jueves, 30 de abril de 2015

EL ENGAÑO QUE EXPLICA EL ÉXITO DE CINCUENTA SOMBRAS DE GREY ALEJANDRO GAMERO.


 EL ENGAÑO QUE EXPLICA EL ÉXITO DE CINCUENTA SOMBRAS DE GREY
ALEJANDRO GAMERO 

Mike McGrady, columnista del Newsday, tenía la teoría de que una novela pésimamente escrita podía llegar a triunfar en el mundo editorial siempre y cuando tuviera grandes dosis de sexo. Para demostrarlo, y de paso poner en evidencia lo decadente y falso de la cultura norteamericana contemporánea, decidió hacer un experimento en 1966. McGrady se propuso sacar al mercado una novela que no solo no tuviera nada destacable sino que fuera inconsistente y mediocre, aunque, eso sí, aderezada con muchas escenas de sexo, al menos un par de ellas por cada capítulo. Si el libro se convertía en un éxito de ventas su tesis se confirmaría.

   Convencido de la dificultad de escribir especialmente mal de forma consciente, McGrady echó mano de un equipo de veinticuatro compañeros, entre los que había varios Premios Pulitzer. Le entregó a cada uno un esbozo con el argumento general del libro y les dio dos premisas: que escribieran lo peor que pudieran y que usaran mucho sexo. Cada colaborador redactó un capítulo sin tener en cuenta el trabajo del resto, lo que dio como resultado una extraña mezcolanza tremendamente deslavazada. Dos años más tarde el libro ya estaba listo, aunque todavía hubo que revisar algunos capítulos porque no eran lo suficientemente malos. La historia básicamente trataba sobre un matrimonio, Gillian y William Blake, donde él le es infiel a ella y ella decide engañarlo con el mayor número posible de vecinos. El libro no es más que la sucesión de las aventuras amorosas de Gillian con distintos tipos.

Autores del engaño.

   La novela, titulada Naked Came the Strange, salió a la venta en 1969 en Lyle Stuart, una editorial independiente conocida sobre todo por publicar libros polémicos, muchos de ellos de contenido sexual. La supuesta autora sería una tal Penépole Ashe, una escritora apócrifa interpretada por la cuñada de McGrady y que más tarde aparecería posando en la solapa del libro y participaría en algunas entrevistas, con un discurso que entremezclaba una especie de liberación sexual feminista con un romanticismo de escritor trasnochado.

   Como cabía esperar, fue un auténtico éxito, superando los 20.000 ejemplares vendidos. El engaño no tardó en filtrarse y los autores tuvieron que confesar, pero, paradójicamente, eso no hizo sino aumentar las ventas, superando en cuestión de meses las 90.000 copias. A finales de año el libro permaneció trece semanas en la lista de libros más vendidos del New York Times. Además, dio lugar a una serie de novelas en colaboración que copiaban descaradamente el original. Hasta 2012 se calculan que se han podido vender unos 400.000 ejemplares.

   Llegados a este punto, con paralelismos más que evidentes, creo que más de uno ya se habrá imaginado por dónde voy. No es que pretenda desenmascarar a la señora E. L. James con un artículo, aunque ganas no me faltan. Simplemente dejo constancia de mi sospecha. Y si algún día se descubre que es una actriz y que Cincuenta sombras de Grey es el engaño de un intelectual bromista ‒o varios‒, recordad que fui el primero en apuntarlo. Aunque, bromas aparte, todo sea dicho: el experimento de McGrady explica mejor que ninguna otra cosa el éxito imparable de esta novela. Que cada uno saque sus conclusiones.

Haruki Murakami 1q84 Libros 1 Y 2. (Fragmento de novela. Capítulo 1).



Haruki Murakami 
 1q84 Libros 1 Y 2

En japonés, la letra q y el número 9 son homófonos, los dos se pronuncian kyu, de manera que 1Q84 es, sin serlo, 1984, una fecha de ecos orwellianos. Esa variación en la grafía refleja la sutil alteración del mundo en que habitan los personajes de esta novela, que es, también sin serlo, el Japón de 1984. En ese mundo en apariencia normal y reconocible se mueven Aomame, una mujer independiente, instructora en un gimnasio, y Tengo, un profesor de matemáticas. Ambos rondan los treinta años, ambos llevan vidas solitarias y ambos perciben a su modo leves desajustes en su entorno, que los conducirán de manera inexorable a un destino común. Y ambos son más de lo que parecen: la bella Aomame es una asesina; el anodino Tengo, un aspirante a novelista al que su editor ha encargado un trabajo relacionado con La crisálida del aire, una enigmática obra dictada por una esquiva adolescente. Y, como telón de fondo de la historia, el universo de las sectas religiosas, el maltrato y la corrupción, un universo enrarecido que el narrador escarba con precisión orwelliana.

It's a Barnum and Bailey world, Just as phony as it can be, But it wouldn't be make-believe If you believed in me.
Es un mundo circense,  falso de principio a fin, pero todo sería real si creyeses en mí.

