martes, 29 de septiembre de 2015

George Orwell. MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE.


  NOTA EDITORIAL

La presente edición recoge una selección de textos de George Orwell escritos entre 1936 y 1949. Los contenidos se han ordenado según la fecha de publicación, excepto cuando se indica lo contrario. Para las traducciones se ha seguido la edición en cuatro volúmenes de sus ensayos, escritos periodísticos y cartas realizada por Sonia Orwell e Ian Angus en 1968 (The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, cuatro volúmenes, Nueva York, Hartcourt, Brace & Co.).


 PRÓLOGO
 LA LEY OCULTA

En 1998 se publicó en el Reino Unido la obra completa de George Orwell en veinte volúmenes. Para un escritor que murió a los cuarenta y siete años no es que sea una producción escasa; queda claro, además, que no sólo es el autor de Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja o 1984. Dicha edición no tuvo una gran tirada; a día de hoy es muy difícil -y carísimo- hacerse con una colección a la que no falte un solo tomo. La publicación corrió a cargo de Secker & Warburg, un sello de prestigio que entonces era (y hoy sigue siendo) parte de la mastodóntica Random House. El trabajo editorial primoroso y soberbio que se trenza en esos millares de páginas es fruto de los años de desvelo y examen escrupuloso que ha dedicado Peter Davison a compilar y esclarecer la obra del escritor británico más influyente de mediados del siglo XX. A los cincuenta años de su muerte ya era un clásico con todas las de la ley. Y diez años más tarde lo es más que nunca.
Orwell es sin ningún género de dudas un forjador de fábulas y mitos de validez universal. Se ha dicho también que fue el último puritano, un santo laico, «la conciencia invernal de una generación» (V. S. Pritchett). Igual que T. E. Lawrence, quiso ser un hombre de acción y revelar a la vez lo fraudulento de tal empresa. Tuvo que sufrir, aunque fuera un sufrimiento autoinducido: sufrió por la causa del ciudadano de a pie, al margen de fronteras y naciones, fuera cual fuera la ideología que lo tiranizaba. Y desconfió de toda muestra de acatamiento, de toda manifestación de corrección política, eufemismo infeccioso que detectó mucho antes de que fuese una realidad patente.
En «Por qué escribo», texto de 1946 que aquí se incluye, Orwell desgrana cuáles son las motivaciones de quien se pone a escribir y las clasifica en cuatro bloques: egoísmo puro y duro, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. Son razones encontradas, claro está, que no se dan en la misma medida. En su caso, es evidente que prima la cuarta. Como él mismo señala:
La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron mi escala de valores y me permitieron ver las cosas con mayor claridad. Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático […] Me parece una rematada tontería, en una época como la nuestra, pensar siquiera que se puede evitar el escribir sobre tales asuntos […] Sólo es cuestión de elegir bando y posición. Cuanto más consciente es uno de su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su estética ni su integridad intelectual.
No obstante, el grado de compromiso que adquiere lo lleva a formular esta postura de un modo que causa todavía honda impresión por la cordura demoledora de su actitud autocrítica, y es que añade: «No se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad. La buena prosa es como el cristal de una ventana […] Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los disparates». Llevó a tal extremo esta coherencia que repudió dos de sus cuatro primeras novelas precisamente por estas razones.
Orwell es un modelo que cualquier escritor debiera tener en mente por su ética y por su teoría estética, resumida en estas líneas y demostrada con pelos y señales en cada uno de sus textos. Los que se recogen en este volumen vienen a constituir, para entendernos, una selección de las caras B de una discografía esencial. Y cualquier buen melómano sabe que al dorso de los grandes éxitos es donde se encuentran auténticas joyas. En esa línea de tensión entre la ficción y la no ficción es donde se halla una clave esencial para entender a Orwell. A veces me pregunto qué habría sido de Orwell sin tuberculosis galopante, o si la estreptomicina hubiese llegado antes y hubiese funcionado mejor y su vida hubiera tenido una duración normal. Es una especulación sin sentido; el propio Orwell bromeó, poco antes de morir, cuando dijo que ningún escritor muere mientras no haya dicho todo lo que tiene que decir. A pesar de todo, me permito dudar de que en el campo cada vez más esquilmado y angosto de la novela hubiera dado sus mejores frutos. En cambio, tengo la certeza, y no soy el único, de que su trabajo de no ficción, ensayos y artículos y reportajes y documentales y polémicas y diagnósticos y crítica (literaria, social, política), habría llegado a ser un monumento literario de mayor envergadura de la que ya tiene, y de la que en este volumen queda cumplida muestra.
Fuera de Inglaterra, a Orwell se le conoce por sus dos grandes novelas y, como es lógico, por Homenaje a Cataluña. Su amigo Cyril Connolly a menudo apremió a Orwell para que abandonara el periodismo y el ensayismo de sesgo político, para que volviera a escribir novelas. Él mismo manifestó alguna vez esa aspiración: al menos, su viuda afirmó que su deseo era retirarse del mundanal ruido y escribir una novela decente al año. Yo no creo que le hubiera sido posible: Orwell, precisamente por defender al individuo contra el Estado y la represión, no podría haberse abstenido de lo colectivo, de su vocación irrenunciable de ciudadano activo en la polis. Connolly, que fue además editor de no pocos ensayos de Orwell (los publicados en Horizon, la revista que dirigía), y que es también el causante de que Orwell comenzara «Ay, qué alegrías aquellas», un texto autobiográfico señero y controvertido -ambos estudiaron juntos de adolescentes, y Connolly le propuso que pusiera por escrito sus recuerdos cuando él hizo lo propio en la tercera parte de Enemigos de la promesa (1938)-, pertenece al tipo de intelectual inglés que representa el divorcio de la sensibilidad política y literaria, que precisamente la vida y la obra de Orwell contradicen de plano, a conciencia. Es un divorcio contra el que Orwell clama a menudo, y está en la raíz del ataque contundente y efectivísimo que lanza contra W. H. Auden en «En el vientre de la ballena».
En este sentido, es notable, por ejemplo, la atención que Orwell presta a la cultura popular: sabe que es la más difundida, y por tanto la que más influye, y por tanto muy digna de atención. Su lectura -es de hecho lo que más destaca en este Orwell: su afición a la lectura y su perspicacia lectora- de los semanarios juveniles, de las novelas de quiosco o pulp fiction, si se quiere, da lugar a una serie de estudios pioneros dé sociología de la literatura, de análisis claros y directos de asuntos ante los que suele escurrir el bulto la crítica oficial.
«En el vientre de la ballena» es un ensayo en el que elogia el arte de Henry Miller, cuyo cinismo y postura apolítica le asqueaban de un modo que, en su eficacia y coherencia, debiera sentar una pauta a la hora de escribir sobre un autor tan prometedor, enemigo o no de lo que fuera. Igual procede al distinguir la excelencia artística de Eliot y Kipling, sin dejar de denunciar la deshumanización y el pesimismo desolador de sus planteamientos políticos. Hace falta estar hecho de una pasta muy especial para dar un premio a Pound y condenar sin paliativos la persona del gran poeta, a quien tacha -a él, no a sus poemas-, con razón demostrada, de antisemita, criminal de guerra y racista repugnante.
Es sabido que Auden encabezó un grupo de escritores comprometidos y que escribió, además de sus impresionantes «Sonetos de China», un poema titulado «España, 1937», que se publicó en forma de panfleto. Las ganancias por las ventas del mismo se destinaron a la Ayuda Médica a la República española. Es dudoso que el poema cambiase la visión que se pudiera tener sobre el conflicto español, o que desempeñase ningún papel en la decisión de que alguien se alistara en la lucha contra Franco, pero sí es indicativo de que la poesía puede hacer que sucedan algunas cosas. Sin embargo, a juicio de Orwell, cuando Auden decide meterse en harina, como tantos otros, se le va la mano en el entusiasmo, y lo hace con una pretensión exagerada. Para Orwell, la cordura y la sensibilidad quedan para el arte: la ira y la autenticidad, para la política. A raíz de la crítica que Orwell le hizo en este ensayo -que es un prodigio de recorrido intelectual: analiza el impacto causado por la publicación de Trópico de Cáncer y otras obras de Henry Miller, y parece que va a ser un aplauso de la renovación debida a este escritor norteamericano, cuando la intención real de Orwell es desmenuzar el panorama de la literatura de los años treinta y poner los puntos sobre todas las íes en el confuso terreno en que se entrecruzan literatura y política-, Auden no sólo se avino a modificar una de las estrofas del poema, sino que terminó por desautorizar la inclusión del mismo en sus Obras Completas. La conciencia gélida de su generación instiló en el poeta la certeza de que hay asuntos de tal calado que la más mínima frivolidad es un delito casi más grave que la comisión del asesinato al que se refiere. Si un texto como «En el vientre de la ballena» surtió entre otros ese efecto, Orwell vuelve a demostrar que lo escrito tiene incidencia en la realidad. En eso es igual que el poema de Auden, aunque la incidencia y refracción de ambos rayos de luz sean distintos en el cristal de lo palpable. Por consiguiente, si Orwell es todavía un modelo, es más necesario que nunca. La emulación no es fácil. De hecho, no siempre ha sido un modelo afortunado: hace falta ser un Orwell para salir con bien del envite. Hace falta haber leído lo que Orwell leyó y de la manera en que lo hizo: en algún sitio dice que tiene novecientos libros, pero parece haber leído ocho o nueve veces esa cifra. Hace falta haber vivido una serie de experiencias de primera mano y con los ojos bien abiertos, y hace falta no tener pelos en la lengua para decir las cosas alto y claro. En los textos de este volumen encontrará el lector al otro Orwell: al ensayista, al polemista militante, y aún detrás, al lector. No en vano un escritor aprende a escribir sobre todo leyendo… incluso a escritores que están en sus antípodas, caso de Kipling y Eliot, de Wilde, o de la cultura popular en muy variadas manifestaciones, como son las revistas juveniles y tebeos de la época.
Sobre «Ay, qué alegrías aquellas», un texto en el que Orwell rehace el camino recorrido -no es el único texto autobiográfico de Orwell: tenía una rara habilidad para referirse a su historia personal como ilustración de no pocas cuestiones en apariencia no relacionadas con su vida- y retorna a su infancia y adolescencia, creo que no está de más una última observación. No es una prefiguración de 1984. Éste es un error grave en el que ha caído buena parte de la crítica, empezando por quienes no quisieron que se publicase ni siquiera póstumamente, pues es sangrante con el sistema educativo británico. Pero es un texto terminado días antes de que comenzara la redacción de su última novela, y si se tiene en cuenta el parentesco ambiental y perceptivo (y la similitud de ciertos hábitos muy afines al síndrome de Estocolmo que cultivan a su pesar el niño en un internado y el hombre inmerso en una sociedad aberrantemente totalitaria), todo indica que entre esa sección transversal de sus recuerdos de infancia y la novela futurista existe una ligazón innegable. Tan opresivos eran aquellos internados asfixiantes como lo sería el tósigo constante del campo de concentración global en que se convierte la sociedad humana con el sistema totalitario contra el que Orwell, por medio de Winston Smith y de Julia, la chica del departamento de ficciones, y por medio de sus muy numerosos y magníficos ensayos, ha hecho tal vez más que nadie para precavernos, curándonos en salud.
Y es sin embargo Auden, honesto a la hora de desechar por deshonesto un poema suyo -«España, 1937», además de otro poema de ocasión, «1° de septiembre de 1939», por opinar que «estaban ambos infectados de una deshonestidad incurable»- cuando preparaba la edición de sus poesías completas, quien mejor nos da la pista para entender qué es lo que estaba haciendo Orwell cuando escribía. Auden tiene un poema que se titula «La ley oculta», y que no he encontrado traducido al castellano, de modo que lo voy a parafrasear, porque la traducción de poesía es un delito que debiera estar tipificado en el Código Penal (no lo digo yo: se lo he oído decir a Ángel Martín Municio, de la Real Academia de la Lengua Española). Viene que decir que «la ley oculta no niega / nuestras leyes de la probabilidad, / aunque toma el átomo y la estrella / y el ser humano tal cual son, / y no responde si mentimos. // Ésa es la única razón por la cual / ningún gobierno la puede codificar / y las definiciones legales trastocan / la ley oculta. // Con paciencia infinita no / nos detendrá si queremos morir: / si de ella huimos en un coche / si la olvidamos en un bar, / así somos castigados / por la ley oculta».
Nada hay tan engañoso como esos escritores soi-disant fieles que sólo se dedican a decir a los cuatro vientos lo que han visto. Orwell ha sabido contarnos lo que está en todo momento por debajo de lo que cualquiera ve, la ley oculta que rige lo que está aconteciendo, aunque el cuerpo y el espíritu y la sociedad misma hagan todo lo posible para que no lo percibamos.


septiembre de 2006
MIGUEL MARTÍNEZ-LAGE.
Fuente:
George Orwell
 El león y el unicornio y otros ensayos
Título original: The Collected Essays. Journalism and Letters of George OrwellGeorge Orwell, 1968Traducción: Miguel Martínez-LageDiseño de cubierta: akg-imagesEditor digital: German25ePub base r1.2

domingo, 27 de septiembre de 2015

Octavio Paz. La llama doble.


