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martes, 21 de septiembre de 2010

EL LABERINTO DEL VERDUGO (FRAGMENTO DE LA PRIMERA PARTE)

A todos los blogueros que me han mandado comentarios y solicitando un fragmento de mi novela EL LABERINTO DEL VERDUGO (Premio Editorial Costa Rica 2009) les prometo que hare varias entregas y para que las personas no conocen el texto puedan leer un fragmento de cada capitulo.
DE LA PRIMERA PARTE.

Pavas. Hospital psiquiátrico. Felipe Ossorio en monólogos-diálogos.

Sin hora. 17 días antes del escape.



Volviendo al tema que les quería contar, era la época que ustedes no volvieron. Las charlas se siguieron dando, ¿cuándo? Lo mismo que antes: los viernes de 5 p.m. a 5 a.m., horas de maratónico monólogos-diálogos, porque para ser justos, uno llegaba y el Maestro comenzaba a disparar sin control frases, ideas, argumentos, posturas filosóficas, ideas estéticas, el conocimiento era eruptado desde la gran cúspide, desde la gran montaña de su soledad, por supuesto que el conocimiento lo arrojaba de la montaña de su gran soledad, de eso no te quepa la menor duda, Charlie.

¡No sean pendejos! Sabemos que a Grimaldi le gustaba la soledad, pero no el aislamiento, no el confinamiento. Supongo que era un decepcionado de la vida, era un muerto viviente, un Nosferatu, era un agujero negro en su sabiduría: todo para adentro, nada para afuera...

¿Aquí podríamos cambiar de música, verdad? Existen varios candidatos para el lagrimeo. ¿Chopin, Beethoven?... ¿Escogen? ¡Qué van a escoger si son unos ignorantones de marca mayor y... menor!... ¡Déjenme que yo escojo por ustedes, mis compinches!... A mí, la puritica verdad, me gusta más Beethoven, me impresiona cómo puede pasar de la Quinta sinfonía hasta el segundo movimiento de la Séptima sinfonía... Me encanta y admiro esa fuerza musical, posee un vigor inmenso, torrencial, tormentoso y luego... ayyy, muchachos, una ternura, un sentimiento que a cualquiera se le hace un nudo en la garganta... triste... dramático...

¡Dramático fue lo que siguió en los meses que comenzó a escasear el dinero al Maestro! Ya para ese entonces ustedes no estaban, se habían marchado para el “nuncajamás”, y yo me quedé con el Maestro, me daba puro sentimiento, tristeza... comenzó a vender sus cosas más preciadas para poder sobrevivir, la plata que tenía ahorrada en Italia, por malos manejos, la perdió... nunca me comentó nada, pero yo lo sabía... por terceras personas me enteré, y ¿entonces? Entonces comenzó la debacle, la supernova comenzó a gastársele el combustible, se convertía en una enana gigante, en una estrella sin calor, los residuos de su grandeza comenzaron a girar hacia su propio centro. Entonces, yo seguí visitándolo, fiel, impostergable. Ahora pienso que esa metralleta de hablar durante 10 o 12 horas seguidas era compulsión de soledad, ¡una vez por semana... una vez cada siete días tenía a “alguien” que lo escuchaba!

¿Que qué comíamos? Lo mismo que antes cuando ustedes iban... tortellini y tortelloni, paella, fabada, salmón ahumado, pizza, lasaña. Los tortellini y los tortelloni los hacíamos con salsa, ragú y carne molida, y si no teníamos dinero, los hacíamos en consomé que a mí me encantaba, y por supuesto con queso parmesano pero con más mesura... yo seguí llevando el vino tinto: la libación al sacrificio de sus conocimientos que se derrumbaban sobre sí mismos, que colapsaban en el aliento de la noche, sin ser oídos, desperdigados, solo escuchados por este servidor...



***



La mayoría de las veces –por no decir siempre– llegaba a la mansión del Maestro, y ya lo tenía todo planeado, me sentaba y el café negro estaba en la mesa y tenía al lado de la laptop el papelito de las compras que los viernes hacíamos, y en un ritual asumíamos nuestras pobrezas –porque yo en esos años tampoco estaba boyante económicamente– e íbamos al Auto Mercado con su viejo Honda Accord color azul, sin el marchamo respectivo y por supuesto con la licencia vencida de hacía cinco años, aprovechando la oscuridad de la noche y evitando un parte de la policía de tránsito. Éramos dos delincuentes que la sombra de la noche nos envolvía, cómplice y paliativo de nuestras miserias.

¿Vestimentas preguntás, Charlie? ¿Es importante la respuesta? Un roído pantalón azul oscuro de los que utilizan los atletas para mantener calientes los músculos y una camiseta blanca con un hueco en una manga y calzando unos mocasines –por supuesto sin medias– color marrón, rematando con una barba canosa de cuatro o cinco días, esa era su indumentaria, es la imagen que tengo del Maestro. La única dignidad en las imágenes perturbadoras eran sus prótesis dentales que se ponía apenas salíamos a hacer las compras, en una especie y único acto de mitigar aquel dolor de la debacle inminente, de su cataclismo físico y monetario.

