martes, 31 de mayo de 2016

THOMAS MANN. LA MONTAÑA MÁGICA.LECTURAS-FRAGMENTOS.


THOMAS MANN. LA MONTAÑA MÁGICA. PÁGINAS 269-270.
"La imagen de la señora Chauchat había flotado ante los ojos del joven cuando, despierto en la madrugada, había contemplado la habitación que se iba desvelando lentamente, o por la tarde, en el crepúsculo que moría. A la misma hora en que Settembrini, encendiendo súbitamente la luz, había entrado en la habitación, ella flotaba completamente distinta, y por esta causa la llegada del humanista había hecho ruborizarse a Hans Castorp.
Durante las diferentes horas del día, había pensado en la boca de la bella mujer, en sus pómulos, en sus ojos, cuyo color, forma y posición le conmovían, en sus hombros lánguidos, en la postura de su cabeza, en la vértebra cervical, en el escote de la nuca, en los brazos tan transfigurados por la fina gasa, y esas horas habían transcurrido sin sentir, y por eso nosotros hemos tomado parte en la inquietud de su conciencia, mezclada en la espantosa fidelidad de esas imágenes y visiones. Pues un recelo, una verdadera angustia se mezclaba en eso, una esperanza que se perdía en el infinito y la aventura, en la alegría y el miedo; que no tenía nombre, pero que a veces comprimía tan bruscamente el corazón del joven —su corazón en el propio sentido fisiológico— que se llevaba una mano a la región de ese órgano, la otra a la frente en forma de visera por encima de sus ojos y murmuraba:
—¡Dios mío!
Detrás de su frente había pensamientos y semipensamientos y eran éstos los que prestaban a las imágenes su dulzura exagerada, refiriéndose a la languidez y la falta de comedimiento de madame Chauchat, a su enfermedad, al relieve y a la importancia aumentada que la enfermedad daba a su cuerpo, al atractivo carnal que prestaba a su ser. Y Hans Castorp, por decisión de esa facultad, iba a participar en este mal, y por eso comprendía la libertad con que la señora Chauchat al volverse y sonreír desafiaba a las conveniencias sociales, según las cuales estaban obligados a ignorarse como si los dos no fuesen seres sociales".

lunes, 30 de mayo de 2016

Adolfo Bioy Casares. Novela. Diario de la guerra del cerdo.



Sinopsis y resumen de DIARIO DE LA GUERRA DEL CERDO
Una mañana, Isidro Vidal, jubilado sedentario y benévolo, descubre que el proceso de sustitución generacional se ha acelerado. Hordas de atléticos muchachos recorren Buenos Aires a la caza de viejos débiles y lentos. Obligados a improvisar una desesperada defensa, Vidal y sus amigos deberán aprender a moverse por una ciudad fantasmagórica, apenas iluminada por las antorchas de una guerra invisible, tan real como simbólica. Una guerra que se libra contra grupos rivales pero también contra un enemigo común: el inexorable paso del tiempo. Adolfo Bioy Casares terminó esta novela magistral a principios de 1968. Según declaró en entrevistas, la escribió en un momento en que se sintió envejecer. Quizá por eso su historia no envejece y es tan nueva como la luz de cada día.
Fuente:
http://www.entrelectores.com/libros/adolfo-bioy-casares/diario-de-la-guerra-del-cerdo-adolfo-bioy-casares

ADOLFO BIOY CASARES

Diario de la guerra
del cerdo
(Fragmento).


 Lunes, 23 — miércoles, 25 de junio

ISIDORO VIDAL conocido en el barrio como don Isidro, desde el último lunes prácticamente no salía de la pieza ni se dejaba ver. Sin duda más de un inquilino y sobre todo las chicas del taller de costura de la sala del frente, de vez en cuando lo sorprendían fuera de su refugio. Las distancias, dentro del populoso caserón, eran considerables y, para llegar al baño, había que atravesar dos patios. Confinado a su cuarto, y al contiguo de su hijo Isidorito, quedó por entonces desvinculado del mundo. El muchacho, alegando sueño atrasado porque trabajaba de celador en la escuela nocturna de la calle Las Heras, solía extraviar el diario que su padre esperaba con ansiedad y persistentemente olvidaba la promesa de llevar el aparato de radio a casa del electricista. Privado de ese vetusto artefacto, Vidal echaba de menos las cotidianas “charlas de fogón” de un tal Farrell, a quien la opinión señalaba como secreto jefe de los Jóvenes Turcos, movimiento que brilló como una estrella fugaz en nuestra larga noche política. Ante los amigos, que abominaban de Farrell, lo defendía, siquiera con tibieza; deploraba, es verdad, los argumentos del caudillo, más enconados que razonables; condenaba sus calumnias y sus embustes, pero no ocultaba la admiración por sus dotes de orador, por la cálida tonalidad de esa voz tan nuestra y, declarándose objetivo, reconocía en él y en todos los demagogos el mérito de conferir conciencia de la propia dignidad a millones de parias.
Responsables de aquel retiro —demasiado prolongado para no ser peligroso— fueron un vago dolor de muelas y la costumbre de llevarse una mano a la boca. Una tarde, cuando volvía del fondo, sorpresivamente oyó la pregunta:
—¿Qué le pasa?
Apartó la mano y miró perplejo a su vecino Bogliolo. En efecto, éste lo había saludado. Vidal contestó solícitamente:
—Nada, señor.
—¿Cómo nada? —protestó Bogliolo que, bien observado, tenía algo extraño en la expresión—. ¿Por qué se lleva la mano a la boca?
—Una muela. Me duele. No es nada —respondió sonriendo.
Vidal era más bien pequeño, delgado, con pelo que empezaba a ralear y una mirada triste, que se volvía dulce cuando sonreía. El matón sacó del bolsillo una libretita, escribió un nombre y una dirección, arrancó la hoja y se la entregó, mientras comunicaba:
—Un dentista. Vaya hoy mismo. Lo va a dejar como nuevo.
Vidal acudió al consultorio esa tarde. Restregándose las manos, el dentista le explicó que a cierta edad las encías, como si fueran de barro, se ablandan por dentro y que felizmente ahora la ciencia dispone de un remedio práctico: la extirpación de toda la dentadura y su reemplazo por otra más apropiada. Tras mencionar una suma global; procedió el hombre a la paciente carnicería; por fin, sobre carne tumefacta, asentó muelas y dientes y dijo:
—Puede cerrar la boca.
Se oponían a ello el dolor, los cuerpos extraños y aun la desazón moral que le infundía la confrontación con el espejo. Al otro día Vidal despertó con malestar y fiebre. Su hijo le aconsejó que visitara al dentista; pero él ya no quería saber nada con ese individuo. Quedó echado en la cama, enfermo y apesadumbrado, sin atreverse en las primeras veinte horas a tomar un mate. La debilidad ahondó la pesadumbre; la fiebre le daba pretextos para seguir en el cuarto y no dejarse ver.
El miércoles 25 de junio resolvió concluir con tal situación. Iría al café, a jugar el habitual partidito de truco. Se dijo que la noche era el mejor momento para abordar a los amigos.
Cuando entró en el café, Jimi (Jaime Newman, un hijo de irlandeses que no sabía una palabra de inglés; alto, rubio, rosado, de sesenta y tres años) lo saludó con el comentario
—Te envidio el comedor.
Vidal fraternizó un rato con el pobre Néstor Labarthe, que había pasado, según se aclaró entonces, por la misma cruz. Néstor, subiendo y bajando un arco dental apenas grisáceo, articuló estas misteriosas palabras:
—Te prevengo sobre alguna consecuencia que más vale no hablar.
Los muchachos armaron, como todas las noches, la mesa de truco, en ese café de Canning, frente a la plaza Las Heras. El término muchachos, empleado por ellos, no supone un complicado y subconsciente, propósito de pasar por jóvenes, como asegura Isidorito, el hijo de Vidal, sino que obedece a la casualidad de que alguna vez lo fueron y que entonces justificadamente se designaban de ese modo. Isidorito, que no opina sin consultar a una doctora, sacude la cabeza, prefiere no discutir, como si su padre se debatiera en su propia argumentación especiosa. En cuanto a no discutir, Vidal le da la razón. Hablando nadie se entiende. Nos entendemos a favor o en contra, como manadas de perros que atacan o repelen un circunstancial enemigo. Por ejemplo, todos ellos —Vidal se cuidaba de decir los muchachos, cuando se acordaba— en la mesa de truco mataban el tiempo, lo pasaban bien, no porque se entendieran o congeniaran particularmente, sino por obra y gracia de la costumbre. Estaban acostumbrados a la hora, al lugar, al fernet, a los naipes, a las caras, al paño y al color de la ropa, de manera que todo sobresalto quedaba eliminado para el grupo. ¿Una prueba? Si Néstor —en chanza los amigos pronunciaban Nestór, con erre a la francesa— empezaba a decir que había olvidado algo, Jimi, a quien por lo animado y ocurrente llamaban el Bastonero, concluía la frase con las palabras:
—Por un completo.
Y Dante Révora machacaba:
—¿Así que te olvidaste por un completo?
Era inútil que Néstor, con esa cara que mantenía la rubicundez de la juventud, con los ojitos redondos de pollo y con la permanente expresión de hablar en serio, asegurara que se trataba de un error cometido en su increíble infancia, que se le quedó, ¿cómo decir?, fijado... No lo escuchaban. Menos lo escuchaban cuando sacaba el ejemplo de Dante, que insistía en pronunciar ermelado por enmelado, sin que nadie le negara el respeto que merece una persona culta.
Como la noche del 25 asumirá en el recuerdo aspectos de sueño y aun de pesadilla, conviene señalar pormenores concretos. El primero que me viene a la mente es que Vidal perdió todos los partidos. La circunstancia no debe asombrar, ya que en el bando contrario jugaban Jimi, que ignoraba el escrúpulo y era la astucia personificada (a veces Vidal le preguntaba, en broma, si no había vendido el alma, como Fausto) y Lucio Arévalo, que había ganado más de un campeonato de truco en La Paloma de la calle Santa Fe, y Leandro Rey, apodado el Ponderoso. A este último, un panadero, hay que distinguirlo entre los muchachos por no ser jubilado y por ser español. Aunque sus tres hijas —la ambición las perdía— lo mortificaban para que se retirara y fuera por las tardes a tomar sol con los amigos a la plaza Las Heras, el viejo se mantenía al pie de la caja registradora. Hombre frío, egoísta, apegado a su dinero, peligroso en los negocios y en la mesa de truco, Rey irritaba a los otros por un defecto venial: en trance de comer, aunque fuera el queso y el maní traídos con el fernet, sin disimulo se entregaba a la impaciencia de la gula. Vidal decía: “Entonces la aversión me ofusca y le deseo la muerte”. Arévalo, un experiodista que durante algún tiempo redactó crónicas de teatro para una agencia que trabajaba con diarios del interior, era el más leído. Si no descollaba por hablador ni por brillante, manejaba ocasionalmente un tipo de ironía criolla, modesta y oportuna, que hacía olvidar su fealdad. Empeoraba esta fealdad una desidia en auge con los años. Barba mal rasurada, anteojos empañados, pucho adherido al labio inferior, saliva nicotínica en las comisuras, caspa en el poncho, completaban la catadura de este sujeto asmático y sufrido. Compañeros de Vidal en aquel partido fueron Néstor, cuyas travesuras propendían a la inocencia, y Dante, un anciano que nunca se distinguió por la rapidez y que ahora, con la sordera y la miopía, vivía retirado en su caparazón de carne y hueso.
Para que su imagen reviva en la memoria, señalo otro aspecto de esa noche: el frío. Hacía tanto frío que a toda la concurrencia del café se le ocurría la misma idea de soplarse las palmas de las manos. Como Vidal no se convencía de que no hubiera allí algo abierto, de vez en cuando miraba en derredor. Dante, que si perdía se enojaba (su devoción por el equipo de fútbol de Excursionistas, inexplicablemente no le había servido para encarar con filosofía las derrotas), lo reprendió por desatender el juego. Apuntando a Vidal con el índice, Jimi exclamó:
—El viejito trabaja para nosotros.
Vidal consideraba el húmedo hocico en punta, el bigote que tal vez en razón de la temperatura invernal se le antojaba nevado, y no podía menos que admirar el desparpajo de su amigo.
—A mí el frío me asienta —declaró Néstor—. De modo, señores, que prepárense para el chubasco.
Triunfalmente puso una carta sobre la mesa. Arévalo recitó:

Y si la plata se acaba
Por eso no me caduco
Si esta noche pierdo al truco
Mañana gano a la taba.