«It's Only a Paper Moon»,
E.Y. Harburg & Harold Arlen


PRIMER LIBRO 

 Abril — Junio

Capítulo 1 

AOMAME
No se deje engañar por las apariencias

La radio del taxi retransmitía un programa de música clásica por FM. Sonaba la Sinfonietta de Janáček. En medio de un atasco, no podía decirse que fuera lo más apropiado para escuchar. El taxista no parecía prestar demasiada atención a la música. Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. Aomame, bien recostada en el asiento trasero, escuchaba la música con los ojos entornados.
¿Cuántas personas habrá en el mundo que, al escuchar el inicio de la Sinfonietta de Janáček, puedan adivinar que se trata de la Sinfonietta de Janáček? La respuesta probablemente esté entre «muy pocas» y «casi ninguna». Pero Aomame, de algún modo, podía.
Janáček compuso aquella pequeña sinfonía en 1926. El tema inicial había sido creado, originalmente, como una fanfarria para una competición deportiva. Aomame se imaginaba la Checoslovaquia de 1926. La primera guerra mundial había finalizado, por fin se habían liberado del prolongado mandato de la Casa de Habsburgo, la gente bebía cerveza Pilsen en los cafés, se fabricaban flamantes ametralladoras y saboreaban la pasajera paz que había llegado a Europa Central. Ya hacía dos años que, por desgracia, Franz Kafka había abandonado este mundo. Poco después Hitler surgiría de la nada y, de repente, devoraría con avidez aquel bello país, pequeño y recogido, pero por aquel entonces nadie sabía aún que ocurriría esa catástrofe. La enseñanza más importante que la Historia ofrece a las personas tal vez sea que «en cierto momento nadie sabía lo que sucedería en el futuro». Aomame se imaginaba el apacible viento atravesando las llanuras de Bohemia y, mientras escuchaba aquella música, reflexionaba sobre las vicisitudes de la Historia.
En 1926, el emperador Taishō falleció y se produjo la transición a la era Shōwa. En Japón también estaba a punto de comenzar una época oscura y abominable. El breve interludio de modernismo y democracia se terminó y el fascismo desplegó su poder.
La Historia era una de las aficiones de Aomame, junto con el deporte. Apenas había leído novelas, pero podía leer cuantos libros históricos se le pusieran delante. De la Historia le interesaba el hecho de que todos los acontecimientos estaban, en el fondo, vinculados a determinadas épocas y lugares. Acordarse de las diferentes épocas no le resultaba difícil. Aunque no memorizara las cifras, cuando podía captar todas las relaciones entres los diversos hechos, las épocas le venían automáticamente a la cabeza. En los exámenes de Historia durante la secundaria y en el instituto siempre sacaba las notas más altas de la clase. Cada vez que alguien le decía que se le daba mal recordar épocas históricas, ella se extrañaba. ¿Por qué no son capaces de hacer algo tan sencillo? Aomame era realmente el apellido de aquella chica. Su abuelo paterno era oriundo de la prefectura de Fukushima. Se decía que en aquellos pequeños pueblos y aldeas en medio de las montañas había varias personas que se apellidaban Aomame. Antes de que Aomame hubiera nacido, su padre rompió los vínculos con su familia. Lo mismo sucedió con su madre. Por eso, Aomame nunca llegó a conocer a sus abuelos. Apenas viajaba, pero si se le presentaba la oportunidad de hacerlo, tenía por costumbre abrir la guía telefónica del hotel y averiguar si había alguien apellidado Aomame, aunque hasta entonces, en todas las ciudades y todos los pueblos que había visitado, no había encontrado a nadie que se apellidara así. En esos momentos se sentía como una náufraga solitaria arrojada a merced de las inmensidades del océano.
Dar su apellido siempre le resultaba fastidioso. Cada vez que lo pronunciaba, la gente la miraba a la cara, extrañada o desconcertada. ¿Aomame? Sí. Aomame. Se escribe con los caracteres de «verde» y de «legumbre». Cuando la contrataban en una empresa y debía utilizar tarjetas de presentación, había vivido muchas situaciones embarazosas. Al entregar la tarjeta, la gente se quedaba mirándola fijamente durante un rato. Como si de golpe le hubiera entregado una carta anunciando una desgracia. También había oído risas sofocadas al dar su apellido por teléfono. Cuando la llamaban en las salas de espera del ayuntamiento o del hospital, la gente erguía la cabeza y la miraba. Quizá se preguntaran qué cara podría tener alguien apellidado Aomame.
A veces se equivocaban y la llamaban «Edamame». Incluso la habían llamado «Soramame»[1]. En esas ocasiones, ella corregía: «No, no es Edamame (o Soramame). Es Aomame. Ciertamente se parecen, pero...». Entonces sonreían a la fuerza y se disculpaban. «Es que es un apellido raro, ¿no?» ¿Cuántas veces habría escuchado la misma cantinela en treinta años de vida? ¿Cuántos chistes pésimos habría hecho todo el mundo con aquel apellido? Si no hubiera nacido con ese apellido, su vida probablemente hubiera sido diferente. Con un apellido más común, como por ejemplo Sato, Tanaka o Suzuki, quizá llevaría una vida más relajada y miraría a la gente con un poco más de indulgencia. Tal vez.
Aomame prestaba atención a la música con los ojos cerrados. El bello eco producido por el unísono de los instrumentos de viento calaba en el interior de su cabeza. De repente se dio cuenta de algo. Para ser la radio de un taxi, la calidad del sonido era demasiado buena. Aunque estaba puesta a bajo volumen, el sonido resultaba profundo y los armónicos sonaban con nitidez. Abrió los ojos, se echó hacia delante y observó el equipo estéreo instalado en el salpicadero. El aparato era completamente negro y brillaba con fulgor y como con orgullo. No se podía leer el nombre del fabricante, pero por el aspecto supo que era un producto de lujo. Tenía muchos botones y los números verdes sobresalían con elegancia en el panel. Probablemente fuera un aparato de alta tecnología. Una compañía de taxis normal y corriente no equiparía los coches con un sistema de sonido de tal calidad.
Aomame echó un vistazo otra vez al interior del vehículo. Como había estado abstraída desde que se subió al coche, no se había fijado, pero aquél no era un taxi normal, en ningún sentido. El equipamiento era de buena calidad; la comodidad de los asientos, extraordinaria, y, ante todo, el interior era silencioso. Parecía estar insonorizado, porque apenas entraba ruido del exterior. Era como estar en un estudio equipado con dispositivos de aislamiento acústico. Quizá fuera un taxi privado. Entre los conductores de taxis privados, hay quien no escatima en gastos para el coche. Aomame buscó con la mirada la placa de identificación, pero no la encontró. Sin embargo, no parecía un taxi ilegal, sin licencia. Llevaba el taxímetro reglamentario y marcaba la cantidad de forma adecuada: 2150 yenes. A pesar de ello, la placa de identificación con el nombre del conductor no se veía por ninguna parte.
—Tiene usted un buen coche, muy poco ruidoso —dijo Aomame a espaldas del conductor—. ¿Qué coche es?
—Un Toyota Crown Royal Saloon —respondió lacónico el conductor.
—La música suena nítida.
—Es un coche silencioso. Por eso lo elegí. Toyota tiene una de las mejores tecnologías del mundo en lo que a insonorización se refiere.
Aomame asintió y volvió a recostarse en el asiento. Había algo en la manera de hablar del conductor que la atraía. Hablaba como si siempre se dejara algo importante por decir. Por ejemplo (y no es más que un ejemplo), como si no hubiera ninguna queja en cuanto a insonorización, pero el Toyota fallara en algo. Y cuando acababa de hablar, un pequeño fragmento de silencio locuaz se quedaba flotando en el estrecho espacio del vehículo, como la miniatura de una nube imaginaria. De algún modo, provocó en Aomame una sensación de inquietud.
—Sí que es silencioso —opinó Aomame para alejar aquella nubecilla—. Además, el equipo estéreo parece de lujo.
—Me lo pensé dos veces antes de comprármelo —el tono del conductor sonó como el de un oficial del Estado Mayor retirado hablando de operaciones militares del pasado—. Pero como paso muchas horas dentro del coche, prefiero tener el mejor sonido posible y...
Aomame esperó a que siguiera hablando, pero no hubo continuación. Volvió a cerrar los ojos y a escuchar la música. Desconocía cómo había sido Janáček a nivel personal. De todos modos, estaba segura de que el músico nunca se habría imaginado que alguien, en el silencioso interior de un Toyota Crown Royal Saloon, en medio de un atasco terrible en la autopista metropolitana de Tokio, en 1984, escucharía la música que había compuesto.
Con todo, a Aomame le pareció extraño haber reconocido enseguida que aquella música era la Sinfonietta de Janáček. ¿Y por qué sabía que había sido compuesta en 1926? No era muy fan de la música clásica. Tampoco tenía ningún recuerdo personal relacionado con Janáček. Sin embargo, en el momento mismo en que escuchó las notas del inicio de la obra, diversos conocimientos le vinieron a la mente de forma automática. Como si una bandada de pájaros entrara volando en una habitación por una ventana abierta. Además, aquella música provocaba en Aomame una sensación rara, semejante a una torsión. Sin dolor ni malestar. Tan sólo se sentía como si le estrujaran físicamente, de forma paulatina, todo el cuerpo. Aomame desconocía el motivo. ¿Por qué le causaría la Sinfonietta aquella sensación inexplicable?
—Janáček —dijo Aomame medio inconscientemente. Después de pronunciar aquel nombre, pensó que hubiera sido mejor no hacerlo.
—¿Qué dice?
—Janáček. El compositor de esta pieza.
—No lo conozco.
—Un compositor checo —dijo Aomame.
—¡Ah! —contestó el conductor admirado.
—¿Este taxi es privado? —preguntó Aomame, para cambiar de tema.
—Sí —respondió el conductor. Entonces hizo una pausa—. Es privado. Este vehículo es el segundo que tengo.
—Los asientos son comodísimos.
—Muchas gracias. A propósito —dijo el conductor volviendo un poco la cabeza hacia ella—, ¿tiene prisa?
—Tengo una cita en Shibuya. Por eso tomé el taxi en la autopista metropolitana.
—¿A qué hora es la cita?
—A las cuatro y media —afirmó Aomame.
—Ahora son las cuatro menos cuarto. No llegamos a tiempo.
—¿Tan grande es el atasco?
—Debe de haber un accidente enorme más adelante. Este tráfico no es normal. Hace ya un rato que apenas avanzamos.
A Aomame le extrañó que el conductor no escuchara la información vial por la radio. En la autopista se había formado un atasco brutal que lo obligaba a quedarse en el sitio. Normalmente, los conductores de taxi tienen una frecuencia exclusiva y buscan información.
—¿Cómo lo sabe, si no escucha la información vial? —preguntó Aomame.
—No me fio de esa información —dijo el conductor en un tono un tanto vacuo—. La mitad es mentira. La Corporación Nacional de Carreteras sólo informa de las buenas condiciones del tráfico. Para saber lo que ocurre ahora, no me queda más remedio que ver con mis propios ojos y juzgar con mi propia cabeza.
—Y según sus estimaciones, el atasco no se va a disolver con facilidad.
—De momento, es improbable —afirmó el conductor, asintiendo con calma—. Se lo puedo garantizar. Cuando se pone así de congestionada, la autopista es un infierno. ¿La cita es por algo importante?
Aomame pensó.
—Sí, muy importante. Es una cita con un cliente.
—¡Qué lástima! Lo siento mucho, pero tal vez no lleguemos a tiempo.
Mientras el conductor hablaba, agitaba ligeramente el cuello, como para desentumecer una rigidez en los músculos. Las arrugas de la nuca se movían igual que una criatura prehistórica. La palma de la mano le sudaba de forma tenue.
—¿Qué puedo hacer entonces?
—Nada. Como estamos en la autopista metropolitana, no podemos hacer nada hasta llegar a la próxima salida. Tampoco se va a bajar aquí, como si fuera una carretera normal, y coger el tren en la estación más cercana.
—¿Cuál es la próxima salida?
—Ikejiri, pero llegar allí podría llevarnos hasta el anochecer.
¿Hasta el anochecer? Aomame se imaginó encerrada en aquel taxi hasta el anochecer. Aún sonaba la música de Janáček. Los instrumentos de cuerda con sordina se habían puesto al frente, como para apagar el crescendo de sensaciones. El sentimiento de torsión de antes ya se había apaciguado. ¿A qué se debería?
Aomame había tomado el taxi cerca de Kinuta y, en Yoga, se habían metido en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Al principio, el vehículo circulaba con soltura; pero, antes de llegar a Sangenjaya, de repente se formó un atascó, y poco después casi no podían ni moverse. En el carril contrario, el tráfico circulaba con normalidad. Su carril era el único que sufría un atasco calamitoso. Normalmente, las tres de la tarde pasadas no solía ser la franja horaria en la que aquel carril de la Ruta 3 se atascaba. Por eso le había indicado al conductor que tomara la metropolitana.
—El precio no va a aumentar porque estemos en la metropolitana —le dijo el conductor, mirando por el espejo—. Así que no hace falta que se preocupe por el dinero. Sin embargo, señorita, supongo que le supondría un problema llegar tarde a la cita, ¿no?
—Claro que sí, pero antes me ha dicho que no se podía hacer nada, ¿verdad?
El conductor miró de soslayo la cara de Aomame por el espejo retrovisor. Llevaba unas gafas de sol de tono claro. Debido a la luz, no podía atisbarse su semblante.
—Oiga, no es que no haya absolutamente ningún modo. Existe un recurso de emergencia un poco forzado, pero podría ir hasta Shinjuku en tren.
—¿Un recurso de emergencia?
—No precisamente a la vista de todo el mundo.
Aomame, sin decir nada y con los ojos entrecerrados, esperó a que el señor hablara.
—Mire, ahí hay un espacio al que podría arrimar el coche —explicó el conductor, señalando hacia delante—. Donde está el panel grande de Esso.
Aomame fijó la vista y vio un espacio de estacionamiento en caso de accidente a la izquierda del segundo carril. Como en la metropolitana no hay arcenes, en ciertos sitios habían habilitado lugares de evacuación para emergencias. Tenían una cabina amarilla con un teléfono de emergencia desde el cual se podía contactar con la administración de autopistas. En aquel momento no había allí ningún coche parado. En el tejado del edificio que separaba aquel carril del carril contrario había un enorme panel publicitario de la compañía petrolera Esso. Consistía en un sonriente tigre que tenía en la mano la manguera de un surtidor de gasolina.
—El asunto es que ahí hay unas escaleras para bajar al nivel del suelo. En caso de incendio o de un gran terremoto, el conductor puede abandonar el coche y descender por ahí. Normalmente, la utilizan los obreros de mantenimiento de carreteras. Tras bajar por esas escaleras, hay una estación de la red Tōkyü cerca. Si coge un tren, llegará enseguida a Shinjuku.
—No sabía que hubiera escaleras de emergencia en la metropolitana.
—Por lo general, nadie lo sabe.
—¿Pero no me meteré en un lío si las utilizo sin permiso, sin tratarse de un caso de emergencia?
El conductor tardó un poco en contestar.
—Bueno... No sé bien cómo funcionan exactamente las normas de la Corporación Nacional de Carreteras. Pero no va a molestar a nadie y, además, seguro que lo pasarían por alto. En general, en estos sitios no suele haber nadie acechando. En todas partes hay muchos empleados de la Corporación de Carreteras, pero todo el mundo sabe que en realidad hay pocos que trabajen.
—¿Qué tipo de escaleras son?
