viernes, 30 de enero de 2015

El escritor que fumaba para buscar adjetivos.

El escritor que fumaba para buscar adjetivos

"Madame Bovary", Alejo Carpentier, Azorín, Elias Canetti, Gustave Flaubert, Guy de Maupassant, Isaak Babel, Jorge Luis Borges, Josep Pla, Jules Renard, Julio Cortázar, Marcel Proust, Mario Vargas Llosa, Paul Valéry, Pío Baroja, Stendhal
Si en el célebre tango Fumando espero, Carlos Gardel decía que fumaba mientras esperaba a la que más quería “tras los cristales de alegres ventanales”, el escritor Josep Pla, mucho más estoico, dijo en una ocasión que fumaba para buscar adjetivos. Aprovechaba el momento en que liaba el cigarrillo para darle vueltas al adjetivo que le rondaba por la imaginación. Éste era uno de los momentos más difíciles de su labor creadora, en el que tenía que elegir el epíteto apropiado, después de haber descartado a otros candidatos.


Pla pensaba que el escritor está sometido a la continua presión de tener que decidir. Para ello recordaba la frase que le dijo Stendhal a su amigo Prosper Mérimée: escribir es tirar, es decir, acertar con el adjetivo apropiado. El autor de Rojo y negro se esforzó siempre por mostrarse seco en los momentos en que escribía o dictaba. Su divisa era la claridad. “Con frecuencia, reflexiono un cuarto de hora para colocar un adjetivo antes o después de un sustantivo”.

Josep Pla fumando un cigarrillo

Josep Pla fumando un cigarrillo

Adjetivar las cosas  es el gran problema de la literatura, según Pla, porque en un texto la forma es lo único que perdura. No se puede añadir un adjetivo a un sustantivo “al buen tuntún, a tontas y a locas, frívolamente”, añadía Pla, quien confesaba haber sido tolerante  con las cosas de la vida menos con  la adjetivación. Aconsejaba que el adjetivo nunca fuese excesivamente vulgar –“en este punto el lenguaje del pueblo es fuente de muchos errores”- ni excesivamente erudito y difícil de comprender. Tiene que ser “preciso, inteligible y claro y, a ser posible, gracioso”, después de haber observado y meditado previamente. Azorín opinaba lo mismo: “La literatura está en el adjetivo”.

Azorín

Azorín

A estos autores les preocupaba que, al desmenuzar una impresión, acertasen en el momento de elegir sus propiedades –ese momento crucial que Pla dedicaba a liar un pitillo-, no dejándose engatusar por la facilidad a que se presta la inexactitud. Se comprende que el escritor catalán reprochase a Pío Baroja, recurriendo a un símil más peludo que suave, su costumbre de ensartar adjetivos “como un burro soltando pedos”.

El adjetivo distingue, selecciona y, en cierto modo, ordena, porque todo intento humano por definir con la máxima precisión lo que percibe por los sentidos implica una voluntad de orden, aunque sea precario, frente al caos de la naturaleza y de la vida. Es un camino que va de lo general a lo particular, de lo difuso a lo concreto, de lo masivo e informal a lo individual y definido, de la indiscriminación irresponsable a la discriminación comprometedora.

Más aún, adjetivar constituye un ejercicio de rigor análogo al que requiere un experimento científico. Si la ciencia se rige por leyes, el adjetivo, por sensaciones y su plasmación material: la palabra. Pero adjetivar con precisión no significa yuxtaponer muchos epítetos a un sustantivo sino aquél que englobe el máximo número de ellos. Antes de añadir un segundo adjetivo conviene estudiar la posibilidad de que sea absorbido por el primero. Un escritor manifiesta más generosidad y amplitud de miras podando adjetivos que plantándolos.

Pió Baroja

Pío Baroja

Aparentemente el adjetivo enriquece el conocimiento de la realidad y al mismo tiempo la delimita. Sabemos más de una cosa a la que acompaña algún epíteto. Es como si estuviese más completa y gozase también de más vida. Gracias al adjetivo no sólo está, también es. Se sobreentiende que quien adjetiva la conoce por experiencia. Calificar con propiedad supone aproximarse al objeto que se intenta describir, observarlo durante cierto tiempo, sin prisas, y recordarlo cuando nos alejemos de él para desentrañarlo -el adjetivo se oculta en las entrañas del objeto- desde la distancia que imprime la memoria.

Una de las dificultades que plantea adjetivar objetos a los que seguramente se ha adjetivado anteriormente con profusión es que el escritor tiene que observarlos de tal manera que descubra en ellos atributos diferentes de las que percibieron otros antes que él.

Aunque, como sostenían Stendhal, Pla, Azorín y otros escritores, adjetivar con propiedad es una cuestión decisiva en la composición literaria, el problema radica en la debilidad que muchos autores sienten por el adjetivo, en el uso excesivo e indiscriminado que hacen de él. Quizá por ello habría que darle la vuelta al planteamiento de Pla y ver si el desafío para el escritor no residirá más bien en hallar la forma de abstenerse en la medida de lo posible del uso de los adjetivos. “El temor al adjetivo es el comienzo del estilo”, sentenció Paul Valéry.

Retrato de Stendhal

Retrato de Stendhal

De hecho, el adjetivo es la tentación del escritor que tiene que estar reprimiendo constantemente. Los más prudentes prefieren prescindir de ellos, aunque sólo sea por precaución. Más vale una descripción sumaria que una cargada de adjetivos. Como, a falta de cigarrillos que liar, éstos suelen escribirse en caliente, conviene dejarlos que se enfríen. Quizá sólo entonces el escritor se percate de su inutilidad. Después de suprimirlos se sentirá como si se hubiera quitado un peso de encima. La satisfacción que le deparó haberlos encontrado se revelará también falsa.

El abuso del adjetivo suele ser propio del autor con poco oficio y normalmente joven que, a falta de cosas significativas que contar, se arroja a la charca de los epítetos, envolviendo con éstos a los sustantivos, hasta asfixiarlos. Seguramente cree que decorando un texto con la bisutería de adjetivos se muestra más escritor que quienes no escriben, o sea, sus lectores, y más original que los que han escrito antes que él.  Para estos autores bisoños el adjetivo es como la huella de identidad de su estilo que tienen que dejar impresa repetidamente.

Los pinitos del poeta adolescente suelen manifestarse en el uso y abuso de adjetivos, mejor si son extravagantes y sonoros. A algunos suele durarles bastantes años este sarpullido de la adolescencia literaria y se empeñan en cultivar adjetivos como granos púberes, aunque hace tiempo que éstos hayan desaparecido de sus caras.

Fotografía de Prosper Mérimée (1803-1870)

Fotografía de Prosper Mérimée (1803-1870)

El escritor prolífico en adjetivos se equivoca si piensa que con esta táctica, similar a la del pulpo cuando arroja la tinta para confundir al enemigo, seducirá al lector, como si éste fuera lo bastante cegato para no reparar en el vacío de los hechos y de ideas que planea sobre el texto plagado de epítetos. Al contrario, lo único que conseguirá es aburrirlo abrumándolo con esa niebla artificial que, entre otras molestias, le hurta la posibilidad de imaginar. Porque una descripción limpia de adjetivos despertará antes la imaginación del lector que otra saturada de ellos y que no reserva al lector margen alguno para completar el relato. Cuantos más adjetivos se ahorra un escritor, más espacio reserva al lector para que imagine.

Los adjetivos aspiran a dejar huella. Otra cuestión es que ésta perdure. Aunque pueden dar vida a un texto, también pueden acelerar su envejecimiento. El falso placer que deparan, ¿se deberá a su caducidad? El verdadero lo producen los adjetivos duraderos, pero entonces quien así los percibe no es quien los escribió, sino el lector, que valora su consistencia. Lo cierto es que son pocos los escritores que, haciendo un uso abundante del adjetivo, han logrado que su obra perdure. Norman Mailer observó que sólo un puñado de best-sellers se libran de una inflación de adjetivos, una práctica que achacaba a que cuando un escritor no puede encontrar el matiz de una experiencia,tiende a recargarla de adjetivos, diciéndole al lector lo que debe pensar.

Retrato anónimo de Flaubert siendo niño

Retrato anónimo de Flaubert siendo niño

Quizá el movimiento literario más proclive al abuso del adjetivo haya sido el Romanticismo, para el cual la estética desplegada por el autor –su bisutería verbal- terminaba por hacer sombra al asunto de la obra. Este tipo de literatura, que tiene la fea costumbre de nacer muerta, da por sentado que el lector participará también del interés del autor por semejante estética.

Hasta los más grandes pasaron en su primera juventud por el sarpullido de los adjetivos. Gustave Flaubert apenas tenía veinte años cuando escribió su novelita Noviembre, abarrotada de adjetivos y de convenciones románticas. Nunca autorizó su publicación. Tuvieron que transcurrir quince años más para que publicara Madame Bovary, un modelo de contención y de elipsis. Por entonces se había formado una opinión sólida de la escritura. En una carta a su amante Louise Colet, también escritora, le confesaba que:

“todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido”.

Guy de Maupasannt fotografiado por Nadar

Guy de Maupassant fotografiado por Nadar en 1888

Probablemente como consecuencia de los estragos causados en la literatura por la fiebre de adjetivos que se apoderó de muchos escritores románticos, con especial incidencia en los adscritos al género decadentista de finales del siglo XIX, surgió con fuerza una corriente en sentido contrario. Así fue como se dio un salto del estilo florido al seco; del exhibicionismo del yo a la mesura del relato impersonal; de la descripción prolija de sensaciones al relato de los hechos en una prosa concisa, despojada de epítetos. La consigna era suprimir y desecar; hacer literatura sin que lo pareciese.

Pero los extremos tampoco duran mucho. Ni tanto ni tan calvo. Cumplida la penitencia por el exceso, el término medio recuperó su espacio natural. Es aquí donde hay que ubicar la propuesta de Pla y Azorín: dosificar los adjetivos después de una selección meditada.

Los consejos de los maestros apuntan hacia la austeridad. Guy de Maupassant, que se jactaba de ser discípulo de Flaubert, comentó que para cualquier cosa que queramos decir “existe una sola palabra para expresarlo, un verbo para animarlo y un adjetivo para calificarlo”. Por ello el escritor debe buscar hasta dar con esa palabra, ese verbo y ese adjetivo, y “no contentarse nunca con algo aproximado, no recurrir jamás a supercherías, aunque sean afortunadas, ni a equilibrios lingüísticos para evitar la dificultad”.

Joseph Joubert (1754-1824)

Joseph Joubert (1754-1824)

El maestro de la brevedad, Jules Renard, quien, por cierto, se definía como “un Maupassant de bolsillo”, anotó en su Diario que la palabra “cielo” dice más que “cielo azul”. “El epíteto cae por su propio peso, como una hoja muerta”.

Otro apóstol de la elipsis, y también compatriota de Renard, el moralista Joseph Joubert, preconizaba un estilo “seco y politécnico”, en el que la clave estriba en “saber emplear las palabras y saber prescindir de ellas”. Decía sentirse atormentado “por la maldita ambición de resumir siempre un libro en una página, toda una página en una frase, y esta frase en una palabra”. Voltaire alegaba en contra de los adjetivos que debilitaban a los sustantivos.

Azorín aconsejaba no cargar con dos adjetivos si un sustantivo precisa de uno, porque el emparejamiento de aquellos “indica esterilidad de pensamiento”. Mucho más tajante, Borges recomendaba usarlos lo menos posible, y si no se usaban en absoluto, mejor. Julio Cortázar reconocía estar en deuda con él por el rigor que mostraba en el uso de las palabras. Al leerlo, lo primero que le sorprendió fue “una impresión de sequedad”:

Julio Cortázar

Julio Cortázar

“Yo me preguntaba: ¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción. Y, efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo de enumeración que lleva fácilmente al floripondio”.

Para Cortázar, el autor de El Aleph dio una lección de escritura “más que en materia de temas, de contenidos o de mecánicas”, o sea, la actitud de un hombre que, frente a cada frase, “ha pensado cuidadosamente no qué adjetivo ponía, sino qué adjetivo sacaba, cayendo después en cierto exceso que era el de poner un único adjetivo de tal manera que usted se caiga un poco de espaldas. Lo que a veces puede ser un defecto”.