—Quiero —respondió Néstor.
—Al que quiere se le da —dijo Arévalo y dejó caer una carta superior.
Entró el diarero don Manuel, bebió en el mostrador su vaso de vino tinto, se fue y, como siempre, dejó la puerta entreabierta. Ágil para evitar corrientes de aire, Vidal se levantó, la cerró. De regreso, al promediar el salón, por poco tropezó con una mujer vieja, flaca, estrafalaria, una viviente prueba de lo que dice Jimi: “¡La imaginación de la vejez para inventar fealdades!”.Vidal dio vuelta la cara y murmuró:
—Vieja maldita.
En una primera consideración de los hechos, para justificar el ex abrupto, Vidal atribuyó a la señora el chiflón que por poco le afecta los bronquios y entre sí comentó que las mujeres no se comiden a cerrar las puertas porque se creen, todas ellas, reinas. Luego recapacitó que en esa imputación era injusto, porque la responsabilidad de la abertura recaía sobre el pobre diarero. A la vieja sólo podía enrostrarle su vejez. Quedaba, sin embargo, otra alternativa: soltarle, con apenas disimulado furor, la pregunta de ¿qué buscaba, a esa hora, en el café? Demasiado pronto hubiera obtenido respuesta, porque la mujer se metió por la puerta rotulada Señoras, de donde nadie la vio salir.
Permanecieron todavía otros veinte minutos. Para congraciar la suerte, Vidal agotó los recursos más acreditados: esperó con fidelidad, aguantó con resignación. Tampoco era cosa de mostrarse terco. El jugador inteligente asegura que la suerte prefiere que la sigan, no apoya a quien se le opone. Si no había cartas, con semejantes compañeros, ¿cómo ganar? Tras la quinta derrota, Vidal anunció:
—Señores, ha sonado la hora de levantar campamento.
Sumaron y dividieron, pagó Dante deudas y adición, los compañeros le reembolsaron su parte, bajo protesta. Ni bien Dante deslizó la propina, todos los otros alzaron la algarabía de siempre.
—Yo voy a decir que a éste no lo conozco —informó Arévalo.
—No podés dejar eso —protestó Jimi.
Le reprochaban, en tono de broma, la avaricia.
Departiendo animadamente pasaron a la intemperie. El frío por un instante los enmudeció. Una vaporosa niebla se difundía en llovizna y envolvía en un halo blanco los faroles. Alguien aventuró:
—Esta humedad va a podrir los huesos. Rey, con empaque, observó:
—Desde ya promueve carrasperas.
En efecto, varios habían tosido. Se encaminaron por Cabello rumbo a Paunero y Bulnes. Néstor comentó:
—¡Qué noche!
En su apagado tono irónico apuntó Arévalo:
—A lo mejor llueve.
Dante los hizo reír:
—¿Qué me cuentan si después refresca?
Jimi, el Bastonero, resumió:
—Brrr.
La vida social es el mejor báculo para avanzar por la edad y los achaques. Lo diré con una frase que ellos mismos emplearon: a pesar de las rigurosas condiciones atmosféricas, el grupo se manifestaba entonado. Entre burlas y veras, mantenían un festivo diálogo de sordos. Los ganadores hablaban del truco y los otros rápidamente respondían con observaciones relativas al tiempo. Arévalo, que tenía el don de ver de afuera cualquier situación, incluso aquellas en que él participaba, acotó como si hablara solo:
—Un entretenimiento de muchachos. Nunca dejamos de serlo. ¿Por qué los jóvenes de ahora no lo entienden?
Iban tan absortos en ese entretenimiento, que al principio no advirtieron el clamor que venía de el pasaje El Lazo. La gritería de pronto los alarmó y entonces notaron que un grupo de gente miraba, expectante, hacia el pasaje.
—Están matando un perro —sostuvo Dante.
—Cuidado —previno Vidal—. ¿No estará rabioso?
—Han de ser ratas —opinó Rey.
Perros, ratas y una enormidad de gatos merodeaban por el lugar, porque allí los feriantes del mercadito, que forma esquina, vuelcan los desperdicios. Como la curiosidad es más fuerte que el miedo, los amigos avanzaron unos metros. Oyeron, primero en conjunto y luego distintamente, injurias, golpes, ayes, ruidos de hierros y chapas, el jadeo de una respiración. De la penumbra surgían a la claridad blancuzca, saltarines y ululantes muchachones armados de palos y hierros, que descargaban un castigo frenético sobre un bulto yacente en medio de los tachos y montones de basura. Vidal entrevió caras furiosas, notablemente jóvenes, como enajenadas por el alcohol de la arrogancia. Arévalo dijo por lo bajo:
—El bulto ese es el diarero don Manuel.
Vidal pudo ver que el pobre viejo estaba de rodillas, el tronco inclinado hacia adelante, protegida con las manos ensangrentadas la destrozada cabeza, que todavía procuraba introducir en un tacho de residuos.
—Hay que hacer algo —exclamó Vidal en un grito sin voz— antes que lo maten.
—Callate —ordenó Jimi—. No llamés la atención. Envalentonado porque sus amigos lo retenían, Vidal insistió:
—Intervengamos. Van a matarlo. Arévalo observó flemáticamente:
—Está muerto.
—¿Por qué? —preguntó Vidal, un poco enajenado. En su oído, Jimi murmuró fraternalmente:
—Calladito.
Jimi debió de alejarse del lugar. Mientras lo buscaba, Vidal descubrió una pareja que miraba con desaprobación esa matanza. El muchacho, de anteojos, llevaba libros debajo del brazo; ella parecía una chica decente. En procura del apoyo moral que tantas veces encontró en los desconocidos de la calle, Vidal comentó:
—¡Qué ensañamiento!
Ella abrió la cartera, sacó unos anteojos redondos y, sin apuro, se los puso. Ambos volvieron hacia Vidal sus caras con anteojos y lo miraron, impávidos. Con dicción demasiado clara la muchacha afirmó:
—Yo soy contraria a toda violencia. Sin detenerse a considerar la frialdad de tales palabras, Vidal intentó congraciarlos:
—Nosotros no podemos hacer nada, pero la policía, ¿para qué está?
—Abuelo, no es hora de andar ventilándose —el muchacho le advirtió en un tono casi cordial—. ¿Por qué no se va antes que le pase algo?
Ese mote injustificado —Isidorito no tenía hijos y él estaba seguro de parecer, a pesar de la incipiente calvicie, más joven que sus contemporáneos— tal vez lo cegó, porque interpretó la frase como un rechazo. Trató de reunirse con el grupo, pero no lo encontró. Se alejó por fin. Estaba un poco desorientado, sin los muchachos para conversar, para compartir el disgusto.
Llegó a su casa, que viene a quedar frente al taller del tapicero de autos, en la calle Paunero. El cuarto le pareció inhospitalario. Últimamente sentía una invencible propensión a la tristeza, que modificaba el aspecto de las cosas más habituales. De noche veía los objetos de su cuarto como testigos impasibles y hostiles. Trató de no hacer ruido: en la pieza contigua dormía su hijo, que se acostaba tarde porque trabajaba en la escuela nocturna. Ni bien se cubrió con la manta, preguntó alarmado si no pasaría la noche en vela. Ninguna posición le convenía. Porque pensaba, se movía; digan después que el pensamiento no afecta la materia. Los hechos que vieron sus ojos, ahora se le presentaban con una vividez intolerable, y se movía en la esperanza de que la visión y el recuerdo cesaran. Al rato se le ocurrió, tal vez para cambiar de tema, ir al baño; nada más que para estar seguro y dormirse tranquilo. La travesía de los dos patios, en noches de helada, lo arredraba; pero no permitiría que una duda sobre la utilidad de ese viaje lo dejara sin dormir.
En medio de la noche, cuando se encontraba en la inhóspita dependencia del fondo —fría, oscura, maloliente— solía deprimirse. Motivos para ello nunca faltan, pero, ¿por qué precisamente incidían a esa hora y en ese lugar? Para olvidar al diarero y a sus matadores recordó una época, hoy increíble, en que la aventura misma no se descartaba... La culminación llegó la tarde en que sin saber cómo se encontró en los brazos de una chica llamada Nélida, hija de una cocinera, la señora Carmen, que trabajaba en casas de familia del barrio norte. Nélida vivía con su madre en la segunda sala del frente, donde ahora funcionaba el taller de costura. Por una simple casualidad el recuerdo del fin de ese amorío coincidía con otro, para Vidal desgarrador (no sabía muy bien por qué) y repugnante, de un anciano excitado y borracho que perseguía con un largo cuchillo desenvainado a la señora Carmen. De Nélida guardaba, en un baúl, donde tenía cosas viejas y reliquias de sus padres, una fotografía que les tomaron en el Rosedal y una cinta de seda, descolorida. Los tiempos habían cambiado. Si antes se encontraba en el fondo con una mujer, ambos reían; ahora pedía disculpas y rápidamente se alejaba, para que no pensaran que era un degenerado o algo peor. Acaso tal deterioro de su posición en la sociedad lo volvía nostálgico. El hecho era que de meses, tal vez años, a esta parte, se había dado al vicio de los recuerdos; como otros vicios, primero entretenía y a la larga lesionaba y perjudicaba. Se dijo que al día siguiente estaría muy cansado y apresuró la vuelta a la pieza. Ya en cama, formuló con relativa lucidez (pésimo síntoma para el desvelado) la observación: “He llegado a un momento de la vida en que el cansancio no sirve para dormir y el sueño no sirve para descansar”. Revolviéndose en el colchón, recordó nuevamente el crimen que había presenciado y quizá para sobreponerse al desagrado que le infundía el cadáver que primero había visto y ahora imaginaba, se preguntó si el muerto realmente sería el diarero. Lo acometió una vivísima esperanza, como si la suerte del pobre diarero fuera esencial para él; se vio tentado de figurárselo por las calles, corriendo y pregonando, pero se resistía a esas imaginaciones por temor a la desilusión. Recordó la frase de la muchacha de anteojos: “Yo soy contraria a toda violencia”. ¡Cuántas veces había oído esa frase como si no significara nada! Ahora, en el mismo instante en que se decía “Qué chica pretenciosa”, por primera vez la entendió. Entrevió entonces una teoría sobre la violencia, bastante atinada, que lamentablemente olvidó luego. Recapacitó que en noches como esa, en que daría cualquier cosa por dormir, involuntariamente pensaba con la brillantez de un suelto del diario. Cuando los pájaros cantaron y en las hendijas apareció la luz de la mañana, se apesadumbró de veras, porque había perdido la noche. En ese momento se durmió.

J.Méndez-Limbrick. Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino.


Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.
"Recuerdo desde los primeros años, corrijo: recuerdo desde el tercer año en que conocimos a don Julián allá por los años 60 que nuestro amigo tendría una transformación completa, sería irreconocible.
Durante los 5 años que estuvo fuera de Costa Rica sufririó una metamorfosis en cuerpo y alma, cambió a una persona diferente a la que se despidió de nosotros en el aeropuerto. Comenzó a mirarse como un ser excepcional desde que fue a Inglaterra. No solo su vestimenta cambió sino que físicamente se le notaría transformado. Hasta su timbre de voz sería más grave y cadencioso.
Si don Julián fue un hombre de tez blanca ahora lo sería mucho más. Surgiría en él una palidez acerada, el llamado blanco pálido que a mi madre siempre le pareció de gente distinguida y de buena cuna.
Nosotros siempre le agradecimos tanta confianza desde que nos conoció. Al marchar para Europa la primera vez, nos hizo prometer que le cuidaríamos la casa y así lo hicimos.
Debo aclarar que casi de toda la casa teníamos acceso menos de algunos cuartos. Dos o tres habitaciones permanecieron enllavados como todavía lo están según manifestaciones del mismo don Julián. Don Julián sentenció que así deben de permanecer.
Es inevitable que no recuerde aquellos acontecimientos ahora que han pasado décadas enteras. El tiempo ha transcurrido y nosotros seguimos siendo fieles a nuestro don Julián por muchas razones. La fundamental es que lo amamos y respetamos, para nosotros es más que un amigo, es un padre.
Decía que después de quinquenios de no visitar la mansión pasada la medianoche llegué a la casa de don Julián y ahí estaba mi amigo delante de mí. Como siempre elegante y de modales refinados hasta lo insospechado hizo gala esa noche. Su timbre de voz es la misma por teléfono que en persona, igual de grave, gutural y a la vez firme.
Su voz es cadenciosa, parece que todo lo inunda, que a cada frase suya oscurece o ilumina los rostros de los demás. Y aunque la conversación pueda ser irrelevante cada frase suya posee cierta connotación de viejo sabio. Existen hombres que con sus palabras delatan su yo interno, con don Julián no son sus palabras que denuncian su yo interno, es la entonación que le da a las frases y que por más pueriles que sean identifican al hombre.
Su voz es un látigo eléctrico que ilumina en la oscuridad cualquier conversación. En otras oportunidades su voz hiere de una gran quietud que doblega el intelecto, que lo hace a uno deambular de un lado a otro por caminos insospechados. Sus frases se van acumulando como una pira funeraria en donde el fuego adormece la razón de su interlocutor.
Como todas las cosas de la naturaleza no pueden vivir o subsistir en forma aislada, don Julián es un todo orgánico, sus ojos parecen anticipar en el vacío de la oscuridad o en la claridad de la luz difusa de su alcoba frases y pensamientos.
Así como el plumaje de las aves hablan de sus dueños, así también lo es con la vestimenta de don Julián. Regresó de Europa – y lo vuelvo a repetir como lo señalé líneas atrás- siempre de negro. Nunca ha variado. Tampoco hubo ningún comentario por parte de don Julián de su indumentaria de negro total. Juancho y yo sí hicimos algunas conjeturas, hipótesis. “Quizá más adelante tendremos alguna explicación de sus cambios” fue la frase que pronunciamos hace varios quinquenios, pero don Julián se niega a cambiar su vestimenta y –claro está- se niega a decirnos qué sucedió en Inglaterra.
Lo más maravilloso de todo – y en eso no solo coincidimos Juancho y yo, sino algunas personas que lo vieron aquellos años- fue su fisonomía, su rostro. Al regresar de Europa, en un perfecto juego de sombras y luces, a veces don Julián parecía un adolescente y en otras oportunidades su rostro proyectaba un hombre entrado en años.
En aquellas décadas y hasta ahora sigue siendo un comentario de las personas que lo han visto: sus ojos negros parecen que absorben todo a su paso, cualquier objeto, cosa, animal o persona no pasan desapercibidos a su pupila, es una especie de pupila totalizadora de la cual no escapa de sí ningún rayo de luz o de inteligencia que esté delante de ellos.
Decía que apenas don Julián me vio en el salón, me abrazó como un padre abraza a un hijo, se apoyó en mi hombro y comenzamos a caminar por varias galerías que posee la casa. Manifestó que ya era el momento de enseñarme parte de los pasadizos que nunca me había mostrado.
No me sorprendía porque nosotros sabemos que en la casa existen galerías, pasadizos que no conocíamos.
El más hermoso de todos es el túnel de los Césares: es un largo pasadizo púrpura que se extiende por varios cientos de metros, caracoleando hasta un enorme sótano. Se debe ir bajando muy lentamente porque las escalinatas tienen poca luz...
Fue una velada muy instructiva, hablamos de cosas que don Julián argumentó necesitaba decirme. Fue una reunión de varias horas, le murmuré a mi padre adoptivo que contara con todo lo que deseaba. Cuando me despedí, no pude evitarlo, me incliné y le besé sus hermosas manos...

domingo, 29 de mayo de 2016

Del diálogo en «La aventura de un fotógrafo en La Plata». La huella de Hemingway Noemí Ulla



Abajo

Del diálogo en «La aventura de un fotógrafo en La Plata». La huella de Hemingway

Noemí Ulla




Dentro de la diversidad de líneas narrativas que ofrecen las novelas argentinas publicadas en los años ochenta del siglo XX, las de Adolfo Bioy Casares destacan una progresión singular en sí mismas y una curiosa variante en el espectro de las novelas de otros autores.
Tanto La aventura de un fotógrafo en La Plata (novela, 1985) como el libro de cuentos Historias desaforadas (1986) parecen desafiar con éxito la escritura del joven y el maduro autor que ambas obras condensan y perfeccionan junto al más reciente libro de cuentos Una muñeca rusa (1991).
Uno de los aspectos más relevantes a mi juicio desde el punto de vista de la construcción narrativa es el uso que esta novela ofrece respecto del diálogo, casi sin acotaciones. Podríamos afirmar que el eje de la trama de La aventura de un fotógrafo en La Plata es el carácter dialógico de su discurso, del que en gran medida es el mejor deudor de Hemingway en la literatura rioplatense. No deja de llamar la atención, en tanto los escritores que comienzan a publicar hacia los años sesenta, casi todos cultores de la literatura norteamericana y en especial de Hemingway por ser lectura preferencial de esa generación, que un escritor como Bioy Casares, tan alejado por propias lecturas (formado con las obras de Stevenson y la literatura española), por su edad, por su práctica de la escritura, haya mostrado los efectos del diálogo de Hemingway en forma más ostensible que muchos entonces confesos seguidores de uno de los maestros de aquella generación de los sesenta.
Siempre tan vuelto hacia el lector1 hasta buena parte de su producción ya realizada, preocupa a Bioy la inclusión o el desdén del diálogo, en consideración, siempre, al lector2. Las colaboraciones entre Borges y Bioy mostraron tanto a Borges como a Bioy en un total acuerdo en cuanto a que el lenguaje que ambos aspiraban para desarrollar en sus ficciones fuera el de la «prosa conversada»3. Sin embargo no fue sino por el camino de la parodia que ambos, bajo el nombre de Bustos Domecq (1942) propiciaron advertir y burlar la ridiculez de un discurso literario altamente artificioso, del que también es paradigma el mediocre poeta del cuento de Borges «El Aleph», Carlos Argentino Daneri. Tanto para Bioy como para Borges pasaron muchos años y obras narrativas escritas por ambos, individualmente, antes de retomar los propósitos de la «naturalidad» o de la sencillez de la prosa conversada4. En cuanto a Jorge Luis Borges, deberíamos recordar que el intento de volver a aquella «naturalidad» de «Hombre de la esquina rosada» (1933) no se produce sino hasta El informe de Brodie (1970). En lo que respecta a Bioy, el propósito de realizar una «escritura conversada» recorre la interioridad de sus novelas y cuentos hasta bien avanzados los años setenta, con tantos vaivenes entre esa voluntad y la de adherirse a una escritura no conversada, que muchas veces se manifiesta nítidamente y da una buena muestra de ello no sólo -es obvio- la lectura de obras suyas anteriores a esta consecución, sino los estudios minuciosos que las acompañan, investigando profundamente el tema o advirtiéndolo en forma pasajera. Entre los primeros figuran María Luisa Bastos y Beatriz Curia5. Beatriz Curia señala la presencia del tono de oralidad en la voz narrativa y el uso del vocabulario corriente; María Luisa Bastos observa cómo acierta altura de la novela El sueño de los héroes (1954) el discurso ajeno y el discurso paródico se transforman en enunciación literaria del narrador. Sin embargo su afirmación, ajustada, de que Diario de la guerra del cerdo (1969) es la novela de Bioy donde hay más diálogo, ha quedado rebatida por la propia acción del tiempo y la producción del autor, y actualmente ocupa ese lugar La aventura de un fotógrafo en La Plata.
En efecto, la profusión de diálogos de los personajes ocupan en esta novela mucho mayor espacio que en las anteriores de Bioy. Por lo mismo, el lenguaje que recuerda al habla, a las diversas formas coloquiales, parece ser el último logro del autor a la busca de una sencillez y una naturalidad que dista mucho, aunque quedemos prendados, de La invención de Morel (1940), de retórica tan diferente. Llamamos como el mismo Bioy «sencillez», a un trabajo de escritor que ha ido afirmándose en una larga y generosa, constante y responsable vida literaria, donde la exigencia del lenguaje, de sus articulaciones, de su fuerza y peso, de su alta línea estética, del seguro convencimiento del poder de la comunicación, ha estado insistiendo siempre con su presencia. Asimismo los caracteres del protagonista de esta última novela parecen acentuar, en su apariencia ingenua, los ya desarrollados en novelas anteriores, como El sueño de los héroes (1954) y Diario de la guerra del cerdo (1969). Este joven, Nicolasito Almanza, acosado por una figura autoritaria y al mismo tiempo portadora de mensajes ambiguos, se convierte en una especie de víctima de un padre que lo atrapa y reduce, aunque todo se desenvuelva en una serie de enredos y confusiones de ligera comicidad, donde el amor a la fotografía y a las hijas de don Juan Lombardo, le restituyan su comportamiento independiente. El trabajo de fotógrafo, móvil del viaje de Almanza desde Las Flores, pueblo de la provincia de Buenos Aires, a La Plata, capital de la misma provincia, y desde La Plata hasta Tandil, ciudad de la provincia de Buenos Aires, es compartido en varias oportunidades con Julia Lombardo. Ella es la acompañante de Nicolasito en la primera tarde de su llegada a la ciudad de La Plata, a la busca de monumentos, frentes de casas y edificios, parques que serán motivo en el futuro del reconocimiento de la ciudad para el álbum que le han encargado. Pero este ojo que mira hacia el futuro y para el goce, no se detendrá -como parecería hacerlo- en dar alguna importancia a nada que no sea la responsabilidad y el placer de su trabajo. Los múltiples enredos y las dilaciones que complican su estadía en la ciudad capital, que también la entorpecen y la arriesgan, no le merecen la menor atención, no lo distraen de su único y principal objetivo: la fotografía6.
El placer de mirar y de compartir lo mirado con dos mujeres en especial (Julia y Gladys) y el placer de registrarlo en la fotografía, hacen a Nicolasito Almanza y a su ejercicio de fotógrafo y artista -ojo que goza con lo mirado- una de las insistencias de esta última novela de Bioy Casares. Imágenes visuales recurren en distintas escenas: el vitral de la iglesia y los losanges de la casa de pensión como goces muy particulares del protagonista. Estas imágenes parecen concentrarse al final del texto en el regalo de Julia Lombardo, el calidoscopio, ilusión y remedo del objetivo del fotógrafo, y al mismo tiempo del amor que unió a la pareja.
También el grupo familiar con el que se relaciona Nicolasito Almanza, constituido por la familia Lombardo, propone en particular a través del padre un lenguaje que en todo momento se acriolla, llevándonos al campo de Brandsen, de donde él procede. Tanto el léxico como las construcciones sintácticas de Juan Lombardo marcan la presencia del criollo en lenguaje vivo, unas veces con cierto engolamiento y solemnidad7, al que no le falta la práctica de la generalización, o de la sentencia:
-Le voy a encarecer que nos acompañe -dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro-. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.

(p. 11)8                


La fórmula de presentación también revela la edad del personaje, su extracción social de clase media. Cuando Nicolasito se presenta sólo con su nombre y apellido, Juan Lombardo tomará de nuevo la engolada y solemne palabra, como si la acompañara con un gesto, echándose hacia atrás con la espalda erguida, pareciendo confirmar su autoridad al mismo tiempo que seduciendo al interlocutor: «-Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene» (p. 11).
Observamos la reiteración de la última fórmula, que vuelve a acompañar al nombre como cierre del encuentro y el significante de índole gestual que conlleva el discurso dialógico. A veces la distancia no reside en la palabra de don Juan, sino en la voluntad de crear una virtual distancia con el trato, dirigiéndose a Nicolás, pero como considerándolo ausente, en una especie de broma cordial y hasta cariñosa: «Salvo mejor opinión de nuestro amigo» (p. 12).
Otra a la inversa, simula un sentimiento de propiedad de Nicolás Almanza, como suele hacerse cuando una persona mayor habla con un niño: «No se me enoje ahora» (p. 20). también el mismo Juan Lombardo sabe utilizar la apariencia de la distancia para dirigirse así mismo, de manera de crear un efecto retórico declamatorio y solemne. Cuando Nicolás Almanza pregunta por el hijo en este diálogo:
-¿Vive ese hijo suyo?
-¿Ventura? Nos han llegado noticias de que no.
-¿Dónde se encuentra?
-Para el corazón de este enfermo, aquí, junto a la cama.