—Pues parecen unas escaleras de emergencia para incendios. Mire, como aquellas en la parte posterior de aquel viejo hotel. No son particularmente peligrosas. Tienen la altura de un edificio de tres plantas, más o menos, pero pueden bajarse con normalidad. Aunque ahora mismo en la entrada hay una verja, no es alta y puede saltarse sin problemas.
—¿Las ha usado usted en alguna ocasión?
No respondió. Tan sólo esbozó una débil sonrisa al espejo interior. Aquella sonrisa podía interpretarse de diferentes formas.
—Depende completamente de usted —dijo el conductor, dando golpecitos en el volante con la punta de los dedos al ritmo de la música—. A mí no me importa descansar aquí sentado, escuchando buena música. Como, por mucho que haga, no podemos ir a ninguna parte, no nos queda más remedio que resignarnos. Pero, si se trata de un asunto urgente, siempre tiene el recurso de emergencia.
Aomame frunció de forma imperceptible el ceño, echó un vistazo al reloj y, a continuación, alzó la cara y miró alrededor del coche. A la derecha había un Mitsubishi Montero negro ligeramente cubierto de polvo blanco. En el asiento del acompañante, un hombre joven había abierto la ventana y fumaba con aire de hastío. Tenía el pelo largo, estaba bronceado y llevaba un cortavientos granate. En el maletero había apiladas varias tablas de surf sucias y ajadas. Delante de ese coche se había parado un Saab 900. Las lunas tintadas estaban completamente cerradas y, desde el exterior, era imposible ver quién iba dentro. El vehículo estaba muy bien encerado. Tan bien que si se pusieran al lado, la cara se le reflejaría.
Delante del taxi al que Aomame se había subido se encontraba un Suzuki Alto rojo con una matrícula abollada del barrio de Nerima en el parachoques trasero. Una madre joven agarraba el volante. La hija pequeña se aburría y no paraba de moverse encima del asiento. La madre le llamaba la atención, con cara de estar harta. A través del cristal podían leerse los movimientos de la boca de aquella madre. Era exactamente la misma escena de hacía diez minutos. Durante aquel intervalo, el coche no debía de haber avanzado ni siquiera diez metros.
Aomame reflexionó durante un buen rato. Fue liquidando mentalmente diversos factores por orden de prioridad. Pasó algún tiempo hasta que llegó a una conclusión. La música de Janáček entró, entonces, en el último movimiento.
Aomame sacó unas pequeñas gafas de sol Ray-Ban de la bandolera. Luego tomó tres billetes de mil yenes de la cartera y se los entregó al conductor.
—Me bajo aquí. Es que no puedo llegar tarde —le dijo. El conductor asintió y tomó el dinero.
—¿Quiere recibo?
—No me hace falta. Y quédese con el cambio.
—Gracias —dijo el conductor—. Tenga cuidado, que sopla mucho viento. ¡No vaya a resbalar!
—Lo tendré —respondió Aomame.
—Una cosa más —el conductor habló dirigiéndose al espejo interior—. Me gustaría que recordara lo siguiente: las apariencias engañan.
«Las apariencias engañan», repitió Aomame en su cabeza, y frunció ligeramente el ceño.
—¿Qué quiere decir eso?
El conductor eligió las palabras.
—En fin, podría decirse que lo que está a punto de hacer no es algo normal. ¿No es así? La gente normal no desciende por unas escaleras de emergencia en la autopista metropolitana en pleno día. Sobre todo una mujer.
—Sí, es verdad —dijo Aomame.
—Y cuando se hace algo así, el paisaje cotidiano..., ¿cómo se lo podría decir?... Tal vez parezca un poco diferente al de siempre. A mí me ha pasado. Pero no se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una.
Aomame pensó en lo que el conductor acababa de decirle. Mientras pensaba, la música de Janáček terminó y el público empezó a aplaudir al instante. ¿Dónde habría tenido lugar el concierto de la grabación que habían retransmitido? Fue una ovación apasionada. A veces también se oían gritos de bravo. Le vino a la mente la escena del director de orquesta sonriendo y haciendo reverencias hacia el público puesto de pie. Alzaba la cabeza, alzaba los brazos, le daba un apretón de manos al concertino, se daba la vuelta, levantaba ambos brazos, aplaudía a los miembros de la orquesta, se volvía hacia el público y, una vez más, hacía una profunda reverencia. Al cabo de un buen rato de aplausos grabados, éstos empezaron a enmudecer. La sensación era semejante a escuchar con atención una interminable tormenta de arena en Marte.
—Realidad no hay más que una —repitió el conductor despacio, como si subrayara un fragmento importante de un libro.
—Por supuesto —dijo Aomame. Efectivamente. No puede haber más que una cosa, en un tiempo y en un lugar. Einstein lo demostró. La realidad es serenidad persistente, soledad persistente.
Aomame señaló el equipo de estéreo.
—Sonaba genial.
El conductor asintió.
—¿Cómo se llamaba el compositor?
—Janáček
—Janáček —repitió el conductor, igual que si memorizara una contraseña importante. Después empujó una palanca y abrió la puerta trasera automática—. Cuídese. Espero que pueda llegar a tiempo.
Aomame se apeó del coche con el pequeño bolso bandolera de piel en la mano. Cuando se bajó del vehículo, el aplauso seguía sonando en la radio. Se dirigió al espacio para evacuación en caso de emergencia, que estaba a unos diez metros más adelante, y caminó con precaución por el borde de la autopista. Cada vez que un camión de transporte pesado pasaba por el carril contrario, el pavimento temblaba por el efecto de la alta velocidad. Más que a un temblor, se parecía a una marejada. Como caminar por la cubierta de un portaaviones en un mar encabritado.
La niña pequeña del Suzuki Alto rojo asomó la cabeza por la ventanilla del asiento del acompañante y se quedó mirando a Aomame boquiabierta. Entonces se dio la vuelta y preguntó a su madre:
—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué está haciendo esa chica? ¿Adónde va? ¡Yo también quiero salir! ¡Eh, mamá! ¡Yo también quiero salir! ¡Eh, mamá! —le pidió en voz alta insistentemente.
La madre sólo negó con la cabeza, en silencio. Después echó una rápida mirada de reproche a Aomame. Sin embargo, aquélla fue la única voz que se oyó en los alrededores, la única reacción perceptible. Los demás conductores se limitaban a dar caladas a sus cigarros, fruncían ligeramente el ceño y la seguían con la mirada, como si vieran algo deslumbrante, mientras ella caminaba a paso ligero, sin titubear, entre el muro lateral y los coches. Era como si, de momento, se reservaran sus juicios. A pesar de que los coches no se movían, el que alguien caminara por el pavimento de la autopista metropolitana no era algo habitual. Requería algún tiempo asimilarlo y aceptarlo como un episodio real. Aún más teniendo en cuenta que quien caminaba era una chica joven con minifalda y zapatos de tacón.
Aomame caminaba con paso firme y decidido, con la barbilla erguida, la vista fija al frente y la espalda recta, mientras sentía en la piel las miradas de la gente. Los zapatos de tacón castaños de Charles Jourdan golpeaban el pavimento con un ruido seco y el viento mecía los bajos del abrigo. Ya había comenzado abril, pero el viento aún era frío y contenía un presentimiento de agresividad. Encima del traje verde de lana fina de Junko Shimada, llevaba un abrigo de entretiempo beis y un bolso bandolera negro de piel. El pelo, que le llegaba hasta los hombros, bien cortado y arreglado. No llevaba ningún complemento, ni nada que se le asemejara. Medía un metro y sesenta y ocho centímetros de estatura, y tenía todos los músculos cuidadosamente forjados, sin un gramo de grasa de más, aunque el abrigo lo ocultaba.
Observando con detenimiento su rostro de frente, podía verse que la forma y el tamaño de sus orejas diferían considerablemente a ambos lados. La oreja de la izquierda era bastante más grande que la de la derecha y un poco deforme. Pero nadie se daba cuenta de ello, porque, por lo general, las llevaba escondidas bajo el pelo. Al cerrar los labios, éstos formaban una línea recta y sugerían un carácter arisco en toda circunstancia. Una naricita fina, unos pómulos un tanto salientes, una frente ancha y unas cejas largas y rectas acusaban aún más esa tendencia. No obstante, tenía una cara más o menos ovalada y proporcionada. Gustos aparte, podría decirse que era bella. El único problema era la excesiva dureza en la expresión de su cara. En aquellos labios cerrados con fuerza no afloraba una sonrisa a menos que fuera necesario. Ambos ojos parecían no cansarse de mostrarse fríos, como excelentes vigías en la cubierta de un barco. Por eso, su cara nunca dejaba una impresión vivida en los demás. En muchos casos, lo que llamaba la atención de la gente, más que las veleidades y los defectos de aquellas facciones estáticas, era la naturalidad y elegancia de su gesto. La mayoría de la gente era incapaz de entender bien el rostro de Aomame. Una vez que apartaban la mirada de ella, ya no podían describir su cara. Aunque debía de tener un rostro particular, de algún modo, los detalles de sus rasgos no calaban en la mente. En ese sentido, se parecía a un insecto ingeniosamente mimetizado. Cambiar de color y forma, integrarse en el paisaje, llamar la atención lo menos posible, ser recordada con dificultad; eso era lo que Aomame buscaba por encima de todo. Desde que era pequeña, se había ido protegiendo de esa manera.
Sin embargo, cuando pasaba algo y fruncía el ceño, las frías facciones de Aomame cambiaban hasta límites dramáticos. Los músculos faciales se crispaban de manera enérgica, cada uno en una dirección; se acentuaba hasta los extremos la asimetría entre ambos lados de su semblante, se le formaban arrugas profundas aquí y allá, los ojos se le retraían rápidamente hacia dentro, la nariz y la boca se le deformaban con violencia, el mentón se le retorcía, los labios se le levantaban y dejaban al descubierto unos grandes dientes blancos. Entonces, como si cortaran la cuerda que sujetaba una careta y ésta se desprendiera, de repente se convertía en otra persona. Quien la veía se quedaba atónito ante aquella aberrante metamorfosis. Era un salto sorprendente desde el gran anonimato hacia un abismo sobrecogedor. Por eso siempre tenía cuidado de no fruncir el ceño delante de gente desconocida. Únicamente torcía la cara cuando estaba sola o cuando quería amenazar a un hombre que no le agradaba.
Al llegar al espacio de estacionamiento para urgencias, Aomame se detuvo y miró a su alrededor buscando las escaleras de emergencia. Las encontró pronto. A la entrada de las escaleras había una verja de hierro que le llegaba un poco más arriba de la cintura, y le habían echado el cerrojo a la puerta, tal y como el conductor le había dicho. Le amargaba un poco tener que saltar la verja con la minifalda ceñida que llevaba, pero, mientras no atrajera las miradas de la gente, no iba a resultar demasiado difícil. Se quitó los zapatos de tacón sin titubear y los metió en el bolso bandolera. Si caminaba descalza, quizá se le romperían las medias, pero podía comprar unas nuevas en cualquier tienda.
La gente observaba en silencio cómo se descalzaba y se quitaba el abrigo. Por las ventanillas abiertas de un Toyota Célica negro, que estaba parado justo enfrente, sonaba de música de fondo la voz aguda de Michael Jackson. Billie Jean. A Aomame se le ocurrió que era como si estuviera en medio de un show de striptease. «¡De acuerdo! Miren si quieren. Seguro que se están aburriendo, metidos en este atasco. Pero, señoras y señores, no voy a desnudarme más. Hoy sólo toca zapatos de tacón y abrigo. Lo siento mucho.»
Aomame se ató el bolso bandolera para que no se le cayera. El flamante Toyota Crown Royal Saloon negro del que acababa de bajarse se veía a bastante distancia. Recibía de frente el sol de la tarde y el parabrisas deslumbraba como un espejo. Ni siquiera se veía la cara del conductor. Sin embargo, debía de estar mirándola.
No se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una.
Aomame inspiró y espiró profundamente. Luego saltó la verja siguiendo con el oído la melodía de Billie Jean. Se había arremangado la minifalda hasta la cintura. «¡Qué más da!», pensó. «Si quieren mirar, que miren a gusto. Porque aunque miren lo que hay dentro de la falda, no van a ver a través de mi persona.» Aquellas bellas y esbeltas piernas eran para Aomame la parte del cuerpo de la que más orgullosa se sentía.
Cuando se bajó al otro lado de la verja, Aomame se colocó los bajos de la falda, se limpió el polvo de los brazos, se volvió a poner el abrigo y se colgó la bandolera al hombro. También empujó el puente de las gafas de sol hacia atrás. Tenía las escaleras de emergencia ante los ojos. Eran unas escaleras de hierro pintadas de gris. Unas escaleras que sólo buscaban la sencillez, el pragmatismo y la funcionalidad. No habían sido fabricadas para que las utilizara una chica en minifalda, calzada con tan sólo unas medias. Junko Shimada tampoco diseñaba trajes teniendo en cuenta que se utilizarían para subir y bajar escaleras de evacuación en la Ruta 3 de la autopista metropolitana. Un pesado camión pasó por el carril contrario y las escaleras temblaron. El viento silbaba por entre los huecos del armazón de hierro. Con todo, allí estaban las escaleras. Ahora sólo le faltaba bajarlas hasta tocar tierra.
Aomame se volvió por última vez, con la postura de quien, tras un discurso, se queda de pie en el estrado, esperando las preguntas de la audiencia, y miró de izquierda a derecha y de derecha a izquierda los vehículos que formaban una fila sin intersticios sobre el pavimento. La fila de coches no había avanzado ni un ápice con respecto a hacía un rato. La gente se había detenido allí, sin nada que hacer, observando todos sus movimientos. Se preguntaban azorados qué demonios estaría haciendo aquella chica. Las miradas, en las que se entremezclaban preocupación y despreocupación, envidia y desdén, se vertían sobre Aomame, que había pasado al otro lado de la verja. Los sentimientos de aquella gente se balanceaban como una báscula inestable, incapaces de caer hacia un mismo lado. Un silencio plúmbeo los envolvía. No había nadie que levantara la mano e hiciera preguntas (y aunque hicieran preguntas, Aomame no tenía intención de contestarlas). La gente sólo aguardaba en silencio una ocasión que nunca llegaría. Aomame irguió levemente el mentón, se mordió el labio inferior y los evaluó por encima desde el fondo de aquellas gafas de sol de color verde oscuro.
«Seguro que ni os imagináis quién soy, adonde voy y qué voy a hacer a continuación», empezó a decir Aomame sin mover los labios.
«Vosotros estáis ahí atados, no podéis ir a ningún sitio. Apenas podéis avanzar y ni siquiera podéis dar marcha atrás. Pero yo no. Yo tengo un trabajo que hacer. Una misión que debo ejecutar. Por eso, permitidme que vaya pasando.»
Por último, Aomame sintió ganas de contraer la cara con todas sus fuerzas hacia toda aquella gente. Sin embargo, abandonó la idea. No tenía tiempo para cosas superfluas. Una vez que contrajera la cara, le llevaría trabajo devolverla a su expresión habitual.
Aomame dio la espalda al público enmudecido y comenzó a descender con paso cauteloso las escaleras de evacuación para emergencias, sintiendo la tosca frialdad del hierro en la planta de los pies. El viento frío de principios de abril le mecía el cabello y, a veces, le dejaba al descubierto la deforme oreja izquierda.

