para sí mismo dentro de su tranquila soledad, se ha convertido
en una dádiva que sólo en el amor de la amada
encuentra condición de existencia; cuando esa paz se aloja
para él, como en un molde exacto, en la belleza de la
amada, y el amante nada quisiera, aunque le fuera dado,
cambiar de la perfección deslumbrante de esa apariencia,
Propercio (II, n ) pensando acaso que Cintia, 4e mayor
edad que él, podría, abrumándolo con la destrucción de
los cimientos mismo de su alma,, ser carcomida por los
abusos inmisericordes del tiempo, ruega dentro de su corazón
que ella no vaya a ser víctima de la vejez que a
veces parece ya inminente a sus temores. Y dice: “¡ Ojalá
que no quiera la senectud mudar ese rostro, aunque de la
Sibila Cumea los siglos lleve!” (Ibid., 15-16).
Habitante, del recinto inexpugnable todavía que le
construyen en torno los días primeros del amor; todavía
libre de la experiencia —siempre tan próxima— de sentir
desangrarse entre sus dientes la amarga almendra de las
solitarias noches de celos; en los momentos donde se
siente todavía capaz de la imposible posesión íntegra del
objeto de su pasión, 'suplica que los años no vengan a
meter la insidiosa mano en aquella casi divina forma de
la mujer que considera suya propia, nada más que a él
perteneciente.
Y el tiempo transcurre, pero en lugar de causar daño
XXV
INTRODUCCIÓN
en la consumada belleza en la cual encontraba el fundamento
de su paz, ataca sin compasión esa paz misma,
valiéndose, como instrumento principal, precisamente de
la belleza, inalcanzable ya, de Cintia. Sí. La amada permanece
bella sin mutación. Y su presencia llama tras ella
a la muchedumbre de los rivales, imaginados o verdaderos,
ausentes o ciertísimos; pero de continuo preferidos
a él. Y los celos le esculpen los límites implacables1 de
una soledad sin esperanzas. Y cayendo falazmente en la
cuenta de que el origen de su desdicha es la belleza a
la cual él había confiado antes la certeza de su felicidad,
va a desear desesperadamente que esa belleza sea aniquilada,
para que Cintia, envejecida, tenga que volverse a
mirarlo desde su fealdad, dispuesta a pertenecerle, o para
que él, libertado de la fascinación ejercida por aquel cúmulo
de físicas maravillas, esté en condición de dejar de
amarla.
Llevado por esta oscura convocación, ahora intentará
refugiarse en la creencia inútil de que lös años en que
Cintia lo supera, la arrojen vertiginosamente a los escombros
de la vejez. Ahora, desvergonzadamente, obligado
por los rencores a las más inadmisibles bajezas, a nombre
de su amor le insinuará a Cintia que por su misma edad
debe inclinarse a amarlo a él, enorgullecido de su dolorosa
juventud (II, n, 18).
Tomando del mundo de los mitos los ejemplos que
juzga idóneos para justificarlo, simula pensar, y de este
modo se lo quiere dar a entender,. que su pareja natural
sería un anciano, como Titón el marido de la Aurora, a
quien ella debería estar inclinada a servir. Y hace valer
como mérito incontrastable sus pocos años, y le pregunta:
“¿Qué, si mi edad encaneciera con los años canosos, y
surcadas mejillas me hiciera arruga lánguida?” (Ibid.,
x x v i
INTRODUCCIÓN
5-6). Y luego, apuntando ya claramente el sentido de sus
arruinados sentimientos: “Más tú me odias aun joven,
pérfida, aunque tú misma seas, en día no lejano, una
encorvada vieja” {Ibid., 19-20).
En seguida se vuelve hacia sí mismo, y, confesándose
que la belleza de Cintia no sólo no padece merma, sino
que, por lo contrario, se acrecienta más y más a cada
instante, como si la imposibilidad suya de conseguirla la
fuera haciendo resplandecer hasta la más extremada desnudez
de una perfección infinitadle reprocha a la amada
los cuidados que a sí misma se da tan asiduamente.
Aquí parece aclararse el porqué de tantas veces en que,
con alabanzas o quejas, le pide que no se adorne y se
muestre tal cual es, en su apariencia inerme y desprotegida.
De esta manera, se finge que Cintia aparecería vieja
y'fea, y, por tanto, necesitada' de él, y dócil por esa misma
necesidad. Después de condenar el uso que hace de los
afeites, le dice: “Por cierto, hermosa podrás parecerme;
bastante hermosa para mí, si con frecuencia vienes”
(Ibid., 29-30). Así, se miente afirmándose que Cintia, al
verse fea, buscaría su hermosura buscando a menudo el
amor que él le tiene.
Pero como además percibe que ese amor ha llegado a
ser gravoso, procura disfrazarlo con el traje de sentimientos
desinteresados. Y, rebajándose un escalón más,
hace un ofrecimiento que ella tampoco habrá de admitir:
“Como sea que tú ni hermano, ni tienes tú hijo ninguno,
yo, para ti, el hermano y el hijo solo sea” (Ibid., 33-34).
Todo es en vano ya. Cintia no habrá de envejecer, no
dejará de adornarse; crecerá, de aquí en más, en alejamiento
y en belleza. Y Propercio tendrá que sufrirlo
hasta el'final, cuando, incapaz por último de soportar la
humillación en donde se siente destruido, decidirá dejar
XXVII
INTRODUCCIÓN
de buscar a Cintia, y responder al alejamiento de ella
con el suyo propio.
Quién podría decir cuánto es el odio que se atesora
durante varios largos años de amor despreciado. Ese odio
alimentado por la humillación, crecido entre desdenes,
aconsejado por las injurias sufridas.
Y llega el tiempo, esperado siempre por el amargo corazón,.
en que parece que el amor, ha desaparecido, dejando
su lugar a un deseo sensual frenético, que el amante
piensa que es capaz de soportar.
Entonces el odio aquel insidiosamente mantenido jaita
como una fuente, y vierte, sin pudor sus licores- envenena;
dos. Y viene allí la vergüenza, y hierve el resentimiento
de la vergüenza, y se miran como errores los sometimientos
inducidos por el amor, y que antes se estimaban
gloria. Y la amada que ya no lo es se convierte en el
espejo del desprecio que el amador, tanto tiempo paciente,
siente sin remisión por sí mismo. Entre maldiciones
inútiles llora el amante, anheloso de que su corazón se
seque, esperanzado de ser poderoso a no esperar más.
Tal estado de sentimientos remueve sus abyectos fondos
en los poemas xxiv y xxv del tercer libro de las
Elegías de Propercio, donde en el límite del dolor,, traspone
los límites del desconsuelo y la furia.
Pretende que Cintia se le aparezca sustentada en una
belleza que sólo existe por lo que fueron sus miradas, y
sus elogios ilusionados; quiere hacerse, patente que las
virtudes de Cintia son sólo creación suya, y, por tanto,
fáciles de olvidar. Todo lo fingió él, para que su amor
la encontrara tal como él quería que fuera. Atado por el
cruel amor,.era obligado entre llamas a mentir para obtener
la satisfacción de su necesidad de dicha.
Y se goza pensando que puede ser verdad lo que ahora
XXVIII
INTRODUCCIÓN
dese aron toda su debilidad de despreciado: que Cintia,
perdido su amor, carezca por sí misma de todo, y recompense
con sus sufrimientos los que él fue obligado a padecer,
y que lo busque con lágrimas a fin- de que él tenga
la ocasión de rechazarla.
Sí; pretenderá hacerse creer que Cintia nada_será _sin
lo que él le ofrecía, y que todo cuanto tenía era sólo dádiva
suya.
