miércoles, 30 de abril de 2014

Ricardo Piglia: "Pesa más Borges que García Márquez".



OPINIÓN.
El escritor argentino Ricardo Piglia, renovador de la prosa en castellano con novelas como 'Plata quemada' o los relatos de 'Jaulario', cree que la narrativa Latinoamerica actual está temáticamente más cerca de las "ciudades laberínticas" de Jorge Luis Borges que de la naturaleza mágica de Gabriel García Márquez.

Piglia (Adrogué, 1941), que el pasado día 2 logró el XVII Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con su novela 'Blanco nocturno', ofrece una hoy charla en Barcelona sobre '100 años de la novela en América Latina', en el marco del centenario de Casa América Cataluña.

El autor ha explicado a Efe que, a pesar de la diversidad narrativa (la tradición andina, caribeña, mexicana, la rioplatense o la brasileña) que hay en este inmenso territorio con cerca de 580 millones de habitantes, el arrollador "boom" de esta literatura en los años 60 "se sintetizó en un par de rasgos".

"Con la cristalización del boom, se generó una ilusión temática en la narrativa latinoamericana centrada en asuntos campesinos, mundos con desarrollos económicos muy divergentes y de tradiciones arcaicas y fue Gabriel García Márquez quien lo delimitó con más nitidez narrativa", indica Piglia.

Sin embargo, el novelista argentino cree que la novela actual de este continente bebe más de la cosmogonía de Jorge Luis Borges, autor de una generación anterior, que de la del padre de 'Cien años de soledad', del "realismo mágico" que durante décadas pareció inundarlo todo.

"Borges nos da hoy mejor la pauta de lo que es América Latina, esa mezcla de relaciones de tradiciones culturales propias y una tentación europea cosmopolita".

"Hemos pasado de cierta mirada a las selvas, a los grandes ríos y a las grandes dimensiones de la naturaleza, para pensar en mundos de ciudades con un orden en caos, que Borges atribuía a la acción de un Dios que delira", señala el escritor argentino.

Piglia, que dice provenir de la tradición narrativa rioplatense, ajena a la poética predominante del resto del continente, cree que entre los escritores contemporáneos de este área hay cierta responsabilidad por la herencia recibida de nombres como Julio Cortazar, Juan Carlos Onetti o el propio Borges.

Ensayista habitual, el narrador argentino, que mantiene un diario personal que estudia cómo publicar, alterna relatos y novelas, aunque no se atreve a determinar si el cuento es el principio o el fin.

"Yo escribo como un desafío a un grado de perfección al que el cuento puede llegar; también me interesa narrar un relato con pocas palabras y que tenga el efecto de una novela, es una gran fantasía", explica.

En este ámbito, trabaja ahora en un libro de relatos, unas "historias personales" surgidas de vivencias que, si no biográficas, al menos están inspiradas en el mundo que le rodea.

Autor de cuatro novelas (desde la reveladora "Respiración inicial", 1980) Piglia anima a sus lectores adelantándoles que quiere dedicar "tres o cuatro veces más tiempo" a escribir novelas para acortar así los plazos de entrega.

Aunque afirma que no lo gusta tomar posiciones políticas, destaca lo logrado por el Gobierno del fallecido Néstor Kirschner y su esposa Cristina Fernández, y añade que ésta no sólo volverá a presentarse a la presidencia sino que renovará en el cargo. "Han encarado ciertas cuestiones que parecían imposibles de tocar en Argentina, como el papel de los militares, o la relación con el FMI, se tomaron unas decisiones y uno valora estas decisiones fuertes", remarca.

Profesor en Princenton, Piglia tuvo allí como compañero a Antonio Calvo, al docente español que se suicidó en extrañas circunstancias, unos días después de ser despedido.

"Nunca sabremos el motivo, fue un hecho trágico que nos dejó en un estado de estupefacción y pena", se lamenta el escritor argentino que reclama una reflexión sobre las condiciones académicas en las que se renueva los contratos a los profesores.
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/06/14/cultura/1308057294.html

martes, 29 de abril de 2014

Roberto Bolaño.


 Roberto Bolaño
(Chile, 1953-2003)
 Escritor nacido en Santiago de Chile, Bolaño ha llevado una existencia bastante trashumante. A los 15 años estaba viviendo en México, donde comenzó a trabajar como periodista y se hizo troskista. En el 73 regresó a su país y pudo presenciar el golpe militar. Se alistó en la resistencia y terminó preso. Unos amigos detectives de la adolescencia lo reconocieron y lograron que a los ocho días abandonase la cárcel. Se fue a El Salvador: conoció al poeta Roque Dalton y a sus asesinos. En el 77 se instaló en España, donde ejerció (también en Francia y otros países) una diversidad de oficios: lavaplatos, camarero, vigilante nocturno, basurero, descargador de barcos, vendimiador. Hasta que, en los 80, pudo sustentarse ganando concursos literarios. A fines de los años 90 la suerte empezó a estar de su lado: Los detectives salvajes (1999) obtuvo el premio Herralde y el Rómulo Gallegos, considerado el Nobel de Latinoamérica. Es autor de las novelas, La pista de hielo (1993), La literatura nazi en América (1996), Estrella distante (1996), Amuleto (1999), Monsieur Pain (1999), Nocturno de Chile (2000), Una novelita lumpen (2002) y 2666 (2004), ésta última póstuma.

(Fragmento. Novela.2666).

"Soy un gigante perdido en medio de un bosque calcinado. Mi destino, sin embargo, sólo lo conozco yo.
Y entonces volvieron a oírse los pasos y las risas y los jaleos y palabras de aliento de los presos y de los carceleros que escoltaban al gigante. Y luego vieron a un tipo enorme y muy rubio que entraba en la sala de visitas inclinando la cabeza, como si temiera darse un topetazo con el techo, y que sonreía como si acabara de hacer una travesura, cantar en alemán la canción del leñador perdido, y que los miró a todos con una mirada inteligente y burlona. Después el carcelero que lo acompañaba le preguntó a Guadalupe Roncal si prefería que lo esposara a la silla o no y Guadalupe Roncal movió la cabeza negativamente y el carcelero le dio una palmadita en el hombro al tipo alto y se marchó y el funcionario que estaba junto a Fate y las mujeres también se marchó no sin antes decirle algo al oído a Guadalupe Roncal y ellos se quedaron solos.
–Buenos días –les dijo el gigante en español. Se sentó y estiró las piernas por debajo de la mesa hasta que aparecieron sus pies por el otro lado.
Llevaba unos zapatos deportivos, de color negro, y calcetines blancos. Guadalupe Roncal retrocedió un paso.
–Pregunten lo que quieran –dijo el gigante.
Guadalupe Roncal se llevó una mano a la boca, como si estuviera inhalando un gas tóxico, y no supo qué preguntar".

lunes, 28 de abril de 2014

Antonio Muñoz Molina.





Antonio Muñoz Molina (Úbeda -Jaén (España)-, 10 de enero de 1956), escritor español y académico de número de la Real Academia Española (1995). Actualmente reside en Nueva York, donde dirigió el Instituto Cervantes hasta mediados del 2006.

Estudió Historia del Arte en la Universidad de Granada y Periodismo en la de Madrid. En los años ochenta se establece en Granada, donde trabaja como funcionario y colabora como columnista en el diario Ideal, su primer libro es una recopilación de esos artículos y aparece en 1984 con el título El Robinsón urbano.

Su primera novela, Beatus ille aparece en 1986. En ella figura una ciudad imaginaria de nombre Mágina, que reaparecerá en sus sucesivas obras, y que en realidad es su ciudad natal de Úbeda.

En 1987 obtiene el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa por El invierno en Lisboa y en 1991 el premio Planeta por El jinete polaco, por la que vuelve a ser Premio Nacional de Narrativa en 1992.

Otras obras destacadas son Beltenebros (1989) una novela de amor y de intriga en el Madrid de la posguerra con implicaciones políticas (véase también la película basada en esa obra), Los misterios de Madrid (1992 -publicada inicialmente como serial a capítulos en el diario El País -el título hace referencia al folletín decimonónico Los misterios de París, de Eugène Sue-), y El dueño del secreto (1994).

Está casado con la también escritora Elvira Lindo, con la que tiene un hijo.
(aporte de mjrgdelar)
 Un traductor simultáneo que viaja de ciudad en ciudad le cuenta su vida a una mujer, evocando en su relato las voces de los habitantes de Mágina, su pueblo natal. Así sabremos de su bisabuelo Pedro, que era expósito y estuvo en Cuba, de su abuelo, guardia de asalto que en 1939 acabó en un campo de concentración, de sus padres, campesinos de resignada y oscura vida, y de su propia niñez y turbulenta adolescencia en un lugar en plena transformación.

En un período de tiempo comprendido entre el asesinato de Prim en 1870 y la Guerra del Golfo, estos y otros personajes van configurando el curso de la historia de esa comunidad y de España, formando un apasionante mosaico de vidas a través de las cuales se recrea un pasado que ilumina y explica la personalidad del narrador. Esta prodigiosa novela, urdida en torno a circunstancias biográficas, se transforma en una peripecia histórica surcada por tramas que se entrelazan con la principal, la enriquecen y se enriquecen con ella.

El jinete polaco fue galardonada con el Premio Planeta 1991 y el Nacional de Literatura en 1992.
Fuente: N.N.

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domingo, 27 de abril de 2014

Nicolai Vasilievich Gogol. Novela: "Almas muertas". Almas muertas o las aventuras de Chichikov.