miércoles, 29 de abril de 2015

Edgar Allan Poe Los casos de Monsieur Dupin. Gonzálo Suárez.



Dupin vive en París con su cercano amigo, el anónimo narrador de las historias. Los dos se conocieron por accidente mientras buscaban «el mismo raro y extraordinario libro» en una oscura librería de París. Esta escena y la búsqueda de ambos personajes para encontrar un libro oculto sirve como metáfora para representar el descubrimiento. Dupin es aficionado a los enigmas, acertijos y jeroglíficos. Lleva el título de Chevalier, queriendo decir ello que pertenece a la Légion d’honneur.
En Los crímenes de la calle Morgue (1841), Dupin investiga el asesinato de una madre y su hija en París.
El mismo personaje investiga otro asesinato en El misterio de Marie Rogêt (1842). La historia se basa en la verdadera historia de Mary Rogers, una vendedora de cigarros de Manhattan cuyo cuerpo fue encontrado flotando en el Río Hudson en 1841.
La aparición final de Dupin, en La carta Robada (1844), pone en relieve una investigación sobre una carta que le fue robada a la reina de Francia. Poe calificó a esta historia como «quizá, mi mejor historia del raciocinio».
A lo largo de las tres historias, Dupin recorre tres escenarios. En Los crímenes de la calle Morgue recorre las calles de la ciudad; en El misterio de Marie Rogêt está al aire libre, en un descampado; y en La carta robada, en un encerrado espacio privado.
Dupin no es un detective profesional y sus motivaciones para resolver los misterios cambian a través de los tres relatos. Haciendo uso del raciocinio, combina su considerable intelecto y creatividad, incluso poniéndose a sí mismo en la mente del criminal. Estos talentos están tan desarrollados que parece leer la mente de su acompañante, el narrador anónimo de las tres historias.
Poe creó a Dupin incluso antes de que el término detective fuera conocido. No se sabe a ciencia cierta qué lo inspiró, pero el apellido Dupin parece provenir del inglés duping, engañar o timar. Este personaje sentó las bases para la creación de nuevos detectives ficticios, incluyendo a Sherlock Holmes, y estableció los elementos más comunes del género policial clásico. El método de Dupin es identificarse con el criminal y adentrarse en su mente. Sabiendo cómo piensa un criminal, él puede resolver cualquier crimen. El personaje también enfatiza la importancia de leer y escribir: muchas de las pistas provienen de leer los periódicos o de reportes escritos por el Prefecto. Este mecanismo llama la atención del lector, quien sigue adelante buscando las pistas por cuenta propia.
Muchos tropos que luego llegarían a ser corrientes en las novelas policiales aparecieron primero en los relatos de Poe: el excéntrico pero brillante detective, el policía incompetente, la narración en primera persona por un amigo cercano. Dupin también inicia el mecanismo de narración donde el detective anuncia su solución y luego explica el razonamiento que lo condujo a ello.

***
Poe nació en Baltimore en 1813. Pero no murió. Goza del dudoso privilegio de haber sido adoptado por una veleidosa matrona: la posteridad. Lo meció en sus brazos hasta nuestros días, pero no siempre se mostró maternal. Inicialmente, seducida e incestuosa, le proporcionaba a su hora el biberón de gloria, o de bourbon, tanto da, hasta que, cansada de acunarlo en su regazo, dejó de ser la madre protectora para abandonarlo a la merced de la marejada de las modas. Hubo quien dijo entonces (Poe par lui même, Ed. du Seuil, París) que Edgar Allan Poe era sólo un autor para niños. Tamaño imbécil de cuyo nombre no quiero acordarme ignoraba que los genios siempre son niños, niños borrachos para más señas, y que únicamente los niños y los borrachos dicen lo que sienten. O sea, la verdad, Edgar Allan Poe tenía eso que nuestro Claudio Rodríguez ha dado en denominar el don de la ebriedad. Una suprema lucidez que sólo los místicos y los poetas, valga la redundancia, alcanzan. Poe era un poeta, su propio nombre casi lo enuncia. Y su misticismo, revestido de cosmogonía, deviene lógica fulgurante remando entre la intuición y el intelecto, para convertirse en auténtica aventura de narrador. Penalizar a Poe como a Stevenson, por su inocencia, es una burda manera de tratar de conjurar, en vano, el vértigo que suscita en los que, borrachos o no, todavía perseguimos al niño que un día fuimos para volver a formular las preguntas a las que nuestros mayores nunca respondieron y experimentar los miedos que ellos, hipócritamente, fingían haber superado. La carta que buscamos está sobre la mesa, y en este libro, pero el sobre sigue cerrado. Nadie osará abrirlo porque contiene un secreto que puede acarrear la destrucción. Ésa es la causa de nuestro muy racional terror. Y también el desafío.
De la imaginación nos empecinamos en apreciar solamente lo que consideramos ingenioso y nos apresuramos a relegarla al mundo de la fantasía sin comprender hasta qué punto es la única herramienta de que disponemos para atisbar la realidad. Hasta los científicos la utilizan vergonzosamente, sin nunca nombrarla. Tarde nos sorprendemos de que Frankenstein, por ejemplo, haya cobrado carta de existencia. Pues bien, los relatos de Edgar Allan Poe no son pirotecnia literaria y su vigencia necesita ser reivindicada, redescubierta diría yo, espabilando la memoria, como en su día lo fue por Charles Baudelaire, su hermano francés, que nos reveló el abismo de su mirada. Una mirada compartida por ambos. Basta confrontar sus retratos. Nacidos para conocerse sin encontrarse, y no por etílicas coincidencias, sino porque proyectaban la misma sombra, desde diferentes continentes. Lo que demuestra que los nexos no son únicamente genéticos, como ahora creemos. Y las distintas patrias de origen son también lo de menos. Baudelaire se reconoció en Poe como en un espejo. Y de él nos habla como de un sí mismo y nos dice las cosas que de sí hubiera querido oír. Proclama su amor a la belleza y el genio muy especial que le permite abordar, deforma impecable e implacable, terrible por consiguiente, la excepción en el orden moral. Y lo exalta como el mejor escritor que jamás haya conocido. No exagera. Lo sabe y confirma como cosa experimentada en su interior que no requiere parámetros establecidos ni salvoconductos culturales. Destaca el ardor con el que Poe se zambulle en lo grotesco por amor a lo grotesco y en lo horrible por amor a lo horrible, lo que verifica la sinceridad de su obra y la imbricación del hombre con el poeta. Ensalza la voluptuosidad sobrenatural que el hombre experimenta al ver correr su propia sangre, las repentinas sacudidas, inútiles y violentas, los gritos lanzados al aire, sin que el espíritu haya impelido al gaznate. A Poe le gusta agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en los que se revela la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. Eleva su arte a la altura de la gran poesía, concluye. Y pierde la compostura, delatándose, cuando nos habla del opio que dota de sentido mágico a las bocanadas de luz y color que hacen vibrar los ruidos con significativa sonoridad. Baudelaire, no cabe duda, ha hecho, por derecho, de Poe su propia experiencia y la expresa con la desfachatez y vehemencia del artista que se sumerge de rondón en las profundidades desdeñando las apariencias. Hoy sonará a vacua retórica a los que sólo sean capaces de percibir el eco de su muy postmoderna vacuidad. Pero Baudelaire era, y es, Baudelaire. Y nosotros, mal que nos pese, sus herederos. No podremos zafarnos de Poe, por digerido que haya sido, con el subterfugio del ninguneo, palabra de moda, ni la irrisión, actitud tarantínesca con la que creemos soslayar la soledad. Navegamos en el mismo barco. Rumbo a lo desconocido. También somos él. Y podríamos hacer nuestra la exclamación de otro hermano maldito, Guy de Maupassant, cuando en presencia de su doble profiere: ¡Existe únicamente porque estoy solo!
Disfrutemos de la lectura de estos cuentos de Edgar Allan Poe para sentirnos en inquietante y honrada compañía.
GONZALO SUÁREZ

martes, 28 de abril de 2015

Constantino Bértolo.DASHIELL HAMMETT Un escritor sin adjetivos.


Dashiell Hammett

Obras completas
Tomo I
Novelas
 Títulos originales de las obras de este tomo:

Red Harvest (Cosecha roja), traducción de Francisco Páez de la Cadena.
The Dain Curse (La maldición de los Dain), traducción de Francisco Páez de la Cadena.
The Maltese Falcon (El halcón maltes), traducción de Francisco Páez de la Cadena.
The Glass Key (La llave de cristal), traducción de Horacio González Trejo.
The Thin Man (El hombre delgado), traducción de Horacio González Trejo.
A Woman in the Dark: A Novel of Dangerous Romance (Una mujer en la oscuridad: novela de un idilio peligroso), traducción de Francisco Páez de la Cadena