Entonces, cuando el amor se le ha transformado en la
monstruosa esperanza de que la vejez, al desfigurar el
rostro de Cintia, lo liberte de los imperativos sensualesque
irremediablemente lo ligan; se vacía en borbotones
de hiel, y echa sobre la que ama un desolado adiós colmado
de insatisfecha necesidad y de resentimientos agobiados:
Çintia es bella sólo porque Propercio la ha mirado
bella; sin fundamento se confía en su forma (III,
xxiv, 1-2); solamente los versos de Propercio la han
hecho insigne (Ibid., 3-4); Propercio se engañó a sí
mismo, creando con sus alabanzas una hermosura que no
existía (Ibid., 5-6) ; la hermosura de Cintia, conseguida
con artificio, era considerada real sólo porque Propercio
se mentía (Ibid., 7-8). Y Propercio, ahora, renuncia a la
vesania de la pasión, y se acoge al auxilio de la diosa
Cordura (Ibid., 19-20).
Y luego le va a echar en cara el ridículo a que ella lo
sometió frente a todos (III, xxv, 1-2), y su inmerecida
y durable constancia (Ibid., 3-4), e invadido por un llanto
que querría estuviera también en Cintia (Ibid., 7-8),
retorna a su deseo desolado de que el acabamiento de la
amada lo releve de amarla, y la maldice con la vejez y
con la soledad: “ ¡ Mas te acose la grave edad con tus años
secretos, y la arruga siniestra llegue a la forma tuya!
¡ Anheles allí arrancar de raíz los albos cabellos, ah,
XXIX
INTRODUCCIÓN
cuando te eche en cara tu espejo las arrugas . . . ! (Ibid.,
11-14), y, por último, desea para ella desdenes de otros
que la hagan arrepentirse, ya vieja, de cuanto hizo al
desdeñar su amante fidelidad (Ibid., 15-16).
Pero al igual que su amor, la maldición de Propercio
ya no alcanzará a Cintia: ella no llegará a envejecer.
Joven, en el colmo de su desesperante belleza, será eternizada
así por la piadosa inmovilidad de la muerte.
XXX
La muerte
PARECE natural que la muerte como certeza, y la certeza
de la muerte como temor y esperanza, y la duda en la
vida que sigue a la certeza de la muerte, acompañen de
continuo el inexorable amor de Propercio y presidan la
lucha de su corazón.
Sí, la muerte es inevitable; en medio incluso de la mayor
esperanza, la muerte puede cerrar sus puertas sobre
los amantes (II, xv, 53-54); por muchos caminos llega
(II, xxvii, 1-10), tarde o temprano, recibe en su seno a
todos y a todo, y les arrebata belleza y fortuna (II, xxvm,
57-58) ; aun la perfección de Cintia, sus dones más deseados,
se irán con el negro día de los funerales, en un lecho
que ya no será el del amor (II, xi, 3-4) ; nadie se salva
de la muerte: aunque alguien esconda la cabeza en un
yelmo de poderosos metales, de allí lo sacará en su momento
la mano que no se conmueve (II, xvn, 23-24).
Y no sólo al hombre destruye: también las obras de
éste, salvo, triste consuelo, las nacidas del ingenio poético,
tendrán que caer: ni las pirámides, ni el templo de Júpiter
Eleo, ni el sepulcro riquísimo de Mausolo, pueden eludir
la llama o el fuego o el paso insensible de los años, instrumentos
todos de la muerte .(III, ii, 19-26). Porque
este mal es para todos. Es el orden fatal de las cosas. Su
camino ha de ser desgastado por los pasos de todo (III,
xvn, 2 1 -2 2 ).
Así, la muerte es la meta inevitable, y el pensamiento
de esa inevitabilidad se mueve sin tregua en el corazón del
hombre y lo divide y lo unifica en sentimientos opuestos
y en aspiraciones asoladas.
Y el puro hecho brutal de su muerte, lleva a Propercio
XXXI
INTRODUCCIÓN
a diferentes posiciones; por ejemplo, a imaginar cuál podrá
ser, ante tal hecho, la actitud de la amada; y las
mismas desazones que en vida le siembra Cintia en el
atormentado interior, son proyectadas hacia los momentos
que han de seguir a su fallecimiento, que él piensa que
precederá al de aquélla. De esta suerte lo invade el temor
de que Cintia lo desprecie y lo olvide (I, xvn, 11-12), y
afirma que no es la muerte lo que lo atemoriza sino el
pensamiento de que Cintia no asista piadosamente a sus
funerales (I, xix, 1-3); aún más: lo asalta el miedo de
que su tumba sea abandonada por ella, quien se entregará
a un amor nuevo (Ibid., 21-24), o de que llegue
a burlarse de su sepulcro, y a regocijarse de su tránsito,
y a pisar sus humilladas cenizas (II, vm, 17-20).
Entonces, pensando en esa misma situación, procura
cambiar su miedo en alegría de esperanza, e imagina que
la amada habrá de sufrir con su muerte.
Y llama a su corazón las lágrimas de una Cintia dolorida
y piadosa que sacrifique en su tumba el esplendor
de los cabellos, y cubra de rosas sus huesos e invoque para
ellos la ligereza de la tierra (I, xvu, 21-24), cosa que
borraría de él la amargura de la muerte (I, xix, 20); o
que, con el desnudo pecho lacerado, siga su cortejo fúnebre
y bese sus labios ya fríos (II, xm , 27-32) y lo
lamente como él, en caso análogo, habría de lamentarla
(II, xxiv, 51-52), y cuide del decoro de su sepulcro, evitando
que quede en un lugar donde pudiera ser hollado
por los pasos del vulgo.
Pero acaso el temor vuelve a ocuparlo cuando da en la
cuenta de que estas esperanzas son baldías, y el mismo
temor lo conduce a otro pensamiento del que puede asirse
para no padecer tanto: que la muerte los tome a los dos
en la misma hora. Como una manera de evitarse tras el
XXXII
INTRODUCCIÓN
morir los desdenes de Cintia, invoca como una necesidad
que la vida de ambos sea aniquilada por el mismo hierro,
al mismo tiempo, aun cuando sea de manera deshonrosa
(II, vm, 25-26), o bien codicia que su amor, constante
hasta el final, obligue a la amada a corresponderlo de tal
modo que, comprendidos dentro de la misma fidelidad,
el mismo día sea el último para ambos (II, xx, 17-18),
o que tal constancia, haciendo que él la siga siempre por
todas partes, dé ocasión a que un azar fatal los sorprenda
a la vez. Y se deleita en la visión de abandonar la vida
sobre el bienamado cuerpo de ella, en el instante preciso
en que ella la abandone también (II, xxvi, 57-58).
Pero no se reduce a esto sólo el asedio de la muerte
contagiada de amor: acaso ésta lo acaba todo. Si así fuera
tendría por eso el poder de dar término también al dolor.
Y si el amor es dolor, la muerte, que lo suprime, será
fuente de paz y, por tanto, considerada como apetecible.
De esta suerte, Propercio, alucinado por lo descomedido
del sufrimiento, desea alguna vez haber muerto cuando
niño, para haberse salvado de amar (II, xm, 43); en
otras ocasiones, la muerte se le aparece claramente como
el remedio de un mal, y amargamente lo asevera. Frente
a la traición de la amada, el procurarse él mismo el aniquilamiento
se le abre como una puerta deleitosa (II,
xvn, 13-14); además, solamente ella le dará, con el olvido
definitivo, la posibilidad de salud (III, xvu, 9-10; xxi,
33-34).
Pero cuando la pasión lo hace creer en la felicidad,
cuando el amable amor le puebla los días, llama, primero,
a la muerte, en el caso de que Cintia por alguna razón le
fuera mudada (Π, xiv, 31-32), y luego, sintiéndose amenazado
sin tregua por aquélla, la convierte de un mal
inevitable, en un estímulo de vida para mejor amar mienX
X X I I I
INTRODUCCIÓN
tras los gozos suyos lo ponen por encima de los reyes
(I, xiv, 11-14); para ser constante, así fuera a durar
siglos o a pasar por trabajos a la medida de un dios (II,
XXIV, 33-34); para amar fielmente, tanto, que habiendo
encerrado allí su vida, de la casa de Cintia tuviera que
partir su procesión funeraria (II, i, 55-56). Y al saber
que en cualquier momento llegará una noche sin término
a cerrarle los ojos con la clausura del gozoso destino,
quiere consagrarse a saciarlos, en tanto que eso ocurra,
con el amor y sus lumbres ambicionadas (II, xv, 23-24;
53-54).
