domingo, 31 de enero de 2016

Leopoldo Lugones y los suyos: una tragedia argentina.


Leopoldo Lugones y los suyos: una tragedia argentina

Se cumplieron 140 años del nacimiento del poeta

Buscó ser “el poeta nacional”. En política, exaltó a los militares. Su hijo inventó la picana; su nieta, años después, la padeció. Por Gabriela Cabezón Cámara.


       
Gabriela Cabezón Cámara

" De oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente ” escribía Leopoldo Lugones en 1905, cuando ensayaba su propia épica, La guerra gaucha, un libro de cuentos modernista sobre la lucha por la Independencia protagonizado por esos hombres de tierra adentro cuya voz habían tomado sus antecesores, de Bartolomé Hidalgo a José Hernández, el siglo anterior. Cerca de sus centenarios, los países de Latinoamérica buscaban una identidad. Había que crearla y darle voz. Y justo cuando la región, y especialmente nuestro país, se veía sacudido por enormes oleadas migratorias.

La literatura era uno de los espacios de esa disputa simbólica, de la definición de ese ser; quién entraba, quién quedaba afuera, a quién le correspondían la gloria y las riquezas. A un siglo de la Independencia, la Nación y el Estado requerían un “poeta nacional”: a eso se abocó Leopoldo Lugones. Y le salió bien. Tramó su apellido con la historia de la literatura argentina. Y, más trágicamente, con la Historia argentina a secas.

Empecemos por lo primero y démosle la palabra a Borges, tan certero cuando opinaba sobre literatura: “Si tuviéramos que cifrar en un nombre todo el proceso de la literatura argentina (...) ese nombre sería indiscutiblemente Lugones. En su obra están nuestros ayeres, y el hoy y, tal vez, el mañana. Nuestro pasado está en El imperio jesuítico , en El payador y en la Historia de Sarmiento : el tiempo que fue suyo, el del Modernismo, en Las montañas del oro y en Los crepúsculos del jardín . El Lunario sentimental , que data de 1909, prefigura y supera todo lo que hicimos después. La obra de Martínez Estrada y la de Güiraldes son inconcebibles sin él. Tal es el lado positivo. El reverso fue su tendencia a encarar el ejercicio de la literatura como juego verbal, como un juego con todas las palabras del diccionario”.

Además de ensayar la propia épica Lugones (Córdoba, 13 de junio de 1874) consagró a Martín Fierro como la épica nacional. Epopeya, decía él, para precisar sus intenciones: definir a Fierro como un héroe arquetípico que representaba los valores de la nación. Qué valores serían esos, leyendo hoy a Fierro, ese gaucho llorón y asesino porque sí un par de veces, sería tema de larga discusión. Lugones eligió, frente a los millones de inmigrantes, hacer del gaucho el arquetipo nacional. Y darle un lugar central a Hernández. Por ese entonces no era casi naturaleza considerar al Fierro el clásico nacional.

No se quedó ahí Lugones: se entregó en cuerpo y alma a la política y es eso lo que más se recuerda de él; no tanto su etapa socialista como la fascista. En el infausto discurso de Ayacucho, sí, el de “la hora de la espada”, dijo cosas como esta: “El ejército es la última aristocracia, vale decir la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica.” No habrá sido lo decisivo, pero los militares tuvieron quien les cantara. Este llamado fue en Perú, en 1924. A partir de entonces, Lugones empezó a quedarse solo, no eran muchos los que compartían su pasión por los uniformados. Y llega la hora de hablar de su familia y de recomendar un libro recién editado por De la Flor: Cuervos de la memoria. Los Lugones, luz y tinieblas, de Tabita Peralta Lugones, bisnieta del escritor.

Ese mismo año, el del discurso, su hijo, también llamado Leopoldo pero más conocido como “Polo” había sido condenado a diez años de prisión por violar y torturar a chicos del instituto de menores del que estaba a cargo. Lugones se arrodilló ante Yrigoyen para pedirle que cancelara la condena “por el buen nombre de la familia”. El radical le dio el gusto. Polo era temible desde su adolescencia: lo encontraron violando gallinas que ahorcaba cuando estaba llegando al orgasmo. Ya mayorcito, cuando fue comisario, introdujo la picana como elemento de tortura. Su hija Pirí la padecería años más tarde, de la mano de los militares que su abuelo consideraba “la última aristocracia”. Su padre, El Poeta, llegaría, años después, a llamarlo “esbirro”.

Fue así: en 1926, Lugones, que se jactaba de ser “el hombre más fiel de Buenos Aires”, se enamoró de una estudiante que lo visitó en la Biblioteca del Maestro y le pidió un ejemplar de Lunario Sentimental. El romance duró seis años y conocemos detalles porque ella guardó sus cartas, salpicadas de sangre y semen porque al escritor no le alcanzaban las palabras para dar cuenta de su pasión, hasta su muerte en 1981. Se hizo enterrar con un peluche que él le había regalado cinco décadas antes. Se separaron en 1932: Polo, ya todopoderoso policía, hizo espiar al padre, descubrió la relación, fue a la casa de ella y la amenazó con encerrar al escritor en un manicomio si ella no interrumpía el romance.

Tal vez fue eso, tal vez la decepción que le produjo la dictadura de Uriburu; lo concreto es que en 1938, Lugones se fue de la Biblioteca al Tigre. Paró en una farmacia, compró arsénico, se tomó una lancha colectiva hasta el Paraná, alquiló una habitación en El Tropezón, pidió un whisky, que no lo molestaran e inauguró una tradición de suicidios en su familia. Lo último que lo vieron hacer vivo fue romper una botellita de vidrio contra un escalón. Horas después, lo encontraron muerto, retorcido en el suelo, lejos de la cama. De los motivos nada dijo: apenas dejó escrito “No puedo concluir la Historia de Roca. ¡Basta! Pido que me sepulten en la tierra, sin cajón y sin ningún tipo de nombre. Prohíbo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos”.

Al suicidio del padre siguió el del hijo. Ya retirado, devenido albacea de la obra paterna, Polo vivió encerrado, temiendo venganzas, en una casa en Villa Devoto. Su segunda mujer –la primera, Carmela, lo dejó, harta de su sadismo– estaba muriendo. No soportó la soledad: en 1971 se voló la cabeza. Por las dudas, había cerrado todo y abierto el gas de estufas y cocina.

Hacía muchos años que su hija Pirí había dejado de verlo. Le había tocado, cuando era una nena de diez años, leer una nota sobre su padre, “el torturador”. Supo que era cierto y se apartó de él tanto como pudo.

Pirí volvió a llevar el apellido Lugones a la cultura: mujer de su tiempo y editora, fue una de las protagonistas del gran mundo editorial y cultural argentino de los 60. En los 70 tampoco se le achicó a su tiempo y su tiempo le dio un gran amor pero dolores de esos que rozan con lo inefable. Su hijo Alejandro, a los 21 años, se suicidó, como su abuelo y su bisabuelo. Su último gran amor fue secuestrado y desaparecido por la dictadura. Ella misma, militante de Montoneros, fue desaparecida, torturada y asesinada por los militares que su abuelo había llamado en Ayacucho.

Fuente:
http://www.clarin.com/sociedad/Leopoldo-Lugones-tragedia-argentina_0_1156684457.html

sábado, 30 de enero de 2016

Ngaio Marsh.

Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
Ngaio Marsh. Escritora neozelandesa de novelas policiacas. Nació en Christchurch y estudió en el St. Margaret College y en la Escuela de Arte de la Universidad Christchurch. Al principio quiso ser pintora, pero escribió un `terrible drama romántico` y se lo dio a leer al director de una compañía de teatro itinerante en la que actuó durante dos años.
Después dirigió un negocio de decoración en Londres, aprovechando sus ratos libres para escribir, por diversión, su primera novela.
En 1932 tuvo que regresar a Nueva Zelanda y dejó el manuscrito en manos de un agente literario que, para su sorpresa, lo publicó en 1934 con el título de Un hombre muerto.

Escribió 30 novelas, entre ellas Artistas del crimen (1938), Empacho de lampreas (1941), Muerte en la lana (1945), Telón final (1947), Falso olor (1959), El delfín asesino (1966), La última zanja (1978) y Photo Finish (1980), su último libro. Además escribió seis obras de teatro, una autobiografía, Haya y néctar de plantas (1965), y varios ensayos literarios. Desempeñó un papel importante en el renacimiento del teatro en Nueva Zelanda como directora, tanto de teatro profesional como aficionado, y representó varias obras de Shakespeare al tiempo que dirigía el British Theatre Guild, trabajo por el que se le concedió el título de Dama del Imperio Británico en 1966. Roderick Alleyn, el protagonista culto de sus novelas, y la autenticidad de sus ambientes, merecieron los elogios de la crítica, así como la lealtad de un considerable número de lectores. Por la cantidad, calidad y popularidad de sus novelas, está considerada como la segunda escritora de novela policiaca después de Agatha Christie.
La calidad literaria de su obra fue reconocida en una época en que la literatura criminal estaba desprestigiada como un género simplemente populista.

***
En la fiesta de la casa de campo de Sir Hubert Handesley, cinco personas se han dado cita para el llamativo juego de salón `Murder`. Los invitados incluyen a la sobrina de Sir Hubert (Angela North), Charles Rankin (un varón de 46 o 47 años que venía de la ciudad), Nigel Bathgate (primo de Charles y un reportero de chismes), Rosamund Grant, y el señor Arthur Wilde y su esposa. También asisten un experto en arte y un mayordomo ruso. A diferencia de las novelas posteriores, esta novela se centra más en Nigel Bathgate y en menor medida en Alley. Durante el juego de detectives, uno de los invitados se selecciona en secreto para ser el asesino, con una víctima de su propia elección. En el momento de la elección del asesino, él golpea a la víctima en el hombro, lo que indica que `Tú eres el cadáver`. En ese momento, las luces se apagan, suena un gong, y entonces todo el mundo se junta para determinar quién lo hizo. Todo está destinado a ser divertido y alegre, excepto que en este caso el cadáver es de verdad. Nadie se ríe cuando las luces se encienden y aparece un cadáver real, el guapo y misterioso Charles Rankin. El Inspector Roderick Alley de Scotland Yard llega para encontrar una colección completa de coartadas, un mayordomo que falta, y un intrincado rompecabezas de traición y sedición en la búsqueda de la clave en este juego mortal. En esta novela Ngaio Marsh presenta por primera vez al protagonista de sus novelas el inspector de Scotland Yard, Roderick Alley.

Fuente: Biblioteca de oro. Año 1960.

jueves, 28 de enero de 2016

Cornell Woolrich. Novela: La ventana indiscreta.

Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.
El derroche sin límites de talento, ingenio y técnica narrativa de que hace gala Cornell Woolrich (también conocido por su seudónimo William Irish) en los ocho relatos que componen el presente volumen, convierten a este autor norteamericano en uno de los maestros indiscutibles del género policial. El mayor hallazgo de Woolrich (1903-1968) consiste en plantear una serie de problemas cotidianos y cercanos al lector y llevar su solución al extremo con la misma naturalidad con la que se propondría otra salida más plausible. Así encontramos relatos como “Proyecto de asesinato”, “Cocaína”, o el famoso “La ventana indiscreta” —llevado al cine por el genial Alfred Hitchcock—, que son verdaderas joyas del suspense, además de tres muestras definitivas de cómo a partir de un suceso aparentemente sin importancia se llega a una solución dramática marcada por la muerte y el crimen.
La maestría en la utilización del diálogo, la inspirada elección de los escenarios y la meticulosa descripción psicológica de los personajes convierten esta selección de relatos en una obra imprescindible no sólo para los amantes del género policial, sino para todos aquellos lectores dispuestos a dejarse atrapar por la buena literatura.

