jueves, 30 de julio de 2015

Fedor Dostoievski. Diario de un escritor.


V

 REFLEXIONES SOBRE LA MENTIRA

 ¿Por qué, entre nosotros, todo el mundo miente?...
 Estoy seguro de que todo el mundo va a detenerme aquí diciéndome: "¡Exagera usted tontamente: todo el mundo, no! Está usted hoy falto de asuntos y, a pesar de eso, quiere usted producir un pequeño efecto entre nosotros lanzando al acaso una acusación sensacional." Nada de eso: he pensado siempre en lo que acabo de decir. Sólo que ¿qué ocurre? Se vive cincuenta años con una convicción en cierto modo latente y, de pronto, al cabo de medio siglo, toma, no se sabría decir cómo, una fuerza imprevista, que, por decirlo así, la transforma en viviente. Desde hace poco me ha llamado más que nunca la atención la idea de que entre nosotros, hasta en las clases ilustradas, hay muy pocas gentes que no mientan. Hombres muy honrados mienten lo mismo que los otros. Estoy convencido de que en los demás pueblos, en la mayoría de los casos, tan sólo los bribones alteran a conciencia la verdad y sus mentiras son interesadas. Entre nosotros se goza mintiendo. Se puede a menudo afirmar que un ruso mentirá..., casi diría por hospitalidad, por ser agradable a su huésped. De este modo sacrifican su personalidad a la de su interlocutor. ¿No recuerdan ustedes haber oído a las gentes más escrupulosas exagerar ridículamente el número de verstas que sus caballos habían recorrido en tales o cuales circunstancias? Esto era para divertir al auditorio y excitarle a charlar a su vez. Y en efecto, el golpe no fallaba nunca; vuestro visitante, animado por vuestra hablilla, recordaba en seguida haber visto una troika adelantar al ferrocarril. ¡Oh, y qué perros de caza había conocido! Continuáis vosotros contando una extraordinaria historia acerca del talento del dentista parisiense que os orificó los dientes, o sobre la loca prontitud del diagnóstico de Botkine, que os curó de una enfermedad verosímil. Llegáis hasta creer la mitad de vuestro relato; siempre se llega a eso cuando se mete uno en ese camino. Más tarde, cuando volvéis a pensar en aquella ocasión, al recordar la atenta fisonomía de aquel que os escuchaba, os decís: "¡Ah, no; he mentido bastante!" Este último ejemplo no es muy afortunado, porque en el carácter del hombre está el mentir siempre cuando se extiende acerca de los detalles de una enfermedad que le hizo sufrir. Esto le cura por segunda vez.
 Pero vamos a ver: ¿no os ha ocurrido nunca, al volver del extranjero, pretender que todo cuanto ha acaecido en el país de donde volvéis durante el tiempo que habéis estado en él ha pasado ante vuestros propios ojos? Aun he escogido mal mi ejemplo. ¿Cómo quieren ustedes que un pobre ruso sea un ser sobrehumano? ¿Cuál es el hombre que consentiría en hacer un viaje al extranjero si no tenía el derecho de traer consigo historias famosas? Busquemos mejor. Seguramente debéis haber hecho en vuestra vida revelaciones nuevas e increíbles acerca de las ciencias naturales..., sobre las quiebras o las fugas de los banqueros, y esto sin saber una palabra de Historia Natural ni haber estado jamás al corriente de los acontecimientos del mundo financiero. Es seguro que, por lo menos, habéis contado una vez, como si le hubiera ocurrido a usted mismo, una historia que sabéis de otra persona. ¿Y a quién se la habéis contado? Al individuo que había sido héroe de la anécdpta que él mismo os había comunicado. Habéis olvidado cómo, a la mitad del relato, se os aparecía la horrible verdad. Tal vez era la extraviada mirada de vuestro auditor la que os advertía... A pesar de eso habéis continuado..., ¡y qué contrariado! Aceleráis el fin de la historia y abandonáis precipitadamente a vuestro amigo, y ¡en qué estado! Entregado a vuestro mirífico relato, habéis olvidado preguntar a ese amigo noticias de su tía enferma...; no pensáis en ello hasta no estar en la escalera; le gritáis rápido vuestra pregunta al sobrino, que cerraba tranquilamente su puerta sin haberos respondido. ¡Y si queréis asegurarme que no contáis jamás anécdotas, que nunca habéis puesto el pie en casa de Botkine, que jamás habéis preguntado a un sobrino noticias de su tía mientras bajabais por la escalera, no os creeré!
 "Broma pesada —me dirán—; una mentira inocente es bien poca cosa; eso no remueve nada en el sistema del universo." Sea; convengo en que todo eso es muy inocente; no hablo más que del grave defecto de carácter que indica esa manía de la mentira.
 "La delicada reciprocidad de la mentira es una condición indispensable al buen funcionamiento de la sociedad rusa", agregaré aún. ¡Bueno! Y acepto el que no haya más que un grosero capaz de desmentiros cuando habléis del número de verstas recorridas o de los milagros operados sobre vosotros por Botkine. En efecto, sólo un imbécil puede tener la pretensión de castigaros inmediatamente por una venial alteración de la verdad. De todos modos, ese lujo de pequeñas mentiras es un rasgo muy importante de nuestras costumbres nacionales. Prueba que los rusos tenemos, no diré odio a la verdad, pero sí una disposición a considerarla como prosaica, aburrida, burguesa; pero, precisamente, evitándola sin cesar, hemos hecho de ella una cualidad rara, preciosa e inapreciable en nuestro mundo ruso. Hace mucho tiempo que ha desaparecido de entre nosotros el axioma de que la verdad es lo que hay aquí más admirablemente sorprendente, y que excede, por lo inesperado, a lo más fantástico que puede imaginarse. Y, sin embargo, el hombre ha transformado de tal manera todo que las más increíbles mentiras penetran mucho mejor en el alma rusa, pareciendo mucho más verosímiles que la cruda verdad. Creo, además, que ocurre un poco lo mismo en el mundo entero.
 Esta manía de falsearlo todo demuestra que aún tenemos vergüenza de nosotros mismos. ¿Cómo podría ser de otro modo, cuando se ve que, en cuanto se aborda la sociedad, el ruso hace cuanto puede por aparecer distinto de lo que en realidad es?
 Herzen ha dicho, a propósito de los rusos que viven en el extranjero, que no saben estar en sociedad, hablando muy alto cuando es preciso callarse, y siendo incapaces de decir una palabra de manera conveniente y natural cuando se espera de ellos algunas palabras Y es exacto. En cuanto un ruso fuera de su país tiene que abrir la boca, se tortura para enunciar opiniones que puedan hacerle considerar todo lo menos ruso posible. Está absolutamente convencido de que un ruso que se presenta tal cual es, será mirado como un ser grotesco. ¡Ah! Si logra aparentar maneras francesas, inglesas, en una palabra, extranjeras, será muy distinto: tendrá derecho a toda la estimación de sus vecinos de salón. Haré todavía una pequeña observación: esta cobarde vergüenza de sí mismo es en él casi inconsciente. Al obrar así, obedece a sus nervios, a un capricho momentáneo.
 —Yo soy completamente inglés de sentimientos y de vida —afirmará un ruso.
 Y sobrentenderá: "Luego es preciso respetarme como se respeta a todos los ingleses." Mas no hay un alemán, ni un inglés, ni un francés, que se avergüence de mostrarse tal como su medio lo ha creado. El ruso se da de ello cuenta muy claramente; pero admite, sin que esa convicción sea en él muy clara, que por eso es por lo que esos extranjeros son muy superiores a él mismo, y, consecuentemente, desearía parecer muy alemán, muy inglés o muy francés.
 —Pero eso que contáis es cosa muy conocida, harto vulgar —me harán observar. Sea; pero he aquí algo de lo más característico: el ruso hará, esencialmente, por pasar como más inteligente que todos, o, si es muy modesto, por no parecer más tonto que otro. Y parece decir: "Confiesa que no soy más tonto que el término medio, y reconoceré que en tu clase no eres un idiota."
 Ante una celebridad europea, el ruso se sentirá encantado haciendo genuflexiones; lo admirará todo, en el gran hombre, sin examen, de la misma manera que desearía le consagrasen a él mismo como espíritu selecto sin estudiarle demasiado. Pero si la celebridad ha dejado de estar a la moda, si el personaje ha perdido su pedestal, nadie en el mundo será más severo en su apreciación del héroe caído que nuestro ruso. Su desprecio burlón no tendrá límites.
 Nos sentiremos ingenuamente asombrados cuando una casualidad nos revele que Europa continúa considerando al grande hombre que ya no está de actualidad como un grande hombre.
 Pero este mismo ruso, que venera ciegamente al favorito del éxito, jamás querrá aceptar en público que sea inferior al hombre de genio que acaba de sincerar: "¡Goethe, Liébig, Bísmarck, está muy bien —dará perfectamente a entender—; pero también estoy yo!"
 En una palabra: el ruso más o menos ilustrado jamás llegará a poseer bastante grandeza de alma para reconocer francamente una superioridad real. Que no se burlen demasiado de mi "paradoja". El rival de Liébig tal vez ni siquiera haya terminado sus estudios en el Instituto.
 Suponed que nuestro ruso se encuentra a Liébig en un vagón, sin conocerlo, y que el sabio entabla conversación sobre Química; nuestro amigo logrará colocar su pequeña reflexión, y no cabe dudar de que llegará a disertar sabiamente —sin saber de aquello de que hable otra palabra que "química"—. Verdad es que pondrá a Liébig enfermo de asco; pero ¿quién sabe si en él espíritu de los oyentes no habrá clavado al gran químico? Porqué un ruso sabe siempre hacer un magnífico empleo del lenguaje científico, sobre todo cuando no comprende los asuntos de que trata. Y al mismo tiempo asistiremos a un fenómeno particular del alma rusa. Én cuanto uno de nuestros compatriotas de las clases ilustradas se ve en presencia de un "público", no sólo no duda ya de su gran talento, sino que hasta se figura poseer la ciencia infusa.
 En su fuero interno un ruso se burla un poco de ser instruido o ignorante... Rara vez se hará esta pregunta: Pero... ¿sé realmente algo?
 Si se la hace, responderá a ella de modo que satisfaga su vanidad, hasta si tiene conciencia de no poseer más que conocimientos rudimentarios.
 Me ha ocurrido a mí mismo, recientemente, oír en un vagón, en el curso de un viaje de dos horas, toda una conferencia sobre las lenguas clásicas: un solo viajero discurseaba y todos los demás bebían sus palabras. Era un desconocido para todos los que en el departamento se encontraban. Era robusto, de edad madura, de fisonomía distinguida, hasta señorial, y hablaba remachando las palabras. Parecía evidente, a quien le escuchaba, no solamente que disertaba por primera vez sobre semejante asunto, sino que no había jamás pensado en aquello con que nos entretenía. Era, pues, una sencilla, pero brillante improvisación. Negaba en absoluto la utilidad de la enseñanza clásica y llamaba a su introducción entre nosotros "un error histórico y fatal". Por lo demás, fue la única palabra violenta que se permitió: había tomado las cosas desde muy abajo para exaltarse fácilmente. Las bases sobre las que establecía su opinión carecían tal vez de solidez, y sus razonamientos eran poco más o menos los de un colegial de trece años o de algunos periodistas, entre los menos competentes. "Las lenguas clásicas, decía, no sirven para nada; todas las obras maestras latinas, por ejemplo, han sido traducidas. Luego ¿para qué estudiar una lengua que no tiene nada más que confiarnos?..." Su argumentación produjo en el vagón el mayor efecto, y cuando nos abandonó, varios viajeros, la mayor parte señoras, le agradecieron el placer que con su discurso les había proporcionado. Estoy muy seguro de que descendió del vagón persuadido de que era un genio.
 Hoy las charlas en público (en vagón o en otra parte) han cambiado de carácter. Ahora parecen buscarse educadores y se escuchará siempre favorablemente una conversación que desflore más o menos todos los grandes temas sociales. Varias personas desconocidas unas de otras sienten cierta molestia en ponerse a hablar juntas. En los comienzos hay siempre cierta reserva molesta. Pero cuando han comenzado, los interlocutores se hacen a veces tan sublimes que sería prudente contenerlos para impedir que se les fuese el santo al cielo. Verdad es que a menudo, la charla se desenvuelve sobre cuestiones financieras o políticas, pero miradas desde un punto de vista tan elevado que el público vulgar no comprende nada de ellas. Este vulgum pecus escucha con humilde deferencia, y el aplomo de los discurseadores crece con ello. Claro es que estos luchadores pacíficos tienen poca confianza los unos en los otros, pero se separan siempre con buenas palabras, tal vez confesándose mutuamente reconocidos. El secreto para viajar de una manera agradable consiste en saber escuchar amablemente las mentiras ajenas y creerlas lo más posible, pues, con esa condición, os dejarán producir cuando os llegue el turno vuestro pequeño efecto, y de este modo el provecho será recíproco.
 Pero, como ya os lo he dicho, existen temas generales que interesan a todo el público, letrado o iletrado, y el más ignorante se apresura a decir su opinión sobre estas cuestiones de vital importancia. Ya no se trata entonces únicamente de pasar el tiempo todo lo más agradablemente posible. Repito que hoy quieren instruirse. Hay sed de aprender, de explicarse las interioridades de la vida contemporánea; se buscan iniciadores, y son las mujeres, sobre todo las madres de familia, las que están impacientes por descubrir a estos profetas de lo nuevo. Reclaman guías, consejos sociales. Están dispuestas a creerlo todo. Hace algunos años, cuando se carecía de nociones exactas sobre nuestra misma sociedad rusa, su empresa casi no tenía término posible. Pero hoy su campo de investigación se ha ensanchado. Sin embargo, puede predecirse que todo discurseada dotado de un exterior casi conveniente (pues conservamos una fatal superstición que convierte a todos los rusos en fáciles víctimas mixtificadas por lo que llaman buenos modos), todo discurseador de buen aspecto, disponiendo de un vocabulario florido, tendrá probabilidades para convencer a sus oyentes de todo cuanto le agrade asegurar. Es justo añadir que, para esto, deberá mostrar opiniones de las llamadas "liberales". Pero esta observación casi era inútil.

