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martes, 9 de abril de 2024

DONDE TODO HA SUCEDIDO AL SALIR DEL CINE PRÓLOGO

 



El arte de recordar

Que tres miembros de una familia –el primero es nuestro padre, Julián Marías–

hayan escrito sobre cine con cierta asiduidad puede hacer pensar que existe entre

nuestros enfoques alguna semejanza o paralelismo, pese a que cada maestrillo

tenga su librillo. En este caso, no creo que haya parentesco: el único punto

común sería precisamente la ausencia, en los tres, de tal «manual», y a cambio

una compartida confianza en la utilidad de la observación atenta y en el ejercicio

–simultáneo y posterior– de una actividad que siempre creí inevitable y

constante, al menos despierto, hasta percatarme, con creciente inquietud, de lo

poco que en general se practica. Me refiero, simplemente, a pensar.

El que piensa acerca de lo que ha contemplado lo recuerda, a menudo tan

nítidamente que lo ve de nuevo, y no sólo una vez más, sino de otra manera. Con

mayor libertad, porque al sustraerse al poder hipnótico del flujo imparable de las

imágenes en una pantalla, y al «suspense» intrínseco de toda narración, lo puede

mirar –aunque sea mentalmente– a otro ritmo, con holgura para establecer

conexiones y asociaciones, para comparar y no quedarse encerrado –como les

sucede cada vez más a muchos cineastas– dentro del propio cine. La realidad y

las demás artes, narraciones antiguas o posteriores, otros momentos, visiones

previas repartidas a lo largo de la propia biografía... arrojan nueva luz, casi sin

proponérselo e incluso si uno se resiste a su asalto, sobre las películas, sean

recientes (nuevas, al menos, para nosotros) o viejas conocidas de la infancia.

A la inquietud por personajes que tal vez nos importen o inspiren simpatía, por el

desarrollo de la intriga, por la capacidad de los artífices de la película para

sostener su ritmo y hacerla llegar a una conclusión satisfactoria, sin desfallecer o

armarse un lío en el trayecto, se añade la que producen el reencuentro y la

inspección –forzosamente crítica, se quiera o no– desde otra edad y

circunstancia, con más experiencia, sin esa ingenuidad infantil o juvenil que

tanto ayuda a activar la siempre conveniente «suspensión de la incredulidad»

que graciosa e interesadamente concedemos a quien se dispone a obsequiarnos

con una narración.

Cuando volvemos a ver Todos los hermanos eran valientes, El talismán, Huida

hacia el sol, Cita en Honduras, Lilí, El prisionero de Zenda, Tierras lejanas, La

casa de los siete halcones, Tres tejanos, Los forasteros, Tambores lejanos, La

casa grande de Jamaica, Mogambo, Scaramouche, El temible burlón, Rumbo a

Java, Los gavilanes del Estrecho, Cuando ruge la marabunta, Safari, Las cuatro

plumas o El hidalgo de los mares –por ejemplo– no sabemos si van a estar a la

altura de nuestro recuerdo, o si nosotros nos vamos a mantener a la suya. Quizá

ya no podamos recuperar la infancia ni por hora y media, es posible que

hayamos sobrepasado una frontera de la que no cabe retroceso, a lo peor no

somos lo bastante crédulos o se nos han embotado la fantasía y la capacidad de

ensoñación, hemos dejado para siempre atrás el Mississippi o la tierra de Nunca

Jamás. Si volvemos a ver el Robinson Crusoe interpretado por Dan O’Herlihy no

podremos ignorar que la dirigió Luis Buñuel ni la novela de Daniel Defoe, y Fort

Apache no es ya una película «de indios» o de John Wayne y Henry Fonda sino,

además y sobre todo, del gran John Ford.

A veces da miedo, como volver a ver a una chica que nos gustó mucho hace

cuarenta años, y que ha perdido ya –como nosotros, claro– la frescura y la

ilusión, aunque pueda conservar la belleza y hasta el humor y el entusiasmo que

produce mirar sólo hacia delante y no llevar carga alguna a las espaldas, pero

que, evidentemente, no es la misma que recordamos, y corremos el riesgo de que

su imagen presente se superponga definitivamente, borrándola, a la que justo

antes permanecía aún viva en nuestra memoria. Sé de algunos que evitan tales

ocasiones sistemáticamente, con cierto temor supersticioso y no sin un punto de

excusable cobardía. No así mi hermano Javier, que va poco a los cines desde

hace años pero sigue viendo, en su casa, cada vez más asimiladas a los libros,

más a mano y consultables según el impulso o el deseo, muchas películas, y que

parece empeñado en volver a ver cuantas de niños nos gustaron –estábamos

entonces mucho más de acuerdo–, e incluso alguna que quizá sospeche que no

llegó a apreciar en su justo valor precisamente porque sabía demasiado poco de

muchas cosas para comprenderla cabalmente. Tal vez para verificar si su rostro

hoy coincide con el que ayer imaginara para un mañana entonces muy lejano, en

ocasiones puramente hipotético (pues nunca se sabe si uno logrará volver a ver

una película, y entonces mucho menos que en la actualidad: no había vídeos ni

DVD, ni siquiera televisión, o apenas).

Quien escribe sobre una película, aunque acabe de verla, se basa en un recuerdo,

en lo que de ella rememora, en el rastro o la huella que dejó en uno. La mira no

como algo presente, que está desfilando en la pantalla, sino como algo ya

ocurrido, pasado, fugitivo en su propio movimiento, tal vez distorsionado o

difuminado por nuestra percepción y lo que de ella hace la caprichosa y

contradictoria memoria, selectiva y autónoma (cuántas cosas que queremos

olvidar recordamos, cuántas de las que querríamos acordarnos se nos borran,

cuántos datos inútiles y sin interés nos acompañan de por vida o nos vendrán

inopinadamente a la cabeza). Es doblemente un fantasma, que nos habla de otros

fantasmas, que lo son además al menos en dos sentidos: es ya espectral su

presencia entrevista y fugaz –que en seguida se hace insegura, pues dudamos de

nuestra vista y nuestro oído incluso antes de desconfiar de su surco–,

consustancial al cine, y, a poco que haya pasado un cierto tiempo, sus actores (y

sus artífices, casi siempre invisibles) habrán muerto, aunque todavía se agiten en

la pantalla y los veamos aparentemente vivos, angustiados o felices y divertidos

(hasta Katharine Hepburn y Cary Grant en La fiera de mi niña, que parecen

disfrutar eternamente, son hoy fantasmas de celuloide).

Cuando Javier Marías escribe sobre cine (y otras imágenes) no es ni el novelista

ni el ciudadano homónimo que publica «columnas» en prensa y comenta lo que

sucede a su alrededor –lo que le indigna, molesta o preocupa, sólo a veces lo que

le alegra, divierte o agrada–, sino un personaje intermedio, lo que de él

permanece invariable desde que le conozco –y soy cuatro años mayor–, a pesar

de otros cambios. Todo ello, claro, para quien sinceramente crea que hay dos o

más Javieres, cosa que, con perdón, me permito dudar. Lo mismo que no es uno

el que escribe y otro el que habla, yo reconozco siempre su voz cuando leo sus

novelas y sus artículos, e incluso a menudo la oigo cuando me hace partícipe de

los pensamientos de sus narradores en primera persona, con los que en cambio se

le tiende a identificar abusivamente, pese a que suelen ser bastante diferentes de

mi hermano, aunque tengan un modo de pensar muy semejante: no piensan lo

mismo, ni comparten demasiadas opiniones, pero creo evidente que Javier les

presta –entre otras cosas– su manera de pensar, de interrogarse, de dudar, de

hacer hipótesis, de tener ocurrencias, de gastar bromas, de «leer» en las caras y

en los gestos, de rememorar y especular, de extrapolar, de tener presente lo que

no lo está ya o no se percibe todavía, sólo se intuye. Casi todo eso, por cierto, es

algo que Javier, sospecho, ha aprendido no sólo por libre ni leyendo, sino

también, en buena medida, viendo mucho cine.