El hombre
Nicolai Vasilievich Gogol nació en Sorochinez, del distrito de Mirgorod (en el gobierno
de Poltava, Ucrania), el 1 de abril de 1809. Descendía de una familia de cosacos
ucranianos que llevaban una vida sencilla y patriarcal. El padre, Vasili Afanasievich, era
un pequeño terrateniente y ex funcionario de Correos; comediógrafo popular, sus obras
ejercieron cierto influjo sobre los primeros pasos literarios de Nicolás; algunas de ellas
fueron tenidas en cuenta por su hijo, especialmente para La feria de Sorochinez. De ahí
que al respirar ese ambiente desde su infancia se desarrollara su afición por el teatro y la
literatura. Vasili había escrito comedias cortas, sátiras y relatos humorísticos, atrayendo
así a su hijo, que llegaría con el tiempo a alturas insospechadas hasta entonces.
Su madre se caracterizaba por su espíritu extremadamente inclinado al misticismo
religioso y a las supersticiones, y de ella lo heredaría Gogol, no sólo por su carácter, sino
por la formación que de ella recibió.
En 1820 inició sus estudios en el liceo de Niezin, en Poltava, donde permaneció hasta
el año 1828; allí empezó a escribir, concluyendo la obra Hans Hüchelgarten, publicada
más tarde bajo el seudónimo de V. Alov y por su propia cuenta.
A los dieciséis años murió su padre; ello representó un grave trastorno en cuanto a la
situación económica de la familia, puesto que de sus dominios nunca habían obtenido
pingues beneficios, sin que esto preocupara gran cosa al matrimonio: si los ingresos eran
modestos, también lo eran sus gustos.
Nicolás, el primogénito (de doce hermanos murieron siete, casi todos a temprana
edad), tuvo que encargarse de la familia, aconsejando constantemente a su madre sobre
distintas operaciones para incrementar sus ingresos, y demostrando de este modo su
sentido práctico. Por otra parte, la desaparición de su padre alteró también su disposición
de ánimo, haciendo que en adelante mostrara un excesivo apego hacia su madre; es po-
sible que esto contribuyera asimismo a una radical dificultad de su carácter, torpe hasta el
máximo para la comunicación afectiva e intelectual con sus semejantes.
Cuando hubo concluido sus estudios medios, Gogol, ante quien la economía doméstica
ofrecía una perspectiva cada vez más sombría, marchó a San Petersburgo (1828),
ilusionado por triunfar como poeta romántico e impulsado por una especie de afán de
imponer justicia en el mundo. Los primeros meses de su estancia allí coincidieron con el
poco éxito de su novela en verso Hans Küchelgarten, que al fin se decidió a publicar
apremiado por la necesidad; a su autor se le hace víctima del ridículo, arrecian las críticas
en los periódicos, y entonces Gogol, decepcionado, tras retirar de las librerías todos los
ejemplares que encuentra, decide abandonar Rusia y partir hacia América. Sin embargo,
no pasó de Lübeck, y su permanencia en el extranjero quedó reducida a un mes. Al
regresar a la patria volvió de nuevo a San Petersburgo. Consiguió por último, con la
ayuda de su tío, un pequeño empleo ministerial que apenas le daba para vivir; más tarde
obtuvo un ascenso y con ello mejoró su situación económica, dedicándose en los ratos de
ocio a la pintura. En 1830 intenta ser actor, pero fracasa. Apremiado otra vez por la falta
de dinero, decide escribir a fin de aumentar sus ingresos, y en 1831 aparece el primer
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volumen de las Veladas en la granja de Dikanka, al que seguirá en 1832 el segundo
volumen. En esta ocasión alcanzará un notable éxito.
En San Petersburgo entró en contacto con los círculos literarios de aquella época, y
sobre todo con personajes de la altura de Jukovski, Pletniev y Pushkin, que apreciarían su
obra. Pushkin será para él un buen amigo y protector, y repetidas veces le proporcionará
el tema para sus obras. Gracias a uno de sus nuevos amigos obtiene el puesto de profesor
de Historia en el Instituto Patriótico para señoritas, y después, en 1834, pasa a la
Universidad; pero pronto lo deja, debido, según dicen algunos, a sus escasos
conocimientos en la materia.
En 1835 surge a la luz una segunda colección de cuentos, Mirgorod, también en dos
volúmenes, en los que a los elementos integrantes de la primera, el colorido local y la
fantasía, añadió otros dos: el histórico-épico y el realista psicológico de fondo
humorístico, representados por Taras Bulba, novela histórica al estilo de las de Walter
Scott, y por Cómo pleitearon Iván Ivanovich e Iván Nikiforovich, y Terratenientes de
antaño, respectivamente; funde los elementos realistas con los fantásticos y románticos,
revela un espíritu satírico, y al mismo tiempo se advierte en ellos cierta tendencia a las
situaciones espirituales morbosas. Más adelante escribe Arabescos (nueva recopilación en
dos volúmenes), que contiene ensayos críticos en los que pretende dar conciencia de su
propio arte. Siguen después otros cuentos: Perspectiva Nevski, Las memorias de un loco,
en que retrata fielmente las fases de la demencia, y El retrato, en su primera versión,
donde se descubren nuevos elementos de su personalidad artística.
En 1832 realizó un viaje a Ucrania, despertándose entonces en él el amor por el teatro,
al que años más tarde se dedicaría escribiendo algunas de sus mejores obras. Regresó
después a San Petersburgo, donde entabló nuevas amistades en el ambiente intelectual,
especialmente con la familia Aksakov, dando con ello un renovado impulso a sus ideas
teóricas nacionalistas y eslavófilas. Su amistad con Pushkin se estrechó, y éste le contó un
día la anécdota que serviría de base para su comedia El inspector general. Acerca de ella,
Gogol afirmó en cierta ocasión que al empezar a escribirla tenía el propósito de poner al
descubierto todo lo feo y lo malo que había visto en Rusia, a fin de que el público pudiera
reírse de todo aquello. En esta comedia las dotes de humorista de Gogol aparecen
condensadas con fortuna. Con autorización del mismo zar se puso en escena el 19 de abril
de 1836; la obra era un despiadado ataque contra la corrupción burocrática, y ni siquiera
Nicolás I había previsto la reacción de las clases satirizadas. Proporcionó a su autor
muchos disgustos, a pesar de la admiración del grupo de idealistas moscovitas; Pushkin
ya le había advertido que en Moscú sería mucho mejor acogido que en San Petersburgo, y
al fin Gogol autorizó su representación allí. No obstante, las polémicas suscitadas
ahondaron en él la amargura, ya aumentada por su morbosa sensibilidad, y resolvió
emprender otro viaje al extranjero. Sin embargo, no desistió de terminar Almas muertas, o
las aventuras de Chichikov, obra iniciada en 1835, y la continuó en Roma, adonde llegó en
marzo de 1837, permaneciendo allí dos años; anteriormente había residido por algún
tiempo en Alemania, en Suiza y en París, donde recibió la noticia de la muerte de
Pushkin. Todos estos años fueron para él de continua actividad; la impresión producida
por la Ciudad Eterna le impulsó a escribir el breve fragmento Roma; asimismo escribió El
capote, que se convertiría en el más famoso de sus cuentos; refundió El retrato, rehizo
Taras Bulba, terminó El matrimonio, su segunda comedia, y dio punto final a su "poema",
como él le llamaba, Almas muertas, primera parte, publicada en el año 1842, y que
alcanzó gran resonancia, hasta el punto de colocar el arte de Gogol por encima del de los
escritores rusos de todos los tiempos. Su publicación coincidió con el punto álgido de la
crisis que minaba física y espiritualmente a Gogol desde hacía ya mucho tiempo, puesto
que su innata tendencia al misticismo religioso se convirtió entonces en una obsesión.
Marchó otra vez fuera de la patria y se instaló en Roma, desde donde realizó algunos
viajes a Paris, a Niza y Ostende. Estuvo trabajando en la segunda parte de Almas
muertas, trabajo que avanzó con mucha lentitud debido a esa obsesión que le llevó a la
idea de que era necesaria una purificación moral, de que debía reformarse él mismo para
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tratar después de reformar a los demás, de salvar a sus compatriotas. Todo esto oscureció
su inteligencia hasta llegar a hacer de él un pobre desequilibrado. El mismo confesó que
había perdido para largo tiempo la capacidad de crear. Más tarde sería posible darse
cuenta de que, en sus obras, Gogol había esparcido esos pensamientos y elucubraciones
que habían hecho presa en él, mediante el estudio de los cuales se descubren numerosos
aspectos borrosos de su psicología.
Regresa de nuevo a Rusia, donde, convencido de que su destino es realizar elevadas
obras morales, y tal vez por cumplir un voto, publica Fragmentos escogidos de la
correspondencia con los amigos (1847), en que reúne sus reflexiones acerca de los
problemas más importantes de la vida de la época, acerca de la servidumbre, el arte, la
libertad, la religión, los castigos corporales (de los que era partidario), etc. Esta obra, que
resultó ser como un breviario del oscurantismo reaccionario, produjo una desastrosa
impresión y disgustó especialmente a los ambientes literarios democráticos, que hasta
entonces habían visto en él a un escritor progresista y liberal, según juzgaban por el
contenido crítico de sus obras. Bielinski, el famoso crítico, le escribió una carta abierta
acusándole de haber abandonado su tarea de renovación justiciera y clamando indignado
que volviera a ella.
Al año siguiente, en 1848, realiza un viaje a Palestina en busca de tranquilidad de
espíritu; allí se empeña en recorrer con un guía el mismo camino que siguió Cristo hasta
el Gólgota. A partir de entonces su salud se quebranta cada vez más. Se dedica a concluir
la segunda parte de Almas muertas, y al fin se entrega casi por completo a sus
elucubraciones religiosas y morales; la idea de la muerte le horroriza, y acaba renegando
de su obra literaria, considerándola injuriosa e indigna. Se da cuenta al concluir esa
segunda parte de que se ha salido de sus posibilidades artísticas, y una mañana ordena a
su criado que abra la estufa y arroje al fuego el manuscrito. Poco tiempo después (21 de
febrero de 1852), Gogol dejaba de existir.
Carácter y significado de Gogol
Gogol era un ser esencialmente contradictorio y enigmático en todos los aspectos de su
carácter y reacciones, e incluso en sus más elementales sentimientos, hasta el punto de
hacerse incomprensible. Esa dualidad fue notable sobre todo en el aspecto religioso, y a
medida que avanzaba su vida iba haciéndose cada vez más evidente; en los últimos
tiempos su espíritu oscilaba continuamente entre los pensamientos del diablo y de Cristo.
A causa de su debilidad espiritual, llegó incluso a creer que percibía al diablo casi de un
modo físico.
Su vida se caracterizó por un miedo casi místico a la muerte y a tener que presentarse
ante el Dios justiciero; ese sentimiento, heredado de su madre, presidió toda su vida y
aumentó conforme pasaban los años. Era un miedo injustificado, una melancolía, que
quizá también en cierta parte se debiera a su salud enfermiza, fortalecida a partir de los
24 años, pero no por ello superada; sus enfermedades y desasosiegos eran muchas veces
más imaginarios que reales. Por otra parte, carecía de dominio propio; estaba dotado de
un carácter vacilante, y esto hizo que a menudo se encontrara en situaciones absurdas,
ridículas y hasta humillantes. Su vida tenía toda la apariencia de una fuga de sí mismo, a
pesar de que más bien rehuyó siempre toda compañía y amó la soledad. Se mantenía
alejado de todo el mundo y jamás confesaba por entero sus pensamientos ni sentimientos,
ni tan siquiera a su madre o a sus amigos; espíritu nada abierto, reconcentrado, prefería
guardar siempre para sí algún pequeño rincón, algún secreto, por simple que fuera,
porque, según él, de este modo conservaba siempre la libertad.
El prosista Gogol y el poeta Pushkin fueron los creadores del moderno idioma literario
ruso, dando a sus letras la orientación nacional; crearon la conciencia de los valores
espirituales de su patria, e indicaron a sus colegas el camino a seguir. Pushkin con su
poesía y Gogol con la prosa de sus obras realistas fundaron la literatura nacional rusa.
Gogol le dio su orientación decisiva y fecunda, sentando las bases del futuro realismo.
