jueves, 31 de marzo de 2016

Caleb Carr. El Gran premio de la literatura policíaca (en francés: Grand prix de littérature policière) 1996.


Caleb Carr (2 de agosto, 1955) novelista e historiador especializado en historia militar americano. Hijo de Lucien Carr, figura clave de la generacion Beat, nació en New York donde curso estudios historicos. Author de varias novelas incluyendo The Alienist, The Angel of Darkness, Casing the Promised Land, Killing Time, The Italian Secretary, y de obras de no ficcion como The Devil Soldier and The Lessons of Terror. Muchas de sus novelas se ambientan en la época victoriana.


El alienista.
Lazlo Kreizler es contratado junto a un grupo de personas para investigar los horribles crímenes de un asesino en serie que se dedica a matar y mutilar salvajemente a jóvenes prostitutas. Ambientada en el Nueva York de finales del siglo XIX.

Fuente: Editorial Zeta. España.
***

El Alienista. (Fragmento).
Caleb Carr
ÍNDICE
PRIMERA PARTE  PERCEPCIÓN 6
SEGUNDA PARTE  ASOCIACIÓN 91
TERCERA PARTE  VOLUNTAD 192
Este libro está dedicado a
ELLEN BLAIN, MEGHANN HALDEMAN
ETHAN RANDALL, JACK EVANS
y EUGENE BYRD


Quienes quieran ser jóvenes cuando sean viejos,
deberán ser viejos cuando sean jóvenes.

John Ray 1670


NOTA

Antes del siglo XX, a las personas que padecían una enfermedad mental se las consideraba alienadas, apartadas no sólo del resto de la sociedad sino de su auténtica naturaleza. Por tanto, a los expertos que estudiaban las patologías mentales se les denominaba alienistas.



AGRADECIMIENTOS

Cuando llevaba a cabo las investigaciones preliminares para este libro, se me ocurrió pensar que el fenómeno que ahora llamamos asesinatos en serie se había venido dando desde que los seres humanos nos agrupamos para formar sociedades. Esta opinión de simple aficionado obtuvo la confirmación, junto con cauces de investigación más profunda, por parte del doctor David Abrahamsen, uno de los principales expertos de Estados Unidos sobre elátema de la violencia en general y de los asesinatos en serie en particular. Deseo agradecerle elátiempo que dedicó a comentar el proyecto.
Quiero expresar también mi agradecimiento al personal de los Archivos Harvard, de la Biblioteca Pública de Nueva York, de la Sociedad Histórica de Nueva York, del Museo Norteamericano de Historia Natural y de la Sociedad de Bibliotecas de Nueva York, pues todos ellos me prestaron su inestimable colaboración.
A John Coston, que en las primeras etapas me sugirió importantes vías de investigación y me dedicó su tiempo para intercambiar ideas, le estoy particularmente agradecido.
Muchos autores, a través de sus escritos sobre los asesinatos y los asesinos en serie, han contribuido sin saberlo a este relato. De todos ellos hay algunos a quienes no puedo dejar de expresar mi agradecimiento: a Colin Wilson, por sus exhaustivas historias sobre el crimen; a Janet Colaizzi, por su brillante estudio de la locura homicida desde 1800; a Harold Schechter, por su análisis del desgraciadamente famoso Albert Fish (cuya famosa nota a la madre de Grace Budd inspiró el documento similar de John Beecham); a Joel Norris, por su tratado justamente famoso sobre los asesinos en serie; a Robert K. Ressler, por sus memorias de una vida dedicada a apresar a tales individuos; y, una vez más, al doctor Abrahamsen, por sus estudios sin parangón sobre David Berkowitz y Jack el Destripador.
Tim Haldeman proporcionó al manuscrito el beneficio de la visión de un experto. He valorado sus incisivos comentarios casi tanto como valoro su amistad.
Como siempre, Suzanne Gluck y Ann Godoff me guiaron desde la absurda idea inicial hasta el proyecto acabado, con entrega, habilidad y afecto. Todos los escritores deberían tener agentes y editores así. La habilidad, diligencia y buen humor de Susan Jensen a menudo ayudaron a mantener al lobo lejos de la puerta, y se lo agradezco.
Irene Webb supervisó en la otra costa, con un encanto y una pericia consumados, el destino de esta narración, por lo que estoy en deuda con ella.
A Scott Rudin me gustaría darle las gracias por su temprana y espectacular profesión de fe.
A través de su propia percepción psicológica, Tom Pivinski contribuyó a convertir las pesadillas en prosa. Ha sido como un puntal.
James Chace, David Fromkin y Rob Cowley me proporcionaron la amistad y los consejos tan necesarios para un proyecto como éste. Me siento orgulloso de considerarlos mis camaradas.
Estoy especialmente agradecido a mis compañeros del Grupo de los Cuatro en La Tourette: Martin Signore, Debbie Deuble y Yong Yoon.
Para finalizar, me gustaría dar las gracias a mi familia, en particular
a mis primos Maria y William von Hartz.


PRIMERA PARTE

PERCEPCIÓN

Mientras una parte de lo que percibimos penetra a través de nuestros sentidos a partir del objeto que tenemos ante nosotros, otra parte (y tal vez ésta sea la mayor) surge siempre de nuestra propia mente.

Willliam James
Principios de psicología

Estos pensamientos de sangre,
¿qué es lo que les habrá dado vida?

Francesco Plave
del Macbeth de Verdi


1

8 de enero de 1919

Theodore está en la tumba.
Las palabras, mientras las escribo, tienen tan poco sentido como la visión de su ataúd descendiendo al interior del suelo arenoso, cerca de Sagamore Hill, el lugar que más amó sobre la tierra. Mientras yo permanecía allí de pie esta tarde, bajo el frío viento que soplaba del estrecho de Long Island, me dije: Sin duda es una broma. Seguro que de golpe abrirá la tapa, nos cegará con su ridícula sonrisa y nos perforará los tímpanos con su risa estridente como un ladrido. Entonces exclamará que hay trabajo por hacer. "¡Hay que poner manos a la obra!" y todos nos movilizaremos en la tarea de proteger una ignorada especie de salamandras acuáticas contra los destrozos de un gigante industrial depredador, empeñado en montar una pestilente fábrica sobre eláterreno de cría de los pequeños reptiles. No era yo el único que albergaba semejantes fantasías. Todo el mundo en el funeral esperaba algo por el estilo; estaba escrito en sus rostros. Todas las noticias indicaban que la mayor parte del país, y gran parte del mundo, compartía este mismo sentimiento. La idea de que Theodore Roosevelt nos hubiera dejado era... inaceptable.
La verdad es que se había ido apagando desde hacía más tiempo del que nos gustaría admitir; en realidad, desde que murió su hijo Quentin en los últimos días de la Gran Masacre. Cecil Spring—Rice había comentado en una ocasión, con su mejor mezcla de afecto y socarronería británicos, que Roosevelt había concluido su vida alrededor de los seis años. Y Herm Hagedorn advirtió que después de que derribaran de los cielos a Quentin en el verano de 1918, el muchacho que había dentro de Theodore había muerto. Esta noche he cenado con Laszlo Kreizler en Delmonico's, y le he mencionado el comentario de Hagedorn. Durante los dos platos que aún me quedaban por comer, me he visto obsequiado con una larga y apasionada explicación de por qué la muerte de Quentin había significado algo más que una simple pena desgarradora para Theodore: también había despertado en él un profundo sentimiento de culpabilidad. Se sentía culpable por haber inculcado en sus hijos su filosofía sobre la vida activa, lo cual a menudo les había llevado a exponerse deliberadamente al peligro, conscientes de que eso complacería a su querido padre. El dolor casi siempre había sido insoportable para Theodore, y yo siempre me había dado cuenta de ello: cada vez que tenía que enfrentarse a la muerte de alguien próximo a él parecía como si no fuera capaz de sobrevivir a aquella adversidad. Pero hasta esta noche, mientras escuchaba a Kreizler, no he comprendido hasta qué punto la inseguridad moral había sido también insoportable para nuestro vigésimo sexto presidente, el cual a veces se veía a sí mismo como la Justicia personificada.
Kreizler... Él no había querido asistir al funeral, aunque a Edith Roosevelt le habría gustado verle. Ella siempre se había mostrado realmente objetiva hacia el hombre al que apodaba el enigma, el brillante doctor cuyos estudios sobre la mente humana habían inquietado tan profundamente a tanta gente durante los últimos cuarenta años. Kreizler le había escrito una nota a Edith explicándole que no le gustaba la idea de un mundo sin Theodore y que, dado que ya tenía sesenta y cuatro años y había pasado su vida mirando de frente a la fea realidad, pensaba que ahora podía permitírselo e ignorar el hecho de la muerte de su amigo. Edith me ha dicho hoy que leer la nota de Kreizler la había conmovido hasta las lágrimas porque había comprendido que la cordialidad y el entusiasmo sin límites de Theodore (los cuales habían repelido a tantos cínicos e incluso a veces —estoy obligado a decirlo en interés de la integridad periodística— hasta a sus amigos les había resultado difícilátolerar) habían sido lo bastante fuertes como para enternecer a un hombre cuyo distanciamiento de la sociedad humana parecía intolerable a casi todo el mundo.
Algunos de los muchachos del Times querían que yo asistiera a una cena conmemorativa esta noche, pero me ha parecido mucho más adecuada una tranquila velada con Kreizler. No hemos levantado nuestras copas por nostalgia de una infancia compartida, pues en realidad Laszlo y Theodore no se conocieron hasta entrar en Harvard. No, Kreizler y yo hemos dirigido nuestros corazones a la primavera de 1896 —¡hace ya casi un cuarto de siglo!— y a una serie de acontecimientos que aún parecen demasiado extraños para haber ocurrido incluso en esta ciudad. Al finalizar los postres y probar el Madeira (cuán enternecedor celebrar una cena conmemorativa en Delmonico's, el querido Del's, ahora camino de la desaparición, como el resto de nosotros, pero en aquel entonces el bullicioso escenario de algunos de nuestros encuentros más importantes), los dos estábamos riendo y meneando nuestras cabezas, asombrados de que hubiésemos podido pasar la dura prueba salvando el pellejo y al mismo tiempo tristes —como he podido ver en el rostro de Kreizler y sentir en mi propio pecho— al pensar en aquellos que no lo consiguieron.
No hay una forma sencilla de describirlo. Podría decir que, mirándolo retrospectivamente, parece que las vidas de nosotros tres, y las de muchos otros, se vieron arrastradas inevitable y fatídicamente hacia aquella experiencia, pero entonces estaría introduciendo elátema del determinismo psicológico y cuestionando el libre albedrío del ser humano; en otras palabras, reabriría el acertijo filosófico que aparecía y desaparecía incontrolablemente en aquel angustioso proceso, como la única melodía tarareable de una ópera difícil. O podría decir que en elátranscurso de aquellos meses, Roosevelt, Kreizler y yo, ayudados por algunas de las mejores personas que he conocido en mi vida, partimos en pos de un monstruoso asesino y terminamos enfrentándonos a una criatura asustada; pero esto sería deliberadamente vago, excesivamente cargado con esa ambiguedad que parece fascinar a los novelistas de hoy en día y que últimamente me ha mantenido lejos de las librerías y de los cinematógrafos. No, sólo hay una forma de conseguirlo, y es explicando todo lo ocurrido, retrocediendo a aquella primera noche espantosa y a aquel primer cadáver mutilado; o incluso más atrás, a nuestra época con el profesor James en Harvard... Sí, rastrearlo todo hasta el principio y exponerlo ante el público: ésta es la forma correcta.
Aunque puede que al público no le guste. En realidad fue la preocupación por cómo reaccionaría la opinión pública lo que nos obligó a mantener nuestro secreto durante tantos años. La mayoría de las notas necrológicas sobre Theodore ni siquiera han hecho referencia al acontecimiento. En el repaso de sus logros como presidente de la Junta de Comisarios de la Policía de la Ciudad de Nueva York entre los años 1895 y 1897, sólo el Herald —que apenas se lee en la actualidad— menciona, como si le incomodara: Y, por supuesto, están los espantosos homicidios de 1896, que tanta consternación produjeron en la ciudad. Sin embargo, Theodore nunca exigió reconocimiento alguno por la solución de aquel enigma. La verdad es que, a pesar de sus propias dudas, era un hombre lo bastante liberal como para poner la investigación en manos de un hombre capaz de solucionar aquel rompecabezas. En privado siempre reconoció que ese hombre era Kreizler.
Pero en público difícilmente habría podido hacerlo. Theodore sabía que el pueblo norteamericano no estaba preparado para creerle, ni siquiera para escuchar los detalles de la declaración. Me pregunto si lo estará ahora. Kreizler lo pone en duda. Le he dicho que tengo intención de escribir la historia, y me ha respondido con una de sus risitas sardónicas, diciéndome que sólo conseguiré asustar y repeler a la gente, nada más. En realidad el país, me ha comentado esta noche, no ha cambiado gran cosa desde 1896, a pesar de la gente como Theodore, Jake Riis, Lincoln Steffens, y muchos otros hombres y mujeres de su misma clase. Todos estamos huyendo aún, según Kreizler: en nuestros momentos más íntimos, los norteamericanos huimos tan veloces y asustados como lo hacíamos entonces, escapando de la oscuridad que sabemos yace detrás de tantos hogares aparentemente tranquilos, lejos de las pesadillas que continúan inyectándose en la mente de las criaturas a través de personas a las que la naturaleza les dicta que deberían amar y en las que deberían confiar, huyendo cada vez más veloces y en mayor número hacia esas pociones, polvos, predicadores y filosofías que prometen desterrar tales miedos y pesadillas, y que a cambio sólo piden una devoción de esclavos... ¿Estará Kreizler en lo cierto?
Pero estoy pecando de ambiguedad. Así que empecemos por el principio.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Jorge Luis Borges:HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 311 EL PROVEEDOR DE INIQUIDADES.MONK EASTMAN LOS DE ESTA AMÉRICA


HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 311
EL PROVEEDOR DE INIQUIDADES.MONK EASTMAN
LOS DE ESTA AMÉRICA

Perfilados bien por un fondo de paredes celestes o de cielo alto,
dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan sobre
zapatos de. mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos
parejos, hasta que de una oreja.salta un clavel porque el cuchillo
ha entrado en un hombre, que cierra con su muerte horizontal
el baile sin música. Resignado, el otro se acomoda el chambergo
y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa
es la historia detallada y total de nuestro malevaje. La de los
hombres de pelea en Nueva York es más vertiginosa y más torpe.
LOS DE LA OTRA
La historia de las bandas de Nueva York (revelada en 1928 por
Herbert Asbury en un decoroso volumen de cuatrocientas páginas
en octavo) tiene la confusión y la crueldad de las cosmogonías
bárbaras, y mucho de su ineptitud gigantesca; sótanos de
antiguas cervecerías habilitadas para conventillos de negros, una
raquítica Nueva York de tres pisos, bandas de forajidos como los
Ángeles del Pantano (Swamp Angels) que merodeaban entre laberintos
de cloacas, bandas de forajidos como los Daybreak Boys
(Muchachos del Alba) que reclutaban asesinos precoces de diez y
once años, gigantes solitarios y descarados corno los Galerudos
Fieros (Plug Uglies) que procuraban la inverosímil risa del prójimo
con un firme sombrero de copa lleno de lana y los vastos faldones
de las camisa ondeados por el viento del arrabal, pero con
un garrote en la diestra y un pistolón profundo; bandas de, forajidos
como los Conejos Muertos (Dead Rahbits) que entraban
en batalla bajo la enseña de un conejo muerto en un palo; hombres
como Johnny Dolan el Dandy, famoso por el rulo aceitado
sobre la frente, por los bastones con cabeza de. mono y por el fino
apara tito de cobre que solía calzarse en el pulgar para vaciar los
ojos del adversario; hombres como Kit Burns, capaz de decapitar,
de un solo mordisco una rata viva; hombres como Blind Danny
Lyons, muchacho rubio de ojos muertos inmensos, rufián de tres
rameras que circulaban con orgullo por él; filas de casas de farol
colorado, como las dirigidas por siete hermanas de New England,
312 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
que destinaban las ganancias de Nochebuena a la caridad; reñideros
de ratas famélicas y de perros; casas de juego chinas; mujeres
como la repetida viuda Red Norah, amada y ostentada por todos
los varones que dirigieron la banda de los Gophers; mujeres como
Lizzie the Dove, que se enlutó cuando lo ejecutaron a Danny
Lyons y murió degollada por Gentle Maggie, que le discutió la
antigua pasión del hombre muerto y ciego; motines como el de
una semana salvaje de 1865, que incendiaron cien edificios y por
poco se adueñan de la ciudad; combates callejeros en los que el
hombre se perdía como en el mar porque lo pisoteaban hasta la
muerte; ladrones y envenadores de caballos como Yoske Nigger —
tejen esa caótica historia. Su héroe más famoso es Edward Delaney,
alias William Delaney, alias Joseph Marvin, alias Joseph
Morris, alias Monk Eastman, jefe de mil doscientos hombres.
EL HÉROE
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que
no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero — si
es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo.
Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn,
el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman
después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era
hijo de un patrón de restaurant de los que anuncian Kosher, donde
varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la
carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con
rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio
de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar
sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia, fue
una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas
de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja
de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos
en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural
de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba
cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas —que no
estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y
solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y
otros que lo seguían con ambición-
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto,
como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y
largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos
importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete
o de marinero. Podía prescindir de camisa como también
de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza.
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 313
Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional
de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo
Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque
sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk
Eastman. . . Éste salía a recorrer su imperio forajido con una
paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con
un benteveo en el lomo.
Hacia 1894 abundaban los salones de bailes públicos en la ciudad
de Nueva York. Eastman fue el encargado en uno de ellos
de mantener el orden. La leyenda refiere que el empresario no lo
quiso atender y que Monk demostró su capacidad, demoliendo
con fragor el par de gigantes que detentaban el empleo. Lo
ejerció hasta 1899, temido y solo.
Por cada pendenciero que serenaba, hacía con el cuchillo una
marca en el brutal garrote. Cierta noche, una calva resplandeciente
que se inclinaba sobre un bock de cerveza le llamó la atención,
y la desmayó de un mazazo. "¡Me faltaba una marca para
cincuenta!", exclamó después.
EL MANDO
Desde 1899 Eastman no era sólo famoso. Era caudillo electoral
de una zona importante, y cobraba fuertes subsidios de las casas de
farol colorado, de los garitos, de las pindongas callejeras y los
ladrones de ese sórdido feudo. Los comités lo consultaban para
organizar fechorías, y los particulares también. He aquí sus honorarios:
15 dólares una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25
un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero.
A veces, para no perder la costumbre, Eastman ejecutaba personalmente
una comisión.
Una cuestión de límites (sutil y malhumorada como las otras
que posterga el derecho internacional) lo puso en frente de Paul
Kelly, famoso capitán de otra banda. Balazos y entreveros de las
patrullas habían determinado un confín. Eastman lo atravesó un
amanecer y lo acometieron cinco hombres. Con esos brazos vertiginosos
de mono y con la cachiporra hizo rodar a tres, pero le
metieron dos balas en el abdomen y lo abandonaron por muerto.
Eastman se sujetó la herida caliente con el pulgar y el índice y
caminó con pasos de borracho hasta el hospital. La vida, la alta
fiebre y la muerte se lo disputaron varias semanas, pero sus labios
no se rebajaron a delatar a nadie. Cuando salió, la guerra era
un hecho y floreció en continuos tiroteos hasta el diecinueve de
agosto del novecientos tres.
314 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
LA BATALLA DE RIVINGTON
Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que
estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados
de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de
sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados
quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries,
de dolencias de las vías respiratorias o del riñon, unos cien héroes
tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín,
libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos
del Elevated. La causa fue el tributo exigido por los pistoleros de
Kelly al empresario de una casa de juego, compadre de Monk
Eastman. Uno de los pistoleros fue muerto,, y. el tiroteo consiguiente
creció a batalla de incqntados revólveres. Desde el amparo
de los altos pilares hombres de rasurado mentón tiraban silenciosos,
y eran el centro de un despavorido horizonte de coches
de alquiler cargados de impacientes refuerzos, con artillería Golt
en los puños. ¿Qué sintieron los protagonistas de esa batalla?
Primero (creo) la brutal convicción de que el estrépito insensato
de cien revólveres los iba a aniquilar en .seguida; segundo (creo)
la no menos errónea seguridad de que si la descarga inicial no
los derribó, eran invulnerables. Lo cierto es que pelearon con fervor,
parapetados por el hierro y la noche. Dos veces intervino la
policía y dos la rechazaron. A. la primer vislumbre del amanecer
el combate murió, como si fuera obsceno o espectral. Debajo de
los grandes arcos de ingeniería quedaron siete heridos dé gravedad,
cuatro cadáveres y una paloma muerta.
LOS CRUJIDOS
Los políticos parroquiales, a. cuyo servicio estaba Monk Eastman,
siempre desmintieron públicamente que hubiera tales bandas,
p aclararon que se trataba-de meras sociedades recreativas.
La indiscreta,batalla de Rivipgton los alarmó. Citaron a los dos
capitanes para intimarles la necesidad de una tregua. Kelly (buen,
sabedor de que los políticos eran más aptos que todos los revólveres
Goll para entorpecer la acción policial) dijo acto continuo que
sí; Eastman (con la soberbia de su gran cuerpo bruto) ansiaba
más detonaciones y más refriegas. Empezó por rehusar y tuvieron
que amenazarlo con la prisión. Al fin los dos ilustres malevos
conferenciaron en un bar, cada uno con un cigarro de hoja en
la boca, la diestra en el revólver, y su vigilante nube de pistoleros
alrededor. Arribaron a una decisión muy americana: confiar
HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA 31'5
a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo.
El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta
espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres
de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó
en completa extenuación. A la semana chisporrotearon los tiroteos.
Monk fue arrestado, por enésima vez. Los protectores se distrajeron
de él con alivio; el juez le vaticinó, con toda verdad, diez
años de cárcel.
EASTMAN CONTRA ALEMANIA
Cuando el todavía perplejo Monk salió de Sing $ing, los mil
doscientos forajidos de su comando estaban desbandados. No los
supo juntar y se resignó a operar por su cuenta. El ocho de setiembre
de 1917 promovió un desorden en la vía pública. El
nueve, resolvió participar en otro desorden y se alistó en un
regimiento de infantería.
Sabemos varios rasgos de su campaña. Sabemos que desaprobó
con fervor la captura de prisioneros y que una vez (con la sola
culata del fusil) impidió esa práctica deplorable. Sabemos que
logró evadirse del hospital para volver a las trincheras. Sabemos
que se distinguió en los combates cerca de Montfaucon. Sabemos
que después opinó que muchos bailecitos del Bowery eran más
bravos que la guerra europea.
EL MISTERIOSO, LÓGICO FIN
El veinticinco de diciembre de 1920 el cuerpo de Monk Eastman
amaneció en una de las calles céntrales de Nueva York. Había
recibido cinco balazos. Desconocedor feliz de la muerte, un gato
de lo más ordinario lo rondaba con cierta perplejidad

lunes, 28 de marzo de 2016

Carlos Fuentes. Sexta entrega. La gran novela Latinoamericana.


