viernes, 31 de octubre de 2014

Arlt. Juguete rabioso. Novela.


La obra de Arlt ha sido vista como un espacio de confluencia de los discursos más significativos de su tiempo: desde las utopías socialistas y anarquistas de las primeras décadas del siglo XX a la subsiguiente irrupción de los proyectos totalitarios (especialmente, el nazismo y el fascismo), así como un amplio repertorio de saberes vinculados a las ciencias ocultas.
El Juguete Rabioso, publicada en el año 1926, Roberto Arlt inaugura un espacio dentro de la literatura latinoamericana que resulta original debido a la síntesis que hay en sus páginas de marginación social y existencialismo. Prácticamente, ninguna obra antes de ésta, abordó en nuestros países de una manera tan directa, expresiva y sobrecogedora la angustia que implica vivir cuando el destino y la sociedad nos condenan a la miseria. Esa primera reflexión sobre la inutilidad, sobre la necesidad del crimen, sobre las alegrías pequeñas y postergadas, se debe casi enteramente a Arlt, al drama de sus personajes. (La pasión inútil).

***
El juguete rabioso es la más autobiográfica de sus novelas. Está dividida en cuatro partes que muestran a su protagonista Silvio Astier en diferentes situaciones en las que fracasa sistemáticamente. En el primer capítulo `Los ladrones`, Silvio forma un club con el objetivo de efectuar robos en el barrio, los intentos son frustrados y el club se disuelve. En el segundo, `Los trabajos y los días` el protagonista es dependiente de una librería pero luego de intentar un incendio, fracasa y debe huir. En el tercero, `El juguete rabioso` Astier ingresa en la Escuela de Aviación como aprendiz, pero lo expulsan. El capítulo culmina cuando intenta suicidarse y fracasa. En la parte final, llamadas `Judas Iscariote`, Silvio, ya mayor, entabla amistad con un rengo que es un cuidador de carros, muy humilde, en Flores. El Rengo le cuenta que quiere robar la casa del ingeniero Vitri. El protagonista lo delata y comenta que desea irse al sur.

El resentimiento de sus repetidos fracasos lo impulsa a delatar a un hombre común, marginado como él. La única vez que no falla en sus intenciones, falla como ser humano, delatando al que lo consideraba su amigo y confidente. (Escuela Normal Superior de Chascomús 1997)
Fuente:N.N.

jueves, 30 de octubre de 2014

La guerra del fin del mundo Mario Vargas Llosa


 Fiel a su idea del escritor como «buitre», e1 el autor se alimenta de un suceso casi cubierto ya por el olvido y la indiferencia, suceso que lo afecta, lo marca y finalmente se apodera de él: la masacre de Canudos ocurrida históricamente en Brasil en 1896.
Esto ha llevado a algunas figuras dentro del ámbito literario a decir que: «La guerra del fin del mundo no es más que una imitación deficiente de la buena novela del brasileño Da Cunha». La alusión es a Os Sertaos, no una novela, sino un amplio ensayo sociológico inspirado en la rebelión de Canudos, un suceso histórico que, como tal, no puede tener propietarios ni literarios ni de otra índole. Es a principios del siglo XX (1901) que aparece el libro antes mencionado.
En él Da Cunha relata en tono acusatorio la incapacidad de la civilización para aprovechar y educar a los seres que habitan «os sertaos», esa porción enorme, árida y remota del Brasil. La sociedad los mantiene olvidados hasta despertar con arrebato sombrío y aniquilar en la represión de Canudos unas seis mil almas. El clamor de Da Cunha en las notas preliminares de su libro, crece, se agiganta y vive en la novela de Vargas Llosa: «La civilización avanzará en los sertones, impelida por esa fuerza motriz de la historia ... el aplastamiento inevitable de las razas débiles por las fuertes. Y fue, en la significación integral de la palabra, un crimen. Es a Euclides Da Cunha a quien Vargas Llosa dedica su novela.
El aspecto histórico de los acontecimientos de Canudos ha sido exaustivamente tratado,no sólo por Da Cunha, sino por todo un cuerpo de historiadores e investigadores. No es este el enfoque de Vargas Llosa para elaborar su obra ya que se trata de una novela y como tal es «mito, lenguaje y estructura.» No serán esos hilos históricos los que hacen de La guerra del fin del mundo una gran novela, sino esos otros «elementos añadidos», como diría su autor, los que le confieren originalidad y estructura literaria.
Que sea rigurosamente cierto el testimonio de la rebelión de Canudos no es lo esencial. Lo verdaderamente importante es ese segmento de humanidad que se levanta y vive en las páginas de la novela con su «pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio» de que habla Sábato al definir lo que considera heroicidad.
Aporte de Victoria.

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Mario Vargas Llosa
La guerra del fin
del mundo

Seix Barral
R.B.A Proyectos Editoriales S.A.
Summa Literaria 5

 A Euclides da Cunha en el otro mundo;
y, en este mundo, a Nélida Piñón

O Anti-Christo nasceu
Para o Brasil governar
Mas ahí está O Conselheiro
Para delle nos livrar


Uno

I


El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado, a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos de farinha y fríjol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia del pueblo y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota, despintada, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos levantados y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y privado de bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos, para huir, huir, sin saber adonde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra o las piedras o las lozas desportilladas, frente a donde estaba o había estado o debería estar el altar, y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos. Rezaba el Credo, el Padrenuestro y los Avemarías consabidos, y también otros rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los meses, de los años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues, que en las aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas del Señor.
Sólo después de pedir perdón al Buen Jesús por el estado en que tenían su casa, aceptaba comer y beber algo, apenas una muestra de lo que los vecinos se afanaban en ofrecerle aun en años de escasez. Consentía en dormir bajo techo, en alguna de las viviendas que los sertaneros ponían a su disposición, pero rara vez se le vio reposar en la hamaca, el camastro o colchón de quien le ofrecía posada. Se tumbaba en el suelo, sin manta alguna, y, apoyando en su brazo la cabeza de hirvientes cabellos color azabache, dormía unas horas. Siempre tan pocas que era el último en acostarse y cuando los vaqueros y los pastores más madrugadores salían al campo ya lo veían, trabajando en restañar los muros y los tejados de la iglesia.
Daba sus consejos al atardecer, cuando los hombres habían vuelto del campo y las mujeres habían acabado los quehaceres domésticos y las criaturas estaban ya durmiendo. Los daba en esos descampados desarbolados y pedregosos que hay en todos los pueblos del sertón, en el crucero de sus calles principales y que se hubieran podido llamar plazas si hubieran tenido bancas, glorietas, jardines o conservaran los que alguna vez tuvieron y fueron destruyendo las sequías, las plagas, la desidia. Los daba a esa hora en que el cielo del Norte del Brasil, antes de oscurecerse y estrellarse, llamea entre coposas nubes blancas, grises o azuladas y hay como un vasto fuego de artificio allá en lo alto, sobre la inmensidad del mundo. Los daba a esa hora en que se prenden las fogatas para espantar a los insectos y preparar la comida, cuando disminuye el vaho sofocante y se levanta una brisa que pone a las gentes de mejor ánimo para soportar la enfermedad, el hambre y los padecimientos de la vida.
Hablaba de cosas sencillas e importantes, sin mirar a nadie en especial de la gente que le rodeaba, o más bien, mirando, con sus ojos incandescentes, a través del corro de viejos, mujeres, hombres y niños, algo o alguien que sólo él podía ver. Cosas que se entendían porque eran oscuramente sabidas desde tiempos inmemoriales y que uno aprendía con la leche que mamaba. Cosas actuales, tangibles, cotidianas, inevitables, como el fin del mundo y el Juicio Final, que podían ocurrir tal vez antes de lo que tardase el poblado en poner derecha la capilla alicaída. ¿Qué ocurriría cuando el Buen Jesús contemplara el desamparo en que habían dejado su casa? ¿Qué diría del proceder de esos pastores que, en vez de ayudar al pobre, le vaciaban los bolsillos cobrándole por los servicios de la religión? ¿Se podían vender las palabras de Dios, no debían darse de gracia? ¿Qué excusa darían al Padre aquellos padres que, pese al voto de castidad, fornicaban? ¿Podían inventarle mentiras, acaso, a quien leía los pensamientos como lee el rastreador en la tierra el paso del jaguar? Cosas prácticas, cotidianas, familiares, como la muerte, que conduce a la felicidad si se entra en ella con el alma limpia, como a una fiesta. ¿Eran los hombres animales? Si no lo eran, debían cruzar esa puerta engalanados con su mejor traje, en señal de reverencia a Aquel a quien iban a encontrar. Les hablaba del cielo y también del infierno, la morada del Perro, empedrada de brasas y crótalos, y de cómo el Demonio podía manifestarse en innovaciones de semblante inofensivo.
Los vaqueros y los peones del interior lo escuchaban en silencio, intrigados, atemorizados, conmovidos, y así lo escuchaban los esclavos y los libertos de los ingenios del litoral y las mujeres y los padres y los hijos de unos y de otras. Alguna vez alguien  —pero rara vez porque su seriedad, su voz cavernosa o su sabiduría los intimidaba — lo interrumpía para despejar una duda. ¿Terminaría el siglo? ¿Llegaría el mundo a 1900? Él contestaba sin mirar, con una seguridad tranquila y, a menudo, con enigmas. En 1900 se apagarían las luces y lloverían estrellas. Pero, antes, ocurrirían hechos extraordinarios. Un silencio seguía a su voz, en el que se oía crepitar las fogatas y el bordoneo de los insectos que las llamas devoraban, mientras los lugareños, conteniendo la respiración, esforzaban de antemano la memoria para recordar el futuro. En 1896 un millar de rebaños correrían de la playa hacia el sertón y el mar se volvería sertón y el sertón mar. En 1897 el desierto se cubriría de pasto, pastores y rebaños se mezclarían y a partir de entonces habría un solo rebaño y un solo pastor. En 1898 aumentarían los sombreros y disminuirían las cabezas y en 1899 los ríos se tornarían rojos y un planeta nuevo cruzaría el espacio.
Había, pues, que prepararse. Había que restaurar la iglesia y el cementerio, la más importante construcción después de la casa del Señor, pues era antesala del cielo o del infierno, y había que destinar el tiempo restante a lo esencial: el alma. ¿Acaso partirían el hombre o la mujer allá con sayas, vestidos, sombreros de fieltro, zapatos de cordón y todos esos lujos de lana y de seda que no vistió nunca el Buen Jesús?
Eran consejos prácticos, sencillos. Cuando el hombre partía, se hablaba de él: que era santo, que había hecho milagros, que había visto la zarza ardiente en el desierto, igual que Moisés, y que una voz le había revelado el nombre impronunciable de Dios. Y se comentaban sus consejos. Así, antes de que terminara el Imperio y después de comenzada la República, los lugareños de Tucano, Soure, Amparo y Pombal, fueron escuchándolos; y, mes a mes, año a año, fueron resucitando de sus ruinas las iglesias de Bom Conselho, de Geremoabo, de Massacará y de Inhambupe; y, según sus enseñanzas, surgieron tapias y hornacinas en los cementerios de Monte Santo, de Entre Ríos, de Abadía y de Barracáo, y la muerte fue celebrada con dignos entierros en Itapicurú, Cumbe, Natuba, Mocambo. Mes a mes, año a año, se fueron poblando de consejos las noches de Alagoinhas, Uauá, Jacobina, Itabaiana, Campos, Itabaianinha, Gerú, Riacháo, Lagarto, Simáo Dias. A todos parecían buenos consejos y por eso, al principio en uno y luego en otro y al final en todos los pueblos del Norte, al hombre que los daba, aunque su nombre era Antonio Vicente y su apellido Mendes Maciel, comenzaron a llamarlo el Consejero.