La llama doble es un ensayo enteramente unitario que, por su importancia en el conjunto de la obra Octavio Paz, resulta comparable a títulos tan decisivos como El arco y la lira o El laberinto de la soledad. Aun cuando la redacción material del libro se produjo entre marzo y abril de 1993, el propósito de escribirlo data por lo menos de 1965, y en aquella época el autor redactó los primeros apuntes de lo que deseaba que, «partiendo de la conexión íntima entre los tres dominios —el sexo, el erotismo y el amor—, fuese una exploración del sentimiento amoroso».
Resumiendo toda su trayectoria de vida, pensamiento y escritura, con una tensión expresiva inabatible y una lúcida y conmovida cercanía al núcleo más íntimo y esencial de la existencia humana, Octavio Paz examina, compendia, hace revivir y otorga pleno sentido, desde sus orígenes en la memoria histórica y mítica hasta la experiencia cotidiana más inmediata, a uno de los elementos fundamentales de la vida de hombres y mujeres: «El fuego original y primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y ésta, a su vez, sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la llama doble de la vida».
Fuente: Editorial Seix Barral. Biblioteca breve.

sábado, 26 de septiembre de 2015

Joseph Conrad. Novela: Nostromo.


La novela se desarrolla en el puerto imaginario de Sulaco, cuya economía depende de la minería de plata. En ella, dibuja las características de la política interna e internacional en los países latinoamericanos de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, así como la intervención de Estados Unidos para asegurar sus intereses económicos. Las guerras civiles de las élites criollas, las intrigas y el supuestamente `incorruptible` líder popular, determinan finalmente la secesión de Sulaco que se declara independiente de Costaguana, en aras de asegurar la mina de plata de San Tomé a los estadounidenses y a sus asociados en la élite local.
Enrico Pugliatti.
***
NOTA por Joseph Conrad.
Nostromo  es la novela elaborada con mayores angustias entre las más extensas, que pertenecen al período siguiente a la publicación del volumen de narraciones cortas, intitulado Typhoon.
No quiero decir que llegara entonces a tener conciencia de algún cambio inminente en mi mentalidad o en mi opinión sobre las tareas de mi vida de escritor. Tal vez no ha habido nunca cambio alguno, a no ser en ese algo misterioso y raro que no tiene nada que ver con las teorías del arte; un cambio sutil en la naturaleza de la inspiración, fenómeno del que de ningún modo puede hacérseme responsable. Lo que, a pesar de eso, me puso en algún apuro es que, después de terminar el último relato del volumen Typhoon, me pareció, no sé cómo, haber agotado la materia y que en el mundo no quedaba ya nada de que escribir.
Este humor, extrañamente negativo y perturbador a la vez, se prolongó por algún tiempo; y después, como me ha ocurrido con muchas de mis novelas más largas, se me ofreció la primera sugestión para escribir Nostromo en la forma de una anécdota cogida al vuelo y enteramente desprovista de incidentes de importancia.
El hecho es que en 1875 ó 1876, siendo todavía muy joven, y hallándome en las Indias Occidentales, o más bien en el Golfo de México, pues mis contactos con tierra eran breves, pocos y pasajeros, oí la historia de cierto individuo al que se atribuía haber robado por sí solo toda una gabarra llena de plata en un punto del litoral de Tierra Firme, durante los trastornos de una revolución.
El caso presentaba a primera vista cierto carácter hazañoso. Pero no recogí pormenores, y, no inspirándome especial interés el crimen en cuanto crimen, no era probable que lo conservara en mi memoria. Y en efecto lo olvidé, hasta que, veintiséis o veintisiete años más tarde, acerté a dar con el mismo asunto en un mugriento volumen, cogido al azar a la entrada de una librería de viejo.
Era la biografía de un marinero americano, escrita por él mismo con la ayuda de un periodista. Durante sus viajes, el narrador y héroe de la historia había servido algunos meses a bordo de una goleta, cuyo patrón y dueño era el ladrón del relato oído en los primeros días de mi mocedad. De la identidad del personaje no me cabe la menor duda, porque difícilmente pueden darse dos hazañas de tan singular índole en la misma parte del mundo, y ambas relacionadas con una revolución sudamericana.
El autor de la fechoría había logrado con maña robar una gabarra cargada de barras de plata, abusando, según parece, de la confianza depositada en él por sus amos, que debieron de ser muy poco perspicaces para conocer el carácter de sus dependientes. En la historia del marinero se le describe como un pillo redomado, fullero, estúpidamente feroz, retraído, de ruin aspecto y enteramente indigno del ascendiente que la ocasión de perpetrar aquel robo le había procurado. Lo más curioso es que se jactaba de ello con el mayor descaro.
Solía decir:
—La gente se figura que he ganado una fortuna con esta mi goleta. Pero todo ello no vale nada, ni me importa un comino. De cuando en cuando hago una escapada muy tranquilamente y saco una barra de plata. Necesito enriquecerme poco a poco, ¿comprendes?
Hay además otro lado curioso sobre el modo de pensar del hombre. En cierta ocasión, durante un altercado, el marinero le dijo en son de amenaza:
—¿Y si se me antojara referir en tierra lo que usted me ha contado acerca de esa plata?
El cínico rufián se quedó tan fresco, y hasta se echó a reír.
—¡Ah, imbécil! —le respondió—. Si te atreves a decir eso de mí en tierra, recibirás una puñalada por la espalda. No hay en ese puerto hombre, ni mujer, ni muchacho, que no sea amigo mío. Y ¿quién podrá probar que la gabarra no se hundió? Yo no te he dicho dónde está escondida la plata; ¿no es así? Por consiguiente no sabes nada positivo. Supongamos que yo hubiera mentido. Y entonces ¿qué?
Al fin el marinero, disgustado de la sórdida ruindad de aquel ladrón impenitente, desertó de la goleta. El episodio entero ocupa unas tres páginas de su autobiografía. Nada hay que decir respecto a ésta; pero, al repasar su contenido, la curiosa confirmación de las pocas palabras, oídas casualmente en mi primera juventud, evocó los recuerdos de aquella época lejana, cuando todo era tan nuevo, tan sorprendente, tan romántico, tan interesante: retazos de costas extrañas a la luz de las estrellas, sombras de montañas en pleno sol, pasiones de los hombres en la oscuridad, charlas medio olvidadas, semblantes que se ponían tétricos. Quizá, quizá queda todavía en el mundo algo de que escribir.
Con todo, en un principio no descubrí nada de particular en la historia escueta. Un bribón roba una gran cantidad de cierta mercancía preciosa, así lo dice la gente. Podrá ser verdad o mentira, y sea como fuere, no tiene valor en sí mismo. Inventar un relato circunstancial del robo no me seducía, porque mis facultades y dotes de escritor no me llevan por ese camino; ni creo que el asunto valiera la pena. Sólo cuando vislumbré que el ladrón del tesoro no necesitaba ser precisamente un consumado canalla, cabiendo muy bien que poseyera grandes dotes de carácter y que hubiera intervenido como actor y víctima eventual en las tornadizas escenas de una revolución; entonces solamente fue cuando tuve la primera visión vaga de un país que había de convertirse en la provincia de Sulaco con su elevada y sombría Sierra y su brumoso Campo para servir de mudos testigos de acontecimientos ocasionados por las pasiones de hombres incapaces de distinguir claramente el bien del mal.