 
Cornell Woolrich

La ventana indiscreta

y otros relatos



 Título original: Rear Window (1942), Intent to Kill (1967), The Ear Ring (1943), Through a Dead Man’s Eye (1939), Cocaine (1940), If the Dead could talk (1943), Eyes that Watch you (1952), The Corpse in the Statue of Liberty (1935)
Cornell Woolrich, 1935
Traducción: Jacinto León

 INTRODUCCIÓN

Cien años del rey del suspense


José María Guelbenzu

Cornell Woolrich, también conocido como William Irish, es considerado como el mejor escritor de un género en el que confluyen la novela policiaca y el thriller. Uno de los aciertos del escritor neoyorquino fue el de contar la historia desde el punto de vista de la víctima, de alguien corriente en manos del azar. ¿Una prueba? La ventana indiscreta.
Cornell Woolrich comenzó a publicar sus novelas y relatos de misterio en 1934, pero hasta el año 1942 no utilizó el nombre de William Irish: fue con su legendaria La mujer fantasma. Se le conoció con el sobrenombre de El Rey del Suspense y ciertamente lo fue, el mejor escritor de suspense que ha habido nunca. Es autor de relatos y novelas maestras tales como No quisiera estar en sus zapatos, Lo que la noche revela. La novia vestía de negro, Marihuana o Me casé con un muerto, entre otras muchas. Era un hombre retraído, solitario, afectado de una relación amor-odio con su madre, que acabó viviendo en un hotel sus últimos años, alcoholizado, célebre y huraño. Nació en 1903 y murió en 1968.
Bien podríamos decir que el punto de intersección entre la novela policiaca y el thriller es la obra de William Irish. En ella encontramos la clásica tradición de lo que se conoce como novela-problema perfectamente integrada en los espacios cotidianos, sórdidos y crueles de las calles de la ciudad. El modo de operar de Irish se apoya en unos puntos bien definidos. El primero de ellos fue la ingeniosa decisión de colocarse en el lugar de la víctima; buena parte de sus narraciones están contadas desde el punto de vista de la victima y ahí es donde sustenta la eficiencia de la intriga. El segundo es el tiempo, empleado de dos maneras diferentes: de acuerdo con la ansiedad interna de la víctima, de una parte, y como elemento exterior a ella en forma de amenaza (el tiempo se acaba), de la otra. El tercer punto de apoyo es decisivo: el uso del azar como motor de la historia. Los personajes de Irish, personajes corrientes, gente de la masa anónima de la ciudad, son víctimas de un azar; nada en su vida les hace merecedores de lo que les ocurre sino que se encuentran a merced de una situación azarosa que da un vuelco a su existencia y la amenaza decisivamente; son víctimas vulgares y anónimas, víctimas de una situación límite cuya linde traspasan por obnubilación, credulidad, ingenuidad, inconsciencia o necesidad imperiosa. No son gente importante, a veces son policías, otras profesionales de medio pelo, otras parados o gente reducida a la miseria por la Gran Depresión…, hay corruptos, tipos codiciosos, gánsteres y traficantes, pero en su mayor parte son buena gente alcanzada por el temblor de la desgracia, por estar en el peor momento donde no tenían que haber estado, por “pasar por allí” o permanecer desvelados mientras los demás duermen…
Tras el azar hay una concepción fatídica del mundo que pertenece al propio Irish y a sus angustias y dolores terrenos. Es la concepción de la existencia como un Absoluto, donde vivir consiste en no ser visto por el ojo de la Desgracia, que destruye absolutamente. Ese ojo selecciona caprichosa y desapasionadamente a sus víctimas; la pasión aparece cuando la víctima es alcanzada y trata de escapar a su destino. Se diría que el mundo es una caravana de pequeños hombres y mujeres que atraviesa un territorio llamado la vida y que, de cuando en cuando, son agredidos por una amenaza exterior que, como un monstruo surgido de la nada, atrapa a uno de ellos y se lo lleva con él para devorarlo en su guarida, lejos de los demás. Probablemente, la neurosis, la soledad, el amor malamente correspondido, el peso de la madre… están detrás de este escenario, pero también lo está la América de la Gran Depresión y sus secuelas, pues en los relatos de Irish no hay sólo una intriga impactante sino unas historias perfectamente encajadas en la sociedad de la que surgen.
Pero ¿cuál es el secreto de esa increíble tensión que es capaz de generar en el lector? Antes lo he insinuado; en primer lugar, la búsqueda de la complicidad con la víctima, que alcanza al lector invariablemente. La segunda… la segunda es una escritura prodigiosa en su emocionalidad expresiva, emoción que se sustenta en el transcurso del tiempo, lo mide el ritmo de esa escritura y el tiempo es el tiempo que se agota, la espada que pende sobre las cabezas de sus desdichados o afortunados héroes anónimos.
La ventana indiscreta es el más famoso y perfecto de los relatos que contiene este volumen. En conjunto es una selección correcta y equilibrada que, al ser volumen único, debió buscar piezas mejores, porque no es fácil encontrar hoy sus obras maestras. Pero está Irish en estado puro: desde el suspense admirable de La ventana —comparen con Hitchcock y verán dos personalidades— hasta el azar de El pendiente, la ansiedad de Proyecto de asesinato, el tiempo enemigo de Cocaína o la intriga jovial y bien medida de La Libertad iluminando a la muerte.

  NOTA DEL EDITOR

Cornell Woolrich nació en 1903 en Nueva York, ciudad en la que residió la mayor parte de su vida. Desde muy temprano mostró un talento especial para la escritura, lo que hizo que abandonara sus estudios superiores para dedicarse de lleno a su gran pasión, la literatura de suspense. Durante cierto tiempo trabajó en Hollywood realizando adaptaciones de guiones, pero pronto regresó a Nueva York, donde siguió escribiendo cuentos y novelas. En poco más de diez años, de 1934 a 1946, Woolrich publicó más de trescientos cincuenta relatos en diferentes periódicos y revistas estadounidenses, sin renunciar a escribir obras más largas como La novia iba de negro (1940) o El plazo expira al amanecer (1944). Esta última apareció bajo el seudónimo de William Irish, nombre que utilizó para firmar una parte importante de su obra. Alcanzó gran popularidad en Estados Unidos, donde se le llegó a considerar el Allan Poe moderno, y fue una fuente inagotable para guionistas y directores de cine de primera fila como Alfred Hithcock, que llevó al cine, con gran éxito, el relato titulado «La ventana indiscreta», Jacques Tourneur, François Truffaut y otros. Desde 1957 hasta su muerte, once años después, vivió recluido en una habitación de un hotel neoyorquino. Acabó sus días enfermo y alcohólico, amputado de una pierna gangrenada, en una silla de ruedas y negándose a ver a sus pocos amigos. Falleció en septiembre de 1968.
Cornell Woolrich fue el verdadero creador del suspense en literatura e introdujo una nueva vertiente en la novela negra norteamericana. Conocedor como pocos del ritmo narrativo y de los entresijos psicológicos del individuo, Woolrich consigue crear una tensión incomparable en la narración. Los relatos que componen el presente volumen muestran un derroche ilimitado de imaginación y una técnica narrativa impecable. La meticulosa descripción de los mecanismos internos de los personajes, la inspirada elección de los escenarios y la maestría en la utilización de los diálogos, los convierten en ocho joyas de la literatura policíaca de todos los tiempos. Quizá el mayor hallazgo de Woolrich consiste en plantear una serie de problemas cotidianos, fácilmente comprensibles para el lector (la ruptura de un matrimonio, la falta de expectativas profesionales de un policía, el aburrimiento de un hombre que intenta entretenerse observando desde una ventana los movimientos de sus vecinos…), y llevar su solución al extremo —casi siempre el asesinato— con la misma naturalidad con la que se propondría una salida más plausible. Todos sus relatos se caracterizan por la atmósfera asfixiante que se apodera de los personajes, que acaban siendo presas de un mecanismo de irremediable fatalidad del que no logran escapar más que en último momento. En esta selección hemos reunido aquellos cuentos que, a nuestro entender, constituyen algunas de las piezas más emocionantes de la literatura policial; clásicos del suspense como «La ventana indiscreta» o «Proyecto de asesinato» se combinan con narraciones donde la peripecia argumental va salpicada de unas dosis de humor y de ironía verdaderamente inteligentes, como ocurre en «Cocaína», «El pendiente» o «La libertad iluminando a la muerte».
Los relatos de Cornell Woolrich llevaban años agotados en nuestro país y era imposible encontrar una selección de los mismos en una edición asequible que respondiera a las expectativas del lector. Por ello, en la colección Línea de sombra nos hemos propuesto devolver a este autor imprescindible al lugar de honor que le corresponde dentro del género policial. Hemos utilizado la traducción que realizó Jacinto León en 1961 para la editorial Acervo, que publicó sus Obras escogidas en diferentes volúmenes, si bien hemos efectuado algunas modificaciones y actualizaciones con el fin de acercar al lector contemporáneo estas ocho piezas clave de la literatura de suspense.