El escritor cubano Alejo Carpentier definió los adjetivos con una metáfora perfecta: “las arrugas del estilo”. Decía que “cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página”. Pero cuando “se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud para el estilo que los carga”.

Alejo Carpentier

Alejo Carpentier

Carpentier añadía que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, “porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas”. También recordaba que los grandes estilos se caracterizan “por una suma parquedad en el uso del adjetivo” y cuando se valen de él se limitan a

“adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote”.

Isaak Bábel, uno de los cuentistas rusos más brillantes del siglo XX, confesaba que, con respecto a los adjetivos, era “la historia de mi vida”. “Si alguna vez escribo mi autobiografía, la llamaré La historia de un adjetivo“, dijo en una entrevista que le hicieron en 1937 pero publicada  en 1964, veinticuatro años después de su asesinato por el régimen de Stalin.

Cuando era joven, Bábel pensaba que todo lo suntuoso debía ser transmitido por medios suntuosos. Hasta que rectificó. Su empeño en decirlo todo en doce páginas le empujó a restringirse en el uso de las palabras, espigando aquellas que “fueran en primer lugar significativas, en segundo lugar sencillas y en tercer lugar hermosas”.

Isaac Babel en 1933. Foto:  Georgii Petrusov

Isaak Bábel en 1933. Foto: Georgii Petrusov

Elias Canetti desconfiaba de los adjetivos porque “albergan sentimientos”. De ahí que a continuación añadiese en el mismo aforismo: “Siempre que le asaltan los adjetivos, se vuelve ridículo”. Canetti se propuso no sucumbir nunca a los adjetivos, “ni siquiera a los triples”. Hasta imaginó a un escritor que durante un año “no utilizó un solo adjetivo”, siendo eso un motivo de “orgullo y proeza”.

Pero el más radical de todos ellos fue el catedrático de la Universidad de Harvard Raimón Lira, de quien su antiguo alumno Mario Vargas Llosa recuerda que la primera frase que decía en sus clases era que los adjetivos “se han hecho para no usarlos”.

Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa

Sin embargo, adjetivar las cosas es lo que quizá se aproxima a un lenguaje propio y menos dependiente del lenguaje “corriente”. Adjetivar con gracia e ingenio, ciñéndose a las cualidades observables del objeto adjetivado, exige observarlo atentamente, eligiendo con esmero el término adecuado -para lo cual hay que conocer la propia lengua-, y prescindiendo de los adjetivos heredados por otros que también observaron ese objeto con los ojos de su tiempo y de su circunstancia. Por eso, en un régimen de relaciones dominado por el apresuramiento y el parloteo, se carece de adjetivos y, finalmente, se pierde la facultad no ya para adjetivar la realidad sino para observarla con una elemental atención.

El positivismo característico de la sociedad de masas ha relegado al adjetivo pero porque las características de éste chocan con la tendencia uniformadora de aquélla. Así que cuando se pretende recurrir al adjetivo no sabe y, por simple inexperiencia, tiene que rebuscar en el cajón de adjetivos tópicos y falsos que proliferan en el lenguaje público y que consumen las masas de lectores de periódicos o telespectadores. Al mismo tiempo que se atrofia la habilidad para adjetivar, se deteriora el espíritu de observación que compromete al individuo con las sensaciones y su percepción de las cosas.

https://enlenguapropia.wordpress.com/2014/04/01/el-escritor-que-fumaba-

jueves, 29 de enero de 2015

La visión del hombre en la obra de Carlos Fuentes* Eugenio Núñez Ang.


La visión del hombre en la obra de Carlos Fuentes*
Eugenio Núñez Ang

Los personajes son, como el vaso en el poema de Gorostiza,
forma transparente, molde pasajero del agua verbal que apenas
dicha, derramada, se convierte en palabras escritas: nadie
sabe cuánto dice, cuánto evoca, cuánto escribe al hablar:
una palabra dicha -dicha de la palabra- libera una constelación
de palabras, de cifras, de ayuntamientos verbales nuevos
y antiguos, latentes, premonitorios u olvidados.
Cervantes o la crítica de la lectura
Carlos Fuentes

La obra de Carlos Fuentes, indudablemente contemporánea desde el punto de vista de las estructuras, el estilo, el manejo de los recursos técnicos que definen la literatura del siglo veinte, es también una demostración de dominio sobre los temas más tradicionales de la literatura latinoamericana, que se inserta en la producción literaria de todos los tiempos y todas las latitudes. A través de estos temas, estructuras, técnicas aflorará una concepción de lo humano, de los hombres y las mujeres que retrata. El hombre, como lo establece Octavio Paz, son los hombres y la caleidoscópica representación de los personajes creados por Fuentes nos permite darnos buena cuenta de la complejidad inextricable del ser humano, de sus quehaceres, de sus circunstancias, de su personalidad y de las sociedades en las que se inserta.

Carlos Fuentes, escritor de nacionalidad mexicana, nació en Panamá el 11 de noviembre de 1928. Este hecho circunstancial se debió a que su padre, D. Rafael Fuentes Boettiger, se desempeñaba en ese momento como Encargado de Negocios de México en la capital panameña. Debido al desempeño dentro del Servicio Exterior Mexicano, la familia de Carlos Fuentes se trasladará frecuentemente de una ciudad a otra, por tanto sus estudios los realizará en Estados Unidos, México, Montevideo, Buenos Aires, Santiago de Chile, Río de Janeiro, México y Ginebra. En 1948, en la Universidad Nacional Autónoma de México, iniciará sus estudios de Jurisprudencia. Su obra es muy amplia y abarca relatos, novelas, ensayos y obras de teatro. Ha sido delegado de México ante los organismos internacionales con sede en Ginebra y embajador en Francia. Ha recibido numerosos premios literarios entre los que destacan el Nacional de Literatura de México, en 1984; el Cervantes, en 1987, y el Príncipe de Asturias de las Letras en 1994. Ha sido condecorado con la Legión de Honor francesa en 1992.

Desde sus inicios como escritor, Carlos Fuentes se ha caracterizado por mover conciencias y azuzar a la opinión pública. Sus escritos y sus participaciones públicas son francas provocaciones para repensar el aquí y ahora bajo ópticas cuestionadoras. En uno de sus primeros artículos, encabezado con el título “¿Pero usted no sabe lo que es Basfumismo?”, publicado en la revista Hoy del 29 de septiembre de 1949, Fuentes señala las bases teórico-filosóficas de la sociedad, con especial hincapié en el rechazo del optimismo, del tiempo lineal y con una propuesta de retorno a la exploración de la interioridad humana como matriz real del universo:

... para SER, el hombre debe asesinar al Tiempo... El hombre actual vive, no para él, sino para su proyección en el futuro. No existe el hombre. Existe SU participación en el Tiempo... Y así nunca trascenderá el Hombre al Hombre, sino al vacío. El Tiempo debe detenerse, el Hombre debe salir del océano asfixiante de relojes suizos en el cual diluye su promesa. Al perder al Tiempo el Hombre encontrará al Hombre (Fuentes, 1949: 24).

A lo largo de su obra, Fuentes conservará buena parte de estas ideas expresadas en su juventud. En su obra narrativa, como una exigencia para caracterizar la estructura interna de la novela en una relación orgánica de la forma y el fondo, la multiplicidad de lenguajes nos remite a un discurso impersonal y, a la vez, multipersonal, de obra abierta que implica una arquitecturación de los elementos contenidos en cada uno de los núcleos y subnúcleos estructurantes. Así la trama ya no se constituye en una simple imitación o copia fotográfica de la vida: los acontecimientos se suceden en un cierto orden en relación con la problemática dada. Por ejemplo, el orden de los episodios carece de lógica en el tiempo y en el espacio, puesto que una realidad superficial implica otra realidad profunda. Cada personaje con su propia voz nos conduce a su particular existencia, pero a la vez a la del grupo social al que pertenece. Los extensos monólogos de Catalina o de Artemio en La muerte de Artemio Cruz o de Asunción en Las buenas conciencias o los de Federico Robles o Ixca Cienfuegos en La región más transparente, muestran un derrumbamiento de planos donde se renuncia a una cronología de los hechos para presentar simultáneamente vidas distintas o momentos distintos de la misma vida. Para ello, Fuentes aprovecha un punto de vista móvil o variable e imprevisible, va de un cambio de persona narrativa, de sujeto, a persona narrada, objeto, de un personaje central a uno periférico o a un omnisciente o a un ubicuo. Así cualquier recurso es válido para descubrir la conducta humana: los personajes carecen de identidad concreta, rasgo típico de la novela contemporánea es la ausencia de caracteres tipificados, el resultado son personajes más elaborados, más confusos y complejos. Los personajes son representaciones de la realidad humana en toda su complejidad, en toda la gama de personalidades. Fuentes, como muchos de los autores contemporáneos más representativos, nos entrega personajes no sólo perimetrales, vistos desde sus conductas externas sino que también penetramos mediante finísima autopsia a conductas cerradas e imprevisibles aun hasta para el mismo personaje: sus monólogos internos, sus sueños, sus deseos inconscientes, requieren de muchos lenguajes porque para Fuentes el hombre, los hombres, son su lenguaje, sus lenguajes. El estrato de significaciones apela a la ecuación autor-realidad representada- lector in mente para abrirnos a esa imagen del mundo que nos da una caleidoscópica visión del ser humano, capturado, analizado o revisado desde diversos ángulos posibles como en un juego de espejos que multiplican un instante sin asidero real y concreto, como una propuesta existencialista donde el ser y el parecer se conjugan en la angustia de vivir.

Todos estos recursos de articulación han motivado la idea de la muerte de la novela. Pero para Fuentes “lo que ha muerto no es la novela, sino precisamente la forma burguesa de la novela y su término de referencia, el realismo que supone un estilo descriptivo y sicológico de observar a individuos en relaciones personales y sociales” (Fuentes, 1969: 17).

Carlos Fuentes adoptará las técnicas de renovación literaria como el fluir de la conciencia, el monólogo interior, el collage, la técnica cinematográfica, elementos del realismo mágico, diferentes lenguas extranjeras (francés, inglés, alemán, latín, etc.) y la nacional en sus diferentes voces y modalidades (los lenguajes coloquiales de diferentes estratos, slangs o lenguas de clase, como el caifanesco, el espanglés, el especializado y hasta de la propia invención de autor o de los personajes que han sido liberados de la tutela autoral para dejarlos manifestarse por ellos mismos...). Fuentes desarrolla de esta manera los temas que han preocupado a autores de nuestro tiempo. Sus personajes son el vehículo para enfrentar al lector a su realidad circundante.

Si Comala, Macondo, Yoknaptthawpa, Santa María son lugares míticos para nombrar el mundo, el Distrito Federal, Guanajuato o Cholula son igualmente Praga, Venecia, Aix-en-Provence, Manaos, Hamburgo, Weimar: las pasiones humanas son iguales o semejantes, los mismos colores, las mismas tesituras, las mismas histerias, los mismos goces, el hombre es los hombres, nada más cambian los nombres, las circunstancias, los tiempos, los lugares, las lenguas para decirlo. Como Ixca Cienfuegos otros igualmente repetirán “Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer...” Octavio Paz nos dice que Fuentes es un

“escritor apasionado y exagerado, ser extremoso y extremista, habitado por muchas contradicciones, espíritu exaltado en el introvertido país del medio tono y los chingaquedito, paradójico en la república de los lugares comunes, irreverente en una nación que ha convertido su historia trágica y maravillosa en un sermón laico y que ha hecho de sus héroes vivos una asamblea de estatuas de yeso y cemento” (Paz, 1972: 8).