 PRESENTACIÓN


DASHIELL HAMMETT
Un escritor sin adjetivos


No sé si fue Hemingway u otro escritor, acaso Albert Camus, quien dijo aquello tan sabio de que «hay que elegir entre ser escritor o ser protagonista de novela». Un sabio consejo para tantos que confunden la literatura con la vida sin lograr separar nunca los límites entre una y otra.
El caso es que no hay regla sin excepción aparente y uno de esos casos bien puede ser el de Samuel Dashiell Hammett. Su vida parece una película: nace el 27 de mayo de 1894 en una granja del condado de St. Mary, en el Estado de Maryland, en el seno de una familia que lucha por salir de la penuria. Vive su adolescencia en Baltimore, entra en contacto con la lectura, trabaja como empleado de los ferrocarriles, ingresa en la agencia de detectives Pinkerton, aprende el arte de seducir a las mujeres, se alista en el ejército, enferma del pulmón, vuelve a trabajar de detective, se matricula en un curso de periodismo y entra a trabajar como redactor publicitario para una joyería. Se casa con una enfermera, tiene dos hijas y decide abandonar a su familia para poder dedicarse a la escritura. Redacta anuncios, bebe whisky a destajo y trabaja duro. En 1922 la revista The Smart Set publica uno de sus relatos y empieza a labrarse un cierto prestigio. En 1923 publica el primero de los relatos de El agente de la Continental en la revista Black Mask, en donde aparecerán por entregas sus primeras historias. En 1929 recopila y corrige los materiales que conformarán su primera novela publicada como libro: Cosecha roja, y a continuación La maldición de los Dain, y luego El halcón maltes y poco más tarde La llave de cristal. La fama, Nueva York, el alcohol y mujeres. En 1930 conoce a Lillian Hellman. Viaja a Hollywood para trabajar de guionista. Fama, dinero, alcohol, mujeres. Sigue publicando, sus novelas se adaptan con enorme éxito al cine. Humphrey Bogart populariza la imagen de sus héroes. Colabora con Lillian en las primeras piezas teatrales de ésta. Todavía publicará dos novelas, El hombre delgado y Una mujer en la oscuridad, y algunos relatos. A los cuarenta años el mundo estaba en sus manos. No volvería a escribir nunca más. Como si el protagonista hubiese terminado por tragarse al escritor. En la segunda guerra mundial se alista como voluntario. En la posguerra será víctima de la caza de brujas, siendo acusado de colaboración con los comunistas. Su silencio le llevará a la cárcel. Los últimos años serán de sufrimiento. Hospitales y residencias. Muere en 1961 de cáncer de pulmón. El 10 de enero.
Una vida de leyenda. Una biografía digna de Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Lautreamont o E. A. Poe. El aura romántica de los poetas malditos y la aureola mítica de los escritores norteamericanos de izquierda.
Pero la leyenda puede impedir que veamos los árboles. «Por sus obras los conoceréis» y por eso es necesario volver una y otra vez a sus obras, a sus novelas, a sus relatos. Lo curioso es que generalmente se entra en la obra de Hammett por el camino indirecto del cine. Las películas rodadas sobre sus novelas constituyen parte esencial del gran cine norteamericano en su época dorada. Es imposible separar la imagen de Sam Spade, su detective más famoso, del gesto huraño y desolado de Bogart. Difícil es separar las frases de Bogart, secas, irónicas, escépticas, del texto real de relatos y novelas. Como si Hammett, además de modificar radicalmente los caminos de la novela policíaca, hubiera creado también el cine negro, y en verdad que es difícil separar dónde acaba Hammett y dónde empieza el cine.
Cuando Hammett empieza a publicar sus primeros relatos la novela policíaca era ya un género plenamente constituido. Si todo género literario es ante todo una institución basada en un compromiso tácito entre el lector y el autor, las partes de ese contrato, es decir, el asunto y temática y el repertorio recurrente de artificios —los elementos básicos de un género— ya estaban establecidas. Desde Poe se había ido conformando el Corpus del género y sus claves últimas serían las provenientes del enfrentamiento entre misterio y razón. Hacia 1920 la novela policíaca se había desarrollado como novela de enigma en cuanto que el crimen era el motor que generaba las preguntas básicas a las que toda novela —policíaca— debía contestar: ¿quién lo hizo?, ¿por qué?, ¿cómo? El encargado de contestar a esas preguntas era un detective dotado de especiales dotes deductivas e inductivas y capaz de relacionar pistas y sospechosos hasta que el rompecabezas cuajara de manera adecuada. Detectives que como el Dupin de Poe, el Sherlock Holmes de Conan Doyle o el padre Brown de Chesterton encarnaban, de una u otra manera, «la razón» elevada a la condición de paladín o herramienta suficiente para «desfazer» los entuertos —crímenes— que perturbasen las tranquilas aguas de la normalidad. La novela policíaca tradicional, también llamada novela enigma o novela problema, descansaba sobre una base positivista —la razón como espada contra las sombras, la ciencia como instrumento de conocimiento— desde el punto de vista ético y en una ideología muy pequeño burguesa —la propiedad privada como núcleo de las relaciones sociales, la honradez como valor, la seguridad como meta— desde el punto de vista social. En la novela policíaca tradicional el crimen estaba contemplado como una mera perturbación, como un accidente que trastornaba el orden establecido pero sin que éste fuera nunca puesto en duda, y no es extraño que el escenario predilecto de tantas y tantas novelas de este corte fuera el hogar familiar, «la biblioteca», como símbolo de los valores más representativos de la burguesía.
Y si esto era así desde el punto de vista de la representación de la realidad, en el plano narrativo esa novela descansaba sobre una estructura lineal que se desarrollaba con una doble intención: por un lado, el detective lleva a cabo su investigación buscando pistas y descartando sospechosos para contestar a la pregunta de ¿quién lo hizo?; por el otro lado, el desarrollo narrativo está condicionado por la necesidad intrínseca de que el lector no descubra antes que el detective la respuesta a esa pregunta. En otras palabras, la estructura de la novela policíaca tradicional se construye sobre un doble pivote: descubrir y ocultar. El equilibrio entre ambos pivotes es determinante de la calidad constructiva del relato, puesto que el pacto contractual entre lector y autor exige de este último una cierta honradez narrativa que impide que se le escamotee al lector aquellas pistas o hechos que puedan permitirle descubrir la verdad antes o al tiempo que el detective.
En realidad, la novela policíaca reunía en sí misma tres narraciones diferentes. La primera está constituida por la novela anterior al comienzo de la acción, pues si la acción comienza con el crimen existe una narración anterior cuyo argumento finaliza precisamente con ese crimen y por eso se le puede llamar la narración primigenia. La segunda narración es una narración ficticia, entendiendo por ficticia la presencia clara de una voluntad de engaño. El contenido de esa narración está conformada por las falsas pistas y ocultamientos que el asesino o culpable establece con la intención de que la novela primigenia —los hechos que en realidad ocurrieron— no pueda ser leída, es decir, desentrañada. Esta segunda narración puede ser llamada la novela del asesino, pues es él quien la programa, escribe. La tercera narración coincide con el texto y es aquella que nos va dando cuenta de cómo el detective rechaza la novela del asesino para ir desentrañando la novela primigenia. En realidad, la novela policíaca es el enfrentamiento entre dos ficciones: la ficción que monta el asesino y la ficción que monta el detective. Por eso bien puede decirse que el asesino o culpable si es descubierto es porque es un mal escritor: escribe mal su novela, mientras que el detective es un buen crítico pues descubre los fallos de aquella novela pero por una vez el crítico no es un escritor frustrado pues mientras hace la crítica escribe la novela.
Si a todo eso añadimos que el lector —que sabe que las novelas policíacas se basan en que el héroe encuentre la solución y en que el lector no la encuentre— desconfía a su vez de la novela, la vigila buscando adelantarse a la solución del misterio, se entiende perfectamente la excitación intelectual que la novela policíaca produce en sus lectores. No es extraño que se hable de adictos si tenemos en cuenta que el género le permite al lector ser al mismo tiempo el detective (por identificación con el héroe), culpable (por ver cómo poco a poco el montaje de éste se desmorona) y detective supremo (investiga la investigación del detective).
Vemos por tanto que la novela policíaca tradicional se había constituido de manera muy sólida y que prácticamente funcionaba como un artificio muy regulado y determinado. En realidad, sus textos eran meros juegos seudointelectuales más ligados al ajedrez o a los crucigramas que a los contenidos profundos de la narración, entendiendo por ésta una concatenación de hechos con interés humano. Piezas de relojería o de orfebrería con talentos indiscutibles entre sus artesanos. Así era la novela policíaca antes de Hammett.
Hammett entró en aquel panorama como un elefante en una cacharrería. Rompió todo. Si hasta entonces una novela policíaca era la historia de un habilidoso que lenta y pausadamente iba desatando el nudo gordiano de un crimen, Hammett entró en ese terreno como Alejandro en Asia: rompiendo el nudo de un golpe. En palabras de Raymond Chandler, «Hammett restituyó el crimen a su lugar natural: la calle».
La entrada de Hammett en el mundo de la literatura policíaca supuso una verdadera revolución hasta el punto de que bien puede hablarse de un antes y un después. Con la literatura de Hammett, la novela policíaca se abre a un nuevo camino e inaugura una nueva forma de abordar lo criminal que hoy reconocemos con la etiqueta de «novela negra».
Ciertamente no debe caerse ni en la hagiografía ni en una interpretación individualista de la historia literaria. Esa revolución no es producto de un solo autor, por mucho talento que éste tenga, ni procede de la nada.
En realidad, la novela tradicional ya daba señales de que su formulación general estaba en vías de agotamiento. Experimentos narrativos como los de Austin Freeman, Roy Vickers o Francis Îles, que introdujeron lo que se llamó «inversión», es decir, la narración descubre en sus inicios al criminal y por tanto la investigación, y el suspense, se traslada de centro —del quién lo hizo al será o no será descubierto—, eran evidentes síntomas de que aun sin salirse de la estructura básica del género algunos autores querían romper con sus moldes más estrictos. Por otro lado, la narrativa norteamericana estaba estrenando, de la mano de autores como Hemingway, Faulkner, Steinbeck o Dos Passos, una mirada profundamente realista sobre el entorno social. Desde el punto de vista social había surgido un amplio público de corte muy popular que buscaba ávidamente mitos y referentes. Al socaire de esta demanda proliferaban las revistas populares o pulp que ofrecían narraciones de corte muy realista y muy ligadas a un cierto tremendismo. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la novela de enigma se había asentado fundamentalmente en Inglaterra, mientras que en EE UU se había mantenido una cierta novela policíaca más ligada a las aventuras que a la mera investigación deductiva.
En el origen de lo que hoy denominamos «novela negra» ocupa un papel de primera fila una de esas publicaciones, Black Mask. Nacida en 1920 a partir de una iniciativa de los editores de The Smart Set —la revista donde Hammett publicó su primer relato—, esta publicación pretendía recoger al público interesado en las revistas pulp y las ediciones baratas de novelas del oeste o de crímenes —las famosas dime novels— publicando relatos de misterio y policíacos. Sus primeros editores, Mencken, Nathan y Phil Cody dieron la oportunidad a un grupo de escritores, entre los que se encontraba Hammett, que conectaban con los gustos de ese público mayoritario. La revista se asentaría de manera espectacular bajo la dirección de Joseph T. Shaw. Hammett siguió los pasos de Carroll John Daly, autor hoy olvidado pero que tiene el interés manifiesto de haber sido el primero en poner en el primer plano narrativo la figura de un investigador que por sus características rompía con la imagen fría, científica y calculadora de los investigadores tradicionales hasta entonces en el género. Nacía así el hard-boiled, «duro y en ebullición» según la afortunada traducción de Javier Coma, referida a la figura de ese investigador de carácter duro, violento, amante de la acción, sin apenas valores morales y dotado de un cinismo que rozaba la crueldad. El hallazgo de ese punto de vista supondría para Hammett la posibilidad de llevar a la práctica su sentido de la narración policíaca y por tanto su visión de la realidad y su filosofía de la vida. La experiencia personal de Hammett como detective de la agencia Pinkerton le había aportado una visión del mundo del crimen muy alejada de la realidad de laboratorio típica de la novela policíaca de enigma. Había sido un testigo privilegiado de la «normalidad» de la sociedad de su tiempo. Desde que en 1920 se había aprobado la Ley seca, la proliferación de la violencia era espectacular. Los gánsteres y mafiosos se habían introducido en todo el cuerpo social y la corrupción y los crímenes eran la moneda de cada día. Hammett, personalmente, enfermo de pulmón, veía la vida como algo carente de sentido y vivía bajo la sospecha permanente de que «llegar al jueves» no es nada seguro.
Desde esa posición construyó una literatura policíaca de enorme intensidad. El peso de sus relatos caerá pronto sobre la figura de El agente de la Continental, cuarentón, regordete, astuto, cínico, cruel incluso, escéptico, pesimista y desconfiado. En sus relatos en primera persona el mundo pasa por su filtro amargo. Se mueve como pez en el agua en el mundo de la delincuencia. Permanece de este lado de la ley pero no se sabe muy bien por qué. Todavía conserva un cierto código de honor, de dignidad. Hace su trabajo y lo quiere hacer bien. El fin justifica los medios.
Relato a relato, novela a novela, el mundo narrativo que va construyendo Hammett se desentiende de manera radical del universo de la novela policíaca tradicional. El héroe no es ninguna encarnación de la diosa razón; sus capacidades deductivas no son espectaculares, intuye, sabe y busca. No encuentra pistas, las busca. Su herramienta no es el cerebro sino la acción. Se conserva la base del género: un crimen y una investigación, pero ese crimen ya no es un accidente que trastoca el orden sino un desorden más dentro del desorden general, ni la investigación es un ejercicio de neuronas sino de puños y valor. Lo irracional, la violencia, el miedo, la sangre forman parte del escenario de la gran ciudad. Lo de menos es descubrir al culpable o criminal que por otra parte es conocido desde el principio de los relatos; se trata de mostrar la acción, el carácter del protagonista, de dar testimonio más o menos crítico de la realidad, de diseccionar las pasiones reales que mueven el mundo que se narra: la ambición, la avaricia, el deseo, la voluntad de poder, el miedo, la intolerancia, el abuso, la ley del más fuerte.
Pero si esos son los componentes básicos de la narrativa de Hammett, es indudable que su peso dentro de la historia de la novela policíaca viene determinada por las enormes cualidades narrativas que el autor poseía y que han hecho que su obra sobrepase los límites del género para inscribirse por derecho propio en la historia de la literatura. Escritores como Gide, Cernuda o Malraux vieron pronto que su narrativa estaba más allá de las etiquetas.
Destaca en Hammett el sentido del ritmo narrativo, su enorme capacidad para dotar de significación a los elementos del entorno, el intenso partido que extrae de la economía expresiva, la plasticidad de sus imágenes y el talento para narrar y describir desde un tono neutro, objetivo, descarnado y seco que muestra sus momentos más brillantes en el diálogo como recurso primordial para la construcción de los personajes. Son esas capacidades las que le permiten haber creado esa serie de magistrales ficciones literarias, novelas y relatos, con las que desmontar la gran ficción de la vida, ahondar en la ficción de las apariencias, en la ficción del orden, de la respetabilidad, de las grandes palabras. Descubrir hasta el fondo las contradicciones radicales de esa gran ficción que llamamos vida, la gran asesina.
La edición de sus obras completas que hoy presentamos va más allá de la ceremonia literaria que conlleva el centenario de su nacimiento. Nace esta iniciativa desde la creencia de que en Hammett tiene la literatura de hoy uno de sus más claros referentes.
El papel de Hammett como creador de ese estilo de novela policíaca que llamamos novela negra no determina ni agota su significación literaria. Hoy, cuando la novela negra se ha constituido a su vez en un género codificado y expoliado, la estatura narrativa de Hammett no sólo se hace patente al comprobar cómo sus imitadores apenas logran traspasar la superficie anecdótica de su obra, sino también al constatar que el paso de los años no ha erosionado nada, ni la capacidad expresiva de su escritura ni la potencia estética y ética de su geografía narrativa. Leer hoy a Hammett supone el encuentro con un verdadero maestro literario, con un autor capaz de penetrar en los pliegues más ocultos de la realidad y de la vida.
Construir un personaje con una sola frase. Hacer oír el silencio que se agolpa en un diálogo. Describir en tres pinceladas las grietas que hay detrás de toda apariencia, llenar de amargura el espacio oscuro de una sonrisa irónica. Mostrar que lo literario es lo contrario del oropel o que escribir consiste en revelar el filo agudo de las palabras, son magisterios con los que cualquier lector puede seguir disfrutando cuando se enfrenta a su obra.
En este primer tomo se han agrupado sus seis grandes novelas. Para su edición hemos sopesado la conveniencia o no de presentar como novela el conjunto de los dos relatos —«El gran golpe» y «Dinero sangriento»— que diversos especialistas, algunos de tanto relieve como el español Javier Coma, consideran como una obra única. Sin duda, hay elementos —trama, personajes, tono— que avalan dicha postura. Sin embargo, hemos optado por la presentación clásica o tradicional por entender que si bien Hammett propuso en algún momento su edición como novela unitaria, nunca llevó a cabo el trabajo de reescritura que normalmente efectuaba en casos semejantes. De ahí que dichos relatos sean editados en el segundo tomo de estas obras completas, dedicado a recoger la totalidad de sus narraciones breves.
El silencio de Hammett, el hecho de que dejara de escribir desde finales de los años treinta —en el momento de morir dejó una obra, Tulip, inconclusa— sigue siendo un misterio apasionante. Algunos especialistas hablan de agotamiento, otros, de escepticismo. En cualquier caso, Hammett nos ha dejado un legado literario más que suficiente. Ese es el legado que hoy les ofrecemos. Disfrútenlo.