6. La revolución mexicana


1. La novela mexicana del siglo XX estuvo dominada por el acontecimiento del siglo XX: la revolución social, política y cultural de 1910-1920. Los de abajo de Mariano Azuela, Vámonos con Pancho Villa de Rafael F. Muñoz y La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán dieron testimonio y estética realistas, así como las obras de Francisco L. Urquizo (Tropa vieja) y Nellie Campobello, en tanto que la contrarrevolución católica —la «cristiada»— fue novelada por J. Guadalupe de Anda (Los bragados). Los intentos de novela intimista del grupo Contemporáneos (Torres Bodet, Novo, Owen) fueron minimizados, si no sustituidos, por una retórica nacionalista creciente y excluyente («el que lee a Proust se proustituye») y una angustia de la ilusión y la pérdida políticas (José Revueltas). Hasta que dos obras, Al filo del agua de Agustín Yáñez y Pedro Páramo de Juan Rulfo, cerraron con brillo el ciclo de la revolución y el mundo agrario. La novela urbana pasó a ocupar el centro de la ficción y con ella apareció una literatura muy diversificada temáticamente.
2. La Ilíada descalza: Mariano Azuela


Pregunto: ¿en qué medida la imposibilidad de cumplir la trayectoria del mito a la épica y a la tragedia en plenitud es inherente a las frustraciones de nuestra historia; en qué medida es apenas un pálido reflejo de la decisión moderna, judeo-cristiana primero pero burocrático-industrial en seguida, de exiliar la tragedia, inaceptable para una visión de la perfectibilidad constante y la felicidad final del ser humano y sus instituciones?
Escojo Los de abajo de Mariano Azuela para intentar una respuesta que, sin duda, sólo animará, si es aproximadamente válida, una nueva constelación de preguntas. Pero si nos acercamos a la primera hipótesis —la historia de México y de Hispanoamérica, del valiente mundo nuevo—, Los de abajo ofrece una oportunidad para comprender la relación entre nación y narración, dada su naturaleza anfibia, épica vulnerada por la novela, novela vulnerada por la crónica, texto ambiguo e inquietante que nada en las aguas de muchos géneros y propone una lectura hispanoamericana de las posibilidades e imposibilidades de los mismos. Épica vacilante de Bernal; épica degradada de Azuela. Entre ambas, la nación aspira a ser narración.
En Gallegos o en Rulfo, un mito germina a partir de la delimitación de la realidad narrativa. La naturaleza lo precede en Gallegos; la muerte, en Rulfo. El mito que pueda nacer de Azuela es más inquietante, porque surge del fracaso de una épica.
Nación y narración: así como la novela española, o su ausencia entre Cervantes y Clarín, es parte de una falta de respuesta verbal al fenómeno de la decadencia que se inicia durante los reinados de Felipe IV y Carlos el Hechizado, la novela hispanoamericana, y la mexicana en particular, están ausentes hasta que la nación le da contradicción y oportunidad a la narración con El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi. Participamos de la ilusión rousseauniana, romántica de la nación, sentimental, derivada de la lectura de Julia, o La nueva Eloísa, aunque con menos ímpetu lacrimoso que los colombianos y los argentinos: Jorge Isaacs y José Mármol. Encontramos el mejor momento de nuestra narrativa decimonónica en las novelas de aventuras de Payno e Inclán: preludios revolucionarios para México, como lo fueron Facundo y el Martín Fierro para la Argentina. Pero un nuevo prestigio, visto como deber, ocultó de nuevo a la nación narrada con el biombo del naturalismo zolaesco. Mariano Azuela, en María Luisa, participa de esta combinación terrible de lo sentimental con lo clínico. Mundo cosificado y predestinado, en él las piedras no tenían historia, ni la fatalidad grandeza: era un pretexto dramático para animar el progreso, no una visión totalizante del pasado y sus obstáculos y facilidades comunes para alcanzar el verdadero desarrollo, que implica también presencia del pasado.
Mariano Azuela, más que cualquier otro novelista de la revolución mexicana, levanta la pesada piedra de la historia para ver qué hay allí abajo. Lo que encuentra es la historia de la Colonia que nadie antes había realmente narrado imaginativamente. Quien se quede en la mera relación de acontecimientos «presentes» en Azuela, sin comprender la riqueza contextual de su obra, no la habrá leído. Tampoco habrá leído a la nación como narración, que es la gran aportación de Azuela a la literatura hispanoamericana; somos lo que somos porque somos lo que fuimos.
Pero cuando digo «la historia de la colonia», debería decir «la historia de dos colonias»: Azuela es su Dickens. Stanley y Barbara Stein, los historiadores de la Colonia en la Universidad de Princeton, distinguen varias constantes de ese sistema: la hacienda, la plantación y las estructuras sociales vinculadas al latifundismo; los enclaves mineros; el síndrome exportador; el elitismo, el nepotismo y el clientismo. Pero lo notable de estas constantes es que no sólo revelan la realidad del país colonizado, sino que se reflejan como vicios del propio país colonizador, España.
Historia de dos colonias. Una nación colonial coloniza a un continente colonial. Vendamos mercancía a los españoles, ordenó Luis XV, para obtener oro y plata; y Gracián exclamó en El Criticón: España es las Indias de Francia. Pudo haber dicho: España es las Indias de Europa. Y la América española fue la colonia de una colonia posando como un Imperio.
Exportación de lana, importación de textiles y fuga de los metales preciosos al norte de Europa para compensar el déficit de la balanza de pagos ibérica, importar los lujos del Oriente para la aristocracia ibérica, pagar las cruzadas contrarreformistas y los monumentos mortificados de Felipe II y sus sucesores, defensores de la fe. En su Memorial de la política necesaria, escrito en 1600, el economista González de Celorio, citado por John Elliot en su España imperial, dice que si en España no hay dinero, ni oro ni plata, es porque los hay; y si España no es rica, es porque lo es. Sobre España, concluye Celorio, es posible, de esta manera, decir dos cosas a la vez contradictorias y ciertas.
Temo que sus colonias no escaparon a la ironía de Celorio. Pues, ¿cuál fue la tradición del Imperio español sino un patrimonialismo desaforado, a escala gigantesca, en virtud del cual las riquezas dinásticas de España crecieron desorbitadamente, pero no la riqueza de los españoles? Si Inglaterra, como indican los Stein, eliminó todo lo que restringía el desarrollo económico (privilegios de clase, reales o corporativos; monopolios; prohibiciones) España los multiplicó. El imperio americano de los Austrias fue concebido como una serie de reinos añadidos a la corona de Castilla. Los demás reinos españoles estaban legalmente incapacitados para participar directamente en la explotación y la administración del Nuevo Mundo.
América fue el patrimonio personal del rey de Castilla, como Comala de Pedro Páramo, el Guarari de los Ardavines y Limón en Zacatecas del cacique don Mónico.
España no creció, creció el patrimonio real. Creció la aristocracia, creció la Iglesia y creció la burocracia al grado de que en 1650 había 400.000 edictos relativos al Nuevo Mundo en vigor: Kafka con peluca. La militancia castrense y eclesiástica pasa, sin solución de continuidad, de la Reconquista española a la Conquista y colonización americanas. En la península permanece una aristocracia floja, una burocracia centralizadora y un ejército de pícaros, rateros y mendigos. Cortés está en México; Calisto, el Lazarillo de Tormes y el Licenciado Vidriera se quedan en España. Pero Cortés, hombre nuevo de la clase media extremeña, hermano activo de Nicolás Maquiavelo y su política para la conquista, para la novedad, para el Príncipe que se hace a sí mismo y no hereda nada, es derrotado por el imperium de los Habsburgo españoles, el absolutismo impuesto a España primero por la derrota de la revolución comunera en 1521, en segunda por la derrota de la reforma católica en el Concilio de Trento de 1545-1563.
La América española debió aceptar lo que la modernidad europea juzgaría intolerable: el privilegio como norma, la Iglesia militante, el oropel insolente y el uso privado de los poderes y recursos públicos.
Tomó a España ochenta años ocupar su imperio americano y dos siglos establecer la economía colonial sobre tres columnas, nos dicen Barbara y Stanley Stein: los centros mineros de México y Perú; los centros agrícolas y ganaderos en la periferia de la minería; y el sistema comercial orientado a la exportación de metales a España para pagar las importaciones del resto de Europa.
La minería pagó los costos administrativos del Imperio pero también protagonizó el genocidio colonial, la muerte de la población que entre 1492 y 1550 descendió, en México y el Caribe, de 25 millones a un millón y en las regiones andinas, entre 1530 y 1750, de seis millones a medio millón. En medio de este desastre demográfico, la columna central del Imperio, la mina, potenció la catástrofe, la castigó y la prolongó mediante una forma de esclavismo, el trabajo forzado, la mita, acaso la forma más brutal de una colonización que primero destruyó la agricultura indígena y luego mandó a los desposeídos a los campos de concentración mineros porque no podían pagar sus deudas (Stanley y Barbara Stein, La herencia colonial de la América Latina).
3. La losa de los siglos