De hecho, son actividades que eran habituales y casi se daban por supuestas al

ver una película, que, salvo casos pesadamente explícitos, lo que hace es

mostrarle a uno rostros, gestos, posturas, acciones, que uno debe interpretar. Hay

actores que inspiran confianza y otros que rezuman malicia o doblez, y de cuyas

promesas no nos fiamos. A veces, detectamos contradicciones entre lo que dicen

y sus actos, lo que hemos visto o estamos a punto de ver que hacen. Escrutar un

rostro, a veces en primer término, a veces al fondo del plano, es tarea usual del

espectador cinematográfico, aunque hoy la desatiendan hasta los críticos. Saber a

qué atenerse, según mi padre el objetivo de la filosofía, es también a lo que

aspira el que está viendo una película, o, a fin de cuentas, el que vive despierto.

Así que no es extraño que esta labor de «traducción» de gestos, posturas o

miradas sea una de las actividades principales de los personajes de las novelas de

Javier, ni que sus narradores interpreten constantemente lo que les rodea o les ha

sucedido, que se planteen dudas e hipótesis alternativas sobre lo que va

ocurriendo. No se olvide, por otra parte, que la condición, sólo aparentemente

pasiva, del espectador de cine es bastante semejante a la del novelista –que

Javier ha asimilado con frecuencia a un fantasma, que no puede intervenir pero

que se ve afectado y concernido por los hechos que presencia o presiente–, sobre

todo si, como suele, va descubriendo a los personajes sobre la marcha, sin un

plan preconcebido. Por eso es engañosamente visual su narrativa, hecha –como

toda verdadera literatura– fundamentalmente de palabras, y por eso algunos

creen, al hilo de la lectura, al visualizarlas pese a lo escasamente descriptivo que

suele ser Javier, que sus novelas son «muy cinematográficas». Incluso los hay

que imaginan tarea fácil llevarlas a la pantalla; si no se han dado más batacazos

(tras uno sonado) es porque Javier, de momento, no lo ha consentido, sin dejarse

seducir por el señuelo que para muchos representa todavía el cine.

Sus escritos relacionados con el cine son esencialmente literarios, pero no se

conforman con narrar de nuevo o desmenuzar los argumentos de las películas;

Javier no es propiamente lo que hoy se considera un «crítico cinematográfico» –

que poco tiene que ver, por lo demás, con el ejercicio de la función crítica–, pero

en cambio sabe muy bien que en el cine, como por lo demás en la literatura, no

es tan importante lo que se cuenta –a la postre, hay pocas historias

completamente originales y ya han sido relatadas, los posibles temas son muy

elementales, vastos y difusos–, sino la manera de contarlo, de abordarlo y

desarrollarlo, en cada caso con los instrumentos propios del arte respectivo, en

alguna parte comunes, en la mayor muy distintos; y sabe también, porque no

menosprecia el cine –como tantos escritores, por mucho que proclamen su

cinefilia–, que hay cosas que puede hacer que a la literatura le están vedadas, al

menos con la misma soltura y economía, y viceversa, y que muchas grandes

historias cinematográficas parten de obritas literariamente muy menores,

mientras que pocas veces el cine ha conseguido estar a la altura de las mejores

novelas que ha adaptado, casi siempre con inevitable (y hasta diría que justa y

necesaria) infidelidad, a su letra por supuesto y a veces al espíritu, y que ha

seguido sus peripecias sólo en parte y de otro modo, transformándolas en algo

diferente: haciéndolas cine. Como traductor, Javier no ignora las dificultades de

trasladar un texto a otra lengua; y a veces se preguntará, claro está, si hay

necesidad de que exista también como película lo que ya es satisfactorio y

suficiente en forma de libro, hasta cuando es posible hacer una versión de

calidad comparable.

Aunque pocos se hayan percatado, el cine es un elemento formador esencial en

las novelas de Javier. No sólo porque, a través del casi omnipresente narrador en

primera persona –no siempre un personaje, pero nunca descrito, e imaginable,

por tanto, con entera libertad; quizá por eso, a falta de otro, muchos lectores

tienden a ponerle el rostro de Javier–, nos recuerden las voces en off –subjetivas,

en esa misma persona del singular, retrospectivas y reflexivas– de muchas

películas, sino porque el perdido hábito de contar las películas vistas a los

amigos, con acotaciones, dudas, añadidos, correcciones o matizaciones sobre la

marcha, vueltas atrás que –estén o no en la película– pertenecen a su

narración/descripción, tiene mucho que ver, en mi opinión, con el peculiar estilo

narrativo de Javier, tan proclive a la digresión y la elipsis, a las rimas interiores,

a las variaciones y modulaciones, a estirar el instante y a viajar por el tiempo sin

otra máquina que la palabra. Por eso la mayoría de sus novelas, sobre todo las

más maduras –las menos pródigas en referencias cinematográficas–, parecen

«películas contadas», aunque no ya recordándolas, sino a medida que transcurre

su proyección, por alguien que sabe tan poco como nosotros mismos cuál va a

ser el desarrollo ulterior, no digamos su conclusión: ni el mismo autor sabe lo

que va a suceder en el último capítulo, en el último rollo de esa película que él

mismo sueña.

De sus bastante numerosos escritos sobre cine o –más abundantes– en los que

una película (o una imagen) desempeña algún papel importante, sea tácito o

explícito, que siempre encuentro muy interesantes y originales, comparta o no

sus valoraciones, yo prefiero, sobre todo, algunos de los que ha dedicado –más

largos– a varias de sus películas predilectas, que no son precisamente las vistas

de niño, sino más tarde –como El fantasma y la señora Muir o The Life and

Death of Colonel Blimp, Campanadas a medianoche o La vida privada de

Sherlock Holmes, a menudo elegíacas–, algunos pasajes sobre varias de John

Ford como El hombre que mató a Liberty Valance o El hombre tranquilo, y

también, de otra manera, los artículos más divertidos y (a primera vista)

arbitrarios, los centrados en actores o personajes, a menudo pintorescos o

menores. O los que, sin tratar primariamente de cine, revelan también lo

aprendido en él por Javier: una manera de mirar las fotos, los bustos parlantes de

la televisión y los «hombres públicos» en general, a los que Javier escudriña y

enjuicia como si fuesen actores interpretando personajes de película, fiándose

poco de sus promesas y sonrisas y huecas palabras y dando más crédito a su

parecido con ciertos tipos cinematográficos: ese empresario al que Coppola

contrataría sólo como secundario de El padrino, ese noble prócer que recuerda al

hipócrita Claude Rains de Caballero sin espada o al Charles Laughton de

Tempestad sobre Washington –encima en versión cutre–, ese intelectual que hace

los mismos gestos de Jack Elam o ese político achulado, frágil gallito como Dan

Duryea... Quizá en la sociedad del espectáculo y la comunicación sea necesario

valorar las «interpretaciones» y los personajes que tratan de representar, y eso

los que han visto mucho buen cine están en mejores condiciones de hacerlo y

señalar el simulacro, el histrión y el impostor que los que omitieron tan

provechoso ejercicio.