Constantino Bértolo

lunes, 27 de abril de 2015

Cine y Literatura. John Buchan. Novela 39 escalones.



Político y escritor escocés, John Buchan desarrolló una notable carrera política y diplomática que le llevo a ocupar el puesto de Gobernador general de Canadá en 1935. Miembro del Partido Unionista, se especializó en administración colonial y trabajó para el Departamento de Propaganda durante la I Guerra Mundial. En lo literario, Buchan comenzó pronto a escribir novelas, principalmente dentro del género de aventuras y espionaje, siendo Los 39 escalones su obra más conocida tras la adaptación que realizó del libro Alfred Hitchcock en 1935.


***

En `Los 39 escalones`, un hombre con una vida aburrida, conoce a una misteriosa mujer que dice ser espía. Cuando la lleva a su casa, ella es asesinada. Antes de que se pueda dar cuenta, el hombre se encuentra perseguido por una organización llamada los 39 Escalones que no le perderá pisada en una cacería humana por todo Estados Unidos, con un final tan atrapante que dejará a la audiencia sin aliento.

***
RESEÑA

Richard Hannay no lograba cogerle el pulso a la metrópolis; a su vuelta de una larga estancia en las colonias, Londres le aburría mortalmente. Quizá por eso prestó atención al extraño individuo que le abordó en las escaleras de su casa pidiéndole asilo. Cuando su confusa historia de atentados políticos y de conspiraciones balcánicas empezaba a adquirir perfiles escalofriantes, la muerte interrumpió sus revelaciones. Pero ahora el inocente Hannay se había convertido en único depositario de un secreto que acarreaba la muerte. Tanto Scotland Yard como los agentes del servicio secreto alemán estaban sobre su pista...
Buchan, que fue jefe del departamento inglés de Información durante la Primera Guerra Mundial, supo mezclar sabiamente la invención y la intriga con el conocimiento real y directo de temas de espionaje. Su sentido de la atmósfera y de la escenificación, sus ingeniosas historias y su habilidad para la intriga le convierten en un antecesor directo de autores como Graham Greene y John le Carré.
Fuente: N.N.

domingo, 26 de abril de 2015

CINE Y LITERATURA. El cartero siempre llama dos veces. Un camino fatal.


CINE Y LITERATURA.
James M. Cain nació en Annapolis el 1 de julio de 1892. Se educó en Chestertown, Maryland, y se graduó en el Washington College, en el que su padre era director. Tras servir en la Primera Guerra Mundial, regresó a Baltimore donde comenzó a trabajar como reportero. Empezó escribiendo para el `Baltimore American` y continuó en el `Baltimore Sun` hasta 1923. Tras una temporada en Nueva York, Cain se traslada a Hollywood. Allí intentó escribir guiones de películas, pero encontró un mayor éxito vendiendo relatos de ficción. Su primera novela, `The postman always rings twice`, (`El cartero siempre llama dos veces`) se publicó en 1934 y se convirtió en un bestseller. Cain regresó a Maryland en 1948, asentándose en Hyattsville. Continuó escribiendo y se hizo una figura familiar en el campus de la localidad. James M. Cain murió el 27 de octubre de 1977.

Cain no escribió historias de detectives ni de misterios a resolver, sino que compuso novelas de crimen, sexo y violencia. La gran mayoría de las tramas de Cain siguen un desarrollo similar: un hombre cae en las redes de una mujer, se ve envuelto en actividades criminales debido a ella y, al final, resulta traicionado por dicha mujer. Aunque predecible, esta línea argumental fue abordada una y otra vez, con gran éxito, y hoy en día aún funciona, como vemos en los films posteriores inspirados en la obra de Cain: `Body heat (`Fuego en el cuerpo`) o `Blood simple.

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Cora se desquita de una vida de humillaciones casándose con Nick, pero la llegada de Frank a la fonda, propiedad del matrimonio, aviva las ganas de liberarse de su marido. Los amantes idean un `accidente` para que Nick muera. Pero las cosas no son tan sencillas: la cantidad de intereses creados en el caso golpea y debilita la confianza mutua de la flamante pareja.
Fuente N.N.

***
UN CAMINO FATAL
El cartero siempre llama dos veces ha sido reiteradamente saludada y evocada a partir de 1934 —es decir, durante cuarenta y cinco años— como una de las novelas capitales de la literatura negra. Por la fecha de su primera edición en lengua original y por sus indelebles características, forma parte de las obras que cimentaron el género, y su autor, James Cain, es considerado desde entonces como un escritor duro (un tough writer) por excelencia. Once años más tarde, en 1945, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares decidieron incluirla en la colección «El Séptimo Círculo», contribuyendo con esta versión castellana a la difusión de un libro cuyo impacto e influencia empalidecieron buena parte de la obra posterior de Cain.
En un artículo reciente, Javier Coma puntualiza: «En relación a las modalidades y tipologías de protagonismo, la evolución de la novela negra cubre paralelamente dos caminos de sobra conocidos: aquel estructurado sobre el personaje en principio positivo, que lucha a su manera contra el delito; y aquel adentrado en el individuo cuya caída en el crimen le convierte en un ser perseguido y acorralado. El primero brota en los orígenes del género a través del investigador «duro» (hard-boiled detective) [...]. El segundo camino adquirió sólido predicamento a partir del primer James Cain (The Postman Always Rings Twice, 1934, y Double Indemnity, 1936), del debut de McCoy (They Shoot Horses, Don't They?, 1935) y de la menos popular pero asimismo espléndida novela de Don Tracy Criss Cross (1936). Se trata de utilizar a la persona integrada en una vida normal, desconectada tanto del delito como de su represión, que penetra en el universo del crimen, frecuentemente en colaboración o a causa de una mujer»1.
Frank Chambers, protagonista de El cartero siempre llama dos veces, es efectivamente un hombre de vida si se quiere irregular pero cuyo mayor delito ha sido intercambiar, de vez en vez, algunos puñetazos con empleados de los ferrocarriles. Al comenzar la novela no es un criminal, pero se sume en el crimen con una pasmosa vertiginosidad a partir del momento en que conoce a la esposa del griego Nick Papadakis. Chambers y Cora Smith se yerguen entonces en sujetos de una historia cuyas contradicciones parecen llevarlos por un inexorable camino de fatalidad, y el final de la novela es una turbadora y ambigua paradoja: hay algo con más fuerza que la voluntad humana, consciente, y no es precisamente un ser superior —una deidad—, sino el propio, oscuro y desconocido deseo del hombre que termina por enfrentarse instintiva, oscuramente con un sistema represor. Sin duda es posible burlarse de un fiscal —sugiere esta novela de Cain—, pero no hay escapatoria del destino social, del rol que el sistema nos asigna según nuestra historia y según sus intereses.
El cartero siempre llama dos veces, con una sorprendente economía de recursos que evita con rigor la descripción interna psicológica de los personajes para relatarlos sólo desde la acción y desde sus austeros diálogos, y con una cierta intemporalidad que, curiosamente, dimensiona el conflicto hasta convertirlo casi en un anacrónico arquetipo, es la historia de un hombre «perseguido y acorralado». La policía no aparece aquí más que cuando se la llama, y si Chambers se encuentra con ella o huye de ella, el hecho no significa nada más allá de algo que fatalmente debe consumarse.
No hay ejemplaridad en él, ni en Cora Smith, ni en el fiscal Sackett, ni en el abogado Katz. El camino de Frank Chambers se borra incesantemente a sus espaldas, como su incierto pasado, y el presente es como un vértigo irregular y violento que oscila entre los instintos y la muerte.
JUAN CARLOS MARTINI

***
(Fragmento. Novela: "El cartero siempre llama dos veces").

1
A eso del mediodía me arrojaron del camión de heno. Me había montado en él la noche anterior en la frontera, y apenas tendido bajo la lona me quedé profundamente dormido. Estaba muy necesitado de ese sueño, después de las tres semanas que acababa de pasar en Tijuana, y dormía aún cuando el camión se detuvo a un lado del camino para que se enfriase el motor. Entonces vieron un pie que salía debajo de la lona y me arrojaron al camino. Intenté hacer unas bromas, pero el resultado fue un fracaso y comprendí que era inútil esperar nada. Me dieron un cigarrillo, sin embargo, y eché a andar en busca de algo que comer.
Fue entonces cuando llegué a la fonda Los Robles Gemelos. Era una de tantas entre las numerosas de California y cuya especialidad son los sandwiches. Se componía de un pequeño salón comedor, y arriba estaban las dependencias de la vivienda. A un lado había una estación de servicio y un poco más atrás media docena de cobertizos, a los que llamaban aparcamiento. Llegué allí rápidamente y me puse a mirar el camino. Cuando salió el dueño, le pregunté si había visto a un hombre que viajaba en un Cadillac. Le dije que ese hombre debía reunirse conmigo allí, donde comeríamos. Me contestó que no. Inmediatamente preparó una de las mesas y me preguntó qué deseaba comer. Le pedí zumo de naranja, huevo frito con jamón, torta de maíz, crepés y café. Poco después, el dueño estaba de vuelta con el zumo de naranja y las tortas de maíz.
—Oiga... Espere un momento. Tengo que decirle algo. Si ese amigo que estoy esperando no viene, tendrá que fiarme todo esto. La verdad es que debía pagar él, pues yo ando un poco escaso de fondos.
—Está bien. Coma tranquilo.
Me di cuenta de que me había calado y dejé de hablar del amigo del Cadillac. Poco después sospeché que el dueño quería decirme algo.
—¿Qué hace usted? ¿En qué trabaja?
—En lo que cae, sea lo que sea. ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Qué edad tiene?
—Veinticuatro años.
—Joven, ¿eh? Un hombre joven como usted me sería muy útil en estos momentos.
—Buen negocio este que tiene usted aquí.
—El clima es muy bueno. No tenemos niebla como en Los Ángeles. Ni un solo día de niebla. El cielo está siempre limpio. Da gusto.
—De noche debe de ser precioso. Ahora mismo me parece que respiro su aroma.
—Sí, se duerme espléndidamente. ¿Sabe algo de coches? ¿Entiende de arreglo de motores?
—¡Claro!... Soy un mecánico nato.
Siguió hablándome del espléndido clima, de lo fuerte que estaba desde su llegada al lugar, y de cuanto le extrañaba que los empleados no le durasen. A mí no me extrañaba, pero seguí comiendo.
—¿Qué? ¿Cree que le gustaría quedarse aquí?
Yo ya había terminado de comer y estaba encendiendo el cigarro que me había dado.
—Le diré —respondí—: la verdad es que tengo dos o tres proposiciones. Pero le prometo pensarlo. Le aseguro que lo pensaré.
Entonces la vi. Hasta ese momento había estado en la cocina, pero entró en el comedor para recoger la mesa. Salvo su cuerpo, en verdad, no era ninguna belleza arrebatadora, pero tenía una mirada hosca y los labios salidos de un modo que me dieron ganas de aplastárselos con los míos.
—Le presento a mi esposa.
Ella no me miró. Hice una ligera inclinación de cabeza y una especie de saludo con la mano en que tenía el cigarro. Nada más. Se fue con la vajilla. En lo que al dueño y a mí se refería, era como si ni siquiera hubiese estado allí.
Me fui casi en seguida, pero cinco minutos después estaba de vuelta, para dejar un mensaje al amigo del Cadillac. El dueño tardó media hora en convencerme de que debía aceptar el empleo, y al fin me encontré en la estación de servicio, poniendo en condiciones unos neumáticos.
—Dígame, ¿cómo se llama?
—Frank Chambers.
—Yo, Nick Papadakis.
Nos estrechamos la mano y se fue. Un minuto después le oí cantar. Tenía una voz espléndida. Desde la estación de servicio podía ver perfectamente el interior de la cocina.