  LA VENTANA INDISCRETA

No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo, hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades cotidianas y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.
Evidentemente, no resultaba muy discreto por mi parte, e incluso hubieran podido acusarme de espionaje. Pero yo no era del todo responsable, no podía comportarme de otro modo por la sencilla razón de que en aquella época estaba inmovilizado. Trasladarme del lecho a la ventana y de la ventana al lecho era casi lo único que podía hacer. Y, a causa del calor que entonces reinaba, lo que más me atraía de la habitación era, sin la menor duda, su amplio ventanal. Por la noche, como no tenía persianas, debía quedarme a oscuras para escapar a los ataques de los insectos. No había ni que pensar en dormir, porque, acostumbrado a hacer mucho ejercicio, mi forzada inactividad me privó del sueño. En cuanto a buscar un refugio a mi tedio en la lectura, me hubiese resultado muy difícil, puesto que jamás me sentí atraído por esta clase de entretenimientos. Por tanto, ¿qué hacer en esta situación? ¿Podía quedarme allí, inmóvil, con los ojos siempre cerrados?
He aquí por qué, con el único fin de matar el tiempo, me entretenía observando a mis vecinos. Justo enfrente de mí, en un edificio de ventanas cuadradas que se hallaba al otro lado del patio se alojaba una joven pareja de recién casados: creo que ambos habrían preferido morir antes que quedarse en casa una vez anochecido. ¿Adónde iban? Lo ignoraba, pero tenían tanta prisa por salir que invariablemente olvidaban apagar la luz antes de marcharse. Ni una sola vez, estoy bien seguro, ocurrió de otro modo. A decir verdad, no es que lo olvidaran por completo. Era tan sólo que no lo recordaban hasta al cabo de un momento e, invariablemente también, veía al marido regresar a todo correr cuando debían de estar ya en el extremo de la calle, y precipitarse hacia su casa para apagar las luces. Tras lo cual, siempre tropezaba en la oscuridad al salir. Desde luego, aquella pareja resultaba muy divertida.
A causa de la perspectiva, las ventanas del edificio contiguo me resultaban algo estrechas. Había allí una luz que cada noche veía apagarse regularmente. Y siempre esto me inspiraba una vaga sensación de tristeza. Se alojaba allí una mujer, supongo que viuda, joven, que vivía sola con su hijo. Yo la veía acostar al niño, tras lo cual se inclinaba hacia él con gran ternura para darle un beso. Luego, ella se sentaba algo más lejos para maquillarse y, cuando había concluido su toilette, se iba a pasar la noche fuera, pues no regresaba hasta poco antes del alba. En las ocasiones en que mi insomnio se agudizaba, la veía a esas horas, abatida sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Había en su actitud algo que me entristecía.
El tercer edificio lo veía muy mal a causa de su emplazamiento, apenas distinguía nada de lo que pasaba entre sus muros, pues las ventanas me daban la impresión de ser tan estrechas como aspilleras de una fortaleza medieval. Por el contrario, el que le seguía se hallaba situado en ángulo recto en relación a los precedentes y al mío, ya que cerraba el otro lado del cuadrado que formaban el total de las casas vistas por detrás y se ofrecía a mi vista igual que el que se alzaba a continuación del mío. A través de mi ventana, veía lo que ocurría en el interior con tanta claridad como si estuviera contemplando una casa de muñecas de la que hubiesen retirado una de las paredes, y más o menos del mismo tamaño.
Era un edificio totalmente alquilado por apartamentos. Pero, a diferencia de los otros, fue construido ya con este propósito, y no dividido después para formarlos. Tenía, además, dos pisos más que los otros y, también, escalera de incendio. Pero se trataba de un edificio antiguo que no debía rentar mucho y que iban a modernizar. No obstante, el propietario estaba decidido a perder lo menos posible en el curso de esta operación, puesto que realizaban las obras piso por piso, comenzando por los más altos, con lo que se evitaba el inconveniente de tener que despedir a todos los inquilinos del bloque. Habían ya concluido las obras en el sexto piso, pero este apartamento aún no se había alquilado. En el quinto comenzaban entonces, con lo cual volvía a interrumpirse la paz de del vecindario por el ruido que hacían los obreros. Yo compadecía sinceramente al desgraciado matrimonio que se alojaba debajo, preguntándome cómo esa pobre gente podía soportar el escándalo de los martillos y de las sierras que constantemente se movían sobre sus cabezas, y sobre todo teniendo en cuenta que la mujer debía de estar enferma, a juzgar por su deambular de una habitación a otra, vestida tan sólo con un salto de cama. Y pronto les iba a llegar el turno de cederle su sitio a los operarios.
Con frecuencia, veía a la mujer ante la ventana con la cabeza apoyada en una mano, y me preguntaba por qué no llamaban a un médico. Pero quizá no dispusieran de medios para pagar la visita; tenía la impresión de que el marido estaba sin trabajo. Con frecuencia la luz de la habitación permanecía encendida detrás de la persiana bajada, y yo pensaba que ella se encontraría mal y él la velaba.
Una vez, debió de permanecer a su lado, velándola hasta el alba, pues la luz estuvo encendida toda la noche. No es que me dedicara a espiar lo que hacían, pero cuando decidí acostarme, hacia las tres de la madrugada, para ver si conseguía dormir un poco, continuaba brillando, y cuando me levanté al amanecer, pues me fue imposible pegar ojo, pude aún distinguirla, a través de la persiana, pese a la claridad que iba en aumento. Tras un largo intervalo se apagó, pero la persiana no fue alzada. A los pocos minutos vi elevarse la de la otra habitación.
Al fin el hombre se acercó para mirar al exterior. Estaba fumando, pues si bien no podía distinguir el cigarrillo que sostenía entre los dedos, me fue fácil adivinarlo porque, de cuando en cuando, se llevaba la mano a la boca, y también por la nubecilla de humo que se iba formando en torno a su cabeza. Sin duda, se atormentaba a causa de su esposa, lo cual era muy natural, pues a cualquier marido le habría sucedido lo mismo. Probablemente ella acababa de adormercerse después de una noche de sufrimientos y, en el plazo de una hora, los obreros comenzarían de nuevo el horrible estruendo. Evidentemente, esto no me atañía en lo más mínimo, pero pensé que él debería evitar aquella situación. Por lo que a mí respecta, si hubiera tenido a una mujer enferma a mi cuidado…
El hombre en cuestión se hallaba inclinado hacia fuera de su ventana e inspeccionaba con atención las casas alineadas en torno al espacio rectangular que ante él se abría. Incluso de lejos, se puede saber si una persona está mirando fijamente una cosa sólo por su modo de colocar la cabeza.
Era evidente que no fijaba su atención en un único punto, sino que iba pasando revista a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Y yo sabía que cuando hubiera llegado al final, dirigiría su mirada sobre la hilera en la que figuraba la mía. Por tanto, tomé la precaución de retirarme un poco, porque, al descubrirme, imaginaría que intentaba espiar lo que estaba haciendo. La penumbra azul que extendía por mi habitación la lamparilla de noche le impediría advertir mi presencia.
Cuando, minutos después, volví al puesto que ocupaba antes, él ya no se encontraba allí. Había alzado las persianas de las otras dos ventanas, pero la del dormitorio permanecía bajada. No podía explicarme por qué razón realizó aquella inspección a las casas vecinas, puesto que a tal hora de la mañana no iba a encontrar en las ventanas a nadie que le interesara. Pero después de todo, esto no tenía ninguna importancia. Unicamente resultó un poco extraño, porque no concordaba con la preocupación que parecía tener por su esposa.
Cuando algo nos ofusca o nos obsesiona, la mirada se pierde en el vacío. Si, por el contrario, nuestros ojos examinan con atención lo que nos rodea, es señal de que nos interesan los demás y de que tenemos preocupaciones exteriores. Ambas cosas no pueden ir juntas. Pero era preciso estar reducido a una inactividad tan completa como la mía para fijarse en esos nimios detalles.
A partir de aquel momento, y a juzgar por las ventanas, en el apartamento en cuestión no hubo movimiento. Sin duda, el hombre había salido o acabó por irse a dormir a su vez. Tres de las persianas estaban alzadas; tan sólo la del dormitorio permanecía cerrada.
Poco después, mi criado, Sam, me trajo el desayuno y el periódico y, disponiendo así de material para matar el tiempo durante mucho rato, dejaron de interesarme por completo las ventanas de mis vecinos.
El sol bañaba durante toda la mañana uno de los costados del vasto rectángulo que constituía el patio, pasaba después al otro lado y hasta última hora de la tarde iba reduciéndose al rincón. La noche estaba cayendo…, ya había pasado otro día… Una a una las luces se encendían en torno mío. De aquí y de allí, los muros me enviaban el eco de emisiones de radio por un momento demasiado intensas, y, prestando atención, percibía a veces, a lo lejos, algún ruido de vajilla. Todo esto se repetía a diario y me hacía pensar que aquellas personas, creyendo que se comportaban libremente, eran en realidad prisioneras de sus hábitos, observados por ellas con más rigor de lo que pudiera hacerlo el peor de los carceleros. Todas las noches, mis dos tortolitos ansiosos de diversiones salían olvidando apagar las luces; el marido regresaba a paso gimnástico para reparar la omisión y ya no los volvía a ver hasta la mañana siguiente. Por su parte, también todas las noches la mujer solitaria acostaba tristemente a su hijo en la cunita y luego se sentaba con aire abatido, en el mismo sitio, para maquillarse.
Aquel día, cuando llegó la noche, tres de las persianas del apartamento del quinto piso, situado en ángulo recto con relación al mío, seguían alzadas, mientras que la cuarta había permanecido echada durante toda la jornada. No me di cuenta hasta entonces porque antes no les había prestado atención. Sin duda, miré hacia allí alguna vez, pero debía de estar pensando en otra cosa y me pasó por alto esta alteración del programa acostumbrado.
Sólo me di cuenta cuando se encendió la luz en la habitación donde estaba situada la cocina. Esto me hizo pensar en otra cosa en la que tampoco había reparado hasta entonces: no había visto a la enferma en todo el día.
En aquel instante, el marido, a quien no veía desde la mañana, hizo su aparición. Le observé, en efecto, mientras franqueaba la puerta del apartamento situada al otro extremo de la cocina, frente a la ventana, y, como llevaba puesto el sombrero, deduje que volvía de la calle. Por otra parte, me sorprendió que no se tomara el trabajo de descubrirse. Como si ya no tuviera necesidad de hacerlo por estar solo, se limitó a echárselo hacia atrás con la mano, pero de un modo que no indicaba que quisiera quitárselo, puesto que lo alzó verticalmente. Era, por tanto, un ademán que más bien indicaba laxitud o perplejidad.
La mujer no salió a recibirlo. Por primera vez, la cadena de esta rutina diaria, de la que hablaba hace poco, acababa de romperse.
La pobre enferma, tendida en su lecho de dolor, que envolvía las sombras del dormitorio, debía de sentirse incapaz de levantarse. Sin embargo, pude comprobar que el marido, en lugar de ir a su encuentro, se quedaba en la cocina, cuando tan sólo dos habitaciones lo separaban de aquella en la que su esposa reposaba; y fui pasando de la espera a la sorpresa y de la sorpresa al estupor más vivo. ¿Por qué no iba a su lado? ¿Por qué ni siquiera entreabría la puerta de su dormitorio para ver en qué estado se encontraba?
«¿Quizá duerme y teme despertarla?», pensé. Pero enseguida me dije: «No, es imposible. Acaba de llegar. ¿Cómo puede saber si duerme o no?».
Cruzó la cocina para asomarse a la ventana, como lo hiciera por la mañana antes de salir. Sam se había llevado la bandeja unos minutos antes y aún no se había encendido la luz de mi casa. Me quedé donde estaba, sabiendo que no me podría ver en la oscuridad de mi ventana.
Durante mucho tiempo siguió inmóvil, con los ojos bajos, en una actitud que, esta vez, denotaba hallarse sumergido en pensamientos de orden personal.
«Se atormenta a causa de ella —me dije—, y es muy natural. ¿A quién no le ocurriría lo mismo en su lugar? A pesar de todo, es curioso que la deje sola en la oscuridad, sin procurar atenderla. Si está preocupado por su salud, ¿por qué no ha ido a verla al llegar?».
Una vez más, no llegaba a conciliar el interés que por la mañana pareció demostrar acerca de lo que ocurría en el exterior con el aire absorto y ensimismado que ahora mostraba.
De pronto, mientras procuraba buscarle una explicación a esta anomalía, se repitió la escena que vi desarrollarse al amanecer.
Como obedeciendo a un impulso repentino, alzó vivamente la cabeza y, de nuevo, tal como lo hiciera al comenzar el día, fue examinando con atención las fachadas de todas las casas que ante él se encontraban. Aunque en aquel momento tenía la cara en sombras, por hallarse de espaldas a la luz, yo lo veía con la suficiente claridad para darme cuenta de que iba volviéndose imperceptiblemente para poder seguir la inspección circular de los alrededores. Por tanto, me guardé mucho de hacer el menor movimiento, comprendiendo que si cambiaba de sitio en el instante en que fijara la mirada sobre mi casa atraería su atención.
«¿Por qué le interesan tanto las ventanas de los vecinos?», me dije. Y, mientras dejaba esta pregunta en busca de otras, me hice la siguiente reflexión: «Cuidado que tiene gracia que tú digas eso. ¿Qué es lo que estás haciendo ahora?».
Era cierto y, sin embargo, existía una diferencia capital entre los dos: yo no tenía ninguna razón para inquietarme, mientras él parecía extraordinariamente preocupado.
A los pocos minutos, empezó a bajar las persianas, dejando, sin embargo, filtrar el necesario resplandor para indicarme que la luz seguía encendida tras ellas. Por el contrario, la oscuridad más completa reinaba en la habitación que durante todo el día permaneciera cerrada.
Transcurrió un cuarto de hora —o tal vez veinticinco minutos—. Un grillo comenzó a cantar en alguna parte del patio. Sam vino a preguntarme si quería algo y si se podía marchar. Le respondí que no necesitaba nada, y le di permiso para que se fuera. Pero en lugar de irse, siguió allí, con expresión meditabunda, al tiempo que movía la cabeza con aire preocupado.
—Bueno, Sam, ¿qué le pasa? —indagué.
—¿Sabe usted lo que quiere decir eso? —repuso—. Mi vieja madre me lo explicó y nunca me ha mentido. Todo lo que afirma es tan seguro como que uno y uno son dos, y siempre acaba por cumplirse.
—¿A qué se refiere? ¿Al grillo?
—Cada vez que uno canta, alguien muere en las cercanías.
Se cerró la puerta tras él, y quedé solo en las tinieblas.
La noche era sofocante, mucho más que la anterior. Incluso cerca de la ventana me resultaba difícil respirar y me pregunté cómo aquel hombre podía resistir las persianas bajadas.
De súbito, en el momento preciso en que las vagas hipótesis que estuve concibiendo acerca de todo aquello iban a cristalizar de algún modo en mi ánimo y a convertirse, poco a poco, en una especie de sospecha, las persianas se alzaron y mis elucubraciones, todavía inconsistentes, se volatilizaron antes de tener tiempo de tomar cuerpo.
Aquel hombre se encontraba entonces en la ventana del centro, la correspondiente a la sala de estar. Se había quitado la chaqueta y la camisa; no le cubría más que una camiseta de punto que dejaba los brazos al aire. Por lo visto, ocurría tal como yo imaginé: tampoco él podía soportarlo: el calor era excesivo.
De momento, no vi muy bien lo que estaba haciendo. Parecía moverse perpendicularmente, de arriba abajo, siempre en el mismo lugar, ocultándose a mi vista al agacharse hacia delante y reapareciendo a intervalos irregulares al ponerse en pie de nuevo. De no ser por la falta de ritmo, hubiera creído que realizaba ejercicios gimnásticos. A veces, permanecía mucho rato doblado sobre sí mismo; otras, se alzaba bruscamente, y otras descendía hasta el suelo en dos o tres tiempos.
De la ventana le separaba algo negro, abierto en forma de V. No tenía la menor idea de lo que podía ser, porque tan sólo una parte se destacaba por encima del marco de madera que limitaba mi campo visual. Seguro de no haberlo visto antes, no conseguía comprender de qué se trataba.
De pronto, aquel hombre rodeó el objeto desconocido y, retrocediendo unos pasos, se agachó una vez más para levantarse después con una brazada de retales multicolores. Por lo menos, esa impresión daba desde lejos. Luego volvió a la V y los fue dejando caer en ella; tras lo cual se inclinó otra vez hacia delante y, permaneciendo largo tiempo en esta posición, se ocultó a mi vista.
Los retales que iba metiendo en la V cambiaban de color a cada momento. Tengo una vista excelente y pude comprobar que primero eran blancos, luego rojos y después azules.
Al fin, a fuerza de fijarme, comprendí de qué se trataba. Aquellos retales coloreados eran ropas de mujer. Cuando hubo cogido el último, aquel hombre, cerrando las manos en los extremos de la V, con un esfuerzo, la sacudió. El objeto, plegándose bruscamente, tomó la forma de un cubo. Un instante después vi al hombre moverse a derecha e izquierda mientras empujaba el cubo, hasta desaparecer de mi vista.
Estaba claro como el día: había colocado las prendas de su esposa en un enorme baúl.
Minutos después volví a verle por la ventana de la cocina. Primero estaba inmóvil, y luego se pasó varias veces el brazo por la frente, como hacen los operarios para librarse del sudor. Sin duda, debía de ser una tarea muy penosa en una noche como aquella. A continuación, se alzó sobre la punta de los pies para tomar algo situado en la pared; no me costó un gran esfuerzo de imaginación comprender que era una botella colocada en un estante.
Cuando después le vi pasarse dos o tres veces la mano por la boca, me dije, indulgente:
«Sí, un buen trago se impone tras un trabajo como ése: sólo uno entre diez hombres se abstendrían de imitarle después de realizar semejante esfuerzo; y de no hacerlo el décimo, sería seguramente porque no tenía nada que beber».
Regresó a la ventana, pero quedó a un lado, de modo que sólo presentaba al exterior una mínima parte de la cabeza y de un hombro. Volvió a examinar las hileras de ventanas que se alineaban ante él, la mayor parte de las cuales estaban a oscuras. Su inspección comenzaba invariablemente por la izquierda y continuaba en forma circular hacia la derecha.
Era la segunda vez que se lo veía hacer en la misma noche, y contando la de la mañana sumaban un total de tres. Incluso podía creerse que no tenía la conciencia tranquila. Pero, lo más probable es que estuviera excediéndome en mis suposiciones. ¿Podría ser una manía? ¿No tenemos cada uno las nuestras?
Salió de la cocina después de apagar la luz, pasó a la sala, donde hizo lo mismo, y debió de dirigirse al dormitorio, si bien no me sorprendió que no encendiese la luz. No deseaba molestar a su esposa, lo que, en definitiva, era natural, puesto que en su estado de salud la obligaba a emprender un largo viaje al día siguiente. Así lo demostraba el hecho de que él le hiciera el equipaje. La mujer debía de necesitar mucho reposo, puesto que iba a soportar una gran fatiga. ¿No era lógico que él se metiera en la cama a oscuras?
Cuál no sería mi sorpresa al ver, poco después, que se encendía una cerilla, no en el dormitorio, sino en la sala. Sin duda, mi desconocido amigo se limitó a tenderse en un diván para pasar la noche en vela. En cualquier caso, resultaba que no había entrado en el dormitorio y que se desinteresaba totalmente por lo que allí ocurriera. Esto me intrigó mucho. No era llevar la solicitud demasiado lejos.
Diez minutos después, nuevo resplandor de una cerilla en la sala. Por lo visto, mi vecino no conseguía dormir.
Y la noche transcurrió lentamente para ambos, para mí, el curioso de la ventana, y para él, el fumador empedernido del cuarto piso; pero sin proporcionarme la solución del enigma.
El único ruido que rompía el silencio era la interminable y monótona canción del grillo…