En la vida de Propercio, ciertamente el amor se asocia
de tal manera con la muerte que puede atraerla de súbito,
sin causa aparente; juntos, el amor y la muerte se alian
para aniquilar al amante (II, iy, 11-14); en dar fin a la
vida de éste, encuentran su triunfo las armas del amor
(II, ix, 37-40); pero, a la vez, el. mismo amor parece
abrir una esperanza de vencer a la muerte, convirtiéndola
en un recinto donde los que se amaron podrían continuar
juntos, como antes lo habían estado.
En efecto, en ciertas ocasiones Propercio se inclina a
poner duda en la eficacia de la muerte para destruir al
hombre, consumiéndole a la vez el cuerpo y el alma, e
insinúa alguna creencia en una vida, de placer o tormentos,
iniciada en el momento del morir. Así, hablando de que
las mujeres no se ocupan en conocer el orden y la razón
del universo, plantea el problema de si habrá algo que
permanezca más allá de las ondas de la Estigia (II, xxxiv,
53), y al pensar en los estudios a que él mismo proyecta
dedicarse al salir de la juventud, dice que investigará si
existe algo después de la hora de la muerte, o si el hombre
no debe temer nada de ella, sino la pira donde su cadáver
será quemado (III, v, 39-46).
x x x iv
INTRODUCCIÓN
Ahora bien: esta creencia en que algo del hombre sobrevive
a su desaparición física, encuentra fundación y corona
en ese sentimiento del amor presidido y ligado con el de
la muerte.
En primer término, el que ama tiene por eso mismo
un poder que lo autoriza a violar las leyes que los demás
han de obedecer fatalmente. El amante sabe cuándo y
por qué ha de morir, y no debe sentir temor. Incluso
cuando ya se encuentre remando para impulsar la barca
de los muertos, bastará con que la amada lo llame para
que su alma pueda regresar a ella (II, xxvn, 11-16);
además, cuando el amor ha entrado profundamente por
los ojos del amante, será imposible de olvidar, y hará
que, las cenizas de éste —ese polvo enamorado— sigan
vivas, y que su alma cruce de vuelta las frías aguas mortales
(I, xix, 5-12). Y las manifestaciones de esta creencia
cobran una especie de acento triunfal, definitivo y sin
dudas, cuando, después del entierro de Cintia, Propercio
mira cómo el fantasma de ella, carcomido por las recientes
ceremonias fúnebres, se le aparece mientras busca el alivio
del sueño, y le habla. “Son algo los Manes” —es decir,
el alma de los muertos—, exclama el poeta; “la muerte 110
todo lo acaba, y a los vencidos rogos huye la sombra
pálida” (IV, vu, 1-2).
Ahora bien: es de anotarse que Cintia muerta demuestra
ser movida por las mismas preocupaciones que cuando
estaba viva. En efecto, en lo que le dice a Propercio vuelven
a encontrarse reproches (IV, vn, 13-14; 21-34), manifestaciones
de celos (Ibid., 39-48), memorias de los placeres
vividos (Ibid., 15-20), peticiones de castigo para los
esclavos —“Se queme a Ligdamo”, pide (Ibid., 35); en
una ocasión había dicho: “Ligdamo se venda” (IV. vm,
79-80)—, juramentos de fidelidad (IV, vn, 51-54), exXXXV
INTRODUCCIÓN
presiones de placer por los versos para ella escritos (Ibid.,
49-50; 77-78; 83-86), análogos a los que hemos leído directamente
o Propercio nos ha hecho suponer a partir
de la lectura de los poemas escritos a propósito de ella.
Cuando le asegura a Propercio un encuentro definitivo
con ella después de la muerte, promete que los huesos de
ambos se mezclarán (Ibid., 94), como en vida, ella misma
lo había dicho (Ibid., 19), se habían mezclado sus pechos.
Es decir que, desaparecidos los cuerpos, los amantes sufrirán
iguales penas y gozarán de placeres iguales a los
que los cuerpos les ocasionaban, y el amor que ocupó la
vida ocupará, de manera semejante, la muerte.
De esta manera, podremos tratar de comprender ya lo
que la muerte le significa a Propercio: sobre la vida a la
cual gobierna, el amor es capaz de atraer a la muerte que
lo aniquile, y al hacerlo, se identificará con ésta y será
sentido como una amenaza.
Pero como esa misma vida es la oportunidad del amor,
éste la transmitirá a la muerte, transformada ya en sí
mismo, y poblará a la muerte con los sufrimientos y los
júbilos de él ocasionados y conocidos.
De tal modo, el amor luce, en la necesidad de posesión
de Propercio, como un puente que une y asimila entre sí
a los dos contrarios, vida y muerte, y lo hace capaz de
comprenderlos y admitirlos como adecuados a los absurdos
impulsos de su naturaleza.
x x x v i
Transición
1 odo escritor, para expresarse y ser capaz de comunicar,
ha de someterse a las convenciones que le impone la costumbre
literaria de su tiempo y de su lugar. Pero esa
sumisión no es otra cosa que el mejor empleo de una
herramienta adecuada al mejor cumplimiento de su oficio
de hombre que revela su propio interior.
Evidentemente, por tanto, Propercio, al hacer sus poemas,
emplea a cada momento convenciones características
de escuela literaria. Pero por medio de ellas, utilizándolas
de acuerdo con las exigencias de su individualidad
original, revela siempre ésta, traspasada por inconfundibles
corrientes de miseria y de confusión y de luz y grandeza
humana.
La extinción inevitable y el afán de permanencia; el
terror de la soledad y el olvido; el júbilo desesperado
de la posesión juvenil; el dolor inexplicable de esa posesión;
la pérdida constante, de lo que se obtiene y de lo
que siempre es negado; la espuela emponzoñada de hiel
de los celos sin misericordia, la apariencia de una 'fuerza
y un valor de los cuales se carece hasta el fin; la pasión
amorosa, en breve, va colmando sus sílabas, sus palabras,
sus versos.
Si se recordara el número de las veces que Propercio
se refiere al valor supremo de la exclusividad del sentimiento
amoroso, se adelantaría .en el camino que lleva a la
comprensión de su obra, y, por lo mismo, de su espíritu
oscuro y desgarrado.
Ese imperioso y solícito deseo de una exclusividad imposible,
muestra el principio del impulso que lo mueve.
El dolor le nace al saber que Cintia no le pertenece;
XXXVII
INTRODUCCIÓN
que jamás podrá pertenecerle a él solo y por completo;
ahoga a Propercio el sufrimiento de saber que tras sus
puertas cerradas, esté a solas o acompañada, ella puede
ser feliz sin él; ella, sin él, puede ser desventurada; ella,
en suma, es suficiente por sí misma a existir sin él; sin
requerir de él para nada, en ningún momento.
Y esta misma conciencia de su superfluidad, hace que
Propercio, para combatirla, convierta a Cintia dentro de
sí en el centro mismo de cuanto existe, en la totalidad
de cuanto existe.
Y al verse frustrado en su afán de poseerla, verá abrirse
ante él un camino irreversible, como todos los de la vida,
que lo conducirá a la más desolada de las imposibilidades;
a la negación de toda dicha, de toda libertad, de toda paz.
Y sólo arderá, dentro de las entrañas sufrientes de su
alma, una llama sombría y sin extinción, que lo invadirá
paulatina y seguramente hasta convertirlo a todo él en
pábulo combustible, sin manera alguna de liberación.
Entonces, adolorido, el poeta hablará, y moverá en su
boca la insidiosa lengua de los celos; 'y los celos, disimulados
como una enfermedad vergonzosa y deformante, se
mostrarán aun a pesar suyo, y constituirán el fondo de
sus mejores palabras; las más verdaderas, las que, a través
de las convenciones expresivas, enseñarán la terrible
desnudez de su corazón.