Valiente mundo nuevo: ¿qué podía quedar, después de esto, del sueño utópico del Nuevo Mundo regenerador de la corrupción europea, habitado por el Buen Salvaje, destinado a restaurar la Edad de Oro? Erasmo, Moro, Vitoria y Vives se van por la coladera oscura de una mina en Potosí o Guanajuato. La Edad de Oro resultó ser la hacienda, paradójico refugio del desposeído y del condenado a trabajos forzados en la mina. La historia de la América española parece escribirse con la ley jesuita del malmenorismo y comparativamente el hacendado se permite desempeñar este papel de protector, patriarca, juez y carcelero benévolo que exige y obtiene, paternalistamente, el trabajo y la lealtad del campesino que recibe del patriarca raciones, consolación religiosa y seguridad tristemente relativa. Su nombre es Pedro Páramo, don Mónico, José Gregorio Ardavín.
Debajo de esta losa de siglos aparecen los hombres y mujeres de Azuela: son las víctimas de todos los sueños y todas las pesadillas del Nuevo Mundo: ¿Hemos de sorprendernos de que, al salir de debajo de la piedra, parezcan a veces insectos, alacranes ciegos, deslumbrados por el sol, girando en redondo, perdido el sentido de la orientación por siglos y siglos de oscuridad y opresión bajo las rocas del poder azteca, ibérico y republicano? Emergen de esa oscuridad: no pueden ver con claridad el mundo, viajan, se mueven, emigran, combaten, se van a la revolución. Cumplen los requisitos de la épica original. Pero también, significativamente, los degradan y los frustran.
Pues Los de abajo es una crónica épica que pretende establecer la forma de los hechos, no de los mitos, porque éstos no nutren la textualidad inmediata de Los de abajo. Pero también es una crónica novelística que no sólo determina los hechos sino que los critica imaginativamente.
La descripción de los hechos generales es épica, sintética a veces:
Los federales tenían fortificados los cerros de El Grillo y La Bufa de Zacatecas. Decíase que era el último reducto de Huerta, y todo el mundo auguraba la caída de la plaza. Las familias salían con precipitación rumbo al Sur; los trenes iban colmados de gente; faltaban carruajes y carretones, y por los caminos reales, muchos, sobrecogidos de pánico, marchaban a pie y con sus equipajes a cuestas.
Y a veces yuxtapone la velocidad y la morosidad:
El caballo de Macías, cual si en vez de pezuñas hubiese tenido garras de águila, trepó sobre estos peñascos. «¡Arriba, arriba!», gritaron sus hombres, siguiendo tras él, como venados, sobre las rocas, hombres y bestias hechos uno. Sólo un muchacho perdió la pisada y rodó al abismo; los demás aparecieron en brevísimos instantes en la cumbre, derribando trincheras y acuchillando soldados. Demetrio lazaba las ametralladoras, tirando de ellas cual si fuesen toros bravos. Aquello no podía durar. La desigualdad numérica los habría aniquilado en menos tiempo del que gastaron en llegar allí. Pero nosotros nos aprovechamos del momentáneo desconcierto, y con rapidez vertiginosa nos echamos sobre las posiciones y los arrojamos de ellas con la mayor facilidad. ¡Ah, qué bonito soldado es su jefe!
Otras veces, el panorama es presentado curiosamente como primer plano:
De lo alto del cerro se veía un costado de La Bufa, con su crestón, como testa empenachada de altivo rey azteca. La vertiente, de seiscientos metros, estaba cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y despojando.
La caracterización, repetitiva, enunciativa y anunciadora de las calidades del héroe, también es épica: como Aquiles es el valiente y Ulises el prudente, Álvar Fáñez quien en buenhora ciñó espada y Don Quijote el Caballero de la Triste Figura, Pancho Villa aquí es el «Napoleón mexicano», «el águila azteca que ha clavado su pico de acero sobre la cabeza de la víbora Victoriano Huerta». Y Demetrio Macías será el héroe de Zacatecas.
Pero es aquí mismo, al nivel épico de la nominación, donde Azuela inicia su devaluación de la épica revolucionaria mexicana. ¿Merece Demetrio Macías su membrete, es héroe, venció a alguien en Zacatecas, o pasó la noche del asalto bebiendo y amaneció con una vieja prostituta con un balazo en el ombligo y dos reclutas con el cráneo agujereado? Esta duda novelística empieza por parecerse a otra épica, no la epopeya sin dudas de Héctor y Aquiles, de Roldán y del ciclo artúrico, sino la epopeya española del Cid Campeador: la única que se inicia con el héroe estafando a dos mercaderes, los judíos Raquel y Vidas, y culmina con una humillación maliciosa: las barbas arrancadas del conde García Ordóñez. No una hazaña bélica, sino un insulto personal, una venganza.
La rebelión de Demetrio Macías también se inicia con un incidente de barbas —las del cacique de Moyahua— y el más violento adlátere de Macías, el Güero Margarito, no deshoja florecillas del campo, sino precisamente su barba: «Soy muy corajudo, y cuando no tengo en quién descansar, me arranco los pelos hasta que me baja el coraje. ¡Palabra de honor, mi general; si no lo hiciera así, me moriría del puro berrinche!».
No es ésta la cólera de Aquiles, sino su contrapartida degradada, vacilante, hispanoamericana. Las estafas de Mío Cid son reproducidas por Hernán Cortés, quien confiesa haberse procurado, como «gentil corsario», los arreos necesarios para su expedición mexicana entre los vecinos de la costa cubana; y estallan vertiginosamente en esta Ilíada descalza, que es Los de abajo.
Épica manchada por una historia que está siendo actuada ante nuestros ojos —aunque Azuela la da por sabida, no sólo en el sentido de que los hechos son conocidos por el público, sino en el sentido de que lo sabido es repetitivo y es fatal—. Sin embargo, al contrario de la épica, Los de abajo carece de un lenguaje común para sus dos principales personajes. Los compañeros de Troya se entienden entre sí, como los paladines de Carlomagno y los sesenta caballeros del Cid. Pero Demetrio Macías y el Curro Luis Cervantes no: y en esto son personajes radicalmente novelísticos, pues el lenguaje de la novela es el de asombro ante un mundo que ya no se entiende, es la salida de Don Quijote a un mundo que no se parece a sí mismo, pero también es la incomprensión de los personajes que han perdido las analogías del discurso. Quijote y Sancho no se entienden, como no se entienden los miembros de la familia Shandy, o Heathcliff el gitano y la familia inglesa decente, los Lynton; o Emma Bovary y su marido, o Anna Karenina y el suyo.
¿Qué une al cabo a Macías y a Cervantes? La rapiña, el lenguaje común del despojo, como en la famosa escena en la que cada uno, fingiendo que duerme, ve al otro robar un cofre sabiendo que el otro lo mira, sellando así un pacto silencioso de ladrones. Se ha formado y confirmado el pacto de gobierno: la cleptocracia.
Los hechos son fatales: Valderrama perora:
—¡Juchipila, cuna de la revolución de 1910, tierra bendita, tierra regada con sangre de mártires, con sangre de soñadores… de los únicos buenos!
—Porque no tuvieron tiempo de ser malos —completa la frase brutalmente un oficial ex federal que va pasando.
Y los hechos son repetitivos:
«Las cosas se agarran sin pedirle licencia a nadie», dice la Pintada; si no, ¿para quién fue la revolución? «¿Pa’ los catrines? —pregunta—. Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines…».
«Mi jefe», le dice Cervantes a Macías, «después de algunos minutos de silencio y meditación».
«Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines», dice la Pintada.
4. La épica del desencanto


Extraña épica del desencanto, entre estas dos exclamaciones perfila Los de abajo su verdadero espectro histórico. La dialéctica interna de la obra de Mariano Azuela abunda en dos extremos verbales: la amargura engendrando la fatalidad y la fatalidad engendrando la amargura. El desencantado Solís cree que la protagonista de la revolución es «una raza irredenta» pero confiesa no poder separarse de ella porque «la revolución es el huracán». La psicología de «nuestra raza —continúa Solís— se condensa en dos palabras: ‘robar, matar…’» pero «qué hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie». Y, famosamente, concluye: «¡Qué chasco, amigo mío, si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra misma vida por derribar a un miserable asesino, resultásemos ser los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!», pero «—¿Por qué pelean ya, Demetrio? […] —Mira esa piedra cómo ya no se para…».
Si Los de abajo se resignase a esta diversión entre dos extremos que se alimentan mutuamente, carecería de verdadera tensión narrativa; su unidad sería falsa porque la desilusión y la resignación son binomios que se agotan pronto y terminan por reflejarse, haciéndose muecas como un simio ante un espejo. La crítica, por razones obvias, se ha detenido demasiado en estos aspectos llamativos de la obra de Azuela, pasando por alto el núcleo de una tensión que otorga a los extremos su distancia activa en el discurso narrativo.
Azuela rehúsa una épica que se conforme con reflejar, mucho menos con justificar: es un novelista tratando un material épico para vulnerarlo, dañarlo, afectarlo con el acto que rompe la unidad simple. En cierto modo, Azuela cumple así el ciclo abierto por Bernal Díaz, levanta la piedra de la conquista y nos pide mirar a los seres aplastados por las pirámides y las iglesias, la mita y la hacienda, el cacicazgo local y la dictadura nacional. La piedra es esa piedra que ya no se para; la revolución huracanada y volcánica deja, bajo esta luz, de asociarse con la fatalidad para perfilarse como ese acto humano, novelístico, que quebranta la epicidad anterior, la que celebra todas nuestras hazañas históricas y, constantemente, nos amenaza con la norma adormecedora del autoelogio.
En consecuencia, lo que parecería a primera vista resignación o repetición en Azuela, es crítica; crítica del espectro histórico que se diseña sobre el conjunto de sus personajes.
Saint-Just, en medio de otro huracán revolucionario, se preguntaba cómo arrancar el poder a la ley de la inercia que constantemente lo conduce al aislamiento, a la represión y a la crueldad: «Todas las artes —dijo el joven revolucionario francés— han producido maravillas. El arte de gobernar sólo ha producido monstruos».
Saint-Just llega a esta conclusión pesimista una vez que ha distinguido el paso histórico de la revolución mientras se afirma contra sus adversarios, destruye la monarquía y se defiende de la invasión extranjera: éste es el orden épico de la revolución. Pero luego la revolución se vuelve contra sí misma y éste sería el orden trágico de la revolución. Trotski escribió que el arte socialista reviviría la tragedia. Lo dijo desde el punto de mira épico y previendo una tragedia ya no de la fatalidad o del individuo, sino de la clase en conflicto y, finalmente, de la colectividad. No sabía entonces que él sería uno de los protagonistas de la tragedia del socialismo, y que ésta ocurriría en la historia, no en la literatura.
Azuela conoce perfectamente los linderos de su experiencia literaria e histórica y su advertencia es sólo ésta: el orden épico de esta revolución, la mexicana, puede traducirse en una reproducción del despotismo anterior porque —y ésta es la riqueza verdadera de su obra de novelista— las matrices políticas, familiares, sexuales, intelectuales y morales del antiguo orden, el orden colonial y patrimonialista, no han sido transformadas en profundidad. El temblor de la escritura de Azuela es el de una premonición fantasmal: Demetrio Macías, ¿por qué no?, puede ser sólo una etapa más de ese destino enemigo, como lo llama Hegel. El microcosmos para reemplazar a don Mónico ya está allí, en la banda de Demetrio y sus secuaces, sus clientes, sus favoritos, el Güero Margarito, el Curro, Cervantes, Solís, la Pintada, la Codorniz, prontos a confundir y apropiarse los derechos públicos en función de sus apetitos privados y de servir el capricho del Jefe.
Mariano Azuela salva a Demetrio Macías del destino enemigo merced a una reiteración de la acción que, detrás de la apariencia fatalista, se asemeja al acto épico de Hegel. La épica es un distanciamiento del acto del hombre ante el acto divino. Pero Azuela, el novelista, permite que su visión trascienda, a su vez, la épica degradada y adquiera, al cabo, la resonancia del mito. Y éste es el mito del retorno al hogar.
Como Ulises, como el Cid, como Don Quijote, Demetrio Macías salió de su tierra, vio el mundo, lo reconoció y lo desconoció, fue reconocido y desconocido por él. Ahora regresa al lar, de acuerdo con las leyes del mito:
Demetrio, paso a paso, iba al campamento.
Pensaba en su yunta: dos bueyes prietos, nuevecitos, de dos años de trabajo apenas, en sus dos fanegas de labor bien abonadas. La fisonomía de su joven esposa se reprodujo fielmente en su memoria: aquellas líneas dulces y de infinita mansedumbre para el marido, de indomables energías y altivez para el extraño. Pero cuando pretendió reconstruir la imagen de su hijo, fueron vanos todos sus esfuerzos: lo había olvidado.
Llegó al campamento. Tendidos entre los surcos, dormían los soldados, y revueltos con ellos, los caballos echados, caída la cabeza y cerrados los ojos.
—Están muy estragadas las remudas, compadre Anastasio; es bueno que nos quedemos a descansar un día siquiera.
—¡Ay, compadre Demetrio…! ¡Qué ganas ya de la sierra! Si viera…, ¿a que no me lo cree…? pero naditita que me jallo por acá… ¡Una tristeza y una murria…! ¡Quién sabe qué le hará a uno falta…!
—¿Cuántas horas se hacen de aquí a Limón?
—No es cosa de horas: son tres jornadas muy bien hechas, compadre Demetrio.
Antes de la madrugada salieron rumbo a Tepatitlán. Diseminados por el camino real y por los barbechos, sus siluetas ondulaban vagamente al paso monótono y acompasado de las caballerías, esfumándose en el tono perla de la luna en menguante, que bañaba todo el valle.
Se oía lejanísimo ladrar de perros.
—Hoy a mediodía llegamos a Tepatitlán, mañana a Cuquío, y luego…, a la sierra —dijo Demetrio.
Pero Ítaca es una ruina: la historia la mató también:
Igual a los otros pueblos que venían recorriendo desde Tepic, pasando por Jalisco, Aguascalientes y Zacatecas, Juchipila era una ruina. La huella negra de los incendios se veía en las casas destechadas, en los pretiles ardidos. Casas cerradas; y una que otra tienda que permanecía abierta era como por sarcasmo, para mostrar sus desnudos armazones, que recordaban los blancos esqueletos de los caballos diseminados por todos los caminos. La mueca pavorosa del hambre estaba ya en las caras terrosas de la gente, en la llama luminosa de sus ojos que, cuando se detenían sobre un soldado, quemaban con el fuego de la maldición.
La historia revolucionaria despoja a la épica de su sostén mítico: Los de abajo es un viaje del origen al origen, pero sin mito. Y la novela, en seguida, despoja a la historia revolucionaria de su sostén épico.
Ésta es nuestra deuda profunda con Mariano Azuela. Gracias a él se han podido escribir novelas modernas en México porque él impidió que la historia revolucionaria, a pesar de sus enormes esfuerzos en ese sentido, se nos impusiera totalmente como celebración épica. El hogar que abandonamos fue destruido y nos falta construir uno nuevo. No es cierto que esté terminado, dice desde entonces, desde 1916, Azuela; es posible que estos ladrillos sean distintos de aquéllos, pero no lo es este látigo del otro. No nos engañemos, nos dice Azuela el novelista, aun al precio de la amargura. Es preferible estar triste que estar tonto.
La crítica y el humor salvan, al cabo, a las revoluciones de los excesos del autoritarismo solemne. Azuela nos dio las armas de la crítica. La revolución misma, las del humor. Lo tiene, inherente, una revolución cuyo himno celebra a una cucaracha marihuana.
5. Martín Luis Guzmán: Un fósforo en la noche


