El arte de recordar
Que tres miembros de una familia –el primero es nuestro padre, Julián Marías–
hayan escrito sobre cine con cierta asiduidad puede hacer pensar que existe entre
nuestros enfoques alguna semejanza o paralelismo, pese a que cada maestrillo
tenga su librillo. En este caso, no creo que haya parentesco: el único punto
común sería precisamente la ausencia, en los tres, de tal «manual», y a cambio
una compartida confianza en la utilidad de la observación atenta y en el ejercicio
–simultáneo y posterior– de una actividad que siempre creí inevitable y
constante, al menos despierto, hasta percatarme, con creciente inquietud, de lo
poco que en general se practica. Me refiero, simplemente, a pensar.
El que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan
nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera. Con
mayor libertad, porque al sustraerse al poder hipnótico del flujo imparable de las
imágenes en una pantalla, y al «suspense» intrínseco de toda narración, lo puede
mirar –aunque sea mentalmente– a otro ritmo, con holgura para establecer
conexiones y asociaciones, para comparar y no quedarse encerrado –como les
sucede cada vez más a muchos cineastas– dentro del propio cine. La realidad y
las demás artes, narraciones antiguas o posteriores, otros momentos, visiones
previas repartidas a lo largo de la propia biografía... arrojan nueva luz, casi sin
proponérselo e incluso si uno se resiste a su asalto, sobre las películas, sean
recientes (nuevas, al menos, para nosotros) o viejas conocidas de la infancia.
A la inquietud por personajes que tal vez nos importen o inspiren simpatía, por el
desarrollo de la intriga, por la capacidad de los artífices de la película para
sostener su ritmo y hacerla llegar a una conclusión satisfactoria, sin desfallecer o
armarse un lío en el trayecto, se añade la que producen el reencuentro y la
inspección –forzosamente crítica, se quiera o no– desde otra edad y
circunstancia, con más experiencia, sin esa ingenuidad infantil o juvenil que
tanto ayuda a activar la siempre conveniente «suspensión de la incredulidad»
que graciosa e interesadamente concedemos a quien se dispone a obsequiarnos
con una narración.
Cuando volvemos a ver Todos los hermanos eran valientes, El talismán, Huida
hacia el sol, Cita en Honduras, Lilí, El prisionero de Zenda, Tierras lejanas, La
casa de los siete halcones, Tres tejanos, Los forasteros, Tambores lejanos, La
casa grande de Jamaica, Mogambo, Scaramouche, El temible burlón, Rumbo a
Java, Los gavilanes del Estrecho, Cuando ruge la marabunta, Safari, Las cuatro
plumas o El hidalgo de los mares –por ejemplo– no sabemos si van a estar a la
altura de nuestro recuerdo, o si nosotros nos vamos a mantener a la suya. Quizá
ya no podamos recuperar la infancia ni por hora y media, es posible que
hayamos sobrepasado una frontera de la que no cabe retroceso, a lo peor no
somos lo bastante crédulos o se nos han embotado la fantasía y la capacidad de
ensoñación, hemos dejado para siempre atrás el Mississippi o la tierra de Nunca
Jamás. Si volvemos a ver el Robinson Crusoe interpretado por Dan O’Herlihy no
podremos ignorar que la dirigió Luis Buñuel ni la novela de Daniel Defoe, y Fort
Apache no es ya una película «de indios» o de John Wayne y Henry Fonda sino,
además y sobre todo, del gran John Ford.
A veces da miedo, como volver a ver a una chica que nos gustó mucho hace
cuarenta años, y que ha perdido ya –como nosotros, claro– la frescura y la
ilusión, aunque pueda conservar la belleza y hasta el humor y el entusiasmo que
produce mirar sólo hacia delante y no llevar carga alguna a las espaldas, pero
que, evidentemente, no es la misma que recordamos, y corremos el riesgo de que
su imagen presente se superponga definitivamente, borrándola, a la que justo
antes permanecía aún viva en nuestra memoria. Sé de algunos que evitan tales
ocasiones sistemáticamente, con cierto temor supersticioso y no sin un punto de
excusable cobardía. No así mi hermano Javier, que va poco a los cines desde
hace años pero sigue viendo, en su casa, cada vez más asimiladas a los libros,
más a mano y consultables según el impulso o el deseo, muchas películas, y que
parece empeñado en volver a ver cuantas de niños nos gustaron –estábamos
entonces mucho más de acuerdo–, e incluso alguna que quizá sospeche que no
llegó a apreciar en su justo valor precisamente porque sabía demasiado poco de
muchas cosas para comprenderla cabalmente. Tal vez para verificar si su rostro
hoy coincide con el que ayer imaginara para un mañana entonces muy lejano, en
ocasiones puramente hipotético (pues nunca se sabe si uno logrará volver a ver
una película, y entonces mucho menos que en la actualidad: no había vídeos ni
DVD, ni siquiera televisión, o apenas).