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Las obras de ese escritor a quien muchas veces rodeó un silencio hostil o que fue
rechazado por su público tan injustamente, contenían el germen de la literatura rusa del
futuro. El también creó toda una serie de personajes cuyos nombres quedaron, como
apelativos entre los rusos.
No obstante, es curioso que siendo Gogol el creador de la prosa rusa, del moderno
idioma literario, se diera también en su lengua una contradicción íntima, como la que
existía en él en tantas otras cosas. Por una parte la domina totalmente, pero por otra
vacila en su sentimiento, exageradamente fino, de la lengua. Con frecuencia afirmaba que
temía pecar contra ella, llegando a decir: «Mi lengua y mi estilo son tan imprecisos que en
esto me quedo atrás con respecto a muchos malos escritores. Hasta un principiante o un
escolar puede reírse de mi lengua. Cuando cojo la pluma, me siento como paralizado.» En
estas palabras podemos ver hasta qué punto le preocupaba la lengua.
Gogol entre el romanticismo y el realismo
La posición de Gogol en la literatura rusa ha sido muy discutida, llegando al extremo
de que unos le han considerado el representante de la «escuela naturalista» de Bielinski,
y, en cambio, otros, un precursor de las más modernas tendencias romántico-grotescas.
Gogol pertenece a la generación de 1830; dentro del romanticismo, es él quien inicia en
la literatura rusa la corriente realista. Su vida transcurrió bajo el régimen reaccionario del
zar Nicolás I, y en él se dan fundamentales características que le diferencian tanto de los
escritores anteriores como de los posteriores o coetáneos más jóvenes que él.
Contrariamente a los que le sucedieron, Gogol no intervino nunca en las querellas
ideológicas de la crítica literaria que entonces cobraba auge, así como tampoco pensó ni
remotamente en acusaciones contra el Estado ni en reformas e innovaciones progresistas.
De este modo Gogol se mantuvo alejado de la orientación social, que no tardaría en ser la
principal característica de los escritores rusos. En cambio, se diferencia de los anteriores
como Puhskin, o los coetáneos como Lermontov, en que con su obra exclusivamente en
prosa llevó a cabo el tránsito del romanticismo al realismo, inspirándose directamente en
la realidad de su patria, a pesar de que lo hiciera con temperamento de humorista, y
ofreciendo de este modo el ejemplo a seguir. Así, pues, en la historia de la literatura
nacional, su obra no sólo representa el paso decisivo del romanticismo al realismo, sino
que abre el camino de la época áurea de la narrativa de su país.
Sin embargo, Gogol no se limita a copiar la realidad; al mismo tiempo que la describe,
aparecen en sus obras numerosas escapadas hacia el mundo de la fantasía (mediante la
intervención de diablos, brujos...) y, cosa nada de extrañar, hacia un reformismo moral a
ultranza. No obstante, esto no le separa de lo que en adelante será la gran literatura del
siglo 19, en la que, a pesar de su realismo, es frecuente encontrar también elementos
fantásticos y reformismo moral; así ocurrirá, por ejemplo, en Chejov y en Dostoievski.
De ahí que en sus obras deban tenerse en cuenta estos dos aspectos, tanto el romántico
y moralizador como el realista, aunque no hay que decir que acierta mucho más en el
segundo. Por otra parte, no es posible separar uno de otro, ya que ambos se interfieren en
la mayoría de sus obras; por los dos lados es como hay que verle, y así lo hicieron casi
todos sus compatriotas y especialmente sus coetáneos. Gogol mismo atestigua lo
evidentes que son ambos planos cuando explica la impresión que le causó a Pushkin la
obra Almas muertas al leerla ante éste: “Pushkin, tan aficionado a reír, a medida que yo
leía se iba poniendo cada vez más sombrío, y al acabarse la lectura exclamó con
desesperación: "¡Dios mío, qué triste es nuestra Rusia!". Pushkin había interpretado como
amarga revelación de la realidad aquello que a primera vista aparecía como una obra
caricaturesca. Entonces Gogol sigue diciendo: "En aquel momento me di cuenta de la
importancia que podía tener todo cuanto saliera directamente del alma, y, en general,
todo cuanto poseyera una verdad interior”. Gogol acababa de ver la superioridad de lo
real, y advirtiendo que esto obliga al escritor a esforzarse más, exclama: "Cuanto más
común es un objeto, más por encima de él debe hallarse el artista a fin de conseguir de él
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lo no-común, para que esto llegue a ser verdad completa”.
Al principio tal vez resaltó más el aspecto romántico, pudiéndose decir que casi entró
en la literatura como un típico romántico; pero no por ello sus primeras obras dejaron de
ser auténticamente realistas; cuanto más avanzaba en su carrera literaria, más iba
destacándose este segundo aspecto, y así Gogol llegó a convertirse en director del nuevo
movimiento novelístico, hasta que el realismo cristalizó definitivamente. Pero Gogol se
diferenció de los grandes escritores realistas que le siguieron, en que a éstos les movía
una tendencia, un interés por la situación político-social que presentaba Rusia en aquellos
momentos; todos ellos se dieron cuenta de que a Rusia era preciso cambiarla, de que su
estructura social no podía subsistir; Rusia llevaba varios siglos de atraso con respecto a
los demás países europeos y tenía que ser reformada; pero la severidad del régimen, la
censura, la vigilancia policial, no permitían el progreso del país ni la libre expresión de
las ideas; sin embargo, paradójicamente, la censura sólo prohibía los ataques personales y
no las ideas generales; mientras no se atacara a Dios, al zar o a la Administración, en los
escritos se toleraba todo, hasta el punto de que incluso, sin prever sus consecuencias, se
permitió la entrada en el país de El capital, de Carlos Marx. De este modo la literatura se
convirtió en la tribuna del pueblo, y los escritores clamaron por la justicia y el progreso
social. Estas características se dieron en todos los literatos posteriores a Gogol y también
en algunos coetáneos. A Gogol, por el contrario, no le movía la crítica social; con sus
poderosas dotes de observación plasmó la realidad en sus obras, se limitó a pintar el
cuadro de la Rusia que veían sus ojos, abriendo y preparando así el camino que seguiría
la literatura hasta la llegada del bolchevismo.
Gogol acentuó el interés de la literatura por el hombre, y concretamente por el hombre
en el ambiente ruso. En sus obras hace gala de un gran espíritu de observación, de una
gran capacidad para penetrar en la mente y en el alma humanas, pero al mismo tiempo no
puede liberarse de algunos elementos característicos del romanticismo. Esto hizo que
unos le consideran como romántico y otros como realista, e incluso yendo más allá,
llevando todo esto al campo de la vida político-social, hizo que los primeros le
consideraran conservador y los segundos liberal. Por ello ha sido el escritor ruso tal vez
más discutido por distintas corrientes, y siempre con fervor y apasionamiento. Quizá en
nadie como en él se pueda ver mejor la insuficiencia de las etiquetas, puesto que si por un
lado fue fruto del romanticismo de sus tiempos, por otro fue también el padre del
realismo ruso, siendo, pues, romántico y realista a la vez. Hoy día se le considera el
primer representante auténtico del realismo en la narrativa de Rusia, aunque no ajeno al
movimiento literario que le precedió y coexistió con él. Ya desde los primeros momentos
del romanticismo habían surgido escritores tanto rusos como ucranianos, en general de
poca talla (excepto Pushkin y Lermontov), en los que aparecían características totalmente
realistas. Estos elementos son muchísimo más marcados en Gogol, constituyendo el
escritor un caso más complejo, ya que si por una parte la abundancia de elementos
realistas permiten que se le clasifique como autor realista, por otra, los también
abundantes elementos románticos permiten encuadrarlo en el anterior movimiento
literario. Los críticos contemporáneos a Gogol le incluyeron en el primer grupo, así como
los críticos posteriores de matiz más o menos social; en cambio, una parte de la moderna
crítica, desligada de las influencias de tendencia sociológica, le incluye en el segundo. No
obstante, creemos que lo más acertado, alejados de todo prejuicio, es considerarle como
padre del realismo ruso, pero no por ello apartado del romanticismo; si bien se ha
hablado de una clasificación de sus obras según en ellas se dé la reproducción de la
realidad o la fantasía creadora, es muy difícil poder establecerla, pues ambos elementos se
mezclan y se funden casi siempre, resultando a menudo imposible afirmar cuál de ellos
predomina. Se suele decir que cuanto más avanza en su obra más característicos y
abundantes son también los elementos realistas; sí, es cierto, pero esto no significa en
modo alguno que al escribir, por ejemplo, las Veladas en Dikanka o Taras Bulba, Gogol no
hubiera concebido la idea de reproducir artísticamente la realidad, por más que interven-
gan elementos fantásticos como brujos y diablos, que por otro lado formaban parte de las
supersticiones tan comunes en el pueblo que intentaba retratar, como en el primer caso, o
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elementos de la exageración y ampulosidad romántica, como en el segundo.
Si recorremos todas sus obras, vemos que en la primera, las Veladas en la granja de
Dikanka, son totalmente realistas las descripciones de los tipos, de la naturaleza, y el
estilo en que están escritas, mientras, como acabamos de decir, intervienen numerosos
elementos fantásticos, siéndolo también incluso el tema de alguno de estos relatos. En los
siguientes cuentos, Mirgorod, en los que se incluye Taras Bulba, una corta novela,
aparecen no sólo elementos épicos y líricos en abundancia, sino que los temas están
basados en la vida real y en la historia. En Arabescos, Las memorias de un loco y El
retrato, aparece también el elemento fantástico. Su comedia El inspector general es una
sátira contra la corrupción burocrática y la sordidez de la vida de provincias, y, como tal,
está basada en la realidad, viéndose aquí el predominio de ésta. En adelante ambos
elementos van alternando hasta llegar a Almas muertas (concebida más tarde como la
primera parte de una trilogía que habría de regenerar a Rusia), en que, a pesar de que el
mismo Gogol había afirmado que su propósito era pintar una caricatura, y que todo
cuanto había escrito sólo era fruto de su imaginación, da la impresión de que no
pretendió otra cosa que ofrecer una pintura realista y verdadera de la vida rusa. No cabe,
pues, duda de que la realidad fue el último fin de su arte; en la reproducción de esa
realidad la imaginación juega un papel básico; de ella se sirvió Gogol, así como de esa
fantasía creadora que le acerca a los románticos.
«Almas muertas». Primera Parte
a) Generalidades
Almas muertas o las aventuras de Chichikov es la gran novela de Gogol, de la que,
como de algunas otras de diversos autores, se ha dicho que es la mejor novela rusa, y que
ha influido mucho en escritores posteriores. Esta primera parte, iniciada en 1835, fue
publicada en 1842, y su autor le dio el nombre de "poema", cosa muy frecuente en
aquellos tiempos. Gogol consideraba que lo que había escrito hasta aquel momento
carecía de valor, y se propone trabajar en serio. Su poema resultará ser a un tiempo la más
verdadera, la más cómica y la más cruel de todas sus obras.
Su argumento es muy sencillo; sucede con frecuencia en Gogol que en sus obras la
acción es incluso pobre; dotado de un gran poder de transformación, triunfa al detallar
siempre lo pequeño, lo absurdo, enreda y desenreda los caracteres, y, en consecuencia,
apenas si hay acción. En Almas muertas, cuyo tema se lo proporcionó Pushkin, se relatan
las aventuras de Chichikov, un personaje procedente de la nobleza, aunque de origen un
tanto oscuro, que después de pasar por la experiencia de ser funcionario, de formar parte
de una comisión de obras, de trabajar en Aduanas y de haber intentado repetidas veces
enriquecerse, fracasando siempre tras conseguirlo por descubrirse todo, organiza un plan
que está seguro no le ha de fallar para lograr hacer fortuna. Mediante la compra de