miércoles, 27 de enero de 2016

Rex Todhunter Stout. SERIE: Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.


Rex Todhunter Stout (1 de diciembre de 1886 - 27 de octubre de 1975) fue un escritor estadounidense, principalmente reconocido por ser el creador del famoso detective ficticio Nero Wolfe, descrito por el crítico Will Cuppy como `el Falstaff de los detectives`. El asistente de Wolfe, Archie Goodwin, relató los casos del genio detective desde 1934 (Fer-de-Lance) hasta 1975 (A Family Affair).

Las historias de Nero Wolfe fueron nominadas como Mejor Serie de Misterio del Siglo en Bouchercon 2000, la mayor convención de libros de misterio del mundo, y Rex Stout fue nominado como Mejor Escritor de Misterio del Siglo

***


(Fragmento. Antes de medianoche. Novela policíaca).
SERIE: Narrativa,Thriller,Policial – Detectives, novela negra, novela negrótica.

1
No es que nuestra charla de aquel martes de abril tuviera demasiada relación con el asunto, pero servirá de introducción, y contribuirá a explicar un par de reacciones que Nero Wolfe tuvo después. Tras una cena compuesta por una de las especialidades de Fritz, pichones con salchichas y choucroute, en el comedor de la casa de la calle Treinta y cinco Oeste, seguí a Wolfe hasta el despacho, y, mientras él cogía unas revistas amontonadas junto al gran globo terráqueo y se dirigía hacia la butaca detrás de su mesa, pregunté si había algo que hacer. Quería asegurarme. Le había notificado que pensaba tomarme libre la tarde del jueves para la inauguración de la temporada de béisbol en el club de Polo, y no quería que me acusara de descuidar el trabajo cuando llegase el jueves.
El dijo que no, que no había nada, amoldó su voluminoso cuerpo a la butaca, la única butaca de la tierra que gozaba de su aprobación, y abrió una revista. Destinaba unos veinte minutos por semana a mirar anuncios. Fui a mi mesa, me senté, y alargué la mano hacia el teléfono, pero luego cambié de opinión, pensando que quizá debería asegurarme aún más. Al volver la cabeza y ver que miraba la revista abierta con el ceño fruncido, me levanté y me acerqué lo bastante para distinguir qué contemplaba. Era un anuncio de una página entera, en blanco y negro, que yo y muchos millones de mis conciudadanos sabíamos de memoria, aunque no requería mucho estudio, pues sólo constaba de seis palabras, sin contar las repeticiones. En la parte superior central había un pequeño frasco de original diseño, con una etiqueta donde se leía POUR T'AIMER. con el T'AIMER debajo del POUR. Justamente debajo de él había otros dos iguales, también centrados, y debajo de ellos otros tres, y luego cuatro más, y así sucesivamente hasta el final de la página. En el borde inferior se veía una hilera de siete frascos, que formaban la base de una pirámide de veintiocho. En el ángulo superior izquierdo figuraba la aseveración:

POUR T'AIMER
SIGNIFICA
PARA AMARTE

y en el ángulo superior derecho se leía:

POUR T'AIMER
ES
PARA AMARTE

—Hay dos cosas extrañas en ese anuncio —manifesté.
Wolfe gruñó y volvió la hoja.
—La primera —dije— es el nombre. Al sesenta y cuatro por ciento, y a siete de cada diez mujeres que lo vean, les sugerirá la palabra «amante», y el porcentaje sería más elevado si muchas más supieran lo que es un amante. No es que menosprecie a las mujeres americanas. Tengo muy buenas amistades entre el sexo femenino. Muy pocas quieren ser o tener amantes, de modo que es absurdo bautizar un perfume con ese nombre. Enfóquelo así. Ven el anuncio, y piensan: «¿Asi que tienen el descaro de sugerir que su apestoso perfume me proporcionará un amante? ¡Yo les enseñaré! ¿Qué se imaginan que soy? Medio litro, diez pavos.» La segunda...
—Con una es suficiente —gruñó él.
—Sí, señor. La segunda son tantos frascos. Es algo que va contra las normas. Lo esencial en un perfume es mostrar un solo frasco, para dar la impresión de que es un artículo escaso e inducir a cada una a comprar el suyo antes de que se acabe. No es el caso de Pour t'aimer. Dicen: «Vamos, tenemos muchos y éste es un país libre y todas las mujeres tienen derecho a un amante, y si usted no lo desea, demuéstrelo.» Es un enfoque totalmente nuevo, cien por ciento americano, y parece que da resultado, así como el concurso.
Yo había pensado que esto bastarla para obtener los resultados deseados, pero él se limitó a seguir volviendo hojas. Tomé aliento.
—El concurso, como ya debe saber por los anuncios, es una mina. Dan premios en metálico por valor de un millón de dólares. Todas las semanas, desde hace casi cinco meses, han proporcionado la descripción de una mujer —puedo darle los datos exactos, ya que usted ha ejercitado mi memoria durante años—: «Un personaje histórico femenino cuya afición a los cosméticos se mencione en alguna obra literaria, excluidas las novelas.» Veinte en veinte semanas. Esta era la descripción de la número uno:
«Aunque César luchó por mi gloria y tenía a Antonio a mis pies, mi pecho en la fatídica hora acogió el áspid con avidez.
»No podría ser más sencillo. Cleopatra.
La número dos era igualmente fácil:
»Casada con un tal Aragón, ofrecí en prenda todas mis gemas, al oír los relatos de Colón, para comprarle barcos y velas.
»No recuerdo haber leído nunca que la reina Isabel usara cosméticos, pero ya que en el siglo XV nadie se bañaba, es probable que así fuese. También podría darle los números tres, cuatro y cinco, pero después de éste empezaron a complicarse, y a partir del número diez ni siquiera me molesté en leerlos. Dios sabe cómo debían ser al llegar al veinte. Para ponerle un ejemplo, éste es el número siete u ocho, ya he olvidado cuál:
»Ennoblecieron a mi hijo mayor aunque mi nombre escribir no supiera, y porque Brown hijo me dio su amor alcancé fama duradera.
»Es lo que yo llamo una trampa. Considerando cuántos Brown tuvieron hijos en el curso de la historia, y cuántos de los hijos...»
—Bah. —Wolfe volvió una hoja—. Nell Gwynn, la actriz inglesa.
Le miré con sorpresa.
—Sí, he oído hablar de ella. ¿Cómo es eso? Tal vez uno de sus amigos se llamara Brown o Brownson, pero no fue esto lo que la hizo famosa. Fue un rey.
—Carlos II —declaró él con presunción—. Otorgó el título de duque al hijo que tuvo con ella. Su padre, Carlos I, habla adoptado el nombre de señor Brown durante el viaje que hizo a España en su juventud. Y, por supuesto, Nell Gwynn fue la favorita de Carlos II.
—Prefiero la palabra amante. De acuerdo, usted ha leído diez mil libros. ¿Qué le parece ésta? Creo que fue la número nueve:
«Según la ley que él mismo promulgara, ser su esposa legal yo no podía; obedeció la ley con buena cara y me amó toda la vida.»
Agité una mano.
—¿Quién fue?
—Archie. —Volvió la cabeza hacia mí—. ¿Tienes algún sitio adonde ir?
—No, señor, esta noche no. Lily Rowan ha reservado una mesa en la Sala Flamingo y pensaba que tal vez podría acompañarla, pero le dije que quizá usted me necesitara, y ella sabe lo indispensable que soy...
—Bah. —Empezaba a impacientarse y consideré más prudente callarme—. Tenías la intención de ir, pero querías que yo te lo sugiriese, y no has parado hasta conseguirlo. Te sugiero que te marches inmediatamente.
Habría podido contestarle tres o cuatro cosas, pero él suspiró y volvió a concentrarse en la revista, de modo que no dije nada. Mientras me dirigía hacia el vestíbulo, le oí añadir:
—Te has afeitado y cambiado de ropa antes de cenar.
Esto es lo malo de trabajar y vivir con un gran detective.