(p. 20)                


Don Juan responde con el efecto que he subrayado, solemne y declamatorio. El lenguaje de las sentencias, al que don Juan Lombardo es tan afecto, anuncia siempre una consecuencia, que puede ser intento de seducción, pedido, exigencia, etc.: «[...] Un enfermo depende de la buena voluntad del prójimo. Es muy violento para mí tener que jorobar paciencia» (p. 72).
A esto sigue, justamente, el pedido a Nicolasito Almanza, que más adelante se explícita: «Por eso mismo me atrevo a jorobarlo y pedirle que...» (p. 73).
El trato que hasta el momento tienen don Juan Lombardo y Nicolasito es el de usted, pero a medida que avanza el desarrollo de la trama don Juan Lombardo tutea a Nicolasito, aunque usando a veces esa distancia retórica que le hace hablarle como si se tratara de una tercera persona, motivado por la indignación que le ha causado la espera y la dilación de un encargo que debía realizar el muchacho. En estas circunstancias dirá con ironía y enojo: «[...] Es claro que al mocito mi ansiedad lo tiene sin cuidado. Que el viejo majadero se las arregle» (p. 93).
Subrayamos también la ironía en el uso de la tercera persona en lugar de la segunda, el término «mocito» mediante el cual el diminutivo se degrada en despectivo, acentuado aún más por la consecutiva «que el viejo majadero se las arregle», con el respectivo término «majadero», insultante en la de nominación supuesta con que concluiría Nicolasito. El diálogo va creciendo en tensión y don Juan pasa a la amenaza verbal, con términos tan fuertes que se vuelven intolerables ante la sospecha de los encuentros entre Nicolasito y Griselda, una de las hermanas Lombardo:
-[...] ¿o no se puede saber en qué ocupaste el tiempo? ¿Sonseando con alguna arrastrada? ¿Una arrastrada que yo conozco perfectamente? [...]
-No te abuses, muchacho. Tengo correa, soy bonachón y tengo correa, más que nada para lonjear al que se pasa de vivo. Yo nunca perdono al que me toma por estúpido.

(p. 93)                


Con calma Nicolasito Almanza responde siempre a éste y a otro tipo de agresiones verbales o ironías de don Juan Lombardo. Se diría que el narrador va haciendo crecer en el lector cierta indignación ante la calma y la falta de reacción del personaje humillado, que va tolerando hasta lo inimaginable la también creciente autoridad del opresor, convencido de su razón. («Almanza era un muchacho tranquilo, aguantador si lo exigían, incapaz de perturbarse por el simple hecho de asistir a una discusión violenta o a una pelea» nos ha advertido el narrador en la p. 85). Pero en el momento que parece más inoportuno por la tensión de la charla, Nicolás ve la escena de la que participa desde una distancia -la del fotógrafo- que le permite sacar su cámara fotográfica y tomar a don Juan Lombardo unas fotos: «-Señor, pensaba tomarle unas fotos».
El ojo del oficio conduce también a la seducción del indignado don Juan, quien olvida su furia ante la idea de ser fotografiado. «Mientras personas reales están matándose entre sí o matando a otras personas reales, el fotógrafo acecha detrás de la cámara para crear un diminuto fragmento de otro mundo: el mundo de crear imágenes que nos sobrevivirá» leemos en Susan Sontag9. Tanto ha sido presa don Juan de la trampa de conservar su propia imagen (por su narcisismo), que el narrador describe con suave burla la posición, los gestos, la voluntad de entrega a la posterioridad: «Sin esperar contestación irguió la cabeza, adoptó una expresión tensa, grave y enérgica, sacó pecho. Parecía desafiar al fotógrafo y al mundo» (p. 95). «Almanza lo fotografió no menos de veinte veces» (p. 95). Y al mismo tiempo, Nicolasito Almanza pudo vencer la situación hostil en que don Juan Lombardo lo había encerrado con su trato autoritario y prepotente. De esta forma, con la propia contribución emocional de Nicolasito, la figura de don Juan se presentará ya como alguien insoportablemente autoritario, ya como alguien que suele ejercer su bonhomía sobre el joven, reconociéndolo en confusos y adversos sentimientos como a su propio hijo. El narrador también suele tomar partido, sutilmente, en la creación de esta ambigüedad, designándolo ya en un tipo de figura, ya en otro tipo.
Lo vio como un gigantesco protector, con los brazos abiertos. Esos mismos brazos descargaron sobre él efusivas palmadas que retumbaron en su cabeza dolorosamente.

(p. 156)                


Bajo esta figura protectora también aparece en el recuerdo de Nicolasito su propio padrino a través de los consejos que solía darle: «No hay que apurarse. La vida, por corta que sea, da tiempo para todo» (p. 216). Otra de las figuras cuyo discurso recuerda el joven como generador de vaticinios es la de Gentile, su patrón: «En la capital de la provincia vas a encontrar novedades» (p. 216), quien en sucesivas memoraciones vuelve a Nicolasito con la sabiduría popular que incita al vitalismo y a la aventura. Desde el comienzo de la novela, Gentile será quien lo incitará a realizar el viaje a La Plata (pp. 34, 36, 63, 216) y estos vaticinios lo acompañan como una especie de devocionario que le da fuerzas para proseguir también en su trabajo, el impulso de fotografiar: «Es tu fuego sagrado. Esperemos que no se apague nunca» (p. 124).
Si comparamos los diálogos de esta novela con los de las anteriores de Bioy Casares, observamos una diferencia que ha ido acentuándose en su composición, hasta el punto de que en ésta no aparecen las acotaciones acostumbradas y se podría afirmar que la textura es la del diálogo desnudo a la manera de lo que oímos en una representación teatral, donde desaparecen las acotaciones, y a la manera en que fueron apareciendo tímida o aisladamente en el conjunto del texto narrativo y en la totalidad de su obra narrativa10. Una forma más acentuada de construcción dialógica encontramos en la novela de Heinrich Böll, Mujeres a la orilla del río11.
La ciudad de La Plata, nuevo escenario en la topografía de Bioy donde transcurre toda la novela, presenta un punto geográfico donde convergen, por la composición de los personajes, la ciudad y el campo. Si bien Nicolasito se pregunta: «¿Será esto la famosa vida acelerada de la gran ciudad?» (p. 216), el grupo de personas que frecuenta tiende al léxico sencillo, propio de esa zona indecisa entre cielo abierto y ciudad pequeña poblada de estudiantes que en su gran mayoría, provienen de las afueras.
El amigo Mascardi, del mismo pueblo que Nicolasito, comparte también con él una aventura fracasada, en el mismo hotel, con la señora Elvira, una vecina, mientras Nicolasito ha vivido con Griselda Lombardo un momento poco feliz. El lugar de origen de ambos los hermana y también reúne en una situación desagradable, y Mascardi considera que son los dos jóvenes a la antigua. «No se lo contemos a nadie. Que no sepan en Las Flores que dejamos el pago tan mal parado en la ciudad capital» (pp. 143-144).
El orgullo ante los pobladores de Las Flores se muestra otras veces por el conocimiento que en tan pocos días ha tenido de La Plata, relacionándolo, por cierto, con sus andanzas de fotógrafo:
Estaba seguro que pocos de los amigos de Las Flores podían jactarse de haber visitado la ciudad capital y, menos, de conocerla como él [...] soy un platense hecho y derecho, o empiezo a serlo.

(p. 145)                


Tales son las reflexiones de Nicolasito Almanza al confirmar su conocimiento del trayecto entre la pensión donde se hospeda y el laboratorio donde trabaja. La idea de poder reconocer y anunciar para sí mismo, mentalmente, las casas y los detalles del trayecto, antes de que sean visibles para él, lo llena de regocijo: «El hecho de que tomaran el ascensor era para él una satisfacción. Ya le había pronosticado Gentile que en la capital de la provincia conocería cosas nuevas» (p. 118). Las anticipaciones, los juegos de las ausencias y las presencias, o de aparecer y desaparecer, son técnicas que el muchacho incorpora juntamente a su trabajo de fotógrafo.
En ese momento se abrió la puerta y Griselda apareció, hermosísima entre los relumbrones de los espejuelos de su vestido, sonriendo de un modo irresistible.

(p. 58)                


[...] Algo, no sabía qué, lo indujo a mirar hacia el biombo de espejos.

(p. 78)                


Los espejos que refractan, atraen y cautivan la mirada de los hombres, tienen en la historia de Bioy una presencia muy firme. He observado en otro trabajo12 la atracción que el escritor ha desplegado por los dobles en diferentes cuentos y novelas. El espejo, como mundo ilusorio que multiplica y encanta, es tan nítido en su infancia real13 como en toda narrativa, a veces con la apariencia difusa de las figuras reflejadas en los espejos de Degas, otras con la corporeidad inquietante de Renoir. Pero la perspectiva del ojo que encuentra en el espejo la imagen más lejana, el ojo del fotógrafo no convencional que ha de intentar poseer, con artística perversidad, la imagen semejante o la imagen gemela que tampoco es vecina sino en la fantasía, está atenta y acechante en este fotógrafo en procura de edificios y monumentos de La Plata, con los que compondrá el primer libro de la colección Ciudades de la Provincia de Buenos Aires.
Así las hermanas Lombardo, Julia y Griselda, son para el joven una especie de doble por el que no experimenta ninguna turbación. Feliz en los encuentros con ambas, parece ser él el elegido y la ausencia de conflicto la mayor condición de goce. Nos hemos alejado ya de aquellos diálogos de Guirnalda con amores (cuentos, 1959), donde las parejas mantenían explicaciones racionales y justificaciones que tendían a interpretar su relación. Las mujeres de esta novela, la patrona de la pensión (doña Carmen), la empleada del laboratorio fotográfico (Gladys), la vecina que atisba siempre desde la puerta de la pensión, mujer del inspector de estaciones de servicio, y las hermanas Julia y Griselda Lombardo son mujeres que actúan de manera directa, con inmediatez y que, en casi todos los momentos, deciden rápidamente sobre los hechos. Nicolasito Almanza es siempre elegido por ellas: para acostarse, para tomar un café, para ganárselo y desplazar a otra.
Aunque el narrador de Guirnalda con amores suele burlarse de las mujeres que, respetando o transgrediendo convenciones y comportamientos de la moral sexual, responden en el fondo al modelo de mujer burguesa, tanto ellos como ellas hablan de acuerdo a un código de amor cortesano cuyo signo suele ser el circunloquio y la advertencia, o el pedido de advertencia. Las mujeres son muchas veces las que toman la iniciativa ante los hombres, exhibiendo su desparpajo (en «Una aventura» Mildred invitará a Tulio a ir a un hotel ante la sorpresa de él por la pérdida posible de la reputación de Mildred).
-Me muero por hacer una proposición deshonesta -dije en la pendiente de Grimaud.
-Ten cuidado -contestó Bárbara- porque voy a aceptarla.

(«Encrucijada», Guirnalda con amores, p. 17)14                


En La aventura de un fotógrafo en La Plata las dos mujeres con quienes Nicolasito se acuesta, no sólo son las que lo incitan a hacerlo, sino que parecen acompañar la invitación -recordemos que las acotaciones están casi ausentes- con una gestualidad y estilo muy marcado de la provocación corporal:
Arrimándolo contra ella, Griselda preguntó:
-¿No quiere que lo premie?
-¿Cuándo?
-Ahora.
Mientras lo estrechaba, atinó...