siervos muertos después del último censo (aquellos censos se llevaban a cabo cada diez
años) y que aún figuran como vivos en los registros a efectos de impuestos, conseguirá
que el Estado le facilite tierras; por supuesto que se trata de una especie de fraude, es
decir, un fraude legal, ya que estas tierras son facilitadas a quien posea cierto número de
siervos, y Chichikov, para poder demostrar que está en posesión de ese número, compra
siervos fallecidos a un precio mucho más reducido, haciéndolos pasar por vivos a fin de
transferirlos, en el papel, a dichas tierras. Con ese propósito Chichikov va recorriendo
diversas provincias rusas y trabando relaciones con toda clase, de terratenientes, muchos
de los cuales, ignorando las verdaderas intenciones de Chichikov, le ceden o le venden a
bajo precio esos siervos muertos a causa de enfermedades que han asolado la comarca,
con lo que se libran al mismo tiempo de pagar las cargas fiscales.
De este modo Gogol ofrece un cuadro de muchos aspectos de la vida rusa, y hace
desfilar por la obra un gran número de personajes verdaderamente típicos, situados en
los medios más diversos; es un cuadro realista visto, sin embargo, a través de un prisma
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caricaturesco. En esta obra el autor intercala de vez en cuando observaciones personales,
digresiones filosóficas o morales, o arranques de lirismo.
Hay que hacer notar que la expresión “almas muertas” era utilizada comúnmente para
designar a los siervos de la gleba que habían fallecido después de cada uno de los censos,
los cuales, como hemos dicho, se realizaban cada diez años. A esos siervos se les llamaba
"almas" y todavía figuraban en los registros como vivos. Por supuesto que la frase puede
tener otra interpretación, pero de ello hablaremos más adelante, y aquí nos limitaremos a
decir que fue en el sentido indicado en que lo aplicó Gogol.
Antes de su publicación, el presente "poema" pasó por diversas vicisitudes; el autor
envió el manuscrito a un censor llamado Sneguiriov, a la sazón profesor de la
Universidad de Moscú, a quien consideraba más inteligente que a sus colegas;
probablemente temía que la censura pusiera reparos a una obra como aquélla, sobre todo
teniendo en cuenta lo sucedido con El inspector general. Sneguiriov repuso que estaba
dispuesto a conceder el permiso de publicación sólo a condición de que hiciera algunos
pequeños cambios, y Gogol se mostró satisfecho. No obstante, después surgieron
problemas, puesto que el presidente del comité de censura de Moscú interpretó de otro
modo el título de Almas muertas, en el sentido de que no eran inmortales, y no sólo
mostró indignación por esto, sino que cuando lograron convencerle del auténtico sentido
de la frase, declaró que se trataba de un ataque contra la institución de la servidumbre.
Otros, en cambio, constataron que la empresa llevada a cabo por el protagonista era una
pura estafa, a lo que Sneguiriov replicó que, si bien era así, el autor no justificaba en
modo alguno su conducta; entonces alegaron sus oponentes que tal vez habría alguien
que se atrevería a imitarle. A otros les pareció inmoral que por seres humanos se pagara
la irrisoria cantidad de dos rublos y medio como máximo, replicando Sneguiriov, siempre
en defensa de Gogol, que no había que olvidar que aquellos seres eran “almas muertas",
no vivos. Y por último hubo quien en la figura del terrateniente arruinado, que a pesar de
ello se hizo construir una magnífica casa en Moscú, pretendió ver al zar, que acababa de
edificar allí un palacio. Por todo esto decidieron, finalmente, no conceder la autorización
para publicar la obra, y Gogol probó en San Petersburgo, adonde envió el manuscrito;
consiguió al fin la autorización, y Almas muertas vio la luz en mayo de 1842.
Gogol, al iniciar su “poema", tenía la intención de presentar al publico una caricatura
de la vida rusa, presentar al hombre ruso con todas sus virtudes y sus defectos, los cuales,
tanto los unos como los otros, le hacen superior a todos los demás pueblos. No abrigaba
ningún propósito de reforma, ni es probable que al comenzar a escribir concediera gran
importancia a su obra. Sin plan preconcebido, se abandona a la fantasía y no prevé las
dificultades que se le pueden presentar, ni el alcance de su empresa. Sin embargo,
apareció Pushkin, su amigo y protector, y le leyó, como hemos explicado antes, los
primeros capítulos de la nueva obra. Conocemos ya cómo reaccionó Pushkin, reacción
que sorprendió a nuestro autor, y cuáles fueron a continuación las reflexiones que se hizo
éste. Entonces ve cada vez con mayor claridad y advierte el significado y la importancia
que puede tener su libro. Decide, según sus propias palabras, “endulzar la impresión
penosa que podía causar Almas muertas”. Llega un momento en que, tras una
interrupción, al reanudarla y leer lo que había escrito, él mismo se asustó, llegando a
afirmar que si alguien hubiera visto los monstruos que había pintado, habría sentido
terror. Y no es de extrañar que así fuera, teniendo en cuenta cómo es la versión
"suavizada".
Dos años después de iniciarla, exclama: "Si llego a escribir este libro como es preciso
que sea escrito, entonces... ¡Qué tema original, inmenso! ¡Qué diversidad en esta masa!
Toda Rusia aparecerá en mi poema. Será mi primera obra pasable, la obra que salvará mi
nombre del olvido." Y poco más tarde escribe a un amigo: "Mi obra será inmensa y
todavía no veo su fin. Numerosas gentes se dirigirán contra mí, tendré contra mí clases
enteras. Pero, ¡qué puedo hacer! Mi destino es batallar contra mis contemporáneos.
¡Paciencia! Una mano invisible, pero poderosa, escribe misteriosamente bajo mis ojos. Sé
que mi nombre será más feliz que yo mismo. Quizá los descendientes de mis
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compatriotas, con lágrimas en los ojos, se reconciliarán con mi nombre”. Y en efecto, así
fue, como si Gogol lo estuviera presintiendo.
b) La realidad y el autor en «Almas muertas»
Almas muertas es, de todas las obras de Gogol, la más realista, si bien esta realidad
está presentada de un modo grotesco, como una caricatura. Gogol tiende aquí a la
exageración, pero ello no significa en modo alguno que no represente los tipos y las cosas
tal como son.
En Las aventuras de Chichikov aparecen innumerables personajes de todas las clases
sociales y profesiones, colocados todos y cada uno en el medio que les corresponde; esto
permite a Gogol presentarnos un cuadro completo de todos los ambientes rusos, a la vez
que a nosotros conocerlo. Terratenientes, nobles y aristócratas, gobernadores, militares,
funcionarios, campesinos, desfilan por estas páginas, cada uno en su medio social. Son
muchos los terratenientes con quienes Chichikov se relaciona, mientras va en busca de las
"almas muertas"; todos ellos aparecen con las características propias de los propietarios
de la época: grandes bebedores en general, buenos comedores (son muy notables sus
comidas, en las que abundan toda clase de manjares y en gran cantidad), menesteres
ambos, comer y beber, en los que a menudo dilapidan una considerable fortuna;
arruinados, con sus propiedades hipotecadas, no sólo a causa de sus caprichos y
continuos derroches, sino también por su imprevisión y la incapacidad de dirigir una
hacienda; extremadamente vagos, que nunca se molestan en lo más mínimo, a excepción
de Konstantin Kostanzhoglo, que sabe llevar las riendas de su hacienda con sumo acierto;
excéntricos, cualidad que queda perfectamente retratada en Nozdriov, así como en el
coronel Koshkariov y en Jlobnev, y que era muy normal en aquella época, de modo que
no resulta nada extraño que a Nozdriov se le ocurra ordenar a sus criados que azoten a
Chichikov por la simple razón de que éste se niega a proseguir una partida de damas en
la que aquél hacía trampas. Todas estas características se daban en los terratenientes y en
los nobles del momento.
De igual manera desfilan también por el "poema" los campesinos, aunque ninguno de
ellos sea una figura principal de la obra. Esta es una de las novelas rusas en que mejor se
describe el ambiente y la vida de los siervos campesinos, las condiciones en que se hallan
según sea su amo, aunque en general, menos los que pertenecen a Kostanzhoglo, suelen
vivir en condiciones ínfimas, especialmente los que pertenecen a un señor arruinado,
como es el caso de Jlobnev. Al mismo tiempo, Gogol describe la tierra rusa, sus
cualidades, sus productos, su aprovechamiento si se sabe llevar bien. El autor aprovecha
para expansionar su ánimo y hace algunas digresiones líricas al acompañar a Chichikov
en sus viajes.
Pero quizá lo que mejor retrata el escritor es la ciudad, la atmósfera de capital de
provincia, con sus calles, sus fiestas, sus comilonas, sus murmuraciones y sobre todo el
mundillo de los funcionarios, ya descrito anteriormente en El inspector general y en El
capote, y tal vez el más conocido de Gogol, por haber sido funcionario público en San
Petersburgo; en ellos se ve ese servilismo y adulación, el afán de enriquecerse, los
sobornos, tan peculiares entonces; asimismo se habla de las oficinas, en general sucias y
repugnantes.
Otro aspecto que aparece en su libro es la educación; no sólo nos narra la manera en
que fue educado Chichikov, sino que en determinado momento nos habla de la educación
recibida por la señora de Manilov en el pensionado, en el que se enseña, como en todos,
piano, francés y economía doméstica. Es de notar que, igual que hará más tarde Chejov en
Mi vida, Gogol no identifica la ciudad que retrata, llamándola simplemente ciudad de N.
Pero esto no es todo; Gogol se introduce a menudo en la novela, habla él directamente
al lector, como cuando le aconseja que tenga paciencia para leer el relato, añadiendo des-
pués que es muy aficionado a los detalles y a la minuciosidad: en otras ocasiones expone
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sus ideas acerca de la observación requerida para retratar con fidelidad a los personajes,
incluso en cierto momento habla brevemente de sí mismo. A menudo expone sus
opiniones, como al hablar de los escritores y de la suerte que corren; también son
frecuentes sus alusiones al idioma (no olvidemos que éste preocupaba en extremo a
Gogol) y a la costumbre de la nobleza rusa de valerse del francés para expresarse; a este
respecto es muy significativo el párrafo que sigue: "Con el fin de ennoblecer todavía más
el idioma ruso, en la conversación se había prescindido de la mitad aproximadamente de
las palabras, razón por la que muy a menudo se recurría al francés; por el contrario,
cuando hablaban en francés era otra cosa: entonces estaban permitidas palabras mucho
más fuertes que las mencionadas anteriormente." Satirizando, más adelante, "la
lamentable costumbre de nuestra alta sociedad, que se expresa en ese idioma a todas las
horas del día, claro es que movido por un hondo sentimiento de amor a la patria, y hasta
critica el afán que les lleva a imitar a los franceses incluso en el baile, cuando el baile no
cuadra con el espíritu ruso.
Es curioso constatar que en algunas ocasiones Gogol defiende en su obra a Rusia, a la
patria. Sabido es que numerosos escritores de la época sienten un acendrado amor por su
tierra natal, al mismo tiempo que, paradójicamente, hablan mal de ella y a veces la llenan
de insultos y agravios, o bien huyen de ella; Gogol estuvo bastante tiempo en el
extranjero, y se hallaba en Italia cuando escribió lo que sigue, casi al final de Almas
muertas, en un arrebato de amor patriótico: “¡Rusia! ¡Rusia! Te veo, te veo desde este
portento que es mi maravillosa lejanía. Te veo pobre, dispersa, poco acogedora. No
alegran ni asustan a la mirada los atrevidos prodigios de la naturaleza... No se levanta la
cabeza para contemplar los peñascos que se levantan sin fin sobre ella. No deslumbra la
luz a través de los oscuros arcos... No brillan a través de ellos, a lo lejos, las eternas líneas
de las montañas resplandecientes...”
"En ti todo es abierto solitario y llano. Como puntos, como signos, sin que nada atraiga
en ellas entre las llanuras, aparecen chatas ciudades; nada hay que seduzca ni cautive la