Una posible imagen de Fuentes es la de un luchador, la de un francotirador animado por una fuerte voluntad de renovar la literatura y, en consecuencia, el mundo. Parecería, por los mundos narrados, una visión pesimista; sin embargo y a pesar de los contradictorios retratos expuestos en su obra, adivinamos en él una postura optimista, solidaria. Sus creaturas cubrirán un extenso mural en el que la naturaleza humana se representará en sus múltiples formas, en la búsqueda de una identidad nacional pero realmente en una búsqueda dentro de una trascendencia planetaria. Las reconocidas y visibles influencias en la obra de Fuentes abarcan autores de diversa índole: John Dos Passos, James Joyce, Aldous Huxley, William Faulkner, Marcel Proust, demasiado notables pero que gracias a la preocupación por lo mexicano se universalizan, Fuentes sienta carta de ciudadanía universal en la denuncia, la ferocidad creativa y el uso de recursos, técnicas, teorías literarias contemporáneas, colocándose en un nivel bastante aceptable de lo que se estaba haciendo y se hace en el mundo entero. La literatura de Fuentes evoluciona con la propia evolución de la literatura.

En La región más transparente, Fuentes nos describe una gran ciudad: México. Rosario Castellanos señala que en esta novela:

...se proponen dos posibilidades para definir a México y a lo mexicano. Una que encarna Ixca Cienfuegos y que pretende una vuelta al origen, un renacimiento de los ídolos prehispánicos, una purificación de los enormes pecados de nuestra historia a través del sacrificio humano... y otra la que propone Zamacona: ‘un hombre nutrido de cultura occidental, heredero de las tradiciones europeas, quien traza la ruta del país arrojando por la borda el peso muerto de la arqueología, de los inoperantes e inasimilables civilizaciones prehispánicas, para incorporar a México al vasto movimiento mundial de desarrollo, apoyado en la técnica, en la planificación, en el ejercicio de los atributos intelectuales... (Castellanos, 1984: 121-122).

Pero además, a través de sus diversos protagonistas encontramos las múltiples caras de la ciudad: Federico Robles, el plutócrata de origen campesino que se enriqueció gracias a la revolución; Norma, hija de un comerciante refugiado español, que se casó con Robles para obtener la posición social que deseaba; la familia Ovando, aristócratas venidos a menos durante el movimiento de 1910; Rodrigo Pola, un estudiante pobre lleno de ambiciones que termina cediendo a los imperativos de una sociedad castrante; Ixca Cienfuegos y Manuel Zamacona, las dos caras de una ciudad poblada por seres tan disímbolos y tan semejantes como los Régules, los Pola, los Robles, los Ovando, Charlotte, Bobó, Natasha, Casseau por un lado y por el otro los miembros más humildes de la sociedad: braceros, taxistas, sirvientas, postitutas baratas. Todos ellos seres que padecen o se divierten, seres enajenados envueltos en la madeja de una ciudad que los crea y los destruye; seres que entrecruzan sus destinos sin advertilo porque ellos mismos son seres en búsqueda de un rostro en una muchedumbre que se niega a sí misma ocultándose tras de una, de mil máscaras.

En Terra Nostra, los personajes purgan las penas de la tierra: descubren la identidad de la frustración y enloquecen. México queda definido como un infierno sin historia ni otra función que el prehistórico terror fascinante y caníbal que vieron Lawrence y Lowry; el despotismo como destino ineludible y la resignación a apoyar el mejor de los despotismos posibles.

Fuentes nos presenta a sus personajes mediante un neonaturalismo donde las situaciones no son narradas ni descritas por un narrador que cuida y protege a los habitantes de su novela. Al contrario, los deja existir y sus posibilidades y límites de realización son consecuencia de su propio actuar. Dios, la religión, la familia, el gobierno, la escuela serán para algunos el refugio o la salida de sus preocupaciones; otros serán víctimas de un determinismo contra el que nada pueden, todos finalmente serán sujetos y objetos de la informe fealdad antinovelesca de la vida de todos los días. Otros serán incapaces de gobernar su destino, de crecer y adoptar decisiones propias. Por un lado, Fuentes ve la necesidad de la autorrealización, de la maduración por la democracia; por la otra, niega la posibilidad de despojarse de un patriarcado, de dar paso a una modernidad democrática. Esta realidad absurda es subrayada en personajes apenas entrevistos pero desnudados por las técnicas del fluir de la conciencia, pues aunque ellos se oculten tras la máscara, su intimidad los delata. En la representación del tiempo, el orden cronológico y el orden espacial se confunden, así la vida transcurre con alteraciones, con múltiples perspectivas, de acciones simultáneas, retrospectivas, entrecruzamientos de planos, como reflejo de integración de lo uno y lo otro, de lo semejante y lo diverso, de lo propio y lo ajeno, de lo individual y lo colectivo. Como un concierto barroco, las voces de la ciudad se mezclan con el silencio de una región de máscaras y transparencias donde el lenguaje testimonial a veces bastante desagradable sólo puede nombrar ese mundo inevitable, aquí, así y en este momento nos tocó que le vamos hacer, ¿sería igual allá y en otro momento? Desamparados, los unos y los otros, vivirán entre la realidad y el deseo, entre la utopía del mejor de los mundos posibles y la miseria de este aquí y ahora.

En una conversación con Emir Rodríguez Monegal, Carlos Fuentes declara que “vivimos en países donde todo está por decirse, pero también donde todo está por descubrirse cómo decir ese todo... Si no hay voluntad de lenguaje en una novela en América Latina, para mí esa novela no existe” (Fuentes, 1969: 31). A Emmanuel Carballo le había dicho: “no hay una construcción lógica de la verdadera realidad, tal como se presenta en la vida. Por el contrario, es ilógica y solo un esfuerzo intelectual, lógico, le da a esa realidad una semblanza comprensible. La vida cotidiana no está ordenada lógica ni intelectualmente...” (Carballo, 1986: 428). Fiel a sus palabras, Carlos Fuentes va a construir cada obra suya con una sintaxis diferente, a fin de descubrir aquello que le duele, a fin de que lo dicho permita extrapolar aquello que no se pudo decir.

La literatura de Fuentes es un buen reflejo de la personalidad de Fuentes. Los datos biográficos de sus Obras completas lo retratan como una conciencia nacionalista; sin embargo, su búsqueda de identidad de lo mexicano, por la creación de una mitología nacional, refleja asimismo una apertura multicultural. Si Fuentes como persona es

...más mexicano que cualquiera, más parisién que cualquiera, a la última moda en el vestir y al calce del último manifiesto de la izquierda cardenista y joyceano. Su lucha: acabar con el provincianismo de la cultura y de los mitos nacionales. Con métodos desarrollistas la misma materia del nacionalismo podría presentarse de otro modo: por esencialmente mágico, surrealista y disparatado, México podía estar a la vanguardia del más reciente “ismo” cultural siguiendo a Lawrence, Artaud, Lowry, Breton, etc. (Blanco, 1980: 425).

Esta multifacética personalidad permea la visión sobre Fuentes, un autor muy profesional, culto, ambicioso, audaz, en la búsqueda constante, con propuestas innovadoras; virtudes que despertarán recelos y rechazos. Como plantea José Joaquín Blanco, “Sin Fuentes, la nueva generación de lectores y escritores no tendría contra quien ensañarse en la ineludible obligación de ‘matar a papá” (Ibíd.: 247). A Fuentes lo definen defectos y virtudes que reflejan su personalidad, pero asimismo tiñen su visión de los mexicanos, pero de lo que el hombre universal no está exento: el escepticismo, la disidencia, el pensamiento independiente, la postura crítica, que apocalípticamente se convierten en su antítesis transformándose en dioses carniceros, que traen consigo la destrucción. Las páginas finales de Terra Nostra contienen simbólicamente esta visión desesperanzada:

Te preguntas -escribe Fuentes- si al revelarse cada mañana, el sol sacrifica su luz en honor de nuestra necesidad, si esa luz de alguna manera autosuficiente, gasta su transparencia revelando nuestra opacidad. Pero la luz da contorno y realidad a nuestro cuerpo. Debes despertar de esta pesadilla. Gracias a la luz sabremos quienes somos. Pero sin ella, acabaríamos por inventarnos antenas de la identidad, detectores de los cuerpos que deseamos tocar y reconocer...” (Fuentes, 1975: 739).

Es evidente que Carlos Fuentes ha desarrollado una literatura en constante evolución. Su imaginación, su sensibilidad y su cultura quedan manifiestas en sus obras en las que se nos revela como un ser en búsqueda, de la que se desprende su necesidad básica de integración: la preocupación por el ser del Hombre y su identificación con y a través del Hombre, de los hombres. Como él mismo lo expresa en “Por una educación incluyente”:

Somos una nación multicultural, tanto en el extremo indígena como en el occidental. La diversidad nos invita a no saltar etapas, a no excluir a ningún componente de civilización, a no olvidar ninguno de los caminos de la relación entre saber, hacer y ser. Pues aprender a saber supone aprender a hacer y aprender a hacer supone extender el aprendizaje individual al trabajo compartido, a la prueba de una mayor acumulación de la enseñanza mediante experiencias de trabajo y labor social. Pero saber y hacer conducen al cabo al aprendizaje del ser mismo y por esto entiendo, mas que otra cosa, la voluntad de tender la mano de la educación a todos, que no se pierda ningún talento de ningún niño, joven o adulto mexicano. Sólo así daremos respuesta humana, respuesta mexicana, a los desafíos del nuevo milenio (Fuentes, 1997: 126).

Bibliografía

Directa

Fuentes, C. (1949). “¿Pero Usted no sabe lo que es el Basfumismo?” Hoy, 29 de septiembre. México.
________. (1969). La nueva novela hispanoamericana. Joaquín Mortiz. México.
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Indirecta

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*La versión impresa apareció en el libro: Alberto Saladino García (compilador), Humanismo mexicano del siglo XX, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, Tomo I, págs. 239-248

Eugenio Núñez Ang
Universidad Autónoma del Estado de México
Julio 2006.
http://www.ensayistas.org/critica/generales/C-H/mexico/fuentes.htm

miércoles, 28 de enero de 2015

Lectura estilística de Concierto barroco, de Alejo Carpentier Camilo Rubén Fernández Cozman (Universidad San Marcos de Lima. Perú)


Lectura estilística de Concierto barroco, de Alejo Carpentier
Camilo Rubén Fernández Cozman
(Universidad San Marcos de Lima. Perú)

          Las obras de Alejo Carpentier (1904-1980) revelan un indubitable trabajo estilístico. Se trata de la labor de un orfebre de la palabra: alguien que, con sapiencia, dispone su telaraña de significantes para intentar la aprehensión de lo real. En ese sentido, las novelas y cuentos de Carpentier manifiestan una preocupación por el significante y una reflexión acerca de las complejas relaciones entre el lenguaje y lo real.
          Pensamos que subyace a estos relatos la idea de que el lenguaje poético crea su propio referente que tiene sus propias reglas y coherencia internas. Además, Carpentier es un crítico del regionalismo y del psicologismo. Una lectura que pase por alto este hecho, corre el peligro de tergiversar el pensamiento de Carpentier.
          Si los narradores regionalistas (Rómulo Gallegos, por ejemplo) habían puesto de relieve la linealidad del tiempo y tal vez un cierto maniqueísmo desde el punto de vista social, Carpentier, por su parte, subraya la pertinencia del tiempo circular y realiza una lectura mucho más densa de la realidad social latinoamericana sobre la base del uso de un lenguaje barroco, cuya orquestación permite la aprehensión de un referente rico, lleno de matices y de contradicciones internas. Asimismo, si el psicologismo (heredero del realismo decimonónico) centra todo en un personaje o en un grupo de personajes, Carpentier busca que la estructura y la atmósfera creada por el lenguaje barroco cumplan un papel medular en la construcción del sentido del texto narrativo.
          Carpentier, Rulfo y otros escritores del boom solían trabajar la novela como si fuera un poema. De la misma manera que Flaubert convirtió a la escritura en un valor-trabajo en Francia, Carpentier llamó la atención acerca de la necesidad de perfeccionar el aparato formal de la novela (el lenguaje) para transmitir una cosmovisión auténticamente latinoamericana sobre la base de la asimilación creativa de aportes del mundo europeo y de la cosmovisión prehispánica.