Una reja de madera separa a los redactores y empleados del Jornal de Noticias  —cuyo nombre destaca, en caracteres góticos, sobre la entrada — de la gente que se llega hasta allí para publicar un aviso o traer una información. Los periodistas no son más de cuatro o cinco. Uno de ellos revisa un archivo empotrado en la pared; dos conversan animadamente, sin chaquetas pero con cuellos duros y corbatines de lazo, junto a un almanaque en el que se lee la fecha  —octubre, lunes, 2, 1896 — y otro, joven, desgarbado, con gruesos anteojos de miope, escribe sobre un pupitre con una pluma de ganso, indiferente a lo que ocurre en torno suyo. Al fondo, tras una puerta de cristales, está la Dirección. Un hombre con visera y puños postizos atiende a una fila de clientes en el mostrador de los Avisos Pagados. Una señora acaba de alcanzarle un cartón. El cajero, mojándose el índice, cuenta las palabras  —Lavativas Giffoni// Curan las Gonorreas, las Hemorroides, las Flores Blancas y todas las molestias de las Vías Urinarias// Las prepara Madame A. de Carvalho// Rua Primero de Marzo N.8 — y dice un precio. La señora paga, guarda el vuelto y, cuando se retira, quien esperaba detrás de ella se adelante y estira un papel al cajero. Viste de oscuro, con una levita de dos puntas y un sombrero hongo que denotan uso. Una enrulada cabellera rojiza le cubre las orejas. Es más alto que bajo, de anchas espaldas, sólido, maduro. El cajero cuenta las palabras del aviso, dejando patinar el dedo sobre el papel. De pronto, arruga la frente, alza el dedo y acerca mucho el texto a los ojos, como si temiera haber leído mal. Por fin, mira perplejo al cliente, que permanece hecho una estatua. El cajero pestañea, incómodo, y, por fin, indica al hombre que espereArrastrando los pies, cruza el local, con el papel balanceándose en la mano, toca con los nudillos el cristal de la Dirección y entra. Unos segundos después reaparece y por señas indica al cliente que pase. Luego, retorna a su trabajo. El hombre de oscuro atraviesa el Jornal de Noticias haciendo sonar los tacos como si calzara herraduras. Al entrar al pequeño despacho, atestado de papeles, periódicos y propaganda del Partido Republicano Progresista—Un Brasil Unido, Una Nación Fuerte—, está esperándolo un hombre que lo mira con una curiosidad risueña, como a un bicho raro. Ocupa el único escritorio, lleva botas, un traje gris, y es joven, moreno, de aires enérgicos.
 —Soy Epaminondas Goncalves, el Director del periódico— dice —. Adelante.
El hombre de oscuro hace una ligera venia y se lleva la mano al sombrero pero no se lo quita ni dice palabra.
 —¿Usted pretende que publiquemos esto?  —pregunta el Director, agitando el papelito.
El hombre de oscuro asiente. Tiene una barbita rojiza como sus cabellos, y sus ojos son penetrantes, muy claros; su boca ancha está fruncida con firmeza y las ventanillas de su nariz, muy abiertas, parecen aspirar más aire del que necesitan.
 —Siempre que no cueste más de dos mil reis  —murmura, en un portugués dificultoso—. Es todo mi capital.
Epaminondas Goncalves queda como dudando entre reírse o enojarse. El hombre sigue de pie, muy serio, observándolo. El Director opta por llevarse el papel a los ojos:
 —«Se convoca a los amantes de la justicia a un acto público de solidaridad con los idealistas de Canudos y con todos los rebeldes del mundo, en la Plaza de la Libertad, el 4 de octubre, a las seis de la tarde»  —lee, despacio—. ¿Se puede saber quién convoca este mitin?
 —Por ahora yo  —contesta el hombre, en el acto—. Si el Jornal de Noticias quiere auspiciarlo, wonderful.
 —¿Sabe usted lo que han hecho ésos, allá en Canudos?  —murmura Epaminondas Goncalves, golpeando el escritorio—. Ocupar una tierra ajena y vivir en promiscuidad, como los animales.
 —Dos cosas dignas de admiración  —asiente el hombre de oscuro—. Por eso he decidido gastar mi dinero en este aviso.
El Director queda un momento callado. Antes de volver a hablar, carraspea:
 —¿Se puede saber quién es usted, señor?
Sin fanfarronería, sin arrogancia, con mínima solemnidad, el hombre se presenta así:
 —Un combatiente de la libertad, señor. ¿El aviso va a ser publicado?
 —Imposible, señor  —responde Epaminondas Goncalves, ya dueño de la situación—. Las autoridades de Bahía sólo esperan un pretexto para cerrarme el periódico. Aunque de boca para afuera han aceptado la República, siguen siendo monárquicas. Somos el único diario auténticamente republicano del Estado, supongo que se ha dado cuenta.
El hombre de oscuro hace un gesto desdeñoso y masculla, entre dientes, «Me lo esperaba».
 —Le aconsejo que no lleve este aviso al Diario de Bahía  —agrega el Director, alcanzándole el papelito—. Es del Barón de Cañabrava, el dueño de Canudos. Terminaría usted en la cárcel.
Sin decir una palabra de despedida, el hombre de oscuro da media vuelta y se aleja, guardándose el aviso en el bolsillo. Cruza la sala del diario sin mirar ni saludar a nadie, con su andar sonoro, observado de reojo  —silueta fúnebre, ondeantes cabellos encendidos — por los periodistas y clientes de los Avisos Pagados. El periodista joven, de anteojos de miope, se levanta de su pupitre después de pasar él, con una hoja amarillenta en la mano, y va hacia la Dirección, donde Epaminondas Goncalves está todavía espiando al desconocido.
 —«Por disposición del Gobernador del Estado de Bahía, Excelentísimo Señor Luis Viana, hoy partió de Salvador una Compañía del Noveno Batallón de Infantería, al mando del Teniente Pires Ferreira, con la misión de arrojar de Canudos a los bandidos que ocuparon la hacienda y capturar a su cabecilla, el Sebastianista Antonio Consejero»  —lee, desde el umbral—. ¿Primera página o interiores, señor?
 —Que vaya debajo de los entierros y las misas  —dice el Director. Señala hacia la calle, donde ha desaparecido el hombre de oscuro—. ¿Sabe quién es ese tipo?
 —Galileo Gall  —responde el periodista miope—. Un escocés que anda pidiendo permiso a la gente de Bahía para tocarles la cabeza.

miércoles, 29 de octubre de 2014

La enérgica y "aristocrática" Victoria Ocampo.


Victoria Ocampo.
Había nacido un 7 de abril de 1890. Tuvo una vida agitada y sus casas fueron faros de cultura. En su Villa marplatense hoy recordarán un nuevo aniversario de su nacimiento.

En 1929 estrena la casa de la calle Rufino de Elizalde en Palermo.



"Desde que dispuse de mis quintas, fueron de los escritores amigos. Deseo que gracias a la Unesco conserven ese destino" (escrito para la Unesco, 1973 Victoria Ocampo).


Tesis arquitectónica

La primera casa moderna de la Argentina, que Victoria Ocampo construyó en Mar del Plata, en 1927, fue un primer ensayo realizado con la ayuda de un constructor e inspirado por la Villa que Robert Mallet-Stevens hiciera poco antes para los Vizcondes de Noailles, en el sur de Francia. Su verdadera tesis fue la residencia de Barrio Parque, en la calle Rufino de Elizalde, ejecutada por Alejandro Bustillo, hoy propiedad del Fondo Nacional de las Artes.

Victoria Ocampo (Buenos Aires, 1890-1979)

Victoria Ocampo era hija de una familia aristocrática y tuvo una destacada actuación como fundadora y animadora principal de la revista Sur, en la que publicó textos de importantes escritores argentinos, como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, y de otros países, fundamentalmente franceses, ingleses y estadounidenses.



En Rufino de Elizalde 2831, Palermo Chico, rodeada por una bella arboleda, la construcción de tres plantas ha sido motivo de equívocos y fabulaciones. Una la vincula con Le Corbusier , algo alejado de la realidad. Lo que sí es cierto es que éste la ponderó en su único viaje a Buenos Aires, en 1929, valioso elogio para el autor, más conocido por sus realizaciones neoclásicas.
El austero tratamiento de las superficies con una equilibrada proporción de llenos y vacíos, el manejo de la luz natural en los interiores y su fluida relación con el exterior, la continuidad espacial sin ornamentos, son rasgos que hacen a su modernidad. Hay una foto, de 1931, con el grupo fundador de la revista Sur en su escalera, que revela el vínculo del edificio con la cultura argentina.

Cronología de vida

1890
Nace el 7 de abril con el nombre Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo. Sus padres, de origen aristocrático, eran Manuel Ocampo y Ramona Aguirre.

1891
Nace su hermana Angélica.

1894
Nace su hermana Francisca (Pancha) Ocampo. Empieza a estudiar música y literatura.

1896
Viaja por primera vez a Europa.

1898
Nace su hermana Clara.

1901
Escribe sus primeros textos en francés y se siente deslumbrada por el teatro.

1903
Nace su hermana Silvina.

1907
Conoce a Bernardo de Estrada (Mónaco), quien se convertiría en su esposo.

1908
Viaja a Europa y permanece allí dos años.

1911
Poco después de su regreso a Buenos Aires, muere su hermana Clara.

1912
Se casa con Bernardo de Estrada y realiza su viaje de bodas a Europa.
"Su historia es la de una ruptura lenta, trabajosa, nunca completa, con el chic conservador de la 'gente de mundo', y la firma de un pacto de identidad con la 'gente de letras y artes'. Elige la nobleza de toga frente a la nobleza de renta de la que provenía. Se desplaza, no fácilmente, de una elite a otra. Para hacerlo, debió dar un rodeo y casarse, primero, con un hombre de su mismo origen. Durante la travesía de su viaje de bodas a Europa, en 1913, el grupo de los argentinos de la primera clase eligió a Victoria Ocampo para que, en la fiesta de disfraces que todo vapor de lujo incluía en su programa de diversiones, irrumpiera en le salón de baile vestida de República Argentina. Con su gorro frigio, fue la muñeca de esa noche. Ya en París, reina en los salones mundanos. Tiene veintitrés años; es la sudamericana bella e imperiosa, que sabe llevar las joyas (que años después vendió para agasajar a sus amigos intelectuales) y los trajes de noche de Paquin. Deslumbrante, entra en el teatro donde la compañía de Diaghilev estrena los ballets de Stravinsky. Son noches de escándalo en el que participan gente de la buena sociedad, vanguardistas y snobs. La música de Stravinsky es el primer gran amor moderno de su vida; a los ballets russes, autorizada por su marido, invita a Julián Martínez, que será su primer amante", escribió Beatriz Sarlo en "La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas", Buenos Aires, Ariel, 1998.

1916
El filósofo español José Ortega y Gasset, cuya influencia resultará decisiva para la fundación de la revista Sur, llega a Buenos Aires y define a Victoria como una "Gioconda de las pampas".

1920
Se separa de su marido.
Aparece en el diario La Nación su primera nota con el título de "Babel".

1921
A instancias de Julián Martínez escribe el texto "De Francesca a Beatrice.

1924
Conoce al poeta Rabindranath Tagore y al director de orquesta Ernst Ansermet.
En Madrid, con prólogo de Ortega y Gasset, se publica "De Francesca a Beatrice" en la Revista de Occidente.

1926
Publica "La laguna de los nenúfares" (Madrid, Revista de Occidente).

1929
Se muda a una casa de la calle Rufino de Elizalde, en el barrio de Palermo, construida por el arquitecto Alejandro Bustillo (hoy Centro Cultural perteneciente al Fondo Nacional de las Artes).
Viaja a París y se conoce al Conde de Keyserling y con el escritor Pierre Drieu La Rochelle. También a Eduardo Mallea y al escritor estadounidense Waldo Frank, quienes le proponen la creación de una revista.

1930
Nuevo viaje a París.
Se reúne, entre otros, con Jean Cocteau, Jacques Lacan, Le Corbusier y Sergei Eisenstein.

1931
Aparece el primer número de la revista Sur, cuyo nombre fue propuesto por Ortega y Gasset.

1933
Funda la editorial Sur que, a lo largo de los años, publicará y traducirá buena parte de la literatura más importante de la época.

1934
Viaja a Europa con Eduardo Mallea.
Conoce a Benito Mussolini y a Virginia Woolf, escritora a la que posteriormente traducirá al español.
En el Teatro Colón, actúa en la obra "Perséphone", de Stravinsky.

1935
En Madrid, se publica la primera serie de "Testimonios" (Revista de Occidente).

1936
Aparece, en Buenos Aires, "Domingos en Hyde Park" (Revista Sur).

1939
Viaja a Buenos Aires el escritor francés Roger Caillois, quien, además de colaborar frecuentemente en Sur, será el primer difusor en Francia de la obra de Jorge Luis Borges.

1941
En Buenos Aires, se publican en Sur, la segunda serie de "Testimonios" y "San Isidro" (con un poema de Silvina Ocampo y 68 fotografías de Gustav Thorlichen).

1942
Se muda definitivamente a Villa Ocampo.

1943
Invitada por la Fundación Guggenheim, dicta una serie de conferencias en Estados Unidos.

1946
Asiste al Juicio de Nuremberg.
Se convierte en una ferviente opositora al gobierno de Juan Domingo Perón.
En Sur, se publican sus traducciones de "Calígula" (Albert Camus) y "Gigi" (Colette y Anita Loos).

1950
La editorial Sudamerica publica la tercera serie de "Testimonios" y "Soledad Sonora" ("Testimonios", 4º serie).

1951
Viaja nuevamente a Europa.
Aparecen "El viajero y una de sus sombras (Keyserling en mis memorias)" (Buenos Aires, Sudamericana) y "Lawrence de Arabia y otros ensayos" (Madrid, Aguilar).

1952
Empieza a escribir su Autobiografía, que publicará en varios tomos.

1953
El 8 de mayo, la policía allana su casa y la oficina de la revista Sur. Es llevada, en condición de presa política a la cárcel de El Buen Pastor. La liberan el 2 de junio.
En Sur, se publica su traducción de "El cuarto en que se vive", de Graham Greene.