(p. 58)                


También Julia lo espera desnuda en la cama de la pensión donde él vive, desafiándolo a quererla y preferirla a la rival, su hermana Griselda:
-Yo te quise primero que ella -protestó mirándolo ansiosamente- ¿Quién te acompañó a fotografiar?
[...]
Entonces besame.

(p. 109)                


Gladys, la chica que trabaja en el laboratorio, le dirá al salir de la iglesia: «-Te ofrezco mi cuerpo. Quiero salvarte de esa mujer» (p. 81).
La iniciativa la toman las mujeres, en Guirnalda con amores, en cuentos de Historias desaforadas, en La aventura de un fotógrafo en La Plata, en «Una muñeca rusa», contrariando en buena medida la fama del hombre rioplatense que domina a la mujer. El personaje masculino de Bioy -si de amor se trata- es vencido más de una vez por la mujer que reina distante aunque se aproxime y despierta en parte la simpatía de un héroe casi chaplinesco que seduce con su debilidad y su búsqueda de protección. Nada más apartado de los protagonistas masculinos del autor que el hombre paternal y resolutivo. Sin embargo el tiempo del escritor, su ejercicio, ha participado de manera activa para que esos personajes femeninos que en otro tiempo, en otros textos, dialogaban con menos soltura o de manera menos directa -como ya se ha visto- sean ahora tan precisos, tan informales, tan concretos, como si hubieran salido del salón cortesano definitivamente. Se dirá: ¿no es acaso que estos personajes pertenecen a una clase inferior a los otros, no será que antes no habían entrado en la esfera de interés del narrador? Es difícil afirmarlo y al mismo tiempo negar resueltamente la hipótesis. Mas, para no limitarnos exclusivamente a los personajes femeninos -los preferidos del autor- observamos también que los hombres han modificado su forma de hablar con estas mujeres, porque don Juan Lombardo parece sólo hablar con los hombres, a quienes le gusta mostrar su mayoría de edad, su poder, su diferencia con los otros, todos hombres jóvenes, los que hablan en la novela, salvo el fotógrafo Gruter, otra figura paterna.
Las conversaciones entre Nicolasito Almanza y las hermanas Lombardo pasan de la timidez del comienzo y del trato de usted, a la confianza. Julia inicia el tuteo y ese trato gusta a Nicolasito, que lo advierte en forma imprevista, agradado. En los encuentros con Julia, Griselda Lombardo será una presencia constante, una especie de fantasma («Era mi novio o como quieras llamarlo. Me lo sacó Griselda [...] mi padre dice que yo le saco los hombres a mi hermana», p. 111) que hasta las fotos sacadas por Almanza no perdonará:
-¿Quién? Griselda. Puede ser que un día me perdone nuestra acostada, pero estas fotos nunca.

(p. 175)                


También la mujer del inspector de estaciones de servicio lo abordará con decisión:
-¿Dónde va tan apurado? Me gustaría que alguna vez charláramos un momento.
-Cuando mande.

(p. 89)                


El joven conversa con esta mujer tan agradado que lamenta no tener más tiempo para dedicarle; ella le trasmite su experiencia, su saber popular, al hablarle del poder de las mujeres sobre los hombres. «¿Quiere una prueba de que son más vivas? Gobiernan el mundo. Los hombres se limitan a repetir lo que ellas les inculcaron» (p. 90).
El lenguaje más directo, llamar a las cosas por su nombre, está en boca de las mujeres. En ningún momento Nicolasito emplea el léxico de ellas, no hace referencia al sexo, ni con circunloquios ni en forma llana, no dice «una acostada» como Julia, ni diría como su amigo Mascardi dice «flor de hembra» refiriéndose a una mujer, su única libertad y quizás su única seducción es la de sacar fotos, sin ninguna referencia al amor. Gusta de Zulema, la joven licenciada en ciencias políticas, a quien vio por primera vez tan bella como una postal, pero ella ni querrá posar para él ni será amable en su trato, y se mantiene como una figura lejana, no seducida, como las mujeres más amadas en otras obras del autor de La invención de Morel, Dormir al sol, El sueño de los héroes.
No obstante Nicolasito se siente orgulloso del trato que la ciudad capital le ha dado con las mujeres, que parecen mimarlo (p. 62).
Al acercarse al diálogo dramático, el narrador consigue la inmediatez de las respuestas y la innecesariedad de las acotaciones, sin que el discurso dialógico sea el de las representaciones en el sentido15 de transcripción. Difícil ejercicio del narrador que da a la conversación de sus personajes un espacio donde él simula desaparecer, estando sin embargo tan presente como el fotógrafo dueño de la imagen que hace suya a distancia, tan presente como en la totalidad del texto.

Fuente:http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/del-dialogo-en-la-aventura-de-un-fotografo-en-la-plata-la-huella-de-hemingway/html/9275edeb-d9e2-4e57-ac00-170909ffc74c_3.html
 
***
(Fragmento).
ADOLFO BIOY CASARES
LA AVENTURA DE UN FOTÓGRAFO EN LA PLATA


I

Alrededor de las cinco, después de un viaje en ómnibus, tan largo como la noche, Nicolasito Almanza llegó a La Plata. Se había internado una cuadra en la ciudad, desconocida para él, cuando lo saludaron. No contestó, por tener la mano derecha ocupada con la bolsa de la cámara, los lentes y demás accesorios, y la izquierda, con la valija de la ropa. Recordó entonces una situación parecida. Se dijo: “Todo se repite”, pero la otra vez tenía las manos libres y contestó un saludo que era para alguien que estaba a sus espaldas. Miró hacia atrás: no había nadie. Quienes lo saludaron repetían el saludo y sonreían, lo que llamó su atención, porque no había visto nunca esas caras. Por la forma de estar agrupados, pensó que a lo mejor descubrieron que era fotógrafo y querían que los retratara. “Un grupo de familia”, pensó. Lo componía un señor de edad, alto, derecho, aplomado, respetable, de pelo y bigote blancos, de piel rosada, de ojos azules, que lo miraba bondadosamente y quizá con un poco de picardía; dos mujeres jóvenes, de buena presencia, una rubia, alta, con un bebe en brazos, y otra de pelo negro; una niñita, de tres o cuatro años. Junto a ellos se amontonaban valijas, bolsas, envoltorios. Cruzó la calle, preguntó en qué podría servirles. La rubia dijo:
–Pensamos que usted también es forastero.
–Pero no tan forastero como nosotros –agregó riendo la morena– y queríamos preguntarle...
–Porque hay que desconfiar de la gente pueblera, más que nada si uno deja ver su traza de pajuerano –explicó el señor con gravedad, a último momento atenuada por una sonrisa.
Almanza creyó entender que por alguna razón misteriosa todo divertía al viejo, sin exceptuar el fotógrafo de tierra adentro, que no había dicho más de tres o cuatro palabras. No se ofendió.
La morena concluyó su pregunta:
–Si no habrá un café abierto por acá.
–Un lugar de toda confianza, donde le sirvan un verdadero desayuno –dijo el señor, para agregar sonriendo, con una alegría que invitaba a compartir–. Sin que por eso lo desplumen.
–Lamento no poder ayudarlos. No conozco la zona. –Tras un silencio, anunció–. Bueno, ahora los dejo.
–Yo pensé que el señor nos acompañaría –aseguró la morena.
–Yo quisiera saber por qué trajimos tantos bultos –protestó la rubia.
Entre las dos no atinaban a cargarlos.
–Permítame –dijo Almanza.
–Le voy a encarecer que nos acompañe –dijo el señor, mientras le pasaba los bultos, uno tras otro–. El pueblero, y peor cuando se dedica al comercio, es muy tramposo. Hay que presentar un frente unido. A propósito: Juan Lombardo, para lo que ordene.
–Nicolás Almanza.
–Una auspiciosa coincidencia. ¡Tocayos! Mi nombre completo es Juan Nicolás Lombardo, para lo que ordene.
Almanza vio semblantes de asombro en la rubia, de regocijo en la morena, de amistosa esperanza en don Juan. Éste le tendía una mano abierta. Para estrecharla, se disponía a dejar en el suelo los bultos recién cargados, cuando la muchacha de pelo negro le dijo:
–¡Pobre Papá Noel! Miren en qué situación lo ponen. Ya va a tener tiempo de darle la mano a mi padre.
El grupo se adentró en la ciudad. Don Juan, con paso enérgico, marchaba al frente. Se rezagaba un poco Almanza, estorbado por la carga, pero alentado por las muchachas. La niñita, durante las primeras cuadras pidió algo que no consiguió, por lo que finalmente agregó su llanto al del hermano. Como quien despierta, Almanza oyó la animosa voz de don Juan, que anunciaba:
–Aquí tenemos un local aparente, salvo mejor opinión de nuestro joven amigo.
Se apuró en asentir. Estaban frente a un café o bar cuyo personal, en ropa de fajina, baldeaba y cepillaba el piso, entre mesas apiladas. A regañadientes les hicieron un lugar y por último les trajeron cinco cafés con leche, con pan y manteca y medias lunas. Comieron y conversaron. Se enteró entonces Almanza de que don Juan era, o había sido, mayordomo de una estancia de Etchebarne, en el partido de la Magdalena, y que tenía un campito en Coronel Brandsen. Supo también que la rubia, madre de las dos criaturas, se llamaba Griselda. La morena, que se llamaba Julia, le anunció que a ellos los esperaban en una casa de pensión, que ofrecía todas las comodidades a precios razonables, muy recomendada por pasajeros acostumbrados a lo mejor. Por su parte opinó don Juan:
–Le hago ver, hijo mío, que si se viene con nosotros, la ganancia es de todos. Pondré mi empeño, como si usted fuera de la familia, para que los patrones le ofrezcan una comodidad para salir de apuro.
Estas palabras recibieron el apoyo de las dos mujeres.
–De veras agradezco, pero ahora es imposible –afirmó–. Tengo reservada una pieza en la pensión donde para un amigo.
El descanso, la comida, la conversación trajeron un bienestar general, perturbado al rato por el llanto del bebe, tan tesonero que bordeaba lo insoportable. Así debió de pensar Griselda, porque de repente dijo:
–Con el perdón de todos.
Descubrió un pecho notablemente redondo y rosado y se puso a alimentar al hijo.

sábado, 28 de mayo de 2016

Miguel Ibáñez Aristondo. Literatura y evasión en la obra Dormir al sol de Adolfo Bioy Casares.