I.        LO REAL MARAVILLOSO EN LA VISION DE CARPENTIER
          Uno de los ensayos más famosos de Carpentier es el prólogo a El reino de este mundo (1949), donde plantea por vez primera el concepto de lo real maravilloso. Se trata de un texto fundacional porque evidencia una superación del paradigma realista decimonónico que se manifestaba en la novela de temple regionalista.
          Carpentier cuenta que un viaje a Haití en 1943 le hizo sentir la presencia de lo real-maravilloso en Latinoamérica. Si Lautréamont, los surrealistas, la novela negra inglesa se acercaban a lo maravilloso desde un punto de vista artificial, Carpentier entra en contacto con ello de una manera natural cuando percibe que la propia realidad en Latinoamérica tiene hechos que consignan de modo irrefutable el funcionamiento de lo maravilloso. Para Carpentier, lo maravilloso presupone una fe y ésta es la que se halla ausente en los surrealistas europeos. Por consiguiente, hay sucesos que son reales pero que parecen ficticios.
          Manifestaciones de lo real-maravilloso se revelan en las cosmogonías americanas, en los mitos suscitados por el Descubrimiento y la Conquista, en el mestizaje fecundo que pulula en Latinoamérica, entre otras manifestaciones[1]. Una de sus grandes expresiones es el vudú, religión de los negros del Caribe. En efecto, el vudú es:

          un conjunto de creencias y ritos de origen africano que, estrechamente mezclado con prácticas católicas, constituye la religión de la mayor parte de los campesinos y del proletariado urbano de la República negra de Haití[2].


          Resulta importante resaltar que la naturaleza en Latinoamérica es un signo de lo real-maravilloso porque allí hay metamorfosis asombrosas, magia, creación de formas, simbiosis. A la naturaleza se suma la historia que, según Carpentier, debiera ser una crónica de lo real-maravilloso, hecho que se evidencia en las crónicas coloniales, por ejemplo.

II.       EL SENTIDO DEL TITULO DE LA NOVELA CONCIERTO BARROCO
          El título de una obra literaria es fundamental para la precisión del sentido de un texto. Concierto barroco (1974) constituye un título sumamente ilustrativo y abiertamente polisémico. Se trata de un sintagma nominal, donde "concierto" está en vez de "música", y "barroco", en lugar de cosmovisión y escritura barrocas. En primer lugar, se trata de un elogio a la música para hablar de Latinoamérica empleando una escritura intencionadamente barroca que transmita una visión también barroca. En segundo término, alude al proceso de escritura del libro. En otras palabras, escribir un relato es como crear un concierto de Vivaldi, donde los significantes cumplan la función de ser notas que se anidan en los pentagramas.
          Roberto González Echevarría afirma que el título de la novela evidencia una oposición porque "concierto" implica la idea de armonía; en cambio, "barroco" traduce la noción de desorden y heterogeneidad[3]. Desde ese punto de vista, la figura literaria que se manifiesta es el oxímoron, pues hay la lucha entre dos isotopías: la del desorden y la de la armonía. La instancia de la enunciación privilegia la isotopía del desorden; sin embargo, posteriormente se produce un intercambio de semas y de significados. En otras palabras, "concierto" le pasa sus semas a "barroco" y "barroco" le transfiere sus semas a "concierto".
          Para comprender plenamente el sentido del título de la novela, tenemos que remitirnos a los ensayos de Carpentier. Según él[4], el novelista en Latinoamérica debe ser barroco. En efecto, el barroco implica un arte en movimiento que se escapa de sus propias márgenes. Para Carpentier, el barroco es un espíritu y no tanto un estilo histórico. La opción opuesta al barroco es el academicismo, típico de épocas asentadas y casi siempre exentas de contradicciones. América, según Carpentier, fue barroca desde sus inicios, vale decir, desde el Popol Vuh, la poesía náhuatl, la escultura azteca y el Chilam Balam. Para el escritor cubano, los estilos históricos (el gótico, el románico) no llegaron a América sino a través de una modalidad del barroco, el plateresco. En otras palabras:

          el alarife español encontró en América una mano de obra india que de por sí añadió el barroquismo de sus materiales, de su invención, de los motivos zoológicos, vegetales, florales del Nuevo Mundo, al plateresco. De esa manera se llegó a lo apoteósico del barroco arquitectónico, que es el barroco americano[5].

          Hay una íntima relación entre el barroco y lo real-maravilloso. Carpentier considera que Latinoamérica es un continente barroco por su arquitectura, por la complejidad de su naturaleza y por aquella pulsión telúrica que se manifiesta de modo heterogéneo y que somete, en cierto modo, al ser humano en las tierras americanas. El carácter indómito de la naturaleza en Latinoamérica debe ser traducido por un escritor, cuya descripción tiene que ser barroca. En otras palabras, el referente (América Latina) barroco debiera articularse con la orquestación barroca.
          Esta concepción se materializa en el título de la novela Concierto barroco. El relato es barroco porque hace referencia a la heterogeneidad, al cruce de culturas y a la transculturación a través de la música. Por ello, dicha particularidad se revela en el título de la obra poniendo de relieve un alto grado de coherencia desde el punto de vista textual.

III.      LA MUSICA COMO TEMA EN CONCIERTO BARROCO
          Como sabemos, Concierto Barroco está basada en una ópera de Antonio Vivaldi. Francesco Malipiero dio a conocer a Carpentier la existencia de esa ópera de Vivaldi, cuyo título era Montezuma. Ella fue estrenada en Venecia en 1733. Como lo afirma Carpentier, el libreto de la ópera fue obra de Alvise Giusti e inspiró "nuevas óperas basadas en episodios de la Conquista de México a dos célebres compositores italianos: el veneciano Baldassare Galuppi (1706-1785) y el florentino Antonio Sacchini (1730-1786)"[6]. Fue Roland de Candé, especialista en Vivaldi, quien comunicó a Carpentier la existencia del Montezuma del Preste Antonio Vivaldi.
          El papel que cumple la música es medular en la novela. No sólo el relato está escrito desde una óptica que pone de relieve la musicalidad de la frase, sino que la música permite al escritor reflexionar acerca de la identidad latinoamericana y de la manera como nuestros narradores y músicos pueden apropiarse creativamente de los aportes de la música europea para reformularlos y materializar una parodia carnavalizadora.
          La escena central de la obra está en el capítulo 5. Allí aparece una sinfonía cacofónica y fantástica:

          Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti --pues era él-- se largó a hacer vertiginosos escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Handel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo. -"¡Dale, sajón de carajo!" -gritaba Antonio. "¡Ahora vas a ver, fraile putañero!" --respondía el otro, entregado a su prodigiosa inventiva"[7].

          Se trata de una polifonía carnavalizadora y burlesca. No sólo dialogan los instrumentos, sino que las voces de los personajes se intercambian y producen un contrapunto no exento de disonancias. Vivaldi insulta a Handel (el sajón) y éste le responde de modo agresivo. Doménico Scarlatti, músico italiano, intenta intensificar sus acordes. Pero en ese momento se realiza la carnavalización cuando Filomeno (criado del Amo-Montezuma) va a la cocina y trae "instrumentos" que le permiten insertarse en la dinámica del concierto:

          -"¡El sajón nos está jodiendo a todos!" --gritó Antonio, exasperando el fortissimo. -"A mí ni se me oye" --gritó Doménico, arreciando sus acordes. Pero, entre tanto, Filomeno había corrido a las cocinas, trayendo una batería de calderos de cobre, de todos tamaños, a los que empezó a golpear con cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, palos de plumeros, con tales ocurrencias de ritmos, de síncopas, de acentos encontrados, que, por espacio de treinta y dos compases lo dejaron solo para que improvisara. -"¡Magnífico! ¡Magnífico! -gritaba Jorge Federico. "¡Magnífico! ¡Magnífico! -gritaba Doménico, dando entusiasmados codazos al teclado del clavicémbalo[8].

          La improvisación de Filomeno tiene profundas connotaciones simbólicas en la obra. Se trata de un músico latinoamericano que materializa un pensamiento mítico, cuyo rasgo fundamental es, según Lévi-Strauss, el bricolage:

                   lo propio del pensamiento mítico, como del bricolageen el plano práctico, consiste en elaborar conjuntos estructurados, no directamente con otros conjuntos estructurados, sino utilizando residuos y restos de acontecimientos; odds and ends, diría en inglés, o, en español, sobras y trozos, testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad. En un sentido, por lo tanto, la relación entre la diaconía y la sincronía ha sido invertida: el pensamiento mítico, ese bricoleur, elabora estructuras disponiendo acontecimientos, o más bien residuos de aconteci- mientos[9].

          Profundicemos más en la improvisación musical de Filomeno. Empecemos con la batería de calderos de cobre. Sin duda, ella es un trozo, un residuo de la historia del individuo o de la sociedad. Los instrumentos de cocina demuestran la necesidad que tiene el "primitivo" de elaborar conjuntos estructurados resemantizando la función de ciertos objetos sobre la base de una visión contestaria en relación a la cultura occidental. El sujeto latinoamericano ocupa aquí la casilla del "primitivo" y da una inflexión distinta a ciertos objetos cotidianos desacralizando a tres íconos de la música occidental: Vivaldi, Handel y Scarlatti. Esta desacralización se cumple al equiparar a los objetos de cocina (cucharas, espumaderas, batidoras, rollos de amasar, tizones, entre otros) con instrumentos acuñados en la tradición musical de occidente.
          Pero aquí observamos una parodia carnavalizadora. Filomeno está burlándose de la música occidental proponiendo una inversión de roles y jerarquías. Él es un esclavo que pasa a ser el centro de la sinfonía y motiva la admiración de Handel y de Scarlatti. A él lo dejan solo en la improvisación durante treinta y dos compases. Handel y Scarlatti pasan a ser oyentes de la melodía de Filomeno.
          Sin duda, en este caso cabe mencionar un proceso de transculturación en el ámbito de la narrativa de Carpentier. En un contexto marcado por la música occidental, Filomeno quiebra los acordes, introduce grietas en el discurso musical y resemantiza los aportes de la música occidental dando prioridad a la sabia cacofonía y a la disonancia enriquecedora. Es como si Handel y Scarlatti aprendieran de la improvisación de Filomeno, cuya sabiduría popular está fuera de toda duda. En pocas palabras, hay una mixtura, en este concierto, entre la música clásica y la popular, entre Europa y Latinoamérica. Es más, la música de Handel, según Carpentier, necesita de la improvisación popular; la armonía clásica, por su parte, requiere del "ruido" de los instrumentos de cocina.

IV.      LA MUSICA Y EL COMPONENTE FIGURATIVO DE CONCIERTO BARROCO
          Pero la música no sólo es el gran tema de Concierto barroco, sino que adquiere preponderancia porque se manifiesta en el empleo de numerosas figuras literarias en la novela. Tenemos, en primer lugar, laparonomasiay la aliteración que se hallan presentes al inicio de la obra:

          De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata[10].
       
          En este fragmento vemos cómo la novela está escrita musicalmente sobre la base del empleo de figuras literarias fónicas que revelan un arduo trabajo con el significante, homologable al que realiza un poeta barroco.
          Otro recurso que Carpentier emplea magistralmente es eloxímoron, hecho que se evidencia con claridad meridiana en las siguientes líneas: "orinar magistralmente con chorro certero, abundoso y percutiente"[11]. En la expresión "orinar magistralmente" vemos la oposición entre dos isotopías (la  fisiológica y la de lo admirable). A un hecho cotidiano absolutamente banal, Carpentier le asigna un carácter admirable y esto se logra sobre la base de un trabajo musical con el lenguaje.
          Otra figura fundamental es el arcaísmo. Quisiera comentar el siguiente fragmento: "En gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno"[12]. La palabra "aneblados" viene del verbo "aneblar", arcaísmo que significa, en este caso, "anublar" (cubierto de nubes el cielo) u oscurecer. Además, "aneblar" viene de "nebulare" del latín medieval.