MIGUEL MARÍAS


Nota sobre la edición

Los sesenta y tres artículos reunidos en esta antología tienen como tema

principal algún aspecto relacionado con el cine; conviene aclarar, por tanto, que

no se han incluido otros textos del autor que, aunque contengan menciones a un

cineasta, a una película o a un actor, tratan de un asunto específico de diferente

índole. A la hora de establecer la ordenación temática nos hemos dejado guiar

por la lectura de las propias piezas. Así llegamos a distribuirlas en ocho

apartados o bloques, con la intención de proponerle al lector un juego de

secuencias argumentales que, de paso, muestren las querencias, aficiones y

preocupaciones del escritor Javier Marías. De ahí que el artículo que abre el

volumen, «Todos los días llegan», tenga tratamiento especial y constituya por sí

mismo una sección (bajo el epígrafe «El novelista que se fue al cine»), ya que en

él el autor expone su cinefilia en relación con su narrativa. En el bloque

«Películas con música e insomnio incluidos» están los artículos dedicados a

comentar películas (casi siempre las preferidas por Marías, aunque también haya

alguna denostada); en «Dos maestros y dos parientes», los homenajes a

determinados directores; en «Este don tan raro», los textos que ensalzan el

trabajo de actores y actrices; en «El balón en la sala», alguna muestra (hay otras)

de la divertida y sorprendente vinculación entre fútbol y cine que Javier Marías

establece juntando dos de sus aficiones; en «De buena ley», las piezas más

reflexivas sobre el arte cinematográfico, la verosimilitud y el uso de los distintos

recursos; en «La rueda del mundo», los artículos más políticos en un sentido

amplio, los que más tienen que ver con hechos o figuras de la historia que las

imágenes nos desvelan; y por último, en la sección «La tentación de salirse», se

han agrupado los textos que tratan tanto la vertiente pública del cine (críticos,

productores, premios), como algunos de los síntomas más inquietantes de

nuestra sociedad que no escapan a la cámara ni a un espectador sagaz.

Como los artículos de este volumen no son inéditos (publicados inicialmente en

revistas o libros, la gran mayoría ya han sido recogidos por Javier Marías en sus

libros de recopilaciones), hemos creído oportuno dar las procedencias de todos

ellos en el listado que se ofrece al final de la antología. La fecha que figura en el

índice junto a los artículos es la de su primera publicación, que generalmente

coincide con la de su composición. Respecto al apéndice («Encuestas de Nickel

Odeon»), es de rigor señalar que la revista de cine Nickel Odeon, desde 1995

hasta 2003, se dedicó con encomiable esfuerzo y entusiasmo a realizar encuestas

entre cineastas y cinéfilos españoles para conocer sus preferencias. Javier

Marías, además de colaborar con algún artículo, fue uno de los más asiduos

encuestados.

Queremos dar las gracias a Miguel Marías por su magnífico prólogo y por sus

siempre atinadas sugerencias. Para acabar, decir que ha sido un verdadero placer

para nosotras irnos al cine con Javier Marías, placer que nos alegra compartir

con usted, lector.

LAS EDITORAS

miércoles, 14 de junio de 2023

LOS OJOS DEL DIABLO — 1989 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




LOS OJOS DEL DIABLO

 

— 1989 —

 

 

Producida por Claudio Argento, «Los ojos del diablo» fue el resultado de un ambicioso proyecto que quería homenajear a Edgar Allan Poe, recogiendo la mirada de un selecto grupo de invitados que incluía, a parte de Argento y George A. Romero, a John Carpenter, a Wes Craven y a los escritores Stephen King y Clive Barker. La imposibilidad de reunirlos a todos en las fechas previstas para el rodaje dejó el film tal y como hoy lo conocemos. Romero, que en un principio se planteó adaptar “La máscara de la Muerte roja”, se acabó haciendo cargo del relato “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”: una verdad que el cineasta de Pittsburgh ambientó en el presente y que reconstruyó a su antojo, con la inclusión de una trama de adulterio, un complot criminal, unos desalentadores enviados del más allá, y hasta un Valdemar ejerciendo de living death. A pesar de una puesta en escena cuya sobriedad invitaba a impremeditados efectos de distanciamiento, la película que involucraba a la carpenteriana Adrienne Barbeau y a Ramy “Juez Marshall” Zada, conseguía por momentos atrapar algo del atávico horror del texto literario. Argento, por su parte, concentró su interés inicial en el relato ‘El pozo y el péndulo’, que quiso ambientar en el turbulento Chile de Pinochet. El tono marcadamente político que esa operación suponía acabó dando paso, sin embargo, a una adaptación de carácter completamente intimista: la radiografía de una pareja en crisis, que se constituiría en su peculiar versión de ‘El gato negro’.

 

 

 

 

 

Harvey Keitel seriamente abducido.

 

 

  Sinopsis

 

 

Rod Usher (Harvey Keitel) y Annabel (Madeleine Potter) forman una pareja que no vive su mejor momento. Fotógrafo especializado en crímenes, Usher se enfrenta diariamente a un espectáculo terrible y desalentador que presiona su sensibilidad artística hacia la parte más oscura de sí mismo. La compañía de una gata negra con la que Annabel —una apacible profesora de violín— ha decidido quedarse traerá consecuencias irreparables para la estabilidad doméstica. Usher sacrifica al animal en una de sus sesiones fotográficas. La desaparición del felino conduce a la mujer a un estado depresivo que exaspera a Usher, cada vez más dependiente de la bebida. Annabel encuentra algo de alivio en las atenciones amorosas de uno de sus alumnos. La sospecha de que Usher ha tenido algo que ver en la desaparición del animal se confirma con el descubrimiento de la fotografía del gato agónico en la portada de su último libro. Aterrada por el comportamiento de su compañero sentimental, la joven decide abandonarlo de inmediato. Cuando está a punto de irse de la casa, Usher regresa con un nuevo felino, una gata negra que ha adquirido en un bar regentado por una seductora e enigmática mujer, Eleonora (Sally Kirkland). Al descubrir que el animal tiene una extraña marca blanca en el cuello, que reproduce un patíbulo, Usher imagina que está siendo víctima de un hechizo, como castigo por la muerte del primer gato. Desesperado, intenta matar al nuevo animal, pero Annabel se lo impide. Usher, completamente borracho, persigue a la gata por toda la casa y mata accidentalmente a Annabel cuando la mujer se interpone en el camino del hacha. El animal consigue escapar. Después de tapiar el cadáver de su compañera en una de las estancias, Usher idea un plan para conseguir una coartada que lo aparte de cualquier sospecha: finge, ante sus vecinos (Martin Balsam y Kim Hunter), irse de vacaciones con Annabel. A su vuelta, Usher explica que Annabel le ha abandonado, ante el escepticismo del alumno preferido de la muerta, que ha entrado clandestinamente en la casa y que sospecha lo peor. Unos maullidos alertan a Usher y le conducen hasta la pared tras la cual reposa el cadáver de Annabel: con la tensión y las prisas, no se percató de la entrada del gato negro en el macabro reducto. Usher mata al animal y vuelve a sellar la improvisada tumba. La policía, instigada por algunos vecinos y por el desconfiado alumno de Annabel, le hace una visita. Todo se desarrolla a favor de Usher hasta que unos nuevos maullidos llevan a los agentes a la fatídica pared que, tras ser derruida, muestra el cadáver en descomposición, parcialmente devorado por un inesperado grupo de gatitos, fruto del embarazo de la gata negra. Usher se deshace violentamente de los policías, pero muere accidentalmente en el aparatoso intento de huida.