Tales son en puridad los oscuros orígenes de la novela Nostromo. Desde ese momento, a lo que supongo, quedó decretado que había de existir. Sin embargo, aun entonces vacilé, instigado por las sugestiones del instinto de propia conservación, que me retraía de aventurarme en un viaje largo y penoso a un país lleno de intrigas y revoluciones. Pero no había remedio: tenía que hacerse.
La ejecución del proyecto me llevó la mejor parte de los años 1903 y 1904; no sin bastantes intervalos de renovadas vacilaciones, temiendo perderme en los panoramas cada vez más dilatados que se abrían ante mí, al paso que me adentraba más y más en el conocimiento de la región y sus moradores. A menudo también, cuando creía haber llegado a un punto de parada en la marcha de los enmarañados asuntos de la República, hacía la maleta (hablando en sentido figurado) y escapaba de Sulaco para mudar de aires y escribir algunas páginas de Mirror of the sea.
Mas en general, como he dicho antes, mi permanencia en el Continente de la América Latina, famosa por su hospitalidad, duró cerca de dos años. A mi regreso hallé (para decirlo en el estilo del capitán Gulliver) a toda mi familia sin novedad, a mi mujer muy contenta de ver pasado el enojoso trance, y a mi muchachito muy crecido durante mi ausencia.
La principal autoridad que he utilizado en la historia de Costaguana es, por supuesto, mi venerado amigo, el difunto don José Avellanos, representante acreditado de dicha república cerca de los gobiernos de Inglaterra y España, etc., en su imparcial y elocuente Historia de Cincuenta Años de Desgobierno. Esta obra no se ha publicado nunca —el lector llegará a saber la causa de ello— y en realidad soy yo la única persona del mundo que está enterada de su contenido. Me lo he asimilado en no pocas horas de seria meditación, y espero que mi esmerada fidelidad en exponer la verdad de los hechos ha de merecer confianza. Para mi justificación y para disipar recelos de los futuros lectores, me complazco en indicar que las escasas alusiones históricas no han sido traídas por los cabellos con intención de ostentar mi erudición, en ese punto única; antes bien se citan porque todas y cada una se hallan estrechamente relacionadas con la realidad de los tiempos, y o bien arrojan luz sobre la naturaleza de los sucesos corrientes, o bien ejercen una influencia directa sobre la suerte de las personas que salen en mi relato.
Por lo que a sus historias se refiere, ora pertenezcan aquéllas a la aristocracia o al pueblo, sean hombres o mujeres, latinos o anglosajones, bandidos o políticos, he procurado trazarlas con la serena imparcialidad que me han permitido el calor e ímpetu de mis propias emociones puestas en verdadero conflicto. Al fin y al cabo este libro es también la historia de los conflictos de esas personas. Al lector corresponde decidir el grado de interés que merecen sus actos y los secretos designios de sus corazones, revelados en las duras necesidades de la época. Confieso que para mí esa época lo fue de amistades firmes y hospitalidades que perduran en mi memoria. Cumpliendo un deber de gratitud, debo mencionar aquí a la señora de Gould, "la primera señora de Sulaco", a quien sin riesgo alguno podemos dejar recibiendo los secretos homenajes del doctor Monygham, y a Carlos Gould, el creador idealista de intereses materiales, a quien dejaremos también entregado a su mina, de cuya fascinación no hay escape posible en lo humano.
Acerca de Nostromo, el segundo de los dos personajes, parangonados en un aspecto racial y de clase, uno y otro cautivados por la plata de la Mina de Santo Tomé, me creo obligado a decir algo más.
No he vacilado en hacer que esa figura central fuera un italiano. En primer lugar el supuesto es perfectamente creíble, ya que los italianos hormigueaban a la sazón en la Provincia Occidental, como podrá comprobar todo el que consulte la historia de la América Latina en ese periodo; y en segundo lugar no había otro tipo que pudiera figurar mejor al lado de Giorgio Viola, el garibaldino, el idealista de las viejas revoluciones humanitarias. Por mi parte necesitaba en ese punto un hombre del pueblo, tan despojado como fuera posible de sus convencionalismos de clase y de todos los modos rutinarios de pensar. Y conste que con esto no intento herir de soslayo esos convencionalismos; las razones que a ello me han movido no han sido morales, sino artísticas. Si el mencionado personaje hubiera sido anglosajón, se habría inmiscuido en la política local. Pero Nostromo no aspira a ser un leader en la lucha entablada entre personalidades que se disputan el predominio; no quiere elevarse sobre la masa; está contento con sentirse un poder dentro del pueblo.
Nostromo es principalmente lo que es, porque su carácter me fue sugerido en mi temprana juventud por un marinero mediterráneo. Los que hayan leído ciertas páginas de otra obra mía comprenderán al punto lo que quise significar al decir que Domingo, el padrone del Tremolino, pudo haber sido un Nostromo en determinadas circunstancias. Como quiera que sea, Domingo llegó a comprender a su camarada más joven de una manera perfecta —aun en medio de sus desahogos despectivos. Él y yo estuvimos comprometidos juntos en una aventura un tanto absurda, pero esta circunstancia importa poco. Para el autor de estas líneas es una verdadera satisfacción el pensar que, en los primeros días de su juventud, hubiera en él, a pesar de todo, algo digno de merecer la fidelidad semi-acre de aquel hombre y su adhesión semi-irónica. Muchas expresiones de Nostromo las oí por vez primera en boca de Domingo. Con la mano sobre la caña del timón, y la mirada intrépida registrando el horizonte al amparo de su capucha monacal que le sombreaba el rostro, solía proferir el exordio habitual de su impecable crítica: Vous autres gentilhommes! en un tono cáustico, que resuena todavía en mis oídos. De igual modo que Nostromo: " ¡Ustedes, los hombres finos!" Parecidísimo a Nostromo. Pero Domingo el corso alimentaba cierto orgullo de prosapia, del que Nostromo estaba exento, porque el linaje del último se remonta a un origen mucho más antiguo todavía: es un hombre que lleva tras sí el peso de incontables generaciones, sin parentesco de que ufanarse... Como el pueblo.
En la firmeza con que se adhiere a la tierra, considerada por él como propia herencia, en su imprevisión y generosidad, en la ilimitada largueza con que prodiga sus donativos, en su vanidad viril, en la obscura conciencia de su grandeza y en la fiel adhesión, que tiene en sus impulsos algo de desesperante y desesperado, Nostromo es un hombre del pueblo, la propia fuerza de éste, exenta de envidia; fuerza que, desdeñado el dirigir, gobierna, sin embargo, desde dentro. Años después, cuando se le conoció en su edad provecta como el famoso capitán Fidanza, con arraigo en el país, ocupándose en sus múltiples negocios, seguido de miradas respetuosas en las modernizadas calles de Sulaco, visitando a la viuda del cargador, prestando su asistencia en el pabellón, escuchando en silencio inmóvil los discursos anarquistas en el mitin, el protector enigmático de la nueva agitación revolucionaria, el hombre poseedor de la absoluta confianza de sus jefes, el acaudalado camarada Fidanza que guarda en su pecho el conocimiento de su ruin moral, sigue siendo esencialmente un hombre del pueblo. En su mezcla de amor y desprecio de la vida y en la frenética convicción de haber sido traicionado, de morir víctima de una traición, sin saber apenas por qué ni por parte de quién, continúa siendo del pueblo, su gran hombre indiscutible —con una historia secreta que le es propia y peculiar.
Pláceme citar otra figura de estos agitados tiempos, y es Antonia Avellanos: la "bella Antonia". Si es o no una probable variante de la juventud femenina latino-americana, me abstengo de darlo por indiscutible. Para mí lo es. Aunque colocada siempre un poco en el fondo, junto a su padre (mi venerado amigo), espero, sin embargo, que tenga relieve bastante para hacer comprensible lo que voy a decir. Entre todas las personas que han presenciado conmigo el nacimiento de la República Occidental, ella es la única que ha conservado en mi memoria el aspecto de una vida continuada. Antonia, la aristócrata, y Nostromo, el hombre del pueblo, son los artífices de la nueva era, los verdaderos creadores del nuevo Estado: él por su hazaña legendaria y audaz; ella, como mujer, sencillamente por la fuerza de lo que es, el único ser capaz de inspirar una pasión sincera en el corazón de un frívolo.
Si hay algo que pudiera inducirme a visitar de nuevo a Sulaco (me desagradaría ver todos estos cambios) sería Antonia. Y la verdadera razón de ello —¿por qué no decirlo con franqueza?—, la verdadera razón es que la he modelado sobre mi primer amor. ¡Con qué secreta admiración, nosotros, una banda de talludos escolares, compañeros de sus dos hermanos, con qué sentimiento de propia inferioridad solíamos mirar a esta muchacha, recién salida del colegio, como la portaestandarte de una fe, a la que todos habíamos nacido, pero que ella sola sabía mantener en alto con esperanza inquebrantable! La verdadera Antonia tenía quizás más vehemencia y menor serenidad de ánimo que la de mi relato, pero en materia de patriotismo era una puritana intransigente, sin el más leve tinte de mundanidad en sus ideas. No fui yo el único enamorado de la joven, pero sí el que más a menudo tuvo que oír sus ásperas censuras por mis ligerezas —casi exactamente como el pobre Decoud—,o sufrir el choque de sus austeras y contundentes invectivas. No me comprendía bien del todo..., pero no importa. La tarde que entré, con aire de delincuente entre encogido y provocador, a despedirme por última vez, recibí una sacudida en la mano que hizo dar un salto a mi corazón, y vi una lágrima que me dejó sin aliento. Se ablandó al fin, como si de pronto hubiera comprendido (¡éramos tan niños todavía!) que me ausentaba para no volver, yéndome muy lejos... a un punto tan distante como Sulaco, que yacía desconocido, oculto a nuestros ojos en el oscuro fondo del Golfo Plácido.
He ahí por qué anhelo a veces volver a contemplar a la "bella Antonia" (¿o puede ser a la Otra?) cruzando por el sombrío recinto de la gran catedral, rezando una breve plegaria en la tumba del primer y último cardenal-arzobispo de Sulaco, permaneciendo absorta en filial devoción ante el monumento de don José Avellanos, y dirigiendo una mirada ansiosa, tierna, fiel, al medallón dedicado a la memoria de Martín Decoud, saliendo luego al espacio soleado de la plaza con su austero carruaje y cabeza blanqueada por los años y sinsabores; reliquia de un pasado desprovisto casi de interés para los hombres que aguardan con impaciencia el alborear de nuevas eras y el advenimiento de ulteriores revoluciones.
Pero todo esto no pasa de ser un sueño vanísimo; porque al fin he comprendido perfectamente bien que desde el momento en que exhaló su último aliento el magnífico capataz, el hombre del pueblo, libre al cabo de las inquietudes del amor y de la riqueza, yo no tenía nada ya que hacer en Sulaco.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Primo Levi. Cuentos Completos.



Novelista, ensayista y científico italiano (1919-1987), superviviente del campo de concentración nazi de Auschwitz-Birkenau. Levi nació en Turín el 31 de julio de 1919 y estudió química en la universidad de aquella ciudad entre 1939 y 1941. Se encontraba trabajando en el terreno de la investigación, en Milán, cuando la intervención alemana en el norte de Italia, ocurrida en el año 1943, le empujó a unirse a un grupo judío de la Resistencia. Fue detenido y deportado al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, en el cual sobrevivió desempeñando trabajos de laboratorio para los nazis. Retomó su carrera como químico industrial en 1946 y, al jubilarse en 1974, pudo dedicarse con más intensidad a la literatura. Entre los muchos libros que Levi escribió a lo largo de su vida destacan Si esto es un hombre (1947), que contiene su visión particular de lo inhumano de Auschwitz, La tregua (1958), en el cual describe su largo viaje de retorno a Italia a través de Polonia y Rusia, después de ser liberado, El sistema periódico (1975), un grupo de narraciones cortas en las que utiliza los elementos químicos como metáforas para caracterizar a distintos tipos de personas, y Si no ahora, ¿cuándo? (1982), una obra en la que describe el grupo de la Resistencia al que perteneció, y mediante la cual intenta refutar la idea de la pasividad de los judíos frente al nazismo. Levi se suicidó el 11 de abril de 1987, arrojándose al vacío, por el hueco de la escalera de su casa.
Enrico Pugliatti.

 