El protagonista de Los de debajo, Demetrio Macías, es un hombre invisible, uno de tantos seres anónimos que hicieron la revolución y murieron en la revolución. El protagonista de La sombra del caudillo es otro hombre invisible, el jefe máximo para el que se hizo la revolución y que de ella vive.
Decimos en México que un día la revolución se bajó del caballo y se subió al Cadillac. La novela de Guzmán retrata a una sociedad política intermedia entre el caballo y el Cadillac. Ha terminado lo que se llamó «la fase armada» de la revolución: la lucha contra la dictadura de Victoriano Huerta y luego la guerra entre facciones revolucionarias: Carranza contra Zapata y Villa, Obregón contra Carranza, de la Huerta contra Obregón. La consolidación del régimen Obregón-Calles a partir de 1921 no excluyó las revueltas de militares ambiciosos o insatisfechos (Francisco Serrano, Pablo González, Arnulfo R. Gómez).
Con un pie en el estribo y el otro en el acelerador, el caudillo de Guzmán siempre está, como lo indica el título, en la sombra. Su poder se manifiesta en los personajes que actúan, también ambiguamente, a su sombra. A favor o en contra. El caudillo manipula, frustra, despliega trampas, fomenta rivalidades, obligando, al cabo, a la oposición a manifestarse públicamente —tan públicamente como el caudillo se manifiesta, cual titiritero, en la sombra—. Y, a la luz del día, ofrecerse como blanco para la muerte. Fuera de la sombra, no hay salud, dice implícitamente el caudillo. A la luz del sol, hay un paredón y un pelotón de fusilamiento. O peor: hay la cacería vil de los opositores, como si fuesen animales.
Guzmán retrata a un poder político aún inseguro que se mueve del cambio a la permanencia, de «la bola» a «la institución». Calles no toleró la oposición y mandó matar a sus enemigos. Pero también absorbió a la oposición creando un partido de partidos que sumara facciones a favor de un poder único, presidencial, centralista: el Partido Nacional Revolucionario (PNR) y al cabo, y eternamente, el Partido Revolucionario Institucional, que gobernaría durante siete décadas.
En La sombra del caudillo esta transición inicial vive su bautizo como un baño de sangre, violencia y traición, virtudes contrastadas por la prosa límpida de Guzmán. Éste, junto con Alfonso Reyes, había escrito crítica de cine en Madrid con el seudónimo de «Fósforo» y a sus libros —El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, ambos de 1928— les otorga un castellano límpido. Como si la opacidad de los temas requiriese la luminosidad de la prosa.
Hay en esto, qué duda cabe, una voluntad estética y una percepción visual muy notables que, sin embargo, en su perfección misma, le dan a las obras una dimensión académica. La diáfana prosa de Guzmán corona las turbias historias que cuenta. No hay más. No hay contradicción de forma y fondo, porque éste, oscuro, sólo se podría escribir así, luminosamente. La contradicción aparente es superada por la voluntad de estilo. Guzmán aspira a conciliar, clásicamente, el fondo y la forma. Escribe —y muy bien— para una suerte de eternidad lingüística.
Hacía falta voltear el guante, explorar formas nuevas para temas viejos y temas nuevos para formas viejas, trascender la historia para re-encontrar la historia con armas inéditas de la imaginación y el lenguaje.
Había que encontrar la forma universal del tema nacional. Había que dar cuenta de la sociedad más allá de lo que la sociedad es, a lo que la sociedad imagina y cómo imaginamos la sociedad.
6. Agustín Yáñez y el porvenir del pasado


Al filo del agua (1947) de Agustín Yáñez señala el fin de la llamada «novela de la revolución» narrando, sin paradoja, el inicio de la revolución. Yáñez rompe los estilos habituales del realismo (Azuela, Guzmán, Muñoz) introduciendo, en primer lugar, un coro despojado de adornos verbales. El autor lo llama «acto preparatorio» y su voz es la de un coro cuya primera, célebre declaración es: «Pueblo de mujeres enlutadas» para seguir —siempre el coro— con «pueblo sin fiestas», «pueblo seco, sin árboles ni huertos», «pueblo de sol, reseco…».
Novela coral de arranque, Al filo del agua somete su propia continuidad a la norma introductoria del coro que, no hay que olvidarlo, era una liturgia que precedía y representaba la acción trágica. Ésta sería tan variada y disímil como se quisiera de la voz coral, pero, sin ésta, no tendría lugar la acción misma.
Esto es importante para entender tanto la novedad como la importancia de Al filo del agua, pues antes de Yáñez la novela mexicana (que era la novela de Azuela y Guzmán) había narrado los hechos de modo directo y continuo, como lo exigió la norma realista. Yáñez presenta no un «nuevo» realismo, sino una ruptura de lo real en la que el tema de la novela presiente el hecho histórico pero lo somete a lo mismo que lo precede: la ignorancia de lo que vendrá. Yáñez logra así una novedad en nuestra literatura. Nos revela el secreto de lo desconocido.
El gran coro con que se inicia Al filo del agua —el acto preparatorio— parecería un momento de quietud al borde de la tempestad. Quietud engañosa. La estática del coro contiene cuanto ha de sucederla: la acción, que deja de ser sucesión temporal para convertirse, por arte del coro, en simultaneidad de tiempos. El arte de Yáñez consistiría en decirnos lo que la historia comprueba —1909 a 1910: la revolución se prepara y se inicia— de una manera que la historia desconoce. Como, en efecto, sucede: la historia no tiene bola de cristal que adivine el futuro; la historia no tiene más espejo que el pasado; pero el pasado que evoca una novela se desconoce como tal porque es puro presente narrativo.
El coro de Al filo del agua, así, es falsamente estático. Contiene la acción por venir, sólo que «la acción» en esta obra no sólo ocurre afuera sino adentro de las personas. Afuera, hay un pueblo «que puso Dios en sus manos», murmura el cura don Dionisio. Los rituales se suceden previsibles y vacíos. Las vidas se suceden: pecado, perdón, dolor, muerte, de acuerdo a calendarios que prohíben la fiesta y son pura mortificación.
Yáñez apela a las técnicas narrativas modernas para introducirse en las mentes afligidas y mudas del «pueblo de mujeres enlutadas». El monólogo interior sirve aquí un doble propósito. Rompe el silencio de un pueblo fatal y da voz a un pueblo mudo. El deseo, la culpa, el miedo, el silencio van adquiriendo una extraña sonoridad, pasan del monólogo interno en rebelión contra el silencio, rompen las supersticiones como el perro que con sus aullidos parte los rezos, niega la obediencia de siglos, mira a los que se van y sienten que escapar del «pueblo de mujeres enlutadas» es posible, llegan los trabajadores del norte, se va y regresa Victoria, «alborotadora de prójimos», el país se mueve, la quietud se rompe, al cabo llegan los revolucionarios y sólo queda en el pueblo el campanero Gabriel —nombre de arcángel—, quien ha celebrado fechas y emociones, amores mudos y ese eterno secreto de lo desconocido.
Gabriel también se va. Don Dionisio el cura ha quedado exhausto. La religión sin fiesta ha sido vencida por la fiesta de la revolución.
Agustín Yáñez ha vencido la linealidad de la historia con la diversidad de las voces de la literatura.
7. Juan Rulfo. Final e inicio