1954
Sur publica la quinta serie de "Testimonios" y "Virginia Woolf en su diario".

1955
En colaboración con Enrique Pezzoni, realiza la traducción de "Lanza del vasto: Vinoba" (Buenos Aires, Sur).

1957
En Sur, aparecen sus traducciones de "Réquiem para una reclusa" (Faulkner-Camus), "El que pierde gana" y "La casilla de las macetas" (Graham Greene).

1959
Traduce "El amante complaciente" (Graham Greene), "El troquel" (T. E. Lawrence) y, en colaboración con Félix della Paolera, "Bajo el bosque de leche" (Dylan Thomas), (Buenos Aires, Sur).
En Sur, se publica también "Habla el algarrobo" (Luz y sonido).

1961
Se publica "Tagore en las barrancas de San Isidro" (Sur).

1962
En Sur, aparece la sexta serie de "Testimonios".

1963
Viaja a París, donde aparecen los primeros síntomas del cáncer.

1964
Se publican "Juan Sebastian Bach. El hombre" y "La bella y sus enamorados" (Sur).

1965
En junio, aparece en la revista Sur, su traducción de "Tallando una estatua" (Graham Greene).

1967
Se publica la séptima serie de "Testimonios" (Sur).

1968
Recibe en Buenos Aires a Indira Gandhi, quien le entrega el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Visva Barathi.

1969
En Sur, se publican los libros "Diálogo con Borges" y "Diálogo con Mallea".

1970
Aparece, en Sur, su traducción de "Mi vida es mi mensaje" (Mahatma Gandhi).

1971
Se publica la octaba serie de "Testimonios" (Sur).

1973
Dona a la UNESCO las monumentales Villa Ocampo y Villa Victoria.

1975
Se publica la novena serie de "Testimonios" (Sur).

1976
Traduce "La vuelta de A. J. Raffles", de Graham Greene (Sur).

1977
Se publica la décima serie de "Testimonios" (Sur).

1978
Aparece en Sur su traducción de "Oda Jubilar", de Paul Claudel.

1979
Muere el 27 de enero, a las 9 de la mañana.


"En un país y en una época que se creían católicos, tuvo el valor de ser agnóstica. En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo. Que yo recuerde, no discutimos nunca la obra de Ibsen, pero ella fue una mujer de Ibsen. Vivió, con valentía y decoro, su vida propia. Su vasta obra, en la que abunda la protesta, con condesciende nunca a la queja. Dedicó su fortuna, que era considerable, a la educación de su país y de su continente. Aunque no profesó, o acaso porque no profesó, ciertas supersticiones que ahora se creen indispensables, fue profundamente argentina. Le interesaba el universo. Apreciaba y agradecía la infinita variedad de las almas, la circunstancia de que cada una fuera única. Fue acusada de anglófila y francófila, como si el hecho de querer algo fuera una culpa. Fue una lectora hedónica; leía a Shakespeare y a Dante con la misma curiosidad con que leyó a Valéry o a Virginia Woolf. Poseyó, en grado sumo, 'la gracia que no quiso darme el cielo', el don de la confidencia siempre íntima y nunca indiscreta, que es el atractivo esencial de sus 'Testimonios'. Personalmente le debo mucho a Victoria Ocampo, pero le debo mucho más como argentino", escribió Jorge Luis Borges en el diario La Nación, el 25 de febrero de 1979, a pocos días de su muerte.
http://www.palermonline.com.ar/noticias_2008/nota154_victoria.htm

martes, 28 de octubre de 2014

El plagio literario por Carmen Iglesia.


Corre el rumor, Fidentino, de que recitas en público mis versos, como si fueras tú su autor. Si quieres que pasen por míos, te los mando gratis. Si quieres que los tengan por tuyos, cómpralos, para que dejen de pertenecerme.”  (Epigrama XXX: A Fidentino el Plagiario).
El plagio es tan antiguo como la propia literatura, anterior incluso a la invención de la imprenta. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua lo define como "copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias". Para el creador el plagio constituye el más grave atentado a su derecho de autor ya que significa privarle de su paternidad y, por lo tato, de la relación con su propia obra. Sin embargo, dentro del mundo literario existen posturas diferentes y, hasta encontradas, cuando se debate sobre este tema. Los hay que defienden a ultranza el respeto a la forma que cada escritor imprime a sus palabras pero los hay, también, que basándose en la idea de "que ya todo está inventado" defienden lo se viene denominado "intertextualidad", afirmando que la literatura no es otra cosa sino una sucesión de plagios.
Para nosotros, lo que algunos llama “intertextualidad” es beber de otras fuentes, lo que toda la vida de dios se ha dado en llamar influencia, tradición y, en una palabra, literatura, cosa que nada tiene que ver con " copiar textualmente un original ajeno sin citar al autor verdadero ni mencionar la fuente y sin entrecomillar, imitando el estilo, la expresión literaria y la sintaxis del original". El que plagia y lo hace intencionadamente -todo plagio para que sea considerado como tal lleva implícito intencionalidad- no hace otra cosa que aprovecharse del trabajo de otros en su propio beneficio.
Bien es cierto que en los tiempos que corren prácticamente todo está inventado y que lo que en verdad resulta difícil es encontrar ideas que puedan considerarse originales. La literatura está tan globalizada como el resto de los aspectos y materias de los que hacemos uso en nuestra vida cotidiana. Los propios autores suelen ser los primeros en reconocer sus influencias tanto en lo que se refiere a las temáticas que tratan como a su propio estilo. Pero no hay que olvidar que el Derecho de Autor nunca hace referencia a las ideas, Lo que el Derecho de Autor defiende es la originalidad con la que cada autor plasma esas ideas mediante una determinada forma de expresión.
Nadie niega que en la literatura, como en casi todas las demás artes, resulte cada vez más complicado encontrar ideas o estilos que verdaderamente puedan considerarse nuevos ( otra cosa sería si nos refiriéramos al campo científico o médico, donde también se producen plagios y donde el tema sería aún mucho más complejo de abordar).  Un mismo tema puede tratarse de mil maneras diferentes sin que se pueda afirmar que existe plagio. Insistimos de nuevo en que el Derecho de Autor siempre se refiere a esa forma de expresión que se es única en cada autor..
Recordemos también que en cualquier obra literaria está aceptado y permitido -de hecho suele ser una práctica bastante habitual- incluir citas textuales e incluso páginas completas de otros autores, pero siempre citado la autoría.  La diferencia es tan obvia que el que comete plagio, no sólo no cita, sino que pretende hacer pasar por suyo lo que, sencillamente no lo es.
Queda claro, por lo tanto, que no plagia el que escribe sobre la misma idea que otro, ni el que bebe de otras fuentes y se deja influenciar por ellas, ni siquiera el que re-escribe una obra, bien, como aprendizaje, bien intentado aportar una visión distinta de la misma. Plagia el que de forma intencionada y consciente se apropia de la original forma de expresión de un autor y se la atribuye como propia.
Si nos abstraemos del hecho de estar hablando de creaciones literarias  que, en algunos casos -como por ejemplo cuando se utiliza como soporte internet-, el autor se presta a mostrar y compartir de forma gratuita, y obviando, incluso, que hablamos de un delito reconocido y tipificado por el código penal, se trata de un acto, además de delictivo, tan poco ético como lo sería entrar en la casa del vecino que te ha prestado unas llaves para que le riegues las plantas y llevarte contigo cualquiera de sus pertenencias.
Lejos de creer, como afirman algunos, que todo plagio en el fondo es un homenaje - ya que supuestamente sólo se plagia lo que se envidia o admira- y, teniendo en cuenta, que la propiedad intelectual es un terreno más pantanoso que la propiedad a secas, los que justifican o entiende dichos actos no deberían perder de vista que el creador literarios no es un ser de otro mundo sino un trabajador más, comparable, en términos de esfuerzo, a cualquier persona que se pasa, por ejemplo, ocho horas diarias en una oficina y se encuentra con que al final de su jornada laboral, aparece otra persona con la pretensión de atribuirse su trabajo y apropiarse de los derechos que éste conlleva.
http://www.editorialalaire.es/articulo/871/el-plagio-literario


lunes, 27 de octubre de 2014

OPINIÓN.CSI Y UNA ESCENA DEL CRIMEN DONDE NO SE ENCUENTRA EL ADN DEL ASESINO- ARTISTA.


OPINIÓN.
CSI Y UNA ESCENA DEL CRIMEN DONDE NO SE ENCUENTRA EL ADN DEL ASESINO- ARTISTA.
Nuestra cultura Occidental siempre propuso como modelo en las Artes a la divina Grecia y también su pensamiento occidental nace con los filósofos de la Hélade.
No existe error: somos herederos de los griegos hasta el punto que los antiguos romanos decían en el Arte que: valgo cuanto imito a lo griego o soy artista cuanto más me acerco al canon griego.
Al menos así fue al principio en la grandiosa Roma. No es entonces de extrañar que los grandes literatos tuvieran como modelo a la Ilíada y a los trágicos griegos para su concepción de lo que es literatura. Ya todos sabemos que la Eneida – y pongo solo este ejemplo- es la refundición de la Ilíada y la Odisea de Homero.
Sin embargo, poco a poco aquel canon de belleza y de perfección en al Arte fue cambiando y aquel modelo fue sustituido por otro concepto de Arte. Ya no se es Artista en cuanto solo imito sino en cuanto valgo y puedo tener una idea o una visión personal de la realidad.
Es difícil – por no decir imposible- no encontrar bustos y "el realismo"  con que esculpieron los romanos a sus gobernantes dándoles ese toque personal a su arte romano y ya alejado de ese "ideal" de belleza griega. No todo fue copia en Roma, tambien los romanos “crearon”.
Y así, ha sido por siempre. Si existe la apropiación consciente o inconsciente de algunos pintores, escritores, dramaturgos, músicos de las grandes obras pictóricas, literarias, teatrales, musicales para hacer en su amalgama y erudición y post-producción plástica, literaria, teatral, musical un remedo de Arte eso solo ellos lo sabrán.
Sin embargo, como en una escena criminal en donde se busca el ADN del asesino (en este caso, el ADN del artista), en nuestro medio muchas veces no lo he hallado en muchos que se dicen artistas.
Si la escena del crimen es la TOTALIDAD de ese conocimiento y erudición, de ese conocimiento de la historia del Arte para “crear” y el cadáver es la obra de arte... el ADN del asesino-artísta no lo puedo encontrar, -repito- en muchos.
Se puede decir, inducir, captar, redefinir que el Arte siempre el Arte como lo señalé desde el principio es una apropiación de los otros porque lo original no existe y menos en nuestro tiempo, más existen imitadores de artistas, en donde la apropiación es eso y nada más. NO existe una “reinterpretación” de lo que se ve (pintura), de lo que se lee(escritura), de lo que se mira en el teatro costarricense, etc.
Son simples maquillajes, amalgamas, mampostería puestas de propuestas ya hechas por los otros. Un ejercicio intelectual no debe confundirse con la creación, la creación artística va más allá de soslayar una reinterpretación, de una reinterpretación del mundo social. Porque el arte popular, no es solo la apropiación o lo simple y chapucero. Y el Arte Occidental sí existe, existe en la medida que se reinterpreta pero, se ofrece dentro de esa nueva reinterpretación una nueva propuesta, algo que no veo en muchos pintores, escritores ni dramaturgos nuestros.
Es cierto, que muchos artistas no solo se apropian de los iconos de la Plástica, de temáticas literarias para tratar en un intento fallido, frustrado, y más que frustrado yo diría castrado para parecer excelentes pintores, escritores, poetas o dramaturgos con el toque facineroso de lo intelectual pero, fallan en su intento porque para robar y hacer y crear son estadios diferentes.
Creo yo que no basta en ese juego de máscaras y palimpsestos para que las imitaciones y copias artísticas literarias o plásticas tengan el verdadero valor que se le ha querido dar a muchos en nuestro medio nacional.
Porque a decir verdad, ¿a dónde nos lleva ese juego de máscaras? Porque, supongo que en ese juego de máscaras y de identidades al final –queramos o no- debe de encontrarse el ADN del asesino artista y que ha dejado en ese cuerpo bello, desnudo, de mujer sexualmente inerte como su última manifestación de su obra y que no encontramos en su FALSO intinerario artístico.
Lo otro es especulación.
J.Méndez-Limbrick.

Mario Vargas Llosa:"El viaje a la ficción El mundo de Juan Carlos Onetti". Fragmento de estudio crítico.


Vargas Llosa Mario - El Viaje A La Ficcion El Mundo De Juan Carlos Onetti .
El tema de la ficción y la vida es una constante que, desde tiempos remotos, aparece en la literatura. Pero acaso en ningún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir está casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es.

Básicamente lo que yo hago en este ensayo es investigar la manera en la que Onetti utilizó la ficción como un mundo alternativo. La respuesta a la derrota cotidiana es la imaginación: huir hacia un mundo de fantasía. Es decir, aquella operación de donde nació la literatura, por la que existe la literatura y por eso el título del libro.

