martes, 19 de julio de 2016

Ambrose Bierce El Clan de los Parricidas y otras historias macabras.


Ambrose Gwinnett Bierce (1842 - 1914) fue uno de los más peculiares y personales escritores de cuentos de la historia. Nació el 24 de junio de 1842 en Horse Cave Creek, en el estado norteamericano de Ohio, como décimo hijo de un matrimonio de agricultores pobres. El resto de sus hermanos y hermanas obtuvieron del ingenio paterno -rasgo que Marcus Aurelius Bierce, el progenitor, sin duda transmitió a su vástago- nombres que también empezaban con la letra `A`: Abigail, Amelia, Ann Marie, Addison, Aurelius, Augustus, Almeda, Andrew, Albert, Arthur, Aurelia y Adelia. Dicho sea de paso, su padre, mal trabajador y gran lector, inculcó a Ambrose el vicio de la lectura, y su modesta vivienda siempre estuvo bien surtida de ejemplares de autores clásicos y libros que fomentaron en él la futura pasión por escribir. Laura Sherwood Bierce, su madre, fue el pilar fundamental en la casa, una casa en la que las relaciones familiares distaban mucho de ser buenas.

En 1846 se trasladan a Indiana. A sus nueve años, Ambrose comienza a trabajar en una imprenta, en la que permanece por espacio de varios años. Con diecisiete, tiene lugar uno de esos jugosos episodios que jalonan su propia vida, en ocasiones tan interesante como sus relatos: mantiene una relación con una mujer madura de unos setenta años. Es entonces cuando su familia lo envía al `Kentucky Military Institute`, en el que permanece un año. Tras este periodo de `destierro`, regresa a la granja de sus padres en Indiana y ejerce los más variopintos oficios: albañil, camarero, mozo de salón...

En 1861, con el estallido de la Guerra de Secesión, se alista como voluntario en el ejército de la Unión, participando en numerosas batallas y episodios bélicos que le sirven de inspiración directa en muchos de sus cuentos, protagonizados por soldados. Es en la batalla de Kenesaw Mountain, donde recibe una herida en la cabeza, donde acaba siendo hospitalizado en Chattanooga. Aparentemente recuperado, se reincorpora a su puesto meses más tarde, pero sufre frecuentes recaídas y finalmente abandona su carrera militar, licenciándose de ella en 1865. El Norte ha ganado la guerra.

En este año de 1865 comienza su trabajo en la Casa de la Moneda, en Alabama. Su contacto con funcionarios y politiquillos corruptos va formando poco a poco su cínica opinión sobre el género humano, y dando carta de naturaleza a sus legítimas obsesiones acerca de la clase de `trabajos` que hacen mover el mundo. Viaja a New Orleans y, de allí, a Panamá, componiendo cuadernos de viajes.

Participa, en 1866, en una expedición militar contra los sioux, en calidad de ingeniero topógrafo. Toma, durante esta aventura, abundantes notas e incluso dibujos que, años más tarde, se publicarán en forma de libro. Al año siguiente viaja a San Francisco, donde se establece y comienza a tomarse en serio sus aspiraciones de escritor, en una ciudad con marcado ambiente cultural. Empieza por componer poemas de escasa repercusión que se publican en el `Californian`. El futuro de Ambrose Bierce no era la poesía. También en el `Californian` y otras revistas de la ciudad publica ensayos sobre los más diversos temas, siempre en un estilo desmesurado y satírico, deudor del de otro de los más brillantes irreverentes contemporáneos suyos, el gran Mark Twain. Ataca con su pluma a la sociedad establecida, el clero, los funcionarios, las feministas... es un periodista autodidacta y feroz que no se muerde la lengua. Es redactor del `News Letter`, famoso periódico en el que lanza su corrosiva sección `The Town Crier`, y se mezcla con los círculos sociales y políticos de San Francisco, a los que vitupera en sus escritos: `estas gentes acogen al lobo entre sus filas, admiradas de su insolente ingenio`.

En 1871, durante unas vacaciones en San Rafael, conoce a Ellen Day (llamada familiarmente Mollie) con la que se casa en navidades de ese mismo año. Unos meses más tarde, abandona su puesto de redactor en el `News Letter` y el matrimonio viaja a Londres. El tardío viaje de novios se transforma en residencia en las islas británicas, en las que permanecen hasta 1875. Durante este período, Ambrose publica en varios periódicos ingleses, a la vez que envía artículos allende los mares, que ven la luz en el Alta California. Es también en esta época cuando ve publicados sus primeros libros, `Friend´s Delight`, `Nuggets and Dust` y `Cobwebs from a emply skull`, libros todos ellos despreciados por el propio Bierce posteriormente, debido a su escaso nivel, dado que se trata de obras primerizas. En Londres es donde el autor se gana su famoso apodo `Bitter Bierce` (Bierce el Amargo), que casa perfectamente con su talante cínico y escéptico, a la vez que rebelde. En Bristol, ciudad a la que el matrimonio se traslada buscando aires más benignos para el asma de Bierce, nace en 1872 su primer hijo, Day. Y en Leamington, dos años después, llega Leigh, su segundo retoño.

Llegados a 1875, encontramos que Mollie decide volver a América con sus hijos. Está embarazada de nuevo, pero Ambrose, que desconoce su estado, se queda algunos meses más en Londres, esperando que ella cambie de opinión. En septiembre abre los ojos a la realidad y toma rumbo a San Francisco para reunirse con su familia, justo a tiempo para asistir al nacimiento de su hija Helen.