V.       A MANERA DE CONCLUSION
          Concierto barrocotiene una concepción del tiempo que es sorprendente. La acción empieza en 1709, llega a 1733, se traslada a 1924 y desemboca en los albores de una revolución en pleno siglo XX. En un pasaje de la novela, Handel (1685-1759) alude a Igor Stravinsky (1882-1971). ¿Cómo puede ser que alguien que murió en el siglo XVIII hable de alguien que nació a finales del XIX? He ahí la magia de la prosa de Carpentier.
          Concierto barroco traduce la idea de que la música permite acceder a una concepción del tiempo no lineal sino circular, donde el pasado y el presente pueden fusionarse para ir tejiendo la historia del futuro.
          En Concierto barroco, aparece "un Montezuma entre romano y azteca, algo César tocado con plumas de quetzal"[13]. Vivaldi canta el estribillo de Filomeno. Hamlet es comparado a los "chamacos" mexicanos. Todas éstas son expresiones de un discurso profundamente transcultural porque, según Carpentier, en América Latina todo es fábula ("ciudades fantasmas, esponjas que hablan, carneros de vellocino rojo"[14]) y la literatura tiene sus propias leyes distintas de los preceptos de la historia linealmente concebida, por eso, un personaje dice en Concierto barroco: "No me joda con la historia en materia de teatro. Lo que cuenta aquí es la ilusión poética"[15].    

[1]Collard, Patrick. Cómo leer a Alejo Carpentier. Madrid, Júcar, 1991, p. 108.

[2]Ibídem. Collard se sustenta, en este caso, en las ideas de Alfréd Metraux.

[3]González Echevarría, Roberto. Alejo Carpentier: the pilgrim at home. Ithaca and London, Cornell University Press, 1977, p. 266.

 [4]Carpentier, Alejo. La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo y otros ensayos. México-Madrid-Bogotá, Siglo Veintiuno Editores, 1981. Se trata del ensayo "Lo barroco y lo real-maravilloso", conferencia dictada en Caracas el 22 de mayo de 1975.

[5]Collard, Patrick. Op. cit., p. 110.

[6]Carpentier, Alejo. Concierto barroco. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1987, p. 133. Se trata de una nota que pone el propio Carpentier al final de la novela.

[7]Ibídem, p. 65.

[8]Ibídem, p. 66.

[9]Ibídem, pp. 42-43.

[10]Ibídem, p. 9.

[11]Ibídem, p. 10.

[12]Ibídem, p. 49.

[13]Ibídem, pp. 11-12.

[14]Ibídem, pp. 104-105.

[15]Ibídem, p. 104.

martes, 27 de enero de 2015

Manuel Puig y la novela de la conversación.Carolina Castillo. Universidad Nacional de Mar del Plata.


Manuel Puig y la novela de la conversación.
El gesto de un narrador vanguardista

Carolina Castillo1
Universidad Nacional de Mar del Plata

   
Introducción.

La narrativa de Manuel Puig irrumpe con la fuerza de lo nuevo, en el más profundo sentido vanguardista, en el contexto de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. Pensando que la serie nacional puede ser entendida como un sistema de cruces y desvíos, nos hemos propuesto establecer un recorrido muy general sobre el devenir de la serie literaria, con el objeto de demostrar que resulta posible y operativo visualizar un proceso de desarrollo y apogeo de ciertos géneros sobresalientes y representativos, en el contexto de determinadas coyunturas históricas y a partir de principios de siglo, no obstante la existencia y coexistencia de otros géneros que, sin embargo, no guardan con los más significativos una relación de jerarquía o sumisión.

En un sentido cronológico, sostendremos que pueden distinguirse tres grandes momentos o instancias en la serie, representadas éstas por tres géneros diferentes así como por tres momentos de significativos y determinantes cambios en el devenir de la serie histórica. Estos bloques serían los de la década del veinte y la poética de la vanguardia argentina, la década del cuarenta y el apogeo del cuento, y la década del sesenta y la emergencia del género novela.

Si consideramos los años veinte como el momento de la vanguardia nacional, en correspondencia con las vanguardias históricas, hemos de resaltar la preferencia y elección de la poesía, como el género más intrínsecamente vinculado al plano de la experimentación con el lenguaje. Tomando como referencia a los grupos de Florida y Boedo, diremos que es en el caso del primero de ellos en el cual más efectivamente se desarrollará el género, en tanto las vanguardias europeas serán la inspiración de muchos de los jóvenes poetas quienes, habiendo vivido algunas experiencias en el extranjero, buscan de algún modo mirarse en aquella otredad que significa el cosmopolitismo europeo.

La poesía será la vía por la cual podrá cuestionarse la representatividad de la realidad, a través de un lenguaje que se vuelve opaco e intraducible, de mismo modo que será el medio más acorde para poner en primer plano el efecto movilizador de una modernidad que acelera los tiempos y las formas, modifica el lugar de la percepción y reinventa el espacio de la ciudad.

Si pensamos en figuras como las de Oliverio Girondo o Raúl González Tuñón, del mismo modo que podríamos considerar al Jorge Luis Borges ultraísta o posteriormente criollista, entre otros, es que podemos referirnos al apogeo de la poesía como género saliente. Sin embargo, y tal como ha sido esbozado desde el inicio del presente trabajo, la coexistencia de esta producción con ciertas formas prosaicas resulta ineludible. En esta dirección es que no podemos obviar la presencia de autores coetáneos a los aquí mencionados, como es el caso de Elías Castelnuovo, Roberto Mariani o Enrique Tuñón. Del mismo modo, resulta ineludible la presencia de poetas cercanos a estos narradores, de la talla de César Tiempo (Clara Beter), Nicolás Olivari o Álvaro Yunque.

Asimismo, si bien queda bastante claro que el género aclamado y recuperado por la vanguardia es el de la poesía, nadie puede soslayar la producción innovadora de figuras como las de Macedonio Fernández, quien -aunque escritor de fin de siglo- sirvió de referente altamente significativo para los jóvenes martinfierristas y publicó muchos de sus papeles dispersos, fragmentarios y decididamente vanguardistas, junto a estos o gracias a la labor de algunos de ellos, como es el caso de Borges. Del mismo modo, resulta imposible hoy no considerar la prosa del “mal escribiente” Roberto Arlt, quien precisamente a mediados de la década del veinte, y en el período de entreguerras, lanza su primera novela, El juguete rabioso (1926), desde la vereda de enfrente de aquellos autores que reivindican su linaje, en una argentina criolla nacida a la luz de las gestas patricias. Más bien, escribiendo desde el patio del fondo de un país que ha sido poblado por inmigrantes pobres, analfabetos y enfermos, que hablan un cocoliche intraducible y se amontonan en conventillos descascarados.

Luego vendrán los años cuarenta, nuestro segundo gran momento en el siglo XX. El cuento será entonces el género predilecto, y su apogeo encontrará -bajo la figura faro de Jorge Luis Borges- sus formas más significativamente antirrealistas, a partir de la invención de las ficciones y los artificios. El fantástico y el policial de enigma, al modo de Edgar Allan Poe, serán la base de esta suerte de construcciones lúdicas e ingeniosas que el ya maduro Borges plasmará a través del relato, como forma narrativa ordenada y rigurosa en su brevedad. Siguiendo al padre Macedonio y a su teoría del belarte, dichas composiciones le permitirán producir un corte y desprendimiento con respecto a las formas realistas heredadas, identificadas con un modo de escritura al estilo Manuel Gálvez.

En esta dirección, han de incluirse otros narradores quienes -ya hacia la década del cincuenta- optaron de igual modo por el cuento. Nos referimos al caso de Julio Cortázar, José Bianco y al que podríamos denominar el primer Rodolfo Walsh, el del policial-problema de raigambre borgiana, entre otros. Cortázar como Bianco, abocados al género fantástico, resuelven de este modo la cuestión de corte con el contexto inmediato, como Borges lo hiciera algunos años antes. Walsh, a través de la publicación del volumen Variaciones en rojo (1953), rinde un homenaje a Conan Doyle y continua con la línea que inaugurara como editor y traductor de relatos policiales. Al mejor estilo de los tradicionales policiales de enigma, delinea la figura de un investigador o ingenioso descifrador, Daniel Hernández, y construye la saga que le merece -hacia fines de la década del cincuenta- el Premio Municipal de Literatura.

Desde mediados de la década del cuarenta, la Argentina ha de sufrir un cambio por demás notorio y definitivo, por el cual ya nunca volverá a ser lo que era, más allá de lo que haya sido. Un fenómeno singular desconcierta a los intelectuales: las masas han llegado al poder. Hacia 1946 y con el inicio del gobierno peronista, el panorama social y político nacional se modifica radicalmente, comprometiendo a las clases más bajas en la construcción de una nueva nación. La realidad tanto como la conformación del campo intelectual se han de medir entonces a partir de la división entre dos grandes campos: los peronistas y los antiperonistas. Entre éstos últimos se encontrarán los miembros del grupo Sur, reunidos bajo la figura aglutinante de Victoria Ocampo, junto a otros personajes de la aristocracia argentina, quienes verán amenazados sus intereses por esta suerte de “aluvión zoológico”, como gustarán en llamar al fenómeno peronista. Entre ellos, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y las hermanas Ocampo, junto a Pepe Bianco, configurarán parte del sector opositor, nucleados en torno de la revista. La incertidumbre y el rechazo que por entonces causará el nuevo movimiento político, en un amplio grupo de los narradores argentinos de la época, dará por resultado esta prosa altamente determinada por la voluntad de evasión y ruptura con la representación mimética del mundo. El caso de Julio Cortázar y los cuentos fantásticos de Bestiario, Final de juego o Las armas secretas, son un buen ejemplo del afán lúdico y antirrealista que signa a la narrativa de mediados de los cuarenta en adelante. Sin embargo, hacia los años setenta, los mismos que se mantuvieron ajenos al fenómeno peronista en lo que hace a su producción narrativa, como podría ser el caso de Cortázar, Bioy Casares o Borges, dirán lo suyo a partir de ciertos relatos que, aunque oblicua, alegórica o metafóricamente, referirán a esas masas amenazantes que se pusieron al hombro la conducción política de la nación. Pensamos en cuentos como “Casa tomada” (1969) o “La fiesta del monstruo” (1979), a modo de ejemplo.

La llegada de las décadas de los sesenta y los setenta marcará un nuevo rumbo en la producción literaria nacional, en sintonía con ciertas tendencias latinoamericanas. Así como en el veinte fuera la poesía y en el cuarenta, el cuento, ahora la novela volverá a irrumpir en la escena local, pero no ya en un estricto sentido realista o costumbrista al modo del siglo XIX, sino más bien en consonancia con nuevas propuestas de corte más contemporáneo. Si en medio de los aires de cambio latinoamericanos, surgirán géneros tales como los del realismo mágico, la no ficción o la nueva novela histórica, y -a la luz de estas renovadas formas de la escritura- se han de emplear procedimientos tales como la parodia, la ironía, el humor, la denuncia, el testimonio o la entrevista como base del relato, entre otros, entendemos que en el caso de la serie local han de sucederse ciertas experiencias literarias en esta misma dirección, pero que -a su vez- pueden ser pensadas en continuidad o ruptura con respecto a la figura canónica de Borges.

En este contexto, han de surgir figuras por demás relevantes en el ámbito nacional, como es el caso del segundo Rodolfo Walsh, aquel que corriéndose del policial de enigma de raigambre borgiana se adentrará en el trabajo sobre una literatura comprometida, que buscará por todos los medios constituirse en una nueva versión de los hechos impunes recientemente acontecidos en la Argentina.

Tiempo más tarde será la figura de Juan José Saer y, casi una década después, la de Ricardo Piglia. También hacia los años setenta, y en continuidad con la experiencia narrativa de la novela, Julio Cortázar ocupará el centro de la escena con aquello que Ana María Barrenechea ha dado en llamar “vanguardismo en la novela”, al referirse a Rayuela (1977).