 Otro día, encontrándome también en un vagón —era recientemente— pude oír a uno de nuestros compañeros de viaje desarrollarnos todo un tratado de ateísmo.
 El orador era un personaje con cabeza de ingeniero mundano, serio por otra parte, y visiblemente atormentado por la enfermiza necesidad de hacerse prosélitos. Debutó con consideraciones sobre los monasterios. Pude conjeturar fácilmente que de estos conventos no sabía nada. Creía que los monasterios nos habían sido impuestos por un decreto sacerdotal y que el Estado tenía que dotarlos, proveer a sus gastos, en una palabra, sostenerlos. Se le hubiera sorprendido grandemente haciéndole saber que los frailes forman asociaciones independientes. Partiendo de su creencia en un parasitismo legal, exigía, en nombre del liberalismo, su cierre inmediato. Por una ligera extensión de sus ideas, fue a parar de manera natural al ateísmo absoluto. Sus convicciones, decía, estaban basadas en las ciencias exactas, naturales o matemáticas. ¡Cómo desatinaba hablando de las ciencias naturales y de las matemáticas! Por otra parte, aunque le hubieran amenazado de muerte no habría podido citar ni un solo hecho que revelase su conocimiento de aquellas ciencias. Todo el mundo le escuchaba piadosamente. "Por mi cuenta, peroraba! no le enseñaré a mi hijo más que una cosa: a ser un hombre honrado y a burlarse de todo lo demás." Estaba convencido de que no necesitábamos ninguna clase de doctrinas superiores a las que rigen la marcha de la Humanidad; que se encuentran, por decirlo así, en nuestro bolsillo las llaves que abren los dominios del bien: la fraternidad, la beneficencia, la moralidad, etc. Para él, la duda no existía. Como el discurseador de quien hablé antes, obtuvo un triunfo resonante. Había allí oficiales, ancianos, señoras jóvenes. Se le dieron las gracias también, cuando descendió del vagón, por haber hablado de una manera tan deliciosamente interesante. Una de nuestras vecinas de departamento, una madre de familia, mujer muy distinguida, muy elegante y en buena posición, llegó hasta a hacernos saber que, en lo sucesivo, se guardaría muy bien en pensar que el alma fuese otra cosa que "un humo cualquiera". Claro que el señor con cabeza de ingeniero mundano descendió del vagón mucho más considerado de lo que había subido.
 Esta consideración, que un montón de gentes de aquella fuerza sentían por su propio valer, es una de las cosas que más me asombran. No se puede uno asombrar de que existan tontos y charlatanes. Pero aquel hombre no era absolutamente un tonto. No era, indudablemente, tampoco ni un mal hombre, ni un hombre grosero; hasta apostaría cualquier cosa a que era un buen padre de familia. Sólo que no sabía nada de las cuestiones de que había tratado. No se diría nunca: "Mi buen Ivan Ivanovitch (le bautizo por el momento), has discurseado hasta perder el aliento y, sin embargo, no sabes ni una palabra de lo que has contado. Has chapoteado en las matemáticas y en las ciencias naturales, cuando sabes mejor que nadie que has olvidado cuanto de eso te enseñaron. ¡Cuan lejos está hoy la escuela especial donde tú estudiaste! ¿Cómo te atreves a dar una especie de curso a personas que te son desconocidas y algunas de las cuales han aparentado sentirse "convertidas" por tus desatinos? Bien ves que has mentido desde la primera palabra hasta la última, ¡Y te has sentido orgulloso por tu triunfo! ¡Harías mejor en sentirte avergonzado!" Tendría infinidad de razones para dirigirse ese breve sermón; pero, ¡ay!, es probable que sus ocupaciones habituales no le dejen tiempo para preocuparse de esas pequeneces. Creo que ha debido experimentar un vago remordimiento, pero pronto habrá pasado a otro asunto en sus meditaciones, diciéndose que, después de todo, no se trataba de un caso de conciencia. Esta ausencia de buena y sana vergüenza en el ruso es para mí un raro fenómeno. Se nos dirá que esa inconsciencia es general entre nosotros, pero justamente por eso es por lo que a veces desespero del porvenir de tal nación, de sociedad tal.
 En público, un ruso será un europeo, un ciudadano del mundo, el caballero defensor de los derechos del hombre; tanto peor si en su fuero interno se siente un hombre completamente distinto, fríamente convencido de lo contrario de lo que ha profesado. Vuelto a su casa exclamará, si es preciso: "¡Eh! Váyanse al diablo las opiniones y hasta la libertad! ¡Que me golpeen si quieren! ¡Me burlo de ello!"
 ¿Os acordáis de aquel teniente Pirogoff que, hace una cuarentena de años de esto, fue golpeado en la calle Grande-Mistchanskaïa por un aserrador llamado Schiller? Es de lamentar que los Pirogoff abunden demasiado para que sea posible golpearlos a todos: "¡Muy mal, se dijo Pirogoff, que no se sabrá nada!" Recordaréis que el teniente golpeado fue, inmediatamente después de recibida la paliza, a comer un pastel de hojaldre, para reponerse de sus emociones, y que aquella misma noche se distinguió, en la reunión dada por un alto funcionario, como bailarín incomparable. ¿Qué pensáis de esto? ¿Creéis que en el momento en que, mientras bailaba, torturaba sus miembros acardenalados y dolientes, se había olvidado de la contundente corrección? No; seguramente no la había olvidado, pero indudablemente, se decía: "¡Bah! Nadie sabrá nada.” Esta facilidad del carácter ruso para acomodarse a todo, hasta a un contratiempo deshonroso, es tan grande como el mundo...
 Estoy seguro de que el teniente Pirogoff estaba tan por encima de aquellas idiotas vergüenzas, que la noche en cuestión habríase declarado a su pareja —la hija de la casa— y la hubiera pedido formalmente en matrimonio. ¡Es casi trágica la situación de una muchacha que entabla relaciones con un hombre al que han vapuleado aquel mismo día y al cual "no le importa”! Y... ¿qué pensáis que hubiera ocurrido si ella hubiera sabido que su pretendiente había recibido la tunda, si el oficial apaleado y contento se hubiera, de todos modos, preocupado en contarlo? ¿Se hubiera casado con él? ¡Ay, sí!... Con la condición de que el mundo no fuese enterado del secreto del manoseo administrado al novio.
 Creo que, sin embargo, se puede, en general, abstenerse de colocar a las mujeres rusas en la categoría de los Pirogoff. Se advierte cada vez más en nuestra población femenina una verdadera franqueza, perseverancia y un sentimiento verdadero del honor, un gusto loable por la investigación de la verdad, sin olvidar una frecuente necesidad de sacrificarse. Por otra parte, las mujeres rusas se han distinguido en esto siempre de los hombres. Han testimoniado en todo tiempo un mayor horror a la mentira que sus hermanos y sus maridos; hay muchas entre ellas que no mienten jamás. La mujer es, entre nosotros, más perseverante, más paciente en su labor; aspira más seriamente que el hombre a hacer su obra y a hacerla por el amor de la obra misma, y no únicamente por distinguirse. Creo que podemos esperar de ella una gran ayuda.