Surgida de «la hegemonía de un lenguaje único y unitario» —el de la Contrarreforma española— que durante tres siglos obstaculizó la importación, redacción, impresión o circulación de novelas, nuestra primera ficción nacional coincide con el triunfo de las revoluciones de independencia: es El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi, en 1816, quien inaugura la novela hispanoamericana en la ciudad y en las contradicciones de la ciudad. Pero en 1816 aún no estábamos preparados para ahondar en el descubrimiento conflictivo de Lizardi y su héroe Pedro Sarmiento, ni indio ni español, sino mestizo; ni católico dogmático ni liberal romántico, sino ambos.
Debimos pasar por mucho romanticismo, mucho realismo, mucho naturalismo, mucho psicologismo, antes de que Pedro Sarmiento le diera la mano a Pedro Páramo.
Pero la novela mexicana es sólo un capítulo de la empresa mayor de la literatura de lengua española, a la que pertenecemos todos, nosotros y ustedes, y ésta es una literatura nacida de los mitos de las culturas indígenas, de las epopeyas de la conquista y de las utopías del Renacimiento. Todos juntos surgimos de esta tierra común —esta terra nostra—, nos nutrimos de ella, la olvidamos, la redescubrimos y la soltamos a volar con la fuerza de un lenguaje recobrado, que primero fue el de nuestros grandes poetas relámpago, Rubén Darío y Pablo Neruda, Leopoldo Lugones y Luis Palés Matos, César Vallejo y Gabriela Mistral. Gracias a ellos, los novelistas tuvimos un lenguaje con el cual trabajar en la tarea inacabada de la contraconquista de la América española.
Esta contraconquista pasa por un capítulo de identidad nacional representado perfectamente por la novela de la revolución mexicana: la crónica de Martín Luis Guzmán, la vasta comedia de Mariano Azuela —una historia que va desde Andrés Pérez maderista hasta El camarada Pantoja, pasando por la famosísima Los de abajo—, los dramáticos anecdotarios villistas de Rafael F. Muñoz, los aguafuertes cristeros de Guadalupe de Anda, la renovación formal del género por Agustín Yáñez, nos permiten a los mexicanos descubrirnos a nosotros mismos. No hay conocimiento de sí sin crítica de sí.
Juan Rulfo asume toda esta tradición, la desnuda, despoja al cacto de espinas y nos las clava como un rosario en el pecho, toma la cruz más alta de la montaña y nos revela que es un árbol muerto de cuyas ramas cuelgan, sin embargo, los frutos, sombríos y dorados, de la palabra.
En este mismo libro hablo de Bernal Díaz como nuestro primer novelista: el autor de una épica vacilante, incierta de su materia, de sus afectos y de la memoria que es el instrumento único con el que cuentan tanto Bernal como Proust.
Juan Rulfo es un novelista final no sólo en el sentido de que, en Pedro Páramo, concluye, consagrándolos y asimilándolos, varios géneros tradicionales de la literatura mexicana: la novela del campo, la novela de la revolución, abriendo en vez una modernidad narrativa de la cual Rulfo es, a la vez, agonista y protagonista.
Imaginar América, contar el Nuevo Mundo, no sólo como extensión sino como historia. Decir que el mundo no ha terminado porque es no sólo un espacio limitado, sino un tiempo sin límite. La creación de esta cronotopía —tiempo y espacio— americana ha sido lo propio de la narrativa en lengua española de nuestro hemisferio. La transformación del espacio en tiempo: transformación de la selva de La vorágine en la historia de Los pasos perdidos y la fundación de Cien años de soledad. Tiempo del espacio que los contiene a todos en El Aleph y espacio del tiempo urbano en Rayuela. Naturaleza virgen de Rómulo Gallegos, libro y biblioteca reflejados de Jorge Luis Borges, ciudad aural e intransitable de Luis Rafael Sánchez. Para Juan Rulfo la cronotopía americana, el encuentro de tiempo y espacio, no es río ni selva ni ciudad ni espejo: es una tumba. Y allí, desde la muerte, Juan Rulfo activa, regenera y hace contemporáneas las categorías de nuestra fundación americana: la epopeya y el mito.
Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, se presenta ritualmente con un elemento clásico del mito: la búsqueda del padre. Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo, llega a Comala: como Telémaco, busca a Ulises. Un arriero llamado Abundio lo conduce. Es Caronte, y el Estigio que ambos cruzan es un río de polvo. Abundio se revela como hijo de Pedro Páramo y abandona a Juan Preciado en la boca del infierno de Comala. Juan Preciado asume el mito de Orfeo: va a contar y va a cantar mientras desciende al infierno, pero a condición de no mirar hacia atrás. Lo guía la voz de su madre, Doloritas, la Penélope humillada del Ulises de barro, Pedro Páramo. Pero esa voz se vuelve cada vez más tenue: Orfeo no puede mirar hacia atrás y, esta vez, desconoce a Eurídice. No son ellas esta sucesión de mujeres que suplantan a la madre y que más bien parecen Virgilios con faldas: Eduviges, Damiana, Dorotea la Cuarraca con su molote arrullado, diciendo que es su hijo.
Son ellas quienes introducen a Juan Preciado en el pasado de Pedro Páramo: un pasado contiguo, adyacente, como el imaginado por Coleridge: no atrás, sino al lado, detrás de esa puerta, al abrir esa ventana. Así, al lado de Juan reunido con Eduviges en un cuartucho de Comala está el niño Pedro Páramo en el escusado, recordando a una tal Susana. No sabemos que está muerto; podemos suponer que sueña de niño a la mujer que amará de grande.
Eduviges está con el joven Juan al lado de la historia del joven Pedro: le revela que iba a ser su madre y oye el caballo de otro hijo de Pedro Páramo, Miguel, que se acerca a contarnos su propia muerte. Pero al lado de esta historia, de esta muerte, está presente otra: la muerte del padre de Pedro Páramo.
Eduviges le ha preguntado a Juan en la página 27:
—¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? […]
—No, doña Eduviges.
—Más te vale [contesta la vieja].
Este diálogo es retomado en la página 36:
—Más te vale, hijo. Más te vale.
Pero entre los dos diálogos de Eduviges, que son el mismo diálogo en el mismo instante, palabras idénticas a sí mismas y a su momento, palabras espejo, ha muerto el padre de Pedro Páramo, ha muerto Miguel el hijo de Pedro Páramo, el padre Rentería se ha negado a bendecir el cadáver de Miguel, el fantasma de Miguel ha visitado a su amante Ana la sobrina del señor cura y éste sufre remordimientos de conciencia que le impiden dormir. Hay más: la propia mujer que habla, Eduviges Dyada, en el acto de hablar y mientras todo esto ocurre contiguamente, se revela como un ánima en pena, y Juan Preciado es recogido por su nueva madre sustituta, la nana Damiana Cisneros.
Tenemos así dos órdenes primeros de la estructura literaria en Pedro Páramo: una realidad dada y el movimiento de esa realidad. Los segmentos dados de la realidad son cualesquiera de los que he mencionado: Rentería se niega a enterrar a Miguel, el niño Pedro sueña con Susana encerrado en el baño, muere el padre de Pedro, Juan Preciado llega a Comala, Eduviges desaparece y la sustituye Damiana.
Pero esos segmentos sólo tienen realidad en el movimiento narrativo, en el roce con lo que les sigue o precede, en la yuxtaposición del tiempo de cada segmento con los tiempos de los demás segmentos. Cuando el tiempo de unas palabras —más te vale, hijo, más te vale— retorna nueve páginas después de ser pronunciadas, entendemos que esas palabras no están separadas por el tiempo, sino que son instantáneas y sólo instantáneas; no ha ocurrido nada entre la página 27 y la página 36. O más bien: cuanto ha ocurrido ha ocurrido simultáneamente. Es decir: ha ocurrido en el eterno presente del mito.
Cuando en mi lectura sucesiva entendí que los tiempos de Pedro Páramo son tiempos simultáneos comencé a acumular y a yuxtaponer, retroactivamente, esta contigüidad de los instantes que iba conociendo. Pues Rulfo nos invita a entrar a varios tiempos que, si al cabo se resuelven en el mito, en su origen narrativo se resisten a la mitificación. Como en el Tristram Shandy de Sterne, o en los Cuatro cuartetos de Eliot —para abarcar una gama más amplia—, la sucesión temporal, épica, que por lo menos desde Lessing se le atribuye a la literatura, es correspondida, al cabo, por una presencia simultánea, no sucesiva, en el espacio mental, que es en este caso un espacio mítico.
La historia de Pedro Páramo que le cuentan a Juan sus madres sucesivas es una historia política y psicológica «realista», lineal. Pedro Páramo es la versión jalisciense del tirano patrimonial cuyo retrato es evocado en las novelas de Valle-Inclán, Gallegos y Asturias: el minicésar que manipula todas las fuerzas políticas pero al mismo tiempo debe hacerles concesiones; una especie de Príncipe agrario.
Descendiente de los conquistadores de la Nueva Galicia, émulo feroz de Nuño de Guzmán, Pedro Páramo acumula todas las grandes lecciones de Maquiavelo, salvo una. Como el florentino, el jalisciense sabe que un príncipe sabio debe alimentar algunas animosidades contra él mismo, a fin de aumentar su grandeza cuando las venza; sabe que es mucho más seguro ser temido que ser amado. En los divertidos segmentos en los que Rulfo narra los tratos de Pedro Páramo con las fuerzas revolucionarias, el cacique de Comala procede como lo recomendó Maquiavelo y como lo hizo Cortés: une a los enemigos menos poderosos de tu enemigo poderoso; luego arruínalos a todos; luego usurpa el lugar de todos, amigos y enemigos, y no lo sueltes más. Maquiavelo, Cortés, Pedro Páramo: no está de más poseer una virtud verbal y también una mente capaz de cambiar rápidamente. Pedro Páramo, el conquistador, el príncipe: comete las crueldades de un solo golpe; distribuye los beneficios uno por uno.
Y sin embargo, este héroe del maquiavelismo patrimonial del Nuevo Mundo, señor de horca y cuchillo, amo de vidas y haciendas, dueño de una voluntad que impera sobre la fortuna de los demás y apropia para su patrimonio privado todo cuanto pertenece al patrimonio público, este profeta armado del capricho y la crueldad impunes, rodeado de sus bandas de mayordomos ensangrentados, no aprendió la otra lección de Maquiavelo, y ésta es que no basta imponer la voluntad. Hay que evitar los vaivenes de la Fortuna, pues el príncipe que depende de ella será arruinado por ella.
Pedro Páramo no es Cortés, no es el Príncipe maquiavélico porque, finalmente, es un personaje de novela. Tiene una falla secreta, un resquicio por donde las recetas del poder se desangran inútilmente. La Fortuna de Pedro Páramo es una mujer, Susana San Juan, con la que soñó de niño, encerrado en el baño, con la que voló cometas y se bañó en el río, cuando era niño.
¿Cuál es el papel de Susana San Juan? Su primera función, si retornamos de la frase retomada de Eduviges Dyada a la razón de esta técnica, y si la acoplamos al tremendo aguafuerte político y sociológico del cacique rural que Rulfo acaba por ofrecernos, es la de ser soñada por un niño y la de abrir, en ese niño que va a ser el tirano Páramo, una ventana anímica que acabará por destruirlo. Si al final de la novela Pedro Páramo se desmorona como si fuera un montón de piedras, es porque la fisura de su alma fue abierta por el sueño infantil de Susana: a través del sueño, Pedro fue arrancado a su historia política, maquiavélica, patrimonial, desde antes de vivirla, desde antes de serla. Sin embargo, ingresó desde niño al mito, a la simultaneidad de tiempos que rige el mundo de su novela. Ese tiempo simultáneo será su derrota porque, para ser el cacique total, Pedro Páramo no podía admitir heridas en su tiempo lineal, sucesivo, lógico: el tiempo futurizable del poder épico.
Abierta esta ventana del alma por Susana San Juan, Pedro Páramo es arrancado de su historia puramente «histórica», política, maquiavélica, en el momento mismo en que la está viviendo. La pasión por Susana San Juan coloca a Pedro en el margen de una realidad mítica que no niega la realidad histórica, sino que le otorga relieve y color, tonos de contraste —Rulfo a veces se parece a los maestros del blanco y negro, Goya y Orozco— que, de hecho, nos permiten entender mejor la verdad histórica.
Giambattista Vico, quien primero ubicó el origen de la sociedad en el lenguaje y el origen del lenguaje en la elaboración mítica, vio en los mitos la «universalidad imaginativa» de los orígenes de la humanidad: la imaginación de los pueblos ab-originales.
La voz de Rulfo llega a esta raíz. Es, a la vez, silencio y lenguaje; y, para no sacrificar en ningún momento sus dos componentes, es, sobre todo, rumor. Claude Lévi-Strauss, en su Antropología estructural, nos dice que la función de los mitos consiste en incorporar y exhibir las oposiciones presentes en la estructura de la sociedad en la cual nace el mito. El mito es la manera en que una sociedad entiende e ignora su propia estructura; revela una presencia, pero también una carencia. Ello se debe a que el mito asimila los acontecimientos culturales y sociales. El hecho biológico de dar a luz se convierte, míticamente, en un hecho social. El juego entre realidad sexual y teatralidad erótica de Doloritas Preciado, Eduviges Dyada, Damiana Cisneros y Dorotea la Cuarraca en torno al «hijo» narrador, Juan Preciado, es parte de esta circulación entre biología y sociedad que opera el mito-puente.