Desde el punto de vista de las continuidades y rupturas respecto del autor Borges, hemos de resaltar las escrituras de Saer y Piglia, en diálogo directo con las formas narrativas propuestas y desarrolladas por el autor de las más ingeniosas ficciones argentinas. Tanto en un caso como en el otro, la elección del policial como forma del artificio, delinea una forma de hacer literatura que, junto al impreciso límite entre las esferas de la realidad y la ficción, determinadas por un quehacer narrativo que deviene crítica literaria o viceversa, ponen en clara correspondencia las respectivas poéticas. Del mismo modo, el uso intensivo de ciertos elementos o zonas que hacen a la configuración de lo inconfundiblemente local, en consonancia con lo extranjero o cosmopolita, en el caso del santafesino Saer, remite a una estrategia de tinte borgiano. Baste tomar en cuenta el ámbito del litoral argentino, puesto en correlato con la capital francesa, ya hacia los años ´90 y corriéndonos algunos años del contexto de aparición del autor, con La pesquisa (1994), o esta misma orilla del Paraná vista bajo la minuciosidad del noveau roman, en El limonero real (1974), para pensar en algunos cuentos, poemas o ensayos de Borges que, en un mismo sentido, nos permiten entrever lo local y nacional, a través de lo cosmopolita o universal y viceversa.

Pero, retomando el contexto de las décadas del sesenta y setenta, hemos de incorporar la figura a la que -luego de este amplio y poco exhaustivo recorrido- deseábamos llegar. Nos referimos a Manuel Puig, quien en 1968 hizo su entrada en la literatura, a través de la novela La traición de Rita Hayworth.

Si figuras como la de Cortázar, nos sirvieron para ilustrar el ansia de una generación que ante todo estuvo marcada por los deseos de cambio y renovación, y que -al modo de las vanguardias del veinte- insistió sobre el tema de la experimentación en el campo del arte, es de suponer que Puig nos conduzca a ese mismo lugar compartido. En este sentido, y sin dejar de tener en cuenta el efecto que un contexto altamente convulsionado, como lo fuera el período de entreguerras de principios de siglo, tuviera respecto de las vanguardias históricas, hemos de considerar el surgimiento de la narrativa de Puig también como el emergente de un momento crítico a nivel nacional e internacional. Pensemos, entre otras cosas, en las revueltas obrero-estudiantiles, en el golpe de estado de Onganía, en el surgimiento y apogeo del Instituto Di Tella, la difusión y discusión del psicoanálisis y el marxismo, la experiencia del boom latinoamericano, el nacimiento de la guerrilla urbana, la reivindicación de la idea de revolución como posibilidad de cambio y ciertas experiencias internacionales que, en los inicios de los sesenta, lo sustentan, como la revolución cubana y las figuras de Castro y Guevara. Son tiempos de cambio, de efervescencia en el ámbito del arte y la política, de futuros - próximos exilios, muertes y desapariciones.



El caso de Manuel Puig.

En el contexto desestabilizador de la década del sesenta, surge en la escena nacional la figura del escritor Manuel Puig. Como al comienzo del presente señaláramos, los géneros en apogeo han coexistido junto a otros que a su vez y simultáneamente han tenido cierta presencia en el desarrollo de la literatura contemporánea. De este modo, durante la década del sesenta veremos que la producción de los autores detallados resulta en muchos casos coetánea a la de los poetas de la denominada poesía conversacional. Género que se vincula estrechamente con la narrativa de Manuel Puig. En esta vertiente, nombres como los de Juan Gelman o Leónidas Lamborghini serán ampliamente reconocidos. De mismo modo que poetas como Alejandra Pizanik o Enrique Molina, desde otra línea compositiva, todos ellos de algún modo volverán a abrevar de las fuentes de la primera vanguardia argentina. Ya sea a partir de la preocupación por la cuestión formal en lo que hace a la materialidad del lenguaje, como en los procedimientos sintácticos, en el uso de materiales que provienen de “lo menor”, en las temáticas abordadas, los ambientes recreados o los tipos de personajes rescatados, como a partir de la recuperación de ciertas formas propias de la oralidad, entre otras cosas. En tal sentido, y tal como Elisa Calabrese lo hiciera notorio en cierta comunicación que, ha instancias de un encuentro académico, escribiera y titulara “Operatorias vanguardistas”, la idea de operatoria remite a “un cierto modo de obrar con el lenguaje” que responde a una cuestión ideológica y a determinada poética. Dicha operatoria puede ser concebida, en el contexto del sesenta, ya sea en el marco de la poesía como de cierta narrativa, como una vuelta a las citadas vanguardias históricas, desde el punto de vista de cierta reminiscencia que las hace regresar bajo la forma de una suerte de “coletazo”. En algunos casos, y como lo sostiene Ana Porrúa en su tesis doctoral, se trataría de una “variación vanguardista”, entendiendo así que el sentido se produce por aquella variación que, en la repetición de ciertas formas o discursos, se presenta a todas luces como diferencia. En otros casos, como puede que ocurra con Puig, la invención de un género, el de la narración conversacional o bien el del relato de la conversación, el ejercicio de un modo de hacer literatura que difiere con lo que hasta el momento se entendía por literatura en el contexto de la serie nacional, determina la inscripción de lo nuevo, en aquel sentido en que las vanguardias del veinte otorgaran a la preferencia por la novedad o lo inédito, en tanto modificación de los modos y los efectos de lectura, de producción y recepción de la obra de arte.

Precisamente, lo nuevo en Puig tiene que ver con esa línea de rupturas o continuidades en el desarrollo de la narrativa local, condicionada por la presencia faro del escritor Borges. Para Alberto Giordano, Puig viene a romper con el mandato borgiano, que bien han de continuar Saer y Piglia desde sus respectivas producciones. Sin embargo, en tanto resulta clara esta afirmación, a la luz de ambos modos de narrar o en cuanto a la estética propuesta a través de sus composiciones, no se presenta como una certeza definitiva y contundente si pensamos en algunas otras cuestiones que no tengan que ver estrictamente con la elección de un tipo de personajes, la incorporación del monólogo interior o el fluir de la conciencia (nada más ajeno a Borges), o al orden matemático propuesto en la confección de un relato cifrado, presentado como una suerte de razonamiento lógico-matemático. Más allá de las particularidades que definitivamente los distinguen, hemos de señalar algunas puntas en común que, lejos de alejarlos, los muestran similares desde ciertos gestos.

En primer lugar, y tal como Calabrese lo hiciera notar en el artículo citado, el trabajo que Puig realiza con la incorporación de “lo menor” (el folletín, la canción popular, el cine de Hollywood o el radioteatro, entre otros) en el marco de “lo mayor”, o de la institución literaria, no deja de ser el gesto que -hacia la década del treinta- Borges realizara a instancias de la escritura de los relatos que conforman Historia universal de la infamia. En este caso, las historias de aventuras y la prensa sensacionalista construyen el campo de “lo menor”, que se introduce en el ámbito de “lo mayor”, la literatura.

Por otra parte, según se desprende de muchas de las entrevistas y conferencias que en vida diera el propio Borges, pareciera existir un gusto compartido por el cine, y por el cine de Hollywood, que precisamente se constituye en el leiv motiv de gran parte de la producción de Puig.

Para muchos críticos argentinos (Sarlo, sin ir más lejos), la narrativa de Puig no puede ser considerada de vanguardia, desde el punto de vista que el autor, desinteresado de las vanguardias clásicas, no realizaría un ejercicio “consciente”, signado por la voluntad de producir un cambio y una ruptura con la tradición heredada, en el sentido del gesto parricida. Consideramos que, siguiendo este razonamiento, algunas apreciaciones han podido ser acaso un tanto falaces o reduccionistas.

A instancias de este trabajo, hemos de referirnos a ciertos movimientos que entendemos fundamentales dentro de la producción de Manuel Puig, con el objeto de resaltar sus más claras “operatorias vanguardistas” (Calabrese op. cit.), aquellas que lo colocan en un lugar que deviene anómalo en el campo de la literatura nacional:

-Primer movimiento: Experimentación y novedad.

A partir del procedimiento de introducir materiales de la baja cultura o de la cultura popular, aquello que puede nombrarse como lo kitch -o la retaguardia, en términos de Greenberg-, en el ámbito de la alta culta, de la literatura, Puig genera aquello que denominamos un gesto camp. Es decir, en un sentido altamente vanguardista, se trata de producir un desplazamiento en términos de políticas culturales, se trata de provocar (consciente o inconscientemente) un movimiento contra-hegemónico, que desterritorializa el límite entre lo menor y lo mayor.

Sobre esta cuestión, Ricardo Piglia ha sostenido en su conferencia “Tres propuestas para el próximo milenio y cinco dificultades” (2000)2, desarrollada en La Habana, Cuba, que del mismo modo que existe una máquina de narrar estatal, que construye un discurso dominante, el discurso de poder, es posible identificar una serie de discursos sociales circulantes, que representan un contra-relato, un discurso del orden de la disidencia. El escritor, dice Piglia, es aquel que sabe escucharlos y transcribirlos, o bien inventarlos y plasmarlos bajo la forma de la literatura. De este “material social”, sostiene, se vale la novela de Puig.

Por otra parte, la novedad en la novela de Puig reside en esta forma narrativa que se construye a partir de la presentificación de voces que conversan o, dicho de otro modo, en la invención de un género que se funda en la narración de la conversación. Dicha experiencia no puede ser identificada con otra experiencia inscripta en la serie narrativa nacional, aunque sí pareciera admitir la puesta en diálogo con la coetánea poesía conversacional a la que antes hemos hecho referencia.

También la novedad puede ser pensada a partir de ciertas técnicas o procedimientos inusuales, tales como la supresión del narrador en tercera persona, tradicional en el ámbito de la novela, siendo éste quien ordena y explica desde fuera los acontecimientos que en la historia se suceden. La narrativa de Puig se vincula, en este sentido tanto como por los materiales empleados, con la estética pop de la década del sesenta. Valgan como ejemplos ilustrativos los casos de Linchestein y Warhol, entre otros. Es decir, como bien lo explica Oscar Masotta en su libro El “pop-art” (1965)3 o Graciela Speranza en Manuel Puig. Después del fin de la literatura (2000)4, refiriendo a la misma cuestión, dichos artistas toman materiales del consumo popular (fotografías de Marilyn Monroe o de las latas de sopas Campbell, entre otros) y las reproducen ocultando la huella del autor, borrando la marca de la creación. Así pues, si el pop art se propone “representar lo representado” (la fotografía, la publicidad, el cine), en la repetición de la forma se hallará la diferencia, así como en la reubicación y el uso que de esos materiales haga la alta cultura a través de este mecanismo de apropiación. Linchestein ha dicho: “El pop es una forma de superar el dilema de la pintura que a la vez no es pintura”. En una misma dirección, la literatura de Puig propone la superación del dilema sobre los materiales que son considerados “de consumo popular”, como el folletín, la telenovela, el bolero o los dramas hollywoodenses, en el terreno de la institución literaria, en el contexto de la novela.

La supresión del narrador en tercera persona también se vincula, en Puig, con el empleo de cierta “innovación técnica” que, está de más señalarlo, remite a estrategias o procedimientos que entendemos de corte vanguardista. Nos referimos al uso del grabador y la posterior transcripción del testimonio (real), en el marco de la ficción y sus recursos. Esta técnica ha sido empleada en la producción de aquellas novelas publicadas a partir de El beso de la mujer araña (1976), el primero de los textos del autor en el que se registra esta experimentación en la construcción de la historia. Luego serán Pubis angelical (1979), Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980) y Sangre de amor correspondido (1982). En la mayoría de los casos, se produce un montaje entre el testimonio recabado y una voz puramente ficcional que se le opone.

-Segundo movimiento: Ruptura.

Respecto de aquello que hemos dado en llamar un sistema de cruces y desvíos en el marco de la serie nacional, se ha señalado la posición anticanónica de nuestro autor, respecto de la línea inaugurada por Borges y continuada por algunos de los más célebres autores argentinos.

Alberto Giordano5 sostiene que Puig se diferencia incluso de aquellos autores con los que, a simple vista, pareciera compartir ciertas tendencias, usos o procedimientos en la construcción de sus ficciones. José Amícola describe, en este sentido, una suerte de serie en continuidad, compartida por Roberto Arlt, Julio Cortázar y Manuel Puig. Dicha correspondencia estaría dada por el modo similar en que estos tres autores emplean los materiales provenientes del ámbito de “lo menor” en el contexto de “lo mayor”. Esta hipótesis es sostenida desde una perspectiva ligada a la teoría de la recepción, la cual le permite al crítico pensar el desarrollo de la serie en términos de “expansión del horizonte de expectativas del público lector”. Giordano polemiza con este punto de vista, en tanto considera que, si bien los tres escritores se valen de materiales de la cultura popular (del folletín, por ejemplo), hacen un uso diferente de los mismos, que precisamente caracteriza cada una de sus producciones.