 EL CENTAURO Y LA PARODIA

  Marco Belpoliti


  Primo Levi es un escritor de cuentos. Su primer libro, Se questo è un uomo[1], publicado en 1947, está constituido por cuentos breves, contenidos dentro de un doble marco: temático (el testimonio) y narrativo (el inicio y el epílogo de sus vivencias en el campo de concentración). La historia no sigue un orden cronológico sino que se desarrolla a partir de lo que el mismo Levi definió posteriormente como «la intuición detallista», típica de los cuentos de ciencia ficción, es decir, la capacidad de generar la narración a partir de detalles, de particularidades, de puntos a cuyo alrededor las historias se condensan y se expanden. Esta es también su forma de pensar: en efecto, conviene no olvidar que Levi era químico y que sus esquemas mentales eran los de un técnico, de un droguero, como se definió en varias ocasiones, acostumbrado a resolver problemas concretos.
  Asimismo, La tregua[2], la historia de su viaje de regreso, está compuesta por una serie de cuadros sucesivos dispuestos en una secuencia temporal y espacial, y es, a su manera, un libro de cuentos. Si, por otro lado, se pasa revista a los cuentos publicados por Levi a lo largo de su vida, se cae en la cuenta de que nunca dejó de escribirlos, con la salvedad de alguna rara pausa, como por ejemplo la que va de 1980 a 1986, durante la que trabajó en una novela, Se non ora, quando?[3], y terminó un ensayo sobre el tema de la memoria, I sommersi e i salvati[4], su última obra publicada en vida. En aquel período regresó a la poesía, a la narración en verso. Incluso el último libro en el que trabajó Levi, Doppio legame, desgraciadamente inacabado, está formado por numerosos cuentos breves, cartas sobre la pequeña química cotidiana, dirigidas a una interlocutora.
  Sus primeros cuentos, un anticipo de Si esto es un hombre, aparecen en 1947 en un periódico comunista, L’amico del popolo. Luego sale a la luz un cuento sobre la Resistencia, La fine del Marinese [El fin de Marinese, en esta antología]; y, en 1948, Maria e il cerchio, que formará parte de Il sistema periodico[5] con un título distinto, Titanio. En 1950, también en un periódico, Levi publica Turno di notte, recogido con el título Zolfo [Azufre] en el mismo volumen editado veinticinco años más tarde. Levi no desecha nada, porque la actividad de escritor de cuentos es cartujana, minuciosa, artesanal. Gran parte de los textos reunidos en Storie naturali[6] (1966) habían salido publicados en los periódicos Il Mondo e Il Giorno. Lilít[7] (1981) también está constituido por cuentos aparecidos en revistas y periódicos, así como L’altrui mestiere (1985), un libro de ensayo que incluye varios capítulos con un desarrollo narrativo, lo cual delata una osmosis continua entre su escritura estrictamente narrativa y la de corte más ensayístico.
  De acuerdo con el testimonio de amigos y parientes, así como con sus declaraciones y entrevistas, Levi siempre escribió cuentos, probablemente incluso antes de ser deportado a Auschwitz, la experiencia que, como él mismo repitió en numerosas ocasiones, lo convirtió en escritor. Pero escritor ya lo era. Sus compañeros de universidad recuerdan que uno de los cuentos de El sistema periódico, Carbonio [Carbono], que cierra este libro de 1975, lo había concebido ya en sus años de juventud y contado oralmente, al menos de forma resumida. Muchos de sus cuentos nacieron así, de una práctica oral, a raíz de encuentros y tertulias con amigos.
  La mesa como lugar y ocasión para narrar una historia está presente en sus páginas, a partir de la imagen angustiante del sueño que figura en Si esto es un hombre. El regreso a casa, el relato de las monstruosidades del Lager, la mesa, la hermana que se levanta, la desesperación de no ser escuchado ni creído son recurrentes en la prosa narrativa de Levi, tanto en los relatos testimoniales como en los fantásticos. Así, el sueño —pesadilla o visión— parece ser la fuente de muchos de sus cuentos breves, como el propio Levi explicó a los estudiantes de Pesaro que le hicieron una entrevista colectiva.
  Fueron sus amigos quienes le aconsejaron poner por escrito sus historias del Lager, así como algunos de los cuentos concebidos a lo largo de los años y sobre los que hablaba de buena gana durante encuentros y paseos. Sin embargo, aunque sus historias tengan un origen oral, Levi es un narrador «escrito». Sus páginas, lo mismo que su discurso oral, están fuertemente determinadas por una estructura que nace de lo ya escrito. Al escucharlo en entrevistas radiofónicas o televisivas, sorprende su fluir rítmico, y no solo eso, ya que pronuncia frases que parecen muy elaboradas, con cada coma y cada punto en su sitio, en las que resuena el eco de su formación cultural, de su voracidad como lector.
  Pero ¿qué tipo de cuentos son los de Levi? Resulta difícil responder a esta pregunta, porque a lo largo de su trayectoria como narrador experimentó con muchos tipos de cuento, sin que le preocupase demasiado si pertenecían a este o aquel género: realista, fantástico, de ciencia ficción, de biología ficción, escena costumbrista, negro, relato jocoso, fábula, autobiográfico, memorialista…
  A decir verdad, sus cuentos se asemejan más a novelle que a verdaderos cuentos. Novella, en el sentido de noticia, de nueva, designa un tipo de narración breve centrada en un hecho real o imaginario. Las novelle pertenecen a la tradición literaria italiana, a sus orígenes, el Novellino, el Decamerón, y son anteriores al nacimiento del cuento como tal. Se caracterizan por su brevedad, por la unidad del hecho narrado, por el desenlace que explota a fondo el planteamiento, pero también por la moraleja, la enseñanza que enuncian. La intención del narrador de novelle es casi siempre hacer cambiar a sus oyentes o lectores: persigue la finalidad de docere y no solo la de delectare.
  Levi es un escritor moralista, y en ocasiones incluso pedagógico. Se podría decir que es un pedagogo de sí mismo, que escribe en primer lugar para sí y, por lo tanto, también para el lector. Leyéndolo, a menudo se tiene la sensación de que en él sus historias nacen de una necesidad de orden: solo contando los hechos de la vida estos pueden adquirir una «forma», un patrón, y revelar simultáneamente su verdad oculta, o solo olvidada, que el escritor tiene el deseo y al mismo tiempo el placer de comunicar a su público. Probablemente sea la combinación de este placer, a ratos infantil, y de esta alegría, igualmente espontánea, lo que hace que las novelle de Levi sean tan ligeras a la vez que tan profundas.
  Su modelo, probablemente inconsciente, es la novella italiana, que, nacida a finales de la Edad Media, se prolonga hasta los siglos XIX y XX y se caracteriza por ser susceptible de múltiples lecturas, de una pluralidad de interpretaciones: la novella acaricia un secreto sin revelarlo jamás. Otro aspecto que nos induce a pensar en Primo Levi como en un autor de novelle es su tendencia a perseguir la antología, a buscar siempre el formato libro, a inventar marcos para que contengan sus historias, como hace de modo admirable en El sistema periódico.
  Todas sus obras, con excepción de la novela Si ahora no, ¿cuándo?, son libros de cuentos que contienen microtextos dentro de un macrotexto, el marco que da sentido a todo el volumen. Unas veces es el título, siempre decisivo para Levi; otras es la propia estructura del cuento lo que transforma, como en el caso de La chiave a stella[8], un libro de cuentos con un único protagonista en una novela. En El sistema periódico el protagonista es el propio Levi, su familia, pero también su lengua. Este volumen de relatos familiares, que contiene en su interior dos cuentos fantásticos, se cierra no por casualidad con una fantasía, con una broma que tiene como protagonista una molécula.
  Levi es un narrador extraño. No encaja en ninguna categoría preestablecida. Durante mucho tiempo, la crítica ni siquiera lo consideró un verdadero narrador. Las razones de este error son varias. Era considerado el testigo por excelencia y, además, su modo de contar, sus poco comunes novelle, contradecían las taxonomías tradicionales: es un narrador híbrido, impuro, espurio, un verdadero centauro del cuento, mitad narrador realista mitad narrador fantástico. Levi utilizó la figura del centauro, protagonista de uno de sus cuentos más misteriosos, Quaestio de centauris, para hablar de lo que sentía como escisiones: mitad químico mitad escritor, mitad testigo mitad narrador, mitad judío mitad italiano.
  Como se darán cuenta los lectores de este volumen, que reúne todos sus cuentos, Primo Levi mezcla las historias reales con las aventuras de ficción. Se sirve de todos los géneros como lo hace el aprendiz de escritor que tiene a su disposición un nutrido abanico de ejemplos y no duda en tomar prestado lo que a cada momento le conviene para proseguir su narración. La fortuna de Primo Levi —a decir verdad, al principio bastante desafortunada— ha sido la de ser un narrador ajeno a la literatura, a la que llegó por instinto y por imitación, y en la que llevó a cabo su aprendizaje, antes y después del Lager, dentro de una tradición, la italiana, que se había quedado al margen del resto de Europa, donde se sucedía una rápida y tormentosa evolución de los géneros literarios, en particular de la novela.
  Los ejemplos en los que se inspira Levi y que influencian de algún modo su narración son la novela romántica del XIX, con su costumbrismo, la scapigliatura[9] y el verismo, que le llegan a través de las lecturas escolares pero también de la heteróclita biblioteca paterna. Y también los narradores de ideas y de experiencias, la literatura científica en su vertiente divulgativa, de la que Levi se proclamó un gran cultor, y que siguió cultivando toda su vida a través de la lectura de revistas como Scientific American. Al lado de estas lecturas científicas, que alimentan su imaginación, están los escritores de ciencia ficción, un género durante mucho tiempo considerado de serie B, la paraliteratura de la que era un apasionado lector y que en 1959 Carlo Fruttero y Sergio Solmi recogen en una antología publicada por Einaudi, Le meraviglie del possibile, que Levi lee con atención y que tiene en cuenta muchos años después para realizar su antología personal, que titula La ricerca delle radici[10].
  Como se ve, las raíces del arte de la novella y del cuento de Primo Levi se hunden en terrenos muy diferentes y alejados entre sí, y se entrelazan con otras cualidades que el lector ahora puede apreciar plenamente: el enciclopedismo, la ironía, la comicidad, el gusto por la paradoja, mezcladas con la destreza y la sutileza de un narrador que halla en la parodia su mayor logro. Precisamente la parodia tal vez sea la clave que nos permita comprender mejor qué tipo de narrador breve es Primo Levi.
  El origen de la parodia como género literario es remoto. Según algunos, deriva de la rapsodia, es decir, de la poesía, pero para invertir su sentido, de la seriedad a la comicidad. La parodia refrescaba los ánimos de los oyentes después de los versos de los rapsodas. Los estudiosos explican que la parodia se encuentra en el origen mismo de la prosa, como indica su étimo: «junto al canto», disolución de la palabra misma del canto.
  La parodia tiene una gran importancia en la historia de la literatura, constituye la compañera secreta de los géneros literarios, su continua inversión o, aún mejor, su continua desnivelación. Bajtin ha demostrado que el autor de referencia de Levi, Rabelais, es un maestro de la parodia; pero el escritor francés no es el único. También para Dante, otro autor fundamental para el escritor de Si esto es un hombre, la parodia, en particular la sacra, resulta decisiva. Como se ha dicho, «toda cita literal constituye en cierta medida una parodia». El mismo clasicismo de Levi, su remisión a los autores clásicos, de Horacio a Manzoni, pasando por César, Cátulo o Leopardi, tiene una raíz paródica. La parodia se aplica a las obras maestras. Como ha dicho Roland Barthes, «la parodia, que en cierta forma es una manifestación de la ironía, es siempre una parodia clásica».
  Buena parte de los escritores más interesantes de la segunda mitad del siglo XX italiano han cultivado la parodia, desde Gadda hasta Manganelli, pasando por Elsa Morante, Landolfi y Pasolini (G. Agamben). Parodiaban el clasicismo y más tarde su opuesto, el Modernismo, las vanguardias y las antivanguardias. La parodia tiene algo de ambiguo, de inasible, ya que al tiempo que divierte crea también un sutil malestar, afirma lo mismo que desmiente. Es probable que lo que en otros lugares —en los países anglosajones, por ejemplo— se considera posmoderno, en Italia tenga que llamarse literatura paródica. Por una serie de extrañas razones, Primo Levi, esta especie de fósil literario, pertenece de pleno a la literatura de la parodia; sus cuentos y sus novelle dialogan con los posmodernos italianos, no solo con Italo Calvino, sino también con su contrario, Giorgio Manganelli. ¿De qué modo?
  Los críticos más atentos comprendieron inmediatamente que en los cuentos de Levi, los más propiamente de ciencia ficción, entre sus «bromas» y las páginas dedicadas al Lager existía un estrecho parentesco. El propio Levi lo sabía. Ya en las primeras entrevistas advierte: «No, no son historias de ciencia ficción, si por ciencia ficción se entiende “futurismo”, la fantasía futurista barata. Estas historias son más posibles que muchas otras».
  Con ello, Levi no alude solo a los «inventos» que pueblan sus dos primeros libros de cuentos, Historias naturales y Vizio di forma[11] —la máquina que produce versos, la que realiza una forma de realidad virtual, la premonición de la red Internet, la clonación humana, que parece haber previsto antes de tiempo—, sino también a lo posible en la narración, por ejemplo en Angelica farfalla [Mariposa angelical] y Versamina, dos cuentos significativos sobre la manipulación del hombre. Nos habla del horror de lo posible, de lo posible que ha experimentado en el universo trastornado de Auschwitz, donde la racionalidad y la irracionalidad han intercambiado sus papeles y dado lugar a una realidad horrenda.
  Los cuentos de Levi, los de sus libros fantásticos, pero también los de El sistema periódico, aluden continuamente al campo de exterminio, explican lo que hay antes de esta posibilidad, y lo que viene después. Y lo hacen no recurriendo a la ficción, sino utilizando su opuesto, la parodia. Como se ha dicho, la parodia no pone en duda la realidad como hace la ficción. Al «como si» de la ficción, que en todo caso mantiene la realidad a distancia, la parodia opone el «esto es demasiado».
  Existe una parte de la literatura italiana, de Italo Calvino a Gianni Celati, que se opone a la ficción y prefiere el camino de la parodia. Se pueden leer de esta manera Las cosmicómicas de Calvino, así como los cuentos de biología ficción de Historias naturales y de Defecto de forma.
  Si la ficción define la esencia de la literatura, al menos de la occidental, la parodia permanece en el umbral de la literatura: no quiere ser literatura, aunque no deja de serlo. Primo Levi siempre se opuso a que se leyeran sus obras testimoniales, sobre todo Si esto es un hombre, como obras literarias: no es una novela, repetía. Pero al mismo tiempo quería ser un escritor, y sabía perfectamente que lo era. Durante bastante tiempo, para definirse usó una negación: escritor no-escritor. Y tenía razón: la parodia es la forma que adoptan sus cuentos. ¿Parodia de qué? En primer lugar, de la ficción novelesca, pero también de los distintos tipos de cuento y relato: Levi utiliza cualquier tipología narrativa porque no quiere fingir, sino dar cuenta de la realidad tal como la ha vivido y tal como la podríamos vivir cada uno de nosotros.
  La esencia de la parodia es una tensión dual, una división profunda. En términos biográficos podríamos explicarla así: el recién licenciado en Químicas Primo Levi, aspirante a escritor, autor de algunos cuentos, poemas, escenas costumbristas y relatos jocosos, es deportado a Auschwitz. Tras salir indemne, o casi, del anus mundi, no renuncia a ser escritor, no puede dejar de serlo ni siquiera después de Auschwitz. Pero es un escritor diferente, escindido. Ya no podrá ser un escritor de ficción, aunque sabe que no por ello dejará de ser escritor. Ahora tiene «algo» que contar. A partir de 1945 el problema del escritor Levi ya no es «qué» contar sino «cómo» hacerlo.
  Es por esta razón que se vio obligado, siendo un escritor de ascendente decimonónico, a convertirse en un escritor «experimental». Buscó cada vez la «forma» en la que verter su propia materia incandescente y la encontró ora en la novella, ora en lo fantástico, en el relato jocoso, en la autobiografía, en el pastiche, en el memorial, en la digresión lingüística y en el ensayo narrativo. Utilizó todos o casi todos los géneros a su disposición. Por eso, cada cuento o relato de Levi posee un carácter paródico, ya sea porque se trata de la parodia de un género, ya sea porque no quiere distanciarse de la realidad sino contarla con su «esto es demasiado». Podemos decir que la parodia es una solución de compromiso entre sus distintas identidades o polaridades: exdeportado y escritor, químico y escritor.
  Es, como él mismo dice de su amigo Alberto, su doble en Si esto es un hombre, un simbionte, alguien que «vive con»; es un escritor partido en dos o, como afirma en un momento dado en sus cuentos, un «ambígeno», alguien con dos naturalezas, como el centauro Traquis de los cuentos, mitad hombre mitad animal, o el Tiresias de La llave estrella, que es al mismo tiempo hombre y mujer. La división es la clave de lectura más adecuada para seguir el recorrido trazado por sus cuentos, en los que los animales juegan un papel relevante.
  En un ensayo sobre la parodia en la literatura italiana, Guglielmo Gorni y Silvia Longhi proponen a Baco como numen tutelar de la parodia medieval y se preguntan qué figura mítica se puede invocar para la práctica contemporánea. La encuentran en el personaje del libro de Alberto Savinio Hermaphrodito, concomitancia del doble y encarnación de la polivalencia. Hermafrodito aludiría a la «inseparabilidad congénita del parodiador y lo parodiado», a la mezcla de géneros, lenguas, poesía y prosa. Los cuentos de Primo Levi, si no incluso su obra entera, son un ejemplo todavía más evidente de esta mezcla: el Centauro es el numen tutelar de la parodia contemporánea.
  Todos los cuentos de Levi, incluso los más divertidos, ocurrentes, amables y ligeros terminan regresando ahí, a la naturaleza dual, al espacio que se extiende entre el sueño y la realidad, espacio que sus palabras habitan de un modo aparentemente sereno, inteligente, y siempre problemático. Levi es un escritor profundo que esconde su terrible profundidad en la superficie de las palabras.
  Textos citados