Quien escribe sobre una película, aunque acabe de verla, se basa en un recuerdo,
en lo que de ella rememora, en el rastro o la huella que dejó en uno. La mira no
como algo presente, que está desfilando en la pantalla, sino como algo ya
ocurrido, pasado, fugitivo en su propio movimiento, tal vez distorsionado o
difuminado por nuestra percepción y lo que de ella hace la caprichosa y
contradictoria memoria, selectiva y autónoma (cuántas cosas que queremos
olvidar recordamos, cuántas de las que querríamos acordarnos se nos borran,
cuántos datos inútiles y sin interés nos acompañan de por vida o nos vendrán
inopinadamente a la cabeza). Es doblemente un fantasma, que nos habla de otros
fantasmas, que lo son además al menos en dos sentidos: es ya espectral su
presencia entrevista y fugaz –que en seguida se hace insegura, pues dudamos de
nuestra vista y nuestro oído incluso antes de desconfiar de su surco–,
consustancial al cine, y, a poco que haya pasado un cierto tiempo, sus actores (y
sus artífices, casi siempre invisibles) habrán muerto, aunque todavía se agiten en
la pantalla y los veamos aparentemente vivos, angustiados o felices y divertidos
(hasta Katharine Hepburn y Cary Grant en La fiera de mi niña, que parecen
disfrutar eternamente, son hoy fantasmas de celuloide).
Cuando Javier Marías escribe sobre cine (y otras imágenes) no es ni el novelista
ni el ciudadano homónimo que publica «columnas» en prensa y comenta lo que
sucede a su alrededor –lo que le indigna, molesta o preocupa, sólo a veces lo que
le alegra, divierte o agrada–, sino un personaje intermedio, lo que de él
permanece invariable desde que le conozco –y soy cuatro años mayor–, a pesar
de otros cambios. Todo ello, claro, para quien sinceramente crea que hay dos o
más Javieres, cosa que, con perdón, me permito dudar. Lo mismo que no es uno
el que escribe y otro el que habla, yo reconozco siempre su voz cuando leo sus
novelas y sus artículos, e incluso a menudo la oigo cuando me hace partícipe de
los pensamientos de sus narradores en primera persona, con los que en cambio se
le tiende a identificar abusivamente, pese a que suelen ser bastante diferentes de
mi hermano, aunque tengan un modo de pensar muy semejante: no piensan lo
mismo, ni comparten demasiadas opiniones, pero creo evidente que Javier les
presta –entre otras cosas– su manera de pensar, de interrogarse, de dudar, de
hacer hipótesis, de tener ocurrencias, de gastar bromas, de «leer» en las caras y
en los gestos, de rememorar y especular, de extrapolar, de tener presente lo que
no lo está ya o no se percibe todavía, sólo se intuye. Casi todo eso, por cierto, es
algo que Javier, sospecho, ha aprendido no sólo por libre ni leyendo, sino
también, en buena medida, viendo mucho cine.
De hecho, son actividades que eran habituales y casi se daban por supuestas al
ver una película, que, salvo casos pesadamente explícitos, lo que hace es
mostrarle a uno rostros, gestos, posturas, acciones, que uno debe interpretar. Hay
actores que inspiran confianza y otros que rezuman malicia o doblez, y de cuyas
promesas no nos fiamos. A veces, detectamos contradicciones entre lo que dicen
y sus actos, lo que hemos visto o estamos a punto de ver que hacen. Escrutar un
rostro, a veces en primer término, a veces al fondo del plano, es tarea usual del
espectador cinematográfico, aunque hoy la desatiendan hasta los críticos. Saber a
qué atenerse, según mi padre el objetivo de la filosofía, es también a lo que
aspira el que está viendo una película, o, a fin de cuentas, el que vive despierto.