vista. Y sin embargo, ¿qué fuerza inefable y misteriosa atrae hacia ti? ¿Por qué mis oídos
oyen incansables, por qué resuena en ellos tan triste canción...? ¿Qué hay en ella... que
llama y solloza y oprime el corazón? ¿Qué sonidos son esos que acarician dolorosamente,
tratan de penetrar en mi alma y se enroscan en mi corazón? ¡Oh, Rusia! ¿Qué quieres de
mí? ¿Qué vínculo inescrutable me une a ti? ¿Por qué me miras así y por qué todo cuanto
hay en ti vuelve hacia mí sus ojos plenos de esperanza?... ¡Oh! ¡Qué lejanía tan
esplendente y portentosa, que, en ningún otro sitio conoce la tierra! ¡Rusia!...”
Sale después en defensa de su patria reprochando a sus lectores el mostrarse
contrarios respecto a conocer la verdad de su país, la realidad, la "miseria humana al
descubierto", quienes le acusan por ello llamándose a sí mismos patriotas, patriotas “que
permanecen tranquilos en sus rincones, se dedican a asuntos completamente ajenos y
amasan un capitalito, arreglando sus asuntos a expensas de los demás. Pero en cuanto se
produce algo que ellos consideran ofensivo para la patria, cuando aparece un libro en el
que se dicen amargas verdades, salen de sus rincones como arañas que vieron una mosca
enredada en la tela, y empiezan sus gritos"... Narra a continuación un breve cuento
defendiendo su punto de vista, "para contestar modestamente a las acusaciones de ciertos
fogosos patriotas, que hasta ahora se ocupaban tranquilamente en alguna cuestión
filosófica o de incrementar su hacienda a expensas de esa patria que tan tiernamente
aman; no piensan en no hacer nada malo, sino únicamente en que no se diga que hacen
cosas malas". E inmediatamente les reprocha su cobardía por no pararse a pensar, por no
atreverse a mirar el fondo de las cosas, acusándoles a su vez de que lo que les mueve a
sus reproches no es el patriotismo, ni tan siquiera ningún otro sentimiento puro. Porque
Gogol, como todos sus coetáneos, como todos los escritores de su siglo, a pesar de todo
ama a Rusia, a esa tierra que le vio nacer.
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c) El «poema de la vulgaridad»: personajes
Más arriba se han dicho unas breves palabras acerca del título que Gogol dio a su
libro: Almas muertas, y por el que suele conocerse esta obra, aunque su título más exacto
es Las aventuras de Chichikov, al que le agregó el subtítulo de Almas muertas. Decíamos
que con ello se significaban los siervos de la gleba fallecidos. Sin embargo, ha llegado a
tener más alcance de lo que en un principio creyó su mismo autor. Las aventuras de
Chichikov se ha convertido en el poema de la vulgaridad, un poema en el que todos sus
personajes son terriblemente vulgares, "almas muertas".
Al comenzar su carrera literaria, Gogol dotó a sus obras de seres libres, "almas vivas",
hasta que en uno de los relatos de Morgorod, en el cuento Viy, aparece Jomá Brutt, un
muchacho arrastrado por una fatalidad interior que no le deja moverse libremente, que no
le permite luchar contra esas fuerzas poderosas que le atacan, y al fin cae vencido. Jomá
es un ser encadenado, y la línea iniciada por él fue continuada por los personajes de Las
aventuras de Chichikov, todos ellos "almas muertas", seres también encadenados, los
seres que pueblan el mundo, en fin, todos nosotros. Por ello el libro suscitó tan
encontradas oposiciones, y por ello el mismo Gogol dijo: "Si ha asustado a Rusia y ha
producido tal alboroto, no es porque ha revelado sus llagas, sus enfermedades, o porque
haya mostrado el vicio triunfante y la inocencia perseguida. ¡Nada de esto! Mis héroes no
son del todo criminales... Pero lo que asustó al público es la vulgaridad general, el hecho
de que mis héroes son todos tan vulgares el uno como el otro, que el desgraciado lector
no encuentra la menor imagen consoladora, la menor ocasión de reposar un momento y
de respirar a sus anchas, de suerte que cuando se termina el libro se tiene la impresión de
salir de una cueva. Se me habría perdonado con gusto si hubiera mostrado algún
monstruo pintoresco, pero no me han podido perdonar la vulgaridad. El lector ruso ha
tenido horror de su nada, más que de sus defectos y de sus vicios.”
Esos muertos a través de los vivos que nos presenta Gogol no son más que los rostros
de la vulgaridad humana, y esa vulgaridad es en Las aventuras de Chichikov donde
queda expresada con mayor fuerza. En todo el libro sólo hay un personaje que se
mantiene alejado de la vulgaridad general: el avaro Pliushkin, el único que es "algo", en
contraposición con los demás, que son "nada”, aunque al mismo tiempo lo son "todo"; es
decir, si por un lado no se distinguen en nada de la inmensa multitud de seres que
pueblan el universo, por otra son poderosas individualidades a las que sólo se puede
designar, por su nombre, hasta el punto de que estos héroes se convirtieron en nombres
alegóricos, y no sólo son personajes típicamente nacionales, sino que llegan a convertirse
en tipos universales. Todo lo que en ellos pueda haber de grandioso, que les haga típicos,
se encuentra precisamente en su mediocridad, ninguno de ellos posee rasgo alguno que le
caracterice, algún rasgo dominante, una pasión, un vicio o sentimiento que le distinga de
los demás personajes; sólo Pliushkin, a quien le domina su avaricia. Los demás son seres
mediocres, "muertos vivos", cadáveres, que no poseen ninguna característica particular,
pero que todos ellos son arrastrados por algo que llevan en su interior, algo que mina las
fuerzas de su alma y que no les permite dejar de ser como son, transformarse. Son seres
limitados incluso en su bajeza, y que de la vida no tienen más que la apariencia.
«Almas muertas». Segunda Parte
Cuando Gogol concluyó la primera parte, se dio cuenta de que no había retratado en
su obra más que un aspecto de Rusia, de que sólo aparecía en ella el aspecto negativo. Vio
que lo único que había retratado eran "almas muertas”, cadáveres, y pensó en resucitar
esos cadáveres, en hacer que tomaran conciencia de su vulgaridad y nacieran de nuevo.
Todos eran tipos negativos inmersos en un panorama de tal suciedad moral, entre tales
miserias y angustias, que a pesar de haber "suavizado" la obra, a pesar de los fragmentos
líricos y de presentarlo todo como una caricatura, Gogol vio que de este modo había
presentado involuntariamente un cuadro tendencioso de la realidad. Esa primera parte
resultaba ser una violenta requisitoria contra la inmoralidad y la corrupción de la vida
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social rusa.
A medida que avanzaba en su obra, Gogol veía cada vez más claro, y decidió que el
primer volumen sería, según decía él, como el vestíbulo de ese enorme palacio que tenía
intención de edificar y que veía ya en su imaginación. Pero él había concebido una idea
distinta de lo que reclamaba su público. Este quería que se continuara la obra, pero del
mismo modo que la primera, como una caricatura, y Gogol no podía hacerlo. Gogol
tomaba en serio su obra, y se resistía a valerse en adelante de su vena cómica. Vio que
Almas muertas era como la historia de él mismo, él, que en cierto aspecto era también un
"alma muerta". Por ello pensó que para proseguir la obra por el camino que quería, era
preciso antes conocerse a sí mismo, perfeccionarse, y por ello también, tras haberse pu-
blicado la primera parte, quiso enterarse de cuáles habían sido las reacciones de su
público, de lo que decían los críticos, porque esto le ayudaría a conocerse y al mismo
tiempo a conocer mejor el estado de las almas rusas. Se halla entonces convencido de cuál
es su misión; cree que el arte debe reconciliar a los hombres con la realidad, y para esto le
es preciso resucitar a sus muertos, aunque antes debe resucitar él mismo. Gogol en esta
época está imbuido de ideas religiosas; esa obsesión que le persiguió toda su vida se hace
ahora más fuerte, se dan en él frecuentes crisis morales. Está convencido de que su obra
está destinada a regenerar a Rusia, y en adelante es esa idea la que le domina al
proseguirla. Pero en Gogol ha existido siempre un enfrentamiento entre el hombre y el
artista, cree que su impotencia artística está originada por su imperfección moral. De ahí
que para llevar a cabo la segunda parte de Las aventuras de Chichikov, en la que va a
hacer resucitar a los muertos, en la que éstos podrán llegar a la virtud, es necesario que él
mismo se perfeccione; si él no es mejor, no podrá hablar de un hombre virtuoso.
Gogol aparece totalmente dominado por las ideas religiosas, por su lucha interior, por
sus ansias de perfección. Es uno de los escritores rusos, como más tarde Dostoievski, que
al fin cree haber llegado a la posesión de la verdad, y en consecuencia su deber es
transmitir esa verdad; esto es lo que se propone en Almas muertas; cree que cuando una
obra de arte logra cierta perfección, esto la posibilita para ejercer una acción moral y
enseñar a los hombres verdades eternas. Así, pues, inicia la segunda parte cuando aún no
ha concluido la primera (en 1840); en ella estudiará caracteres más profundos, en ella
intervendrán todas las clases sociales. Si hasta entonces sólo había retratado lo malo de
Rusia, en adelante pintará también lo bueno; en Rusia, como en otros países o incluso
quizá más, según él, hay muchos seres generosos y nobles, no sólo miserables y gentes
mediocres. Si hasta entonces en su obra aparecía únicamente la mediocridad, ahora
deberá pintar al hombre en sus más diversas facetas, mostrándole en toda su diversidad;
no sólo al hombre generoso, sino al hombre que renace, por vil y bajo que sea; todo ser
humano, toda "alma muerta", todo cadáver es capaz de resucitar.
Pero Gogol no consigue llevar a cabo su empresa; a pesar de su convicción de que
perfeccionándose él mismo llegar a la perfección artística, cada vez le es más difícil al
artista hacerse obedecer; de sus manos surgen personajes que resultan cómicos, aunque se
haya propuesto lo contrario; la virtud de esos personajes (como el terrateniente
Kostanzhoglo, el contratista Murazov o el gobernador) no inspira más que disgusto. Se ve
en ellos claramente que el escritor funda la prosperidad material del ser humano en su
perfeccionamiento interior. Al darse cuenta el autor de la debilidad de esos bosquejos,
quema el manuscrito de la segunda parte 1 , en 1843, y más tarde, en 1845, lo vuelve a
quemar, descontento de su trabajo. Ve que para resucitar es necesario antes morir, y en
1846 emprende de nuevo otra segunda parte, pero concebida de un modo distinto; piensa
dotar a su obra de tres partes, a semejanza de La divina comedia de Dante; la primera
habría sido como el Infierno, en ella había presentado todo lo malo de Rusia, y sus
habitantes, esos seres que sin darse cuenta se debaten entre las garras del diablo; la
segunda representaría el Purgatorio, sería el tránsito hacia la purificación de los
1 El fragmento conservado de la segunda parte pertenece a la primera versión.
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personajes, mostraría su arrepentimiento y sus sufrimientos en la expiación de sus culpas;
y la tercera, en suma, equivaldría a la Gloria, y en ella aparecería el hombre ya resucitado,
el hombre auténticamente vivo. Sin embargo, aquí también fracasó en sus intenciones;
presentó almas virtuosas, sí, pero que todavía seguían “muertas"; no vio que para
resucitar no basta convertirse en un ser virtuoso y bueno; sus héroes permanecían aquí
tan muertos, tan vulgares como en la primera parte. Pero Gogol no lo advirtió.
Cada vez más preocupado y más sumergido en sus inquietudes religiosas, frecuenta el
trato con un sacerdote que intenta convencerle de que la literatura sólo es obra del diablo;
el escritor no le cree, por el contrario, piensa que con ella se puede hacer mucho bien.
Pero llega un momento en que se deja arrastrar por la convicción del sacerdote, y un día,
al levantarse, ordena a su criado que arroje el manuscrito al fuego. Inmediatamente
manda llamar al conde Tolstoi, y le dice: "¡Ved lo que he hecho! ¡Qué poderoso es el
diablo! ¡He aquí a qué me ha empujado!" Tolstoi intenta consolarle, pero para Gogol ya no
hay remedio; destruida su obra, se consume lentamente y a los pocos días muere. Según
el testimonio de los que leyeron aquella segunda parte, era una obra admirable.
Fuente: liber libros.