  Sobre la tipología del cuento de Levi se remite a M. Belpoliti, Animali e fantasmi, en P. Levi, L’ultimo Natale di guerra, Turín, Einaudi, 2000; sobre la figura de Levi narrador: Daniele Giglioli, Narratore, en el número monográfico de la revista Riga dedicado al escritor («Primo Levi», Riga, n.º 13, Marcos y Marcos, 1997). Sobre el tema de la parodia, véase el ensayo de Guglielmo Gorni y Silvia Longhi, «La parodia», en Letteratura italiana, Le questioni, vol. V, Turín, Einaudi, 1986. Recientemente, Giorgio Agamben ha retomado la cuestión de la parodia en un texto significativo, «Parodia», en Profanazioni, Roma, Nottetempo, 2005.

Primo Levi
 Cuentos completos
Título original: Tutti i racconti
Primo Levi, 2005
Traducción: Pilar Gómez Bedate
Editor: Marco Belpoliti
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2


jueves, 24 de septiembre de 2015

Ludovico Ariosto Orlando furioso.



 PRÓLOGO


 Parece ser que cuando el emperador franco Carlomagno, cuyos dominios se extendían por media Europa, intentó sin éxito allá por los fines del siglo VIII conquistar Zaragoza, una parte de su ejército fue atacada y destruida durante la retirada en el valle pirenaico de Roncesvalles por los montañeses vascos. Entre los caballeros francos que allí murieron se contaba un tal Hruodlandus o Rotholandus, que estaba destinado, por razones que nos son desconocidas, a convertirse en uno de los héroes más relevantes de la literatura europea.
En efecto, tres siglos más tarde un poeta quizá llamado Turoldo compone en Francia el poema épico de argumento pseudohistórico que conocemos como La Chanson de Roland, en el cual se nos cuenta como Carlomagno, tras conquistar toda España, pretende tomar Zaragoza, último reducto sarraceno: el rey Marsilio pide la paz a condición de que los francos abandonen España, a lo que se opone el caballero Roland, pero el emperador cristiano, haciendo caso al traidor Ganelón, se inclina por la paz. Durante la retirada del ejército de Carlomagno, la retaguardia franca es atacada y deshecha por los sarracenos —y no por los vascos—, que, de acuerdo con Ganelón, rompen el pacto. Roland combate heroicamente y con su espada envía al otro mundo a cientos de moros. Herido de muerte, logra todavía soplar el cuerno mágico para llamar en auxilio de los suyos a Carlomagno.
Es muy posible que el autor de la Chanson no se inventara el argumento, sino que recogiera y refundiera una serie de leyendas ya existentes, nacidas a partir del desastre de Roncesvalles y cantadas por los «juglares» o poetas vagabundos en las fiestas y veladas de los castillos. El éxito de la Chanson es grande y el personaje de Roland se populariza no solo en Francia, sino, sobre todo, en España e Italia, en donde se le conoce como don Roldán y Orlando, respectivamente. La imaginación del pueblo y de sus poetas inventará sin cesar nuevas aventuras en las que Roland-Roldán-Orlando es el héroe y le otorgará un ilustre linaje, haciéndolo hijo de un hermano de Carlomagno.
Todo este amasijo de leyendas que giran en torno a Orlando y sus amigos de la corte de Carlomagno recibe el nombre de «ciclo carolingio» y contrasta con el otro gran repertorio de leyendas heroicas de la literatura medieval europea, el llamado «ciclo bretón», por ser mucho más realista y austero. En el ciclo de Bretaña —que nos cuenta sobre el rey Arturo y su Tabla Redonda, la búsqueda del Santo Grial, los tormentosos amores de las reinas Ginebra e Isolda y las hechicerías de Merlín—, la magia, las hadas, los dragones y todo lo fabuloso en general ocupan un lugar mucho más importante.
Tal vez sea interesante recordar cómo se imaginaba a Orlando la fantasía popular: lo pintaba como un caballero de fuerza y valor prodigiosos, leal a su señor Carlomagno como ninguno, bizco y de una castidad tan fuera de serie que ni siquiera llegó a tocar jamás a su propia esposa.
En Italia, las historias de Orlando y de sus compañeros fueron, hasta el siglo XV, únicamente tema de la literatura popular: se contaban y cantaban en plazas y mesones para un público que, en su mayoría, no sabía leer. A partir del siglo XV, una serie de poetas cultos toman estas historias y, combinándolas con motivos precedentes del «ciclo bretón», componen poemas mucho más complicados, destinados a ser leídos —y no escuchados— por un público muy distinto, integrado por nobles, clérigos y burgueses, es decir, por las capas más altas de la sociedad de entonces, únicos que sabían leer.
En la segunda mitad del siglo XV y en la corte de Ferrara, un aristócrata poeta, Boiardo, empieza a componer un poema —el Orlando enamorado—, que la temprana muerte de su autor interrumpió. En él se nos cuenta, sobre el fondo de una Francia invadida por sucesivas expediciones sarracenas, cómo el rey de Catay —es decir, de China— ha enviado a París a su bellísima hija Angélica para capturar a los dos mejores caballeros de la cristiandad, los primos Orlando y Rinaldo. La hermosura de la princesa es tan extraordinaria que cuantos la ven sucumben a su hechizo, y también, lógicamente, Orlando y Rinaldo. Siempre tras las huellas de su amada, los dos heroicos primos viven una serie de aventuras maravillosas en tierras de Oriente. Vueltos todos a Francia, Orlando y Rinaldo no cesan en su rivalidad, desatendiendo la guerra contra los moros. Para poner fin a esta situación, el emperador Carlomagno entrega a Angélica en custodia al duque de Baviera y proclama que su mano pertenecerá a aquel de los dos rivales que más valientemente combata contra los infieles. Tiene lugar entonces la batalla de Montalbano, importantísima porque en ella aparecen por primera vez dos personajes que serán esenciales en el posterior poema de Ariosto: Rugiero, noble caballero sarraceno descendiente de Héctor de Troya, y Bradamante de Claromonte, hermana de Rinaldo, valerosísima doncella guerrera. Ambos, obedeciendo a un destino prefijado y a pesar de que luchan en bandos opuestos, se enamoran locamente el uno del otro. De ellos habrá de nacer la dinastía de los Este, señores de la ciudad de Ferrara y, por tanto, de Boiardo.
Ya en el siglo XVI, otro poeta —a la vez que diplomático—, Ludovico Ariosto, volvió sobre el tema de Boiardo, retomándolo en la batalla de Montalbano o, mejor, inmediatamente después: Angélica ha logrado escapar de su guardián; Rugiero y Bradamante se han separado perdidamente enamorados. Por esta razón el poema no nos cuenta el inicio de la pasión de Orlando y Rinaldo por Angélica: se supone que el lector lo conoce a través de la obra anterior de Boiardo.
Treinta años de su vida consagró Ariosto a la composición de su Orlando Furioso, es decir, Orlando Loco, consiguiendo una de las obras más bellas y divertidas de la literatura de todos los tiempos. A lo largo de sus cuarenta mil versos, el poema nos narra, de un lado, el amor de Orlando por Angélica, nunca correspondido, que se convertirá en locura cuando la princesa toma por esposo a Medoro, y, de otro, las intrincadas peripecias de Rugiero y Bradamante hasta que en el último canto consiguen contraer el anhelado matrimonio. Con esta segunda historia —que en el poema ocupa más espacio que la primera— rinde tributo Ariosto, como ya lo hiciera Boiardo, a sus señores, los Este, «inventándoles» un ilustre linaje que se remonta, a través de Rugiero, al famosísimo Héctor de Troya, héroe de la antigüedad y de la Ilíada homérica.
Pero alrededor de estas dos líneas conductoras se entreteje un sinfín de historias secundarias, trágicas unas, cómicas o fantásticas otras, apasionantes todas, en las que cientos de personajes entran y salen de las páginas del poema como piezas de un gigantesco ajedrez controlado por un jugador de inagotable imaginación, buscándose, perdiéndose, persiguiéndose, amándose o matándose.
A pesar de su longitud, el Orlando se lee aún hoy con un deleite extraordinario, gracias, sobre todo, a la infinita variedad de temas y tonos del poema, que lleva al lector de sorpresa en sorpresa; a su arquitectura perfecta; a la constante ironía de Ariosto, que, distanciándonos de las gestas heroicas relatadas, nos las hace mucho más aceptables, y, por último, a su prodigiosa versificación, que dota a la historia de un ritmo casi musical único.
El poema está escrito en «octavas»; estrofas de ocho versos endecasílabos —es decir, de once sílabas—, de los cuales los seis primeros riman en forma alternada, y los dos últimos, el uno con el otro.
Como sea que la versión que os ofrezco está en prosa y para que tengáis una idea acerca de «cómo suena» una octava, transcribo la que abre el poema en una traducción española del siglo pasado que respeta el metro original:
Las damas, los guerreros, los amores,
Y las proezas, canto y cortesía
Del tiempo en que los moros, los rigores
De la mar arrostrando, ruina impía
Trajeron al francés por los furores
De Agramante, su joven rey, que ansía
Vengar feroz la muerte de Troyano
En el rey Cario, Emperador romano.





 Capítulo uno


LA HUIDA DE ANGÉLICA

Gentiles damas, esforzados caballeros, crueles batallas y corteses gestas: estos serán los temas de mi canto. Trata esta historia de los gloriosos días en que Agramante, joven rey de África, para vengar la muerte de su padre Troyano, invadió con sus aliados de España y Asia las tierras de Francia y puso sitio a la ciudad de París, defendida por los ejércitos de Carlomagno.
También me oiréis hablar de Orlando, el mejor de los paladines del emperador cristiano: sobre él he de contar cosas que hasta hoy nadie puso en prosa ni en verso y, sobre todo, de cómo enloqueció por culpa del amor.
   