Carcomido de celos mira a Cintia, la ajena, vivir complacida
en su cálida y hermosa y envidiada existencia. Y
trata de conmoverla para que se vuelva a mirarlo; acaso,
así, pueda llegar a sentir necesidad de él.
Y pondera por encima de todo la felicidad y la gloria
que sobrevienen naturalmente cuando el amor se concede
a un objeto único y exclusivo de todos los demás.
A veces, Cintia lo escucha y le cree y se le entrega. Él
XXXVIII
INTRODUCCIÓN
sabe que esa entrega es transitoria; que es transitoria la
dicha que él, arrebatadamente, absorbe de esa entrega. Y
una semilla de temor germina en los momentos mismos·
de su más grande ventura, y la dulzura de la belleza adquirida
en esos momentos trata de echar raíz duradera. Pero·
la raíz, como el suelo espiritual en donde se afinca, es,
en lo profundo, miserable y podrida.
X X X IX
La poesía
N o idóneo a las armas (I, λα, 29), impedido para la
carrera forense (IV, i, 134), Propercio, por el contrario,
se sabia adaptado a la poesía y con claras dotes para ejercerla.
Se sabía además a sí mismo poeta lírico y destinado,
más que nada, a la gloria sagrada de la poesía amorosa, en
la cual se juzgaba el príncipe (IV, i, 155-156; II, x n ,
21-24; xm , 3-4; xxxiv, 55-58; III, i, 1-4; 7-24; i i , 9-26;
n i, 15-24; ix, 4 3 -4 6 ...). Si alguna vez intentaba otro
género de versos, lo hacía forzado por requerimientos
externos o por los impulsos interiores de su orgullo o de
su desgracia (III, m, 1-24); pero volvía siempre a lo
esencialmente suyo: a aquella manera de poesía, la única
poesía lírica que existe, fundamentada en los sentimientos
de amor; en la pasión amorosa que encuentra su manifestación
en relación con una mujer. Siente acaso Propercio,
en el hondo de sí, que el universo se equilibra por
la presencia de una fuerza femenina que, actuando sobre las
cosas, da ocasión a qüe surjan las formas perceptibles de
la vida y, con ellas, provoca la existencia del dolor y la
muerte. Y el dolor rebaja y la muerte arrebata. Pero el
poeta lírico, no en su vida sino en su obra, puede lograr,
a través de aquel rebajamiento y aquella pérdida, el principio
del orgullo y de la permanencia. Y con el aparejamiento
de esos contrarios, está dotado para consumar lo
que ningún otro: la revelación de lo que el hombre es en
su condición abyecta y en su posibilidad de crecimiento
y de esperanza.
Ahora bien: Propercio parece esperar de su poesía una
gloria que cobra tres rostros diferentes: el de una inmortalidad
desligada de él como hombre en el alma de cuyos
XL
INTRODUCCIÓN
huesos y cuya carne alienta la facultad intrasmisible de
padecer y gozar; una inmortalidad que, sobre la duración
de los mayores monumentos construidos por el hombre,
hará vivir para siempre el nombre adquirido por su ingenio
poético, pero que él no podrá percibir (III, n, 25-26);
el de un prestigio en alguna forma superficial y alegre,
que lo convierte en el centro de la cálida cercanía de las
mujeres; en el objeto envidiable de amorosas admiraciones
femeninas (III, n, 9-10; II, xxxiv, 55-57); estos dos
rostros de la gloria se le muestran de continuo propicios,
pero no indican llegar a satisfacerlo. En efecto, ninguno
de ellos ejerce un poder que pueda ir más allá de ser
alimento propio para su vanidad o su soberbia. Gloria
inmortal o sentimental alegría de fiesta, insuficientes para
dar solidez a su mundo desgarrado y en perpetua caída.
Entonces busca el tercer rostro de la gloria, aquel cuya
presencia sería prenda cierta de su arbitrio de volverse
amable o de hacerse amar. Sus poemas cobran, frente a
sus ojos, una, función inmediata y segura, ésa sí, para
recobrar la coherencia de sí mismo y de sí mismo en
relación con el mundo exterior.
La poesía habrá de tenderse hacia la amada como un
puente por el cual ella podría caminar de regreso hacia
él; vínculo de unión, envolvente manto común.
Al principio, reciente todavía el deslumbramiento del
encuentro, la poesía le sirvió a Propercio, a lo menos así
le complace creerlo, como un medio de conquista; él, carente
de riquezas materiales, no venció a Cintia con oro
o con joyas traídas de lejos; la inclinó hacia él con el
blando obsequio de un poema (I, vm, 39-40). Y ese recuerdo,
convertido por su debilidad en certeza inolvidable,
lo hace pensar en que puede volver a lograr eso mismo
con los mismos medios, atribuyéndole así a la poesía una
XLI
INTRODUCCIÓN
facultad de la que siempre ha carecido: la de encumbrar
llama en alguien donde el amor no es ya más que cenizas
en dispersión.
Pero Propercio simula no saberlo, y trae a su memoria,
para ella, los días en que ella lo alababa por sus cantos
(II, xxiv, 21-22); ahora que han dejado de serlo, recuerda
como eran motivo de cercanía; o bien, pensando que
sus poemas guardan la fuerza que él antes pensó que tenían,
dice que han hecho qtte la amada abandone a sus
amantes ricos, y venga nuevamente a la santidad de su
pasión de los tiempos de gloria (II, xxvi, 25-26).
Propercio, empero, no desconoce la vacuidad de su esperanza,
y, como en contra de su voluntad, se lamenta:
“¡ Regalos, cuántos di, o cuáles cármenes hice! Ella, con
todo, férrea, no dijo nunca: ‘Te amo’ ” (II, vm, 11-12);
y llega a identificarse, en relación a Cintia, con la poesía, y
a decir no que Cintia se apartó de él, sino que fue separada
de sus cármenes (I, xi, 7-8).
Sin embargo, su confianza en la propiedad de atracción
de la poesía no desaparece; imagina la felicidad de que
Cintia se asombre con sus versos, y que ese asombro la
haga pensar, como en una fortuna deseable, en recibirlos,
en escucharlos antes que nadie, en conocer su voz primera,
aquella que es la verdadera e irrepetible. Si así aconteciera,
el poeta nada temería; estaría protegido contra
toda enemistad, incluso la de Júpiter (II, xm , 7; 10-16).
Pero al caer en la cuenta de que esto no ocurrirá, renuncia
a su deseo de que la poesía atraiga por su sola
capacidad —inexistente— de provocar el amor, y entonces
ofrece a la amada esa misma inmortalidad impersonal,
en la cual él mismo no encuentra atractivo bastante; confiesa
su propio dolor, y la lejanía que lo causa; y en
seguida apunta que sus libros, a pesar de todo, harán que
XLII
INTRODUCCIÓN
la fama de la belleza de Cintia se sitúe sobre la de todas
las demás (II, xxv, 1-4); o le hace ver lo afortunada
que es al ser cantada por él, cuyos versos son perennes
monumentos de gloria (III, n, 17-180).
Después, al ver que la promesa de la fama no es tampoco
idónea a conseguir lo que pretende, cambia la poesía
de instrumento de alabanza en aguijón de amenaza; Cintia
debe amarlo, si no quiere que los poemas de Propercio
conquisten a otra mujer (II, v, 5-6), o la ofendan de tal
manera que la hagan llevar para siempre una memoria
oscurecida por la vergüenza (Ibid., 27-30).
Todo es inútil: el peso de la amada es demasiado para
ser soportado por las endebles columnas del canto. Éste
acabará por callar, por irse convirtiendo en una belleza
y una revelación sin más finalidad que su verdad interior.
En objeto de salvación por sí mismo. Así, destrozado su
amor, Propercio dirá alguna vez a la que lo fue todo:
“Me avergüenza que seas insigne por mis versos” (III,
xxiv, 4).