miércoles, 29 de julio de 2015

Manuel Mujica Lainez. Novela: El escarabajo.


Durante un agasajo a Manuel Mújica Láinez, su colega Jorge Luis Borges afirmaba, hace más de un cuarto de siglo, que "una de las misiones del escritor es rescatar el pasado". El Escarabajo es una excelente muestra de la misión cumplida. Fruto de cuatro años de intenso trabajo y búsqueda, El Escarabajo, prodigio de reconstrucción histórica y de fluidez en el relato, sólo podía ser escrito por quien reunía la doble condición de experto en Humanidades y maestro de la narrativa. El narrador y a la vez protagonista de esta ambiciosa y lograda novela es un escarabajo de lapislázuli, talismán egipcio creado para la reina Nefertari, "nombre enigmático de aquella que llevo en mi carne azul, y que estaba predestinado a servir y amar". El Escarabajo nos cuenta sus peripecias desde el Egipto de Ramsés II hasta nuestros días, que son también las de los personajes por cuyas manos pasó. Testamento literario de Mújica Láinez, El Escarabajo es una novela en mayúsculas y también un viaje alucinante por más de tres mil años de Historia, repleto de acontecimientos, intrigas y emoción.

Fuente: Autor: MUJICA LAINEZ, MANUEL
Editorial: BELACQUA
Año de edición: 2006

martes, 28 de julio de 2015

Dostoievski Fedor. El idiota.


La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representación de un arquetipo de la perfección moral, tiene como protagonista al príncipe Myshkin, personaje de la talla comparable al Rashkolnikov de ` Crimen y castigo ` o el Stavrogin de `Los demonios` y que, significativamente, da título a la obra. Encarnación de cuantas virtudes se asocian al espíritu cristiano, el príncipe, paradójicamente, no logra más que desbaratar, junto con la vida propia, la mayoría de los que a él acuden.

*** 
Este libro narra las aventuras y desventuras del príncipe Mishkin, personaje que da nombre a la novela y que intenta ser esencialmente bueno. La peripecia le sirve a Dostoyevsky para desarrollar su concepción trágica de la vida y pintar un fresco apasionante de Rusia.

Título original: идиот

  Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky, 1869

  Traducción: Juan López-Morillas

  Editor original: Griffin (v1.0)