Literatura y evasión en la obra Dormir al sol de Adolfo Bioy Casares
Miguel Ibáñez Aristondo
Paris IV - Sorbonne


Resumen: Lucho Bordenave lleva una existencia insignificante y monótona en un barrio de Buenos Aires hasta que termina siendo internado en un Instituto frenopático. Dentro de sus muros consigue descubrir una verdad que amenaza su existencia y controla la apacible vida del barrio. La carta que Lucho escribe a un antiguo conocido es su última posibilidad de escapar, su narración supone una relación específica entre el sujeto y la verdad. Las posibilidades de análisis de este texto son múltiples, nuestra reflexión propone un camino que nos lleva a considerar el sujeto de la narración desde tres perspectivas: en primer lugar abordaremos la importancia del lugar de la narración como contexto que propicia un discurso preformativo que busca alterar el destino; en segundo lugar examinaremos la relación del sujeto de la narración desde dos espacios diferenciados, el ámbito domestico y el espacio científico; por último expondremos las diferentes facetas subjetivas del narrador más allá de su perfil de ciudadano prototipo domesticado por las diferentes presiones y condicionamientos que sugiere la novela.
Palabras clave: Bioy Casares, dualismo, biopoder, verdad, parresia, destino.
Un enunciado performativo lleva siempre implícito un “yo” que enuncia y un “ahora”. La historia que Lucho Bordenave cuenta se abre paso a partir de ese “yo” y de ese “ahora” que enuncia desde ese lugar, el frenopático, y desde un cuerpo que es la referencia física de ese yo que va a desparecer al final del relato. La huella que deja el sujeto físico desaparece en multitud de referentes una vez el mensaje llega a su destinatario.
La primera contingencia que va determinar la enunciación se nos presenta en la obra desde la primera línea: “Con ésta van tres veces que le escribo. Por si no me dejan concluir, puse la primera esquelita en un sitio que yo sé”. Esta irrupción del relato desplaza al lector y sitúa la escena en una culminación previa a la cual el lector no ha tenido acceso. El referente del primer deíctico es la carta que escribe esa primera persona que inicia el relato. Con él, el “yo” se inserta en el relato y, una vez escrito su final, desaparece la materialidad que posibilitó la escritura, para permitir que el mensaje llegue a su destino. El sujeto se diluye en su propio acto de escritura una vez que la obra no requiere de su presencia, posibilitando una autonomía de lo escrito que cobra vida con su desaparición.
Desde este principio, el relato arranca condicionado por la situación desesperada del narrador, el cual trata de justificarse y dotar de una difícil credibilidad a su carta : “Voy a contarle mi historia desde el principio y trataré de ser claro, porque necesito que usted me entienda y me crea”, escribe Lucho en el primer párrafo, para a continuación explicarle a Félix Ramos por qué le pide ayuda a él y no a alguien más cercano o a un abogado: “Si alega que no somos amigos le doy la razón, pero también le ruego que se ponga en mi lugar, por favor, y que me diga a quien podría mandarlo”.
Este inicio sitúa al narrador desde un principio en una continua justificación de su relato. La selección de una situación de emergencia en la enunciación, así como la de un destinatario que está al margen de la trama ofrece dos lecturas respecto a la manera de analizar los principios de autoridad que van a regir ese “yo” que suscribe la carta : la primera de índole puramente narrativo, a partir del cual la sumisión del narrador a esta circunstancia determinará la forma del relato, la segunda ofrece una estrategia adecuada para analizar dicho relato como una elaboración enunciativa de la exclusión, es decir, el relato de un porteño que escribe desde un Instituto frenopático para tratar de cambiar su destino. Para ello, el narrador trata de definir ese “yo” en un continuo proceso de justificación de normalidad. Eludiendo los elementos cruciales que definen ese sujeto que ya conoce la transformación final, el elemento fantástico. La dificultad de ser comprendido por su destinatario queda relegada en la narración a un después. Su primera intención es la de presentarse, la de definir ese “yo” desde unos parámetros asumibles por cualquier destinatario.
Esta primera contingencia limita las posibilidades de éxito de su mensaje al mismo tiempo que es la causa primera de la emergencia de ese “yo” en la narración. Un “yo” que trata de parecer convincente a ojos de un destinatario ajeno a la trama. La analepsis aparece como la única manera de empezar la historia, Lucho Bordenave comienza desde el momento en que era una persona normal y vivía con su mujer en su casa, dentro de un pasaje, en un barrio de Buenos Aires.
2. Sumisión al espacio domestico
La relación del narrador con lo diferentes personajes que aparecen dentro del ambiente familiar se estructura a partir de diferentes grados de sumisión por parte del personaje. El narrador se nos presenta como un ser dominado por su reducido entorno, en el que la mujer es la principal tirana de su voluntad:
EL carácter de mi señora es más bien difícil. Diana no perdona ningún olvido, ni siquiera lo entiende, y si caigo a casa con un regalo extraordinario me pregunta: “¿Para hacer perdonar qué?”. Es enteramente cavilosa y desconfiada. Cualquier buena noticia la entristece, porque da en suponer que para compensarla vendrá una mala.
Dentro del espacio domestico, Lucho aparece como un ser desplazado que asume resignado las reglas impuestas por su mujer. Las visitas se reducen al entorno familiar de Diana. “En casa, la familia es la de mi señora”, afirma en un momento del relato. Las visitas familiares son retratadas como pequeñas invasiones domesticas en las que Lucho cede sus pantuflas a la autoridad paterna de su mujer, su suegro Martín:
No bien llegó reclamó mis pantuflas de lana. No se las puedo negar, créame, porque se le volvieron una segunda naturaleza; pero cuando le veo con las pantuflas le tomo una rabia”
Durante toda esta parte del relato las dudas existenciales del narrador giran en torno al amor que siente por su mujer. Lucho trata de definir que es lo que ama realmente en su mujer. Diana aparece a ojos del narrador como un doble problema a resolver. Por un lado, Lucho busca un equilibrio entre la imagen autoritaria que ha interiorizado y la imagen material de Diana, su voluntad y su acción quedan supeditadas a ese equilibrio; por otro lado, aparece obsesionado con identificar de manera racional el objeto de su pasión, entre la idea y su materia, Lucho busca el punto intermedio con la misma meticulosidad con la que arregla sus relojes en el taller de casa. En un momento del relato Lucho expresa uno de los motivos más frecuentes que le llevan a una tristeza incomprendida:
(…) La veo a mi señora deprimida o alunada y, naturalmente, me entristezco. Al rato pregunta:
—¿Por qué estás triste ?
—Porque me pareció que no estabas contenta.
— Ya se me pasó.
—Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la tristeza a la alegría. A lo mejor creyendo ser cariñoso agrego: Si no querés entristecerme, no estés nunca triste. Viera como se enoja..
En el limitado mundo de Lucho, la experiencia con el otro se reduce al espacio que comparte con su mujer. Es a partir de ella que se constituye una ley domestica en la que el narrador participa como sujeto sometido. Lucho interioriza las reglas domesticas y las aplica, no siempre con acierto como vemos, ya que la imagen interiorizada y su referente externo no siempre coinciden. La queja de Lucho incide sobre esa diferencia, exige una correspondencia entre ambas actitudes para poder ver realizada su imagen autoritaria en el cuerpo de su mujer. Esta paradoja refleja una dialéctica limitada al espacio doméstico en el cual ambas imágenes conviven y procuran una estabilidad defectuosa que le permite evadir una responsabilidad mayor.
Para Lucho el espacio domestico es la última unidad de lugar a partir de la cual todo se concibe desde una lógica de subordinación del sujeto. A partir de este espacio los lugares se estructuran como una superposición de capas interpuestas entre sí. Esta clave de lectura en cuanto a la representación del lugar en el relato la da en un momento del relato Ceferina, la ama de casa de Lucho, “Los que vivimos en un pasaje tenemos la casa en una casa más grande”.
Esta estructuración del espacio, sugerida varias veces a lo largo del relato, es un mecanismo de acotación característico en las obras de Casares. En Dormir al sol supone una estratificación de diferentes unidades coercitivas que tienen su final en los extremos asociados a la soledad del personaje. Uno de los extremos es el lugar en el que la escritura tiene lugar, el frenopático, culmen definitivo de esa estratificación del poder en el que el personaje escribe con la certeza de estar en posesión de una verdad ajena a la vida del barrio. En el otro extremo, la última unidad domestica en la que Lucho adquiere una autonomía personal y se abstrae de las presiones domesticas es el taller de relojes. Ambos espacios se solapan en los extremos de esas dos delimitaciones espaciales en las que el sujeto vive sometido, fuera de los espacios científico y domestico, el narrador accede a un terreno de introspección y creación.
3. Espacio científico y prácticas coercitivas
Los dos lugares centrales en torno a los que se articula el poder la ciencia son el frenopático y la escuela de perros. EL frenopático es el lugar fundamental desde el cual el narrador escribe su mensaje de auxilio. La escuela de perros ejerce una función catalizadora que hace de vínculo entre ese lugar oscuro y hostil que es el frenopático y la vida del barrio. El personaje que hace de vínculo entre la escuela de perros y el espacio domestico es el profesor Standler, en la descripción inicial del narrador es presentado como un ser misterioso con un pasado oscuro:
En el pasaje corren sobre ese individuo los más variados rumores: que llegó como domador del Sarrasani, que fue un héroe en la última guerra, fabricante de jabones de grasa de no sé que osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta, en Ramos, instrucciones de una flota de submarinos que preparaba la invasión del país.
En este cita se contraponen la naturaleza domesticadora de Standler, profesor en una escuela de perros, con un pasado que remite a leyendas de espionaje turbias de la segunda guerra mundial. Su descendencia alemana, así como “la fabricación de jabones de grasa de no sé que osamenta”, insinúan su pasado nazi, lo que acentúa su función de domesticación, control, así como de prácticas violentas al servicio del poder científico, el frenopático. Standler es el encargado de señalar quién debe ser internado en el frenopático, sugiere a Lucho que su mujer no está en sus cabales y gestiona el tránsito de cuerpos y almas desde su perrera. Su status de profesor legítima un saber intermedio entre los poderes científicos del frenopático y el ciudadano medio que sugiere la idea de adoctrinamiento. En la primera visita que Standler hace a la casa de Lucho su conversación acerca de la domesticación de perros embelesa a todos los asistentes, salvo a Lucho que observa resignado la fascinación que despierta el profesor.
El lugar en el que se llevan a cabo las prácticas científicas es el frenopático, presentado a lo largo del relato como un lugar inaccesible y misterioso. Esta idea de lugar cerrado la refiere el narrador repetidamente, en sus visitas rutinarias o en los paseos que da alrededor del Instituto tratando de observar lo que ocurre en el interior. Como sabemos, al final el narrador accede al interior y conoce la verdad. En el frenopático se recogen individuos que no están en sus cabales, no son aptos para la vida en sociedad, para darles un reposo. Para ello extraen sus almas y la alojan en el cuerpo de los perros. Esta práctica constituye la idea central del relato. El doctor Samaniego confiesa que la idea le vino en un sueño, trataba de concebir un estado de reposo ideal para el hombre, en su sueño imagina “un perro, durmiendo al sol, en una balsa que navega aguas abajo, por un río ancho y tranquilo”.
Esta idea, momento en el que aparece el título de la novela, sugiere una función benévola de la ciencia, un reposo conciliador para poder seguir luego la vida con tranquilidad. Curiosamente, esta imagen de reposo animal que remite a la pasividad del sujeto y su domesticación, asociada a las prácticas científicas, reproduce el esquema de institucionalización de la ciencia y poder coercitivo tal y como la entienden algunos filósofos de la ciencia como Paul Feyerabend [1]:
Estos juegos consisten en demostraciones científicas que ya forman parte fundamental de lo que nosotros, mirando hacia atrás, denominamos la “revolución científica”. Estos juegos están llenos de ideas profundas y se llevan a cabo con una elegancia y agilidades tales que las convierten en auténticas obras de arte. Y, sin embargo, parece que lo que las estimula es el deseo de dominar a los demás, no mediante la superioridad física o el temor, sino mediante el poder mucho más sutil de la verdad y sus funciones, a saber: la de satisfacer la curiosidad intelectual de los seguidores y así atarlos más estrechamente a uno mismo… Esta es la verdad: la investigación ha dejado de ser un proceso puramente contemplativo y se ha convertido en parte del mundo de las necesidades materiales, en algo que ejerce un poder nuevo sobre los hombres y crea relaciones totalmente nuevas entre ellos; pero en lugar de convertirse en un instrumento de liberación genera necesidades que son insaciables como las necesidades sexuales de un pervertido.
La ciencia al servicio del hombre o la ciencia como poder coercitivo es desde esta óptica uno de los núcleos centrales del relato. La inversión del sueño de superación del hombre en la que el sujeto moderno es dueño de su destino termina abocada a una forma animal, pasiva y domesticada por los poderes científicos. Dentro de ese espacio normativo, el narrador ocupa una plaza central a diferentes niveles que analizaremos en el siguiente punto.
4. El sueño cartesiano
El elemento fantástico es explicado en un momento del relato por el doctor Samaniego. Para ello el doctor alude al concepto de dualidad cartesiana, los cuerpos son materialidades transplantables e independientes del alma. Todo ello tiene su explicación en una conversación entre el Doctor Samaniego y Lucho Bordenave. El doctor le pregunta a Lucho que es lo que más quiere de su mujer, un momento antes el doctor le había dicho que su decisión final dependía de la respuesta que Lucho diera:
—La contestación no es fácil doctor. A veces me pregunto si yo no quería sobre todo su físico… pero eso era cuando no la habíamos internado. Ahora que usted me la devolvió tan cambiada, para qué le voy a negar, extraño el alma de antes.
Lucho, en tanto que protagonista pasivo y espectador resignado de su destino, declara extrañar el alma de antes, aquella que dirigía sus pasiones de manera caprichosa, en ese momento todavía ignora que es lo que ocurre en el hospital del Doctor Samaniego. La respuesta de Lucho parece dar pie al doctor a sincerarse con Lucho:
—¿Recuerda lo que decía Descartes? ¿No? Cómo se va a acordar si nunca lo ha leído. Descartes pensaba que el alma estaba en una glándula del cerebro.
—Dijo un nombre que sonó como pineral o mineral. Pregunté: - ¿El alma de mi señora?
Puso tanto fastidio en su respuesta, que me desorientó.
— El alma de cualquiera, mi buen señor. La suya, la mía…
Si bien la alusión del doctor a Descartes aparece más como una manera sarcástica de introducir el hecho fantástico que una cita erudita, no podemos olvidar que lo fantástico-absurdo es el elemento central que articula toda la historia y obliga a Lucho Bordenave a iniciar su carta de auxilio. Si dejamos por un momento de lado la dimensión absurda y poco creíble del hecho fantástico, la referencia a Descartes va más allá de un mero argumento de autoridad con visos paródicos. Una mirada retroactiva sobre el personaje desde el momento en el que el Doctor Samaniego se sincera nos invita a comprender el texto más allá del puro sarcasmo.
El texto de Descartes en el que aborda el tema de la glándula pineal es Le passions de l’âme. En su análisis de las pasiones Descartes responde a una preocupación de instituir una nueva ética alejada de los errores de los autores clásicos. Una ética que sea capaz de liberar al hombre de su servilismo a los sentidos, una herramienta útil para almas débiles para poder controlar las pasiones. Para ello procede a un análisis completo del cuerpo, esa res extensa en la cual se alojan algunas pasiones que son la causa de muchos de nuestros actos.
Para Descartes la acción y la pasión no dejan de ser siempre una misma cosa que tiene esos dos nombres. Estos nombres definen una dialéctica del cuerpo en el cual la voluntad queda supeditada a otra doble causalidad: actuando sobre el alma como la resolución mental, o actuando sobre el cuerpo, como la voluntad de llevar a cabo un acto. La voluntad es vista siempre por Descartes como el elemento independiente exclusivo al alma, el cual ordena a partir del entendimiento.