Fuente:
Título original: Before Midnight
Traducción: M.ª Teresa Segur
Editorial Bruguera
Club del Misterio 127
Barcelona 1983

martes, 26 de enero de 2016

Erle Stanley Gardner. Autor de novelas policíacas.


Erle Stanley Gardner (17 de julio de 1889, Malden, Massachusetts - 11 de marzo de 1970) fue un abogado y escritor estadounidense. Autor de novelas policíacas, que publicó bajo su propio nombre, y también usando los pseudónimos A.A. Fair, Kyle Corning, Charles M. Green, Carleton Kendrake, Charles J. Kenny, Les Tillray, y Robert Parr.

Gardner ejercía su profesión de abogado, pero su carácter aborrecía la rutina de la práctica legal. La única parte que realmente disfrutaba, eran los juicios penales, y el desarrollo de la estrategia a seguir en un juicio. En su tiempo libre, Gardner comenzó a escribir para las revistas policiacas que también albergaban a autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Gardner creó muchos personajes para estas revistas, entre otros al ingenioso Lester Leith (parodia de otro personaje, Lord Peter Wimsey, de Dorothy Sayers), y a Ken Corning, abogado criminalista, que fue el arquetipo para el personaje más famoso de Gardner: Perry Mason, abogado con dotes detectivescas, protagonista de más de cincuenta novelas de Gardner.

La característica que hizo a Gardner notorio en el medio, es que, a pesar de pertenecer al género policiaco, el héroe de sus novelas no era un policía ni un detective, sino un abogado penal. Gardner se dedicó además al proyecto llamado `la Corte del último recurso`, al cual le dedicó miles de horas junto con sus amigos y colegas del medio forense y criminalístico. En esta labor se buscaba revisar e investigar los posibles errores del sistema judicial que hubieran afectado gente que, a pesar de ser inocente, había sido condenada debido a mala representación legal, vicios y malas prácticas por parte de fiscales y cuerpos policiales y, más directamente, a errores originados en dictámenes errados (o mal interpretados) de medicina forense.

El personaje Perry Mason trascendió al medio del cine en las décadas de 1930 y 1940, y se convirtió a la postre en una serie de televisión, donde el actor Raymond Burr caracterizaba a Mason. El propio Gardner apareció en el último episodio de la serie, en el papel de un juez. A finales de la década de 1980, la serie fue revivida en un puñado de películas para televisión, en las cuales aparecían miembros del elenco original, incluyendo a Burr.

Bajo el pseudónimo A. A. Fair, Gardner escribió varias novelas con los detectives Bertha Cool y Donald Lam, además de escribir una serie de novelas sobre el fiscal Doug Selby, y su enemigo Alphonse Baker Carr. En esta última serie, era evidente el contrapunto a la serie de Perry Mason, pues los papeles del investigador infalible y su eterno rival eran invertidos entre el fiscal y el abogado de las novelas.

Fuente: Editorial Epidaurus. Madrid. 1967.

lunes, 25 de enero de 2016

Futrelle, Jacques (1875-1912). Novelas de misterio y crimen.


Futrelle, Jacques (1875-1912)
Nació en Pike County (Georgia) y murió en el trágico naufragio del Titanic. Trabajó como periodista en el Boston American y también, con variada fortuna, como representante teatral. Ha debido su fama literaria a la creación de ese originalísimo detective conocido como la Máquina Pensante: el laureado profesor S. F. X. Van Dusen. Este singular personaje apareció en tres libros, primero en un mediocre relato de aventuras titulado The Chase of the Golden Plate y luego en dos volúmenes de cuentos: The Thinking Machine (1907, ediciones norteamericana e inglesa simultáneas) y The Thinking Ma-
chíne on the Case (1908, en USA, y al año siguiente en Inglaterra bajo el título de The Protessor on the Case). Aunque los libros de Futrelle no conocieron los halagos de las reimpresiones y hoy son difíciles de hallar, algunos de los cuentos que los integran -en particular `The Problem of Cell 13`- han gozado de amplia difusión a través de varias antologías.
Fuente: Blue Bird Editores, 1930.

domingo, 24 de enero de 2016

CHARLES DICKENS El misterio de Edwin Drood.

Novelas de crimen y misterio.
 CHARLES DICKENS

El misterio de Edwin Drood
Prólogo de Gibert K. Chesterton
Traducción de Dora de Alvear
EMECE EDITORES, S. A.