  Fuente: ePub base v2.0


 Primera parte

A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.
  En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada, dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna. Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso, tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos, mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia. Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las personas de mala educación expresan el contento que les producen los infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.
  —¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros.
  —Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.
  —Viene usted del extranjero, ¿verdad?
  —Sí, de Suiza.
  —¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.
  Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso:
  —No, no me han curado.
  —¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde… ¡Y nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del sobretodo de piel de cordero.
  —¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio.
  —En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego, no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia, después de mantenerme dos años a sus expensas.
  —¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que pagase por usted?
  —No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza, murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia.
  —¿Dónde va usted a instalarse?
  —¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como se me pongan las cosas. En cualquier sitio…
  —¿De modo que aún no sabe dónde?
  Y el hombre del cabello negro comenzó a reír, secundado por el tercero de los interlocutores.
  —Me temo —agregó el primero— que todo su equipaje está contenido en este pañuelo…
  —Yo lo aseguraría —manifestó el otro, con aspecto de extrema satisfacción—. Estoy cierto de que todo el equipaje de este señor es ése, ¿verdad? Pero la pobreza no es vicio, desde luego.
  La suposición de aquellos dos caballeros resultó ajustada a la realidad, como el joven rubio no titubeó en confesarlo.
  —Su equipaje, sin embargo, no deja de tener cierta importancia —prosiguió el empleado, después de que él y el joven de la cabellera negra hubieron reído con toda su alma, siendo de notar que aquel que era objeto de su hilaridad había terminado también por reír viéndoles reír a ellos, con lo que hizo subir de punto sus carcajadas—; pues, aunque pueda darse por hecho que en él brillan por su ausencia las monedas de oro francés, holandés o alemán, el hecho de que tenga usted una parienta como la Epanchina modifica en mucho la trascendencia de su equipaje. Esto, claro, en el caso de que la Epanchina sea efectivamente parienta suya y no se trate de una distracción…, lo que no tiene nada de particular en un hombre, cuando es muy imaginativo…
  —Ha adivinado usted —contestó el joven—. Realmente, casi me he equivocado, porque sólo quise decir que la generala es medio parienta mía, hasta el extremo de que su silencio no me ha sorprendido. Lo esperaba.
  —Ha gastado usted inútilmente en sellos de correo. ¡Hum! Usted, al menos, es ingenuo y sincero, lo cual merece alabanzas. ¡Hum! Yo conozco al general Epanchin… como todos le conocen. Al difunto señor Pavlichev, el que pagaba sus gastos en Suiza, también le conocía, si es que se refiere a Nicolás Andrevich Pavlichev, porque hay dos primos hermanos del mismo apellido. El otro habita en Crimea. El difunto Nicolás Andrevich era hombre muy respetado, con muy buenas relaciones y propietario, en sus tiempos, de cuatro mil almas[1]…
  —Sí; se trataba de Nicolás Andrevich Pavlichiev —contestó el joven, mirando con atención a aquel desconocido que tan bien informado estaba de todas las cosas.
  Esta clase de caballeros que lo saben todo suelen encontrarse con bastante frecuencia en cierta capa social. No hay nada que ignoren: toda su curiosidad espiritual, todas sus facultades de investigación se dirigen sin cesar en igual sentido, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes, como diría un pensador moderno. Añadamos que esa omnisciencia que poseen está circunscrita a un campo harto restringido: les consta en qué departamento sirve Fulano, qué amistades tiene, qué fortuna posee, de dónde ha sido gobernador, con quién está casado, qué dote le aportó su mujer, quiénes son sus primos en primero y segundo grado, y otras cosas por el estilo. Por regla general, estos caballeros que lo saben todo llevan los codos rotos y ganan diecisiete rublos al mes. Las personas de quienes conocen tantos detalles se quedarían muy confusas si lograran saber cómo y por qué estos señores omniscientes están tan bien informados de sus existencias. Sin duda los interesados encuentran algún consuelo positivo en poseer semejantes conocimientos, que consideran una completa ciencia de la que derivan una alta estima de sí mismos y una elevada satisfacción espiritual. Y es, en efecto, una ciencia subyugadora. Yo he conocido literatos, intelectuales, poetas y políticos, que parecían hallar en semejante disciplina científica su mayor deleite y su meta final habiendo hecho, además, su carrera gracias a ella.
  Durante aquella parte de la conversación, el joven de negros cabellos miraba distraídamente por la ventanilla, bostezando y aguardando con impaciencia el fin del viaje. Parecía preocupado, muy preocupado, casi inquieto. Su actitud resultaba extraña: a veces miraba sin ver, escuchaba sin oír, reía sin saber él mismo el motivo.
  —Permítame: ¿a quién tengo el honor de…? —preguntó de improviso el señor de los granos al propietario del paquetito del pañuelo de seda.
  —Al príncipe León Nicolaievich Michkin —contestó el interpelado inmediatamente sin la menor vacilación.
  —¿El príncipe León Nicolaievich Michkin? No le conozco. Jamás lo he oído mencionar —dijo el empleado, reflexionando—. No me refiero al nombre, que es histórico y se puede encontrar en la historia de Karamzin, sino a la persona, ya que ahora no se encuentran en ningún sitio príncipes Michkin y no se oye jamás hablar de ellos.
  —No lo dudo —replicó el joven—. En este momento no existe más príncipe Michkin que yo, que creo ser el último de la familia. En cuanto a mis antepasados, hace ya varias generaciones que vivían como simples propietarios rurales. Mi padre fue subteniente del ejército. La generala Epanchina pertenece, aunque no sé bien en virtud de qué parentesco, a la familia de los Michkin, y es también, como mujer, la última de su raza…
  —¡Ja, ja, ja! —rió el empleado—. ¡Mujer, y la última de su raza[2]! ¡Qué chiste tan bien buscado!
  El señor de los cabellos negros sonrió igualmente. Michkin quedó muy sorprendido al ver que le atribuían un chiste, bastante malo además.
  —Lo he dicho sin darme cuenta —aseguró al fin, repuesto de su sorpresa.
  —¡Por supuesto, por supuesto! —repuso jovialmente el empleado.
  —Y en Suiza, príncipe —preguntó de pronto el otro viajero—, ¿estudiaba usted, tenía algún profesor?
  —Sí; lo tenía…
  —Yo, en cambio, no he aprendido nada nunca.
  —Tampoco yo —dijo el príncipe, como excusándose— he aprendido nada apenas. Mi mala salud no me ha permitido seguir estudios sistemáticos.
  —¿No ha oído usted hablar de los Rogochin? —interrogó con viveza el joven de los cabellos negros.
  —No; no conozco a casi nadie en Rusia. ¿Se llama usted Rogochin?
  —Sí; Parfen Semenovich Rogochin.
  —¿Parfen Semenovich? ¿No será usted uno de esos Rogochin que…? —preguntó el empleado con súbita gravedad.
  —Sí; uno de esos —interrumpió impacientemente el joven moreno quien, desde el principio, no se había dirigido al hombre granujiento ni una sola vez, limitándose a hablar únicamente con Michkin.
  El empleado, estupefacto, abrió mucho los ojos y todo su semblante adquirió una expresión de respeto servil, casi temeroso.
  —¡Cómo! —prosiguió—. ¿Es posible que sea usted hijo de Semen Parfenovich Rogochin, burgués notable por derecho de herencia y que murió hace un mes dejando un capital de dos millones y medio de rublos?
  —¿Y cómo puedes tú saber que ha dejado dos millones y medio? —preguntó rudamente el hombre moreno sin dignarse mirar al empleado. Luego añadió, haciendo un guiño a Michkin para referirse al otro—: Mírele: apenas se ha enterado de quién soy, ya empieza a hacerme la rosca. Pero ha dicho la verdad. Mi padre ha muerto y yo, después de pasar un mes en Pskov, vuelvo a casa como un pordiosero. Ni mi madre ni el bribón de mi hermano me han avisado ni me han enviado dinero. ¡Cómo si fuera un perro! Durante todo el mes he estado enfermo de fiebres en Pskov y…
  —¡Pero ahora va usted a recibir un rico milloncejo, si no más! ¡Oh, Dios mío! —exclamó el señor granujiento alzando las manos al cielo.
  —Dígame, príncipe —exclamó Rogochin, irritado, señalando al funcionario con un movimiento de cabeza—, ¿qué podrá importarle eso? Porque no voy a darte ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí. ¿Oyes?
  —Lo haré, lo haré.
  —¿Qué le parece? Bien: pues no te daré ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí una semana seguida.
  —No me des nada. ¿Por qué habías de dármelo? Pero bailará de coronilla ante ti. Dejaré plantados a mi mujer y a mis hijos e iré a bailar de cabeza ante ti. Necesito rendirte homenaje. ¡Lo necesito!
  —¡Puaf! —exclamó Rogochin, escupiendo. Y se dirigió al príncipe—: Yo no tenía más equipaje que el que usted lleva cuando, hace cinco semanas, huí de la casa paterna y me fui a la de mi tía, en Pskov. Allí caí enfermo. Y entre tanto murió mi padre de un ataque de apoplejía. Gloria eterna a su memoria, sí; pero la verdad es que faltó poco para que me matase a golpes. ¿Lo creería usted, príncipe? Pues es verdad: si yo no hubiese huido, me habría matado.
  —¿Qué hizo usted para irritarle tanto? —preguntó el príncipe, que miraba con curiosidad a aquel millonario de tan modesta apariencia bajo su piel de cordero.
  Aparte el millón que iba a heredar, había en el joven moreno algo que intrigaba e interesaba a Michkin. Y en cuanto a Rogochin, fuese por lo que fuera, se complacía en hablar con el príncipe, quizás más que en virtud de una ingenua necesidad de expansionarse, por hallar un derivativo a su agitación. Dijérase que la fiebre le atormentaba aún. En cuanto al empleado, pendiente de la boca de Rogochin, recogía cada una de sus palabras como si esperase hallar entre ellas un diamante.