Mientras Cortázar hace un uso diferenciado y distanciado de los materiales marginales respecto de la alta cultura, puede pensarse que Arlt y Puig resultan más semejantes entre sí, considerando el uso intensivo que ambos realizan de lo menor. Sin embargo, como bien lo observa Giordano, la diferencia entre éstos radica en la constitución de sus personajes. En tanto que los personajes de Arlt creen en una salvación, en un más allá, en la posibilidad mágica que provoca el deslumbramiento, los de Puig se saben infelices, aunque sueñen con estrellas del cine de Hollywood y caigan en todos los lugares comunes posibles que el folletín o los radioteatros nos recuerden.

-Tercer movimiento: El gesto irreverente o la ficción del origen.

En una entrevista que le realizara Sosnowsky, hacia 1981, Puig dice algo así como: “Yo no vengo de ninguna tradición literaria, vengo de ver cine, oír radio y leer folletines”. Este sería el punto de partida, su propia ubicación en el marco de la institución literaria, aquello que podemos nombrar como la autoconstrucción de la figura de autor. En un gesto casi macedoniano, en términos del “recienvenido” al mundo de las letras, el autor ha manifestado en reiteradas oportunidades que el inicio de su aventura como escritor es el resultado de su fracaso como cineasta.

Por otra parte, la exacerbada explotación del terreno de lo cursi, determinada por la recurrencia al sentimentalismo así como a las banalidades propias de la clase media, y su empleo como forma posible de la novela contemporánea, nos permite pensar en cierto gesto de irreverencia con respecto a “lo canónicamente esperable”. Desde esta perspectiva, la transformación de algunos productos de masas (propios del industrialismo occidental) asociados a experiencias pasatistas, consumistas o efectistas, en material estético, significa un proceso de borradura de los límites genéricos, a partir del cual ya no será posible determinar tan ligeramente cuál es la frontera entre lo menor que deviene mayor, o lo mayor que amplía su margen hacia el terreno de lo menor.

-Cuarto movimiento: El escritor en sus dos vertientes.

Desde el punto de vista de la producción del autor, señalaremos dos momentos, etapas o vertientes, que nos permiten distinguir dos tendencias en la modalidad narrativa, en lo que hace a las temáticas abordadas en los diversos textos. En este sentido, no hemos de considerar dicho aspecto como un gesto de carácter netamente vanguardista, más bien veremos que esta característica resulta coincidente con el quehacer de varios autores nacionales del siglo XX.

Así como en Borges encontramos en primer término al poeta vanguardista y luego de 1960 nos topamos con el poeta más clasicista, como en Walsh es posible rastrear una primera y segunda narrativa, según lo hemos señalado, y como existe un González Tuñón (R) de la poesía de la experiencia, coincidente con el apogeo de las vanguardias históricas, y otro de la poesía de la revolución, comprometido con la Guerra Civil Española y la lucha antifascista, del mismo modo es posible hablar de una primera etapa en Puig, caracterizada por el empleo de ciertos códigos de la clase media, focalizada en sus mediocridades y sus miserias, y de una segunda etapa en Puig, inaugurada por el corte que significa la experiencia del exilio.

La etapa inicial comienza con La traición de Rita Hayworth y comprende sus tres primeras novelas. La segunda arranca con la publicación de El beso de la mujer araña (1976) y se centra en cuestiones y situaciones de índole fundamentalmente histórico-política, tales como la militancia, la persecución y el exilio, entre otras. Esas temáticas serán aludidas, expresa o implícitamente, a través de la caracterización de los personajes, los dichos vertidos por éstos y las situaciones por las que se encuentran signados.

Si bien esta taxonomía resulta operativa a la hora de describir la producción de Puig, hemos de señalar cierto desvío dentro de la propia obra, en lo que hace a las épocas y las temáticas o tópicos recurrentes en cada una de ellas. Nos referimos, por ejemplo, a la novela Sangre de amor correspondido (1982), la cual -pese a pertenecer a la segunda época- no se encuentra determinada por circunstancias políticas. Tampoco el protagonista de esta historia (Josemar, un albañil brasileño) pertenece a la tradicional clase media, pequeño burguesa, predilecta por el autor. Más bien, puede ubicársele en el ámbito de clase baja, de extracción rural, que habita en ciertos pueblitos periféricos del Brasil (de hecho, su familia desciende de indígenas autóctonos).



A modo de conclusión.

Dentro del contexto que significa la literatura argentina del siglo XX, es posible considerar ciertos emergentes en cuanto a géneros, poéticas y tendencias. Desde el punto de vista del género novela, puede pensarse la figura de Manuel Puig como la de un escritor singular, de alguna manera influido por ciertas lecturas de Joyce, altamente condicionado por su vocación frustrada de pertenecer al ámbito de la cinematografía, y marcado por el gusto sobre ciertos consumos del orden de lo popular. La combinatoria absolutamente original y personal de estas condiciones y apetencias hacen de su narrativa un artefacto inquietante y desestabilizador. Atentos a esta cualidad o característica saliente, es que nos atrevemos a considerarlo un escritor de vanguardia, sin ánimos de poner a prueba su intención (consciente o inconsciente) de cometer el tan mentado parricidio, respecto de los antecesores, que las vanguardias del veinte supieron pregonar. Por ello, nos apetece el título de recienvenido, que hemos tomado prestado del maestro Macedonio, de acuerdo con la autoconstrucción de la figura de autor, a la que Puig ha hecho mención en reiteradas oportunidades.

Su narrativa conversacional nos remite indefectiblemente al diálogo cinematográfico, y en este sentido, considerando la ausencia de un narrador exterior que de cuenta del curso de los acontecimientos y describa a los personajes, su técnica puede asemejarse al modo de “hacer cine” que instalara Andy Warhol durante la década del sesenta, con aquella experiencia de montar una cámara fija frente a un individuo que relatara ciertas vivencias o sentires, en el sentido de aquel que, a través de un monólogo frente a un otro (una presencia-ausencia) que no interviene pero escucha, deja fluir su conciencia. Como lo señaláramos arriba, la introducción de la técnica del grabador, que registra un testimonio real, es en Puig una de las constantes más significativas y a la vez novedosa, en el ámbito de la narrativa de ficción.

Los críticos locales se refieren a los efectos de esta conversación infinita, a la literatura fuera de la literatura o bien a la literatura después del fin de la literatura, para describir la obra de Puig, pero todos ellos acuerdan en que su figura aún hoy sigue despertando polémicas e incomodidades, probablemente porque su propuesta significa una pateada de tablero en el ámbito del canon nacional y porque su novedad radica en el hecho de resultar una narrativa de carácter “incomparable”, en el contexto de la serie argentina de ficción.

Notas:

[1] CAROLINA CASTILLO cursa el último año de las carreras de Profesorado y Licenciatura en Letras, en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata (Argentina). Desde 1997, integra el Grupo de Investigación Estudios de Teoría Literaria, dirigido por la Dra. María Coira.
   Desde hace varios años se encuentra adscripta a dos de las asignaturas que conforman el área de Teoría y Crítica Literarias de la carrera de Letras, desempeñando tareas en docencia ad honorem, así como también en los últimos cuatro años ha sido ayudante alumna -por concurso de antecedentes y oposición- en las tres asignaturas del área (Introducción a la Literatura, Teoría y Crítica Literarias I y II), en forma alternada. Ha publicado capítulos de libros, numerosa cantidad de artículos bajo el formato de actas, correspondientes a encuentros nacionales e internacionales de carácter académico, en diversas revistas especializadas y suplementos culturales de periódicos locales, así como también en la presente publicación virtual de la Universidad Complutanse de Madrid, con la cual ha colaborado a través de varias de sus presentaciones cuatrimestrales.

[2] Piglia, Ricardo. Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades), Buenos Aires: FCE, 2001.

[3] Masotta, Oscar. El “pop-art”, Buenos Aires: Columba, 1967.

[4] Speranza, Graciela. Manuel Puig. Después del fin de la literatura, Buenos Aires: Norma, 2000.

[5] Giordano, Alberto. “Una literatura fuera de la literatura”, en: Manuel Puig. La conversación infinita, Rosario: Beatriz Viterbo, 2001, 31-50.





© Carolina Castillo 2004
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero28/narvang.html


lunes, 26 de enero de 2015

Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio.Por Ivonne Bordelois .


Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio
La correspondencia ampliada de la gran poeta argentina, que llegará a las librerías la semana próxima, suma textos desconocidos y nuevos destinatarios; la crítica Ivonne Bordelois, amiga y estudiosa de la autora de Extracción de la piedra de la locura, analiza ese eslabón que une de manera decisiva la vida con una obra brillante y atormentada
Por Ivonne Bordelois


Un género con historia



La mejor literatura no es sino la sombra de una buena conversación, solía decir Borges citando a Stevenson. Y qué son las cartas sino conversaciones, en las que el espacio entre una y otra permite la reflexión, la incertidumbre, el espejo lejano que nos ofrece el otro. Aquellos que tuvimos el privilegio de conversar con Alejandra Pizarnik recordamos esa pradera de luces e incertidumbres que se abría cuando con su voz titubeante, avanzando entre tinieblas luminosas, proponía juegos, citas, adivinaciones, ráfagas de abismo. El epistolario de Alejandra Pizarnik, en esta tercera edición de Alfaguara -la primera fue en 1998, Seix Barral y la segunda en 2013, México, Posdata- permite reabrir una vez más la puerta y adentrarse en la atmósfera encantadora, pero a veces también escalofriante, de las conversaciones con Alejandra.

Las últimas ediciones, gracias al talento detectivesco y el dinamismo inagotable de Cristina Piña, han aumentado la cantidad de corresponsales de veinticuatro a cuarenta. Entre los incorporados se encuentran, entre otros, Antonio Beneyto, pintor y poeta español, editor de El Deseo de la Palabra, que apareció póstumamente (Ocnos, 1975); Raúl Gustavo Aguirre, Manuel Mujica Lainez y Esmeralda Almonacid, cuya correspondencia incluye deliciosos dibujos, tarjetas, collages (un cuadernillo de imágenes facsimilares acompaña el texto). Impresiona el número y la diversidad de los corresponsales de Pizarnik, que muestran la intensa complejidad de su vida.

Entre la intimidad de los diarios y la profusión de la obra editada, los epistolarios constituyen ese eslabón reencontrado que une la vida personal del autor con su creación: puente efectivo que nos deja vislumbrar su día a día, sus vacilaciones y aflicciones, sus lecturas, amistades y amores. Los epistolarios de Kafka y Virginia Woolf son excelentes muestrarios de estas revelaciones, un taller interior en donde la obra y su relación con la persona del escritor se va ofreciendo a la mirada amable y a la vez temible de los interlocutores válidos. También lo es el epistolario de Pizarnik:

No te envío poemas porque están en laboratorio. Estoy en un gran proceso de síntesis. Muy pronto te enviaré algo, unos pocos pájaros de fuego, una breve palmada en el hombro tieso de la señora muerte. (Carta a Rubén Vela, 1957).

Mientras el diario -cuya última edición, considerablemente aumentada, acaba de aparecer en Barcelona- muestra a veces descensos abruptos en la más oscura melancolía, y los poemas, por otra parte, son revelaciones, relámpagos oscuros de una mente singularmente lúcida y atormentada, las cartas retratan a Pizarnik en diálogo con el mundo, en su esfuerzo de construir con otros y a través de otros un lenguaje de señales y sobreentendidos que la resguarden de las intemperies del tiempo, de la temida locura, de la soledad. Personajes cruciales en la vida de Pizarnik, como Juan Jacobo Bajarlía, no aparecen en el diario, pero sí en las cartas, cubriendo vacíos que sería interesante explorar. Al decir de ella,

la poesía tiene que ser el lugar del encuentro. Un espacio donde encontrarse con lo ausente, con el ausente, con lo que no está. Lugar de la obsesión. De allí que todo poema inauténtico significa falta de obsesión o de necesidad de ese encuentro. Dije lo ausente. Por ello entiendo el deseo, el lugar vacío o la herida que nos dejó alguien (Dios?) yéndose para sólo dejar sed de su presencia imposible.