La primera elaboración del relato que hemos analizado hacía referencia al lugar de la enunciación. En ella hemos visto como el contexto de enunciación definía y limitaba las posibilidades del relato. La primera dificultad a la que tenía que enfrentarse el narrador era la de dar veracidad a su historia. El personaje comenzaba con una carta en primera persona en la que elude abordar la situación crítica para empezar a narrar la carta que será su última posibilidad de escapar.
En su historia, Lucho procede de manera deductiva para demostrar el hecho científico-fantástico. Nada le permite pensar que esté en posesión de una verdad asumible, su ejercicio narrativo es consciente de la dificultad que supone superar su experiencia personal y llevarla fuera de los muros del frenopático con éxito. Para ello, desde un principio opta por eludir todos los elementos dudosos de la historia, con el fin de encontrar aquello que no lo es. La consecuencia de ello es que todo lo que encuentra a su alrededor en el frenopático, en el momento de la enunciación, no le sirve para su demostración, con una sola excepción, el “yo” como sujeto pensante, o narrante.
Esa primera contingencia posibilita la voluntad del acto de escritura tal y como lo concibe su creador. En ella se inscribe ese “yo” primero que se diluye con la historia en varios referentes posibles. El narrador reconstruye ese espacio domestico en el cual ha interiorizado una serie de reglas incomodas impuestas por una voluntad ajena a él. Fuera de ese espacio de control domestico, tan sólo le queda el taller de relojes, ese lugar simbólico en el que el narrador es capaz de detener el tiempo de esos seres extraños para abstraerse de las voluntades ajenas. Espacio también para la creación personal, para someter el mundo a su voluntad. Al igual que el Dios relojero de Descartes, que pone en marcha los engranajes, las ruedas dentadas, la materia apropiada para que el universo se ponga en marcha de manera autónoma, con la sola transmisión del movimiento entre las piezas del mecanismo, el narrador posibilita ese relato con esa voluntad previa e inaccesible para su narratario, utilizando el lenguaje cartesiano, la sustancia del cuento sería divina.
En la carta XVI, en una especie de guiño al lector, Casares invita al lector a contraponer las dos naturalezas que conviven en el relato. La carta tiene lugar durante el internamiento de Diana. En su ausencia, Lucho Bordenave se confunde, o se deja llevar por las apariencias, pensando que Adriana María, la hermana de Diana, es realmente Diana:
(…) Ni uno mismo se entiende. Sabía que esa mujer no era mi señora, pero mientras no le viera la cara, me dejaba engañar por las apariencias. Probablemente usted pueda sacar de todo esto consecuencias bastante amargas acerca de lo que Diana es para mí. ¿No es más que su cabello, o menos todavía, la onda de su cabello sobre los hombros, y la forma del cuerpo y la manera de sentarse? Quisiera asegurarle que no es así, pero da trabajo poner en palabras un pensamiento confuso.
Usted dirá que Diana tiene razón, que la relojería es mi segunda naturaleza, que propendo a mirar de cerca los pormenores. Creo, sin embargo que la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos.
La imagen del relojero remite al creador y el reloj a la mecánica del texto, en este último pasaje la mujer de Lucho hace referencia a esa segunda naturaleza. El texto ofrece aquí otra representación del narrador.. A la dualidad personaje-narrador cabe añadir una tercera voz que aparece en el pasaje señalado, una última voz que evoca la figura del autor implícito aportando las claves que estructuran todo el relato: “la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos”.
Desde esa óptica, la percepción de Lucho se presenta como resultado de una microdistorsión narrativa que ofrece varios niveles de lectura. Nuestro narrador-personaje “propende a mirar de cerca los pormenores”. Obsérvese que dice mirar para luego introducir un “la escena anterior”. Aquí el narrador hace referencia más a los elementos de la composición que a los personajes que se insertan en el relato. Los personajes serían en esta perspectiva como el efecto de un borrado discontinuo, una masa “confusa” difícil de ”poner en palabras”, de racionalizar. Esa materia narrada reflejan los sentidos que operan dentro de ese universo creado por una voluntad perfecta, la del relojero. La “escena” referida invita a detenerse en un contenido difícil de referir de manera objetiva por el narrador en la que los personajes carecen de profundidad, son seres expuestos por una percepción errónea que se deja “engañar por las apariencias”. Esta percepción defectuosa del narrador se contrapone a una meticulosidad obsesiva a la hora de disponer los elementos del mecanismo que inventa.
Ambas percepciones pertenecen a la duda que articula la aparición del sujeto moderno, asociada tradicionalmente a Descartes. Este sujeto es el resultado de un cuestionamiento total del entorno, primera meditación, que desemboca en la conclusión final, la de su propia existencia, en la meditación segunda. Racionalizando el entorno a partir de ella, o de su dualidad (esa doble naturaleza), el personaje de la historia y el creador, el cuerpo y el alma en las meditaciones metafísicas: De manera que la “escena anterior, junto al resto de sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos”:
Et certes cette consideration me sert beaucoup, non seulement pour reconnoitre toutes les erreurs auquelles ma nature est sujette, mais aussi pour les éviter, ou pour les corriger plus facilement: car sachant que tous mes sens me signifient plus ordinairement le vray que le faux, touchant les choses qui regardent les commoditez ou incommoditez du corps, et pourtant presque toujours me servir de plusieurs d’entre eux pour examiner une même chose, et outre cela, pouvant user de ma memoire pour lier et joindre les connoissances presentes aux passés.
El esquema que sigue el narrador de la novela reproduce el mismo recorrido que las meditaciones metafísicas. El narrador, como en las meditaciones, invita a su destinatario a seguir el proceso deductivo, también en primera persona en las meditaciones, para poder entender bien su desenlace. En primer lugar el narrador presenta la dificultad de definir racionalmente el objeto de su pasión amorosa, de encontrar esa imagen unitaria entre la idea y su materialidad. Esta duda lo obsesiona, en una conversación con su amigo Aldini Lucho pregunta a su amigo:
— En Elvira ¿qué es lo que más querés?
— Tal vez uno quiera la idea que uno se hace.
— No te sigo. Confesé.
— Yo tengo la suerte de que Elvira no desmiente nunca esa idea.
Pensé un ratito y dije como si hablara solo: - Bueno. Si yo quiero al físico de Diana, quizá no sea menos Diana su físico, que Elvira la idea que te formas de ella. No hay que hurgar tan adentro.
Aldini respondió con naturalidad.
—Sos demasiado inteligente para mí.
Yo no creo que sea más inteligente que los demás, pero he pensado mucho sobre algunos temas.
Aldini se rinde al silogismo lógico de Lucho, que en su declaración final “he pensado mucho sobre algunos temas”, vuelve a incidir en esa doble naturaleza cartesiana sugerida por el autor implícito. En segundo lugar, para resolver la pregunta que propone Lucho, la historia ofrece la posibilidad fantástica de una dualidad cuyo nudo sería la famosa glándula pineal. En ese punto, la resolución cartesiana para superar la dificultad, el obstáculo epistemológico, entronca perfectamente con la concepción del relato fantástico que se inserta en un universo cotidiano y realista. En ese universo realista, el narrador trata de descubrir por sus propios medios la verdad, sin la injerencia de la tradición, simbolizada en la persona del Doctor Samaniego y en los poderes fácticos del Instituto frenopático. Lucho quiere conocer en todo momento la verdad, saber por qué Diana ya no es la misma después de la internación, las explicaciones del doctor no lo convencen:
— Para que salga de dudas, le voy a sugerir un expediente muy simple. Tómele todas las impresiones digitales que quiera. Después me dirá si es o no es la misma.
— Usted no me entiende. ¿Cómo se imagina que voy a ponerle los dedos a la miseria a la pobrecita?
— Entonces ¿Está convencido?
— Le digo la verdad: estoy convencido que es inútil hablar con usted. No tengo más remedio que hablar con ella. Voy a encontrar el modo de arrancarle la verdad.
La duda a la que hacer referencia el doctor y el problema que suscita recorre toda la novela y define la transversalidad del sujeto enunciador en todos sus planos: por un lado, la duda del personaje, Lucho Bordenave, que establece uno de los temas recurrentes en la obra de Casares, la imposibilidad del amor. Por otro lado, la duda del narrador, que ya conoce el desenlace y reconstruye el universo paso a paso, mecánicamente, para poder superar el estadio del relato realista e invitar a su destinatario a rehacer el camino de los “sucesos que le refiere” para entender mejor. Por último, el autor implícito, que remite a la figura del filósofo y traslada la duda a un lector que reconoce la metafísica implícita al sujeto polifónico que enuncia. Antes que su conceptualización, lo que el texto ofrece es una experimentación filosófica en clave literaria, la recreación de un sujeto literario cartesiano a través de la duda que persigue a un porteño medio arrastra consigo dos nociones claves para interpretar el texto: la primera es la posibilidad de la creación por parte de ese sujeto moderno de una visión que posibilita la expresión de una experiencia que difiere de la experiencia del resto de personajes del relato, la segunda, la relación de dicha experiencia con los mecanismos que desarrolla a lo largo el relato para posibilitar que dicha experiencia sea accesible más allá del contexto de enunciación, del lugar en el que Lucho escribe.
5. Dramatique de la vérité
El frenopático en tanto que lugar cerrado y hostil es al final el elemento que propicia la escritura. Lucho tiene acceso a esa verdad oculta que determina el transito de cuerpos y almas y ejerce un dominio sobre la vida del barrio. Para acceder a la verdad, dice Descartes, basta con que un sujeto sea capaz de ver lo evidente. Para Lucho, su acto de escritura está determinado por una experiencia personal que difícilmente puede ser compartida por el resto de individuos. Esta manera de concebir la escritura vendría a asociarse al concepto de parresia tal y como lo concibe Foucault en su hermenéutica del sujeto. Esta manera de entender la escritura se vincula al modelo cartesiano de la experiencia de lo evidente desarrollada en el punto anterior. En la parresia la relación con la verdad transciende las consecuencias funestas que estas puedan entrañar para el sujeto que narra un experiencia vivida como cierta, como evidencia última que determina su existencia.
Desde el frenopático, el narrador se enfrenta a una tradición científica que engendra nuevos mitos y formas de biopoder sustentadas en la ciencia como lenguaje de dominación. La noción de biopoder desarrollada por Agamben a partir de los textos de Foucault es más que pertinente para la relación entre vida y poder que presenta la obra de Casares, que pone en escena la difícil cuestión de la liberación del sujeto atrapado en las relaciones de poder que lo constituyen. Más allá de estas relaciones, el narrador y el destinatario se sitúan fuera del espacio normativo recreado en la ficción. Fuera de este espacio el narrador se arriesga a decir su verdad, poniendo a prueba su relación con el otro, aceptando ligar su destino a la verdad que enuncia. La parresia aparece en este punto como una realización enunciativa única, el sujeto se define en ella y a partir de ella. El acto de enunciación se identifica por lo tanto al enunciado y al sujeto de la enunciación. El discurso posibilita la emergencia de una subjetividad cuya referencia no es ni un concepto ni un individuo. No hay un concepto detrás de todos los “yo” que se enuncian en el relato, sino en todo caso un sujeto asociado a esa verdad que posibilita su aparición.
El desenlace de la obra ofrece varias lecturas asociadas a ese sujeto moderno sometido por el nuevo saber científico. El destino es la única cosa que el narrador no puede ni dominar ni comprender, su final va unido a la carta que escribe. Es el destinatario en su respuesta el que invita a adivinarlo una vez recibida la carta:
Muchas veces a lo largo de la vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino. Esta imaginación procede quizá de la historia, sin duda falsa, que leí en algún almanaque popular, de aquel joven inglés, famélico y desesperado, que al llegar a la playa para suicidarse encontró una botella con el testamento del norteamericano Singer, que legaba sus millones a quien lo recogiera. Un día, en la misma puerta de casa, increíblemente el sueño se volvió realidad; pero en la versión que me deparó la suerte, desaparecen los elementos románticos: no hay botella, ni mar, ni testamento, sino un montón de papeles en la boca de un perro. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que más vale no desear nada.
El destino de Lucho entronca aquí con una visión más amplia de su propia realidad. El destinatario , ansioso en su descubrimiento, se apropia del lugar del narrador y su comentario literario anula la escritura del narrador, su respuesta a ninguna parte dentro de las referencias que propone la ficción hace que la carta de Lucho pierda su razón de ser dentro de su universo literario.
En su comentario Felix confiesa haber soñado querer cambiar de vida, sin embargo los elementos románticos desaparecen en esa carta que recibe en boca de un perro. A la constitución de un sujeto moderno, encarnado por un porteño que no asume su destino, viene a liarse la idea del sueño romántico que remite a una dimensión antigua del destino. En ese punto, la obra sumerge el destino del hombre moderno en sus orígenes. Una vez entregado el mensaje, Lucho termina siendo reducido a una condición de animal domesticado por los poderes científicos.
La importancia de Lucio en la historia reside más en su destino que en su condición de ciudadano prototipo que asume una realidad defectuosa junto a su mujer. EL destino que Lucio quiere evitar le ofrece una prueba de su dimensión trágica, dimensión que es imposible entender desde su visión racional. En este punto cabe recordar un pasaje del prólogo a Los orilleros donde Borges y Bioy comentan:
Quizá no huelgue señalar que en los libros antiguos, las buscas eran siempre afortunadas; los argonautas conquistaban el vellocino y Galahad, el Santo Grial. Ahora, en cambio, agrada misteriosamente el concepto de una busca de una cosa que, hallada, tiene consecuencias funestas. K..., el agrimensor, no entrará en el castillo y la ballena blanca es la perdición de quien la encuentra al fin.
La búsqueda filosófica de Lucio bordenave tiene también sus consecuencias funestas. Su relato es un proceso a través del cual el sujeto moderno recupera la conciencia de su derrota al enfrentarlo a una conciencia primaria, a la posibilidad de animalizarlo,de domesticarlo por los nuevos poderes coercitivos engendrados por la ciencia. La literatura aparece desde esta perspectiva como la única solución para rescatar al individuo de esa incomoda realidad. En Dormir al sol los personajes viven ignorantes de esa verdad que gestiona sus vidas más allá de su cotidianidad de barrio, los personajes descansan apaciblemente al sol que ofrece la ciencia convencidos del bienestar que esta proporciona. Lucio es la luz que desde las tinieblas de la ciencia trata de rescatar una verdad peligrosa que posibilite su salvación. Una salvación que libere al personaje de su condición de sujeto domesticado a través de la escritura, una escritura que entraña el compromiso con un destino trágico.
Notas:
[1] Feyerabend Paul, ¿Por qué no Platón ?, « De como la filosofía echa a perder el pensamiento y el ciné lo estimula », Editorial Tecnos, 2009.
[2] Descartes René, Les méditations métaphysiques, « Méditation sixième », Librairie philosophique J. Vrin, Paris, 1982.
[3] Foucault Michel, L’herméneutique du sujet, Cours au Collège de France 1981-1982, Hautes études, Gallimard, Seuil, 2001, pp. 355.
[4] Agamben Giorgio, Homo sacer, Le pouvoir souverain et la vie nue, L’ordre philosophique, Seuil, 1997.
[5] Cf. Emile Benveniste, Problème de linguistique générale, L’homme dans la langue, Gallimard, 2006, p 274.
[6] Bioy Casares, Adolfo y Borges, Jorge Luis Los orilleros prólogo de A.B.C. y J.L.B. 2a. edición, Buenos Aires, Editorial Losada, 1975. p. 8
Textos citados:
Giorgio Agamben, Homo sacer, Le pouvoir souverain et la vie nue, L’ordre philosophique, Seuil, 1997.
Emile Benveniste, Problème de linguistique générale, L’homme dans la langue, Gallimard, 2006.
Adolfo Bioy Casares, La invención y la trama, « Obras escogidas », Edición de Marcelo Pichon Rivière, Tusquets Editores, 2005.
A. Bioy Casares y Jorge Luis Borges Los orilleros prólogo de A.B.C. y J.L.B. 2a Editorial Losada, 1975. p. 8.
René Descartes, Les méditations métaphysiques, « Méditation sixième », Librairie philosophique J. Vrin, Paris, 1982.
René Descartes, Les passions de l’Âme, Librairie philosophique J. Vrin, Paris, 1985.
Paul Feyerabend, ¿Por qué no Platón ?, « De como la filosofía echa a perder el pensamiento y el ciné lo estimula », Editorial Tecnos, 2009.
Michel Foucault, L’herméneutique du sujet, Cours au Collège de France 1981-1982, Hautes études, Seuil, 2001.