  —Mi padre estaba, desde luego, enojado conmigo, y acaso con razón —respondió Rogochin—; pero quien más le predisponía contra mí era mi hermano. No quiero decir nada de mi madre: es una mujer de edad, lee el Santoral, pasa su tiempo en hablar con viejas y no ve más que por los ojos de mi hermano Semka[3]. Pero, ¿no es cierto que éste debió avisarme con oportunidad? ¡Bien sé por qué no lo hizo! Cierto que yo estaba entonces sin conocimiento… Cierto también que me expidieron un telegrama… Pero desgraciadamente lo recibió mi tía, viuda desde hace treinta años y que no trata, de la mañana a la noche, sino con hombres de Dios[4] y gente por el estilo… No es monja, pero peor que si lo fuera. El telegrama la asustó, así que lo llevó al puesto de policía, donde aún continúa. Sólo me he informado de lo sucedido por una carta de Basilio Vasilievich Koniev, quien me lo cuenta todo, incluso que por la noche, mi hermano cortó un paño mortuorio de brocado de trencillas de oro, que adornaba el ataúd de mi padre, diciendo: «Esto vale su dinero». ¡Si quiero, me basta con eso para enviarle a Siberia, porque es un robo sacrílego! ¿Qué opinas tú, espantapájaros? —añadió, dirigiéndose al funcionario—. ¿Cómo califica la ley ese acto? ¿De robo sacrílego?
  —Sí: de robo sacrílego —confirmó el empleado.
  —¿Y se envía a Siberia a los culpables de ese crimen?
  —¡A Siberia, sí! ¡A Siberia inmediatamente!
  —En casa me creen enfermo aún —prosiguió Rogochin dirigiéndose al príncipe otra vez—. Pero yo he tomado el tren sin decir nada a nadie y, aunque mal de salud todavía, dentro de un rato estaré en San Petersburgo. ¡Cuánto se sorprenderá mi hermano Semen Semenovich al verme llegar! ¡El que, como bien sé, fue quien indispuso a mi padre contra mí! Aunque, a decir verdad, éste ya estaba irritado conmigo por lo de Nastasia Filipovna. En ese caso, desde luego, la culpa fue mía.
  —¿Nastasia Filipovna? —preguntó el empleado, con aire servil y, al parecer, reflexionando intensamente.
  —¡Si no la conoces! —exclamó Rogochin, con impaciencia.
  —¡Si! ¡La conozco! —exclamó, con aire triunfante, el señor granujiento.
  —¡Claro! ¡Hay tantas Nastasias Filipovnas en el mundo! Eres un solemne animal, permíteme que te lo diga. ¡Ya sabía yo que este bestia acabaría queriendo pegarse a mí! —añadió Rogochin, hablando a Michkin.
  —¡Bien puede ser que la conozca! —replicó el empleado—. ¡Lebediev sabe muchas cosas! Podrá usted injuriarme cuanto quiera, excelencia, pero ¿y si le pruebo que digo la verdad? Esa Nastasia Filipovna por cuya culpa le ha golpeado su padre, se apellida Barachkov, y es una señora distinguida y hasta, en su estilo, una verdadera princesa. Mantiene íntimas relaciones con Atanasio Ivanovich Totzky y no tiene otro amante que él. Totzky es un poderoso capitalista, con mucho dinero y muchas propiedades, accionista de varias compañías y empresas y por esta razón muy amigo del general Epanchin.
  —¡Diablo! ¡La conoce de verdad! —exclamó Rogochin, realmente sorprendido—. ¿Cómo puedes conocerla?
  —¡Lebediev lo sabe todo! ¡Lebediev no ignora nada! He andado mucho con Alejandro Lichachevich cuando éste acababa de perder a su padre. ¡No sabía dar un paso sin mí! Ahora está preso por deudas; mas yo en aquel tiempo conocí a todas aquellas mujeres: Arrancia y Coralia, y la princesa Patzky, y Nastasia Filipovna, y muchas otras.
  —¿Es posible que Lichachevich y Nastasia Filipovna…? —preguntó Rogochin lanzando una mirada de cólera al empleado. Y sus labios se convulsionaron y palidecieron.
  —¡No, no, nada! —se apresuró a contestar Lebediev—. Él le ofrecía sumas enormes, pero no pudo conseguir absolutamente nada… No es como Amancia. Su único amigo íntimo es Totzky. Por las noches puede vérsela siempre en su palco en el Gran Teatro o en el Teatro Francés. Y la gente hablará de ella lo que quiera, pero nadie puede probarle nada. Se la señala y se dice: «Mirad a Nastasia Filipovna»; pero nada más, porque nada hay que decir.
  —Así es, en efecto —convino Rogochin, con aire sombrío—; eso concuerda con lo que me contó hace tiempo Zaliochev. Un día, príncipe, yo cruzaba la Perspectiva Nevsky vestido con un gabán viejo que mi padre había retirado hacía tres temporadas. Ella salía de un comercio y subió al coche. En el acto sentí que me atravesaba el alma un dardo de fuego. A poco encontré a Zaliochev. No vestía como yo, sino con elegancia, y llevaba un monóculo aplicado al ojo. En cambio yo, en casa de mi padre, usaba botas enceradas y comía potaje de vigilia. «Esa no es de tu clase —me dijo mi amigo—: es una princesa. Se llama Nastasia Filipovna Barachkov y vive con Totzky. Él ahora, quisiera desembarazarse de ella a toda costa, porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, tiene entre ceja y ceja el propósito de casarse con la beldad más célebre de San Petersburgo». Zaliochev añadió que si yo iba aquella noche a los bailes del Gran Teatro podría ver en un palco a Nastasia Filipovna. Entre nosotros, le diré que ir a ver una sesión de baile significaba para mí correr el riesgo de ser molido a golpes por mi padre. No obstante, burlando su vigilancia, pasé una hora en el teatro, volví a ver a Nastasia Filipovna y no pude dormir en toda la noche. Por la mañana, mi difunto padre me entregó dos títulos al cinco por ciento de cinco mil rublos cada uno. «Vete a venderlos —dijo—, pasa por casa de los Andreiev, liquídales una cuenta de siete mil quinientos rublos que tengo con ellos y tráeme el resto del dinero. No te entretengas en el camino, que te aguardo». Negocié los títulos, pero en vez de ir a casa de Andreiev entré en el Bazar Inglés y compré unos pendientes de diamantes, cada uno casi tan grueso como ruta avellana. Como el precio excedía en cuatrocientos rublos el dinero que yo llevaba, di mi nombre y el comerciante me abrió, crédito por la diferencia. Tras esto, fui a ver a Zaliochev. «Acompáñame a casa de Nastasia Filipovna», le dije. Y fuimos. No sé, ni recuerdo, lo que había ante mí, ni a mi lado, ni bajo mis pies. Entrarnos en una sala y ella salió a recibirnos. Yo no di mi nombre: fue Zaliochev quien tomó la palabra. «Sírvase aceptarlos en nombre de Parfen Rogochin, en recuerdo del encuentro de ayer tarde», dijo. Ella abrió el estuche, miró los pendientes y sonrió: «Agradezca a su amigo Rogochin su amable atención», repuso. Y, haciéndonos una reverencia, se apartó. ¿Por qué no caería yo muerto en aquel instante? Si me había decidido a hacer la visita, era porque, en verdad, no esperaba volver vivo de ella. Lo que más me mortificaba de todo era ver que aquel animal de Zaliochev se había arreglado para atribuirse el mérito a sí mismo, en cierto modo. Yo, bajo de estatura como soy y mal vestido como iba, guardaba un silencio lleno de turbación, y me limitaba a contemplar a aquella mujer abriendo mucho los ojos, mientras él, ataviado con elegancia, los cabellos rizados y llenos de cosmético, muy sonrosada la cara, el lazo de la corbata impecable, mostraba una desenvoltura de hombre de mundo, y todo se volvía inclinaciones y gracias. ¡Estoy seguro de que ella le tomó por mí! Cuando salimos le dije: «Ahora no vaya a ocurrírsete cualquier insolencia respecto a Nastasia Filipovna. ¿Comprendes?». El, riendo, repuso: «¿Cómo te las compondrás para arreglar tus cuentas con Semen Parfenovich?». Yo sentía tanto deseo de volver a casa como de tirarme al agua, pero me dije: «Sea lo que quiera. ¿Qué me importa?». Y regresé a casa como un alma en pena.
  —¡Oh! —exclamó el empleado, estremeciéndose con positivo espanto—. ¿No sabe —añadió, dirigiéndose al príncipe— que el difunto Semen Parfenovich era capaz de matar a un hombre por diez rublos? ¡Figúrese de lo que sería capaz por diez mil!
  Michkin miraba con curiosidad a Rogochin, que parecía haber palidecido en aquel momento más aún.
  —¿Matar a un hombre? —dijo Rogochin—. ¡Qué sabes tú de eso! ¡Peor aún! —Y, volviéndose a Michkin, continuó—: Mi padre no tardó en averiguar lo ocurrido, ya que Zaliochev lo iba contando a todos. El viejo me hizo subir al piso alto de casa. Allí se encerró conmigo y me golpeó durante una hora seguida. «Esto es sólo el prólogo —me aseguró—. Antes de acostarme volveré a darte las buenas noches». ¿Y sabe lo que hizo luego? Pues aquel hombre de cabellos blancos visitó a Nastasia Filipovna y se inclinó hasta el suelo delante de ella, suplicándole y llorando. Al fin ella buscó el estuche y se lo tiró a la cara. «Toma, viejo barbudo —le dijo—. Ahí van tus pendientes, pero ahora que sé lo que Parfen Semenovich hizo para regalármelos, tienen diez veces más valor a mis ojos. Saluda a tu hijo y dale las gracias en mi nombre». Entretanto, yo, con permiso de mi madre, pedí veinte rublos prestados a Sergio Protuchin y me fui a Pskov. Llegué tiritando de fiebre. Allí, las viejas de casa de mi tía comenzaron a leerme el Santoral. Cansado, me dediqué a gastar en bebida los restos de mi dinero. Invertí hasta mi último groch en una taberna, y al salir mortalmente borracho caí al suelo y allí pasé la noche. Por la mañana amanecí delirando, y costó mucho trabajo volverme a la razón. Pasé unos días muy malos, se lo aseguro.
  —Vamos, vamos —dijo jovialmente el funcionario, frotándose las manos—, ahora ya verá cómo Nastasia Filipovna canta otra canción. ¿Qué importan aquellos pendientes? ¡Ya le regalaremos otros!
  —¡Si vuelves a mencionar a Nastasia Filipovna, te daré de latigazos por muy amigo que seas de Alejandro Lichachevich! —gritó Rogochin, asiendo con violencia el brazo de Lebediev.
  —Si me das de latigazos, eso quiere decir que no me rechazas. ¡Anda, dame de latigazos! ¡No lo tomo a mal! Cuando se azota a alguien, se pone el sello a… ¡Ea, al fin ya llegamos!
  El tren, en efecto, entraba en la estación. Aunque Rogochin había hablado de una marcha en secreto, varios individuos le esperaban. Al verle, comenzaron a gritar y a agitar sus gorros en el aire.
  —¡También está con ellos Zaliochev! —exclamó Rogochin, mirándoles con sonrisa entre maligna y orgullosa. Luego se dirigió repentinamente a Michkin—: Te he tomado afecto no sé cómo, príncipe. Quizá por haberte encontrado en este momento. Sin embargo, también he encontrado a ése —agregó, indicando a Lebediev—, y no me ha despertado simpatía alguna. Ven a verme, príncipe. Te quitaré esas polainas y te regalaré una pelliza de marta de primera calidad. Además mandaré que te hagan un magnífico frac, con chaleco blanco o del color que te guste. Luego te llenaré los bolsillos de dinero… e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
  —Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
  El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin y le dijo con la mayor cordialidad:
  —Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho, sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
  —Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
  —Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma tarde!
  —Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
  —No… Yo, ¿comprende?… En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar íntimamente a las mujeres.
  —En ese caso —exclamó Rogochin— eres un verdadero hombre de Dios. Dios ama a los seres así.
  —Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
  —Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
  Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky. Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.