Todo parece estar consumado. Pero hay todavía, para
el amante, una última tristeza que se le aparece bajo una
sombra teñida de terror y alegría. Cintia, ya muerta, dará
a Propercio algo de lo que le negó sin tregua, mientras
vivía. Ahora que es sólo un fantasma imposible de ser
retenido en un abrazo, viene a declarar lo que antes hubiera
creado la máxima dicha. Cintia ha sido fiel (IV, vn,
53); Cintia amó la poesía de Propercio (Ibid., 77-78);
finalmente, como si esto pudiera ya significar otra cosa
que frustrada esperanza, le dice: “En los libros tuyos
fueron mis largos reinos” (Ibid., 50). La seguridad, el
asidero que el poeta buscó en la poesía, en el resbalar
incesante de las cosas, en el precipitado cúmulo del dolor,
no fueron conseguidos nunca.
XLIII
El puente del canto no fue, en último término, más que
la nostalgia capaz tan sólo de ponerlo en comunicación
con una sombra inasible. Un puente dotado sólo de la
dureza necesaria para soportar el peso de un fantasma.
INTRODUCCIÓN
XLIV
Roma
D e s d e el desorden que su insatisfacción interior proyecta
hacia el mundo, también la grandeza de Roma se le aparece
a Propercio como un asidero acaso suficiente a interrumpir
su propia caída. Esa Roma que de orígenes
humildes llegó, máxima, a establecer su poder sobre todas
las cosas (IV, i, 1-56), a dictar leyes a las tierras sojuzgadas
(IV, IV, 11); esa Roma de armas victoriosas, tan
fuerte en la guerra como en la piedad, y que sabe suavizarse
en el triunfo, y de cuya historia se enorgullece la
fama; tierra que vence en belleza y bondad a todos los
milagros (III, x x n , 17-38), donde la libertad halla su
manifestación en el ejercicio de la palabra (III, x x i i ,
40), le resulta a primera vista a él, romano, motivo seguro
de poesía y de vida. Y se afirma: “Tus reales cantando,
poeta magno seré” (II x, 19-20); en alguna ocasión se
propone que todo cuanto sea capaz de cantar habrá de
servir a la patria (IV, i, 59-60), y hace el plan de celebrar
los ritos y los fastos de Roma, y la fuente de los nombres
de sus lugares (IV, i, 69).
Testigo de las agitaciones de su patria, de la gloria por
ella alcanzada, intenta, celebrándola, compartir ésta y,
haciéndolo, conquistar algo de la tranquila firmeza vital
de la cual se siente por completo privado.
Al poner los ojos sobre las hazañas anteriores de Roma,
dos acontecimientos se le muestran, quizá, como sobresalientes,
según se ve por el número de veces que los
menciona: las victorias de Mario (II, i, 24; III, v, 16;
XI, 46) y la derrota de los Crasos a manos de los partos
(II, x, '14; III, iv, 9; v, 48; IV, vi, 83) ; de las de su
tiempo, aparte de las guerras en Oriente en las cuales los
XLV
INTRODUCCIÓN
Crasos fueron vengados, el hecho que le merece admiración
mayor es la batalla de Aceio, que dio nacimiento al
imperio de Augusto sobre el mundo (II, i, 34; xv, 41-46;
xvi, 37-38; xxxiv, 61-62; IV, vi, 11 ss.).
Pero acaso el recuerdo de las guerras civiles donde él
fue afectado en bienes y en familia (I, x x i i , 3-8; IV, i,
129-130), le veda el alivio de unir su existencia con las
ilustres circunstancias históricas, y un elemento amargo
de experiencia personal arroja sobre la gloria común
cierto acento de desdén y desapego. Ocupado de amor γ
de muerte, Propercio resuelve en la muerte y el amor
lo que él hubiera querido que fuera bastante a superar
en su interior el amor y la muerte, y a construirle un
suelo firme y un cielo alumbrado que lo salvara de su
humillada condición de alma.
Sí, grande fue Mario, y su grandeza militar en Aquae
■Sextiae y los Raudii Campi aseguró la grandeza de la
patria; pero Mario está muerto. Y muerto ya, sus guerras,
como todas las guerras, carecen de sentido. Porque la
muerte lo iguala todo: “Será mezclado en las sombras
al par vencedor con vencidos: te sientas con el cónsul
Mario, Yugurta preso” (III, v, 15-16). ¿Qué significa,
pues, ante la muerte, el resplandor en las batallas? Y
ciertamente, César ha vengado con la fuerza de las armas
romanas la derrota de Carras, y Craso puede, si es posible
saber algo en la oscuridad de la tierra, alegrarse de que
sea lícito ya a Roma ir al lugar donde fue vencido.
Sin embargo, el amor prevalece sobre la gloria de tal
venganza, y aquel que abandona a una esposa suplicante
■ para seguir, en la guerra contra los partos, las banderas
de Augusto, merece la condenación (III, x n , 1-4), y
Propercio invoca el aniquilamiento para “cualquiera que
a un lecho fiel, prefirió las armas” (Ibid., 6 ); además,
xlvi
INTRODUCCIÓN
incapaz de intervenir directamente en algo que reprueba,
se reserva, como única comunicación con el prestigio de
las victorias romanas, el placer de aplaudir en la Vía
Sacra el paso de las procesiones triunfales (III, iv, 22),
y reivindica su derecho a adquirir la sabiduría mientras
otros, los que aman las armas, se complazcan en devolver
a Roma las banderas de Craso (III, v, 47-48).
En cuanto a la batalla de Accio, mencionada por él en,
repetidas ocasiones (II, i, 34; xvi, 37-38; xxxiv, 61-62;
IV, vi, pass.; II, xv, 41-46) recibe de Propercio una
admiración proporcionada a su significación. Allí se enfrentaron
las fuerzas del mundo; los dioses allí dieron
fuerza a la justicia; César se mostró allí sólo inferior a
los dioses (IV, vi, 19-20; 23-24; 37-54; 55-56); allí, pues,
se consolidó el poderío de Roma.
No obstante, Propercio en el fondo de sí, desde lo que
él considera justo en verdad, la condena, y coloca por
sobre la gloria militar los simples placeres nacidos del
amor y la embriaguez. Mira a Roma llorando, por el
dolor de una parte suya que la otra ha desgarrado y vencido,
y al pensar en lo que sucedería si todos, como él
lo hace, se ocuparan en beber y en amar, dice lo que en
realidad es para él aquel triunfo de Augusto: “No el hierro
cruel ni existiera la bélica nave, ni el Acciaco mar volteara
nuestros huesos, ni tantas veces combatida de propios
triunfos en torno,, de esparcir sus cabellos cansada fuera
Roma” (II, xv, 41-46).
De este modo, opacada por un lamento de vergüenza
y dolor por las contiendas civiles, suena al final la voz
patriótica de Propercio. Su voz era otra: “Amor es dios
de paz”, asevera; “veneramos la paz los amantes” (III,
v, 1 ). ¿ Cómo podría él, poseído del amor, estar de acuerdo
con la guerrera grandeza de su patria? “Al hoste buscaXLVII
INTRODUCCIÓN
mos”, se duele; sin tregua, “a las armas ligamos armas
nuevas” (Ibid., 11-12); se alegra de su soltería, porque
le impide dar hijos al ejército romano, y exclama, definitivo:
“De la sangre nuestra, no habrá ningún soldado”
(II, vil, 14).
¿Y César, César el dios, el que medita las armas hacia
reinos remotos, el todopoderoso? César también encuentra
ante sí algo que no puede derrotar. El amor levanta frente
a César un obstáculo indestructible por las armas: “ ‘Pues
magno es César’. Pero es César magno en las armas: Nada
en el amor vencidas gentes valen” (II, vu, 5-6).
Propercio el amante, el pacífico, eleva por último, para
César, el elogio mayor: el de posible padre de una paz
fomentadora del amor y de la libertad: “De César, esta
virtud, y gloria de César es ésta: con la mano con que
venció, guardó las armas” (II, xvi, 41-42).