 

 

 

 

 

Descanso post-mortem.

 

 

 

  Cita con Poe

 

 

Edgar Allan Poe forma parte de la educación sentimental y cultural de Dario Argento, a partir de un encuentro decisivo a la temprana edad de diez años, a raíz de una enfermedad que tuvo en cama al futuro cineasta durante una larga temporada. “Fue como abrir una puerta a otra dimensión” explica Argento. ‘El gato negro’ fue publicado originariamente en el United States Saturday Post el 19 de agosto de 1843. Fue el primer texto de Poe que llegó a manos de Charles Baudelaire —en una edición francesa publicada por ‘La Democratic Pacifique’— y de él nacería, seguramente, el irrefrenable deseo de traducción del resto de sus obras. Argento no olvida el detalle, e incluye una fotografía del poeta francés en la decoración de la escalera del hogar de Usher y Annabel. El relato es una apretada confesión en primera persona, que narra la escalofriante sucesión de acontecimientos que han conducido al protagonista hasta el borde del patíbulo. El cuento original mezcla perversidad, superstición y locura, en el rastreamiento de una cadena criminal cuyos eslabones fundamentales pueden concretarse en el gato negro ahorcado, la muerte accidental de la esposa, la ocultación del cuerpo y un destino en forma de segundo gato que propicia un final de antología:

Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. Había emparedado al monstruo en la tumba”.

Argento toma este relato prodigioso como columna vertebral de un guión donde se barajan otros cuentos del escritor: así, los dos crímenes que el protagonista fotografía en la primera parte se inspiran, respectivamente, en ‘El pozo y el péndulo’ y en ‘Berenice’. Los nombres de algunos de los protagonistas —Rod Usher, Annabel, Leonora— siguen una órbita similar. «El gato negro» de Argento es una pieza de cámara que homenajea a Poe, pero que se alimenta de las obsesiones específicas del cineasta. Parte de su originalidad estriba en apoyarse sobre una ficción que cita y remite constantemente a Poe, sin que los protagonistas sean conscientes de esa circunstancia. El espectador puede reconocer la procedencia literaria de los dos crímenes antes mencionados, pero para los personajes que habitan en ese universo meta-literario los dos casos son simples exponentes de una sanguinaria página de crónica negra. A partir de aquí, es posible imaginar «El gato negro» como una historia al estilo «Twilight Zone», en la que se narrara el paradójico itinerario de un personaje poetiano condenado de antemano por un destino que el espectador reconoce perfectamente (el relato de Poe es uno de los más populares), y que él desconoce porque la ficción en la que vive se lo niega. Argento nos ofrece, a través del «El gato negro», una agria disección de los últimos días de la pareja formada por Usher y Annabel. Sorprende la incómoda distancia que los separa, y que hace imposible imaginar que hubo un pasado en el que ambos compartieron algo más que una casa. La pasión por la música, el espíritu new age, y el vestuario perpetuamente vaporoso de Annabel contrastan con el universo de brutalidades en el que se mueve y trabaja su compañero. El hallazgo del misterioso felino negro precipita esta caída anunciada: “Cualquiera pensaría que te han secuestrado a un hijo” reprocha Usher a Annabel, después de la muerte del gato, en una magnífica secuencia en la cocina, que refleja con intensidad la irresoluble crisis matrimonial. Esta secuencia se abre con una reveladora angulación en picado y se construye a partir de una impecable alternancia de planos y contraplanos que aísla totalmente a los dos personajes, para unirlos solamente en una violenta panorámica final, cuando Usher se levanta de la silla y golpea a la mujer. Este crucial escenario, donde tiene lugar el primer acto de violencia conyugal, acogerá más tarde el asesinato de Annabel. «El gato negro» de Dario Argento es el retrato criminal de un hombre vampirizado por el espectáculo sangriento de la muerte, y por lo que Poe denomina espíritu de perversidad, instigador de acciones que “perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo”. Argento hace que esa perversidad se apodere de Usher silenciosamente, sin remordimientos, como si se tratara de un juego inocente. Lo vemos, por ejemplo, seguir inicialmente al gato, aislarlo con el objetivo de la cámara y, poco después, encerrarse con él en una de las habitaciones. A partir de ese instante, sólo se nos muestran primeros planos del animal aterrorizado, unidos a otros de Annabel subiendo por la escalera, alertada por los maullidos del felino. En ningún momento se inserta un plano de Usher, y esa ausencia enturbia la posterior naturalidad del personaje al salir de la habitación: el cineasta clausura la secuencia con un significativo fundido en negro sobre ese hombre relajado, que se disculpa ante su mujer por haber pisado accidentalmente la cola del gato. En realidad, Usher ha experimentado el placentero impulso de una travesura sádica que esconde ya el veneno que irá creciendo en su organismo hasta hacer de él un asesino. El Rod Usher interpretado por Harvey Keitel está inspirado en el mítico Weegee (1899-1968), nombre de batalla de Arthur Fellig y autor de las extraordinarias fotografías sobre el New York de los años 30 y 40, que plasman con descamada nitidez la vida y la muerte de sus anónimos moradores. El gusto por la fotografía debió gestarse en el cineasta entre los focos y las cámaras del estudio de su madre Elda Luxardo, lugar de imprescindible paso para grandes estrellas del cine italiano del momento, como Claudia Cardinale y Gina Lollobrigida. Desde los inicios de su filmografía. Argento ha hecho de este arte un magnífico cómplice de sus crímenes cinematográficos: en «El pájaro de las plumas de cristal», el asesino fotografía a sus posibles objetivos antes de matarlos; en otra secuencia del mismo film, Argento intercala las fotografías policiales de los cuerpos en el lugar del crimen, subrayando los detalles violentos mediante una fragmentación detallada; en «El gato de las nueve colas», un fotógrafo capta la instantánea de un accidente, pero una mirada del negativo le descubre un asesinato; el protagonista de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» mata accidentalmente a un hombre en un teatro mientras un enmascarado le fotografía desde un palco para chantajearle; Gianna, la periodista curiosa de «Rojo oscuro», fotografía a Mark antes de conocerle, y lo coloca sin saberlo en una situación comprometida al publicar su foto en el diario; en «Tenebrae», el asesino fotografía los cadáveres de sus víctimas y envía copias a su ídolo Peter Neal. Usher, por fin, el turbio protagonista de «Los ojos del diablo», no se pierde ningún asesinato, y aunque confiesa que su especialidad es la vida, busca el arte en lo más espeluznante de la muerte. Argento coquetea con la posibilidad de hacer de Usher una prolongación del propio cineasta, como ha hecho anteriormente con el escritor de «Tenebrae», y con el realizador que interpreta el malogrado Ian Charleson en «Opera». Ese ambiguo juego de espejos muestra a Dario Argento y a Rod Usher como apasionados fotógrafos del pánico que persiguen objetivos similares, enriqueciendo, así, la misteriosa máscara de sí mismo que Argento ha ideado para su público. La secuencia en la que Usher estrangula al gato mientras lo fotografía podría interpretarse como un guiño al respecto. Tal como está planificada, en ningún momento se puede asegurar que las manos del actor Harvey Keitel sean quienes sujeten y simulen estrangular al gato; como Argento confiesa en otro lugar de este libro, son una vez más sus manos asesinas las que entran en plano. La simbiosis que se produce entre la ficción —Usher— y su creador —Argento— no podía ser en este caso más perfecta.