viernes, 25 de abril de 2014

Robert Musil. Novela: "El hombre sin atributos".



Cuando estaba en la Universidad de Costa Rica allá por el año de 1980, y llegaba justísimo a la clase de Teoría General del Proceso por las mañanas, un querido y hasta ahora amigo y también abogado, siempre entre sus códigos portaba el Tomo I de “El hombre sin atributos” de Robert Musil.  Ignoro si al final leyó por completa la novela. Creo que sí porque, sabía de su terca disciplina para leer libros densos como la obra de Mann o la de Proust. Lo cierto es, que –y debo de confesarlo- sentía envidia de no ser yo el que leía el libro de Musil. Razones sobraban para querer leerlo. Se decía que “El hombre sin atributos es una obra cimera, imprescindible al momento de valorar la Literatura del Siglo XX europea. No sé si estas afirmaciones son gratuitas o son válidas. A mí en lo personal me parecen justas. Cuando tuve la oportunidad de leerla –años posteriores- me pareció una obra clásica contemporánea. Hoy he vuelto a releer algunos capítulos e igual pienso como lo pensé en mis años de estudiante de Derecho: ¿Robert Musil y “El hombre sin atributos? Una obra grandiosa, única irrepetible.
Hoy deseo transcribir un capítulo del tomo I de esta obra: “El hombre sin atributos” de Robert Musil. J.Méndez-Limbrick.

Robert Musil (Klagenfurt, 6-XI-1880 - Ginebra, 15-IV-1942) fue, sin dudas, un `Dichter`, es decir, un novelista en la más auténtica tradición goethana, un creador de ficciones elaboradas con el propósito de penetrar y registrar las profundidades de la condición humana y los detalles más discutibles de la vida social.

Buena parte de su adolescencia transcurrió en el agobiante clima de una acedemia militar (experiencia que retrata en el libro `Die Verwirrungen des Zöglings Törless`, Bildungsroman de 1906). Prosiguió estudios de ingeniería mecánica en Brno, antés de instalarse en Berlín para interiorizarse en la obra filosófica de Nietzsche y de Mach. Después de haber combatido en la Iº Guerra Mundial y de haberse desempeñado como funcionario gubernamental de la República de Austria, decidió dedicarse a la literatura a tiempo completo. Su vida como escritor (crítico de teatro, redactor de periodicos, publicista, editor, etc.) le reportó una constante penuria económica que sobrellevó en compañía de su mujer Martha Heimann-Marcovaldi -verdadero sostén espiritual del autor-, hasta que se constituyeron grupos privados con el propósito de finaciar la composición de su obra.

Pese a que incursionó con desigual éxito por el teatro (`Die Schwärmer` de 1921 y `Vinzenz und die Freundin bedeutender Männer` de 1926), el reconocimiento le llegó a partir de sus narraciones. `Vereinigungen` (1911), `Die Portugiesin` (1923), `Drei Fragüen` (1924), son textos contundentes, pero, indudablemente, `Der Mann Ohhe Eigenschaften` es su obra mayor. El libro se fue publicando en varios volúmenes a partir de 1930, quedando -como era de esperarse- inconcluso.

La prosa de Musil devela a un profundo pensador, que hace de la ficción un campo de reflexión sobre el (espíritu del) Hombre. El enorme trabajo de disección y vivisección del mundo de su época se manifiesta en cada una de las páginas por él escritas. Su tono es solemne, su humor es amonestador. Como todo buen novelista germano de la enteguerra, sus textos repiten el tópico del vacío y del silencio, del apocalipsis que ya acaecio y que, sin embargo, no ha redimido a la humanidad. Sus (anti)heroes emergen como seres-en-el-mundo, que deben apropiarse de sus circunstancias para abandonar el aturdimiento que les genera el espacio pleno y ausente de la Diferencia.

La perspectiva que pretende adoptar es la de un observador en los límites del mundo, que analiza absolutamente todos los aspectos de lo real, proyectando un mapa que oculta la ilusión de constituirse en una imagen luminosa del ahora irrepresentable universo.


Pablo Cerone
(aporte de pablocero)

  El hombre sin atributos fue escrita entre 1930 y 1942 y quedó interrumpida por la muerte del autor. Los actores principales de esta tragicomedia monumental son: Ulrich, el hombre sin atributos, el matemático idealista, el sarcástico espectador, Leona y Bonadea, las dos amadas del matemático, desbancadas por Diotima, cerebro dirigente de la «Acción Paralela» y mujer cuya estupidez sólo es comparable a su hermosura, y Arnheim, el hombre con atributos, un millonario prusiano cuya conversación fluctúa entre las modernas técnicas de la inseminación artificial y las tallas medievales búlgaras. Alrededor de ellos se mueve, como en un esperpéntico vodevil, la digna, honrada, aristocrática sociedad de Kakania (el imperio austro-húngaro), que vive los últimos momentos de su vacía decadencia antes de sucumbir a la hecatombe de la Gran Guerra. Esta cúspide de la novela de nuestro tiempo abre ante el lector de lengua castellana nuevas y aún más vastas regiones del mundo narrativo del siglo XX.


Fragmento. Novela. “El hombre sin atributos”.
    2 - Vivienda del hombre sin atributos



    LA calle en que había tenido lugar aquel leve accidente era una de esas largas y sinuosas vías urbanas que, a manera de estrella, irradian el tráfico desde el centro hasta los arrabales, cruzando toda la ciudad. Si nuestra elegante pareja hubiera seguido andando, hubiera visto algo que ciertamente les habría gustado. Era un jardín del siglo XVIII, o acaso del XVII, bien conservado en parte. Al pasar por delante, junto a la reja de forja, se divisaba entre árboles, sobre una pradera esmeradamente tundida, algo así como un pequeño palacete, un pabellón de caza o un castillito encantado de tiempos pasados. Exactamente, la parte baja databa del siglo XVII, el parque y el piso superior parecían pertenecer al siglo XVIII, la fachada había sido restaurada en el siglo XIX y otra vez se había deslucido; el conjunto total producía el efecto extravagante de varias impresiones fotográficas superpuestas en una misma lámina; pero de todos modos llamaba la atención. Si alguna vez la claridad, la ciencia, la belleza abrían sus ventanas, era permitido gozar, entre muros de libros, la exquisita paz de la mansión de un letrado.
     Esta mansión y esta casa pertenecían al hombre sin atributos.
     Él se ocultaba detrás de una de las ventanas y miraba hacia el otro lado del jardín, como a través de un filtro de aire de verdes delicados; contemplaba la calle borrosa, y cronometraba reloj en mano, hacía ya diez minutos, los autos, los carruajes, los tranvías y las siluetas de los transeúntes difuminadas por la distancia, todo lo que alcanzaba la red de la mirada girada en derredor. Medía las velocidades, los ángulos, las fuerzas magnéticas de las masas fugitivas que atraen hacia sí al ojo fulminantemente, lo sujetan, lo sueltan; las que, durante un tiempo para el que no hay medida, obligan a la atención a fijarse en ellas, a perseguirlas, apresarlas, a saltar a la siguiente. En resumen, después de haber hecho cuentas mentalmente unos instantes, metió el reloj en el bolsillo riendo y reconoció haberse ocupado en una estupidez.
     Si se pudieran medir los saltos de la atención, el rendimiento de los músculos de los ojos, los movimientos pendulares del alma y todos los esfuerzos que tiene que hacer un hombre para conseguir abrir brecha a través de la afluencia de una calle, es de presumir que resultaría -él así lo había imaginado al jugar a investigar lo imposible-una dimensión frente a la cual sería ridícula la fuerza que necesita Atlante para sostener el mundo. De ahí se podría deducir qué esfuerzo tan titánico supone el de un individuo moderno que no hace nada.
     El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
     -”De esto se pueden sacar dos conclusiones” -se dijo para sí.
     El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte. Este pensamiento le agradó.
     Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa; o al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo colosal, colectivo e inquietante? Se le llama heroísmo racionalizado y se le encuentra así muy bonito. ¿Quién lo puede saber ya hoy? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gente que no vivió en aquella época no querrá creerlo, pero también entonces se movía el tiempo, y no sólo ahora, con la rapidez de un camello de carreras. No se sabía hacia dónde. No se podía tampoco distinguir entre lo que cabalgaba arriba y abajo, entre lo que avanzaba y retrocedía. “Se puede hacer lo que se quiera -se dijo a sí mismo el hombre sin atributos-; nada tiene que ver el amasijo de fuerzas con lo específico de la acción.” Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le soltó un golpe tan rápido y fuerte como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.

jueves, 24 de abril de 2014

Seneca: filósofo y moralista. Tratado de la Ira.


  LA HISPANIA ROMANA Y LA CORDUBA PATRICIA. ESPIRITUALISMO MORAL Y ESPIRITUALISMO ONTOLÓGICO EN LUCIO ANNEO SÉNECA.


1. Fin de la moral de Séneca

Séneca es un filósofo de «obediencia estoica». Pero no es un pensador pasivo y repetidor de una doctrina definida. Su estoicismo -insistimos- es pragmático y selectivo como correspondía a los grandes maestros estoicos. Ninguno de los estoicos, y mucho menos Séneca, disimulan su aversión natural a una vida vulgar, ajustada exclusivamente a normas convencionales y utilitarias sin aspiraciones más nobles. Los textos De beneficiis, De tranquillitate animi, De uita beata y las Naturales Quaestiones muestran el conocimiento que Séneca tenía del pensamiento estoico, epicúreo, cínico y académico en general, lo que no permite pensar en ignorancia cuando Séneca critica todo aquello que una filosofía hedonista pudiera proponerse. Su arquetipo está muy por encima de lo que significa el estricto interés material. No en vano se ha dicho que de las tres partes en que la Estoa dividió la filosofía -física, lógica y ética-, solamente esta última fue significativa para Séneca. Conocedor de grandes monstruosidades históricas -Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón-, Séneca no renuncia a sus convicciones ético-filosóficas dentro de la doctrina estoica: está convencido de que el «sumo bien» y la «felicidad» (efectos de la virtud moral) no sólo residen en el alma del hombre, sino que la fundan y engrandecen. De ahí que todas sus aspiraciones las veamos culminadas en un deseo importante: la formación
del sabio, como sinónimo de hombre virtuoso y contrapuesto al vulgo.