 PROLOGO

 Pickwick fué una obra proyectada parcialmente por otros, pero completada finalmente por Dickens. Edwin Drood, su último libro, fué un libro proyectado por Dickens, pero completado finalmente por otros. Los papeles de Pickwick mostraron cuánto podía hacer Dickens con las sugestiones de otras personas; El misterio de Edwin Drood muestra qué poco pueden hacer otras personas con las sugestiones de Dickens.
 Dickens fué destinado por el cielo para ser un gran melodramaturgo; tanto que hasta su fin literario fué melodramático. La interrupción de Edwin Drood de Dickens significó mucho más que la interrupción de una buena novela de un gran hombre. Parece más bien la última burla de algún elfo que al dejar el mundo quiso que quedara inconclusa esta historia, que es sólo una historia. La única de las novelas de Dickens que éste no concluyó era la única que realmente necesitaba una conclusión. Nunca tuvo más que un argumento totalmente bueno para contar, y ése sólo lo ha contado en el cielo. Esto es lo que separa el caso en cuestión de cualquier paralelo con novelistas interrumpidos en el acto de creación. Aquel gran novelista, por ejemplo, con quien Dickens es comparado constantemente, murió también en la mitad de Dennis Duval. Pero cualquiera puede ver en Dennis Duval las cualidades de las últimas obras de Thackeray, las crecientes divagaciones, la creciente poesía retrospectiva, que habían sido en parte el encanto y en parte el fracaso de Felipe y de Los Virginianos. Pero a Dickens le fué permitido morir en un momento dramático y dejar un misterio dramático. Cualquier discípulo de Thackeray podría haber completado el argumento de Dennis Duval, aunque, naturalmente, podría haber tenido dudas sobre si había algún argumento que completar. Pero Dickens, que había tenido demasiado poco argumento en las historias que tuvo que contar antes, tenía demasiado argumento en la historia que nunca contó. Dickens muere en el acto de contar, no su décima novela, sino sus primeras noticias del crimen. Cae muerto en el acto de denunciar al asesino. Resumiendo, a Dickens le fué permitido llegar a un final literario tan extraño como su comienzo literario. Comenzó perfeccionando la antigua novela de viajes; terminó por inventar la nueva novela policial.
 Es ante todo como novela policial que debemos considerar al Misterio de Edwin Drood. Esto no significa, naturalmente, que los detalles no sean a menudo admirables en su humor rápido y penetrante: decir eso del libro sería decir que Dickens no lo escribió. Nada más verdadero que el modo en que la ofuscada y embriagada dignidad de Durdles ilustra cierta amargura que hay en el fondo del aturdimiento de los pobres. Nada mejor que la manera en que la presuntuosa y alusiva conversación entre la señorita Twinkleton y la dueña de casa ilustra la enloquecedora preferencia de algunas mujeres para deslizarse sobre temas prohibidos. Hay todavía un ejemplo mejor que éstos de la típica penetración humorística de Dickens; y uno que no suele observarse a causa de su brevedad y de su insignificancia en la narración. Pero Dickens nunca hizo nada mejor que el breve relato de la cena del señor Grewgious, traída de la taberna por dos mozos: un «mozo permanente» y un «mozo volante». El «mozo volante» trae la comida y el «mozo permanente» pelea con él. El «mozo volante» trae vasos y el «mozo permanente» los mira al trasluz. Finalmente se recordará que el «mozo permanente» abandona la habitación lanzando una mirada que dice a las claras: «Queda comprendido que todos los emolumentos son míos y que Cero es la recompensa de este esclavo.» Sin embargo, Dickens escribió el libro como novela policial; lo escribió como El misterio de Edwin Drood. Y, único tal vez entre los novelistas policiales, no vivió para destruir su misterio. De esta suerte, solamente en ésta, entre las novelas de Dickens, es necesario hablar del argumento y sólo del argumento. Al hablar del argumento, es inmediatamente necesario hablar de las dos o tres explicaciones propuestas por críticos famosos.
 La historia, tal como fué escrita por Dickens, puede ser leída aquí. Trata, como se verá, de la desaparición del joven arquitecto Edwin Drood, después de una fiesta nocturna realizada en casa de su tío Jack Jasper y destinada a celebrar su reconciliación con un enemigo pasajero, Neville Landless. Dickens adelantó bastante en su historia como para explicar o destruir el primero y más evidente de sus enigmas. Mucho antes de la terminación de la parte existente resulta obvio que Drood fué eliminado, no por su adversario manifiesto, Landless, sino por su tío, que le profesa un afecto casi penoso. Sin embargo, el que todos sepamos esto no debe cegarnos frente al hecho de que, considerado como el primer engaño en una novela policial, ha sido sumergido y ocultado al mismo tiempo con gran habilidad. Nada, por ejemplo, más inteligente, como rasgo de misterio artístico, que el hecho de que Jasper, el tío, conserve constantemente sus ojos fijos en la cara de Drood, con una ternura oscura y vigilante. Al principio, esto es referido de tal manera, que sólo lo tomamos como la indicación de algo mórbido en el afecto. Sólo después nos sorprende la idea aterradora de que no se trata de afecto mórbido, sino de antagonismo mórbido. Sólo es importante observar este primer misterio (que ya no lo es más) de la culpa de Jasper, porque muestra que Dickens se proponía y se sentía capaz de disfrazar todas sus baterías con verdadera estrategia y precaución artística. La manera de desenmascarar a Jasper marca la forma en que sería contado todo el cuento. Aquí no se trata de un Dickens que simplemente se entrega, como se entregó en Pickwick o en la Canción de Navidad. A veces uno querría que se entregara así, porque no hay mejor regalo.
 Nadie nos dirá jamás cuál fué el misterio de Edwin Drood desde el punto de vista de Dickens, excepto quizás el mismo Dickens en el cielo, y es probable que entonces lo haya olvidado. Pero el misterio de Edwin Drood desde nuestro punto de vista, del de sus críticos, y de aquellos que han intentado con cierto valor (después de su muerte) ser sus colaboradores, es simplemente éste: no hay duda de que Jasper o bien mató o creyó haber matado a Drood. Tenemos esta certeza por el hecho que es el punto central de una escena entre Jasper y Grewgious, el abogado de Drood, donde Jasper es abatido por el remordimiento al comprender que Drood ha sido muerto (desde su punto de vista) sin necesidad y sin provecho. La única pregunta es si el remordimiento de Jasper era tan inútil como su crimen. En otras palabras, el único problema es si, mientras seguramente pensaba que había matado a Drood, lo había matado realmente. Casi es innecesario decir que tal duda no hubiera surgido de la nada; caballeros como Jasper no gastan, por lo general, su remordimiento sino sobre crímenes exitosos. El origen de la duda sobre la verdadera muerte de Drood es éste: hacia el final de los capítulos existentes aparece de pronto, y con ostentoso aire de misterio, un personaje llamado Datchery. Parece tener el propósito de espiar a Jasper y de levantar algún cargo contra él. En todo caso, si no tiene este propósito en la historia, carece de todo propósito. Es un anciano caballero de energía juvenil, con el hábito de llevar su sombrero en la mano, aun al aire libre; lo que algunos han interpretado como si sintiera el desacostumbrado peso de une peluca. Hay una o dos personas en la historia que este personaje podría ser. Notablemente una, que parece destinada a ser algo, pero que luego no es definitivamente nada. Me refiero a Bazzard, el empleado del señor Grewgious, un individuo huraño, interesado en teatralerías, por quien se hace un alboroto innecesario. También está el mismo señor Grewgious, y hay también otra sugestión, tanto más sorprendente que tendré que ocuparme de ella después.
 Por el momento, sin embargo, la cuestión es ésta: aquel celebrado escritor, el señor Proctor, inició la teoría de que Datchery era Drood en persona, que en verdad no había sido asesinado. Adujo un sistema muy ingenioso que cubría todos los detalles, pero el argumento más fuerte era más bien de efecto artístico general. Este argumento ha sido resumido perfectamente por el señor Andrew Lang en una frase: «Si Edwin Drood está muerto, no hay mucho misterio sobre él.» Esto es verdad. Dickens, al escribir de un modo tan deliberado, más aún, de un modo tan oscuro y deliberado, hubiera ocultado algún tiempo más la muerte de Drood y la culpa de Jasper, si el único misterio real hubiera sido la culpa de Jasper y la muerte de Drood. Por cierto, parece artísticamente más probable que hubiera un misterio posterior de Edwin Drood; no el misterio de que fué asesinado sino el misterio de que no lo fué. Es verdad que el señor Cumming Walters tiene una teoría de Datchery (a la que ya he aludido oscuramente), una teoría lo suficientemente absurda para ser el centro no sólo de cualquier novela, sino de cualquier arlequinada. Pero lo cierto es que hasta la teoría del señor Cumming Walters, aunque hace que el misterio sea más extraordinario, no es tampoco un argumento definitivo para justificar el título. No se debió llamarle el Misterio de Drood sino el Misterio de Datchery. Este es el argumento más sólido para Proctor; si la historia habla del regreso de Drood como Datchery, la historia cumple con el título estampado en la tapa. La objeción principal a la teoría de Proctor es la falta de razón adecuada para que Jasper no matara a su sobrino si quería hacerlo. Y parece todavía menos razonable que Drood no hiciera correr la alarma, si fué asesinado sin éxito. Los jóvenes arquitectos felices casi estrangulados por ancianos organistas, no suelen marcharse para regresar algún tiempo después con una peluca y un nombre falso. Parece superficial decir que resultaría tan extraño encontrar al criminal investigando el origen del crimen, como encontrar al cadáver dedicado a esa tarea. Dos de los críticos literarios más capaces de nuestro tiempo, el señor Andrew Lang y el señor William Archer, ambos persuadidos en forma general de la teoría de Proctor, se han ocupado especialmente de este problema. Ambos han llegado a la misma conclusión sustancial, y sospecho que están en lo cierto. Sostienen que Jasper (sobre cuya manía por el opio se insiste mucho en el cuento) tuvo cierto ataque, o trance, u otro impedimento físico mientras cometía el crimen, dejándolo sin terminar. Además sostienen que había narcotizado a Drood, y que éste, al recuperarse del ataque, tenía dudas sobre quién había sido su agresor. Esto puede explicar, aunque de un modo un poco antojadizo su regreso a la ciudad como detective. Podía pensar que debía a su tío (a quien recordaba por última vez en una especie de visión criminal) el hacer una investigación independiente sobre si era culpable o no. Pudo decir, como Hamlet dijo de una visión igualmente aterradora: «Espero razones más precisas.»
 En justicia debe decirse que hay algo frágil en esta teoría; principalmente a este respecto: hay en Datchery una especie de jovialidad burlesca, no apropiada a un muchacho que debía estar en una agonía de duua por saber si su mejor amigo era o no su asesino. Sin embargo, hay muchas incongruencias como ésta en Dickens; y la explicación del señor Archer y el señor Lang es por lo menos una explicación. Tampoco creo que pueda darse otra explicación que aclare el título del libro: El misterio de Edwin Drood, si prácticamente comienza con su cadáver.
 Si Drood realmente ha muerto, no puede uno dejar de sentir que el cuento debe concluir donde concluye, no por accidente sino por designio. El asesinato ha sido explicado. Jasper está listo para ser ahorcado, y cualquier otra persona en una novela decente debía estar lista para casarse. Todo otro agregado sería un desencanto. De todos modos, hay grados de desencanto. Algunas de las explicaciones sobre Datchery son bastante razonables, pero evidentemente débiles. Por ejemplo, Datchery puede ser Bazzard, pero esto no es muy apasionante; porque nada sabemos de Bazzard, y nos interesa aún menos. También puede ser Grewgious; pero hay algo inútil en un personaje grotesco que simula ser otro personaje grotesco menos divertido que él. El señor Cumming Walters ha tenido la distinción de inventar una teoría que hace a la historia, por lo menos, interesante, aun sin ser exactamente la historia prometida en la portada del libro. El enemigo manifiesto de Drood, sobre quien recae primero la sospecha, el moreno y huraño Landless, tiene una hermana aún más morena y, salvo por su dignidad de reina, aún más huraña que él. Esta princesa bárbara está evidentemente destinada a enamorarse (de alguna manera sombría) de Crisparkle, el clerical y muscular cristiano que representa el elemento refrescante en las emociones del cuento. El señor Cumming Walters afirma seriamente que esta princesa bárbara se ha puesto una peluca y se ha disfrazado de Datchery. Presenta su argumento con mucho ingenio de detalles. Helena Landless tenía ciertamente un motivo: salvar a su hermano injustamente acusado, acusando justamente a Jasper. Ciertamente tenía algunas de las condiciones: en la primera parte de la historia se afirma detalladamente que cuando niña solía vestir ropas masculinas y correr las aventuras más extrañas. Puede haber algo en el argumento del señor Cumming Walters, de que la impertinencia de Datchery es la impertinencia consciente de una mujer fuerte en una situación tan rara. Ciertamente, hay la misma impertinencia en Porcia y en Rosalinda. Sin embargo, creo que hay una objeción final a la teoría; y es simplemente esto: que es cómica. Es un error imaginar que un gran maestro de lo grotesco será cómico exactamente donde no lo intenta. Y estoy seguro de que, si realmente Dickens hubiera querido que Helena se convirtiera en Datchery, la hubiera hecho desde el principio, de algún modo, más superficial, excéntrica y risible, por lo menos tan superficial y risible como Rosa. Tal como está, hay algo extrañamente torpe e increíble en la idea de una dama tan morena y tan majestuosa disfrazándose de viejo caballero fanfarrón de saco azul y pantalones grises. Tan absurdo sería imaginar a Edith Dombey disfrazándose de Mayor Bagstock, o a la Rebeca de Ivanhoe disfrazándose de Isaac de York.
 Claro que esta cuestión nunca se resolverá de manera precisa, porque no sólo se trata de un misterio, sino de un enigma. Porque en eso la novela policial difiere de cualquier otra novela. El novelista común quiere que sus lectores no se aparten del tema; el novelista policial quiere desviarlos continuamente del tema. En el primer caso, cada pincelada debe servir para hacer conocer sus propósitos al lector; en el segundo, la mayoría de las pinceladas oculta o hasta contradice ese propósito. Se entiende que uno debe ver y apreciar los menores gestos de un buen actor; pero no debe ver todos los gestos de un prestidigitador, si es un buen prestidigitador. Por consiguiente, en el examen crítico de trabajos como éste, se introduce un problema, una perplejidad adicional, que no se da en otros casos. Me refiero al problema de las trampas. Algunos de los detelles que elegimos como sugestivos, pueden haber sido puestos allí para engañar. Así, todo el conflicto entre un crítico con una teoría, como el señor Lang, y un crítico con otra teoría, como el señor Cumming Walters, se vuelve eterno y algo frívolo. El señor Walters dice que todas las claves del señor Lang son trampas; el señor Lang dice que todas las claves del señor Walters son trampas. El señor Walters puede decir que algunos pasajes parecen indicar que Helena era Datchery; el señor Lang puede responder que esos pasajes tenían por único propósito engañar a personas simples como el señor Walters. Análogamente, el señor Lang puede decir que el regreso de Drood ha sido pronosticado, y el señor Walters puede responder que fué pronosticado precisamente porque no iba a ocurrir. Este proceso de locura parece interminable. Cualquier cosa escrita por Dickens puede o no significar lo opuesto de lo que dice. Sobre este principio yo estaría decidido a declarar que todos los Datcherys sugeridos eran realmente trampas, solamente porque pueden ser sugeridos de manera natural. Yo me comprometería a demostrar que el señor Datchery es realmente la señorita Twinkleton, que tiene cierto interés mercenario en guardar a Rosa Bud en su escuela. Esta sugestión no me parece mucho más ridícula que la teoría del señor Cumming Walters. Sin embargo, cualquiera de ellas debe ser verdadera. Dickens ha muerto, y una cantidad de espléndidas escenas y de aventuras sobrecogedoras han muerto con él. Aun si conseguimos la solución correcta, no sabremos que lo es. El Cuento pudo haber sido, y sin embargo no fué. Y creo que no hay pensamiento mejor calculado para hacer que se dude de la muerte misma, para sentir esa duda sublime que ha creado toda la religión: la duda que encontró increíble a la muerte. Edwin Drood puede o no haber muerto, pero seguramente Dickens no murió. Seguramente nuestro verdadero detective vive y aparecerá en los últimos días de la tierra. Porque un cuento cumplido puede dar la inmortalidad a un hombre, en el sentido superficial y literario; pero un cuento inconcluso sugiere otra inmortalidad, más necesaria y más extraña.

G. K. Chesterton

sábado, 23 de enero de 2016

JORGE LUIS BORGES. LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.


JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
(Páginas 202-204).
La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de
atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída
lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición
entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una
página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones,
su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis.
Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan
tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán
si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron
que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal
escrita una página si nó hay sorpresas en la juntura de adjetivos
con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron
que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien
se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga.
(Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de
ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre
estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural,
Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas
sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque
en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado
también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo,
sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción
a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado
tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores,
en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son
críticos potenciales.
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir
ausencia de estilo, en obras que lo tocan, máxime si son clásicas.
No hay libro bueno sin su atribución estilística, de la que
nadie puede prescindir — excepto su escritor. Séanos ejemplo el
Quijote. La crítica española, ante la probada excelencia de esa
novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable)
valor fuera el psicológico, y le atribuye dones de estilo,
que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos
párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era jestilista
(a lo menos en la presente acepción acústico-decorativa de la
palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote
DISCUSIÓN 203
y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz. La Agudeza
y arte de ingenio de Baltasar Gradan —tan laudativa de otras
prosas que narran, cómo la del Guzmán dé Alfarache— no se resuelve
a acordarse de Don Quijote. Quevedo versifica en broma
su muerte y se olvida de él. Se objetará que los dos ejemplos son
negativos; Leopoldo Lugones, en nuestro tiempo, emite un juicio
explícito: "El estilo es la debilidad de Cervantes, y los estragos
causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad
de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con
el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones,
falta de proporción, ese fue el legado de los que no viendo
sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se
quedaron royendo la cascara cuyas rugocídades escondían la fortaleza
y el sabor" (El imperio jesuítico, página 59). También nuestro
Groussac: "Si han de describirse las cosas como son, deberemos
confesar que una buena mitad dé la obra és de forma por demás
floja y desaliñada, la cual harto justifica lo del humilde idioma
que los rivales de Cervantes le achacaban! Y con esto no me refiero
única ni principalmente a las impropiedades verbales, a las
intolerables repeticiones o retruécanos ni a los retazos de pesada
grandilocuencia'que nos abruman, sino á la contextura generalmente
desmayada de esa' prosa- de sobremesa" (Crítica literaria,
página 41). Prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada,
es la de Cervantes, y otra no le hace falta. Imagino que esa misma
observación será justiciera en el caso de Dostoievski o de Montaigne
o de Samuel Butler. -
Esta vanidad del estilo se ahueca en otra más patética vanidad,
la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo
que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en
su'- conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo
que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones
del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto
sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir,
un residuo, una inutilidad. Esa falacia en perduración (Sir Thomas
Browne: Urn Burial) ha sido formulada y recomendada por
Flaubert en' esta sentencia: La corrección (en el sentido más
elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron
las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable
e indestructible (Correspondance, II, pág. 199). El juicio
es terminante, pero no ha llegado hasta mí ninguna experiencia
que lo confirme. (Prescindo de las virtudes tónicas de la Estigia;
esa reminiscencia infernal no es un argumento, es un énfasis.)
La página de perfección, la página de la que ninguna palabra
2 0 4 JORGE LUIS BORGES—OBRAS COMPLETAS
puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios
del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la
página "perfecta" es la que consta de esos delicados valores y la
que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que
tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las
erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas,
de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se
puede inpunemente variar (así lo afirman quienes restablecen
su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el
Quijote gana postumas batallas contra sus traductores y sobrevive
a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español,
lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán
o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios
verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera
entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar
negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe
y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de
esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora,
auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el
hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda
en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es
tan indiferente a la germina literatura como su suavidad. La economía
prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía
o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales
de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre.
La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis.
Palabras definitivas» p.(labras que postulan sabidurías divinas o
angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único,
nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio habitual
de todo escritor. No piensan que decir de más una cosa
es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada
generalización e intensificación es una pobreza y que así la siente
el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma.
Así ocurre en francés, cuya locución Je suis navré suele significar
No iré a tornar el té con ustedes, y cuyo ain\er ha sido rebajado a
gustar. Ese hábito hiperbólico del francés está en su lenguaje escrito
asimismo: Paul Valéry, héroe de la-lucidez que organiza,
traslada unos olvidables y olvidados renglones de Lafontaine y
asevera de ellos (contra alguien): ees plus beaux vers du monde
{Varíete, 84).   
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se
practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector
DISCUSIÓN 204
callado de versos. I)r esa capacidad sigilosa a una escritura puramente
ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de
sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada
que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar
de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura
es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido,
y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la
propia disolución y cortejar su fin.
Fuente:
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS
LA SUPERSTICIOSA ÉTICA DEL LECTOR.
EMECÉ EDITORES. AÑO: 1974.
BUENOS AIRES ARGENTINA.

viernes, 22 de enero de 2016

Mariposas negras para un asesino. Novela. Premio UNA-Palabra 2004.


Mariposas negras para un asesino. Novela.
J.Méndez-Limbrick.
Premio UNA-Palabra 2004.
Primera Edición: 2005.
Cuarta Reimpresión: 2015.

CAPÍTULO I
PASATIEMPOS-.
(Fragmento. Páginas: 1-17).

“Cuando me lo contaron no tenía sentido. El asesino había actuado en forma impecable: no dejó huellas, no había rastros de sangre, tampoco  demasiado desorden en el cuarto.  Y así de primer momento...  no existía motivo para el homicidio.
Además, a mis subalternos les llegaron informes que el Gerente General y Administrador del lujoso Hotel “Astoria San José Internacional”, Jaime Esquivel,  ponía a rodar el sinnúmero de influencias  a su alcance para que la noticia del asesinato no saliera a la luz pública como en realidad había sucedido. 
El cuerpo de la joven  fue  retirado del “Astoria ”, a eso de las tres de la madrugada.
Los morgueros fingieron ser del 911. Sacaron a la mujer como si estuviese herida  y con una mascarilla de oxígeno”.
Ernesto hizo una pausa, siseo, acarició el cigarro entre sus dedos,  y agregó:
“-Es increíble lo que puede hacer el dinero y las influencias, porque dinero sin influencias tampoco resulta, hay que tener ambas para que todo ande a las mil maravillas”.
Ernesto  volvió a mirar con cierta ironía  y encendiendo el cigarro continuó:
“-Eso sí, al médico patólogo Rodrigo Castilleja de la Cuesta le interesó la forma que el asesino  dejó el cadáver:  desnudo, en cuclillas como en posición de parto y con la cabeza inclinada hacia adelante.
Se dijo en los medios policíacos que de no estar amarradas las manos al respaldar de la cama era muy probable que el cuerpo no hubiera podido resistir en esa posición mucho tiempo por la misma fuerza de la gravedad.  ¿!Te podés imaginar lo depravado que fue el asesino para hacer una cosa como esa... ¡?”.
Henry estaba ansioso de mirar el vídeo que le traía Ernesto. Giró una y otra vez en su silla ejecutiva, se balanceó, un resorte rechinó...  dejó que continuara:
“-Yo, desafortunadamente no pude mirar  la escena del crimen, al  llegar ya habían levantado el cadáver.
Lo ocurrido me da asco, pienso que no debe ocultarse algo tan delicado, debemos de alertar a la ciudadanía  lo que ha pasado. Es una bomba de tiempo. Pero bueno, yo solo sigo instrucciones de “arriba”.
Hizo otra pausa, aspiró el humo del cigarro. Se paseó a lo largo y a lo ancho de la oficina. Miró hacia la noche.
“La víctima – continuó Ernesto- fue asesinada a eso de las dos o tres de la mañana del sábado.  El asesino o los asesinos utilizaron poca violencia física. La mujer tenía un pequeño orificio de  arma punzante  debajo del seno, cerca del corazón.
Parecía que el  criminal se  procuró no deformar  el cadáver. No hubo violencia posterior a la muerte”.
Ernesto se sentó en el gran sofá de cuero negro. 
Henry  hizo un esfuerzo enorme para no encender un Derby, parpadeó, cerró los ojos,   y escuchó de nuevo la voz de  Ernesto en su retahíla:
“-Otro punto importante que llamó la atención a mis subalternos de investigación era el lugar donde fue asesinada la mujer: en  El Astoria San José Internacional, en uno de los penthouse, en el mismísimo Valle de las Muñecas”. 
Y señaló con su mano enguantada de humo más allá del enorme vitral. Henry miró la oscuridad y las lucecitas furtivas a cientos de metros cintilantes.
“-Se le preguntó a la Administración si observaron algo sospechoso el día del crimen o  los días anteriores y posteriores. Nada. Dijeron que era difícil recordar con exactitud por la gran actividad de turistas que ingresan y salen a diario del Astoria.
No se tiene ninguna pista que pueda servir a la investigación”.
Ernesto calló por un instante. Henry miró.
Azules. Las espirales de humo se alargaron lentamente para desaparecer al besar los vitrales. Ernesto Miranda Rojas, tomó aire y ametralló:
“-El comportamiento de la víctima no ayudaba a solucionar con facilidad el crimen. Ella era una prostituta y eso le dio un mayor margen de impunidad al asesino. ¿Por qué? Nadie se preocupa quién o quiénes salen con una ramera de un bar o de un motel. A nadie le interesa una discusión que pudiera tener una puta en una esquina de San José, ni que un carro con ventanas oscuras y sin placas, pasadas las diez de la noche disminuya la velocidad y enganche a cualquier mujer del comercio fácil.
¡Parece mentira, son las trabajadoras con menos garantías laborales que yo haya conocido! ”
Ernesto  miró de reojo a Henry como si fuese un reproche.
Miranda hizo otra pausa y al instante de preguntarle Henry si traía el vídeo del asesinato  - como por teléfono le  prometió - las frases rodaron como un balín cuesta abajo:
“- Existían en la víctima algunos aspectos que diferenciaban dentro de esa generalidad a la mujer asesinada, primero: nunca recogía clientes que no fueran en el bar del hotel. : los hombres maduros y de buena apariencia eran sus elegidos. Decía según confesiones de otras amigas prostitutas que los hombres de cierta edad lo hacen rápido y punto, entretanto los jóvenes quieren “estar montados” las dos horas, y  muchas veces  es un “bostezo”.
Se supo,  que a la víctima no le gustaban los hombres con tatuajes, decía en sus propias palabras:  “los hombres con tatuajes me producen asco, me parecen hombres sin el menor garbo y cuido en su persona.”

Henry no pudo más y tomó un cigarro que estaba junto al teléfono e interrumpió dejando exhalar el humo:
-Todo está muy bien pero trajiste el...  la frase quedó sin terminar, rodaba, era desbaratada, se rompía en mil pedazos,  y nuevamente Ernesto hacía uso de su voz  grave continuando su relato-informe. Ahora lo hacía de pie, tamborileando sus dedos huesudos en el filo del escritorio. Se acomodó sus gruesos lentes, acarició su corbata, paladeó la frase que venía  acompañada con un torrente de saliva a sus comisuras:
“-También supe que la víctima si lo hacía en un motel  se llevaba a una amiga no para un espectáculo, sino para mayor seguridad, porque muchas veces  sucedía que el tipo que solicitaba los servicios profesionales de cualquiera de ellas al llegar la jovencita al motel se encontraba con la desagradable sorpresa que también otro cliente la estaba esperando “a culo pelado”  para “coger” dos por el precio de uno. ¡Idiay, en estos días de crisis... surprise!”- exclamó Ernesto - y nuevamente dejó escapar una risa entrecortada a la vez que apagaba la chinga del cigarro en el cenicero.
-Bueno, Henry, ya sabés los detalles, vos sos el jefe - espetó guiñéndole un ojo- para mí todavía. El que te hayás graduado como abogado me interesa poco, yo deseo que a la investigación oficial vos llevés una paralela, - sentenció - mientras le ponía en el escritorio un sobre de manila  con la leyenda “Poder Judicial uso exclusivo”.

    Después de que marchó Ernesto Miranda Rojas, ahora Jefe de la Sección de Homicidios, cargo que Henry desempeñara por más de dos décadas, la cabeza le dió vueltas. Miró el reloj de pared pasar... una... dos... tres veces...
A los pocos minutos el mareo desapareció por completo... pensó... no sabía si lanzarse al vacío como la última vez.... se sintió comprometido con sus excompañeros. Un sudor le recorrió por el espinazo. Apretó los ojos.  Era una sensación de lealtad y de orgullo. Jamás podía defraudarlos en un caso ya de por sí tan complicado. ¿Dónde estaría el monstruo?

Aquella primera noche que Ernesto le contó del asesinato  no pudo dormir ni apartar de su mente  la copia del vídeo.
Pronto iría allí... pero todavía no. El asesinato había sido en la Torre Ambar,  su Torre de los encuentros furtivos. Sonrió.
Desde el ventanal las lucecitas de los bulevares se miraban rectilíneas, al igual que sus alamedas. Las fuentes iluminadas cerca de cada Torre se teñían de múltiples colores. No se miraba demasiada gente. Era temprano. Su imagen se proyectó en el vidrio: siempre de traje entero impecable.