Mario Vargas Llosa

***



El viaje a la ficción
El mundo de Juan Carlos Onetti
Nació en Arequipa, Perú, en 1936. Aunque había estrenado un drama en Piura y publicado un libro de relatos, Los jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobró notoriedad con la publicación de La ciudad y los perros, Premio Biblioteca Breve de 1962 y Premio de la Crítica en 1963. En 1965 apareció su segunda novela, La casa verde, que obtuvo el Premio de la Crítica y el Premio Internacional Rómulo Gallegos. Posteriormente ha publicado piezas teatrales (La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones y Ojos bonitos, cuadros feos), estudios y ensayos (García Márquez, historia de un deicidio, La verdad de las mentiras y La tentación de lo imposible), memorias (El pez en el agua), relatos (Los cachorros) y, sobre todo, novelas: Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la madrastra, Lituma en las Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala. Ha obtenido los más importantes galardones literarios, desde los ya mencionados hasta el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias, el PEN/Nabokov y el Grinzane Cavour.



 ALFAGUARA

© 2008, Mario Vargas Llosa
© De esta edición:
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Índice


Prefacio: El viaje a la ficción

I. Hacia Santa María
    Un joven vago y soñador
Tiempo de abrazar: Onetti y Roberto Arlt
Periquito el Aguador (1939-1941)
Tierra de nadie (1941)
          La primera obra maestra: Un sueño realizado (1941)
  Para esta noche (1943)
    Eduardo Mallea y Onetti
    Segunda obra maestra: Bienvenido, Bob (1944)

II. La vida breve (1950]
    El maestro William Faulkner
Onetti y Borges

III. Santa María

IV. El estilo crapuloso
    La huella de un «maldito»: Céline

V. El infierno tan temido (1957)

VI. El astillero o la vida como «desgracia» (1961)
Onetti, la decadencia uruguaya y América Latina

VII. Mitología del burdel: Juntacadáveres (1964)

VIII. De la ficción a la cruda realidad
Locura y ficción
Onetti en la cárcel
Santa María bajo la bota

IX. Dejemos hablar al viento (1979)

X. Cuando entonces (1987)

XI. Cuando ya no importe (1993)

Suma y resta

Reconocimientos

Índice bibliográfico

Índice onomástico


 A John King,

crítico y amigo ejemplar.