1.1. Sumo bien

El camino para alcanzar esta perfección no es desconocido: la meta es el sumo bien. Y desde el momento en que éste encierra cuanto un hombre pudiera desear para ser totalmente feliz, nadie tiene por qué pretender conseguir otros bienes. Importa, pues, precisar en qué objetiva Séneca el sumo bien. «El bien supremo es el rigor de un espíritu inquebrantable, y su clarividencia, y su sensatez, y su elevación, y su salud, y su libertad, y su firmeza, y su belleza» (Sobre la vida feliz 9, 4). Dicho con otras palabras: Séneca cree que el mayor bien no puede ser otro que la virtud: «Lo mejor en cada uno debe ser aquella cualidad para la que nace y por la que es valorado. En el hombre ¿qué es lo mejor? La razón: por ella aventaja a los animales y sigue de cerca de los dioses. La razón consumada constituye, por tanto, su bien propio. Las restantes cualidades las posee en común con los animales y las plantas. Cuando ella es recta y cabal sacia la felicidad del hombre. Luego si todo ser cuando lleva su bien propio a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza, si el bien propio del hombre es la razón, cuando el hombre ha llevado ésta a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza. Esta razón perfecta se llama virtud y coincide con la honestidad» (Carta 76, 9- 10). Y en otra ocasión, Séneca pregunta: «¿Cuál es, por tanto, tu bien? La razón perfecta» (Carta 124, 23). La naturaleza nos da la razón, con la razón seguimos los «principios naturales» que hay en nosotros, pero sólo el sabio lo hace de un modo perfecto. ¿Por qué? La sabiduría solamente la alcanza el hombre si es capaz de valorar la distinción entre instinto y razón y actuar en consecuencia, sobre todo porque la razón humana es algo divina: «la razón no es otra cosa que una parte del espíritu divino introducida en el cuerpo humano» (Carta 66, 12).
Por lo tanto, la virtud -es decir, seguir a la naturaleza y conformarse con ella-, además de ser objeto necesario para que el hombre alcance la felicidad, es lo «único suficiente» para colmar por sí mismo todas nuestras aspiraciones: «¿Qué pido a la virtud? Nada sino la misma virtud. Ella es premio de sí misma. Es grande porque es suficiente» (Carta 74, 12). Este es el pensamiento que magistralmente desarrolla en el capítulo 6 del tratado Sobre la constancia del sabio. Así, pues, la virtud también es inexpugnable y estable. La virtud es, además, el máximo bien, porque éste consiste en la «concordia del alma», y la virtud está allí donde hay unidad y armonía. La virtud es asimismo el premio único. Ningún bien hay sobre ella. No debemos, pues, buscarla como medio para otros fines, sino que ella ha de tener para nosotros significado de fin último: «Pero me dices: ‘Tú no ejercitas ni cultivas la virtud, sino porque esperas de ella algún placer’. En primer lugar, debes advertir que no porque la virtud ofrezca placer, se busca ésta por el deleite; pues no es placer lo único que la virtud nos ofrece ni se esfuerza con este único fin, sino que sus esfuerzos, aunque se dirijan a otras cosas, también consiguen esto que le es secundario. El sumo bien radica en los criterios que aplica al comportamiento una inteligencia extraordinaria; ésta, cuando ha cumplido con lo suyo y se ha ceñido a sus propios límites, ha alcanzado el sumo bien y nada echa ya en falta. Pues fuera del todo no hay nada, lo mismo que nada hay más allá de los confines. En resumen: en nuestras acciones hemos de buscar la virtud por sí misma; ni siquiera por el placer que proporciona. Porque la virtud es la que hace al sabio semejante a los dioses. Éstos son los que poseen plenamente la vida conforme al Logos. Pero ¿en qué se personifica la virtud? «(…) consideremos cuál es su naturaleza: un alma que contempla
la verdad, versada en lo que debe rehuir y apetecer, otorgando a las cosas el valor de acuerdo no con la opinión corriente, sino con su naturaleza, en conexión con todo el universo y dirigiendo su mirada penetrante a todos los fenómenos de éste, atenta por igual a sus pensamientos y a sus obras, noble y enérgica, invencible por igual frente a la aspereza y a la dulzura, sin rendirse por una u otra alternativa de la fortuna, elevándose por encima de todos los sucesos favorables o adversos, bellísima, con perfecta armonía de gracia y de vigor, sana y sobria, imperturbable, intrépida, a la que ninguna violencia puede quebrantar, ni los acontecimientos fortuitos exaltar o abatir. Semejante alma personifica la virtud» (Carta 66, 6). La participación en la vida de la razón otorga al sabio características que les hace ser diferente de los demás. En efecto, el sabio es «conquistador» de la genuina suficiencia y de la auténtica libertad frente al mundo, a los dioses y a sí mismo. Por eso, cualquier asomo de vicios o pasiones queda excluido del entorno de la sabiduría. El placer buscado con ansia es propio del instinto, hace abdicar a la razón, esclaviza.
Por otra parte, ¿qué fundamento puede aducirse para probar la licitud de las pasiones? ¿Que son más poderosas que la misma razón? Causa ésta más que sobrada para rechazarlas: «(…) la razón nunca invocará el auxilio de los impulsos desbocados y violentos, de suerte que no posea sobre ellos ninguna autoridad y que no pueda reprimirlos más que oponiéndoles resistencia mediante otros de naturaleza homóloga y que sean semejantes, como el miedo (contra la ira), la ira (contra la pasividad) y el deseo (contra el temor). ¡Lejos de la virtud la desgracia de que la razón acuda a los vicios! El espíritu así dispuesto no podría disfrutar de un ocio seguro, pues forzosamente se vería sacudido y zarandeado por depender su tranquilidad de los propios males, por no ser fuerte más que a través de la ira, emprendedor más que a través de la codicia, pacífico más que a través de la prevención; viviría en un régimen de despotismo, bajo la esclavitud de cualquier incontinencia.
¿No es motivo de sonrojo condenar las virtudes a ser dominadas por los vicios? Más aún: la razón perdería todo poder si de nada fuera capaz sin la pasión, a la cual comenzaría a parecerse y a igualarse. ¿Dónde estaría la diferencia, si la pasión sin razón es tan irreflexiva como ineficaz la razón sin pasión? Ambas cosas se identifican cuando la una no puede concebirse sin la otra, y ¿quién se atrevería a sostener que la pasión se equipara a la razón? ‘La pasión -dice- es útil cuando es moderada’. Pero tiene que ser útil por naturaleza, porque, si no acata el mando y la razón, con la templanza sólo consigue dañar menos a medida que menor es su fuerza; por lo cual, una pasión moderada no es más que un mal moderado» (Sobre la ira, I, 10, 1-4).
Virtud y vicio se repelen mutuamente: «’Hay que desterrar -dice- la maldad de la naturaleza si pretendes acabar con la ira, y ni lo uno ni lo otro es posible’.

1.2. Consecuencias prácticas

¿Qué se deduce de esta doctrina para la vida práctica del hombre? ¿Cuál será, por consiguiente, la actitud del sabio ante las desgracias y adversidades? El hombre tiene que contar con la adversidad; ésta es una consecuencia de la condición humana y llega a todos en algún momento. La fortuna dispone las adversidades y con ello la ocasión de probar la grandeza que cada uno tiene: «La prosperidad alcanza también a la plebe y a las almas viles, pero es propio de un varón esforzado poner bajo yugo las calamidades y todo cuanto es motivo de terror para los mortales; ser siempre afortunado y pasar la vida sin que el espíritu encaje herida alguna significa ignorar la otra mitad de la naturaleza. Eres varón fuerte, pero ¿cómo puedo yo saberlo si el destino no te concede ninguna oportunidad de mostrar tu valor? Te considero desgraciado por no haber sido nunca desgraciado; has pasado la vida sin ningún adversario: nadie sabe de lo que eres capaz de hacer, ni siquiera tú mismo’. Es necesario ponerse a prueba para conocerse: hasta dónde llega uno no lo aprende más que experimentando. Por esta razón se han lanzado algunos voluntariamente a la adversidad que no acaba de manifestarse y han buscado para su virtud que se mantenía en la sombra una oportunidad que le permitiera resplandecer; los grandes hombres, diría, se alegran a veces con la suerte adversa lo mismo que el soldado bravo con la guerra (…) Ansiosa de peligros está la virtud y piensa en su meta sin preocuparse por lo que haya de sufrir, porque el sufrimiento forma --parte también de su gloria. (…) Estimo que es a quienes desea que alcancen la cumbre a los que la divinidad facilita la ocasión de vivir alguna experiencia que requiera decisión y coraje, a cuyo fin se hace necesario un contratiempo: en medio de la tempestad reconocerás al timonel; al soldado, en el campo de batalla. ¿Cómo voy a saber hasta qué punto eres capaz de sobrellevar la pobreza si nadas en
la abundancia? ¿Cómo voy a saber hasta qué punto eres bueno para tolerar la ignominia, la infamia y el odio de la gente si envejeces entre aplausos y te asiste un favor popular inquebrantable y propicio por una especie de adhesión de las conciencias? ¿Cómo voy a saber con cuánta resignación llevas la muerte de un hijo si están vivos todos los que criaste? Te he oído consolar a otros; hubiera conocido tu carácter si te hubieses consolado
a ti mismo, si tú mismo hubieses puesto coto a tu dolor» (Sobre la providencia 4, 1-5).

En consecuencia, la pobreza y las pesadumbres serán para muchos el camino de la virtud: «(…) para formar a un varón que deba ser nombrado con respeto es menester un tejido más fuerte: no será el suyo un camino fácil. Es necesario que marche hacia arriba y hacia abajo, tendrá que navegar contra corriente y conducir la nave en medio del mar turbulento. Debe mantener su ruta contra la fortuna. Le sucederán accidentes duros y desagradables, pero podrá reducirlos y afrontarlos. El fuego pone a prueba el oro; la desgracia a los varones intrépidos. Mira cuán alto ha de subir la virtud y verás que la suya no es un camino sin obstáculos» (Sobre la providencia 5, 9-10). En la disposición de las cosas cada uno tiene una porción en el todo: hay una «pars fati» (cfr., Carta 96, 1). De ahí la necesidad de aceptar todo lo que nos viene impuesto no por casualidad, sino por decreto: «Ningún revés me sobrevendrá jamás que lo asuma con tristeza, con rostro enojado; ningún tributo pagaré contrariado. Todos los infortunios ante los cuales gemimos, por los cuales nos atemorizamos son tributos a la vida: no esperes, Lucilio querido, ni pidas verte libre de ellos» (Carta 96, 2).