lunes, 27 de julio de 2015

I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE. Sabato E.


El escritor y sus fantasmas.
 I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE

En la época en que estudié las ciencias físico-matemáticas me interesó particularmente la figura enigmática de Leonardo, por parecerme que en ese genio se daba con curiosa ambigüedad el desgarramiento del hombre que decide pasar de las tinieblas a la luz, del mundo nocturnal de los sueños al universo de las ideas claras, de la metafísica a la física. Su drama me llevó a indagar los orígenes de la ciencia positiva en Italia, y así encontré que coincidían con la aparición de la clase mercantil en las comunas: el dinero y la razón habían surgido con la misma simultánea potencia, echando las bases de lo que con el tiempo sería este mundo cuantificado que se derrumba ahora ante nuestros ojos.
Durante los años que viví el mundo matemático pude llegar hasta sus más admirables construcciones mentales: la teoría de la relatividad, la teoría de los cuantos; encontrando al fin que esas construcciones eran tan admirables como abstractas, y completamente inútiles para la solución de las inquietudes existenciales más profundas. Y así comencé a ver que el hombre debía volver a ese género de concreten que el arte daba de manera ejemplar. Es superfluo advertir que no pretendía yo encontrar la clave del magno problema de nuestra época: sufría en carne propia la vivencia de ese mundo cosificado y abstracto producido por la ciencia moderna y que tiene en esa misma ciencia su más alto (pero también su más pérfido) paradigma.
Culminó este proceso personal por el tiempo en que me hallaba trabajando en el Laboratorio Curie. Al volver a la Argentina comencé a escribir una especie de balance de mis experiencias espirituales y lo publiqué en 1945 con el título de Uno y el Universo; librito que ahora considero con tierna ironía, pues advierto cuánto todavía quedaba en mi conciencia del universo que estaba queriendo repudiar. Pero como las energías que se mueven por debajo de la conciencia son las más visionarias, al mismo tiempo que escribía estos ensayos en buena parte equivocados, la auténtica rebelión comenzaba en una novela titulada La Fuente Muda. Esa ficción quedó, sin embargo, inconclusa, y sólo publiqué algunos capítulos muchos años más tarde; pero sus gérmenes iban a desarrollarse en El Túnel y finalmente en Sobre Héroes y Tumbas. No obstante, el embate de mis obsesiones interiores contra la conciencia prosiguió también en el plano más lúcido y adquirió más cabal expresión en Hombres y Engranajes, En este ensayo intenté explicarme por primera vez el drama del hombre que se debate en el universo abstracto, y el porqué del arte como rebelión y expresión. Era, una vez más, un intento de explicitarme yo mismo cuestiones que me angustiaban; un intento de investigar mi propia incursión en la ciencia y, por último, mi propia fuga o deserción hacia el continente (oscuro y dudoso) de la literatura novelística. Al releer ahora aquel libro, que después de la segunda edición me negué a reeditar por creerlo demasiado imperfecto, confirmo que contenía algo de verdad y mucho de exageración; quizá por esa irremediable tendencia pasional que me lleva mucho más allá de lo que razonablemente debería hacer si me limitase a las escuetas ideas puras. Ahora intento rescatar lo que en aquel ensayo había de justo, la idea central del arte contemporáneo como rebelión del hombre contra un universo abstracto. Despojándola de todo lo que allí era adventicio, es lo que ahora expongo en esta especie de esquema o mapa, sobre el cual luego haré una serie de variaciones.
De la palabra romanticismo pueden considerarse muchos significados, algunos hasta contradictorios. Pero en este ensayo le daremos su sentido primigenio, porque es el más profundo y el de mayor alcance. Su origen es la palabra romance, que designaba la novela en que se enaltecía a los hidalgos arrollados por la civilización mercantil.
Desde este punto de vista, el «romanticismo» es la primera rebelión contra la mentalidad utilitaria de la razón, el dinero y la máquina; es el rechazo de una sociedad vulgar y sórdida; una especie de misticismo profano que defiende los derechos de la emoción, la fe, la fantasía. Así, desde sus mismos orígenes, la novela es la expresión por antonomasia del espíritu romántico; y no es exagerado buscar en ella los fundamentos y la expresión más vital de este levantamiento del hombre contemporáneo. Si el fenómeno no siempre resulta nítido es porque también la novelística llegó a presentarse con los atributos prestigiosos de la mentalidad combatida (Balzac, Zola), porque no se puede combatir contra un enemigo poderoso y pertinaz sin terminar de parecerse a él; hasta que el triunfo del nuevo espíritu permitió liberarse de ese caballo de Troya, para dar por fin el gran testimonio de la condición humana en la crisis final de la civilización tecnolátrica. Motivo por el cual, y al revés de lo que piensan algunos ensayistas y filósofos, no sólo la novela del siglo XX no está en decadencia sino que representa la época más fértil, compleja, profunda y trascendente de la novelística entera.
El Renacimiento produjo tres paradojas: fue un movimiento individualista que condujo a la masificación; fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina; y, en fin, fue un humanismo que desembocó en la deshumanización.
Y ese proceso fue promovido por dos potencias dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con su ayuda, el hombre conquistó el poder secular, pero (y ahí está la raíz de esa triple paradoja) la conquista se hizo a costa de la abstracción, desde la palanca hasta el logaritmo, desde el lingote de oro hasta el clearing, la historia del creciente dominio sobre el universo ha sido la historia de sucesivas y cada vez más vastas abstracciones. La economía moderna y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una fantasmagoría matemática de la que también, y esto es lo más terrible, forma parte el hombre; pero no el hombre concreto sino el hombre-masa, ese extraño ser que aún mantiene su aspecto humano pero que en rigor es el engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.
Este es el final contradictorio de aquel semidiós que proclamó su individualidad en los albores del Renacimiento, de aquel ser que se lanzó a la conquista de las cosas: ignoraba que él mismo sería convertido en cosa.
Penetrantes espíritus como Dostoievsky, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que algo trágico se estaba gestando en medio del optimismo universal, pero la Gran Maquinaria era ya demasiado poderosa para que pudiera ser detenida. Hasta que en nuestros días ya el mismo hombre de la calle siente que vive en un mundo incomprensible, cuyos objetivos desconoce y cuyos Amos, invisibles y crueles, lo manejan. Mejor que nadie, Franz Kafka expresó este desconcierto y este desamparo del hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático.
No es mi propósito examinar las causas que produjeron hacia el siglo XII el despertar del hombre medieval. Lo que aquí me interesa es señalar cómo ese despertar a un mundo externo dominado por el dinero y la razón llevaría hasta esta realidad abstracta de nuestro tiempo. La primera Cruzada, la Cruzada por antono-masía, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu aventurero de un mundo caballeresco, un hecho romántico ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reabrieron las rutas comerciales con el Oriente, se promovió el lujo y la riqueza, se crearon las condiciones para el ocio y la meditación profana. Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la nueva clase. Durante los siglos XII y XIII esa clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que todavía hoy sufrimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de la irrupción de aquella mentalidad mercantil.
Al despertar del largo ensueño medieval, el hombre redescubre el mundo externo: su concepto de la realidad va a cambiar radicalmente. Los artistas redescubren el paisaje y el cuerpo del hombre, y en el redescubrimiento del desnudo influyen por igual el nuevo espíritu naturalista y el sentimiento igualitario de la nueva clase; porque el desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza es de candoroso amor, tal como en San Francisco. Pero observa Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes concomitantes, y a ese amor desinteresado y panteísta sigue muy pronto el deseo de dominación que caracterizará al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que ya no es mero conocimiento contemplativo sino el instrumento que la nueva y utilitaria clase crea para la dominación del mundo. Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero la máquina terminará dominando a su creador.
El fundamento del mundo feudal era la tierra, y eso corresponde a una sociedad estática y conservadora. El fundamento del mundo moderno es la dudad, que caracteriza a una sociedad dinámica y liberal, porque la ciudad está regida por el dinero y la razón, fuerzas móviles e inquietas por excelencia.
Y así como el mundo feudal era cualitativo, éste es cuantitativo. Allá el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y en el transcurso natural del despertar y el descanso, del apetito y el comer, del amor y el crecimiento de los hijos: el pulso de la eternidad. Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de los iconos eran expresión de jerarquía, no de distancia ni de perspectiva.
Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que «el tiempo es oro», es inevitable que se lo mida, y que se lo mida cuidadosamente: desde el siglo XIV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo empieza a convertirse en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente divisible. Y habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo existencial sea recuperado por el hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no puede confiar en esos dibujos de una ecumene adornada por grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no soñadores. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule exactamente el ángulo de tiro. El ingeniero que construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para las minas; el constructor de barcos, el cambista, todos tienen necesidad de matemáticas. Como el artista de aquella época es también el artesano y a veces el ingeniero, es inevitable que lleve al arte sus preocupaciones y descubrimientos técnicos. Piero della Francesca, inventor de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura.
Así también aparece la proporción. El intercambio comercial con el Oriente facilita el retorno de las ideas pitagóricas, y el misticismo numerológico celebra un matrimonio de conveniencia con el de los florines. Nada muestra mejor el espíritu de aquel tiempo que la obra de Luca Pacioli, donde encontramos desde consideraciones místicas sobre las proporciones del cuerpo humano hasta las leyes de la contabilidad por partida doble.
He aquí, pues, al hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las pone a su servicio, es el dios de la tierra. Sus armas son el oro y la inteligencia, su procedimiento es el cálculo, su realidad la del mundo objetivo. A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera: el saber técnico toma el lugar de la metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan la angustia religiosa. Y esta mentalidad se extiende en todas direcciones: empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria; con las armas de fuego invade el arte de la guerra, desvalorizando la lanza y la espada del caballero; a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario; y finalmente entra en la política con Maquiavelo, ese ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción que no reconoce el honor, ni los derechos de la sangre, ni la tradición. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el dominio del hombre. El ingeniero Leonardo, inclinado sobre el pecho abierto de un cadáver, busca el secreto de la vida, quiere saber cómo funciona ese misterioso mecanismo y escribe en su diario: Voglio far miracoli!
A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del capital y la ciencia abarcará al mundo entero. Con vértigo creciente, al cabo de cuatro siglos, el planeta es convertido por las buenas o por las malas a la nueva concepción del mundo. No a pesar de su abstracción sino precisamente por ella. La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro más valioso que una letra de cambio; cuando en verdad el imperio del hombre se multiplicó desde que los astutos italianos empezaron a reemplazar las cachiporras por los logaritmos y los lingotes por las letras de cambio. Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, pero al generalizarse se vuelve más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular: la teoría de Einstein es más poderosa que la de Newton porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo es más abstracta; sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas populares con manzanas, aunque sean apócrifas; sobre la de Einstein ya nada puede comentar el pueblo, pues sus geodésicas están demasiado lejos de sus intuiciones cotidianas y carnales. Del mismo modo, la potencia de un bolsista que especula con un trigo que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cultiva y que puede reconocerlo en la oscuridad hasta por el olor.
No debe sorprender, por otra parte, que el capitalismo esté vinculado a la abstracción, pues no nace de la industria sino del comercio; no del artesano, que es rutinario y concreto, sino del mercader aventurero, que es imaginativo y dinámico. La industria produce cosas, mientras que el comercio las intercambia; y el intercambio tiene en germen la abstracción, ya que identifica mediante el despojo de sus atributos concretos. El hombre que cambia una oveja por un saco de harina realiza una operación muy abstracta, no importa las necesidades físicas que lo lleven a ese intercambio; lo decisivo es que es posible merced a un acto de abstracción, a una especie de igualación matemática; y ambos objetos se intercambian no a pesar de sus diferencias sino a causa de ellas, ya que sólo un loco cambiaría un saco de harina por otro idéntico. Y es probable, dicho sea de paso, que la aptitud del pueblo judío para la abstracción (tiene más matemáticos que pintores) pueda haber surgido por la forzada movilidad a partir de la Diaspora, y por su correlativa inclinación hacia el comercio y el intercambio.
Frente a la infinita riqueza del mundo material, los fundadores de la ciencia positiva seleccionaron los atributos cuantificables: la masa, el peso, la forma, la posición, la velocidad. Llegando así al convencimiento de que «la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos». Cuando lo que estaba escrito en caracteres matemáticos no era la naturaleza sino… la estructura matemática de la naturaleza. Perogrullada tan ingeniosa como la de afirmar que el esqueleto del hombre tiene caracteres esqueléticos. No era, pues, la rica naturaleza lo que estos científicos arrogantes expresaban con sus fórmulas, sino apenas su fantasma pitagórico. Y lo que de este modo nos hacían conocer de la realidad era más o menos lo que un extranjero puede conocer de París examinando su mapa y su guía telefónica.
La raíz de esta falacia reside en que nuestra civilización está construida y dominada por la cantidad, habiendo terminado por creer que lo real es lo cuantificable, siendo lo demás engañosa ilusión de nuestros sentidos. El poeta nos dice:
 El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.