El viaje a la ficción



Retrocedamos a un mundo tan antiguo que la ciencia no llega a él y la que dice que llega no nos con-vence, pues sus tesis y conjeturas nos parecen tan alea-torias y evanescentes como la fantasía y la ficción.
Se diría que el tiempo no existe todavía. Todas las referencias que puntúan su trayectoria aún no han aparecido y quienes viven inmersos en él carecen de la conciencia del transcurrir, del pasado y del futuro, e in-cluso de la muerte, a tal extremo se hallan prisioneros de un continuo presente que les impide ver el antes y el después. El presente los absorbe de tal manera en su afán de sobrevivir en esa inmensidad que los circunda que sólo el ahora, el instante mismo en que se está, con-sume su existencia. El hombre ya no es un animal pero resultaría exagerado llamarlo humano todavía. Está erecto sobre sus extremidades traseras y ha comenzado a emitir sonidos, gruñidos, silbidos, aullidos, acompa-ñados de una gesticulación y unas muecas que son las bases elementales de una comunicación con la horda de la que forma parte y que ha surgido gracias a ese instin-to animal que, por el momento, le enseña lo más impor-tante que necesita saber: qué es imprescindible para po-der sobrevivir a la miríada de amenazas y peligros que lo rodean en ese mundo donde todo —la fiera, el rayo, el agua, la sequía, la serpiente, el insecto, la noche, el hambre, la enfermedad y otros bípedos como él— pa-rece conjurado para exterminarlo.
El instinto de supervivencia lo ha hecho inte-grarse a la horda con la que puede defenderse mejor que librado a su propia suerte. Pero esa horda no es una sociedad, está más cerca de la manada, la jauría, el enjambre o la piara que de lo que, al cabo de los si-glos, llamaremos una comunidad humana.
Desnudos o, si la inclemencia del tiempo lo exige, envueltos en pellejos, esos raleados protohombres están en perpetuo movimiento, entregados a la caza y la recolección, que los llevan a desplazarse con-tinuamente en busca de parajes no hollados donde sea posible encontrar el sustento que arrebatan al mundo natural sin reemplazarlo, como hacen los animales, vasta colectividad de la que aún forman parte, de la que apenas están comenzando a desgajarse.
Coexistir no es todavía convivir. Este último verbo presupone un elaborado sistema de comunica-ción, un designio colectivo, compartido y cimentado en denominadores comunes, como lenguaje, creen-cias, ritos, adornos y costumbres. Nada de eso existe todavía: sólo ese quién vive, esa pulsación prelógica, ese sobresalto de la sangre que ha llevado a esos semianimales sin cola que empuñan pedruscos o garro-tes debido a su falta de garras, colmillos, veneno, cuer-nos y demás recursos defensivos y ofensivos de que disponen los otros seres vivientes, a andar, cazar y dormir juntos para así protegerse mejor y sentir me-nos miedo.
Porque, sin duda, la experiencia cotidiana ha hecho que de todos los sentimientos, deseos, instin-tos, pasiones aún dormidos en su ser, el que primero se desarrollara en él en ese su despertar a la existencia haya sido el miedo.
El pánico a lo desconocido que es, de hecho, todo lo que está a su alrededor, el porqué de la oscuri-dad y el porqué de la luz, y si aquellos astros que flotan allá arriba, en el firmamento, son bestias aladas y mor-tíferas que de pronto caerán vertiginosamente sobre él a fin de devorarlo. ¿Qué peligros esconde la boca negra de esa caverna donde quisiera guarecerse para escapar del aguacero, o las aguas profundas de esa laguna a la que se ha inclinado a beber, o el bosque en el que se in-terna en pos de refugio y alimento? El mundo está lle-no de sorpresas y para él casi todas las sorpresas son mortíferas: la picadura del crótalo que se ha acercado sinuosamente a sus pies reptando entre la hierba, el rayo que ilumina la tempestad e incendia los árboles o la tierra que de pronto se echa a temblar y se cuartea y raja en hendiduras que roncan y quieren tragárselo. La desconfianza, la inseguridad, el recelo hacia todo y ha-cia todos es su estado natural y crónico, algo de lo que sólo lo dispensan, por brevísimos intervalos, esos ins-tintos que satisface cuando duerme, fornica, traga o defeca. ¿Ya sueña o todavía no? Si ya lo hace, sus sue-ños deben ser tan pedestres y ferales como lo es su vida, una duplicación de su constante trajín para ase-gurarse el alimento y matar antes de que lo maten.
Los antropólogos dicen que después de ali-mentarse, adornarse es la necesidad más urgente en el primitivo. Adornarse, en ese estadio de la evolución hu-mana, es otra manera de defenderse, un santo y seña, un conjuro, un hechizo, una magia para ahuyentar al enemigo visible o invisible y contrarrestar sus poderes, para sentirse parte de la tribu, darse valor y vacunarse contra el miedo cerval que lo acompaña como su sombra día y noche.
El paso decisivo en el proceso de desanimalización del ser humano, su verdadera partida de naci-miento, es la aparición del lenguaje. Aunque decir «aparición» sea falaz, pues reduce a una suerte de hecho súbito, de instante milagroso, un proceso que debió tomar siglos. Pero no hay duda de que cuando, en esas agrupaciones tribales primitivas, los gestos, gruñidos y ademanes fueron siendo sustituidos por sonidos in-teligibles, vocablos que expresaban imágenes que a su vez reflejaban objetos, estados de ánimo, emociones, sentimientos, se franqueó una frontera, un abismo in-salvable entre el ser humano y el animal. La inteligen-cia ha comenzado a reemplazar al instinto como el principal instrumento para entender y conocer el mun-do y a los demás y ha dotado al ser humano de un po-der que irá dándole un dominio inimaginable sobre lo existente. El lenguaje es abstracción, un proceso men-tal complejo que clasifica y define lo que existe dotándolo de nombres, que, a su vez, se descomponen en sonidos —letras, sílabas, vocablos— que, al ser perci-bidos por el oyente, inmediatamente reconstruyen en su conciencia aquella imagen suscitada por la música de las palabras. Con el lenguaje el hombre es ya un ser humano y la horda primitiva comienza a ser una socie-dad, una comunidad de gentes que, por ser hablantes, son pensantes.
Estamos a las puertas de la civilización pero aún no dentro de ella. Los seres humanos hablan, se comunican, y esa complicidad recóndita que el len-guaje establece entre ellos multiplica su fuerza, es de-cir, su capacidad de defenderse y de hacer daño. Pero a mí me cuesta todavía hablar de una civilización en marcha frente al espectáculo de esos hombres y muje-res semidesnudos, tatuados y claveteados, llenos de amuletos, que siembran el bosque de trampas y enve-nenan sus flechas para diezmar a otras tribus y sacrifi-car a los hombres y mujeres que las pueblan a sus bár-baras divinidades o comérselos a fin de apropiarse de su inteligencia, sus artes mágicas y su poderío.
Para mí, la idea del despuntar de la civilización se identifica más bien con la ceremonia que tiene lu-gar en la caverna o el claro del bosque en donde ve-mos, acuclillados o sentados en ronda, en torno a una fogata que espanta a los insectos y a los malos espíri-tus, a los hombres y mujeres de la tribu, atentos, ab-sortos, suspensos, en ese estado que no es exagerado llamar de trance religioso, soñando despiertos, al con-juro de las palabras que escuchan y que salen de la boca de un hombre o una mujer a quien sería justo, aunque insuficiente, llamar brujo, chamán, curandero, pues aunque también sea algo de eso, es nada más y nada me-nos que alguien que también sueña y comunica sus sueños a los demás para que sueñen al unísono con él o ella: un contador de historias.
Quienes están allí, mientras, embrujados por lo que escuchan, dejan volar su imaginación y salen de sus precarias existencias a vivir otra vida —una vida de a mentiras, que construyen en silenciosa com-plicidad con el hombre o la mujer que, en el centro del escenario, fabula en voz alta—, realizan, sin adver-tirlo, el quehacer más privativamente humano, el que define de manera más genuina y excluyente esa natu-raleza humana entonces todavía en formación: salir de sí mismo y de la vida tal como es mediante un mo-vimiento de la fantasía para vivir por unos minutos o unas horas un sucedáneo de la realidad real, esa que no escogemos, la que nos es impuesta fatalmente por la razón del nacimiento y las circunstancias, una vida que tarde o temprano sentimos como una servidum-bre y una prisión de la que quisiéramos escapar. Quie-nes están allí, escuchando al contador, arrullados por las imágenes que vierten sobre ellos sus palabras, ya antes, en la soledad e intimidad, habían perpetrado, por instantes o ráfagas, esos exorcismos y abjuraciones a la vida real, fantaseando y soñando. Pero convertir aquello en una actividad colectiva, socializarla, insti-tucionalizarla, es un paso trascendental en el proceso de humanización del primitivo, en la puesta en mar-cha o arranque de su vida espiritual, del nacimiento de la cultura, del largo camino de la civilización.
Inventar historias y contarlas a otros con tanta elocuencia como para que éstos las hagan suyas, las incorporen a su memoria —y por lo tanto a sus vi-das—, es ante todo una manera discreta, en aparien-cia inofensiva, de insubordinarse contra la realidad real. ¿Para qué oponerle, añadirle, esa realidad ficticia, de a mentiras, si ella nos colmara? Se trata de un en-tretenimiento, qué duda cabe, acaso del único que existe para esos ancestros de vidas animalizadas por la rutina que es la búsqueda del sustento cotidiano y la lucha por la supervivencia. Pero imaginar otra vida y compartir ese sueño con otros no es nunca, en el fon-do, una diversión inocente. Porque ella atiza la imagi-nación y dispara los deseos de una manera tal que hace crecer la brecha entre lo que somos y lo que nos gustaría ser, entre lo que nos es dado y lo deseado y anhelado, que es siempre mucho más. De ese desajus-te, de ese abismo entre la verdad de nuestras vidas vi-vidas y aquella que somos capaces de fantasear y vivir de a mentiras, brota ese otro rasgo esencial de lo hu-mano que es la inconformidad, la insatisfacción, la re-beldía, la temeridad de desacatar la vida tal como es y la voluntad de luchar por transformarla, para que se acerque a aquella que erigimos al compás de nuestras fantasías.
Cuando surgen los contadores de historias en la humana tribu —y ellos aparecen siempre, sin ex-cepciones, en esas comunidades primitivas que evolucionarán luego en culturas y civilizaciones—, aquélla ha empezado ya inevitablemente a progresar —a su-perar obstáculos, a enriquecer sus conocimientos y sus técnicas— espoleada, sin saberlo, por esos oficiantes hechiceros que pueblan sus tardes o noches vacías con historias inventadas.
¿Cómo eran estos primeros contadores de his-torias, anónimos, remotos, tan antiguos casi como los lenguajes que ayudaron a forjar y les permitieron la existencia? ¿Qué historias contaban estos prehistóricos colegas, embriones o piedras miliares de los futuros no-velistas? ¿Y qué significaban para las vidas de esos hom-bres y mujeres de la aurora de la historia aquellos pri-meros cuentos y relatos que desde entonces fueron creando, junto y dentro de la vida real, otra vida para-lela, invisible, de mentiras, de palabras, pero rica, di-versa e intensa, y, aunque siempre de modo difícil de cuantificar, enredada y fundida con la otra, la de ver-dad, la que ella, de manera sutil y misteriosa, contagia e inficiona, corrigiéndola, orientándola, coloreándo-la, complementándola y contradiciéndola?
Desde el mes de agosto de 1958 y gracias a una experiencia que viví sin sospechar entonces la impor-tancia que tendría en mí vida, me he hecho muchas veces esas preguntas y he imaginado las posibles res-puestas, y hasta he escrito una novela que me absorbió enteramente por dos años, El hablador, que es una imaginaria averiguación de esos albores de la civiliza-ción cuando aparecieron, con los contadores de histo-rias, los gérmenes de lo que, pasado el tiempo y con la aparición de la escritura, llamaríamos literatura.
Ocurrió en una amplia cabaña de Yarinacocha —el lago de Yarina— en los alrededores de Pucallpa, en la Amazonia peruana, en agosto de 1958. Yo for-maba parte de una pequeña expedición que habían organizado la Universidad de San Marcos y el Institu-to Lingüístico de Verano para un antropólogo mexi-cano de origen español, el doctor Juan Comas, que quería visitar las tribus del Alto Marañón. La expedi-ción partiría al día siguiente de Yarinacocha, donde tenía su central de operaciones el Instituto Lingüísti-co de Verano, cuyo fundador, Guillermo Townsend, un amigo y biógrafo de Lázaro Cárdenas, estuvo allí aquella noche con nosotros. La reunión tuvo lugar después de una temprana cena. Recuerdo que varios lingüistas —eran lingüistas y misioneros a la vez, pues el Instituto, al mismo tiempo que aprendía las lenguas aborígenes y elaboraba gramáticas y vocabularios de ellas, tenía como designio la traducción de la Biblia a esas lenguas— nos hicieron exposiciones sobre las co-munidades aguarunas, huambisas y shapras que visitaríamos en el viaje. Pero todo eso se me ha ido con-fundiendo y borrando en la memoria de aquella noche, porque, para mí, lo emocionante e inolvidable de la sesión ocurrió al final, cuando tomaron la palabra los esposos Wayne y Betty Snell. Jóvenes todavía, esta pa-reja de lingüistas había pasado ya varios años —él des-de 1951 y ella desde 1952— conviviendo con una pe-queña comunidad machiguenga, en la región limita-da por los ríos Urubamba, Paucartambo y Mishagua, que, hasta la llegada de ellos a ese paraje, había vivido sin contacto alguno con la «civilización».
Betty y Wayne Snell nos explicaron la cuida-dosa estrategia que habían desarrollado para vencer la desconfianza de los machiguengas —desnudándose para acercarse a sus cabañas y dejándoles regalos, por ejemplo, y luego retirándose para que supieran que venían en son de paz— hasta ser aceptados y alojados por ellos. También, los difíciles primeros tiempos de convivencia en el nuevo hábitat, y su entusiasmo al ir poco a poco aprendiendo las costumbres y ritos de sus huéspedes y familiarizándose con el idioma machi-guenga.
Pero lo que mi memoria conserva como más vivido y apasionante de aquella noche, un recuerdo que nunca más se eclipsaría y, más bien, con el tiem-po, recobraría cada vez su fosforescencia contagiosa, fue aquello que, en un momento dado, nos contó Wayne Snell. Estaba solo con los machiguengas porque Betty había salido de viaje, tal vez a la central de Yarinacocha. Advirtió, de pronto, que cundía una agitación inusitada en la comunidad. ¿Qué ocurría? ¿Por qué estaban todos, hombres y mujeres, chicos y viejos, tan exaltados? Le explicaron que iba a llegar «el hablador». (Wayne Snell pronunció una palabra en machiguenga y dijo que el equivalente podría ser eso, «hablador».) Los machiguengas lo invitaron a escucharlo, junto con ellos. Éste es el momento de su historia que a mí me quitaría el sueño muchas noches, que cientos de veces retrotraería para volverlo a oír e imaginármelo, que sometería a un escrutinio enfermizo, al que, con sólo cerrar los ojos, imaginaría los meses y años fu-turos de mil maneras diferentes. Wayne Snell no tenía un buen recuerdo de aquella noche entera —sí, en-tera— que pasó, sentado en la tierra, en un claro del bosque, rodeado de todos los machiguengas de la comunidad, escuchando al hablador. Lo que él recorda-ba sobre todo era la unción, el fervor, con que todos lo escuchaban, la avidez con que bebían sus palabras y cuánto se alegraban, reían, emocionaban o entriste-cían con lo que contaba. Pero ¿qué era lo que el ha-blador les contaba? Wayne Snell ya sabía la lengua, pero no comprendía todo lo que aquél decía. Sí lo bastante para entender que aquel monólogo era un verdadero popurrí u olla podrida de cosas disímiles: anécdotas de sus viajes por la selva, y de las familias y aldeas que visitaba, chismografías y noticias de aque-llos otros machiguengas dispersos por la inmensidad de las selvas amazónicas, mitos, leyendas, habladurías, seguramente invenciones suyas o ajenas, todo mezcla-do, enredado, confundido, lo que no parecía molestar en absoluto a sus oyentes, que vivieron aquella larga noche —a diferencia de Wayne Snell, a quien le do-lían todos los huesos y los músculos por la incómoda postura, pero no se atrevía a partir para no herir la sus-ceptibilidad de los demás oyentes— en estado de in-candescencia espiritual. Luego, cuando el hablador partió, en toda la comunidad siguieron rememorando su venida muchos días, recordando y repitiendo lo que aquél les contaba.
Como me ha ocurrido con casi todas las expe-riencias vividas que luego se han convertido en mate-ria prima de mis novelas u obras de teatro, aquello que oí, esa noche de agosto de 1958, en un bungalow a orillas de Yarinacocha, a los esposos Snell, quedó primero firmemente almacenado en mi memoria, y en los meses y años siguientes, en Madrid, mientras escribía mi primera novela, y en París, cuando escribía la segunda, y en Lima o Londres o Estados Unidos mientras fabulaba la tercera y la cuarta, o en Barcelo-na, Brasil, Lima de nuevo, mientras seguía escribien-do otras historias y pasaban los años, aquel recuerdo volvía una y otra vez, siempre con más fuerza y ur-gencia, y, desde algún momento que no sabría preci-sar, acompañado ya de la intención de escribir alguna vez una novela a partir de aquellas imágenes que me dejaron en la memoria los esposos Snell en mi primer viaje a la Amazonia.