Fuente:
https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero46/dormiso.html

***
(Fragmento).
Dormir al sol
Adolfo Bioy Casares

Obras Completas
Novelas I
Grupo Editorial
NORMA
Literatura

PRIMERA PARTE

POR

LUCIO BORDENAVE

I
 Con ésta van tres veces que le escribo. Por si no me dejan con-cluir, puse la primera esquelita en un sitio que yo sé. El día de mañana, si quiero, puedo recogerla. Es tan corta y la escribí con tanto apuro que ni yo mismo la entiendo. La segunda, que no es mucho me-jor, se la mandé con una mensajera, de nombre Paula. Como usted no dio señales de vida, no voy a insistir con más cartas inútiles, que a lo mejor lo ponen en contra. Voy a contarle mi historia desde el princi-pio y trataré de ser claro, porque necesito que usted me entienda y me crea. La falta de tranquilidad es la causa de las tachaduras. A cada rato me levanto y arrimo la oreja a la puerta.
      A lo mejor usted se pregunta: "¿Por qué Bordenave no manda su cartapacio a un abogado?". Al doctor Rivaroli yo lo traté una sola vez, pero al gordo Picardo (¡a quién se lo digo!) lo conozco de siempre. No me parece de fiar un abogado que para levantar quinielas y redoblonas tiene de personero al Gordo. O a lo mejor usted se pregunta: "¿Por qué me manda a mí el cartapacio?" Si alega que no somos amigos le doy la razón, pero también le ruego que se ponga en mi lugar, por favor, y que me diga a quién podría mandarlo. Después de repasar mentalmente a los amigos, descartado Aldini, porque el reumatismo lo entumece -elegí al que nunca lo fue. La vieja Ceferina pontifica: "Los que vivimos en un pasaje tenemos la casa en una casa más grande". Con eso quiero decir que todos nos conocemos. A lo mejor ni se acuerda de cómo empezó el altercado.
      El pavimento, que llegó en el 51 o en el 52, haga de cuenta que volteó un cerco y que abrió nuestro pasaje a la gente de afuera. Es notable cómo tardamos en convencernos del cambio. Usted mismo, un domingo a la oración, con la mayor tranquilidad festejaba las monerías que hacía en bicicleta, como si estuviera en el patio de su casa, la hija del almacenero, y se enojó conmigo porque le grité a la criatura. No lo culpo si fue más rápido en enojarse y en insultar que en ver el automóvil que por poco la atropella. Yo me quedé mirándolo como un sonso, a la espera de una explicación. Quizás a usted le faltó ánimo para atajarme y explicar o quizá pensó que lo más razonable para nosotros fuera resig-narnos a una desavenencia tantas veces renovada que ya se confundía con el destino. Porque en realidad la cuestión por la hija del almacenero no fue la primera. Llovió sobre mojado.
      Desde chico, usted y toda la barra, cuando se acordaban, me perseguían. El Gordo Picardo, el mayor del grupo (si no lo incluimos al rengo Aldini, que oficiaba de bastonero y más de un domingo nos llevó a la tribuna de Atlanta) una tarde, cuando yo volvía del casa-miento de mi tío Miguel, me vio de corbata y para arreglarme el moño casi me asfixia. Otra vez usted me llamó engreído. Lo perdoné porque atiné a pensar que me ofendía tan sólo para conformar a los otros y a sabiendas de que estaba calumniando. Años después, un doctor que atendía a mi señora, me explicó que usted y la barra no me perdonaban el chalet con jardín de granza colorada ni la vieja Ceferina, que me cuidaba como una niñera y me defendía de Picardo. Explicaciones tan complicadas no convencen.
      Quizá la más rara consecuencia del altercado por la hija del almacenero fue la idea que me hice por entonces y de la que muy pronto me convencí, de que usted y yo habíamos alcanzado un acuerdo para mantener lo que llamé el distanciamiento entre nosotros.
      Estoy llegando ahora al día de mi casamiento con Diana. Me pregunto qué pensó usted al recibir la invitación. Tal vez creyó ver una maniobra para romper ese acuerdo de caballeros. Mi intención era, por el contrario, la de manifestar el mayor respeto y consideración por nues-tro mal entendido.
      Hace tiempo, una tarde, en la puerta de casa, yo conversaba con Ceferina que baldeaba la vereda. Recuerdo perfectamente que usted pasó por el centro del pasaje y ni siquiera nos miró.
      -¿Van a seguir con la pelea hasta el día del juicio? -preguntó Ceferina, con esa voz que le retumba en el paladar.
      -Es el destino.
      -Es el pasaje -contestó y sus palabras no se han borrado de mi mente-. Un pasaje es un barrio dentro del barrio. En nuestra soledad el barrio nos acompaña, pero da ocasión a encontronazos que provocan, o reviven, odios.
      Me atreví a corregirle la plana.
      -No tanto como odios -le dije-. Desavenencias.
      Doña Ceferina es una parienta, por el lado de los Orellana, que bajó de las provincias en tiempos de mis padres; cuando mi madre faltó, ya no se apartó de nosotros, fue ama, niñera, el verdadero pilar de nuestra casa. En el barrio la apodan el Cacique. Lo que no saben es que esta señora, para no ser menos que muchos que la desprecian, leyó todos los libros del quiosco del Parque Saavedra y casi todos los de la escuelita Basilio del Parque Chas, que le queda más cerca.

Archivo del blog

INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce

  INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce El traductor de poesía es poeta; o, no resulta más que transcribidor de palabras,...

Páginas