Pero el análisis científico es deprimente: como los hombres que ingresan en una penitenciaría, las sensaciones se convierten en números: el verde de los árboles ocupa una banda del espectro luminoso medida en unidades Armstrong; el manso ruido es captado por micrófonos y descompuesto en un conjunto de ondas puras caracterizadas por un número de vibraciones; en cuanto al olvido del oro y del cetro queda fuera de la jurisdicción de la ciencia, precisamente porque pertenece a un mundo de valores que la ciencia ignora. Un geómetra que rechazara el teorema de Pitágoras por considerarlo perverso o feo tendría más probabilidades de ser internado en un manicomio que de ser admitido en un congreso de matemáticos. Tampoco tiene sentido que alguien diga «tengo profunda fe en el principio de conservación de la energía»; muchos cientistas han hecho afirmaciones de este género, pero a causa de que construyen la ciencia como simples seres humanos, con sus sentimientos y pasiones, no como estrictos y rigurosos hombres de ciencia. En la elaboración de la ciencia el individuo opera con esa intrincada mezcla de ideas puras, sentimientos y prejuicios que caracteriza su condición terrenal; investiga acicateado por placer, por curiosidad, por ansias de grandeza, guiado por preconceptos éticos o estéticos, por empecinamiento o por ese vanidoso amor a sí mismo que muchas veces suele disfrazarse con la denominación de Amor a la Humanidad. Pero ninguno de esos vicios meramente humanos del modus operandi tienen que ver con la ciencia hecha. Bruno fue quemado por emitir exaltadas frases en favor de la infinitud del universo, y es admisible que haya sufrido el suplicio en tanto que místico o poeta; pero sería penoso que haya creído sufrirlo en su condición de dentista, porque en tal caso habría muerto por una frase fuera de lugar. Su muerte pertenece a la Historia de las Persecuciones y hasta a la Historia de la Ciencia: no a la Ciencia misma.
De este modo, el mundo de los árboles y de las flores, el apasionante mundo de los seres humanos, se fue convirtiendo en un helado universo de sinusoides, letras griegas y ondas de probabilidad. Y, lo que es peor, nada más que en eso. Cualquier consecuente hombre de ciencia se negará a hacer consideraciones sobre lo que podría haber más allá de la estructura matemática, pues si lo hace se convertiría en religioso, metafísico o poeta. La ciencia estricta es ajena a lo que es más valioso para nosotros: las emociones, las vivencias de belleza o de justicia, las angustias frente a la soledad o a la muerte. Si el universo científico fuera el único verdadero, no sólo sería ilusorio un paisaje soñado sino un paisaje de la vigilia; o al menos lo que en ese paisaje nos emociona.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó, finalmente, la superstición de la ciencia, fenómeno bastante curioso dada la índole de la ciencia: algo así como la superstición de que no se debe ser supersticioso. Pero era inevitable. La ciencia se había convertido en una nueva magia y el hombre de la calle empezó a creer tanto más en ella cuanto menos iba comprendiéndola. El avance de la técnica originó el dogma del Progreso General e ilimitado, la doctrina del better and bigger. Las tinieblas retrocederían ante el avance de la luz científica. En el siglo XIX el entusiasmo llegó al colmo: por un lado la electricidad y la máquina de vapor, por el otro la doctrina de Darwin, que venía a confirmar en escala cósmica la doctrina del Progreso. Al Hombre Futuro le esperaba, pues, un porvenir más brillante y los Grandes Inventos no sólo asegurarían una mayor iluminación por metro cuadrado sino también una humanidad más sana, más hermosa y más buena. Comte, inventor de la palabra altruismo, sostuvo que las guerras se harían menos frecuentes y que la industria aseguraría la paz y la felicidad universal. En cuanto al ingeniero Spencer, imaginó un sistema en que a partir de la nebulosa primitiva, mediante la Evolución, se llegaba a las instituciones más perfectas.
Estados Unidos, resultado directo y puro de la expansión del calvinismo capitalista, levantó desde la nada ciudades que tuvieron el sello inicial de la cantidad y la ciencia, hasta el punto de numerar sus calles, Llegaría a ser el país de la fabricación en serie, de la diversión en serie y del asesinato en serie; pues hasta las románticas bandas sicilianas se convirtieron en sindicatos capitalistas de la muerte. Hombres que habitan en «máquinas de vivir» (ese candoroso ideal de Le Corbusier), en ciudades dominadas por el tubo electrónico, inventan la cibernética, que es algo así como la fisiología de los robots. Y ya no sólo se miden los colores y los olores sino los sentimientos y pasiones, medidas que una vez tabuladas son puestas al servicio de la Industria y el Comercio: el poder del hombre, el amor a los hijos, la cordialidad y el sexo, medidos entre o y 10 gracias a la Estadística, sirven para que los técnicos de la venta preparen Anuncios de Máxima Eficacia.
Los medios se transforman en fines. El reloj, que surgió para ayudar a este hombre moderno, se convierte en un instrumento para torturarlo. Antes, cuando se sentía hambre, se lo consultaba para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si se tiene hambre.
Los doctrinarios del Progreso habían imaginado que la humanidad avanzaría de la Oscuridad hacia la Luz, de la Ignorancia al Conocimiento. Pero la realidad resultó más complicada, y si esa previsión, fue acertada para la humanidad como un todo no lo fue para el individuo. A medida que la ciencia avanzó hacia la universalidad se alejó hacia la abstracción, alejándose así cada vez más del hombre concreto y de sus intuiciones cotidianas. Su lenguaje se creó a impulsos de sus necesidades más urgentes, nombraba sus utensilios y sus muebles, se refería a sus sentimientos y enfermedades, señalaba las vicisitudes de su vida y el tránsito liada la muerte. Pero a medida que la ciencia avanzó hada lo infinitamente grande y hacia lo infinitamente pequeño, esas palabras resultaron inaptas para los nuevos y misteriosos entes. La razón, motor de la ciencia, desencadenó así una nueva fe irracional, pues el hombre medio, incapaz de comprender el mudo e imponente desfile de los símbolos abstractos, suplantó la comprensión por la admiración. Y apareció el fetichismo de la nueva magia. Porque sus iniciados tenían además el poder, y un poder tanto más temible cuanto más incomprensible: de las esotéricas ecuaciones, el especialista desciende hasta las armas más terribles. Y el pobre diablo de la calle vive subyugado por el nuevo mito, retornando a la ignorancia después de un breve tránsito por el siglo de las luces: ese siglo en que las marquesas podían hacer física. Ahora lo hacen enigmáticos sabios rodeados por alambradas de púas, equipos de vigilancia y ejércitos de espías. Se ha vuelto a una nueva ignorancia, pero a una ignorancia infinitamente más rica y más vasta, porque no es el negativo de la ciencia de un Aristóteles sino de los conocimientos reunidos de un Einstein, de un Husserl y de un Freud. Y mientras más imponente es la torre del conocimiento y más temible el poder allí guardado, más insignificante va siendo ese hombrecito de la calle, más incierta su soledad, más oscuro su destino en la gran civilización tecnolátrica.
Así como la ciencia condujo a un fantasma matemático de la realidad, el capitalismo condujo a una sociedad de hombres-cosas.
Y del mismo modo que la ciencia termina por considerar meras ilusiones las cualidades «secundarias», en el Superestado los rasgos individuales se convierten en atributos sin importancia: necesita hombres intercambiables, repuestos de maquinaria. Y, en el mejor de los casos, ya que es imposible suprimir esos rasgos sentimentales los estandardizará: colectivizará los deseos, masificará los instintos y gustos. Para eso dispone del periodismo, de la radio, del cine y de la televisión. Y al salir de las fábricas y de las oficinas, en que son esclavos de la máquina o del número, entran en el reino ilusorio creado por otras máquinas que fabrican sueños.
Aquí tenemos, pues, el final de la civilización renacentista, civilización tan poderosa que hasta ha terminado por moldear del mismo modo a los dos combatientes: al capitalismo de un lado y del otro a un comunismo masificado que ha terminado por parecerse a su adversario. La máquina y la ciencia, que orgullosamente el hombre había lanzado sobre el mundo para conquistarlo, ahora se ha vuelto contra él, dominándolo como a un objeto más: de sujeto se ha convertido en objeto, de espíritu en cosa. La ciencia y la máquina se fueron alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al hombre que les dio vida. Triángulos y acero, logaritmos y electricidad, sinusoides y energía atómica edificaron por fin el Gran Engranaje del que los seres humanos acabaron por ser oscuras e impotentes piezas.
Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera casi con alegría, porque la imagina liberación de su rutina, ignorando que también esta guerra es una empresa mecanizada. De la fábrica en que ejecuta un movimiento-tipo, o desde su anónimo puesto de burócrata en que maneja expedientes numerados, o desde el fondo de un laboratorio en que como modesto individuo kafkiano se pasa la vida midiendo placas espectrografías y apilando millares de cifras indiferentes, el hombre-cosa es incorporado con un número a un escuadrón, una compañía, un regimiento, una división, y un ejército también numerados. Y en el que un Estado Mayor, tan invisible como el Tribunal del proceso kafkiano, mueve las piezas de un monstruoso ajedrez, mediante la ayuda de mapas matemáticos, telémetros y relieves aerofotogramétricos. Guiado por radioteléfonos, el hombre-cosa avanza hacia posiciones marcadas con símbolos algebraicos y números. Y cuando muere por efecto de una bala anónima de un artillero que no ve ni conoce ni odia, es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre ellos es colocado en una tumba simbólica, que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido.
Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa.
La historia no se desarrolla como un proceso lineal sino como resultado de fuerzas contrapuestas, de antinomias que se repelen y mutuamente se fecundan. Ya se ha dicho que el Renacimiento engendra tres paradojas, pues del individualismo llevará a la masificación, del naturalismo a la máquina, y de la humanización a la deshumanización. Pero al conducir a esos resultados contradictorios, también conduce a la fortificación de las potencias que finalmente se levantarán contra la sociedad abstracta.
Esas potencias no salen de la nada: por el contrario, fueron las mismas que desataron el Renacimiento, son vencidas parcialmente por la realidad que engendran, luchan contra ella, parecen ahogarse y desaparecer, y finalmente se volverán con el mayor ímpetu desde las regiones oscuras adonde fueron reducidas.
Así, la afirmación provisoria y parcial de que el Renacimiento es un proceso de secularización no implica negar el misticismo de Savonarola o de Miguel Angel, sino al contrario. Una doctrina no traduce de manera unívoca una época, sino equívoca y hasta polémicamente. Al espíritu religioso de la Edad Media sucede el espíritu profano del Renacimiento, pero al asumir sus formas más extremas suscita la reacción mística de hombres como Savonarola. Artistas como Miguel Angel y Botticelli fueron conmovidos por la reacción, y no sólo no contradicen la profanidad de la época sino que son su consecuencia.
Por la misma razón es falso afirmar que este período es una vuelta a la antigüedad. La historia no retorna jamás. Lo que hay es una vuelta a ciertas características del espíritu antiguo en la medida en que había sido un espíritu ciudadano, el producto de una cultura de ciudad, una civilización. Pero las ciudades renacentistas eran ya muy distintas a las grecolatinas, y bastaría la sola existencia del cristianismo para diferenciarlas radicalmente. ¿Cómo sería posible comparar el «realismo» de Donatello con el realismo de un escultor pagano?
La importancia de la religión se advierte hasta en aquella actividad que, por su natunleza, más alejada parece. Este proceso es aleccionador para los «reflejistas», pues su compleja dialéctica muestra qué torpe es imaginar que una gran construcción del espíritu pueda ser el simple reflejo de fenómenos económicos o clasistas. Y en todo caso es ejemplar mostrar que la ciencia positiva no es la creación lisa y llana de una burguesía utilitaria, como pudiera inferirse del simple esquema que hemos esbozado hasta ahora. Esta compleja dialéctica puede sernos útil, mis tarde, para juzgar la relación entre el arte y la realidad de su tiempo. Veamos:
Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por los «ternas» del dogma y la abstracción, mientras la burguesía naciente aparece caracterizada por los temas opuestos de la libertad y el realismo. Entre los clérigos y los burgueses se sitúan los humanistas. El sentido naturalista y vivo del humanismo, frente a la aridez escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo, conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al ascenso de la nueva clase. Al otorgar a los escritos antiguos tanto valor como a las Escrituras, el cristianismo se hace irreconocible en estos hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las instituciones eclesiásticas. Pero, desde el momento en que el humanismo hace de la antigüedad una academia, en el momento en que hace de su culto un juego cortesano y exquisito, se vuelve conservador: técnicos como Leonardo, el hombre que mejor representa el espíritu de la modernidad, miran como charlatanes a esos señores que se pasaban discutiendo en la Academia, a esos pedantes que habían vuelto las espaldas al lenguaje popular para intentar la resurrección de una lengua muerta. De ese modo, el humanismo abandona los temas burgueses: de la libertad pasa al dogma de la antigüedad, de la revolución pasa a la reacción.
El burgués, por su parte» había insurgido como realista, preocupándose sólo por lo que tenía delante de las narices, desconfiando de toda clase de abstracciones. Pero con sólo palancas y ruedas no se hace la ciencia moderna: es necesario unir los hechos en un esquema racional y abstracto. Paradójicamente, se lo da la Iglesia. La faz técnica y utilitaria de la ciencia proviene de la burguesía, su faz teórica, la idea de una racionalidad del Universo (sin la cual ninguna ciencia es posible) proviene de la escolástica. De este modo, apenas la burguesía alcanza la etapa de la ciencia, hace suyo el tema de la abstracción, pero lo instrumenta a su modo, uniéndolo al saber utilitario, entrelazándolo con los poderes temporales de la máquina y el comercio; y, a través del número, al tema de la belleza y la proporción, que era característico del humanismo. Y así, en este fugaz reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura, en que todos los temas iniciales aparecen complicados e imbricados, de modo que apenas puede distinguirse a Platón de Aristóteles, a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez escolástica de la intuición concreta.
Y esto no es todo: el proceso se complica por la coexistencia de dos mentalidades: la clásica y la romántica, lo apolíneo y lo dionisíaco.
Con el Renacimiento, un nuevo y tumultuoso entusiasmo irrumpe en Occidente. Este ímpetu dionisíaco explica la duplicidad de grandes creadores, una duplicidad que, como en el caso de Leonardo o Miguel Angel, es patética y neurótica. Son disputados por fuerzas contrarias, oscilan entre la magia y la ciencia, entre el deseo de violar el orden natural y la convicción (científica) de que el poder sólo puede obtenerse respetando ese orden. En uno de sus aforismos, Leonardo afirma que «la naturaleza no quebranta jamás sus leyes», pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos grita: «¡quiero hacer milagros!».
La disociación entre lo eterno y lo perecedero es más profunda en los países germánicos, porque Italia era un país antiguo y el elemento pagano subyacía entre sus ruinas. La irrupción gótica es así la otra fuerza que complica la aparición de la modernidad, la que hará que el conflicto básico de nuestra civilización sea más dramático, conduciendo primero a la rebelión protestante y más tarde a la rebelión romántica y existencialista.
Fuente: Editorial Emecé.