Muchas veces no sé por qué ciertas cosas vivi-das se me convierten en estímulos tan poderosos —casi en exigencias fatídicas— para inventar a partir de ellas historias ficticias. Pero en el caso del «hablador» machi-guenga sí creo saber por qué la imagen de esa pequeña comunidad de hombres y mujeres recién salidos, o sólo en trance de empezar a salir, de la prehistoria, excita-da y hechizada a lo largo de toda una noche por los cuentos de ese contador ambulante, me conmovía tanto. Porque aquel hombre que recorría las selvas yendo y viniendo entre las familias y aldeas machi-guengas era el sobreviviente de un mundo antiquísi-mo, un embajador de los más remotos ancestros, y una prueba palpable de que allí, ya entonces, en ese fondo vertiginosamente alejado de la historia huma-na, antes todavía de que empezara la historia, ya había seres humanos que practicaban lo que yo pretendía hacer con mi vida —dedicarla a inventar y contar his-torias— y, además, sobre todo, porque allí, en esos al-bores del destino humano, aquel hablador y su rela-ción tan entrañable con su comunidad eran la prueba tangible de la importantísima función que cumplía la ficción —esa vida de mentiras soñada e inventada de los contadores de cuentos— en una comunidad tan primitiva y separada de la llamada «civilización». No había duda: aquello iba mucho más lejos de la mera diversión, aunque, por supuesto, escuchar al hablador fuera para los machiguengas la diversión suprema, un espectáculo que los embelesaba y les hacía vivir, mien-tras lo escuchaban, una vida más rica y diversa que sus pedestres vidas cotidianas. Gracias a sus habladores, un sistema sanguíneo que llevaba y traía historias que les concernían a todos, los machiguengas, pulverizados en una vasta región en comunidades minúsculas casi sin contacto entre sí, tenían conciencia de pertenecer a una misma cultura, a un mismo pueblo, y conservaban vivos, gracias a aquellas narraciones, un pasado, una his-toria, una mitología, una tradición, pues, por el testi-monio de Wayne Snell, era clarísimo que de todo esto estaba compuesto —como en una manta de retazos— el discurso del hablador machiguenga.
Sólo en 1985 me puse a trabajar sistemática-mente en El hablador. Para entonces había leído y anotado todos los artículos y trabajos etnológicos, folclóricos y sociológicos a los que había podido echar mano sobre los machiguengas. Pero sólo entonces lo hice a tiempo completo, pasando muchas horas en bi-bliotecas y consultando a antropólogos o misioneros dominicos (que han tenido y tienen aún misiones en territorio machiguenga). Además, cuando terminé una primera versión de la novela, hice un viaje a la Amazo-nía, con Vicente y Lorenzo de Szyszlo y el antropólo-go Luis Román, que llevaban algún tiempo haciendo trabajo social y de investigación en comunidades ma-chiguengas del alto y medio Urubamba y afluentes. Visité algunas de ellas y pude conversar con los nati-vos, así como con criollos y misioneros de la zona. Antes, en 1981, con ayuda del Instituto Lingüístico de Verano, había visitado las primeras aldeas machi-guengas de la historia: Nueva Luz y Nuevo Mundo, donde, con alegría, me encontré con los esposos Snell, a quienes no había vuelto a ver desde aquella noche de 1958. Recuerdo todavía la cara de estupefacción de ambos cuando, en Nueva Luz, tomando una infusión de yerbaluisa y mientras los izangos me devoraban los tobillos, les dije que lo que les había oído contar vein-titrés años atrás sobre los machiguengas, y más precisamente sobre el hablador, me había acompañado todo este tiempo y que estaba decidido a escribir una novela inspirada en ese personaje de su historia. Los Snell no podían creer lo que yo les decía. Ya tenían una edición de la Biblia en machiguenga, que me mostraron, y ambos habían publicado trabajos lin-güísticos, gramaticales y vocabularios sobre esa comu-nidad que ahora —en 1981— veían, felices, agruparse en localidades, desarrollar actividades agrícolas y elegir «caciques», autoridades, algo que antes no habían teni-do nunca.
Toda esa investigación fue apasionante y re-cuerdo los dos años que dediqué a El hablador con nostalgia. Pero una de mis grandes sorpresas en el cur-so de esa investigación fue lo poco que encontré, en lo mucho que leí, sobre los «habladores» o contadores de cuentos machiguengas. No podía explicármelo.
Había algunas referencias al paso sobre ellos en algu-nos cronistas viajeros del siglo XIX, como el francés Charles Wiener, y en los informes o memorias de las misiones dominicas —el «hablador» jamás aparecía con esa denominación—, pero casi nada en los antro-pólogos y etnólogos que habían trabajado sobre los machiguengas contemporáneos. Algunos de los críti-cos que han estudiado mi novela, como Benedict Anderson, que le dedicó un penetrante estudio , deducen por eso que, como no está documentado por los cien-tíficos sociales, aquello de los «habladores» machi-guengas es una invención mía. ¡Qué más quisiera yo que haberme inventado a ese personaje formidable! Aunque, a veces, la memoria me ha jugado algunas malas pasadas y me ha hecho confundir recuerdos vi-vidos con recuerdos inventados en el proceso de gestar una novela, en este caso metería mis manos al fuego y juraría que aquella historia del «hablador» se la oí a Wayne Snell tal como mi memoria la ha conservado hasta ahora, medio siglo después.
Cuando volví a ver a los Snell, en 1981, en el poblado de Nueva Luz, él recordaba apenas aquella sesión nocturna en Yarinacocha de 1958 (y, a mí, me-nos aún). Cuando yo le mencioné al «hablador», él y su esposa, Betty, y el joven cacique o jefe de la comuni-dad, cambiaron frases en machiguenga, se consultaron y, finalmente, poniéndose de acuerdo, pronunciaron ese nombre que yo he estampado en la dedicatoria de El  hablador: «kenkitsatatsirira». Sí, dijeron, se podía tra-ducir por «hablador» o «contador». Pero la verdad es que ninguno de los tres me pudo dar datos más pre-cisos sobre los habladores. Y, de los machiguengas con los que hablé, directamente o a través de intér-pretes, en el alto y el medio Urubamba, siempre ob-tuve respuestas evasivas cada vez que los interrogué sobre los habladores. ¿Me soñé con todo aquello, pues? Estoy seguro que no. Y estoy seguro, también, de que los «habladores» no son criaturas de mi imaginación. Existen y, ahora mismo, alguno de ellos está reco-rriendo los bosques o hablando, hablando, en los cla-ros o aldeas de la tribu, ante una ronda de caras cré-dulas y maravilladas.
¿Por qué los ocultan? ¿Por qué no han hablado más de ellos a los forasteros? ¿Por qué los informantes machiguengas que han proporcionado tanto material a etnólogos y antropólogos sobre sus mitos y leyendas, sobre sus creencias y costumbres, sobre su pasado, han sido tan reservados en torno a una institución que, sin la menor duda, ha representado y debe representar to-davía algo central en la vida de la comunidad? Tal vez por la razón que inventé en mi novela El hablador para explicar ese silencio pertinaz: a fin de mantener dentro del secreto de las cosas sagradas de la tribu, amparado por un pacto tácito o tabú, algo que pertenece a lo más íntimo y privado de la cultura machi-guenga, algo que, de manera intuitiva y certera, los machiguengas, que en el curso de su historia han sido despojados ya de tantas cosas —tierras, sembríos, dio-ses, vidas—, sienten que deben mantener a salvo de una contaminación y manoseo que lo desnaturalizaría y despojaría de su razón de ser: mantener viva el alma machiguenga, lo propio, lo intransferible, su naturale-za espiritual, su realidad emblemática y mítica. Pues todo eso es lo que representa el hablador para ellos. O, acaso, la curiosidad de los científicos sociales jamás concedió la importancia debida a esos contadores de cuentos pri-mitivos, aunque algunos de ellos, como el padre Joaquín Barriales (O. P.), recopilador y traductor de algunos hermosos poemas y leyendas machiguengas, se hayan interesado por su folclore y mitología.
En todo caso, una cosa es universalmente sabi-da: la ficción, esa otra realidad inventada por el ser humano a partir de su experiencia de lo vivido y ama-sada con la levadura de sus deseos insatisfechos y su imaginación, nos acompaña como nuestro ángel de la guarda desde que allá, en las profundidades de la prehis-toria, iniciamos el zigzagueante camino que, al cabo de los milenios, nos llevaría a viajar a las estrellas, a domi-nar el átomo y a prodigiosas conquistas en el dominio del conocimiento y la brutalidad destructiva, a descu-brir los derechos humanos, la libertad, a crear al indi-viduo soberano. Probablemente ninguno de esos descubrimientos y avances en todos los dominios de la experiencia habría sido posible si, mirando a nuestras espaldas millones de años atrás, no descubriéramos a nuestros antepasados de los tiempos de la caverna y el garrote, entregados a esa iniciativa ingenua e infantil, seguramente cuando, en la hora cumbre del pánico, la noche oscura, apretados contra otros cuerpos huma-nos en busca de calor, se ponían a divagar, a viajar mentalmente, antes de que el sueño los venciera, a un mundo distinto, a una vida menos ardua, con menos riesgos, o más premios y logros de los que les permitía la realidad vivida. Ese viaje mental fue, es, el principio de lo mejor que le ha pasado a la sociedad huma-na, pero también, sin duda, de muchas de sus trage-dias, porque abandonarse a los sortilegios de la imagi-nación empujados por nuestros deseos no sólo nos descubre lo que hay de altruista, generoso y solidario en el corazón humano, también esos demonios, apetitos destructores, de feroz irracionalidad, que suelen anidar también entreverados con nuestros sueños más benignos.
La literatura es una hija tardía de ese quehacer primitivo, inventar y contar historias, que humanizó a la especie, la refinó, convirtió el acto instintivo de la reproducción en fuente de placer y en ceremonia artísti-ca —el erotismo— y disparó a los humanos por la ruta de la civilización, una forma sutil y elevada que sólo fue posible con la escritura, que aparece en la historia muchos miles de años después de los lenguajes. ¿Alte-ró sustancialmente la escritura —la literatura— el via-je a la ficción que emprendían juntos los primitivos cada vez que se reunían a oír contar historias a sus con-tadores de cuentos? Esencialmente, no. La escritura dio a las historias una forma más ceñida y cuidada, y las hizo más personales, complejas y elaboradas, diversifi-cándolas, sutilizándolas hasta dotar a algunas de ellas de dificultades que las volvían inaccesibles al lector co-mún y corriente, algo que de por sí era inconcebible en el género de ficciones orales dirigidas al conjunto de la comunidad.
Y por otra parte, la escritura dio a las ficciones una estabilidad y permanencia que no podían tener las ficciones orales, transmitidas de padres a hijos y de generación en generación, de pueblo a pueblo y de cultu-ra en cultura, que, como muestran todas las recopila-ciones que se han hecho de esos relatos, leyendas y gestas conservadas por tradición oral a lo largo de los años, se diversifican y transforman hasta no parecer provenir de un tronco común ni guardar parentesco entre sí.
Pero, descontando las variantes formales y la metamorfosis a que está sometida inevitablemente la literatura oral, hay una inequívoca línea de continui-dad entre aquélla y la escrita, entre la ficción contada y escuchada y la leída, por lo menos en lo que ambas representan en su origen y designio: un movimiento mental del desvalido ser humano para salir de la jaula en que transcurre su vida y alcanzar una libertad e ini-ciativa que lo hace escapar del espacio y del tiempo en que transcurre su existencia, y extiende y profundiza sus experiencias haciéndolo vivir, como en una meta-morfosis mágica, otras acciones, aventuras, pasiones, y le permite adueñarse de toda clase de destinos, aun los más estrafalarios y riesgosos, que las ficciones bien concebidas y contadas —las ficciones persuasivas—, oídas o leídas, incorporan a sus vidas.
Esta vida de mentiras que es la ficción, que vivimos cuando viajamos, solos o acompañados (es-cuchando a los habladores o leyendo a cuentistas y novelistas), hacia esos universos creados por la imagi-nación y los apetitos humanos, no debe ser considera-da una mera réplica de la vida de verdad, la vida obje-tivamente vivida, aunque ésta sea la tendencia con que suelen estudiarla los científicos sociales que, va-liéndose de la literatura oral y escrita, ven en ésta un documento sociológico e histórico para conocer las intimidades de una sociedad. En verdad, la ficción no es la vida sino una réplica a la vida que la fantasía de los seres humanos ha construido añadiéndole algo que la vida no tiene, un complemento o dimensión que es precisamente lo ficticio de la ficción, lo propiamente novelesco de la novela, aquello de lo que la vida real carece, pero que deseábamos que tuviera—por ejemplo un orden, un principio y un fin, una coherencia y mil cosas más— y para poder tenerlo debimos inven-tarlo a fin de vivirlo en el sueño lúcido en el que se viven las ficciones.
Este es un tema largo y complejo sobre el que no debo ni puedo extenderme aquí, sólo apuntarlo en este somero croquis de la antigüedad y razón de ser de la ficción en la vida de los seres humanos. Es un error creer que soñamos y fantaseamos de la misma manera que vivimos. Por el contrario, fantaseamos y soñamos lo que no vivimos, porque no lo vivimos y quisiéra-mos vivirlo. Por eso lo inventamos: para vivirlo de a mentiras, gracias a los espejismos seductores de quien nos cuenta las ficciones. Esa otra vida, de mentiras, que nos acompaña desde que iniciamos el largo pere-grinaje que es la historia humana, no nos refleja como un espejo fiel, sino como un espejo mágico, que, pe-netrando nuestras apariencias, mostraría nuestra vida recóndita, la de nuestros instintos, apetitos y deseos, la de nuestros temores y fobias, la de los fantasmas que nos habitan. Todo eso somos también nosotros, pero lo disimulamos y negamos en nuestra vida pú-blica, gracias a lo cual es posible la convivencia y la vida social, a la que tantas cosas debemos sacrificar para que la comunidad civilizada no estalle en caos, li-bertinaje y violencia. Pero esa otra vida negada y re-primida que es también nuestra sale siempre a flote y de alguna manera la vivimos en las historias que nos subyugan, no sólo porque están bien contadas, sino acaso sobre todo porque gracias a ellas nos reencontramos con la parte perdida —Georges Bataille la lla-maba la «parte maldita»— de nuestra personalidad.
Diversión, magia, juego, exorcismo, desagra-vio, síntoma de inconformidad y rebeldía, apetito de libertad, y placer, inmenso placer, la ficción es mu-chas cosas a la vez, y, sin duda, rasgo esencial y exclu-sivo de lo humano, lo que mejor expresa y distingue nuestra condición de seres privilegiados, los únicos en este planeta y, hasta ahora al menos, en el universo co-nocido, capaces de burlar las naturales limitaciones de nuestra condición, que nos condena a tener una sola vida, un solo destino, una sola circunstancia, gracias a esa arma sutil: la ficción.
Por eso no es impropio decir que sin la ficción la libertad no existiría y que, sin ella, la aventura hu-mana hubiera sido tan rutinaria e idéntica como la vida del animal. Soñar vidas distintas a la que tene-mos es una manera díscola de comportarse, una ma-nera simbólica de mostrar insatisfacción con lo que somos y hacemos y, por lo mismo, significa introdu-cir en nuestra existencia dos elementos sediciosos: el desasosiego y la ilusión. Querer ser otro, otros, aun-que sea de la manera vicaria en que lo somos entre-gándonos a los ilusionismos y juegos de disfraces de la ficción, es emprender un viaje sin retorno hacia para-jes desconocidos, una proeza intelectual en que está contenida en potencia toda la prodigiosa aventura hu-mana que registra la historia. Difícilmente hubieran sido posibles todas esas hazañas y descubrimientos en la materia y el espacio, en la mente y en el cuerpo, en la geografía y en la conciencia y subconciencia, ni hubiéramos alcanzado, al igual que en la ciencia y la téc-nica, en las artes las deslumbrantes realizaciones de un Dante, un Shakespeare, un Botticelli, un Rembrandt, un Mozart o un Beethoven, si, antes de todo ello, no nos hubiéramos puesto a soñar historias a veces tan persuasivas que indujeron a ciertos lectores apasiona-dos, como el Quijote y Madame Bovary, a querer convertirlas en realidades, y a tantos otros a actuar con ímpetu y genio para que la vida real se fuera acercan-do más y más a la que creamos con nuestra fantasía.
A la vez que sirvió para que con ella aplacáramos nuestros miedos y deseos, la ficción nos hizo más inconformes y ambiciosos y dio un sentido trascendente a nuestra libertad, al hacer nacer en nosotros la voluntad de vivir de manera distinta a la que nuestra circunstan-cia nos obliga. Por eso, aunque en el milenario transcurrir del acontecer humano nos hemos ido despojando de tantas cosas —prejuicios, tabúes, miedos, costum-bres, creencias, dioses y demonios que eran otros tantos obstáculos para poder alcanzar nuevas cimas de progre-so y civilización—, hemos seguido siendo fieles a ese an-tiguo rito que, para fortuna nuestra, comenzaron a prac-ticar los ancestros en el principio de la historia: soñar juntos, convocados por las palabras de otro soñador —hablador, cuentista, juglar, trovero, dramaturgo o no-velista—, para de este modo conjurar nuestros miedos y escapar a nuestras frustraciones, realizar nuestros anhe-los recónditos, burlar a la vejez y vencer a la muerte, y vivir el amor, la piedad, la crueldad y los excesos que nos reclaman los ángeles y demonios que arrastramos con nosotros, multiplicando de esta manera nuestras vidas al calor del fuego que chisporrotea de esa otra vida, impal-pable, hechiza e imprescindible que es la ficción.
El tema de la ficción y la vida es una constante que, desde tiempos remotos, aparece en la literatura, y, además de las obras que ya he citado —el Quijote y Madame Bovary—, muchas otras lo han recreado y ex-plorado de mil maneras diferentes. Pero acaso en nin-gún otro autor moderno aparezca con tanta fuerza y originalidad como en las novelas y los cuentos de Juan Carlos Onetti, una obra que, sin exagerar demasiado, podríamos decir está casi íntegramente concebida para mostrar la sutil y frondosa manera como, junto a la vida verdadera, los seres humanos hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imáge-nes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refu-giarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es.