Mi relato comienza mediada ya la contienda, mientras los ejércitos de Agramante ponían sitio a París. Lejos de la ciudad, por algún tupido bosque de Francia, galopa una hermosísima doncella sobre un corcel airoso. Es Angélica, princesa de Catay, lejano reino de Asia, a la que su padre, aliado de los moros, envió a la corte de Carlomagno para que, con su incomparable belleza, siembre la discordia entre los paladines del emperador, contribuyendo decisivamente a su derrota. De ella se prendaron, entre otros caballeros menos famosos, el valentísimo Orlando y su primo Rinaldo de Claromonte, y por ella llevaron a cabo innumerables hazañas en las tierras más remotas. Vueltos a suelo francés, el buen Carlomagno entregó a la doncella en custodia al viejo duque de Baviera, prometiendo su mano a aquel de los dos rivales que más enemigos matara en la primera batalla. Sin embargo, el azar había dispuesto las cosas de muy distinta manera: derrotados los cristianos y prisionero el duque, logra Angélica huir del campamento a uña de caballo. Y es precisamente en esta huida cuando la encontramos por primera vez.
Se cruza con un caballero que, espada en mano, trata de recuperar a su caballo fugitivo. Es Rinaldo, que la ama locamente sin que ella le corresponda. Al verlo, huye a rienda suelta. Es ahora un sarraceno, el temible Ferraú, al que encuentra junto a un río. Está el caballero tratando de pescar su yelmo, que se la ha caído al agua cuando intentaba refrescarse.
Angélica, sin pensárselo dos veces, se dirige a él y le suplica la proteja contra el odiado Rinaldo, que no tarda en aparecer. Mientras los dos caballeros se lanzan el uno contra el otro con gran estrépito de armas y dan principio a un inacabable combate, el caballo de Angélica se la lleva de nuevo, veloz como el viento, a través del enmarañado bosque.
Cansados al fin de tanto pelear y viendo que, por lo igualado de sus fuerzas, ninguno de ellos se destacaba como vencedor, cesaron los contendientes de golpearse. Aprovechó Rinaldo la pausa y con persuasivo tono habló así a su contrincante:
—¿A qué proseguir este inútil combate, cuando el premio del mismo, nuestra adorada Angélica, ha desaparecido y quién sabe si volveremos a dar con ella? Nada ganaremos con proseguir nuestro duelo. Busquémosla y, cuando la hayamos encontrado, su voluntad o nuestras fuerzas decidirán cuál de nosotros ha de ser su dueño.
Pareció bien este discurso a Ferraú, el cual no solo consintió la tregua de buen grado sino que, cortésmente, invitó a Rinaldo a compartir su montura para buscar juntos a la esquiva doncella. Llegados a un punto en que el camino se dividía en dos, acordaron separarse y seguir cada cual la senda que en suertes le tocara. Así fue como Ferraú se alejó por la senda de la derecha y Rinaldo por la de la izquierda.
¿Y la pobre Angélica? Galopa sin parar un día entero con su noche y aun toda la mañana siguiente, hasta que alcanza un fresco prado entre dos arroyuelos. Allí, sintiéndose segura y libre de sus perseguidores, se apea de su caballo y lo suelta para que descanse y paste. Medio oculta entre matas de jazmines y rosas, la doncella se duerme, rendida por la fatigosa cabalgada.
Al poco rato la despertó un suspiro que partía de un cercano arbusto. Angélica se incorporó, alarmada, y descubrió entre el follaje a un descomunal guerrero de largos bigotes que, tendido cuan largo era sobre el césped, suspiraba y se plañía como un tierno enamorado. No tardó Angélica en reconocerlo: era Sacripante, rey de Circasia, uno más de los que por ella habían enloquecido. Lloraba Sacripante porque daba por perdida a la doncella de sus sueños, creyendo que Orlando la había hecho suya durante su ausencia.
Angélica no le amaba —Angélica no amaba entonces a ningún caballero—, pero pensó que el fuerte guerrero podía resultarle de mucha utilidad en aquellas circunstancias, para ahuyentar los peligros que suelen acechar a las bellezas solitarias. Por ello se dirigió a él y en términos muy vivos le imploró fuera su paladín, acompañante y defensor, con una sola condición: no debía intentar rozarle ni siquiera un dedo de la mano.
Sacripante era fogoso y no estaba dispuesto a esperar: la ocasión era inmejorable y no iba a ser tan necio como para dejarla escapar.
De grado o por la fuerza, la doncella iba a ser suya. Pero para su desgracia hizo su aparición un caballero vestido de blanco. Sobre su yelmo ondeaba un penacho que parecía de nieve. Sus armas de plata despedían luminosos destellos bajo el sol del mediodía.
Ante la inesperada aparición, Sacripante no tuvo más remedio que abandonar su poco honrosa empresa; con torva mirada, se puso el yelmo y montó en su caballo. Dirigiéndose altaneramente al intruso, lo desafió a singular combate, confiando en descabalgarlo. El otro, sin decir palabra, permaneció inmóvil, mas, ante las insistentes amenazas del sarraceno, acabó por disponerse también al combate.
El salvaje encontronazo hizo temblar el valle y, de no haber sido sus armaduras de insuperable dureza, allí hubieran muerto ambos con los pechos traspasados. Los caballos, aguijados sin piedad, saltaban como cameros enloquecidos, hasta que el del circasiano cayó muerto, arrastrando en su caída al caballero.
El jinete desconocido, al ver a su rival en el suelo y con el caballo encima, no quiso proseguir el combate. Irguiéndose en la silla, se dispuso a partir, pero antes proclamó con fuerte voz:
—Debes saber, Sacripante altanero, que ha sido el valor de una doncella el que te descabalgó. Tampoco voy a esconderte mi famoso nombre: Bradamante de Claromonte te ha arrebatado los honores que hasta hoy ganado habías.
Y se lanzó al galope, perdiéndose en la espesura.
De pronto, un súbito fragor que recorre el lugar viene a distraer de sus confusos pensamientos al avergonzado sarraceno y a la atónita Angélica. Un maravilloso corcel, suntuosamente engalanado, hace su entrada en aquel claro. La doncella lo reconoce enseguida.
—¡Es Bayardo —exclamó—, el caballo de Rinaldo!
No se equivocaba: era el mismísimo Bayardo, que, tras escapar de su dueño, galopaba a rienda suelta por la selva en busca de Angélica, la adorada de su señor, pues era un animal tan soberanamente inteligente que adivinaba los más recónditos deseos de su amo y se anticipaba a ellos. Trata Sacripante de atraerlo por el freno, pero el corcel lo rechaza a coces, terribles coces capaces de partir en dos un monte de bronce.
Se le acerca también la doncella y Bayardo se vuelve dócil como un corderillo. Aprovechando el cambio de actitud del animal, lo monta Sacripante, que, como hemos dicho, se había quedado sin caballo, pero poco dura la tranquilidad, porque al punto se presenta Rinaldo siguiendo el rastro de Bayardo. Al verlo montado por el de Circasia, increpa duramente a su nuevo rival:
—Apéate ladrón, de mi corcel, que no soy de los que ceden fácilmente lo suyo. También a esta dama hermosa arrebatarte pienso, que no seria justo dejarla en tu poder.
No quiere Bayardo combatir contra su propio amo; de un bote descabalga a Sacripante que, espada en mano, se lanza sobre Rinaldo, enzarzándose ambos en un nuevo combate. Angélica, temerosa por un igual de ambos contendientes porque ambos la amaban y ella no amaba a ninguno de ellos, montó en su caballo y desapareció a toda prisa del lugar.
Fuente:
Ludovico Ariosto
Orlando furioso
Versión de Javier Roca
Título original: Orlando Furioso
Ludovico Ariosto, 1532
Versión de Javier Roca, 1986
Ilustraciones: Gustave Doré
Diseño de cubierta: Readman
Editor digital: Readman
ePub base r1.2

miércoles, 23 de septiembre de 2015

YO, CLAUDIO. ROBERT GRAVES.


En el díptico que integran Yo, Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina, la amplitud y la profundidad de los conocimientos sobre la Antigüedad clásica de ROBERT GRAVES (1895-1985) se conjugan con una prosa de enorme belleza a la que da aliento una poderosa y viva imaginación, capaz de reconstruir toda la grandeza y miseria de la Roma imperial.
Yo, Claudio es el primer volumen de la supuesta «autobiografía» de este singular emperador, destinado a serlo contra sus propias inclinaciones, en «Yo, Claudio» las intrigas, la depravación, las sangrientas purgas y la crueldad de los reinados de Augusto y Tiberio, que culminaron en la locura de la etapa de Calígula, sirven de marco histórico a la trama argumental.
Claudio, el Dios, y su esposa Mesalina es el segundo y último volumen de la supuesta «autobiografía» de este singular emperador. Destinado a serlo contra sus propias inclinaciones, en él Claudio alcanza la púrpura imperial y encauza todos sus esfuerzos, con el apoyo del pueblo llano, a reparar el legado de estragos y desastres que ha recibido de su antecesor, sin que su inesperado ascenso, no obstante, le procure la felicidad personal.
Fuente: N.N.

(Fragmento). Capítulo I-.

YO,
 CLAUDIO
ROBERT GRAVES

A PARTIR DE LA AUTOBIOGRAFÍA DE TIBERIO CLAUDIO
EMPERADOR DE LOS ROMANOS

NACIDO EN EL AÑO 10 A. DE C ASESINADO en el 54 D. DE C.

Una historia que fue sometida a toda clase de tergiversaciones, no sólo por parte deducientes entonces vivían, sino también en tiempos posteriores; porque es lo cierto que toda transición de prominente importancia está envuelta en la duda y la oscuridad unos tienen por hechos ciertos los rumores más precarios, otros convierten los hechos en falsedades. Y unos y otros son exagerados por la posteridad.
TÁCITO

Por la versión latina de los versos sibilinos mencionados si el primer capítulo quedo en deuda con Mr. A. K. Smith. Se publican aquí por primera vez:

Punica centenos durabit poena per annos:
Res Romana viro parebit caesariato:
Calvus caesarie dominus dominabitur orbi:
Omnibus ille viris mulier mas ille puellis:
Rex equitabit equo bifidis equus unguibus ibit:
Filius imbelli fictus mactaverit ictu.
Imperium hinc alter ficto patre caesariato
Caesariae crinitus habet, qui marmore Romae
Mutabit lateres. Non visis vinciet Urbem
Compedibus. Fictae secreto coniugis astu,
Occidet ut fictus bona filius occupet heres.
Tertius hinc sumet ficto patre caesariato
Calvus caesarie regnum cui sanguine limus
Commixtus. Victrix penes ilium et victa vicissim
Roma erit. Ille instar gladii pulvinar habebit,
Filius et fictus regni potietur iniqui.
Quartus habet solium ficto patre caesariato
Calvus caesarie invenis, cui Roma ministrae est.
Feta veneficiis Urbs impia serviet uni.
Quo puer ibat equo vectus calcatus eodem
Se iuvenem ferro cecidisse fatetur equino
Caesariatus ad hoc quintus numerabitur hirtus
Caesarie, toti genti contemptus avitae.
Imbecillus iners, aestivas addere Romae
Aptus aquas populo frumenta hiemalia praebet.
Ille tamen fictae secreto coniugis astu
Occidet ut fictus bona filius occupet heres.
Sextus habet regnum ficto patre caesariato.
llamas pavor citharoedus eunt tria monstra per urbem.
Sanguine dextra rubet materno. Septimus heres
Nemo erit, at sexti busto cruor ibit ab imo.
R. G.
Galmpton, Brixham.
 NOTA DEL AUTOR
La "pieza de oro" que se emplea aquí como unidad monetaria regular es el aureus latino, una moneda que vale cien sesterti o veinticinco denari de plata ("piezas de plata"). Se la puede comparar, aproximadamente, con una libra esterlina o cinco dólares norteamericanos de preguerra. La "milla" es la milla romana, unos treinta pasos más corta que la inglesa. Las fechas marginales se han dado con fines de conveniencia, de acuerdo con los cómputos cristianos: los cómputos griegos usados por Claudio contaban los años a partir de la Primera Olimpiada, que se realizó en 776 a de C. También por motivos de conveniencia se han usado los nombres geográficos más familiares: por ejemplo, "Francia", y no "Galia Transalpina", porque Francia abarca más o menos la misma región territorial, y habría sido incoherente llamar a ciudades como Nimes, Boulogne y Lyon por sus nombres modernos —los clásicos no serían popularmente reconocibles— ubicándolas en la Gallia Transalpina o, como la llamaban los griegos, en Galatia. (Los términos geográficos griegos se prestan a confusión: Germania era "el país de los celtas".) De manera similar, se han utilizado las formas más familiares de los nombres propios: "Livio" por Titus Livius, "Cimbelino" por Cunobelinus, "Marco Antonio" por Marcus Antonius.
En ocasiones resultó difícil encontrar versiones adecuadas para términos militares, legales y otros vocabularios técnicos. Para dar un solo ejemplo, la palabra "azagaya". El aviador T. E. Shaw (y aprovecho esta oportunidad para agradecerle su cuidadosa lectura de estas pruebas) pone en tela de juicio mi utilización de "azagaya" como equivalente de la framea o pfreim germana. Sugiere "jabalina". Pero no he adoptado la sugerencia, si bien adopté, con reconocimiento, algunas otras que me hizo, porque necesitaba "jabalina" como equivalente de pilum, el proyectil arrojadizo normal del disciplinado infante romano, y porque "azagaya" tiene un sonido más salvaje. "Azagaya" tiene una vigencia de trescientos años en el idioma inglés y adquirió nuevo vigor en el siglo XIX gracias a las guerras zulúes. La framea de largo ástil y punta de hierro fue utilizada, según Tácito, como arma arrojadiza y como arma de empuñar para el ataque. Lo mismo sucedió con la azagaya de los guerreros ama—zulúes, con quienes los germanos de la época de Claudio tenían mucho en común en el plano cultural. Si hay que reconciliar las afirmaciones de Tácito, primero en cuanto a la naturaleza manipulable de la grimea en la lucha cuerpo a cuerpo, y luego en cuanto a su naturaleza poco manipulable en la lucha entre árboles, es probable que los germanos hayan hecho lo que hicieron los zulúes: quebrar el extremo del largo ástil de la framea cuando comenzaba el combate cuerpo a cuerpo. Pero pocas veces se llegó a esa situación, porque los germanos preferían las tácticas de guerrillas cuando luchaban con el infante romano, mucho mejor armado que ellos.
En sus Doce Césares, Suetonio se refiere a las historias de Claudio, considerándolas escritas con "ineptitud", y no con "falta de elegancia". Empero, si algunos pasajes de esta obra están escritos, no sólo con cierta ineptitud, sino, además, con poca elegancia —las frases penosamente construidas y las digresiones torpemente ubicadas—, ello no está en desacuerdo con el estilo literario de Claudio, tal como aparece en su discurso latino sobre las franquicias de Aedua, algunos fragmentos del cual sobreviven. En verdad, el discurso está sembrado de inelegancias de ese tipo, pero es probable que se trate de una transcripción del acta taquigráfica oficial de las palabras exactas pronunciadas por Claudio ante el Senado, el discurso de un hombre fatigado que improvisaba conscientemente su oratoria tomando como base un papel con unas cuantas notas generales. Yo, Claudio, es una obra compuesta en el estilo familiar de la conversación, lo mismo que el griego, en verdad, es un lenguaje mucho más conversacional que el latín. La carta griega de Claudio a los alejandrinos, descubierta en fecha reciente, y que sin embargo podría ser en parte la obra de un secretario imperial, se lee con mucha mayor facilidad que el discurso sobre Aedua.
Por la ayuda recibida en cuanto a la corrección clásica tengo que agradecer a Miss Eirlys Roberts, y por las críticas respecto de la congruencia con la redacción inglesa, a Miss Laura Riding.