 

 

 

 

 

Ramy Zada muriendo a lo Dario Argento… en el episodio de George A. Romero.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Annabel. Argento disciplina su delirio operístico por el crimen y se sirve de la concisión escalofriante con que Poe describe en su relato el asesinato de la esposa del protagonista:

… descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su brazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies”.

La singular destreza del cineasta consiste en imprimir a la acción criminal de Usher una pasmosa e hiriente naturalidad: abate la hacheta de cocina sobre Annabel como si rompiera un vaso en medio de una discusión doméstica. La expresión de Keitel es tan elocuente que casi nos hace maldecir los magníficos vacíos subjetivos con los que Argento cubre la identidad de sus criminales. Como coda a esta compacta puesta en crimen es de ley señalar el lacerante efecto de la mano de Annabel cortada por el filo de la hacheta, que imaginamos obra de Tom Savini, responsable de las maravillas gore que puntean el film, y al que se puede detectar interpretando al dentista loco en la secuencia del cementerio que recrea el ‘Berenice’ de Poe.

 

 

  Historia de una escalera

 

 

La escalera de la casa de los Usher es el epicentro en el que se densifica toda la enjundia dramática del film. Por ella sube una preocupada Annabel al oír los exasperantes maullidos de su gato en la secuencia antes comentada; y por ella la perseguirá Usher tras la discusión violenta en la cocina —detalle servido por una generosa ración de steadycam—. La persecución será retomada cuando ella intente poner a salvo al segundo felino; actitud heroica que, por descontado, la conducirá a la muerte. Esa escalera será testigo, a su vez, de un hermoso guiño cinéfilo capaz de hacer palidecer de envidia a cualquier otro director post-hitchcockiano: Usher transporta el cadáver de Annabel por la escalera; la banda sonora de Donaggio se abandona a una exultante recreación del tema principal del ‘Psicosis’ de Bernard Herrmann para preparar la entrada de Martin Balsam, el inolvidable actor que encamara al detective Arbogast en el mítico film de Hitchcock —y cuyo espíritu revoloteó ya en torno a la muerte de John Saxon en «Tenebrae»— que, como vecino entrometido, no duda en poner en un aprieto al marido asesino cuando se dirige hacia la escalera repitiendo, para gozo del espectador, aquel inolvidable ascenso al primer piso de la mansión de Norman Bates. La melancolía cinéfila de Argento no olvida, sin embargo, a su maestro más querido, Mario Bava, al que tributa rendido homenaje con el plano del cadáver de Annabel sumergido en la bañera, mientras el agua entintada en rojo oculta su rostro progresivamente, y que se inspira directamente en la muerte de Claudia Dantes, última víctima femenina de «Seis mujeres para el asesino». En esa escalera, Argento emplaza la cámara para señalizar con sádico regodeo el camino que conduce hasta el cadáver emparedado de Annabel, un faro impertinente que no cesa de arañar la puesta en escena, mientras Usher intenta dar largas al acoso policial. Y esa misma escalera, finalmente, se tragará las llaves de las esposas que le unen al policía, dejándole a merced de un insensato plan de huida que hará de él un rocambolesco cadáver, del que ya no podrá dar fe fotográfica.

martes, 13 de junio de 2023

OPERA — 1987 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 
 


OPERA

 

— 1987 —

 

 

En la entrevista que, a propósito de «Phenomena», le dedicó el número 57 de la revista ‘L’Ecran Fantastique’, Dario Argento anunciaba, en primicia, su inminente incorporación al teatro Sferisterio de Macerata en Roma, para dirigir la ópera de Giuseppe Verdi ‘Rigoletto’. Los primeros detalles del proyecto implicaban a Sergio Stivaletti —lo cual ya denotaba un concepto de ópera con efectos especiales— y avanzaban una osada licencia poética: Argento se proponía convertir al seductor y pérfido Duque de Mantua en un vampiro. La aventura, sin embargo, no llegó a buen puerto. La reciente versión, dirigida por el explosivo Ken Russell, de ‘La Bohéme’ de Puccini, donde la florista Mimi moría de sobredosis, congeló el ánimo de los organizadores, que decidieron prescindir de Argento y regresar a planteamientos más clásicos y ortodoxos, con la contratación del distinguido Mauro Bolognini. La decepción del director fue profunda, pero el tiempo invertido, y la inmersión en un universo tan querido para él como el del teatro lírico, perfilaron decisivamente la que sería su próxima película. «Opera» fue un proyecto a medio camino entre la venganza y el placer, que no excluía una ironía saludable al hacer del personaje interpretado por Ian Charleson un director de películas de terror comprometido en levantar otra ópera de Verdi, ‘Macbeth’, y víctima constante de las iras de la conservadora diva:

Esto no es una de sus horribles películas… Pajarracos en el escenario, proyección trasera, rayos láser… ¿Qué es esto, una ópera o un parque de atracciones?”.

«Opera» fue una producción que se aproximó a los diez millones de dólares, una cantidad muy por encima de las barajadas en sus otros trabajos. Se trataba, por tanto, de un film ambicioso, que se rodaría en Italia en el más estricto secreto, que aspiraba a ser un Dario Argento genuino, dispuesto a marcar territorio, y a no pasar desapercibido. Para la fotografía, el director contó con el británico Ronnie Taylor. Ambos habían trabajado en el spot del Fiat Croma rodado en el 86 en Australia. La colaboración de este fotógrafo en la lejana «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma y en la más reciente «A Corus Line» de Richard Attenborough eran suficientes para convencer a Argento de que la luz de este maestro era la óptima para dar vida a los interiores de «Opera». En el apartado interpretativo, destacó la presencia de la española Cristina Marsillach, recién salida de los spots de Giorgio Armani filmados por Scorsese; la del ya mencionado Ian Charleson —«Carros de fuego»— y la de Daria Nieolodi.

Vanessa Redgrave, que debía interpretar a la Diva Mara Cecova, quedó fuera del proyecto en un delicado último momento, debido a un desacuerdo económico. Esa decisión de la Redgrave, que obligó a retocar el guión apresuradamente, no fue la única de la larga lista de penalidades que debió afrontar el film, confirmando así la fama de ópera de mal agüero que se atribuye al ‘Macbeth’ de Verdi: técnicos accidentados, mordeduras de cuervos a diestro y siniestro y, en una línea decididamente más luctuosa, las respectivas muertes del padre del cineasta, Salvatore Argento, y, muy poco después de finalizar el rodaje, del actor Ian Charleson. A ello hay que añadir la pésima carrera comercial del film, y la manipulación y reducción de montaje a cargo de los ejecutivos de Orion. Todos esos acontecimientos son suficientes para comprender la profunda crisis depresiva que aguardaba a Dario Argento al final del camino, y que estuvo a punto de apartarle definitivamente de la dirección cinematográfica.