Hay más: Lévi-Strauss indica que en cada mito se refleja no sólo su propia poética (es decir, la manera en que el mito es contado en un momento o una sociedad determinados) sino que también da cabida a todas las variantes no dichas, de las cuales esta particular versión es sólo una variante más. Vladimir Propp, en la Morfología del cuento, distingue una veintena de funciones propias del cuento de hadas ruso. El orden de las mismas puede variar, pero no se encuentra un cuento que no incluya, en una forma u otra, una combinación de varias de estas funciones. ¿Hay mitos nuevos, nacidos de circunstancias nuevas? Harry Levin recuerda que Emerson pidió una mitología industrial de Manchester, y Dickens se la dio; Trotski pidió un arte revolucionario que reflejase todas las contradicciones del sistema social revolucionario, pero Stalin se lo negó. La audiencia actual de telenovelas y novelas «divertidas» o light ignora que está leyendo combinaciones de mitos antiquísimos. Sin embargo, sólo la crítica del subdesarrollo sigue manteniendo el mito romántico de la originalidad, precisamente porque nuestras sociedades aún no rebasan las promesas sentimentales de las clases medias del siglo pasado. Todo gran escritor, todo gran crítico, todo gran lector, sabe que no hay libros huérfanos: no hay textos que no desciendan de otros textos.
El mito explica esta realidad genealógica y mimética de la literatura: no hay, como explica Lévi-Strauss, una sola versión del mito, de la cual todas las demás serían copias o distorsiones. Cada versión de la verdad le pertenece al mito. Es decir, cada versión del mito es parte del mito y éste es su poder. El mismo mito —Edipo, pongo por caso— puede ser contado anónimamente, o por Sócrates, Shakespeare, Racine, Hölderlin, Freud, Cocteau, Pasolini, y mil sueños y cuentos de hadas. Las variaciones reflejan el poder del mito. Traten ustedes de contar más de una vez, en cambio, una novela de Sidney Sheldon o de Jackie Collins.
Al contener todos estos aspectos de sí, el mito establece también múltiples relaciones con el lenguaje invisible o no dicho de una sociedad. El mito, en este sentido, es la expresión del lenguaje potencial de la sociedad en la cual se manifiesta.
Esto es igualmente cierto en la antigüedad mediterránea y en la antigüedad mesoamericana, puesto que el mito y el lenguaje son respuestas al terror primario ante la inminencia de la catástrofe natural. Primero hablamos para contar un mito que nos permite comprender el mundo, y el mito requiere un lenguaje para manifestarse. Mito y lenguaje aparecen al mismo tiempo, y los mitos, escribe Vico, son el ingreso a la vasta imaginación de los primeros hombres. El lenguaje del mito nos permite conocer las voces mentales de los primeros hombres: dioses, familia, héroes, autoridad, sacrificios, leyes, conquista, valentía, fama, tierra, amor, vida y muerte: éstos son los temas primarios del mito, y los dioses son los primeros actores del mito.
El hombre recuerda las historias de los dioses y las comunica, antes de morir, a sus hijos, a su familia.
Pero el hombre abandona su hogar, viaja a Troya, obliga a los dioses a acompañarle, lucha, convierte el mito en épica y en la lucha épica —que es la lucha histórica— descubre su fisura personal, su falla heroica: de ser héroe épico, pasa a ser héroe trágico. Regresa al hogar, comunica la tragedia a la ciudad, y la ciudad, en la catarsis, se une al dolor del héroe caído y restablece, en la simpatía, los valores de la comunidad.
Éste es el círculo de fuego de la antigüedad mediterránea —mito, épica y tragedia— que el cristianismo primero y la secularidad moderna, en seguida, excluyen, porque ambos creen en la redención en el futuro, en la vida eterna o en la utopía secular, en la ciudad de dios o en la ciudad del hombre.
La novela occidental no regresa a la tragedia: se apoya en la épica precedente, degradándola y parodiándola (Don Quijote) pero vive una intensa nostalgia del mito que es el origen de la materia con la cual se hace literatura: el lenguaje.
Pedro Páramo no es una excepción a esta regla: la confirma con brillo incomparable, cuenta la historia épica del protagonista, pero esta historia es vulnerada por la historia mítica del lenguaje.
Negar el mito sería negar el lenguaje y para mí éste es el drama de la novela de Rulfo. En el origen del mito está el lenguaje y en el origen del lenguaje está el mito: ambos son una respuesta al silencio aterrador del mundo anterior al hombre: el universo mudo al cual viaja el narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, deteniéndose al borde del abismo.
Por todo esto, es significativo que en el centro mismo de Pedro Páramo escuchemos el vasto silencio de una tormenta que se aproxima —y que este silencio sea roto por el mugido del ganado.
Fulgor Sedano, el brazo armado del cacique, da órdenes a los vaqueros de aventar el ganado de Enmedio más allá de lo que fue Estagua, y de correr el de Estagua para los cerros del Vilmayo. «Y apriétenle —termina—, ¡que se nos vienen encima las aguas!».
Apenas sale el último hombre a los campos lluviosos, entra a todo galope Miguel Páramo, el hijo consentido del cacique, se apea del caballo casi en las narices de Fulgor y deja que el caballo busque solo su pesebre.
«—¿De dónde vienes a estas horas, muchacho?» —le pregunta Sedano.
«—Vengo de ordeñar» —contesta Miguel, y en seguida en la cocina, mientras le prepara sus huevos, le contesta a Damiana que llega «De por ahí, de visitar madres». Y pide que se le dé de comer igual que a él a una mujer que «allí está afuerita», con un molote en su rebozo que arrulla «diciendo que es su crío. Parece ser que le sucedió alguna desgracia allá en sus tiempos; pero, como nunca habla, nadie sabe lo que le pasó. Vive de limosna».
El silencio es roto por las voces que no entendemos, las voces mudas del ganado mugiente, de la vaca ordeñada, de la mujer parturienta, del niño que nace, del molote inánime que arrulla en su rebozo una mendiga.
Este silencio es el de la etimología misma de la palabra «mito»: mu, nos dice Erich Kahler, raíz del mito, es la imitación del sonido elemental, res, trueno, mugido, musitar, murmurar, murmullo, mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde derivan misterio y mística.
Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las dos emes que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte.
La novela, como es sabido, se llamó originalmente Los murmullos, y Juan Preciado, al violar radicalmente las normas de su propia presentación narrativa para ingresar al mundo de los muertos de Comala, dice:
—Me mataron los murmullos.
Lo mató el silencio. Lo mató el misterio. Lo mató la muerte. Lo mató el mito de la muerte. Juan Preciado ingresa a Comala y al hacerlo ingresa al mito encarnando el proceso lingüístico descrito por Kahler y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto: como el mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, el mugido, se convierte en mythos, la definición misma de la palabra.
Pedro Páramo es una novela extraordinaria, entre otras cosas, porque se genera a sí misma, como novela mítica, de la misma manera que el mito se genera verbalmente: del mutismo de la nada a la identificación con la palabra, de mu a mythos y dentro del proceso colectivo que es indispensable a la gestación mítica, que nunca es un desarrollo individual. El acto, explica Hegel, es la épica. Pedro Páramo, el personaje, es un carácter de epopeya.
Pero su novela, la que lleva su nombre, es un mito que despoja al personaje de su carácter épico.
Cuando Juan Preciado es vencido por los murmullos, la narración deja de hablar en primera persona y asume una tercera persona colectiva: de allí en adelante, es el nosotros el que habla, el que reclama el mythos de la obra.
En la Antigüedad el mito nutre a la épica y a la tragedia. Es decir: las precede en el tiempo. Pero también en el lenguaje, puesto que el mito ilustra históricamente el paso del silencio —mutus— a la palabra —mythos.
La precedencia del mito en el tiempo, así como su naturaleza colectiva, son explicadas por Carl Gustav Jung cuando nos dice, en Los arquetipos del inconsciente colectivo, que los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, declaraciones involuntarias acerca de eventos psíquicos inconscientes. Los mitos, añade Jung, poseen un significado vital. No sólo la representan: son la vida psíquica de la tribu, la cual inmediatamente cae hecha pedazos o decae cuando pierde su herencia mitológica, como un hombre que ha perdido su alma.
Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner «Una rosa para Emilia» y la novela de Juan Rulfo Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos, pues como lo escribió Vico, nosotros hicimos la historia, nosotros creamos el tiempo, y si ello es así, si la historia es obra de nuestra voluntad y no del capricho de los dioses o del curso de la naturaleza, entonces es nuestra obligación mantener la historia: mantener la memoria del tiempo. Es parte del deber de la vida: es mantenernos a nosotros mismos.
Pedro Páramo también contiene su antes feliz: la Comala descrita por la voz ausente de Doloritas, el murmullo de la madre: «Un pueblo que huele a miel derramada».
Pero este pueblo frondoso que guarda nuestros recuerdos como una alcancía sólo puede ser recobrado en el recuerdo; es el «Edén subvertido» de López Velarde, creación histórica de la memoria pero también mito creado por el recuerdo.
Pero ¿quién puede recordar en Comala, quién puede crear la historia o el mito a partir de la memoria? ¿Quién tiene, en otras palabras, derecho al lenguaje en Comala? ¿Quién lo posee, quién no? Steven Boldy, el crítico inglés y catedrático del Emmanuel College, Cambridge, responde en un brillante estudio sobre Pedro Páramo: el dueño del lenguaje es el padre; los desposeídos del lenguaje son los demás, los que carecen de la autoridad paterna.
Este pueblo frondoso ha sido destruido por un hombre que niega la responsabilidad colectiva y vive en el mundo aislado del poder físico individual, de la fuerza material y de las estrategias maquiavélicas que se necesitan para sujetar a la gente y asemejarla a las cosas.
¿Cómo ocurre esto? ¿Por qué llega Juan Preciado a este pueblo muerto en busca de su padre?
Ésta es la historia detrás de la épica:
Pedro Páramo ama a una mujer que no pertenece a la esfera épica. Susana San Juan pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte. ¿Cómo poseer a esta mujer? ¿Cómo llegar a ella?
Pedro Páramo está acostumbrado a poseer todo lo que desea. Forma parte de un mundo donde el dueño de la esfera verbal es dueño de todos los que hablan, como el emperador Moctezuma, que llevaba el título de Tlatoani, el Señor de la Gran Voz, el monopolista del lenguaje.
Un personaje de «Talpa», el cuento de Rulfo, tiene que gritar mientras reza, «nomás» para saber que está rezando y, acaso, para creer que Dios o el Tlatoani lo escuchan.
Pedro Páramo es el padre que domina la novela de Rulfo, es su Tlatoani.
Michel Foucault ha escrito que el padre es el elemento fundamental de la simbolización en la vida de cada individuo. Y su función —la más poderosa de todas las funciones— es pronunciar la ley y unir la ley al lenguaje.
La oración esencial, por supuesto, se invoca «en el nombre del padre», y lo que el padre hace, en nuestro nombre y el suyo, es separarnos de nuestra madre para que el incesto no ocurra. Esto lo hace al nombrarnos: nos da su nombre y, por derivación, su ser, nos recuerda Boldy.
Nombrar y existir, para el padre, son la misma cosa, y en Pedro Páramo el poder del cacique se expresa en estos términos cuando Pedro le dice a Fulgor: «La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros». La aplicación de esta ley exige la negación de los demás: los de más, los que sobran, los que no-son Pedro Páramo: «Esa gente no existe».
Pero él —el Padre, el Señor— existe sólo en la medida en que ellos le temen, y al temerlo, lo reconocen, lo odian, pero lo necesitan para tener un nombre, una ley y una voz. Comala, ahora, ha muerto porque el Padre decidió cruzarse de brazos y dejar que el pueblo se muriera de hambre. «Y así lo hizo.»
Su pretexto es que Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan. La verdad es otra: Pedro Páramo no pudo poseer a la mujer que amó porque no pudo transformarla en objeto de su propia esfera verbal. Pedro Páramo condena a muerte a Comala porque la condena al silencio —la condena al origen, antes del lenguaje—, pero Comala, Susana y finalmente Juan Preciado, saben algo que Pedro Páramo ignora: la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, la vida es hija de la muerte, y el lenguaje proviene del silencio.
Pedro Páramo cree que condena a muerte a un pueblo porque la muerte para él está en el futuro, la muerte es obra de la mano de Pedro Páramo, igual que el silencio. Para todos los demás —para ese coro de viejas nanas y señoritas abandonadas, brujas y limosneras, y sus pupilos fantasmales, los hijos de Pedro Páramo, Miguel y Abundio, y Juan Preciado al cabo— lo primero que debemos recordar es la muerte: nuestro origen, y el silencio: Mu, mito y mugido, primera palabra nacida del vacío y del terror de la muerte y del silencio. Para todos ellos, la muerte está en el origen, se empieza con la muerte, y acaso es esto lo que une, al cabo, al hijo de Pedro Páramo y a la amada de Pedro Páramo, a Juan Preciado y a Susana San Juan: los murmullos, el lenguaje incipiente, nacidos del silencio y de la muerte.