Capítulo I
Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto—y lo—otro—y—lo— de—más—allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como "Claudio el Idiota", o "Ese Claudio", o "Claudio el Tartamudo" o "Cla—Cla—Claudio", o, cuando mucho, como "El pobre tío Claudio", voy a escribir (AÑO 41 d. De C) ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar "la jaula dorada" de la cual jamás he podido escapar desde entonces.
Este no es en modo alguno mi primer libro; en rigor, la literatura, y en especial la redacción de obras de historia —que de joven estudié aquí en Roma con los mejores maestros contemporáneos—, fue, hasta que sobrevino el cambio,— mi única profesión e interés durante más de treinta y cinco años. Por lo tanto, mis lectores no han de sorprenderse ante mi consumado estilo: en verdad es el propio Claudio el que escribe este libro, y no un secretario cualquiera, ni tampoco alguno de los cronistas oficiales a quienes los hombres públicos acostumbran a comunicar sus recuerdos, en la esperanza de que una escritura elegante anule la parvedad del tema y la adulación endulce los vicios. En esta obra, lo juro por todos los dioses, soy mi propio secretario y mi propio analista oficial. Escribo por mi propia mano, ¿y qué favor puedo esperar ganar de mí mismo con zalamerías? Permítaseme agregar que ésta no es la primera historia de mi vida que he escrito. En una ocasión escribí otra, en ocho volúmenes, como contribución a los archivos de la ciudad. Fue una cosa bastante anodina, que tuve en muy poco aprecio, y sólo la escribí en respuesta a peticiones públicas. Para ser sincero, durante su composición estuve muy ocupado con otros asuntos —eso fue hace dos años— y la mayor parte de los cuatro primeros volúmenes la dicté a un secretario griego, con la orden de no alterar nada mientras escribía (salvo donde fuese necesario para el equilibrio de las frases, o para eliminar repeticiones o contradicciones). Pero admito que casi toda la segunda mitad de la obra, y por lo menos algunos capítulos de la primera, fueron compuestos por ese mismo individuo, Polibio (a quien yo mismo bauticé, cuando era un joven esclavo, con el nombre del famoso historiador), con materiales que yo le suministré. Y copió con tanta exactitud mi estilo, que en verdad, cuando terminó, nadie habría podido adivinar qué parte había sido escrita por mí y cuál por él.
Era un libro monótono, lo repito. No me encontraba en condiciones de criticar al emperador Augusto, que era mi tío abuelo materno, ni a su tercera y última esposa, Livia Augusta, que era mi abuela, porque ambos habían sido oficialmente deificados y yo estaba vinculado a sus cultos en mi calidad de sacerdote. Y aunque habría podido criticar con acritud a los dos indignos sucesores imperiales de Augusto, no lo hice por respeto a la decencia. Habría sido injusto exculpar a Livia, y al propio Augusto en la medida en que se sometió a la voluntad de esa mujer notable y —quiero decirlo de una vez— abominable, y decir a la vez la verdad sobre los otros dos, cuyos recuerdos no estaban igualmente protegidos por el respeto religioso.
Permití que fuese un libro aburrido, y registré en él sólo hechos tan poco discutibles como, por ejemplo, que Fulano se casó con Zutana, la hija de Mengano, quien tenía a su favor tal y cual cantidad de honores públicos, sin mencionar, sin embargo, los motivos políticos del matrimonio, ni el regateo oculto entre las familias. O si no, escribía que Fulano había muerto de pronto, después de comer un plato de higos africanos, pero no hablaba para nada del veneno, ni de aquellos para quienes la muerte resultaba ventajosa, a menos que los hechos estuviesen respaldados por un veredicto de los tribunales en lo criminal. No decía mentira alguna, pero tampoco decía la verdad en el sentido en que pienso decirla aquí. Hoy, cuando consulté ese libro en la biblioteca de Apolo, en la colina Palatina, para refrescar mi memoria en cuanto a ciertos problemas de fechas, me sentí interesado al tropezar con algunos pasajes de los capítulos públicos que habría podido jurar que fueron escritos o dictados por mí, tan peculiarmente propio parecía el estilo, aunque no recordaba haberlos escrito ni dictado. Si eran obra de Polibio, constituían un trabajo maravillosamente perfecto de imitación (admito que tenía mis otras historias para estudiar), pero si en realidad eran míos, entonces mi memoria es peor aún de lo que afirman mis enemigos. Después de leer lo que acabo de escribir, veo que estoy incitando sospechas, en lugar de desarmarlas, en primer lugar en cuanto a mi paternidad absoluta de lo que sigue, luego en cuanto a mi integridad como historiador y finalmente en relación con mi memoria para los hechos. Pero dejaré las cosas como están; escribo como siento, y a medida que la historia se desarrolle, el lector estará mejor dispuesto a creer que no oculto nada: ése por lo menos es mi mérito.
Esta es una historia confidencial. ¿Pero quiénes, se preguntaran son mis confidentes? Mi respuesta es: la dirijo a la posteridad. No me refiero a mis biznietos ni a mis tataranietos. Me refiero a una posteridad remotísima. Y sin embargo tengo la esperanza de que ustedes, mis eventuales lectores de la centésima generación futura, o de más lejos aún en el tiempo, sientan que hablo con ustedes en forma directa, como si fuerse un contemporáneo, como a menudo Heródoto y Tucídides, muertos tiempos ha, parecen hablarme a mí. ¿Y por qué especifico una posteridad tan remota? Lo explicaré.
Hace poco menos de dieciocho años fui a Cumas, en Campania, y visité a la sibila en su risco del monte Gauro. Siempre hay una sibila en Cumas, porque cuando una muere la reemplaza su novicia—servidora. Pero no todas son igualmente famosas. A algunas de ellas Apolo jamás les concede el favor de una profecía en los largos años de su servicio. Otras profetizan, por supuesto, pero parecen inspiradas más bien por Baco que por Apolo, por las tonterías de borracho que salen de su boca, cosa que ha desacreditado al oráculo. Antes de la sucesión de Deófoba, a quien Augusto consultaba a menudo, y de Amaltea, que todavía vive y es famosísima, hubo una serie de mediocres sibilas durante casi trescientos años. La caverna está detrás de un bello templete griego consagrado a Apolo y Artemisa (Cumas había sido una colonia griega eólica). Sobre el pórtico hay un antiguo friso dorado que se cree obra de Dédalo, lo que es un absurdo, porque no tiene más de quinientos años de antigüedad, si los tiene, en tanto que Dédalo vivió por lo menos hace mil cien años. Representa la historia de Teseo y el minotauro al que mató en el Laberinto de Creta. Antes de que se me permitiera visitar a la sibila tuve que sacrificar allí un buey y una oveja a Apolo y Artemisa, respectivamente. Era diciembre y hacía un tiempo frío.
La caverna era un lugar aterrador, excavado en la roca viva; el acceso, empinado, tortuoso, oscuro como la pez y lleno de murciélagos. Fui disfrazado, pero la sibila me reconoció. Sin duda me traicionó mi tartamudez. De niño tartamudeaba mucho, y si bien siguiendo el consejo de especialistas en elocución aprendí gradualmente a dominarme cuando pronunciaba discursos en algunas ocasiones públicas, en otros momentos, en privado, sigo teniendo tendencia —si bien menos que antes—, de vez en cuando, a uno que otro tartajeo nervioso. Que es lo que me sucedió en Cumas.
Entré en la caverna interior después de subir a gatas y penosamente por las escaleras, y vi a la sibila, más semejante a un mono que a una mujer, sentada en una silla, en una jaula que pendía del techo. Sus vestiduras eran rojas y sus ojos inmóviles brillaban, rojos, en el rayo de luz roja que caía de alguna parte, sobre su cabeza. Su boca desdentada sonreía. Había en mi derredor un olor a muerte. Pero conseguí pronunciar de cualquier manera el saludo que había preparado. No me contestó. Sólo más tarde me enteré de que ése era el cuerpo momificado de Deófoba, la sibila anterior, que había muerto recientemente a la edad de ciento diez años. Sus párpados estaban sostenidos por bolitas de vidrio plateadas por detrás para hacerlas brillar. La sibila reinante vivía siempre con su predecesora. Bueno, debo de haber estado unos minutos frente a Deófoba, estremecido y haciendo muecas propiciatorias, me pareció toda una vida.
Al cabo apareció la sibila viviente, que se llamaba Amaltea y que era una mujer joven. El rayo de luz roja se extinguió y con él desapareció Deófoba —alguien, probablemente la novicia, había cubierto la ventanilla de cristal rojo— y un nuevo rayo de luz, esta vez blanco, descendió e iluminó a Amaltea, sentada en un trono de marfil, en las sombras de la parte posterior. Tenía un hermoso rostro de demente, de alta frente, y estaba sentada tan inmóvil como Deófoba. Pero tenía los ojos cerrados. Me temblaron las rodillas y rompí a tartamudear sin poder contenerme.
—Oh Sib." Sib." Sib." Sib." Sib." —comencé a decir.
Ella abrió los ojos, frunció el ceño y me remedó:
—Oh Clau." Clau." Clau."
Eso me avergonzó y logré recordar lo que había ido a preguntar. Dije entonces, con un gran esfuerzo:
—Oh Sibila; he venido a interrogarte en cuanto al destino de Roma y el mío.
El rostro de la mujer cambió de manera gradual, el poder profético se apoderó de ella, se retorció y jadeó, y en todas las galerías hubo un ruido como de carreras, portazos, alas que me rozaron el rostro, la luz se apagó. La sibila musitó un verso griego con la voz del dios:
La que gime bajo la púnica maldición y se ahoga bajo el peso de su oro, antes de sanar, aún más enfermar.
Su boca viva engendrará moscones y gusanos en sus ojos bullirán. Hombre alguno sabrá el día de su muerte.
Luego agitó los brazos sobre la cabeza y continuó:
Diez años y cincuenta y tres días, y Clau—Clau—Claudio recibirá un regalo que todos codician menos él.
Mas cuando haya enmudecido y ya no esté —mil novecientos años, más o menos—, Clau—Clau—Claudio hablará con claridad.
El dios rió entonces por su boca, con un sonido encantador y sin embargo terrible, ¡jo, jo, jo! Hice una reverencia, me volví deprisa y salí tambaleándome; caí de cabeza por el primer tramo de rotos escalones, me herí la frente y las rodillas y así, penosamente, salí, perseguido por la tremenda carcajada.
Ahora hablo como adivino experto, como historiador profesional y como sacerdote que ha tenido oportunidades de estudiar los libros sibilinos, tal como fueron normalizados por Augusto, y sé que puedo interpretar los versos con cierta confianza. Es indudable que por "maldición púnica" la sibila se refería a la destrucción de Cartago por nosotros, los romanos. Hace tiempo que debido a ello nos encontramos bajo la maldición divina. Juramos amistad y protección a Cartago en nombre de nuestros principales dioses, Apolo incluido, y luego, celosos de su rápida recuperación de los desastres de la segunda guerra púnica, la empujamos a librar la tercera, la destruimos por completo, diezmamos a sus habitantes y cubrimos sus campos de sal. "El peso de su oro" es el principal instrumento de esa maldición: un ansia de dinero que ha asfixiado a Roma desde que destruyó a su principal rival comercial y se convirtió en la dueña de todas las riquezas del Mediterráneo. Con las riquezas vino la pereza, la codicia, la crueldad, la deshonestidad, la cobardía, el afeminamiento y todos los otros vicios no romanos. A su debido tiempo se sabrá cuál es el regalo que todos deseaban menos yo, y que me fue entregado exactamente diez años y cincuenta y tres días más tarde. Los versos referentes a la claridad con que hablaría Claudio me intrigaron durante años, pero a la postre creo que he llegado a entenderlos. Pienso que son un mandato de escribir esta obra. Cuando la haya terminado la trataré con un líquido conservador, la encerraré en un cofrecillo de plomo y la enterraré profundamente en alguna parte, para que la posteridad la encuentre y la lea. Si mi interpretación es correcta, será hallada dentro de unos mil novecientos años. Y luego, cuando todos los otros autores de la actualidad cuyas obras los sobrevivan parezcan arrastrarse y tartajear, puesto que sólo han escrito para el día de hoy, y ello con reservas, mi historia hablará con claridad y audacia. Quizá, pensándolo bien, no me tomaré el trabajo de encerrarla en un cofre. La dejaré en cualquier lado. Porque mi experiencia como historiador me dice que más documentos sobreviven por casualidad que por intención. Apolo ha hecho su profecía, de modo que dejaré que Apolo cuide del manuscrito. Como ven, he preferido escribir en griego, porque el griego, pienso, seguirá siendo siempre el principal idioma literario del mundo, y si Roma decae como ha indicado la sibila, ¿no decaerá también su idioma? Además, el griego es el lenguaje de Apolo.
Tendré sumo cuidado con las fechas (que como se advierte voy poniendo al margen) y los nombres propios. Al compilar mis historias de Etruria y Cartago tuve que dedicar más horas enfurecidas de lo que quiero recordar, para desentrañar en qué año había sucedido tal o cual acontecimiento y si un hombre llamado Fulano de Tal era en realidad Fulano de Tal, o si era un hijo, un nieto o un biznieto de éste, o si no tenía parentesco alguno con él. Quiero evitar a mis sucesores este tipo de irritación. Así, por ejemplo, de los distintos personajes de esta historia que llevan el nombre de Druso —mi padre, yo mismo, un hijo mío, mi primo, mi sobrino—, cada uno de ellos será distinguido con claridad cuando se lo mencione. Y, otro ejemplo, cuando hable de mi tutor, Marco Porcio Catón, dejaré establecido que no se trata de Marco Porcio Catón, el Censor, instigador de la tercera guerra púnica; ni de su hijo del mismo nombre, el conocidísimo jurista; ni de su nieto, el cónsul del mismo nombre; ni de su biznieto del mismo nombre, el enemigo de Julio César; ni de su tataranieto del mismo nombre, que murió en la batalla de Filipos, sino de un hijo de ese tataranieto, absolutamente anónimo y también del mismo nombre, que nunca ocupó un cargo público ni lo mereció. Augusto lo nombró mi tutor y después fue maestro de varios otros jóvenes nobles romanos e hijos de reyes extranjeros, porque si bien su nombre le daba derecho a un puesto de la más elevada dignidad, su naturaleza severa, estúpida y pedante no lo cualificaba para nada mejor que el oficio de maestro de escuela.
Para fijar la fecha a que corresponden estos acontecimientos, creo que lo mejor que puedo hacer es decir que mi nacimiento ocurrió en el año 744 después de la fundación de Roma (AÑO 10 a de C.) por Rómulo y en el año 767 después de la primera olimpiada, y que el emperador Augusto, cuyo nombre es difícil que perezca ni siquiera después de mil novecientos años de historia, gobernaba para entonces desde hacía veinte años. Antes de cerrar este capítulo de introducción quiero agregar algo más acerca de la sibila y sus profecías. Ya he dicho que en Cumas, cuando muere una sibila la sucede otra, pero que algunas son más famosas que las demás. Hubo una muy famosa, Demófila, a quien Eneas consultó antes de su descenso al infierno. Y más tarde hubo otra, Hierófila, quien visitó al rey Tarquino y le ofreció una colección de profecías a un precio superior al que él quería pagar. Cuando se negó a abonar el precio, según dice la historia, ella quemó una parte y le ofreció lo que quedaba por el mismo dinero, pero él continuó negándose. Luego la sibila quemó otra parte y le ofreció lo que restaba, siempre al mismo precio, que él, por curiosidad, pagó al fin. Los oráculos de Hierófila eran de dos tipos: profecías de advertencia o de esperanza para el futuro, y órdenes para que se hicieran los adecuados sacrificios propiciatorios cuando se presentaban tales y cuales augurios. A estas dos clases se agregaron, con el correr del tiempo, todos los oráculos notables y confirmados que se ofrecían a personas privadas. Por lo tanto, cada vez que Roma parecía amenazada por extraños presagios de desastre, el Senado ordenaba una consulta de los libros por los sacerdotes encargados de ellos, y siempre se encontraba un remedio. En dos ocasiones los libros fueron parcialmente destruidos por el fuego y las profecías perdidas restauradas por los recuerdos combinados de los sacerdotes que los cuidaban. Parece que en muchos casos esos recuerdos resultaron muy defectuosos; es por eso que Augusto puso manos a la obra para redactar un canon autorizado de las profecías y rechazó interpolaciones o restauraciones evidentemente carentes de inspiración. También reunió y destruyó todas las colecciones privadas de oráculos sibilinos no autorizados, así como otros libros de predicciones públicas que pudo encontrar, en número de más de dos mil. Encerró los libros sibilinos revisados en un armario, bajo el pedestal de la estatua de Apolo, en el templo que construyó para el dios cerca de su palacio de la colina Palatina. Un libro de la biblioteca histórica privada de Augusto cayó en mis manos algún tiempo después de su muerte. Se denominaba Curiosidades sibilinas y estaba compuesto por las profecías que se habían incorporado al canon original y que luego fueron rechazadas por los sacerdotes de Apolo. Los versos estaban copiados con la hermosa letra del propio Augusto, con los errores característicos de ortografía que, cometidos en su origen por ignorancia, fueron respetados por él como una cuestión de orgullo personal. Es evidente que la mayoría de esos versos no habían sido pronunciados jamás por la sibila, ya sea en éxtasis o fuera de él, sino que fueron compuestos por personas irresponsables que querían glorificarse a sí mismas o a sus casas, o maldecir las casas rivales, afirmando la paternidad divina de sus imaginarias predicciones contra ellas. He advertido que la familia Claudia se mostró particularmente activa en tales falsificaciones. Y sin embargo encontré una o dos profecías cuyo lenguaje demostraba que eran respetablemente arcaicas, cuya inspiración parecía divina y cuyo sentido sencillo y alarmante había decidido sin duda a Augusto —su palabra era ley entre los sacerdotes de Apolo— a no admitirlas en su canon. Ya no tengo el librito en mi poder. Pero puedo recordar casi palabra por palabra la más memorable de una de esas profecías en apariencia auténticas, que estaba registrada en el griego original y (como la mayoría de las piezas del canon) en tosca traducción latina en verso. Hela aquí:
A cien años de la púnica maldición Roma será esclava de un hombre velludo, un hombre velludo de muy poco pelo. Todos los hombres serán mujeres, y cada mujer un hombre. El corcel que monte tendrá dedos por cascos. Morirá a manos de su hijo, que no es hijo, y no en el campo de batalla. El otro velludo que esclavice al Estado será hijo, no hijo, del último velludo. Tendrá de cabellos abundante pelambre. Dará mármol a Roma en lugar de la arcilla y la ceñirá con cadenas invisibles. Morirá a manos de su esposa, que no es esposa, para bien de su hijo que no es su hijo.
El tercer velludo que esclavice al Estado será hijo no hijo de este último velludo. Será barro mezclado con sangre, Un hombre velludo de muy poco pelo. Dará a Roma victorias y derrotas y morirá para bien de su hijo no hijo, un cojín será su espada. El cuarto velludo que esclavice al Estado será hijo no hijo de este último velludo, un hombre velludo de muy poco pelo. Dará a Roma venenos y blasfemias y morirá de una coz de su viejo caballo que lo paseó de niño.
El quinto velludo que esclavice al Estado, que esclavice al Estado contra su voluntad, será el idiota a quien todos desprecian. Tendrá de cabellos abundante pelambre, dará a Roma agua y pan de invierno y morirá a manos de su esposa que no es esposa, para bien de su hijo que no es su hijo.
El sexto velludo que esclavice al Estado será hijo y no hijo de este último velludo. Dará a Roma violines y miedo y fuego. Sus manos estarán tintas en sangre paterna.
No habrá un séptimo velludo que lo suceda y de su tumba brotará la sangre.
A Augusto tiene que haberle resultado evidente que el primero de los velludos, es decir, los Césares (porque César quiere decir cabellera), fue su tío abuelo Julio, que lo adoptó. Julio era calvo y adquirió renombre por sus orgías con uno y otro sexo. Y su corcel de guerra, como se sabe públicamente, era un monstruo que tenía dedos en lugar de cascos. Julio escapó con vida de muchas duras batallas, pero finalmente fue asesinado en el Senado por Bruto. Y Bruto, aunque se le había endosado otra paternidad, era, según se creía, hijo natural de Julio. "También tú, hijo!", dijo Julio, cuando Bruto se precipitó sobre él daga en mano. Ya he hablado de la guerra púnica. Augusto debe de haber reconocido en sí mismo al segundo de los Césares. En verdad él mismo, al final de su vida, se jactó, mientras contemplaba los templos y los edificios públicos que había reedificado espléndidamente, y pensando también en la obra de toda su vida, de fortalecer y glorificar al imperio, que había encontrado a Roma de barro y la dejaba de mármol. Pero en cuanto a la forma de su muerte, debe de haberle parecido que la profecía era ininteligible o increíble; y sin embargo cierto escrúpulo le impidió destruirla.
La historia demostrará con claridad quiénes fueron el cuarto y el quinto velludos; y yo en verdad sería un idiota si, admitiendo la inflexible exactitud del oráculo en todos los detalles, hasta el momento, no reconociese al sexto velludo o no me regocijase, en bien de Roma, de que no haya un séptimo velludo para sucederlo.

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