 

 

 

 

 

Mira intenta proteger a Betty en una de las secuencias cruciales del film.

 

 

  Sinopsis

 

 

Durante el ensayo general de la ópera ‘Macbeth’, la diva protagonista pierde los estribos por los constantes graznidos de los cuervos que exige la peculiar puesta en escena de Marco (Ian Charleson), un realizador cinematográfico especializado en películas de terror. Al salir del teatro, la cantante es atropellada. El teléfono suena en el apartamento de Betty (Cristina Marsillach): una voz anónima le anuncia que esa noche debutará como Lady Macbeth. Su representante Mira (Daria Nicolodi) irrumpe en el apartamento confirmando la noticia. La fama de ópera maldita que tiene ‘Macbeth’ inquieta a Betty, pero Marco la tranquiliza. Los acontecimientos han sido presenciados por alguien que vigila a Betty, oculto tras la rejilla de los conductos del aire. Durante la representación, un hombre que espía a Betty con unos prismáticos desde un palco mata a un acomodador que lo importuna. Al acabar la función, Betty recibe la visita de Alan Santini (Urbano Barberini), el comisario que investiga el crimen. El asesino contempla obsesivamente la grabación televisiva de la ópera. Después, se traslada al teatro, y arremete contra el vestido que Betty ha llevado durante la representación. Los cuervos, inquietos por el desconocido, escapan de sus jaulas. El asesino mata a algunos de ellos. Betty acepta la invitación del joven ayudante de escena para pasar la noche en su casa. En medio de la velada, un enmascarado se abalanza sobre ella, la amordaza, la ata a una columna y le engancha a los ojos una cinta adhesiva con agujas, para evitar que los cierre. Betty asiste horrorizada al brutal asesinato de su amigo. Después, el sádico encapuchado la desata y desaparece. Betty se dirige a una cabina y denuncia el asesinato. Un poco más tarde, se encuentra con Marco, que la acompaña hasta su apartamento, donde le cuenta lo sucedido. Por la mañana. Betty evita encontrarse con la policía, que está interrogando a toda la compañía por la muerte del joven. Julia (Coralina Catilda Tassoni), la sastresa encargada de recomponer el vestido, encuentra un brazalete con una inscripción, pero es asesinada por el criminal que, una vez más, ha sorprendido y encadenado a Betty, para que sea testigo de su nuevo crimen. Betty se encuentra con el inspector Santini en el portal de su apartamento. Éste se percata de las marcas de las ligaduras en las muñecas y la joven le confiesa sus dos traumáticas experiencias con el asesino. El policía, garantizando a Betty vigilancia oficial, ordena a la muchacha que se encierre en su casa, donde recibe la visita de su representante. Mira. El asesino consigue hacerse pasar por uno de los policías que la protegen, irrumpe en la casa y asesina a Mira. Betty sale del apartamento, ayudada por una niña de la casa vecina, que ha sido testimonio mudo de los hechos y que la invita a pasar por los conductos de aire del edificio. La joven corre hacia el teatro y se encuentra con Marco, que está ideando algunos cambios en la puesta en escena de la ópera a fin de atrapar al asesino. Siguiendo sus instrucciones, en medio de la representación del día siguiente, la jaula de los cuervos se abre y los pájaros sobrevuelan el patio de butacas. La memoria y la naturaleza vengativa de los cuervos dan con el asesino, que resulta ser el inspector Santini. En la confusión, éste consigue huir con Betty de rehén, pero parece morir entre las llamas del incendio del teatro que él mismo provoca. Dos días después, Marco y Betty, refugiados en una casa de campo, son asaltados por la inesperada presencia del criminal, que sobrevivió al incendio. Santini, que años atrás fue amante de la desquiciada madre de Betty, acaba violentamente con la vida de Marco, pero la muchacha consigue defenderse de él hasta la llegada de la policía.

 

 

 

 

 

El amigo de Betty se queda sin palabras.

 

 

  La infancia petrificada

 

 

La intriga criminal de «Opera» se cierra en torno a Betty, la joven debutante que sustituye a la diva accidentada. Su caracterización destila la misma melancolía que marcaba a los personajes principales de «Suspiria» e «Inferno», pero incorpora la turbadora dialéctica niña / mujer que daba forma y sentido al itinerario de la protagonista de «Phenomena». Betty es también un claro anuncio de lo que serán las próximas figuras femeninas de Argento, que encontrarán en su hija Asia la más extraordinaria encarnación. De forma más enfermizamente claustrofóbica que la Jennifer Corvino de «Phenomena», la Betty de «Opera» acusa una situación de estancamiento y/o encantamiento no resuelto. Jennifer era una niña que marchaba hacia la adolescencia, Betty es una adolescente atrapada, petrificada en algún punto de su niñez que promete enquistarse. Betty responde a los caracteres de una bella durmiente que se niega a despertar. Su entorno vital se resume en un apartamento de sólidos muros, a modo de arquitectura de signo uterino que la cobija e impermeabiliza del exterior. Las circunstancias querrán que un príncipe oscuro y sanguinario (un asesino que resulta ser el antiguo amante de su madre) la arranque del aislamiento para introducirla brutalmente en un laberinto iniciático, en el interior del cual Betty debe dilucidar su auténtica naturaleza. Argento utiliza la estructura del flashback para unir a Betty y al desconocido encapuchado. Estas dos trayectorias en pasado se mezclan en el presente tendiendo hacia un vértice común: la madre de Betty, personaje interpretado por la misma actriz, Cristina Marsillach, que se inscribe en la rica galería de madres terribles que tanto atraen al cineasta. Santini, el misterioso asesino encapuchado, somete a la joven a una terapia de choque, para recuperar, a través de ella, la mirada y el cuerpo de su antigua amante. Ese mismo rito sirve a Betty para abrir las puertas de su memoria y abolir paulatinamente el olvido neurótico que la encarcela vital y sexualmente. Descubrir la mirada gorgónica de la madre terrible —significativamente reflejada en un espejo— constituye un primer paso hacia la libertad, pero, para ello, Betty ha tenido que volver a ser niña, regresar a ese punto concreto del pasado, desvelarlo y superarlo: mediante el flashback, Argento consigue que la Betty adulta siga a la Betty niña, de la misma manera que Betty sigue a la niña del conducto de aire que la libera del útero en el que vive recluida. El epílogo de «Opera» ofrece un nuevo y delicioso giro en ese trayecto evolutivo. El fuerte contraste que se produce entre los interiores claustrofóbicos que han venido protagonizando el film y el impresionante y lumínico paisaje suizo del final predispone al público para una libración optimista. Pero Santini reaparece, y Betty, tras el asesinato brutal de Marco, parece decantarse definitivamente hacia el lado del psicópata. Su reacción al golpearlo ferozmente con una piedra, gritando que ella no es como su madre, y que ha sabido engañarlo, deja en el aire demasiados interrogantes. Esos interrogantes se resuelven en la contemplación de la versión íntegra del film, desgraciadamente amputada en su distribución videográfica: Betty, sola en el prado, una vez la policía se ha llevado a Santini, se lanza gozosamente a la hierba salvaje, y abraza a los variados insectos que encuentra a su paso, ofreciéndonos una espectacular aria entomológica, que, en total correspondencia con la Jennifer de «Phenomena», hace de ella, finalmente, la inesperada diva naif de una liberadora ópera lewiscarrolliana.