En este caso las cartas, sin duda, son también un lugar de encuentro, de intento de derrota de lo ausente. Son tentativas de comunicación, voluntad de compartir espacios secretos, confidencias obscenas o tiernas, indicaciones para encuentros reparadores, llamados pasionales, pedidos patéticos de socorro, advertencias, juegos de amor y de humor. Nos la muestran diversa y estratégica, adaptándose a las expectativas de sus destinatarios, tratando de adivinar sus deseos, balanceándose entre el cariño, la admiración, la inseguridad y la adulación, intentando proyectar una imagen de sí misma donde alternen la niña menesterosa, la amante empedernida, la consejera lúcida, la amiga de las bromas y los juegos de palabras, la arquitecta de su carrera, la vigía del tiempo por venir.

Notable es la prolijidad clásica del formato de las cartas de Alejandra -líneas muy regulares realizadas con su letra infantil y aplicada, que Enrique Molina describía como el hilo tenue que conduce fuera del laberinto- o bien las misivas tecleadas a máquina, donde exhibe una rara perfección. Aquí resulta curioso el contraste entre la forma y el contenido a veces inesperado, calcinante o perturbador, que en ocasiones encierran en estas cartas. Mientras que el diario -sobre todo en las últimas etapas- es desolador y avanzamos por sus páginas con terror, casi por obligación, con un sentimiento lúgubre que invita a compadecerla o incluso a menoscabarla contra nosotros mismos, en sus cartas se respira en ocasiones un aire alto y refrescante, pero con esa frescura que viene del abismo y nos conforta.

Pienso que en algunas de ellas apuntaba a lo mejor y más hondo de sus interlocutores en muchos sentidos, abriendo posibilidades de una nueva manera de ser: ésa ha sido por lo menos mi experiencia al recibirlas y recordarlas. Pero en otras, como en las dirigidas a Osías Stutman, lo que se percibe es una aterradora cercanía con un precipicio inevitable:

Osías, amigo mío, tuve que haberme muerto en diciembre, cuando terminé de escribir esas prosas de humor, las corrosivas que ya te mencioné. Ahora solo me la paso pensando qué mala suerte tuvo Hölderlin al vivir 40 años después de su erosión y corrosión. Y qué suerte morir joven.

Pero hay también lugar para la gratitud y la celebración, como en esta carta dirigida a Mujica Lainez:

Manucho hermoso, Manucho querido (y tan admirado!) de repente en una breve, luminosa carta, aludís a mis "difíciles" poemas con una exactitud que ni los más grandes poetas o críticos lograron. Y todo de un modo dulce y refinadísimo, como un pequeño príncipe danzando o como un niño genial y autómata de un museo francés que escribe genialmente distraído. Gracias, gracias.

Ciertos textos de humor obsceno aparecen en la Correspondencia, en particular en las muy significativas cartas a Stutman -pero debo decir que no regreso a ellos con predilección: me resultan aún más ominosos que aquellos donde Alejandra invoca líricamente a la muerte. Hay una suerte de desenfreno de espiral negra en estos textos, que producían una irreprimible angustia en los que la rodeábamos- Olga Orozco decía experimentar algo parecido al respecto. Era como si asistiéramos a un paseo por la cornisa del abismo, a una suerte de desfonde deliberado en donde nadie podía detener lo inevitable. En otras palabras, más que textos, estos escritos me parecían o me resultaban síntomas, y nunca he podido distanciarme suficientemente de ellos como para considerarlos de otra manera, lo cual, naturalmente, desvirtúa la interpretación literaria, como la que ofrecen en este punto los escritos críticos de María Negroni o Cristina Piña. Para acercarse acertadamente a estos textos, con todo, entiendo que se precisa recordar en primer lugar lo que dice Alejandra: "La obscenidad no existe; existe la herida". Así le escribe a la filósofa tucumana Eugenia Valentié, en una de las cartas incorporadas a esta nueva edición:

Solamente vos, en este país inadjetivable, comprobás con notable facilidad y prodigiosa rapidez, que el personaje -esa Érzebet increíblemente siniestra- no es una sádica más sino alguien que pertenece a lo sacro: eso a lo que intentamos aludir en las palabras del sueño, las de la infancia, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos. Solamente vos comprendiste (atendiste a) mi última frase: "la libertad absoluta? es terrible" que tanto escandalizó a los izquierdistas de salón que, para fortuna de ellos, nada saben de la falta absoluta de límites, sinónimo de locura, de muerte (y de la poesía, de la mística?) Nadie odia más que yo a la Bathory.

Pero también hay lugar para disquisiciones sobre el humor, como en esta carta que dirige a Antonio Fernández Molina -una novedad de esta edición:

Por cierto que siendo el humor -el "alto don sagrado" del humor- una de mis preocupaciones constantes, me encantó sentirlo encarnado en poemas como los tuyos, enteramente insólitos en nuestra lengua, empleada tan a menudo para la sátira (tan inútilmente cruel) pero no para el-humor-ácido-corrosivo- de-la-llamada-realidad.[?] Quiero decir que nunca, hasta ahora, la lengua española ha sido instrumento apto para ciertas metamorfosis de que sólo es capaz el humor. Quisiera que no abandonaras esta preciosa vía de iniciación hacia lo otro.

Lo que estas cartas señalan es que había en Alejandra una intuición central que daba en el corazón de cada cosa -textos, situaciones o personas circundantes-, ya que nada ni nadie podía escapar a su formidable perspicacia: era el suyo un poderío difícil de conjurar. Pero se matizaba con una extrema sutileza, lirismo y comicidad en todos sus giros, donde lo obsceno y lo delicado alternaban de forma sorprendente. Cautivaba el clima que comunicaba, tanto en sus conversaciones como en sus escritos: las citas exactas, el humor negro o maravilloso, las lecturas abracadabrantes que proponía, su manera de dar vuelta la literatura con una sola frase. Su voluntad de descifrar y poner a prueba, con palabras precisas, "el corazón de las tinieblas", era admirablemente obstinada, e imponía una suerte de compasión mezclada de reverencia y terror. Por eso acaso su existencia tuvo un breve límite, porque semejante intensidad no era sostenible más allá de ciertos plazos naturales.

 Pizarnik hizo del español un idioma vacilante y nocturno, frágil y misterioso.

Y aquí aparece una veta acaso lamentable en la atención despertada por Pizarnik: la excesiva concentración en su suicidio -ocurrido en 1972, cuando tenía 36 años - y a la vez la ignorancia de su tenacidad y valentía hasta el final. Pizarnik fue muy tenaz en su vocación y valiente en su sufrimiento; se interrogó hasta el final y hasta las más extremas consecuencias acerca del sentido de su escritura, de lo que su compromiso con la poesía significaba, sin renunciar a la más intensa soledad: "Ayúdame a no pedir ayuda". Y si es verdad que en ella el enigma de la tragedia es permanente, patente y central, también son centrales el humor, la infancia, la reflexión sobre la música, la pintura y el silencio, la mirada crítica sobre la tradición literaria: estas dos son las pautas obligatorias cuando nos aproximamos a ella.

No se trata sólo de una poeta de la muerte, sino también una escritora extraordinariamente lúcida, con una visión crítica sumamente rica y compleja. Es raro en nuestros tiempos encontrar una conciencia como la suya, tan persuadida del contacto de la belleza con lo tenebroso, no como una moda literaria sino como una propiedad de la vida misma. Su no pertenencia al mundo no era un gesto, sino una convicción física y metafísica inapelable. Lo muestra este fragmento de su diario que me transmitió en una de sus cartas: "La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura".

La obra y la existencia de Pizarnik atestiguan permanentemente el sentimiento de la inadecuación del lenguaje para expresar al mundo, y la inadecuación del mundo con respecto a nuestros deseos más profundos. En esto se aparta de la tradición de la poesía de lengua española, que no suele internarse con tanta tenacidad, verdad e intensidad en estas zonas de la experiencia. Ella es un testigo trágico e insobornable de este sentimiento, y lo expresa con fuerza, como por ejemplo en esta carta no enviada a Jean Staborinski:

Sí, usted lo dice perfectamente: "mis terribles experiencias deben ser recubiertas por los signos de la poesía [?]". Sí, hay que recubrir con poemas las desgarraduras, las fisuras, los agujeros todo lo que alude a la presencia de la ausencia (o del ausente). Creo también y sobre todo en la corrección de los escritos. "Curar" un poema significa curar esa desgarradura [?].

Tanto en sus cartas como en su poesía, Alejandra realiza una operación muy extraña en el español, lengua sólida, sonora y solar en su sustancia prima, que con ella se vuelve un idioma vacilante y nocturno, frágil y misterioso, lleno de acechanzas y vislumbres, mucho más sutil y profundo de lo que suele ser; tanteos y resistencias que ceden al paso de una voz única e irrepetible. Por eso, aun cuando mucho se la ha plagiado, lo que no puede plagiársele es la voz poética, que la señala como una poeta mayor de nuestro siglo. Ella escribe sin mediaciones, directamente desde el inconsciente: hay una suerte de electricidad negra en estos textos de la cual cuesta mucho desprenderse.

Paradójicamente, a pesar de las trágicas circunstancias que rodearon su desaparición, el mensaje de Alejandra Pizarnik ha sido un muy potente mensaje de vida. Pero se trata de un mensaje de "la otra vida", la que Rimbaud evocaba cuando decía: "La vraie vie est ailleurs"(La vida verdadera está en otra parte). Es este ailleurs el que Pizarnik atestigua y reivindica con su existencia y con su poesía; con su humor, su amor y su terror. Terror de estallar en la dispersión, en la fuga, en la no-pertenencia:

Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto. De cada nación, de cada provincia, de cada isla, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen.

Quizá ésta es la realidad que subyace bajo la pluralidad de "sus voces". Porque hay motivos para creer que en verdad ella construyó, a través de su poética, una personalidad que, bajo la apariencia de continuidad de una voz torturada, en realidad estaba constituida por muchas voces. Algo en este lenguaje, en el tono de este lenguaje, representa algo así como un contrapelo absoluto frente a lo que se da en llamar poesía en nuestro tiempo. Reconocer que estamos heridos es un tabú fundamental en un mundo donde el hedonismo es ley. Es en vano decir que este lenguaje de Pizarnik suena a romanticismo trasnochado, a metafísica, a religión. Lo que ocurre es que este lenguaje suena a cierto, con una certidumbre que nos lastima y en la que no podemos dejar de reconocernos. Pero había nacido en un grupo -en un mundo- que temía sus poderes extraordinarios y no supo preservarla ante ellos. Así, es notable la escasez de reacción a su obra en la Argentina comparada con su impacto en el exterior, el ingente volumen de estudios colectivos, tesis y congresos que se celebran en su nombre. En parte esta retracción es explicable por la época oprobiosa en que escribió sus obras más candentes, pero más tarde resulta más difícil de entender. ¿Un espejo intolerable?

En verdad, Alejandra Pizarnik encontró ese lugar en el que los lenguajes tiemblan, un lugar que muy pocos poetas pueden alcanzar. Como Kafka y como Vallejo, ella escribe con los huesos, razón por la cual no envejece nunca, porque más allá del sufrimiento, está escribiendo desde lo esencial con lo esencial. Y muchas de estas cartas encierran pasajes donde vibra ese verbo aterido y aterrado que es la voz inconfundible de Pizarnik, sólo que en lugar de estar encerradas en un poema, la reflexión, la imploración que se niega a implorar están ahora dirigidas a destinatarios concretos que serán luego testigos, y se matizan o iluminan con inflexiones personales únicas e insustituibles en cada caso. Por eso son imprescindibles señales de su paso memorable por nuestro mundo, como un cometa que iluminara el fin de una época maravillosa y rebelde que ella ha encarnado y seguirá encarnando hasta la eternidad.

http://www.lanacion.com.ar/1730269-alejandra-pizarnik-la-sonrisa-desde-el-precipicio-alejandra-pizarnik-multiples-moradas-de-una-poeta

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