Así pues, Propercio fracasa al buscar en la grandeza
de Roma su propia solidez. Incluso su decisión de cantar
en servicio de su patria, se ve negada por su destino. Sea
para Virgilio cantar las armas (II, xxxiv, 61-62); sus
propios reales son la composición de elegías, donde él
puede ser ejemplo para los demás escritores (IV, i,
155-156).
Tocante a la intención de fijar las fiestas y los ritos y el
origen de los nombres de los lugares de Roma (Ibid., 69-
70) su ánimo no dio tampoco para mucho. Nos quedan
sus poemas a Vertumno (IV, ii) , a Tarpeya (IV, iv),
al templo de Apolo Palatino (IV, v i), al Ara máxima
(IV, ix ), a Júpiter Feretrio (IV, x ) ; poemas que acaso
no aumentan la gloria de Propercio sino por haber servido
de inspiración a poemas posteriores. Pero ni siquiera en
esto fueron los únicos entre los suyos: la carta de Aretusa
a Licotas (IV, m ) fue inspiración también para el desaXLVIII
rrollo de un género poético que otros llevaron a mayor
extensión.
INTRODUCCIÓN
XLIX
E l mundo del mito
E l mundo de Propercio es el del amor convertido en necesidad;
el mundo de la necesidad encaminada hacia metas
inexistentes. Más allá del mundo real, el de las alcanzables
cosas posibles, Propercio sitúa el que colmaría sus requerimientos
infatigables, y lo puebla de bienes que sabe que
él nunca podrá obtener. Ese inaccesible mundo en donde
resplandecen todas las manifestaciones del placer, de la
belleza, de la felicidad, lo fuerza a advertir como miseria
las condiciones de su innegable realidad.
En ese punto, a fin de dar a esta realidad el rostro de
lo que es valioso, va a recurrir a otro aspecto de la existencia
que, al igual que el mundo creado por sus necesidades,
se encuentra más allá de su mundo concreto, y
que, además, cuenta con la garantía de la verdad indudable.
Ese aspecto de la existencia no es otro que el
ámbito del mito, el del fundamento de las creencias religiosas.
Mundo sólido y unitario, perfecto y justo. Si en
ese mundo es posible descubrir y comprobar el modelo
de sus propios dolores y de sus alegrías, si sus necesidades
encuentran en ese mundo el ejemplo que las justifique,
parece pensar Propercio, el sentido de la vida que
se le está yendo hallará su más entera firmeza, su explicación
definitiva.
Vuelve los ojos, pues, a ese ámbito sellado por la perfección,
e intenta relacionar lo que en sus lumbres existe
con la disolución sombría de aquello que siente transcurrir
y doler dentro de su vida de hombre insatisfecho.
Y llama hacia sí esa realidad iluminada, y trata de esclarecer
con ella la suya, tan oscura, para consolidar a lo
L
INTRODUCCIÓN
menos una parcela de firmeza entre tantas vaguedades
fatalmente resbaladizas.
Fuera de las invocaciones que buscan directamente el
auxilio o los castigos de los dioses, y éstos son requeridos
principalmente con objeto de prestar a la fidelidad en el
amor el prestigio de la participación en lo eterno (II,
xx, 31-32; x x i i , 19-20; xxv, 13-14; III, m , 21-22; IV,
ni, 21-22), las solicitaciones que Propercio dirige hacia
el mundo divino en relación con el humano parecen reducirse
a cuatro maneras principales: aquél puede ser
recibido por éste como modelo; en efecto, la vida de los
dioses o los seres contagiados en alguna forma por la divinidad
constituye, naturalmente, el dechado para las vacilantes
acciones humanas.
Aceptado ya el mundo divino en esta forma, lo que en
él existe puede ser tomado como prueba de la realidad
de la existencia temporal del hombre, o servir para confirmar
esa realidad, o para otorgarle Una decisiva justificación.
Modelo, prueba, confirmación, justificación de
la realidad humana. Tales son los cuatro caminos por
donde avanzan, hacia las entidades del mito, los tanteos
de Propercio en su búsqueda ciega de un núcleo firme en
torno del cual edificar o las raíces de sü dicha o las explicaciones
que den sentido a su desventura. Por tales
caminos querrá probarse que las leyes que gobiernan su
mundo son las mismas que crean los dioses en su total
libertad, y que, por lo mismo, lo que a él le ocurre por
el cumplimiento de tales leyes no puede ser sino cabalmente
justo.
Quizá la parte de la poesía de Propercio donde con
mayor claridad se manifiestan esta necesidad y esta búsqueda
—y no es raro que así sea, dadas las condiciones
de su vida— son los cantos dedicados a Cintia. RecuérLI
INTRODUCCIÓN
dese, en primer lugar, cómo su necesidad de poseerla exclusivamente
y la imposibilidad de conseguirlo, le hacía
sentir, más que nada, la calidad endeble de su propia
existencia, y será de inmediato comprensible por qué
busca en el mundo de los mitos el modelo del cual derivar
la fidelidad amorosa en el mundo de lo humano. Lo
busca, en efecto, y, aunque siempre en vano, lo propone
siempre ante Cintia y ante sí mismo, procurando de esa
manera lograr una alteración de los hechos que pudiera
darle lo que de suyo tiene por inalcanzable.
Así, aun cuando sabe que Cintia es incapaz de seguirlo,
invoca para convencerla el ejemplo de la fidelidad que
por sus amados mantuvieron Hipsipila, Alfesibea, Evadne
(I, xv, 17-20; 15-16; 21-22), y hace lo mismo con el
de la paciente constancia de Penélope, o el que nace del de
la pasión de Briseida, que encontró en su amor las fuerzas
para sostener, ella tan débil, el enorme cuerpo muerto
de Aquiles (II, ix, 3-16).
Comparando en alguna manera su situación con la de
Postumo, amado fielmente por Gala, encuentra para ésta
el modelo mitológico de Penélope, quien con su firmeza
dio sentido al deseo que movió a Ulises hacia su patria
(III, XII, 23-38), y, como si quisiera complacerlo por
último, el fantasma de la misma Cintia, al hablar con él,
le dice haber seguido el modelo de las leales Andrómeda
e Hipermnestra y evitado el de las adúlteras Clitemnestra
y Pasifae, por lo cual es conducida ahora a regiones
felices (IV, vn, 57-58).
También para inducir a Cintia a la fidelidad, toma
ahora como modelo a los héroes que engañaron a sus
amantes, y Jasón, Demofón y Ulises aparecen huyendo
de Medea, de Filis y de Calipso solas y sufrientes; ya
que fracasa en su intento de cambiar a Cintia proponién-
LI I
INTRODUCCIÓN
dole ejemplos que la muevan a la virtud, quiere aquí
hacer valer frente a ella la dureza de un modelo que,
atemorizándola, la impulsa hacia la conducta que él solicita
(II, xxi, 11-14; xxiv, 43-46). Y dado que Cintia
no cede, la guía hacia un ejemplo distinto, el de la Aurora
que amaba a Titón pese a la vejez de éste, y le pide que
lo ame a él, quien además es joven, y cuya constancia no
desaparecería aun cuando alcanzara la edad del propio
Titón o la de Néstor (II, xvm, 7-18; xxv, 9-10).
En alguno de sus momentos de dicha, Cintia se niega
a hacerla completa, y se resiste a desnudarse junto a él;
allí están, entonces, los divinos modelos de Helena y de
Diana que ella ciertamente debe seguir (II, xv, 13-16).
Por lo demás, Cintia puede amarlo, habida cuenta de que
el amor existe entre los dioses: una de las Musas no se
negó a yacer con Eagro (II, xxx, 33-36).
Y cuando, en relación con Cintia, piensa en la muerte,
y aspira en un instante a compartirla con ella, parece
preguntarse por qué tal cosa no ha de ser obtenible,
siendo que Hemón y Antigona unieron sus muertes en
una sola (II, vn, 21-24) ; pero en el caso de que tal
muerte en común no le fuera concedida, él debería morir
de inmediato o haber muerto al nacer, para evitar el
modelo de los dolores que Néstor, por su larguísima edad,
hubo de soportar.