Es en 1877 cuando consigue un estable puesto como redactor de la revista `Argonaut`, en la que comienza su nueva página, `The Prattler`. También publica un libro en colaboración, `The Dance of Death`, que adquiere gran éxito. Al año siguiente fallece su madre, hecho que sin duda, y aun para el irreverente y despegado Bierce, supone un duro golpe. Su padre había fallecido dos años antes. A pesar de estas calamidades familiares, su fama como corrosivo articulista en la `Argonaut` va viento en popa, con lo que no se comprende muy bien su decisión (en otro de esos aventureros episodios de su vida) de viajar en 1880 a Rockerville, Dakota, para encargarse de la administración de unas minas de oro. Al año siguiente regresa a San Francisco y, no pudiendo volver a la `Argonaut`, encuentra puesto en el semanario `Wasp`, en el que continúa con su satírica y muy leída página. En estos momentos, inicia la redacción de su obra magna, `El Diccionario del Diablo`, (`Devil´s Dictionary`) para el que ha estado trabajando durante años bajo el primer título de `The Cynic´s Word Book` (`El Diccionario del Cínico`).

Se inicia para Bierce, en 1886, un periodo oscuro de malas experiencias: se queda sin trabajo al cambiar el `Wasp de dueño, en 1888 se separa de su mujer -o más bien la abandona al descubrir que ésta recibe cartas de otro hombre-, un año después, su primogénito Day muere en un duelo, y a todo esto hay que añadirle la carga de su mala salud. Quizás estas tragedias `animan` su carácter sombrío, lo que le permite escribir algunos de sus más logrados cuentos de horror. Una luz entre tanta oscuridad tenía que surgir: el sin par magnate William Randolph Hearst le incorpora a su plantilla en el `The San Francisco Examiner`, en donde continúa una vez más con su `The Prattler`. También trabaja para el `New York Journal` y, a la par que su carrera periodística, florece la literaria, viendo la luz su famoso `Cuentos de soldados y civiles`, (`Tales of soldiers and civilians`), para los que sus experiencias bélicas de secesión tanto le valieron, y `El monje y la hija del verdugo`, (`The Monk and the Hangman´s Daughter) adaptación propuesta por el Dr. Danziger (Adolphe de Castro, para más señas, también colaborador de Lovecraft) de un texto alemán. En 1892, publica `Can such things be?`, y en 1899, `Fantastic Fables`. En este ultimo año, Bierce abandona San Francisco y se traslada al este. Su hijo Leigh se casa en 1900, pero, desgraciadamente, ha heredado la debilidad física de su padre y al año siguiente muere de pulmonía. Helen, su única hija, no tiene mucha mejor suerte: enferma de tifus y es hospitalizada durante meses. Se casa con un tal Samuel Ballard sólo para divorciarse en 1906 y volver a contraer matrimonio en 1907 con Harry Cowden: la familia Bierce es inquieta.

Nuestro autor, a su vez, obtiene el divorcio de Mollie en 1905, y ésta muere en abril de ese mismo año. La salud de Bierce se resiente, pero su trabajo para las publicaciones de Hearst continúa. En 1906, una disputa entre estos dos hombres de carácter hace que deje de escribir para todos sus periódicos, excepción hecha del `Cosmopolitan`, que abandona, de todas formas, en 1909. A partir de este año, Bierce (que ya pasa de los sesenta) comienza a acariciar la idea de publicar sus `Obras Completas`, entre 1909 y 1912 trabaja en este proyecto, que ve la luz definitivamente con el título de `Collected Works`, siendo su último trabajo publicado y prácticamente su despedida de la Literatura.

Es ahora cuando la biografía de Ambrose Bierce comienza a virar hacia la condición de leyenda. En 1913, su último año entre los vivos (presumiblemente), Ambrose planea lo que sería su espectacular salida de escena. Tras realizar unas nostálgicas visitas a los que fueron campos de batalla en su juventud, cruza la frontera hacia México sumido, por aquel entonces, en la confusión de la revolución. Algunos indicios, como crípticos comentarios del autor, y cartas a parientes y allegados, dejan entrever su intención de encontrar a Pancho Villa y unirse a sus filas, o quizás, más consecuentemente y debido a su edad, participar como observador de los históricos acontecimientos que se estaban desarrollando. Para Ambrose, profundo diseccionador de los comportamientos humanos, sin duda representaba un reverdecimiento de su combativo espíritu natural. Y es en este lugar, y en este año, cuando todas las pistas sobre su destino, toda noticia sobre su posible muerte y cómo se habría producido ésta, desaparecen en el terreno de las especulaciones: muerto en una sangrienta batalla revolucionaria para unos, fusilado por rebeldes, fallecido a causa de la vejez y sus propios innumerables achaques para otros... lo cierto es que el destino final del mordaz hombre de letras nos es totalmente desconocido. Quizás entremos de lleno en las sombras de la especulación y las leyendas, pero no es del todo descabellado sugerir que Bierce el Amargo, fiel hasta el final a su espíritu libre y a su estilo inigualable, decidió complacerse a sí mismo y reírse una vez más del mundo, desapareciendo misteriosamente en lo que parece, ni más ni menos, que el clímax de alguna de sus inquietantes narraciones. Le salió bien la jugada. Si hoy día pudiese leer sus apuntes biográficos encabezados por un `Ambrose Gwinnett Bierce, 1842 - ¿?`, probablemente sus carcajadas llegarían hasta el mismísimo Infierno.

Enrico Pugliatti
 
Cuento.
Aceite de perro
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Oil Can. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón de que la pequeña herida roja de su pecho —la obra de mi querida madre— no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije, «no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría los huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo del incomparable Oil Can por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente». En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre la ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitieran la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para estrangularla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Fuente:
Ambrose Bierce, 1994

Traducción: Javier Sánchez García-Gutiérrez

Editor digital: Titivillus

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