2
A eso de las tres llegó un hombre que estaba furiosísimo porque alguien le había pegado un papel engomado en uno de los parabrisas del coche. Tuve que ir a la cocina a sacarlo con vapor de agua.
—Está haciendo torta de maíz, ¿eh? Ustedes saben hacerla muy bien.
—¿Ustedes? ¿Qué quiere decir? —preguntó ella.
—Pues... usted y el señor Papadakis. Usted y Nick. La que me sirvieron en la comida estaba riquísima.
—¡Oh!...
—¿Tiene un trapo para coger esto?
—No es eso lo que usted quiso decir.
—Sí, ¿por qué no?
—Usted cree que yo soy mexicana.
—Ni se me había ocurrido.
—Sí, sí. Y no es usted el primero. Pero, escúcheme. Soy tan blanca como usted, ¿sabe? Es cierto que tengo el cabello negro y que puedo parecerlo, pero soy tan blanca como usted. Si quiere andar a buenas por aquí, no olvide eso.
—Pero usted no parece mexicana.
—Le digo que soy tan blanca como usted.
—No, usted no tiene nada de mexicana. Todas las mexicanas tienen caderas anchas y piernas mal formadas, y senos hasta el mentón, piel amarillenta y los cabellos que parecen untados con grasa de cerdo. Usted no tiene nada de eso. Es menuda, tiene una bonita piel blanca y sus cabellos son suaves y rizados, aunque sean negros. Lo único que tiene usted de mexicana son los dientes. Todas tienen dientes blanquísimos, hay que reconocérselo.
—Mi apellido de soltera es Smith. No es un nombre que suene a mexicana, ¿verdad.?
—No mucho.
—Además, ni siquiera soy de aquí. Vine de Iowa.
—Smith, ¿eh? ¿Y su nombre de pila?
—Cora. Puede llamarme así, si quiere.
Entonces fue cuando tuve la certeza de aquello sobre lo que simplemente me había aventurado al entrar en la cocina. No eran las tortas de maíz que tenía que cocinar ni el pelo negro lo que le daba la sensación de no ser blanca; era el hecho de estar casada con ese griego, y hasta parecía temer que yo la llamara señora de Papadakis.
—Muy bien, Cora. ¿Qué le parece si usted me llama Frank?
Se acercó y empezó a ayudarme. Estaba tan cerca de mí que yo podía percibir su olor. Y de pronto, aproximando mi boca a su oído, le pregunté:
—¿Cómo es que se casó con ese griego, Cora?
Ella dio un salto, como si le hubiese cruzado las carnes con un látigo.
—¿Le importa a usted eso?
—Sí. Mucho.
—Ahí tiene su parabrisas.
—Gracias.
Salí. Había logrado lo que deseaba. Acababa de lanzarle un directo bajo la guardia y estaba seguro de que el golpe había surtido efecto. En adelante, ella y yo nos entenderíamos. Tal vez no dijese que sí, pero estaba seguro de que no se me opondría. Sabía lo que yo quería y sabía también que me había dado cuenta del número que calzaba.
Aquella noche, mientras cenábamos, el griego se enojó con ella porque no me dio más patatas fritas. El hombre quería que yo estuviese a gusto allí para que no me fuese, como lo habían hecho los otros.
—Sírvele más.
—Ahí están sobre el hornillo. ¿Es que no puede servirse él mismo?
—No importa —atajé—. Todavía no he acabado con esto.
Pero el griego insistió. De haber tenido un poco de seso, hubiera comprendido que detrás de todo aquello había algo, porque su mujer no era de las que dejan que uno se sirva solo. Pero era un pobre idiota y siguió refunfuñando. Estábamos sentados a la mesa de la cocina, él en un extremo, ella en el otro y yo en medio. Yo no la miraba, pero veía su vestido. Era uno de esos guardapolvos blancos de enfermera como los que siempre usan las mujeres, ya trabajen en el consultorio de un dentista o en una panadería. Había estado limpio por la mañana, pero ahora se hallaba un poco ajado y sucio. Nuevamente, volví a percibir su olor.
—Sirve de una vez y basta de discutir —dijo el griego.
Ella se levantó a buscar las patatas. Su guardapolvo se abrió un instante y vi una de sus piernas. Cuando me sirvió las patatas, no las pude comer.
—Eso sí que está bueno —exclamó el griego—. Después de tanto discutir, ahora no las quiere.
—No tengo apetito. Comí mucho al mediodía.
El griego se portó como si hubiese obtenido una gran victoria y ahora la perdonara, comprobando con ello que realmente era un gran tipo.
—Es una buena muchacha. Mi pajarito blanco. Mi palomita blanca.
Me guiñó un ojo y se fue al piso superior. Ella y yo nos quedamos solos, sin decir palabra. Cuando bajó, el griego traía una botella y una guitarra. Nos sirvió un poco de la bebida, pero era uno de esos vinos griegos dulces y me cayó mal. Empezó a cantar. Tenía una voz de tenor, no como la de esos tenorcitos que se oyen por radio, sino voz de gran tenor, y los agudos los acompañaba con una especie de sollozo, como en los discos de Caruso. Pero ahora no podía escucharlo. Cada minuto que pasaba me sentía peor.
El griego observó mi cara y me llevó afuera.
—Aquí, al aire libre, se sentirá mejor.
—No es nada. Dentro de un rato estaré bien.
—Siéntese y no se mueva.
—Entre y no se preocupe por mí. Lo que pasa es que hoy he comido demasiado. No es nada.
Entró, y un segundo después devolví todo lo que había comido. Pero no era por el almuerzo, ni por las patatas, ni por el vino. Lo que pasaba era que ansiaba tan desesperadamente a aquella mujer, que ni siquiera podía retener nada en el estómago.
A la mañana siguiente descubrimos que el viento había arrancado el letrero de la fonda. A eso de medianoche había empezado a soplar, y a la madrugada era ya un vendaval que se llevó el letrero.
—Mire esto, ¡Qué ventarrón!
—Sí, ha soplado tan fuerte que no he podido dormir. No he dormido en toda la noche.
—Sí, sí, pero mire el letrero.
—Está destrozado.
Empecé a trabajar para ver si era posible arreglarlo. El griego se me acercó para mirar.
—¿Dónde hizo preparar este letrero?
—Estaba aquí cuando compré el negocio. ¿Por qué?
—No vale nada. Me asombra que con esto atraiga a un solo cliente.
Me fui a poner gasolina a un coche y lo dejé solo para que meditase sobre lo que acababa de decirle. Cuando regresé, todavía estaba mirando el letrero, que yo había apoyado contra la fachada de la casa. Tres de las bombillas eléctricas se habían roto. Conecté la llave, y la mitad de las bombillas que quedaban no se encendieron.
—Le pondremos bombillas nuevas y lo colgaremos otra vez. Así quedará muy bien.
—Usted manda.
—¿Por qué? ¿Qué tiene el letrero de malo?
—Es anticuado. Nadie les pone bombillas ya a esos letreros. Ahora se usan los de neón. Resaltan más y gastan menos corriente. Éste no vale nada. Fíjese. ¿Qué dice? Los Robles Gemelos. Nada más. La palabra «Fonda» no tiene bombillas. Los Robles Gemelos no abren el apetito ni le dan ganas a uno de detenerse a descansar un rato y pedir algo que comer. Ese letrero le está haciendo perder clientela; sólo que usted no se ha dado cuenta.
—Arréglelo como le dije y quedará bien.
—¿Por qué no manda hacer uno nuevo?
—No tengo tiempo.
Pero poco después volvió con un pedazo de papel. Había dibujado un plano del letrero luminoso, coloreado con lápiz azul, blanco y rojo. Decía: «Los Robles Gemelos, Fonda y Parrilla», y «N. Papadakis, Propietario» y «Salón Comedón).
—¡Éste sí que atraerá a los que pasen, como la miel a las moscas!
Corregí algunas palabras que tenían errores de ortografía y él les agregó unos ganchitos muy artísticos a las letras.
—Nick, ¿para qué vamos a colgar el letrero viejo? ¿Por qué no se va hoy mismo a la ciudad para que le hagan éste nuevo? Créame que es muy bonito. Además, esto del letrero tiene gran importancia. Un negocio vale tanto como su letrero, ¿no le parece?
—Lo haré hoy mismo.
Los Ángeles estaba a sólo unos treinta kilómetros de distancia, pero Nick se arregló y acicaló como para un viaje a París y se fue inmediatamente después del almuerzo. En cuanto desapareció su coche en una vuelta del camino, cerré la puerta de la calle con llave. Cogí un plato que estaba sobre una de las mesas y lo llevé a la cocina. Ella estaba allí.
—Aquí le traigo este plato que había quedado olvidado en el comedor.
—¡Oh!, gracias.
Me senté. Ella estaba batiendo algo en un plato con un tenedor.
—Pensaba ir a Los Ángeles con mi marido, pero empecé a cocinar esto y me pareció mejor quedarme.
—Yo también tengo mucho que hacer.
—¿Ya se siente mejor?
—Sí, estoy perfectamente bien.
—A veces, cualquier cosa puede hacerle daño a uno. Un cambio de agua, algo así, ¿verdad?
—Probablemente fue debido a que comí demasiado.
—¿Qué ha sido eso?
Alguien repiqueteaba con los nudillos en la puerta de la calle.
—Parece que alguno quisiera entrar.
—¿Está cerrada con llave la puerta, Frank?
—Sí, debo haberla cerrado.
Me miró y palideció. Fue a la puerta de vaivén y miró. Después atravesó el comedor, pero al cabo de algunos segundos ya estaba de vuelta.
—Parece que se fueron.
—No sé por qué se me ocurrió cerrar con llave.
—Y a mí se me olvidó ahora abrirla...
Dio un paso hacia el comedor, pero la detuve.
—Dejémosla... cerrada como está.
—Pero así no podrá entrar nadie... Tengo que cocinar esas cosas... Lavaré este plato...
La tomé en mis brazos y aplasté mis labios contra los suyos...
—¡Muérdeme! ¡Muérdeme!
La mordí. Hundí tan profundamente mis dientes en sus labios, que sentí su sangre en mi boca. Cuando la llevé arriba, dos Millos rojos corrían por su cuello.

sábado, 25 de abril de 2015

Rodolfo Walsh. Variaciones en rojo. Novela. Género: policíaca.


Rodolfo Walsh nació en 1927 en Argentina. Fue escritor, periodista, traductor y asesor de colecciones, con una obra que se centra especialmente en el género policial, periodístico y testimonial, con títulos tan celebrados `Operación Masacre` y `Quién mató a Rosendo`. Walsh es para muchos el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.

El 25 de marzo de 1977, un pelotón especializado emboscó a Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido, a su vez, de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior, había escrito lo que sería su última palabra pública: la `Carta Abierta` a la Junta Militar.