Y semana a semana, agotado con el carrito de las compras, hacía un descanso en medio de los pasadizos o se apoyaba en mi hombro para tomar el aire que sus pulmones le negaban.

Nunca habló del enfisema, nunca confesó que por culpa del fumado se agitaba y estaba en una situación precaria de salud. Yo no le hacía ninguna observación cuando tomaba aire, me contenía la pregunta, fueron de las pocas oportunidades que actué con inteligencia ante el Maestro. Y él, entonces, para tomar aire y mitigar la dolencia, contaba una anécdota o contaba un chiste fingiendo detenerse con el carrito de las compras por el comentario jocoso, y lo más triste era que los dos estábamos al tanto que aquello era una pantomima, una arlequinada, una bufonada pueril, porque la verdad, la vida se le escapaba minuto a minuto, frase tras frase...

Charlie me preguntó sobre la indumentaria del Maestro, yo les pregunto a ustedes: Memo, Lupe, Loli, Jaimito, ¿hasta dónde creen que pueda llegar la dignidad de una persona, o hasta dónde puede llegar la humillación? Depende. Ya para esta última etapa yo no lo visitaba, porque estaba con una beca sacando mi doctorado de filosofía en España, pero lo supe, hasta hoy me parece obsceno, grotesco e indigno... ¿Quieren saber de qué se trata si hablo de dignidad?

Repito: ¿cuánto vale la dignidad de una persona? ¿Hasta qué punto alguien puede bajar la cerviz? Las respuestas sobrarán, indudablemente. Lo cierto es que la dignidad del Maestro se vio mancillada a extremos insospechados, muchachos. Debo confesar que no lo vi, pero lo creo. Ustedes me preguntarán, ¿por qué lo creo? No lo podría explicar, racionalizar, pero lo intuyo, la dignidad y la moral de cualquiera poseen estadios que pueden irse quebrando por múltiples acontecimientos de la vida, y eso fue lo que sucedió con el Maestro. Las aldabas y los cerrojos de su dignidad cayeron junto con su pobreza y su enfermedad. ¿Se imaginan ustedes al Maestro con blusas de flores porque ya no tenía qué ponerse? ¿Se imaginan ustedes al Maestro con prendas femeninas para cubrir su cuerpo? Harto doloroso, insufrible y risible, dolorosamente risible. Una escena bufonesca a la máxima potencia. ¿Cómo un hombre tan orgulloso y altivo se dejó mancillar a tal grado? ¿Misterios de la vida o miserias de la vida? ¿Que quién le facilitó las ropas de mujer? Lo ignoro.

El baile bufonesco era en su mansión, lo sé, porque no salía, pero es igual, las miserias y la degradación son las mismas: públicas o privadas, no existen remedios radicales que erradiquen el dolor del alma para una situación como la descrita, supongo.

Cierro los ojos y me lo imagino sentado en su taburete como una mueca o una sombra de lo que fue. Cierro los ojos y lo veo avanzando en su nostalgia como una llaga lacerante y pútrida de soledad, con todos los abandonos del mundo en sus hombros –ya para entonces nadie lo visitaba–. Fingía ser un hombre, era más una silueta, una sombra empujada hacia el caos de la irrealidad o de lo absurdo.

¿Qué pensaría al final de la existencia humana, del ser? Lo ignoro. Supongo que la pasaría muy mal si continuó siendo un abanderado del epicureísmo. “Ausencia de dolor, huirle al dolor”, frases epicúreas que se devolverían en saetas hacia su carne cansada y enferma.

¡Cuánto debió de sufrir un hijo de Epicuro, porque incluso, el suicidio está vedado en su doctrina! Si hubiera sido un discípulo de los nuestros, del estoicismo, habría aguantado, soportado con dignidad los embates de la vida y, además... ¡un estoico puede suicidarse!, no es inmoral en nuestra filosofía si la vida no es digna de vivirla, entonces le ponés fin, porque no es lo mismo decir “aquel fulano vivió”, a “aquel fulano duró tantos años”. Calidad de vida y no de duración es lo que propugna nuestra doctrina.

“Prudencia, paciencia, resistencia, resignación, constancia, fortaleza”, las virtudes del sabio, según Séneca, y que el Maestro nunca conoció. Ahora que me puedo subir como un enano de feria, como un bufón a los hombros de la fiesta estúpida que es la vida, a las caretas de la burla, veo con claridad que Grimaldi adolecía de las virtudes del sabio y que también nosotros, los que estamos aquí, no las tenemos. Pero la diferencia es que no nos estamos juzgando a nosotros mismos, ya habrá dentro de un ratico oportunidad para eso, no crean que se me hayan olvidado ustedes. Pero las virtudes del sabio es el universo que no conoció en su torpeza y orgullo...