Por otra parte, su tumba de amante, por haber sido
fiel, habría de ser más famosa que la de Aquiles, y la
propia Cintia, imitando el ejemplo de Venus, no debería
tener a mal derramar sobre ella sus lágrimas (II, xm,
45-56).
Ciertamente, la muerte lo destruye todo. Así, podría
incluso ser suficientemente poderosa para aniquilar a la
enferma Cintia. Si tal cosa aconteciera, ese aniquilamien-
LIII
INTRODUCCIÓN
to será seguido por una gloria sin término, como la que
correspondió, tras su fallecimiento, a ío, a Ino, a Andrómeda,
a Calisto (II, xxvm , 15-24). Todo lo destruye
la muerte, por cierto; podría pensarse que puede destruir
el amor. Pero el modelo divino muestra que eso no es
verdad: Protesilao siguió amando ya muerto, y pudo regresar,
aunque sólo sombra, a la morada de Laodamia su
esposa (I, xix, 7-10). Por tanto, él puede estar seguro,
de acuerdo con ese modelo, de que no perderá el amor
después de la muerte, y que su pasión será lo bastante
fuerte para atravesar de regreso las aguas infernales.
Hay ocasiones en que a Propercio parece presentársele
una duda acerca de la posibilidad de que algo de lo que
en él sucede, esté capacitado para conseguir una realidad
plena. Indaga entonces la prueba de que tal posibilidad
existe, recordando sucesos análogos desarrollados en el
ámbito del mito. Así, por ejemplo, él ama y quiere conseguir
el amor de la amada, y para ello usa de súplicas y
encomiables acciones. Pero como no está seguro de que
tales medios puedan conducirlo al fin que pretende, trata
de comprobar su validez invocando la memoria de Milanio,
quien venció con ellos la reticente actitud de Atalanta,
y fue, por fin, amado (I, i, 9-16).
Y la prueba de que la belleza no requiere de más adornos
que el pudor para ser amada, idea que Cintia parece
no compartir, la encuentra en el modo como fueron Febe
e Hilaira y Marpesa e Hípodamia (I, n, 15-21).
Para demostrar que el amante debe cuidar del objeto
de su pasión, recurre a la historia de Hércules e Hilas
arrebatado por las ninfas (I, x x ), y se siente con derecho
de concluir que el amor es incurable, porque el mundo
mítico le enseña que ni Macaón ni Quiróñ ni Asclepio,
con ser tan grandes médicos, pudieron aliviarlo (II, i,
57-64).
LIV
INTRODUCCIÓN
Temiendo que los dioses quieran combatir su amor, se
dice que tal cosa no es natural, y lo confirma con los
ejemplos de Neptuno y Bóreas, quienes moderaron su
crueldad al enamorarse, respectivamente, de Amimone y
Oritía (II, xxvi, 47-52).
Al pensar en la muerte, su espíritu vacila entre diversas
opiniones; una de ellas, que en el mundo inferior
cesan las diferencias entre los' hombres. Para afirmarse
en ésta, convoca a su memoria los nombres de Iro y de
Creso, ahora ya iguales (III, v, 17), y sabiendo que la
que todo lo acaba ha suprimido la vida del joven Marcelo,
demuestra su inevitabilidad con los recuerdos de
Nireo, Aquiles y Creso, a quien ni la belleza ni la fuerza
ni el oro fueron suficientes a liberar de su mano soberana
(II, xvm, 27-29).
Otras veces, la realidad que percibe se le aparece de
tal manera admirable o sorprendente o deseada, que para
admitirla en su maravillosa presencia necesita una suerte
de confirmación desprendida de la realidad indudable del
mundo habitado por la divinidad.
De este modo, al contemplar a Cintia dejando su fatiga
en el sueño, parece requerir, con objeto de confirmar la
existencia real de su visión, de otras imágenes análogas
que desde el mundo mítico hagan que la posibilidad de
aquélla no parezca absurda. Y las perfectas representaciones
de Ariadna abandonada en las playas, de Andrómeda,
libre ya de peligros, tendida y en sueños, de la Bacante
desfallecida tras su danza sagrada, le permiten convencerse
de que Cintia existe en la realidad, mientras él la
contempla dormir (I, m , 1-6).
La belleza de Cintia sólo le resulta creíble porque el
ámbito divino contiene bellezas equiparables; así las que
hacen resplandecer a Juno, Palas, Iscómaca, Brimo, ■ la
LV
INTRODUCCIÓN
misma Venus (II, 11, 5-13); y, aparte la belleza, Cintia
es iluminada por el dominio de prodigiosas artes, la danza
y el canto, cuya excelencia se hace indudable gracias a la
que en ellas alcanzan, a otro nivel, Ariadna y las Musas
(II, i i i , 17-20).
Cintia llora: la idea de su llanto lo hace pensar, a fin
de comprenderlo, en el llanto de Briseida o de Andrómaca,
o en las lágrimas de Niobe (II, xx, 1-10), o la
siente, soñando, a punto de ahogarse en el mar, y esa
soñada posibilidad se la confirman el caso de Hele o el
recuerdo de Glauco y las Nereidas o el del delfín que
transportó la lira de Arión (II, xxvi, 5; 13-18).
Si Propercio se alegra en su amor por Cintia, pide
que su alegría sea ratificada por la actitud de lo divino,
y, de esta manera, que Niobe y la madre de Itis puedan
dejar de dolerse (III, x, 7-10), y sigue, con igual intención,
la memoria de Agamenón triunfante de Troya
y la de Ulises al retornar a su patria, y el júbilo de Electra
al encontrarse con Orestes salvado, o el de Ariadna
al ver a Teseo victorioso del Laberinto (II, xiv, 1-10).
Y, finalmente, la creencia en que su amor puede desaparecer
queda confirmada por la desaparición de Troya
y de Tebas, caídas a pesar de su poderosa grandeza (II,
vm, 9-10).
Esta actitud de pretender del dominio del mito la confirmación
de la realidad perceptible, aunque se presenta
en Propercio principalmente a propósito dé su pasión
amorosa, suele ser tomada por él en otras situaciones.
Por ejemplo, las hazañas de los poetas míticos hacen que
él confíe en los poderes de su propia poesía (II, xm ,
5-8; III, i i , 1-10), e incluso hechos históricos como la
victoria de Accio lo hacen recurrir a la confirmación
obtenida de la aparición de los dioses (III, xi, 69; IV,
vi, 25-26; 61-62).
LVI
INTRODUCCIÓN
Por último, en muchos momentos, Propercio, al sufrir
los acontecimientos del mundo en que está contenido, y
los efectos que ellos producen en su interior, da la apariencia
de sentirse situado ante algo que para él carece
totalmente de justificación. Entonces, movido por esa situación,
y con el fin de evitar la obligación de admitirla
en su aplastante absurdidad, se dirige al sabio mundo de
lo divino inquiriendo hechos y circunstancias que por su
sola existencia en ese ámbito marcado por la perfección,
sean idóneos para justificar los del mundo humano. Si
en aquél ocurre algo, nada de injusto puede tener el que
ocurra, también en éste.
Así; plies, los jóvenes se enamoran de Cintia y causan
con ëllo guerras y conflictos en Propercio. ¿ Qué de extraño
tiene que eso acontezca, si Europa y Asia chocaron
en Troya por causa de Helena? ¿O por qué ha de maravillar
que él acometa por Cintia empresas no gloriosas,
siendo que el adivino Melampo realizó por la hermosa
Pero otras de índole semejante? (II, m, 35-40; 51-54).
Él sufre por la ligereza de Cintia, y en sus celos se
atormenta incluso por la proximidad que con ella tiene
su madre, y es dañado por la probabilidad de que un niño
todavía sin palabras tenga de ser visto por ella en su
cuna, y recela de la hermana de Cintia, y de simples
retratos que ésta pueda tener cerca. Al hacerlo, da inmediatamente
en la cuenta de que su actitud es viciosa, pero
se siente sin el poder de evitarla; invoca allí en su auxilio
la justificación del mito, y hace valer que vicios paralelos
produjeron la guerra de Troya y el combate entre Centauros
y Lapitas. No es, por tanto, condenable su vicio,
supuesto que entre seres de la esfera divina es soportado
y admitido (II, vi, 15-18).