 Hotmail I.-
Querida Guillermina, estoy contentísima porque hoy el muchacho del Cyber-Café me enseñó a utilizar mi correo electrónico. El  Cyber –Café es un lugarcito esquinero muy cerca de donde trabajamos las chicas. El sitio es bastante agradable, siempre ponen buena música,  es  amplio, con aire acondicionado, servicio de cafetería y pastelitos para las que desean endulzar esta vida a veces tan monótona.
Otra de las cosas  agradables es que el lugar no está iluminado con  luces fuertes  como en la mayoría de estos negocios,  y más que sitios de diversión parecen Campos de Concentración de la Segunda Guerra Mundial.
Una luz tenue hace el lugar acogedor. Por último,  me parece fantástico que el  negocio sea amplio y no se esté  pegando culo con culo con otras personas como sucede muchas veces en algunos Café-internet.
Estoy contentísima con vos porque ahora sí nos vamos a poder comunicar de lo lindo. No  importa que estés en Italia con el “matusa” de Paolo. Con el hotmail tendremos para rato.
Espero que la estés pasando de las mil maravillas en Florencia, mi reina.
 Deseo contarte cómo están las chicas  y algunos acontecimientos no tan agradables por las rencillas  en el night club.
Dichosa vos – y la suerte que tuviste- que pudieras encontrarte aquella noche con el viejo Paolo y hacer una nueva vida. Te sacaste la lotería como decimos los ticos.
Entro en materia mi querida Guillermina.
Hoy Armando- conocido en el ámbito de los maripepinos y la  farándula   como “el Sable”- me dijo que me pusiera la tanga blanca de corazones anaranjados. Dice Armando que con la luz violeta del night club y mi contoneo suave y delicado en el hot tube  mi número es todo un espectáculo. Yo no sé si es verdad pero me gusta creerlo.  Soy de las personas que me agrada ser adulada.
Cuando bailo en el hot tube se me erizan todos “los pelitos”, y si digo “todos”, estoy diciendo “eso”, “todos”. No sé,  es una sensación extraña es algo difícil de explicar.  Al principio es un cosquilleo cerca del ombligo, quizá un poquito más abajo. Pero a partir de varios minutos, ya no se siente el cosquilleo, y se comienza a sentir un calor en todo el cuerpo. Y conforme escucho el griterío y los silbidos de los clientes a mis espaldas  siento cómo la adrenalina se balancea ... se ahoga en los poros de mi piel.   Poco a poco voy cogiendo el ritmo de la música.  Una y otra vez los chicos gritan y una está ahí como Dios te trajo al mundo, en puras pelotas, en cueros.
Yo entonces, hago que no me importa nada de lo que está a mi alrededor, y fijo mi vista en un anuncio luminoso que tiene como emblema un caballo blanco con grandes crines... me imagino que escapo en el corcel desnuda y montando a pelo. Huyo en medio de la oscuridad  con un hermoso joven que me rescata de este burdel maloliente a tabaco y aerosol... luego recuerdo que no me puedo mentir, y por más que trato de pensar en cualquier cosa no dejo de sentir cierta vergüenza de estar en este prostíbulo disfrazado de night club.
Así es una de estúpida, se tiene un trabajo para al final sentirse mal. Todo por la hablada hedionda de la gente. Pero, también debo ser sincera: me agrada que los hombres observen mi cuerpo desnudo, me excita pensar que les gusta mis contornos femeninos como mis pechos duros y mi culito levantado. Es algo difícil de explicar: por un lado una se siente explotada, por otro lado una se siente bien haciendo los espectáculos en el hot tube. Es como un círculo vicioso... soy profesional, pero a veces una se siente mal y luego se siente bien.

 “Sable” me ha dado un gran apoyo que yo siento es sincero, siempre se lo he agradecido.
Cuando “Sable” y yo nos conocimos, él ya tenía algunos meses de estar en el business de los maripepinos. Sable es guapísimo: es todo músculo. A mí  me parece sexy, aunque no es mi tipo –debo confesarlo-. Me emociona verlo con la tanguita que usa y ese movimiento de cintura de adelante hacia atrás una y otra vez como queriendo fornicar el aire cuando le ponen una buena música para su número.
Al verlo bailar, da gusto oír cómo gritan las mujeres. Es innegable que con su contoneo excita a más de una  cuarentona  o a más de una veinteañera en su despedida de soltera. 
El fue quien me motivó  con los topless como dije anteriormente. Yo no quería al principio, me pareció algo atrevido, poco “elegante” sin “style” que rozaba con lo vulgar. Pero una se acostumbra a todo, incluso hasta quedar en “cueros”, desnudita, desnudita.
Es cuestión de rutina: “prefiero desnudarme en público, a que me desnuden en privado para que me forniquen” dirían algunas mujeres, yo por el contrario, digo que “negocio es negocio” me da igual en público o en privado siempre  que haya buen billete.
Decía que quien me ayudó a entrar en el show de la noche fue Armando, yo no quería al principio estar así en el hot tube a culo pelado, pero conforme fueron pasando  días, semanas, meses, me fui sintiendo mejor.
Experimenté una sensación que antes  ni hubiera imaginado y  pensé que no tenía por qué avergonzarme de lo que hacía, además ¿por qué tendría vergüenza de mi cuerpo, que es casi perfecto a no ser por el busto que es un poquitín pequeño?  Y así me lo voy a dejar porque  los implantes no van conmigo. Me da vergüenza engañar  tan campantemente a un cliente, y hacerlo creer que una es superdotada en delantera y en retaguardia. Ese tipo de timos siempre los he criticado entre mis “compas” del espectáculo.
Muchas se ríen de mis ocurrencias y me dicen: “- Mirá Jackie ¿quién se va a dar cuenta que una se dé una ayudita extra?” Es cierto, quizá no se den cuenta, pero me siento burlada. Yo soy la primera que es engañada y eso no lo soporto. Me gusta ser así: cien por ciento carnita al natural sin preservantes ni colores o sabores artificiales como dicen las indicaciones de algún producto en el supermercado.

Cambio de tema mi querida Guillermina: una tarde de la semana pasada Kiara y yo nos  estábamos tomando un café en el centro de San José, y una jovencita que desea entrar en el negocio de los topless le preguntó a mi amiga si nosotras nos aburríamos de hacer lo mismo todas las noches. Antes que Kiara le hiciera algún comentario yo me adelanté -tampoco quise dar mucha explicación - y le comenté que era cuestión  de cada una y punto. No estaba con ganas de entrar en detalles, ahora sí lo quiero hacer y lo primero que se me ocurre decir es que no  todas las noches son iguales en el night club. Así como los dedos de las manos son diferentes, así las noches son diferentes en el Girl’s gold.
Incluso las horas tienen su propia personalidad, su propio ritmo  de nacimiento y muerte al igual que las personas. 
Todo el ambiente cambia en el night club dependiendo de la hora en que estés bailando en la pista o sirviendo de dama de compañía con algún cliente. Porque muchas veces a una la invitan apenas terminás el numerito en el hot tube que se llegue a sentar justito al lado del “matusa”. Esto sí que es un dolor de cabeza porque en ocasiones finalizado el show lo único que deseo es irme a mi apartamento, meterme en la ducha tibia, darme un bañito, eso es algo que no tiene precio. El estiramiento de los músculos adoloridos con el agua caliente no tiene rival. Después viene el masaje en la espalda con aceite y varios perfumes. Pero, lo del masaje solo puede darse si tenés compañero o un amante,  porque de lo contrario, ¿ quién te lo va a dar? ¿ Quién te va a pasar las manos por todo el cuerpo sin pensar alguna cosa sucia? Porque todos los hombres son iguales solo piensan en la cama, en acostarse con una, y hasta ahí llegó el amor: “mameluco el tuco, mami” como dice mi amigo “el macho Heindenreich”
 A los hombres una no les puede pedir ningún favor porque entonces están malinterpretando... siempre lo mismo, todos son igualiticos, cortados con la misma tijera, un reguero de alborotados.

Decía que  las noches son diferentes unas de otras en el night club, eso es una realidad irrefutable, innegable, irrebatible. Los night clubs son como los celajes – qué linda comparación ¿no?- van cambiando minuto a minuto, de una hora a otra. Así es el night club donde trabajo, aunque una debe confesar que existen lugares comunes, puntos de referencia que no cambian. Como por ejemplo en los celajes se sabe que por más hermoso que sea, y por más intensa la luz, todo acabará en la oscuridad total; así sucede en el night club, llegada la madrugada, los murmullos van cediendo, se van disipando en el mismo silencio, son tragados por la  noche y el espectáculo da su nota final. Entonces, me digo que todo  nace y muere. Y a decir  verdad me da nostalgia.
Es exactamente igual cuando una hace el primer número en el hot tube, la primera vez en el hot tube jamás se olvida, es otra cosa que la gente no entiende o no sabe: ¡ mentira que a una se le quita el miedo, el pánico escénico con los años de bailar! Nada de eso, todo lo contrario, siempre es como la primera vez como escribí al principio de este hotmail. La mujer que diga lo contrario miente, siempre  da un “taquillo” antes de iniciar el baile.
Kiara fue la chica que me instruyó con eso del pánico escénico, es mi mejor amiga en el night club, por supuesto que después de vos.
Es muy hermosa o eso me parece con el pelo lacio cortísimo y rubio natural, rematando con unos ojos verdes grandes y unas espesas pestañas. 
Kiara tiene carácter en el hot tube. Posee dominio en todos sus ritmos. Yo muchas veces la miro hacer sus números, me agrada observar su ritmo lento al inicio para ir aumentando la cadencia dependiendo de la música escogida.
A  Kiara siempre le gustan las melodías lentas o rapidísimas, no las término medio. En las lentas se contorsiona  perezosamente, primero entrelaza las piernas en el tubo como queriendo aprisionarlo por toda una eternidad, fundirse con él, luego curva su torso y la cabeza  hacia atrás colgando  una mano  y con la otra se sostiene del tubo metálico, pareciera que  no sigue a la música, sino al contrario, que la música sale de su mismísimo cuerpo a cada movimiento suyo.
La primera  vez que la vi bailando tocaban una pieza de la cantante pop Roxete, es impresionante el parecido de ambas. Salió a pista como sale Roxete en un vídeo: con un traje negro de tiranticos,  de una sola pieza y descalza. Como era cuestión de quitarse el traje de un tirón lo hizo despacio, bailando de un lado para otro, contorsionándose, abarcando toda la pista  hasta que al final quedó en ropa interior: excitante debo confesarlo, sentí cómo se me subieron los colores a la cara. Al desnudarse por completo las manos me sudaron.
Es un espectáculo hermoso el de Kiara.
Diferente sucede si escoge una música rápida,  entonces parece que va persiguiendo cada ritmo y nota musical. Esto lo hace  antes de entrar a escena y ha mirado el público aletargado, en estado soporífero. Entonces, se va a donde el disck jockey y le dice: “Mirá, Cristian ponéme “Fresa salvaje” para que estos hijueputas se despierten, de lo contrario el patrón se va a poner chiva”.
Fríamente calculados sus movimientos, inicia el número en el suelo. Son gustos y preferencias: muchas de nosotras utilizamos el hot tube indistintamente para un número con música lenta o rápida, ella no.   Con la música rápida,  hace todo el número en el piso o de un lado a otro recorre  la pista sin tocar el hot tube. Es una especie de danza con ritmos duros, fuertes, de gimnasia y de aeróbicos. Debo confesar también que mi amiga  puede  realizar varios de estos movimientos porque se pasa todo el día en el sétimo piso del  Astoria haciendo ejercicios: ella es profesora de aeróbicos... Pero caramba, qué mierda si esto no era lo que deseaba decir sino que en el ambiente de noche es difícil conseguir buenas amigas, sin embargo, a veces se pueden encontrar. Continúo con Kiara:
Mi amiga vive ahora en Barrio Amón, en los apartamentos Florencia, cerca de la entrada del zoológico del Parque Bolívar. Los días que me he quedado en el condominio es bellísimo oír el canto de los pájaros que abundan por montones en la zona de Amón. De seguro que muchas de las aves han tomado como hábitat el mismo zoológico.
Hace poco compartía el apartamento con Karla... lástima porque  ya no están juntas, tuvieron una serie de diferencias a la hora de pagar las últimas mensualidades del alquiler. Eso fue con Karla, conmigo siempre se ha llevado de las mil maravillas...

Querida Guillermina, quisiera continuar escribiéndote pero ya no aguanto el sueño, se me cierran los ojos, te escribo el próximo viernes o jueves. Saludos. Jackie.

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