domingo, 26 de julio de 2015

J.D. Salinger. Hemeroteca Literaria.


Un clásico de la literatura juvenil
25/07/15 | 15:03 | Por: Brenda Mireles
El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, fue publicado en 1951, pero hoy en día sigue siendo una lectura obligada
 Un clásico de la literatura juvenil
El Exprés, SLP, notas relacionadas
El guardián entre el centeno, la obra más famosa de J.D. Salinger es, a la fecha, una de las novelas juveniles más populares. Desde su publicación, en 1951, ha logrado llegar a los 250 mil ejemplares vendidos cada año.

La historia se centra en el joven Holden Caulfield, quien tras ser expulsado de la preparatoria, decide marcharse por su cuenta. Así, recorre la ciudad de Nueva York entre bares y cuartos de hotel, a la vez que sus largos monólogos internos muestran la realidad de crecer, de los problemas familiares y los conflictos personales de la adolescencia.

A lo largo de la trama, se puede notar que Holden es un chico listo, ya que pese a reprobar en varias escuelas, es capaz de detectar rápidamente la personalidad de quienes lo rodean, aislándose de la mayoría por desconfiar de ellos. Destaca la relación que lleva con Phoebe, su hermana -una de las pocas personas a las que aprecia-, y contrasta con la actitud que muestra hacia sus padres, a quienes considera convencionales.

Esta novela ha sido fuertemente criticada por el lenguaje que usa el protagonista, el cual puede llegar a ser ofensivo, así como por las menciones a la prostitución, al tabaquismo y al consumo de alcohol. Hasta entonces, la adolescencia se mostraba como una etapa alegre y sin preocupaciones, por lo que un joven de 16 años que bebe y contrata prostitutas fue reprobado en ciertos sectores de la sociedad estadounidense.

Pese al escándalo que representó, la novela inspiró a grupos como The Offspring, Beastie Boys, Guns N’ Roses, Green Day, My Chemical Romance, Billy Joel y Jonas Brothers.

PARA ENTENDER MEJOR
Este libro también es recordado por influir en algunos asesinos de famosos: Mark David Chapman, el asesino de John Lennon; John Hinckley Jr., quien intentó matar al presidente Ronald Reagan, y Robert John Bardo, quien mató a la actriz Rebecca Schaeffer.

Todos ellos poseían un ejemplar y compartían una obsesión por Holden Caulfield

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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