 

 

 

 

 

Dario enseñando a cantar a Cristina Marsillach

 

 

 

  La cámara é mobile

 

 

«Opera» se caracteriza por una cámara endiabladamente móvil. La sofisticación de la técnica permite al cineasta imprimir al encuadre un incesante dinamismo. Se diría que Argento está más atento a los impulsos que le suscita una imaginaria partitura de sangre, antes que al guión previo que ha confeccionado. Los movimientos de la cámara se desarrollan y encadenan llevados por una firme, y a ratos paroxística, voluntad musical. Si Argento saca a la luz lo que de giallo hay en el universo de la ópera, es lícito imaginar su contrario, esto es, lo que de operístico y musical es posible encontrar y sublimar en el giallo. Veamos algunos momentos significativos:

—Uno. Tras recibir la misteriosa llamada que le anuncia que debutará como Lady Macbeth, Betty se acuesta, inquieta. La obertura de ‘Macbeth’ suena en toda la estancia. La cámara repta por encima de la cama, para luego elevarse y mostrar la rejilla del conducto de aire, en cuyo interior se percibe una sombra. Al son de una puerta que se abre y se cierra, un veloz travelling a través del pasillo reafirma el espacio geométricamente: al fondo, reencuadrada por la puerta de su habitación, Betty se incorpora sobre el lecho, expectante: es Mira, su representante, que la requiere para sustituir a la anterior diva. A la manera de un número musical, la habitación se llena de otros personajes, que llegan para felicitar a la protagonista por ese inminente e inesperado debut. El grupo acaba llevándose a Betty, y entonces, sobre el espacio despoblado, coincidiendo con el crescendo musical, la cámara protagoniza un movimiento en sentido inverso al de los personajes, hasta culminar en la rejilla que vimos anteriormente. Un corte nos ubica dentro del conducto de aire. Plano subjetivo denotando la mirada del espía contemplando la estancia ya vacía: nos apartamos de la rejilla mediante una panorámica hacia la izquierda. La rejilla queda fuera de campo. Oscuridad. La obertura de Verdi continúa sonando. Un movimiento ascendente de la cámara nos libera del negro de la pantalla: estamos en el teatro, frente al director de orquesta, que continúa el mismo texto musical. Lenta panorámica hacia la derecha que nos muestra —describe— el interior del teatro abarrotado. La cámara se detiene frente a la boca del escenario. Se abre el telón.

—Dos. Flashback en el teatro. Argento encadena sucesivas miradas subjetivas del asesino, pasando del presente al pasado: la mirada del criminal avanza infatigable por los pasillos interiores que dan a los palcos, hasta dar con Betty cantando en el escenario. La misma mirada se gira entonces hacia los retorcidos pasillos de su memoria: una escalera de caracol, una joven aterrorizada huyendo de la tiranía incesante de la cámara, otra joven atada… Del aria de Verdi en el escenario pasamos a un turbador sonido de agua que se derrama, y de ahí a la banda sonora original del film. La información del flashback se diluye.

—Tres. Mientras Julie, la encargada del vestuario, intenta salvar el vestido de Lady Macbeth, Argento apuesta por un expresivo travelling de retroceso, que instala la inquietud y anuncia el asesinato. La misteriosa entrada del viento que agita las telas y provoca la caída de unas tijeras —la futura arma del crimen— se perfila como hermoso prolegómeno a lo inevitable.

—Cuatro. Durante el asedio al apartamento de Betty, después del asesinato de Mira, la joven soprano improvisa su defensa: arroja la almohada por la ventana para hacer creer al criminal que ha huido por ella. La almohada vierte su contenido de plumas sobre el asfalto y el viento lo esparce. La imagen trasciende lo anecdótico y lo informativo para convertirse en un elemento rítmico más de la secuencia: una secuencia que toma como referencia musical la ‘Casta Diva’ de Bellini, y en la que destacan una serie de histéricos movimientos de cámara, que rompen con premeditación y alevosía el equilibrio del encuadre, para agredir el sentido perceptivo del espectador.

 

 

 

 

 

El espectáculo continua de la mano de Dario Argento.

 

 

—Cinco. La cámara a ras de suelo sigue a Betty hasta el teatro. Retrocede luego, en simetría inversa, hasta el punto exacto del encuadre inicial. Escuchamos, fuera de campo, el jadeo y los pasos del asesino que ha seguido a la joven.

—Seis. La espectacular secuencia del vuelo y ataque de los cuervos permite al espectador acceder —y experimentar— una visión insólita y vertiginosa del interior de un teatro. Esa apoteosis definitiva de la mirada antigravitatora recuerda el esplendor de los grandes números que cerraban las comedias musicales del Hollywood dorado.

 

 

  El aria de unos ojos

 

 

«Opera» está unida a la imagen de los ojos de Cristina Marsillach, y a los alfileres que rasgan sus párpados y le obligan a ver —¡sin pestañear!— el espectáculo de horror que le ofrece en tributo el que fuera amante de su madre: una imagen impactante que recuerda el artilugio, más sofisticado, que el gobierno aplicaba al hiperviolento Alex en el polémico Tratamiento Ludovico de «La naranja mecánica». La idea nace, según el cineasta, como guiño sádico —quién sabe si inspirado por el espíritu burlón de William Castle— a la infidelidad de algunos espectadores que suelen cerrar los ojos en la secuencia del asesinato.

En cualquier caso, «Opera» es el film de Dario Argento donde se hace más presente la obsesión por la mirada. La imagen que abre el film es la de un primerísimo primer plano del ojo de un cuervo que refleja, por arte de birlibirloque, el interior del teatro. No se trata de un motivo aislado: el film en su conjunto está plagado de ojos de cuervo. “¡No aparta de mí esos ojos tan brillantes!”, exclama una indignada Mara Cecova en la secuencia inicial, como si fuera un personaje torturado salido de la pluma de Edgar Allan Poe.

 

 

 

 

 

Conjuntivitis forzosa.