***

Las tres novelas breves que componen Variaciones en rojo han sido consideradas por la crítica auténticas piezas maestras de la literatura policial. Tres asesinatos son investigados y resueltos por dos hombres: el comisario Jiménez, hombre sagaz y experimentado en su oficio, y Daniel Hernández, un joven corrector de pruebas de una editorial, reflexivo y silencioso, que muestra una deslumbrante capacidad de observación y de análisis en sus conclusiones. Los dos hombres se complementan y, de alguna manera, rivalizan en la resolución de cada caso, elaborando diferentes teorías sobre la identidad y las motivaciones del asesinado.
Fuente:N.N.
***
(Fragmento. Novela. Variaciones en rojo).
Noticia

 
  Sé que es un error —tal vez una injusticia— sacar a Daniel Hernández del sólido mundo de la realidad para reducirlo a personaje de ficción. Sé que al hacerlo contribuyo de algún modo a fijarlo en un destino que no quiso para sí y que le fue impuesto por la casualidad. Sin embargo, no veo cómo podría resistir la tentación de relatar —aun torpemente— algunos de los numerosos casos en que le ha tocado intervenir. Al decidirme a hacerlo he elegido, por rigor o pereza, el orden cronológico. Y en ese orden corresponde el primer lugar a "La Aventura de las Pruebas de Imprenta". Confieso, sin embargo, que he estado a punto de excluirla, a tal extremo es vulgar en cierto sentido el conjunto de circunstancias que hubo de aclarar Daniel Hernández, corrector de pruebas de la .editorial "Corsario", secuaz y homónimo de aquel otro Daniel que escrituras antiguas —parcialmente apócrifas— registran como el primer detective de la historia o de la literatura. En "Las Pruebas de Imprenta", es cierto, .no hay "drama", está ausente ese elementó fantástico o patético que enriquece otras de sus aventuras, como "Variaciones en Rojo", "La Mano en la Pared" o "El Foso de los Leones". Esa carencia necesariamente ha de reflejarse en la narración. Y, sin embargo, no he podido decidirme a suprimirla. En primer lugar, porque todas las demás la suponen: si Raimundo Morel no hubiese muerto, Daniel no se habría interesado en la solución de problemas criminales ni habría llevado su antigua amistad con el comisario Jiménez al nivel de una activa —y a veces molesta— colaboración. Y en segundo lugar porque tiene otro interés: es el más estrictamente policial de todos los casos que se le presentaron a Daniel Hernández. Parece condición ineludible de la narración policial que, cuanto más "ortodoxa" es en su planteo y solución, tanto más queda en la sombra eso que por no buscar términos más complicados llamaremos "interés humano". Daniel Hernández no pudo remediar esa pobreza de las circunstancias, y el narrador —desde luego— tampoco puede sustraerse a esa mínima fatalidad. Queda en pie, sin embargo, cualquiera sea mi impericia en el relato de los hechos, la fascinante cadena de razonamientos que sirvió a D. H. para esclarecerlos.
  Además, me parece en cierto modo simbólico que el primer enigma dilucidado por D. H. estuviera ligado tan estrechamente a su oficio. Creo que nunca se ha intentado el elogio del corrector de imprenta, y quizá no sea necesario. Pero seguramente todas las facultades que han servido a D. H. en la investigación de casos criminales eran facultades desarrolladas al máximo en el ejercicio diario de su trabajo: la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesaria, vgr., para interpretar ciertas traducciones u obras originales), y sobre todo esa rara capacidad para situarse simultáneamente en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, al sentido, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión.
  Los otros dos relatos que integran este volumen tienen características distintas. El segundo intenta una solución de un problema clásico de la literatura policial; único género que cuenta ya con dos —o quizá tres— situaciones o problemas específicos susceptibles de distintas soluciones.
  He creído conveniente intercalar en el texto algunas ilustraciones y diagramas. Un crítico norteamericano, Stephen Leacock, ha condenado, en general, esos diagramas, con más ingenio que acierto. Yo considero que hay dos clases de lectores de novelas policiales: lectores activos y lectores pasivos. Los primeros tratan de hallar la solución antes que la dé el autor; los segundos se conforman con seguir desinteresadamente el relato. Aquéllos podrán interesarse en esas figuras; éstos, desestimarlas sin perjuicio.
  Tampoco he renunciado a otra convención que hunde su raíz en la esencia misma de la novela policial: el desafío al lector. En las tres narraciones de este libro hay un punto en que el lector cuenta con todos los elementos necesarios, si no para resolver el problema en todos sus detalles, al menos para descubrir la idea central, ya del crimen, ya del procedimiento que sirve para esclarecerlo. En "Las Pruebas de Imprenta" ese momento transcurre en la página 39. En "Variaciones en Rojo", en la página 110. En "Asesinato a Distancia", en la página 162.
 
 
 
 
 
 
 
 
  La aventura de las pruebas de imprenta

  A Horacio A. Maniglia
 
  "Entonces Daniel tuc traído delante
  del rey. Y habló el rey. y dijo a Daniel:
  ../'Y yo he oído de ti que puedes declarar
  las dudas y desatar dificultades.
  Si ahora pudieras leer esta escritura,
  y mostrarme su explicación, serás vestido
  de púrpura, y collar de oro será
  puesto en tu cuello, y en el
  reino serás el tercer señor."
  Biblia, Libro de Daniel, v, 1316.

 
 

  CAPITULO I

  En la Avenida de Mayo, entre una agencia de lotería y una casa de modas, se yerguen los tres pisos de la antigua librería y editorial Corsario. En la planta baja, grandes escaparates exhiben a un público presuroso e indiferente la muestra multicolor de los "recién aparecidos". Confluyen allí, en heterogénea mezcla, el último thriller y el más reciente premio Nobel, los macizos tomos de una patología quirúrgica y las sugestivas tapas de las revistas de modas.
  Adentro, en una suave penumbra, se extiende una interminable perspectiva de estanterías, colmadas de libros, que a esta hora de escasa afluencia de público recorren pausadamente, las manos a la espalda, taciturnos empleados, que a veces toman de una mesa un plumerito con el que sacuden el polvo de dos o tres libros, para volver a dejarlo en la mesa siguiente. Aún no son las cinco de la tarde. Dentro de un rato habrá un hervor de gente que entra y sale. Vendrá el poeta que acaba de "publicar", para preguntar si "sale" su libro. Los vendedores lo conocen, conocen el gesto ambiguo que no quiere desalentar, pero tampoco infundir excesivas esperanzas. Vendrá el autor desconocido que ha escrito una novela de genio, y quiere a toda costa que esta editorial —y no otra— sea la primera en publicarla. Si insiste, si se muestra irreductible, algún vendedor lo mandará al tercer piso, donde está la sección Ediciones. El manuscrito permanecerá dos o tres semanas en un cajón, hasta que al fin un empleado leerá las primeras veinte páginas, por simple tranquilidad de conciencia, y lo devolverá con una nota cortés, explicando que "por el corriente año está completo nuestro plan de ediciones". Vendrá la ex secretaria de Mussolini, del rey Faruk o del Mahatma Gandhi, que quiere publicar sus memorias, pues las considera de sumo interés para resolver la situación mundial. Y también —por qué no— vendrán algunos honestos clientes, que sólo desean comprar un libro.
  En el segundo piso, en un vasto salón calentado por estufas a kerosén, están las secciones Contaduría y Créditos, donde empleados de guardapolvo gris y empleadas de guardapolvo blanco hacen incesantes y misteriosas anotaciones en grandes libros comerciales, y manipulan las teclas rojas y blancas de las máquinas de calcular.
  Un piso más arriba está la sección Ediciones, donde revisores silenciosos y absortos corrigen los originales y las pruebas de imprenta, de las obras del sello. En las mesas y escritorios se amontonan grabados, muestras de telas y cueros de las encuademaciones, proyectos de tapas e ilustraciones. Los estantes de las paredes contienen una vasta colección de diccionarios: etimológicos, enciclopédicos y de ideas afines, de idiomas extranjeros, de modismos, de sinónimos...
  Y en aquel tercer piso conversaban desde hacía unos minutos Daniel Hernández y Raimundo Morel.
  La presencia física de Raimundo Morel proporcionaba siempre a Hernández dos disculpables consuelos: Raimundo era casi tan corto de vista como él, y algo más feo, lo que no es poco decir. Pero no era la suya de esas fealdades inconscientes que se llevan por el mundo sin pensar en sus posibles consecuencias en el prójimo, sino que parecía construida casi a designio y sobrellevada con plena responsabilidad y aun con cierta dignidad. Se desprendía sólo de la inarmonía de los rasgos individuales, pero sin afectar una especie de serenidad del conjunto. Era una fealdad que parecía sugerir excelencias del espíritu, de ésas que se llaman o deberían llamarse fealdades inteligentes, porque una fuerza interior las ha ido modelando paulatinamente desde sus orígenes, hasta volverlas tolerables y aun inadvertibles. La frente demasiado amplia, la nariz larga y un poco torcida, el mentón casi inexistente, los anteojos, la avanzada calvicie, cierto encorvamiento de la espalda y cierta torpeza en el andar daban a Morel el aire inconfundible del profesor envejecido en el tedioso ejercicio de la cátedra.
  Y sin embargo, Morel no era viejo. Contaba apenas treinta y cinco años. Y tanto su obra incesantemente renovada como su inteligencia siempre lúcida y despierta eran testimonio de esa juventud. Sus medios económicos lo dispensaban de la agria necesidad de trabajar, y ese hecho daba a todos sus escritos una objetividad y un desprendimiento de las transitorias circunstancias que era quizás el mayor de sus méritos.
  De sus viajes de estudios, iniciados en plena juventud, ninguno tan fructífero como el que había realizado a los Estados Unidos con el propósito de estudiar la literatura de ese país. Egresado de Harvard, su valoración crítica de autores tan dispares como Whitman, Emily Dickinson y Stephen Grane había llamado profundamente la atención. Eran estos antecedentes los que lo autorizaban a abordar la traducción al castellano del único quizá de los clásicos norteamericanos completamente ignorado en nuestra lengua, y que fuera a su vez brillante y perenne alumno de Harvard: Oliver Wendell Holmes.
  Sobre la pila de pruebas de imprenta descansaba en su plácida sobrecubierta celeste el tomo de la "Everyman Library" en que Holmes hace divagar con chisporroteante ingenio al poeta sentado a la mesa del desayuno. Raimundo Morel lo había contemplado con gratitud al entrar. Daniel, advirtiéndolo, sonrió.
  —Han demorado mucho las pruebas en la imprenta —dijo—, pero en fin, ya ve usted que aquí están. —Hizo una pausa y añadió: —Como de costumbre, han enviado el tercer tomo antes que el primero y el segundo.[1]
  Morel desdobló las largas galeras y con gesto mecánico buscó la numeración de las últimas, calculando el tiempo que llevaría en revisarlas.
  Después, hablaron de Holmes, de su múltiple personalidad de ensayista, poeta y hombre de ciencia. Morel demostró cierta inquietud por algunos detalles de la versión: aún no había resuelto si convenía traducir directamente los poemas intercalados en el texto, o si era preferible incluir la versión original y traducirla en nota al pie. Lo inquietaba, además, el marcado localismo de algunas alusiones. Estas características, a juicio de Daniel, eran el motivo por el cual aún nadie había traducido a Holmes.
  El último sol de la tarde entraba por el ventanal de la oficina, dorando los escritorios y las bibliotecas. Los empleados habían empezado a enfundar las máquinas de escribir y lanzaban miradas disimuladas al reloj eléctrico de la pared.
  Cuando éste marcó las siete menos cuarto, hora habitual de salida, tomaron sus sombreros de las perchas y se marcharon apresuradamente.
  Daniel y Raimundo aún permanecieron unos minutos en la oficina. Después bajaron sin prisa la escalera. Cuando llegaron a la planta baja, el vasto salón de ventas estaba desierto, salvo por la presencia del sereno, un hombre simiesco que los aguardaba junto a la entrada con visible impaciencia. Raimundo tuvo que agacharse mucho para pasar por la diminuta puerta abierta en la cortina metálica, y Daniel casi nada. Era aproximadamente la medida de su estatura.
  Caminaron por la Avenida de Mayo, y al llegar a la esquina de Piedras se separaron. Morel siguió por la Avenida, tropezando con el río de transeúntes, y Daniel dobló la esquina en dirección a su casa. Al cruzar la calle, miró su reloj pulsera.
  Eran las siete.
 

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