Así que no es extraño que esta labor de «traducción» de gestos, posturas o
miradas sea una de las actividades principales de los personajes de las novelas de
Javier, ni que sus narradores interpreten constantemente lo que les rodea o les ha
sucedido, que se planteen dudas e hipótesis alternativas sobre lo que va
ocurriendo. No se olvide, por otra parte, que la condición, sólo aparentemente
pasiva, del espectador de cine es bastante semejante a la del novelista –que
Javier ha asimilado con frecuencia a un fantasma, que no puede intervenir pero
que se ve afectado y concernido por los hechos que presencia o presiente–, sobre
todo si, como suele, va descubriendo a los personajes sobre la marcha, sin un
plan preconcebido. Por eso es engañosamente visual su narrativa, hecha –como
toda verdadera literatura– fundamentalmente de palabras, y por eso algunos
creen, al hilo de la lectura, al visualizarlas pese a lo escasamente descriptivo que
suele ser Javier, que sus novelas son «muy cinematográficas». Incluso los hay
que imaginan tarea fácil llevarlas a la pantalla; si no se han dado más batacazos
(tras uno sonado) es porque Javier, de momento, no lo ha consentido, sin dejarse
seducir por el señuelo que para muchos representa todavía el cine.
Sus escritos relacionados con el cine son esencialmente literarios, pero no se
conforman con narrar de nuevo o desmenuzar los argumentos de las películas;
Javier no es propiamente lo que hoy se considera un «crítico cinematográfico» –
que poco tiene que ver, por lo demás, con el ejercicio de la función crítica–, pero
en cambio sabe muy bien que en el cine, como por lo demás en la literatura, no
es tan importante lo que se cuenta –a la postre, hay pocas historias
completamente originales y ya han sido relatadas, los posibles temas son muy
elementales, vastos y difusos–, sino la manera de contarlo, de abordarlo y
desarrollarlo, en cada caso con los instrumentos propios del arte respectivo, en
alguna parte comunes, en la mayor muy distintos; y sabe también, porque no
menosprecia el cine –como tantos escritores, por mucho que proclamen su
cinefilia–, que hay cosas que puede hacer que a la literatura le están vedadas, al
menos con la misma soltura y economía, y viceversa, y que muchas grandes
historias cinematográficas parten de obritas literariamente muy menores,
mientras que pocas veces el cine ha conseguido estar a la altura de las mejores
novelas que ha adaptado, casi siempre con inevitable (y hasta diría que justa y
necesaria) infidelidad, a su letra por supuesto y a veces al espíritu, y que ha
seguido sus peripecias sólo en parte y de otro modo, transformándolas en algo
diferente: haciéndolas cine. Como traductor, Javier no ignora las dificultades de
trasladar un texto a otra lengua; y a veces se preguntará, claro está, si hay
necesidad de que exista también como película lo que ya es satisfactorio y
suficiente en forma de libro, hasta cuando es posible hacer una versión de
calidad comparable.
Aunque pocos se hayan percatado, el cine es un elemento formador esencial en
las novelas de Javier. No sólo porque, a través del casi omnipresente narrador en
primera persona –no siempre un personaje, pero nunca descrito, e imaginable,
por tanto, con entera libertad; quizá por eso, a falta de otro, muchos lectores
tienden a ponerle el rostro de Javier–, nos recuerden las voces en off –subjetivas,
en esa misma persona del singular, retrospectivas y reflexivas– de muchas
películas, sino porque el perdido hábito de contar las películas vistas a los
amigos, con acotaciones, dudas, añadidos, correcciones o matizaciones sobre la
marcha, vueltas atrás que –estén o no en la película– pertenecen a su
narración/descripción, tiene mucho que ver, en mi opinión, con el peculiar estilo
narrativo de Javier, tan proclive a la digresión y la elipsis, a las rimas interiores,
a las variaciones y modulaciones, a estirar el instante y a viajar por el tiempo sin
otra máquina que la palabra. Por eso la mayoría de sus novelas, sobre todo las
más maduras –las menos pródigas en referencias cinematográficas–, parecen
«películas contadas», aunque no ya recordándolas, sino a medida que transcurre
su proyección, por alguien que sabe tan poco como nosotros mismos cuál va a
ser el desarrollo ulterior, no digamos su conclusión: ni el mismo autor sabe lo
que va a suceder en el último capítulo, en el último rollo de esa película que él
mismo sueña.