Llegaron los días que dependía de las ventas de sus adornos, estatuas de bronce con bases en mármol, adornos de cristal cortado, ceniceros de cristal de Bohemia, de cristal de Bacará, y objetos queridos que tuvo que irse despojando para sobrevivir. Primero se esfumaron las pinturas al óleo de las paredes. Una tarde que llegué ya no miré a Giordano Bruno en su sitio, en la semipenumbra de donde nos auscultaba cada semana a mí y a mis compañeros de estudio. La pintura de Epicuro desapareció del vestíbulo con la famosa frase en latín: “Escóndete del mundo”, y en más de una ocasión estuvo a punto de vender la pintura al óleo de Vivaldi. Los objetos de cristal cortado de Bohemia, de Bacará, o los innumerables adornos de Murano, irían desapareciendo con las premuras del hambre, lo único rescatado fue la vajilla de plata que permanecía y permaneció incólume hasta el final, una vajilla que fue testigo de bacanales idas en los años que “sus amigos” comieron hasta el hartazgo.

La mayoría de las cosas morían en nieblas de pobreza. Dejó el gran cenicero de cristal de Bohemia para seguir depositando las chingas de los cigarros que formaban montículos, que aparecían y desaparecían constantemente.



A lo contado falta el cierre, la totalidad, la suma de lo apoteósico derrumbándose... Lo sé, sé que lo están esperando...

(1)

Pavas. Hospital psiquiátrico. Felipe Ossorio en monólogos-diálogos.
Sin hora. 16 días antes del escape.



La vida es extraña, existen acontecimientos que uno no podría explicar racionalmente, confluyen hacia nuestros destinos, pareciera que nos aguardan para que puedan cerrar ciclos en este universo general o particular.

Sucedió... la muerte era inminente y acaeció, llegó inesperada pero esperada por él y por los que lo conocían. Nadie estaba a su lado al sobrevenirle el infarto, encontraron el cuerpo tirado en la alfombra persa, en la sala, en posición fetal, hecho un ovillo, con la televisión encendida, ¿el canal?: la RAI. Lo más irónico fue que pasaron varias semanas para enterrarlo y el día que iban a realizar las exequias yo llegué de Europa a Costa Rica, ¡me estaba esperando para que yo fuera a su funeral!

Al “adiós definitivo” fuimos pocas personas, a lo sumo conté siete amigos o conocidos en el cementerio.

Diría que se realizaron unas exequias motzarianas, frugales, económicas... el Maestro que siempre estuvo rodeado de personas, de amigos, a la hora de su muerte, pocos daban el “presente”.

No hubo misas de novenario, ni salió nada en los periódicos (una esquela, digo yo), menos en la televisión anunciando su partida.

A la hora de depositar los restos en el nicho, llegó un cura, rumié oponerme a cualquier acto religioso, pero el desplante –aunque fuéramos pocos, me pareció de mal gusto–, una ironía de la vida: el Maestro que fue un ateo recalcitrante, que no soportaba la presencia de un cura ni a cien metros a la redonda de donde estaba, un promotor de la fe cristiana llegó con su monaguillo y con sus inciensos y rituales estúpidos en el adiós.

Él que me enseñó que la vida y la muerte son un único ciclo en la naturaleza, que la muerte es parte de un proceso normal, él que negó y odió rituales, él que parafraseaba aquel concepto de Epicuro negando la muerte: “Cuando yo estoy la muerte no está y cuando la muerte está yo ya no estoy”... él que negó la religión, un cura imponía una pauta absurda de corolario a la vida del Maestro.

El cura abrió un librito y pronunció algo en latín, y antes de decir las palabras sacramentales, “clavó” un enorme crucifijo de plata en medio del catafalco y enseguida oficiaba la minimisa express, digo que “clavó” el crucifijo porque otra palabra sería imprecisa y vaga, así me pareció aquel crucifijo que tanto él criticó por las miserias y horrores cometidos en nombre de la Iglesia a través de los siglos, le era impuesto en una última afrenta... Y pensé en Giordano Bruno y su historia que Grimaldi me contaba una y otra vez: religión versus intolerancia, ignorancia versus ciencia, cerré los ojos e imaginé a Giordano Bruno en la hoguera, cerré los ojos y miré la rosa roja que fue depositada al día siguiente a donde fue quemado.

El incienso me golpeó las fosas nasales. El cura preguntó si antes de depositar el cuerpo en el nicho alguien deseaba decir alguna semblanza del Maestro. Los presentes callaron, no se atrevieron, yo torpemente empecé diciendo unas frases acerca de Grimaldi, pero no pude terminar, un nudo en la garganta de cuajo me quitó el habla...



—¿Y de los enciclopedistas franceses: Voltaire, Montaigne, Rousseau, Montesquieu, se habló...? ¿Qué sucedió, Ossorio, que no contaste sobre Hobbes, Locke...? ¿Por qué no nos devolvemos un poquito hacia atrás y seguís contando anécdotas del Maestro?

—Es cierto... no conté... paso... no me siento con ganas de contar más anécdotas, se acabó por hoy. A lo mejor mañana haga un esfuerzo y les dé el gusto... ¿Qué les parece?

—¡Más adelante, este servidor les tiene una sorpresita!

—¿...?

—¡...!

—¿¡...!?

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