El problema de Pedro Páramo es cómo acercarse a Susana. Cómo acercarse a Pedro Páramo es el problema de sus hijos, incluyendo a Juan Preciado, y éste también es un problema de la esfera verbal.
¿Qué cosa puede acercarnos al padre? El lenguaje mismo que el padre quiso darnos primero y quitarnos en seguida: el lenguaje que es el poder del padre, pero su impotencia cuando lo pierde.
Rulfo opta por algo mejor que una venganza contra el padre: lo suma a un esfuerzo para mantener el lenguaje mediante el mito, y el mito de Rulfo es el mito de la muerte a través de la búsqueda del padre y del lenguaje.
Pedro Páramo es en cierto modo una telemaquia, la saga de la búsqueda y reunión con el padre, pero como el padre está muerto —lo asesinó uno de sus hijos, Abundio el arriero—, buscar al padre y reunirse con él es buscar a la muerte y reunirse con ella. Esta novela es la historia de la entrada de Juan Preciado al reino de la muerte, no porque encontró la suya, sino porque la muerte lo encontró a él, lo hizo parte de su educación, le enseñó a hablar e identificó muerte y voces o, más bien, la muerte como un ansia de palabra, la palabra como eso que Xavier Villaurrutia llamó, certeramente, la nostalgia de la muerte.
Juan Preciado dice que los murmullos lo mataron: es decir, las palabras del silencio. «Mi cabeza venía llena de ruidos y de voces. De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas.»
Es la muerte la realidad que con mayor gravedad y temblor y ternura exige el lenguaje como prueba de su existencia.
Los mitos siempre se han contado junto a las tumbas: Rulfo va más lejos: va dentro de las tumbas, lado a lado, diálogo de los muertos:
—Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
—Ya déjate de miedos. […] Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados.
La tierra de los muertos es el reino de Juan Rulfo y en él este autor crea y encuentra su arquetipo narrativo, un arquetipo íntimamente ligado a la dualidad padre / madre, silencio / voz.
Para Jung, el arquetipo es el contenido del inconsciente colectivo, y se manifiesta en dos movimientos: a partir de la madre, la matriz que le da forma; y a través del padre, el portador del arquetipo, su mitóforos. Desde esta ventana podemos ver la novela de Rulfo como una visita a la tierra de la muerte que se sirve del conducto mítico supremo, el regreso al útero, a la madre que es recipiente del mito, fecundada por el mito: Doloritas y las madres sustitutas, Eduviges, Damiana, Dorotea.
¿Hacia qué cosa nos conducen todas ellas junto con Juan Preciado? Hacia el portador del mito, el padre de la tribu, el ancestro maldito, Pedro Páramo, el fundador del Nuevo Mundo, el violador de las madres, el padre de todititos los hijos de la chingada. Sólo que este padre se niega a portar el mito. Y al hacerlo, traiciona a su prole, no puede hacerse cargo de «las palabras de la tribu».
El mito, indica Jung en sus Símbolos de transformación, es lo que es creído siempre, en todas partes y por todos. Por lo tanto, el hombre que cree que puede vivir sin el mito, o fuera de él, es una excepción. Es como un ser sin raíces, que carece de vínculo con el pasado, con la vida ancestral que sigue viviendo dentro de él, e incluso con la sociedad humana contemporánea.
Como Pedro Páramo en sus últimos años, viejo e inmóvil en un equipal junto a la puerta grande de la Media Luna, esperando a Susana San Juan como Heathcliff esperó a Catherine Earnshaw en las Cumbres borrascosas, pero separado radicalmente de ella porque Susana pertenece al mundo mítico de la locura, la infancia, el erotismo y la muerte y Pedro pertenece al mundo histórico del poder, la conquista física de las cosas, la estrategia maquiavélica para subyugar a las personas y asemejarlas a las cosas.
Este hombre fuera del mito, añade Jung, no vive en una casa como los demás hombres, sino que vive una vida propia, hundido en una manía subjetiva de su propia hechura, que él considera como una verdad recién descubierta. La verdad recién descubierta de Pedro Páramo es la muerte, su deseo de reunirse con Susana. «No tarda ya. No tarda. Ésta es mi muerte. Voy para allá. Ya voy.»
Muere una vez que ha dejado a Comala morirse, porque Comala convirtió en una feria la muerte de Susana San Juan:
—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre.
Y así lo hizo.
Al condenar a muerte a Comala y sentarse en un equipal a esperar la suya, Pedro Páramo aparece como ese hombre sin mito del cual habla Jung: por más que la haya sufrido y por más que la haya dado, es un recién venido al reino de la muerte, que es parte de la realidad de la psique.
El poder del padre está dañado porque no cree en el mito —no cree en el lenguaje— y cuando los descubre, es en el sueño de una mujer que no compartirá su sueño —es decir, su mito— con él.
Susana San Juan, en cambio, es protagonista de varios mitos entrecruzados: el del incesto con su padre Bartolomé, y el de la pareja idílica con su amante Florencio. Pero, al cabo, es portadora de uno que los resume todos: el del eterno presente de la muerte. Bartolomé, el otro padre, para poseer a su hija, mata a Florencio.
Privada de su amante, Susana decide privarse de su padre. Pedro Páramo se encarga de Bartolomé San Juan, lo asesina para recuperar a Susana, la niña amada, treinta años después, pero al hacerlo la pierde, porque la pérdida del padre significa, para Susana, precisamente lo que la presencia del padre significa para el pueblo: ley: protección: lenguaje.
Al perder a su padre, Susana pierde ley, protección y lenguaje: se hunde en el silencio, se vuelve loca, sólo participa de su propio monólogo verbal cerrado. Niega al padre. En seguida niega al padre religioso, el padre Rentería. En seguida niega a Dios Padre. ¿Cómo puede Susana San Juan, entonces, reconocer jamás al usurpador de la autoridad paterna, Pedro Páramo, si ha dejado de reconocer a Dios, fuente de la autoridad patriarcal?
Ésta es la realidad que Pedro Páramo no puede penetrar ni poseer y ni siquiera puede ser reconocido por Susana porque jamás puede entrar a su universo verbal, un mundo de silencio impenetrable para el poder de Pedro sobre la palabra: «¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber». Por una vez, el patriarca todopoderoso, el padre, el conquistador, es excluido. De manera que se cruza de brazos y deja que Comala se muera: Susana San Juan se le escapa, hasta en la muerte, a través de la misma muerte.
Enterrada en vida, habitante de un mundo que rechina, prisionera de «una sepultura de sábanas», Susana no hace ningún distingo entre lo que Pedro Páramo llamaría vida y lo que llamaría muerte: si ella tiene «la boca llena de tierra» es, al mismo tiempo, porque «tengo la boca llena de ti, de tu boca, Florencio».
Susana San Juan ama a un muerto: una muerta ama a un muerto. Y es ésta la puerta por donde Susana escapa al dominio de Pedro Páramo. Pues si el cacique tiene dominios, ella tiene demonios. Loco amor, lo llamaría Breton; loco amor de Pedro Páramo hacia Susana San Juan y loco amor de Susana San Juan hacia ese nombre de la muerte que es Florencio. Pero no loco amor de Susana y Pedro.
Por su clima y temperamento, Pedro Páramo es una novela que se parece a otra: Cumbres borrascosas de Emily Brontë. Es interesante compararlas porque ha habido una pugna necia en torno a la novela de Rulfo, una dicotomía que insiste en juzgarla sólo bajo la especie poética o sólo bajo la especie política, sin entender que la tensión de la novela está entre ambos polos, el mito y la épica, y entre dos duraciones: la duración de la pasión y la duración del interés.
Esto también es cierto de la obra de Emily Brontë, donde Heathcliff y Cathy pertenecen, simultáneamente y en tensión, a la duración pasional de la recuperación del paraíso erótico de la infancia y a la duración interesada de su posición social y su posesión monetaria. Georges Bataille ve en Cumbres borrascosas la historia de la ruptura de una unidad poética y en seguida la de una rebelión de los expulsados del reino original, de los malditos poseídos por el deseo de recrear el paraíso. En cambio, el crítico marxista Arnold Kettle ve en la obra la historia de una trasgresión revolucionaria de los valores morales de la burguesía mediante el empleo de las armas de la burguesía. Heathcliff humilla y arruina a los Lynton manipulando el dinero y la propiedad, los bienes raíces y las dotes matrimoniales.
Ambos tienen razón respecto a Brontë y la tendrían respecto a Rulfo. No son estas novelas reducibles. La diferencia entre ambas es más intensa y secreta. Heathcliff y Cathy están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que por más que degrade a la familia de Cathy y manipule y corrompa monetariamente a sus antiguos amos, el tiempo de la infancia compartida con Cathy —esa maravillosa instantaneidad— no regresará; Cathy también lo sabe y por ello, porque ella es Heathcliff, se adelanta a la única semejanza posible con la tierra perdida del instante: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff: éste es nuestro hogar verdadero; reúnete aquí conmigo.
Susana San Juan hace sola este viaje y por ello su destino es más terrible que el de Catherine Earnshaw. No comparte con Pedro Páramo ni la infancia ni el erotismo ni la pasión ni el interés. Pedro Páramo ama a una mujer radicalmente separada de él, a un fantasma que, como Cathy con respecto a Heathcliff en Cumbres borrascosas, le precede a la tumba pero sólo porque Susana ya estaba muerta y Pedro no lo sabía. Y sin embargo, Pedro la amó, Pedro la soñó y porque la soñó y la amó es un ser vulnerable, frágil, digno a su vez de amor, y no el cacique malvado, el villano de película mexicana, que pudo haber sido. Pedro le debe a Susana su herida; Susana le invita a reconocerse en la muerte.
La muerte, dice Bataille de Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado. Puesto que el regreso al tiempo instantáneo de la infancia es imposible, el loco amor sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte: un instante sin fin. El fin absoluto contiene en su abrazo todas las posibilidades del pasado, del presente y del futuro. La infancia y la muerte son los signos del instante. Y siendo instantáneos, sólo ellos pueden renunciar al cálculo del interés.
En la muerte, retrospectivamente, sucede la totalidad de Pedro Páramo. De allí la estructura paralela y contigua de las historias: cada una de ellas es como una tumba; más bien: es una tumba, crujiente, mojada y vecina de todas las demás. Aquí, completada su educación en la tierra, su educación para la muerte y el terror, acaso Juan Preciado alargue la mano y encuentre, él sí, ahora sí, su propia pasión, su propio amor, su propio reconocimiento. Acaso Juan Preciado, en el cementerio de Comala, acostado junto a ella, con ella, conozca y ame a Susana San Juan y sea amado por ella, como su padre quiso y no pudo. Y quizás por eso Juan Preciado se convierte en fantasma: para conocer y amar a Susana San Juan en la tumba. Para penetrar en la muerte a la mujer que el padre no pudo poseer. Para vivir el erotismo como una afirmación de la vida hasta la muerte.
Leer a Juan Rulfo es como recordar nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte, que así pasa a formar parte de nuestra memoria. Estamos entonces mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte, o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida: todo es vida.
Al situar a la muerte en la vida, en el presente y, simultáneamente, en el origen, Rulfo contribuye poderosamente a crear una novela hispanoamericana moderna, es decir, abierta, inconclusa, que rehúsa un acabamiento —un acabado técnico, inclusive— que la prive de su resquicio, su hoyo, su Eros y su Tánatos.
Literalmente, cada palabra debería ser final. Pero ésta es sólo su apariencia: de hecho, nunca hay última palabra, porque la novela existe gracias a una pluralidad de verdades: la verdad de la novela es siempre relativa. Su hogar, escribe Mijail Bajtin, es la conciencia individual, que por definición es parcial. Su gloria, recuerda Milan Kundera, es la de ser el paraíso transitorio en el que todos y cada uno tenemos el derecho de hablar y ser escuchados.
La novela es el instrumento del diálogo en este sentido profundo: no sólo el diálogo entre personajes, como lo entendió el realismo social y psicológico, sino el diálogo entre géneros, entre fuerzas sociales, entre lenguajes y entre tiempos históricos contiguos o alejados, como lo entendieron y entienden los generadores de la novela, Cervantes, Sterne y Diderot ayer, y Joyce, Kafka, Woolf, Broch y Faulkner en nuestro tiempo. Y Juan Rulfo.
Fuente: Editorial Alfaguara, año 2011.

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DEL CAMINAR SOBRE HIELO FRAGMENTO TEXTO WERNER HERZOG

  Werner Herzog (Munich, 1942) es realizador cinematográfico, guionista, productor, actor y escritor. I )irigió más de cincuenta películas, ...

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