De sus bastante numerosos escritos sobre cine o –más abundantes– en los que
una película (o una imagen) desempeña algún papel importante, sea tácito o
explícito, que siempre encuentro muy interesantes y originales, comparta o no
sus valoraciones, yo prefiero, sobre todo, algunos de los que ha dedicado –más
largos– a varias de sus películas predilectas, que no son precisamente las vistas
de niño, sino más tarde –como El fantasma y la señora Muir o The Life and
Death of Colonel Blimp, Campanadas a medianoche o La vida privada de
Sherlock Holmes, a menudo elegíacas–, algunos pasajes sobre varias de John
Ford como El hombre que mató a Liberty Valance o El hombre tranquilo, y
también, de otra manera, los artículos más divertidos y (a primera vista)
arbitrarios, los centrados en actores o personajes, a menudo pintorescos o
menores. O los que, sin tratar primariamente de cine, revelan también lo
aprendido en él por Javier: una manera de mirar las fotos, los bustos parlantes de
la televisión y los «hombres públicos» en general, a los que Javier escudriña y
enjuicia como si fuesen actores interpretando personajes de película, fiándose
poco de sus promesas y sonrisas y huecas palabras y dando más crédito a su
parecido con ciertos tipos cinematográficos: ese empresario al que Coppola
contrataría sólo como secundario de El padrino, ese noble prócer que recuerda al
hipócrita Claude Rains de Caballero sin espada o al Charles Laughton de
Tempestad sobre Washington –encima en versión cutre–, ese intelectual que hace
los mismos gestos de Jack Elam o ese político achulado, frágil gallito como Dan
Duryea... Quizá en la sociedad del espectáculo y la comunicación sea necesario
valorar las «interpretaciones» y los personajes que tratan de representar, y eso
los que han visto mucho buen cine están en mejores condiciones de hacerlo y
señalar el simulacro, el histrión y el impostor que los que omitieron tan
provechoso ejercicio.
MIGUEL MARÍAS
Nota sobre la edición
Los sesenta y tres artículos reunidos en esta antología tienen como tema
principal algún aspecto relacionado con el cine; conviene aclarar, por tanto, que
no se han incluido otros textos del autor que, aunque contengan menciones a un
cineasta, a una película o a un actor, tratan de un asunto específico de diferente
índole. A la hora de establecer la ordenación temática nos hemos dejado guiar
por la lectura de las propias piezas. Así llegamos a distribuirlas en ocho
apartados o bloques, con la intención de proponerle al lector un juego de
secuencias argumentales que, de paso, muestren las querencias, aficiones y
preocupaciones del escritor Javier Marías. De ahí que el artículo que abre el
volumen, «Todos los días llegan», tenga tratamiento especial y constituya por sí
mismo una sección (bajo el epígrafe «El novelista que se fue al cine»), ya que en
él el autor expone su cinefilia en relación con su narrativa. En el bloque
«Películas con música e insomnio incluidos» están los artículos dedicados a
comentar películas (casi siempre las preferidas por Marías, aunque también haya
alguna denostada); en «Dos maestros y dos parientes», los homenajes a
determinados directores; en «Este don tan raro», los textos que ensalzan el
trabajo de actores y actrices; en «El balón en la sala», alguna muestra (hay otras)
de la divertida y sorprendente vinculación entre fútbol y cine que Javier Marías
establece juntando dos de sus aficiones; en «De buena ley», las piezas más
reflexivas sobre el arte cinematográfico, la verosimilitud y el uso de los distintos
recursos; en «La rueda del mundo», los artículos más políticos en un sentido
amplio, los que más tienen que ver con hechos o figuras de la historia que las
imágenes nos desvelan; y por último, en la sección «La tentación de salirse», se
han agrupado los textos que tratan tanto la vertiente pública del cine (críticos,
productores, premios), como algunos de los síntomas más inquietantes de
nuestra sociedad que no escapan a la cámara ni a un espectador sagaz.
Como los artículos de este volumen no son inéditos (publicados inicialmente en
revistas o libros, la gran mayoría ya han sido recogidos por Javier Marías en sus
libros de recopilaciones), hemos creído oportuno dar las procedencias de todos
ellos en el listado que se ofrece al final de la antología. La fecha que figura en el
índice junto a los artículos es la de su primera publicación, que generalmente
coincide con la de su composición. Respecto al apéndice («Encuestas de Nickel
Odeon»), es de rigor señalar que la revista de cine Nickel Odeon, desde 1995
hasta 2003, se dedicó con encomiable esfuerzo y entusiasmo a realizar encuestas
entre cineastas y cinéfilos españoles para conocer sus preferencias. Javier
Marías, además de colaborar con algún artículo, fue uno de los más asiduos
encuestados.
Queremos dar las gracias a Miguel Marías por su magnífico prólogo y por sus
siempre atinadas sugerencias. Para acabar, decir que ha sido un verdadero placer
para nosotras irnos al cine con Javier Marías, placer que nos alegra compartir
con usted, lector.
LAS EDITORAS