Cintia le es infiel, y él se ve forzado, por la necesidad
LVII
INTRODUCCIÓN
que de ella ha concebido, a buscarla y pretenderla y admitirla
a pesar de tal infidelidad. Nada tiene eso de humillante
—se dice—, dado que Helena fue recibida por
Menelao después del adulterio con Paris, y Vulcano admitió
a Venus a sabiendas de que ella había sido vencida
por el capricho de Marte. Así, la infidelidad de Cintia
es un crimen pequeño, perdonable aun entre los inmortales
(II, x x x i i , 29-34).
Además, el amor único y exclusivo no se da entre los
dioses: no hay diosa que haya vivido para un solo dios,
y Júpiter pudo reducir la virtud y el encierro de Dánae, y
Pasifae se enamoró de la belleza de un toro (Ibid., 55-
60). Es natural, por lo mismo, que entre los hombres
tampoco se engendre ese amor, y que Cintia no le pertenezca
sólo a Propercio.
Nadie, debe tenerse por cierto, es fiel en amor. El
amor separa entre los hombres a los parientes y a los
amigos, provoca el adulterio. Pero esto se justifica: ocurre
también en el mundo superior, donde se dieron los casos
de Menelao y Paris, Jasón y Medea (II, xxxiv, 3-8).
Si él sufre las violencias de Cintia, Paris padecía las
de Helena (III, vm, 26-30); si la mujer es ávida de
bienes materiales, ciertamente lo fueron también Polimnéstor
y Erifila (II, x i i i , 57-60); si Cintia cede a los
consejos de una alcahueta, lo mismo hubieran tenido que
hacer Hipólito y Penélope (IV, v, 5-8).
Pero donde se muestra con evidencia mayor la actitud
persistente de justificar lo que tiene por condenable, medíante
el recurso a las situaciones en que los dioses intervienen,
es en su desolación de vencido irremediable del
amor. No hay duda: el amor triunfa sobre él de todas
suertes y en todo momento. Pero eso no debe ser causa
de admiración. Aquiles, tan superior como le era en valor
LVIII
INTRODUCCIÓN
y en fuerza, sintió sobre sí el peso del mismo dios, y fue
arrastrado por él a casos extremos (II, vm, 29-40).
Por otra parte, ¿qué hay de sorprendente en que el
amor trastorne la vida de Propercio? Hay que recordar
de nuevo a Medea y Jasón, a Pentesilea y Aquiles, a
Hércules y Onfalia. Hércules, Aquiles, Jasón, justifican
los sufrimientos amorosos de Propercio (III, xi, 1-20).
Y finalmente, lo que tengo por más demostrativo: Propercio,
engañado por Cintia, llora. Pero, engañado también,
lloró Júpiter (II, xvi, 54). Si así son las cosas,
todo está bien. No puede ser injusto que Propercio se vea
obligado a llorar, si el propio dios, fuente de toda justicia,
lo hizo por iguales causas.
La misma ley que rige al dios rige al hombre, y de
ese modo lo justifica.
LIX
El fracaso y la victoria
C on todo, el convencimiento de la justicia de su dolor
no es para Propercio, en manera alguna, equiparable con
la felicidad. Los dioses, en verdad, han sufrido como él
sufre. Pero ese conocimiento que él adquiere, tampoco lo
liberta de la necesidad de firmeza pretendida a través del
placer y la dicha.
Asi, el esfuerzo suyo de, afirmar su existencia por
medio del recurso a entidades de índole ideal; de volver
sólido con la solidez indemostrable pero creída de éstas
su vacilante ser real, lo único que tiene, lo solo tangible
e indudable, fracasa también, como fracasaron su llamado
a la grandeza de la poesía y de Roma.
Y el fracaso lo hace siempre regresar a su verdad, que
es la verdad del hombre; a su oscilación de péndulo irregularmente
movido de la desgracia o la alegría, de la
humillación al deseo de felicidad, del nacimiento al sueño,
de la vida a la resurrección.
Retorna él, de este modo, a las exigencias intratables
del amor, que lo constriñe a la dádiva entera; al renunciamiento
a todo cuanto no sea su necesidad sin satisfacción,
la que lleva en sí ' misma la negación de cuanto
pretende. Y ahora las exigencias, la dádiva, el renunciamiento,
la necesidad, han de ser admitidos como destino.
De esto habla Propercio; manifiesta en sus palabras
esa miseria de odio y amor, ese tormento. Ya es solamente
esa especie de lámpara insegura que, por un instante,
alumbra un recoveco del alma que ha padecido y
comprende. Es tan sólo esa luz en la cual todos pudieran
reconocer algo de su sombra más profunda.
LX
Tal es s^única_victoria indisputable: la revelación de
lo oculto que enriquece al Hombre, aT hacerlo reconocer
úna- parte de su pobreza.
INTRODUCCIÓN
LXI
La versión
P o c a fortuna, en verdad, ha tenido la obra de Propercio
entre los traductores de lengua española. Que yo recuerde,
sus poemas completos han sido traducidos sólo dos
veces, una por Germán Salinas y otra por Antonio Tovar
y María T. Belfiore. Ambas versiones son en prosa y
fueron realizadas en España. Ninguna, por tanto, se había
hecho antes en México.
La versión que ofrezco ahora pretende, como lo han
hecho las mías anteriores de las obras completas de Catulo
y Virgilio, apegarse lo más posible al texto en las
palabras y en los ritmos; dentro de los límites impuestos
por las reconocidas dificultades textuales, he procurado
la mayor fidelidad. No sé hasta qué punto la haya logrado.
Como lo he dicho ya en otras ocasiones, no concibo,
para traducir un clásico, otra manera ni otro objetivo
que la literalidad; para conseguirla, la versión 110 ha de
ser de sentido a sentido, porque con este sistema el autor
original queda sometido, en última instancia, a la buena
voluntad de la interpretación subjetiva de su traductor,
sino de palabra a palabra, lo que permite, principalmente
en la versión de escritores latinos al español, dadas las
relaciones estrechísimas entre ambas lenguas, un acercamiento
más verdaderamente objetivo y cierto al sentido
del original.
En efecto, las voces 3^ las construcciones latinas, al
pasar al romance, han conservado en innumerables ocasiones
su significado 3^ su sentido. Por tal razón, al traducir
literalmente las palabras, ese sentido y ese significado
pasan de modo natural a la versión, y permiten dar
una idea de lo que es la obra que sirve de modelo.
LXI I
INTRODUCCIÓN
En cuanto al ritmo: como es de todos sabido, los poemas
de Propercio están escritos en disticos elegiacos, es
decir, compuestos por un hexámetro y un pentámetro,
integrados, a su vez, por combinaciones de pies dáctilos
y espondeos; el esquema rítmico del dístico elegiaco es,
pues, el siguiente:
— ü ü “ CXD ~ ΰΟ — w w ----
—/ — - — —, Hn —; , o
Siguiendo la norma del Pinciano según la cual basta
con tomar de los latinos el número de sus sílabas y el
lugar donde ponen sus acentos para hacer nuestros sus
versos, empleé, para imitar el hexámetro en español, un
verso de medida variable entre las trece y las diecisiete
sílabas, con cesura móvil y solamente dos acentos obligatorios:
aquellos que caen sobre la primera y la cuarta
de sus últimas cinco sílabas; el pentámetro lo trasladé
con un verso dividido en dos hemistiquios, el primero de
los cuales consta de cinco, seis o siete sílabas, sin acento
obligatorio, y el segundo necesariamente de siete, con
acentos fijos en la cuarta y en la sexta.
Por haberme parecido el que más se apega a la tradición
de los manuscritos, para mi versión seguí, con algunas
modificaciones, el texto establecido por Paganelli y
publicado en París en 1961, por la Société d’édition “Les
Belles Lettres

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