sábado, 25 de octubre de 2014

Mario Vargas Llosa. Novela. Fragmento. "La fiesta del chivo".


Mario Vargas Llosa

La Fiesta del Chivo

Editorial Alfaguara

Buenos Aires, 2000

Mario Vargas Llosa
Nació en Arequipa (Perú) en 1936. Tras la publicación de un libro de relatos (Losjefes, 1959), el enorme éxito de sus primeras novelas (La ciudady losperros, 1962, Premio Biblioteca Breve y Premio de la Crítica en España, La casa verde, 1966, y Conversación en La Catedral) lo convierte en uno de los representantes más señeros del boom latinoamericano. A partir de este período, su biografía y su bibliografía se van enriqueciendo hasta niveles que sólo los más grandes autores alcanzan. Mario Vargas Llosa ha obtenido los más importantes galardones literarios, desde el Leopoldo Alas por Losjefes hasta el Cervantes de 1994, pasando por el ya mencionado Biblioteca Breve, el Formentor, el Rómulo Gallegos, el Príncipe de Asturias, el Planeta, etcétera. En 1997 Alfaguara publicó su, hasta ese momento, última novela Los cuadernos de don Rigoberto.
 Profesor universitario, articulista, académico, ensayista político, Vargas Llosa es actualmente una de las personalidades intelectuales de más peso en el mundo entero.



A Lourdes y José Israel Cuello,
y a tantos amigos dominicanos.

«El pueblo celebra con gran entusiasmo la Fiesta del Chivo el treinta de mayo.»
 Mataron al Chivo Merengue dominicano