 

 

Como el cuervo del escritor de Baltimore, tampoco esas criaturas olvidan el pasado. Es su sentido de la venganza el que provocará, más tarde, que se abalancen contra Alan Santini —el encapuchado que ha matado algunos de ellos— hasta arrancar y devorar —con pasión de gourmet— uno de sus ojos criminales. En la sequenza lunga que se desarrolla en el apartamento de Betty, y en la que mueren Mira y el policía, el cineasta reincide en el tema del ojo. La joven soprano alivia el dolor de sus ojos mediante unas gotas. Argento aprovecha de nuevo la oportunidad para cerrar el encuadre sobre el órgano de la visión. Las gotas invalidan momentáneamente la visión de Betty, percance en apariencia menor, pero que será decisivo para el suspense de la escena, que agota su primer tiempo con la muerte de Mira, a consecuencia de un disparo de bala a través de la mirilla de la cerradura… ¡que impacta inevitablemente en su ojo! No es descabellado incluir, entre los ojos que pueblan el film, los prismáticos que utiliza el criminal para observar a Betty la noche de su debut. Argento describe con detalle esos prismáticos, y los eleva a la categoría de ojos del propio criminal —la cámara hace un zoom de aproximación hacia ellos desde fuera del palco—, para que adquieran parte de la oscura naturaleza de su dueño, al quedar manchados con la sangre del acomodador asesinado. Pero los ojos no son más que piezas suplementarias de un engranaje que hace de las múltiples miradas de quienes pueblan «Opera» una única aria escoptofílica. La extrañeza de esa coreografía de miradas se instala, desde el inicio del film, con uno de los más admirables y paradójicos planos secuencia de la filmografía del director romano: Mara Cecova, la caprichosa diva, abandona el escenario en plena actuación, pero Argento no muestra al personaje, sino que representa manierísticamente su mirada. Con un notorio elemento de duda, sin embargo: ¿cómo es posible que el personaje camine hacia adelante (la mujer se dirige a la salida por el pasillo central), pero mire hacia atrás (el travelling de retroceso, va mostrando todo aquello que la diva deja a sus espaldas)? Sólo admitiendo que el manierismo de Agento quiere combinar con desparpajo un juego de miradas de imposible reciprocidad: la diva alejándose hacia adelante, el público que, a sus espaldas, la mira. Lo que parecía un clásico plano subjetivo se convierte en un desprejuiciado híbrido visual, que lo permite todo sin poner en peligro el verosímil. A la mirada fálica y steadycamizada del criminal se unen otras no menos emblemáticas: la de la misteriosa niña que espía a Betty desde la rejilla; la de Julia, la encargada de vestuario, incapaz de leer la inscripción que reza en la pulsera si no es con una lupa, la de la misma Julia que, llevada por la curiosidad, se arriesga a ver el rostro que esconde la capucha, y aún su mirada muerta mientras el criminal profana su cuerpo en busca de la pulsera que se ha tragado; la mirada desesperada de Mira, primero desde la cerradura de la cocina, y después intentando ver al asesino a través de la mirilla. Lust but not least, la mirada de Betty, aunque en ocasiones esté condenada a no ver: cuando no consigue distinguir el rostro del policía que viene a protegerla, y cuando Santini le venda los ojos, en lo que parece ser la ceremonia definitiva. Una mirada que debe sintonizar con el pasado, alinearse con la de la niña que fue y romper el hechizo que la hostiga.

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—El acomodador. Tiene lugar como preludio de la futura cadena criminal, y casi se le puede considerar un accidente. El asesino ha entrado subrepticiamente en un palco, para observar con anteojos a la joven Betty sobre el escenario y rendir implícito homenaje a las figuraciones clásicas de «Il fantasma dell’Opera», la admirada obra-fetiche de Argento. Un acomodador sorprende al intruso, lo increpa y le obliga a salir. Desobediente, el mirón forcejea con el acomodador y, sin más miramientos, incrusta su cabeza sobre el gancho saliente de uno de los colgadores del palco, convertido por arte de magia en un espectacular garrote vil. El forcejeo que precede a la muerte se resuelve en una combinación de planos cerrados y, una vez más, cámara subjetiva, y culmina con la espectacular caída de un foco en el escenario, mensaje premonitorio de los inmimentes acontecimientos catastróficos que se van a cernir sobre la ópera.

—El ayudante de escena. Después del éxito del debut de Betty, la joven acepta la invitación del joven ayudante de escena para ir a su casa y establecer una relación amorosa. El intento de acercamiento sexual desvela la profunda inmadurez de ambos amantes y se salda con un casi humillante coitus interruptus. Ante la imposibilidad de satisfacer los anhelos del sexo, la pareja decide dedicarse a los placeres menos espectaculares de una consoladora taza de té. El joven ayudante desaparece momentáneamente de escena, para cumplir su propósito con resignación. Unos instantes de silencio, con Betty sola en la cama, preceden a la emergencia inesperada del criminal, salido no se sabe muy bien de dónde. La omnisciencia de éste es más evidente que nunca: la cámara subjetiva de «Opera» nunca certifica una ubicación única, el asesino puede aparecer por cualquier lugar de la pantalla. Después de cernirse sobre Betty, la ata a una columna y le coloca las famosas agujas en los párpados. Así como Argento prepara a su público para la observación obligada del crimen inminente, así el asesino obliga a Betty a contemplar sus actos, preparando a la muchacha para el rito inmolador en que se sacrifica su mirada, obligada a ver —ya crecer— a pesar suyo. El asesinato del desprevenido joven, que regresa al dormitorio, es esencialmente sangriento: Argento combina el primerísimo plano del ojo de Betty con detalles del cuchillo penetrando el cuerpo de la víctima, todo ante los ojos violados de la despavorida Betty.

—La encargada de vestuario. El asesinato giro en torno a un macguffin del que ya hemos hablado: la pulsera que contiene el nombre del criminal. Una vez más, el convidado de piedra del asesinato es Betty, atada en una vitrina inmobilizadora que hace la suerte de improvisado ataúd de cristal. La sastresa consigue dejar fuera de combate al criminal, pero, con la curiosidad habitual de las heroínas de Argento, no puede evitar entretenerse hasta quitarle la careta. Esos segundos de más son suficientes para que el monstruo recobre el sentido y se revuelva contra ella hasta estrangularla, provocando ese asombroso y delirante accidente en que la sastresa, mientras agoniza, se traga involuntariamente la pulsera. El criminal hurga entonces en la boca de su víctima, pero, ante la imposibilidad de recuperar el objeto, usa unas tijeras y corta sin más dilación. Una vez más, el giallo aparece como una lente deformadora del suspense hitchcockiano, pues resulta evidente el agigantamiento manierista que supone esta escena respecto a la modélica secuencia de «Frenesí», donde un estrangulador de mujeres intentaba recuperar su alfiler de corbata perdido entre la mano de una de sus víctimas. No se trata, sin embargo, de un proceso gore en primera instancia, pues también en «Opera» la tensión de la escena es conceptual: se imponen siempre las tijeras por encima del cuerpo herido.

—Mira y Soave. Es la gran set piece de la película, la sequenza lunga por antonomasia. Gira en torno a la identidad de un misterioso policía. Soavi (interpetado por el propio Michele Soavi), que ha ido a proteger a la protagonista hasta su piso. Ese policía aparece alternativamente, sembrando la duda, como protector y como asesino, cuando en realidad se trata de dos personajes diferentes. Todo, en esta secuencia prodigiosa, se organiza en torno a la pregunta de quién tiene la mirada. Destaca el plano, ya antes mencionado, de Mira observando el rellano de la escalera donde el policía que dice ser Soavi —en realidad el criminal— espera que le abran la puerta y, harto de hacerse el educado, dispara directamente sobre la mirilla, atravesando el ojo de Mira en lo que hay que considerar un plano visualmente imposible: la bala, en primer plano, atravesando lateralmente el espacio de la mirilla hasta impactar en el ojo de su víctima.

La muerte del auténtico Soavi es, en cambio, implícita. Betty encuentra su cadáver apuñalado, se dispone a enfrentarse en solitario al asesino y es salvada finalmente por la niña vecina, que observa los hechos desde el conducto de aire, y que le facilita, como a través de un parto milagroso, la huida de esa casa maldita y maternal a que la protagonista parecía haber vivido siempre encadenada.

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