I

Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo («Mejor dicho, de Ciudad Trujillo», cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D.C., ni en New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y sus compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre que le infligieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea?
 Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomado rompiendo sus prevenciones contra los somníferos. La superficie azul oscura del mar, sobrecogida por manchas de espuma, va a encontrarse con un cielo plomizo en la remota Línea del horizonte, y, aquí, en la costa, rompe en olas sonoras y espumosas contra el Malecón, del que divisa pedazos de calzada entre las palmeras y almendros que lo bordean. Entonces, el Hotel Jaragua miraba al Malecón de frente. Ahora, de costado. La memoria le devuelve aquella imagen –¿de ese día?– de la niña tomada de la mano por su padre, entrando en el restaurante del hotel, para almorzar los dos solos. Les dieron una mesa junto a la ventana, y, a través de los visillos, Uranita divisaba el amplio jardín y la piscina con trampolines y bañistas. Una orquesta tocaba merengues en el Patio Español, rodeado de azulejos y tiestos con claveles. ¿Fue aquel día? «No», dice en voz alta. Al Jaragua de entonces lo habían demolido y reemplazado por este voluminoso edificio color pantera rosa que la sorprendió tanto al llegar a Santo Domingo tres días atrás.
 ¿Has hecho bien en volver? Te arrepentirás, Urania. Desperdiciar una semana de vacaciones, tú que nunca tenías tiempo para conocer tantas ciudades, regiones, países que te hubiera gustado ver –las cordilleras y los lagos nevados de Alaska, por ejemplo– retornando a la islita que juraste no volver a pisar. ¿Síntoma de decadencia? ¿Sentimentalismo otoñal? Curiosidad, nada más. Probarte que puedes caminar por las calles de esta ciudad que ya no es tuya, recorrer este país ajeno, sin que ello te provoque tristeza, nostalgia, odio, amargura, rabia. ¿O has venido a enfrentar a la ruina que es tu padre? A averiguar qué impresión te hace verlo, después de tantos años. Un escalofrío le corre de la cabeza a los Pies. ¡Urania, Urania! Mira que si, después de todos estos años, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada, impermeable al desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes un corazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental. Se echa a reir. Basta de boberías, muchacha.
 Se pone las zapatillas, el pantalón, la blusa de deportes, sujeta sus cabellos con una redecilla. Bebe un vaso de agua fría y está a punto de encender la televisión para ver la CNN pero se arrepiente. Permanece junto a la ventana, mirando el mar, el Malecón, y luego, volviendo la cabeza, el bosque de techos, torres, cúpulas, campanarios y copas de árboles de la ciudad. ¡Cuánto ha crecido! Cuando la dejaste, en 1961, albergaba trescientas mil almas. Ahora, más de un millón. Se ha llenado de barrios, avenidas, parques y hoteles. La víspera, se sintió una extraña dando vueltas en un auto alquilado por los elegantes condominios de Bella Vista y el inmenso parque El Mirador donde había tantos joggers como en Central Park. En su niñez, la ciudad terminaba en el Hotel El Embajador; a partir de allí todo eran fincas, sembríos. El Country Club, donde su padre la llevaba los domingos a la piscina, estaba rodeado de descampados, en vez de asfalto, casas y postes del alumbrado como ahora.
 Pero la ciudad colonial no se ha remozado, ni tampoco Gazcue, su barrio. Y está segurísima de que su casa cambió apenas. Estará igual, con su pequeño jardín, el viejo mango y el flamboyán de flores rojas recostado sobre la terraza donde solían almorzar al aire libre los fines de semana; su techo de dos aguas y el balconcito de su dormitorio, al que salía a esperar a sus primas Lucinda y Manolita, y, ese último año,1961, a espiar a ese muchacho que pasaba en bicicleta, mirándola de reojo, sin atreverse a hablarle. ¿Estaría igual por dentro? El reloj austríaco que daba las horas tenía números góticos y una escena de caza. ¿Estaría igual tu padre? No. Lo has visto declinar en las fotos que cada cierto número de meses o años te mandaban la tía Adelina y otros remotos parientes que continuaron escribiéndote, pese a que nunca contestaste sus cartas.
 Se deja caer en un sillón. El sol del amanecer alancea el centro de la ciudad; la cúpula del Palacio Nacional y el ocre pálido de sus muros destella suavemente bajo la cavidad azul. Sal de una vez, pronto el calor será insoportable. Cierra los ojos, ganada por una inercia infrecuente en ella, acostumbrada a estar siempre en actividad, a no perder tiempo en lo que, desde que volvió a poner los pies en tierra dominicana, la ocupa noche y día: recordar. «Esta hija mía siempre trabajando, hasta dormida repite la lección.» Eso decía de ti el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral, Cerebrito Cabral, jactándose ante sus amigos de la niña que sacó todos los premios, la alumna que las sisters ponían de ejemplo. ¿Se jactaría delante del Jefe de las proezas escolares de Uranita? «Me gustaría tanto que usted la conociera, sacó el Premio de Excelencia todos los años desde que entró al Santo Domingo. Para ella, conocerlo, darle la mano, sería la felicidad. Uranita reza todas las noches porque Dios le conserve esa salud de hierro. Y, también, por doña Julia y doña María. Háganos ese honor. Se lo pide, se lo ruega, se lo implora el más fiel de sus perros. Usted no puede negármelo: recíbala. ¡Excelencia! ¡Jefe!»
 ¿Lo detestas? ¿Lo odias? ¿Todavía? «Ya no», dice en voz alta. No habrías vuelto si el rencor siguiera crepitando, la herida sangrando, la decepción anonadándote, envenenándola, como en tu juventud, cuando estudiar, trabajar, se convirtieron en obsesionante remedio para no recordar. Entonces sí lo odiabas. Con todos los átomos de tu ser, con todos los pensamientos y sentimientos que te cabían en el cuerpo. Le habías deseado desgracias, enfermedades, accidentes. Dios te dio gusto, Urania. El diablo, más bien. ¿No es suficiente que el derrame cerebral lo haya matado en vida? ¿Una dulce venganza que estuviera hace diez años en silla de ruedas, sin andar, hablar, dependiendo de una enfermera para comer, acostarse, vestirse, desvestirse, cortarse las uñas, afeitarse, orinar, defecar? ¿Te sientes desagraviada? «No.»
 Toma un segundo vaso de agua y sale. Son las siete de la mañana. En la planta baja del Jaragua la asalta el ruido, esa atmósfera ya familiar de voces, motores, radios a todo volumen, merengues, salsas, danzones y boleros, o rock y rap, mezclados, agrediéndose y agrediéndola con su chillería. Caos animado, necesidad profunda de aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del que fue tu pueblo, Urania. También, explosión de vida salvaje, indemne a las oleadas de modernización. Algo en los dominicanos se aferra a esa forma prerracional, mágica: ese apetito por el ruido. («Por el ruido, no por la música.»)
 No recuerda que, cuando ella era niña y Santo Domingo se llamaba Ciudad Trujillo, hubiera un bullicio semejante en la calle. Tal vez no lo había; tal vez, treinta y cinco años atrás, cuando la ciudad era tres o cuatro veces más pequeña, provinciana, aislada y aletargada por el miedo y el servilismo, y tenía el alma encogida de reverencia y pánico al jefe, al Generalísimo, al Benefactor, al Padre de la Patria Nueva, a Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina, era más callada, menos frenética. Hoy, todos los sonidos de la vida, motores de automóviles, casetes, discos, radios, bocinas, ladridos, gruñidos, voces humanas, parecen a todo volumen, manifestándose al máximo de su capacidad de ruido vocal, mecánico, digital o animal (los perros ladran más fuerte y los pájaros pían con más ganas). ¡Y que New York tenga fama de ruidosa! Nunca, en sus diez años de Manhattan, han registrado sus oídos nada que se parezca a esta sinfonía brutal, desafinada, en la que está inmersa hace tres días.
 El sol enciende las palmeras canas de enhiestas copas, la acera quebrada y como bombardeada por la cantidad de hoyos y los altos de basuras, que unas mujeres con pañuelos en la cabeza barren y recogen en unas bolsas insuficientes. «Haitianas.» Ahora están calladas, pero, ayer, cuchicheaban entre ellas en creole. Poco más adelante, ve a los dos haitianos descalzos y semidesnudos sentados en unos cajones, al pie de las decenas de pinturas de vivísimos colores, desplegadas sobre un muro. Es verdad, la ciudad, acaso el país, se llenó de haitianos. Entonces, no ocurría. ¿No lo decía el senador Agustín Cabral? «Del Jefe se dirá lo que se quiera. La historia le reconocerá al menos haber hecho un país moderno y haber puesto en su sitio a los haitianos. ¡A grandes males, grandes remedios!» El jefe encontró un paisito barbarizado por las guerras de caudillos, sin ley ni orden, empobrecido, que estaba perdiendo su identidad, invadido por los hambrientos y feroces vecinos. Vadeaban el río Masacre y venían a robarse bienes, animales, casas, quitaban el trabajo a nuestros obreros agrícolas, pervertían nuestra religión católica con sus brujerías diabólicas, violaban a nuestras mujeres, estropeaban nuestra cultura, nuestra lengua y costumbres occidentales e hispánicas, imponiéndonos las suyas, africanas y bárbaras. El Jefe cortó el nudo gordiano: «¡Basta!». ¡A grandes males, grandes remedios! No sólo justificaba aquella matanza de haitianos del año treinta y siete; la tenía como una hazaña del régimen. ¿No salvó a la República de ser prostituida una segunda vez en la historia por ese vecino rapaz? ¿Qué importan cinco, diez, veinte mil haitianos si se trata de salvar a un pueblo?
 Camina deprisa, reconociendo los hitos: el Casino de Güibia, convertido en club, y el balneario ahora apestado por las cloacas; pronto llegará a la esquina del Malecón y la avenida Máximo Gómez, el itinerario del jefe en sus caminatas vespertinas. Desde que los médicos le advirtieron que era bueno para el corazón, iba de la Estancia Radhamés hacia la Máximo Gómez, con una escala en casa de doña Julia, la Excelsa Matrona, donde Uranita entró una vez a decir un discurso que casi no pudo pronunciar, y bajaba hasta este malecón George Washington, en esta esquina doblaba y seguía hasta el obelisco imitado del de Washington, a paso vivo, rodeado de ministros, asesores, generales, ayudantes, cortesanos, a respetuosa distancia, los ojos alertas, el corazón esperanzado, aguardando un gesto, un ademán que les permitiera acercarse al jefe, escucharlo, merecer un diálogo, aunque fuera una recriminación. Todo, menos ser mantenidos lejos, en el infierno de los olvidados. «¿Cuántas veces paseaste entre ellos, papá? ¿Cuántas mereciste que te hablara? Y cuántas volviste entristecido porque no te llamó, temeroso de no estar ya en el círculo de los elegidos, de haber caído entre los réprobos. Siempre viviste aterrado de que contigo se repitiera la historia de Anselmo Paulino. Y se repitió, papá.»
 Urania se ríe y una pareja en bermudas que camina en dirección contraria cree que es con ellos: «Buenos días». Pero no es con ellos que se ríe, sino con la imagen del senador Agustín Cabral trotando cada tarde por este Malecón, entre los sirvientes de lujo, atento, no a la cálida brisa, los rumores del mar, la acrobacia de las gaviotas ni a las radiantes estrellas del Caribe, sino a las manos, los ojos, los movimientos del jefe, que tal vez lo llamarían, prefiriéndolo a los demás. Ha llegado al Banco Agrícola. Luego vendrá la Estancia Ramfis, donde continúa la Secretaría de Relaciones Exteriores, y el Hotel Hispaniola. Y media vuelta.
 «Calle César Nicolás Penson, esquina Galván», piensa. ¿Iría o regresaría a New York sin echar una ojeada a su casa? Entrarás y le preguntarás a la enfermera por el inválido y subirás al dormitorio y a la terraza donde lo sacan a dormir sus siestas, esa terraza que se ponía roja con las flores del flamboyán. «Hola, papá. Cómo estás, papá. ¿No me reconoces? Soy Urania. Claro, qué me vas a reconocer. La última vez yo tenía catorce y ahora cuarenta y nueve. Una punta de años, papá. ¿No era ésa la edad que tú tenías, el día que me fui a Adrian? Si, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve. Un hombre en plena madurez. Ahora, estás por cumplir ochenta y cuatro. Te has vuelto viejísimo, papá.» Si está en condiciones de pensar, habrá tenido mucho tiempo en estos años para hacer un balance de su larga vida. Habrás pensado en tu hija ingrata, que en treinta y cinco años no te contestó una carta, ni envió una foto, ni una felicitación de cumpleaños, Navidades o Año Nuevo, que ni siquiera cuando te vino el derrame y tías, tíos, primos y primas creían que te morías, vino ni preguntó por tu salud. Qué hija malvada, papá.
 La casita de César Nicolás Penson, esquina Galván, ya no recibirá a los visitantes, en el vestíbulo de la entrada, donde se acostumbraba poner la imagen de la Virgencita de la Altagracia, con esa placa de bronce jactancioso: «En esta casa Trujillo es el Jefe». ¿O la has conservado, en prueba de lealtad? La lanzarías al mar como los miles de dominicanos que la compraron y colgaron en el lugar más visible de la casa, para que nadie fuera a dudar de su fidelidad al jefe, y que, cuando el hechizo se trizó quisieron borrar las pistas, avergonzados de lo que ella representaba: su cobardía. A que tú también la desapareciste, papá.
 Ha llegado al Hispaniola. Está sudando, el corazón acelerado. Pasa un doble río de autos, camionetas y camiones por la avenida George Washington y le parece que todos llevan la radio encendida y que el ruido le reventará los tímpanos. A ratos, de algún vehículo asoma una cabeza masculina y un instante los suyos se encuentran con unos ojos varoniles que le miran los pechos, las piernas o el trasero. Esas miradas. Está esperando un hueco que le permita cruzar y una vez más se dice, como ayer, como anteayer, que está en tierra dominicana. En New York ya nadie mira a las mujeres con ese desparpajo. Midiéndola, sopesándola, calculando cuánta carne hay en cada una de sus tetas y muslos, cuántos vellos en su pubis y la curva exacta de sus nalgas. Cierra los ojos, presa de un ligero vahído. En New York, ya ni los latinos, dominicanos, colombianos, guatemaltecos, miran así. Han aprendido a reprimirse, entendido que no deben mirar a las mujeres como miran los perros a las perras, los caballos a las yeguas, los puercos a las puercas.
 En un intervalo de vehículos, cruza, a la carrera. En vez de dar media vuelta y emprender el regreso hacia el Jaragua, sus pasos, no su voluntad, la llevan a contornear el Hispaniola y regresar por independencia, una avenida que, si no la traiciona su memoria, avanza desde aquí, cargada de una doble alameda de frondosos laureles cuyas crestas se abrazan sobre la calzada, refrescándola, hasta bifurcarse y desaparecer ya en plena ciudad colonial. Cuántas veces caminaste de la mano de tu padre, bajo la sombra rumorosa de los laureles de Independencia. Bajaban desde César Nicolás Penson hasta esta avenida e iban hasta el parque Independencia. En la heladería italiana, a mano derecha, al comenzar El Conde, tomaban un helado de coco, mango o guayaba. Qué orgullosa te sentías de la mano de ese señor –el senador Agustín Cabral, el ministro Cabral. Todos lo conocían. Se acercaban, le daban la mano, se quitaban el sombrero, le hacían venias,  guardias y militares chocaban los tacos al verlo pasar. Cómo echarías de menos esos años en que eras tan importante, papá, cuando te volviste un pobre diablo del montón. A ti se contentaron con insultarte en El Foro Público, pero no te metieron a la cárcel como a Anselmo Paulino. ¿Es lo que más temías, cierto? Que, un buen día, el jefe ordenara: ¡Cerebrito a la cárcel! Tuviste suerte, papá–
 Lleva tres cuartos de hora y falta un buen trecho hasta el hotel. Si hubiera sacado dinero, se metería a cualquier cafetería a tomar desayuno y descansar. El sudor la obliga a secarse la cara todo el tiempo. Los años, Urania. A los cuarenta y nueve ya no se es joven. Por más que te conserves mejor que otras. Pero, no estás para ser arrumbada como trasto viejo, a juzgar por esas miradas que, a derecha e izquierda, se posan en su cara y su cuerpo, insinuantes, codiciosas, descaradas, insolentes, de machos acostumbrados a desvestir con los ojos y los pensamientos a todas las hembras de la calle. «Unos cuarenta y nueve años maravillosamente bien llevados, Uri», dijo Dick Litney, su colega y amigo de bufete en New York, el día de su cumpleaños, audacia que ningún varón de la oficina se hubiera permitido a menos de tener, como Dick esa noche, dos o tres whiskys en el cuerpo. Pobre Dick. Se ruborizó y confundió cuando Urania lo congeló con una de esas miradas lentas con las que desde hace treinta y cinco años enfrenta las galanterías, chistes subidos de color, gracias, alusiones o majaderías de los hombres, y, a veces, de las mujeres.
 Se detiene, para recuperar el aliento. Siente su corazón descontrolado, su pecho subiendo y bajando. Está en la esquina de Independencia y Máximo Gómez, esperando entre un racimo de hombres y mujeres para cruzar. Su nariz registra una variedad tan grande de olores como el sinfín de ruidos que martillean sus oídos: el aceite que queman los motores de las guaguas y despiden los tubos de escape, lengüetas humosas que se deshacen o quedan flotando sobre los peatones; olores a grasa y fritura, de un puesto donde chisporrotean dos sartenes y se ofrecen viandas y bebidas, y ese aroma denso, indefinible, tropical, a resinas y matorrales en descomposición, a cuerpos transpirando, un aire impregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protege, demorando su disolución y evanescencia. Es un olor cálido, que toca alguna fibra íntima de su memoria y la devuelve a su infancia, a las trinitarias multicolores colgadas de techos y balcones, a esta avenida Máximo Gómez. ¡El Dia de las Madres! Por supuesto. Mayo de sol radiante, lluvias diluviales, calor. Las niñas elegidas del Colegio Santo Domingo para traerle flores a Mamá Julia, la Excelsa Matrona, progenitora del Benefactor, espejo y símbolo de la madre quisqueyana. Vinieron en una guagua del colegio, en sus uniformes blancos inmaculados, acompañadas de la superiora y de síster Mary. Ardías de curiosidad, orgullo, cariño y respeto. Ibas a entrar en representación del colegio a casa de Mamá Julia. Ibas a recitarle el poema «Madre y maestra, Matrona Excelsa», que habías escrito, aprendido y recitado decenas de veces, ante el espejo, ante tus compañeras, ante Lucinda y Manolita, ante papá, ante las sisters, y que habías repetido en silencio para estar segura de no olvidar una sílaba. Llegado el glorioso instante, en la gran casa rosada de Mamá Julia, aturdida por los militares, señoras, ayudantes, delegaciones que atestaban jardines, cuartos, pasillos, sobrecogida de emoción, ternura, al dar un paso adelante apenas a un metro de la anciana que le sonreía con benevolencia desde su mecedora, con el ramo de rosas que acababa de entregarle la superiora, se le cerró la garganta y su mente quedó en blanco. Te echaste a llorar. Escuchabas risas, palabras animosas, de las señoras y señores que rodeaban a Mami Julia.
 La Excelsa Matrona hizo que te acercaras, risueña. Entonces, Uranita se compuso, se secó las lágrimas, se enderezó y, firme y rápida, aunque sin la entonación debida, recitó «Madre y maestra, Matrona Excelsa», de corrido.
 La aplaudieron. Mamá Julia le acarició los cabellos y su boquita fruncida en mil arrugas la besó.
 Por fin, cambia la luz. Urania continúa su marcha, protegida del sol por la sombra de los árboles de la Máximo Gómez. Hace una hora que camina. Es grato andar bajo los laureles, descubrir esos arbustos de florecillas rojas y pistilo dorado, la cayena o sangre de Cristo, absorbida en sus pensamientos, arrullada por la anarquía de voces y músicas, atenta sin embargo a los desniveles, baches, hoyos, deformaciones de las veredas en que está constantemente a punto de tropezar, o de meter un pie en las basuras que husmean perros callejeros. ¿Eras feliz, entonces? Cuando fuiste con ese grupo de alumnas del Santo Domingo a llevarle flores y recitarle el poema, en el Día de las Madres, a la Excelsa Matrona, lo eras. Aunque, desde que aquella figura protectora) bellísima, de su infancia, se eclipsó de la casita de César Nicolás Penson, quizás la noción de felicidad se evaporó también de la vida de Urania. Pero tu padre y tus tíos –sobre todo, la tía Adelina y el tío Aníbal, y las primas Lucindita y Manolita y los antiguos amigos hicieron lo posible para llenar la ausencia de tu madre con mimos y halagos, de modo que no te sintieras sola, disminuida. Tu padre había sido tu padre y tu madre aquellos años. Por eso lo habías querido tanto. Por eso te había dolido tanto, Urania.
 Cuando llega a la puerta trasera del Jaragua, ancha reja por donde entran los automóviles, los mayordomos, los cocineros, las camareras, los barrenderos, no se detiene. ¿Dónde vas? No ha tomado decisión alguna. Por su cabeza, concentrada en su niñez, en su colegio, en los domingos en que iba con su tía Adelina y sus primas a las tandas infantiles del Cine Elite, no ha cruzado la idea de no entrar al hotel a ducharse y desayunar. Sus pies han decidido seguir. Camina sin vacilar, segura del rumbo, entre peatones y automóviles impacientes por los semáforos. ¿Seguro quieres ir donde estás yendo, Urania? Ahora, sabes que irás, aunque tengas que lamentarlo.
 Dobla a la izquierda en Cervantes y avanza hacia la Bolívar, reconociendo como en sueños los chalets de uno o dos pisos, con cercos y jardines, terrazas descubiertas y garajes, que le despiertan un sentimiento familiar, imágenes preservadas, deterioradas, ligeramente descoloridas, desportilladas, afeadas con añadidos y pegotes, cuartitos erigidos en las azoteas, ensamblados en los flancos, en medio de los jardines, para alojar a los vástagos que se casan y no pueden vivir solos y vienen a añadirse a las familias, exigiendo más espacio. Cruza lavanderías, farmacias, florerías, cafeterías, placas de dentistas, médicos, contadores y abogados. En la avenida Bolívar va como si estuviera tratando de alcanzar a alguien, como si fuera a echarse a correr. El corazón se le sale por la boca. En cualquier momento, te desplomarás. A la altura de Rosa Duarte, tuerce a la izquierda y corre. Pero, el esfuerzo le resulta excesivo y vuelve a andar, ahora más despacio, muy cerca del muro blancuzco de una casa, por si el vértigo se repite y debe apoyarse en algo hasta recobrar el aliento. Salvo un ridículo edificio angostísimo de cuatro pisos, donde estaba la casita con púas del doctor Estanislas que la operó de las amígdalas, nada ha cambiado; hasta juraría que esas sirvientas que barren los jardines y las fachadas la van a saludar: «Hola, Uranita. Cómo estás, muchacha. Cuánto has crecido, niña. Adónde tan apurada, Santa Madre de Dios».
 La casa tampoco ha cambiado tanto, aunque el gris de sus paredes lo recordaba intenso y es ahora desvaído, con lamparones, descascarado. El jardín se ha transformado en matorral de yerbas, hojas muertas y grama seca. Nadie lo habrá regado ni podado hace años. Ahí está el mango. ¿Era ése el flamboyán? Debió de serlo, cuando tenía hojas y flores; ahora, es un tronco de brazos pelados y raquíticos.
 Se recuesta en la puerta de hierro calado que da al jardín. El caminito de losetas con yerbas en las junturas está enmohecido y, en la terraza y el porche, hay una silla vencida, con una pata rota. Han desaparecido los muebles de cretona amarilla. También, la lamparita de la esquina, con cristales esmerilados, que iluminaba la terraza, en torno a la cual se aglomeraban las mariposas de día y zumbaban insectos de noche. El balconcito de su dormitorio ya no tiene la trinitaria malva que lo cubría: es un voladizo de cemento, con manchas herrumbrosas.
 Al fondo de la terraza, se abre una puerta con largo gemido. Una figura femenina, enfundada en un uniforme blanco, la mira con curiosidad:
 —¿Busca a alguien?
 Urania no puede hablar; está tan agitada, emocionada, asustada. Permanece muda, mirando a la desconocida.
 —¿Qué se le ofrece? –pregunta la mujer.
 —Yo soy Urania –dice, al fin–. La hija de Agustín Cabral.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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