La personalidad puede ser destruida por los temores y por los deseos: temor de perder lo que nos agrada, deseo de poseer lo que nos incita. Cuando el sabio es arrastrado por los temores y empujado por los deseos, pierde su libertad y se transforma en esclavo. Es necesario, pues, que el sabio se sitúe más allá de los temores y de los deseos: «(…) hay que lanzarse en busca de la libertad. No la proporciona más que la indiferencia ante la fortuna. Entonces surgirá un bien inapreciable: la quietud del espíritu que se siente seguro, y la elevación moral, y el inmenso e inamovible gozo que provoca la contemplación de la verdad (que ha dejado atrás los miedos), y en fin la afabilidad y la expansión del alma, no porque sean buenas, sino porque han nacido del bien que le es propio» (Sobre la vida feliz 4, 5). La victoria contra los temores y las injurias se alcanza con la fortaleza de la virtud, ya que «ésta es libre, inviolable, constante, inconmovible, tan endurecida ante las circunstancias imprevistas, que no puede ser desviada, y mucho menos derrotada, sino que frente a los enemigos encarnizados mantiene fija la mirada y el rostro impasible, ya sea la situación adversa o favorable» (Sobre la constancia del sabio 5, 4). Para el consuelo del sabio ante las desgracias y adversidades está la providencia. Séneca insiste en que el hombre virtuoso debe distinguirse del necio en que reconoce la providencia que todo lo determina para nuestro bien. De hecho gran parte de sus escritos están orientados a calmar los ánimos, a consolar a los tristes, a exhortar a la confianza, a vivir enfrentado a la muerte.


2. Sujeto y norma de la moralidad

2.1. El hombre y las leyes naturales

En el centro de la preocupación de Séneca está el hombre concreto con sus dimensiones personales, con su silueta moral, su destino espiritual, su integración social y política. El sujeto de la moral es el hombre. De ahí que -insistimos- el problema «filosófico» de Séneca sea el problema del hombre. Por otra parte, el obrar humano no se inscribe en el mundo de la dialéctica, ni en el mundo de la física. ¿Entonces? Sólo cabe una categoría: la libertad. Esto significa que la moral de Séneca implica dos postulados fundamentales: la libertad y la norma que regula los actos libres. Ahora bien, sabemos que el concepto estoico de libertad es reduccionista: ser libre es ser independiente de todo lo que no esté irremediablemente regulado por el Logos. ¿Es éste el pensamiento de Séneca? También aquí parece ser que el filósofo cordobés supera la dogmática del estoicismo. En efecto, la libertad implica -siguiendo al estoicismo- imperturbabilidad ante los acontecimientos exteriores e imperturbabilidad ante las exigencias interiores de cada uno. Pero además la libertad significa en Séneca el dominio de las propias acciones, de acuerdo con la razón que señala el camino de la virtud. Más todavía: es un axioma que el hombre está sometido a las leyes de la naturaleza: los fenómenos naturales, las enfermedades, las pasiones, y, sobre todo, la muerte se imponen inexorablemente como leyes físicas sin que sea posible la huida. Tampoco cabe el enfrentamiento. La única solución -en opinión de Séneca- es la aceptación libre de la ley. Y aún así es posible que la libertad se encare a la «fortuna adversa. La convicción moral de Séneca es ante todo una teoría razonada sobre el «bien» y el «mal». Y la diferencia objetiva entre el bien y el mal viene expresada por las «leyes naturales». Se entiende entonces que la idea de un «derecho natural». Pero tal convicción también es una doctrina de la sabiduría y un método para buscar la perfección del hombre. Esta perfección se centra -como se ha reiterado anteriormente- en el «summum bonum» y «unum bonum». La vida feliz consiste en una íntima compenetración entre el «summum bonum», el «honestum» y la «sapientia». Igualmente hay esencial avenencia entre el bien supremo y la naturaleza de lascosas: «Quod bonum est secundum naturam est». La virtud, la sabiduría, la razón son realidades naturales. Lo contrario es lo antinatural. El ideal del hombre consiste en alcanzar el bien supremo. Y el bien supremo consiste -como sabemos- en el juicio y la actitud de un «alma perfecta cuando ella ha consumado su camino». Hay un derecho común -«ius commune»- que nos obliga a cuidar del bien general (cfr., Sobre la clemencia, I, 18), y cuyo fundamento es la misma naturaleza. Así que el hombre tiene principios superiores a los que sujetar su voluntad. El valor de estos principios naturales es preferente a cualquier ley positiva, lo que se pone de manifiesto cuando se computa por «pecado formal» la infracción oculta de los mismos, o cuando se considera por completa la culpa aun en aquellos casos en los que se frustra la comisión del delito. Una vez más la doctrina de Séneca es reiterativa: el sumo bien es consecuencia de la práctica de la virtud. ¿Cómo se consigue esa virtud? Ya está dicho: actuando siempre conforme a la naturaleza y a la razón.
No son pocos los textos en los que el filósofo de Córdoba trata específicamente este tema, pero lo resuelve definitivamente en el tratado Sobre la vida feliz: «Busquemos algo que sea bueno no en su apariencia, sino consistente, duradero y más hermoso por la parte más oculta (…) Pero, para no hacerte dar rodeos, pasaré por alto las opiniones de los demás, pues es largo detallarlas y refutarlas una a una; escucha la nuestra. Y cuando digo la nuestra, no me limito a un maestro concreto de mis predecesores estoicos: también yo tengo derecho a opinar. De modo que seguiré a uno, mandaré a otro a que desglose su opinión. Tal vez, llamado a declarar después de todos, no censuraré nada de los juicios anteriores y diré: ‘De acuerdo, pero con una propuesta adicional’. Mientras tanto, y en esto concuerdan todos los estoicos, estaré en armonía con la naturaleza de las cosas: la sabiduría consiste en no alejarse de ella, y en irse configurando con arreglo a su ley y ejemplo. Por consiguiente, es una vida feliz la que va de acuerdo con la propia naturaleza» (3, 1-3).
La hermandad universal entre los hombres es doctrina del estoicismo por antonomasia.  Sin embargo, esto reclama la necesidad natural de un rey cuyas obligaciones y derechos tendrán, asimismo, valor natural. Esta forma de «organización social» es común con los animales, lo cual subraya el carácter natural de sus exigencias y la obligación absoluta de su puesta en práctica: «La naturaleza inventó al
rey, cosa que podemos saber gracias a otros animales, entre ellos las abejas. Pero el rey no tiene aguijón. La naturaleza no quiso que fuera cruel y que persiguiera una venganza que le iba a costar muy cara: le quitó el aguijón y dejó su cólera desarmada.

3. Medios específicos de la norma de moralidad

El pensamiento de Séneca está marcado por la moral, ya que como observa en su Carta 20 es la conducta y no la convicción teorética lo que constituye el propio fin de la filosofía, aunque en su Carta 89 agregue que la sabiduría es la «ciencia de las cosas divinas y humanas». De ahí que sólo la filosofía pueda desarrollar en nosotros la conciencia, otorgando a la razón el papel rector que le corresponde.
En el Prefacio a Naturales Quaestiones insiste en esta idea: confiesa que su interés en las ciencias físicas arranca del valor que las mismas poseen para el fortalecimiento de la convicción moral y la purificación del alma. Posiblemente éste sea el motivo de la «selección» que hace de sus presupuestos filosóficos: «Cualquier cosa que nos ha de hacer mejores y más felices, la naturaleza nos la ha puesto delante y al alcance de nuestras manos: si nuestro espíritu ha despreciado todo lo que nos ha llegado por azar; si se ha elevado por encima de los temores y, en una esperanza insaciable, no acoge perspectivas ilimitadas, sino que ha aprendido a buscar riquezas en sí mismo; si ha arrojado de sí el temor a los dioses y a los hombres, y aprende que tiene poco que temer del hombre y nada de dios; si, despreciando todo lo que forma el ornato de nuestra vida, que también es su tribulación, ha llegado a la conclusión de que la muerte no es fuente de mal alguno, sino término de muchas miserias; si ha dedicado su corazón a la virtud y a donde ésta lo invita, acude con facilidad; si en su condición de animal social y nacido para el bien común,
considera el mundo como una única mansión de todos y ha abierto el fondo de su alma a los dioses”. El análisis de este texto demuestra que hay un triple fundamento de su «filosofía estoica»: la interiorización del comportamiento, la moderación en nuestras aspiraciones y el
reconocimiento de la fraternidad humana. Todos estos son principios que -en rigor- contradicen las acusaciones de eclecticismo e indefinición con que ha sido acusado el pensamiento de Séneca. En efecto, cuando escribe que la razón es «el árbitro de los bienes y de los males» (cfr., Carta 66, 35), o cuando insiste en que la virtud es la criba del máximo bien y de la felicidad (cfr., Carta 74, 6), Séneca está interiorizando -en el alma y en la razón- toda la actividad humana.

Hemos hablado del fin y de la norma que debe regular nuestros actos, como sujetos que somos de la moral. Nos referimos ahora a la que podríamos llamar «ascética estoica», o medios específicos de la norma de moralidad. Ya dijimos que, en opinión de Séneca, el sabio no es insensible: experimenta las pasiones, el dolor, la violencia y las exigencias negativas que la vida conlleva. Pero sabe sobreponerse a ellas sometiéndolas a la razón. Nunca se deja dominar por la ira, ni el odio, ni la envidia. No apega su corazón a las riquezas, ni se intranquiliza cuando las pierde. Se opone con dignidad a los peligros, y lucha con heroísmo para no dejarse doblegar por las adversidades ni por la fortuna. Del mismo modo, el placer tiene mala reputación entre los estoicos, que mantienen la austeridad y buscan sólo los gozos del espíritu. Por eso, el placer tampoco debe ser el móvil de nuestras acciones. ¿Por qué? En primer lugar, por la insuficiencia de los placeres para satisfacer todas las ansias de los hombres: «Es verdad que una excesiva felicidad hace a la gente ansiosa, y las apetencias nunca son tan moderadas como para que desaparezcan con lo que se consigue» (Sobre la clemencia, I, 1, 7); después, porque del ansia de placeres se sigue una incertidumbre tal, que imposibilita el disfrute sosegado de los mismos.
Por otra parte, la abundancia de placeres no conlleva forzosamente la felicidad. El hombre feliz es el que está seguro, el que es inexpugnable, el que no conoce temor de ningún tipo porque practica la virtud.
En realidad, se trata ahora de dar respuesta a los temores que el hombre experimenta ante los males que le amenazan: enfermedades, desgracias, injurias y desprecios, fortuna adversa y, sobre todo, la muerte. La impasibilidad ha de ser la conducta del sabio frente a estos males, no porque no los sienta, sino porque está llamado a sobreponerse a sus sentimientos.
La forma de afrontar la experiencia de la muerte es la que pone a prueba la virtud del sabio. De hecho, la vida del sabio no ha de ser otra cosa que una «meditatio mortis»: «Quien tema la muerte no hará jamás nada a favor de la vida, pero quien sepa que arrastra esta condena desde que fue concebido vivirá en armonía con ella, y al mismo tiempo, procurará con igual fortaleza de ánimo que nada de lo que ocurre le resulte inesperado.

1. Espiritualismo psicológico

1.1. El hombre

En páginas anteriores hemos escrito que en el núcleo del pensamiento de Séneca está el hombre y su destino. «¿Qué es el hombre? Un recipiente quebradizo a cualquier golpe y a cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de la ayuda ajena, abandonado a todas las insolencias de la suerte cuando ha fortalecido bien sus brazos, alimento de cualquier fiera, víctima de cualquiera; fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos exteriores; nada resistente al frío, al calor, a la fatiga y, en cambio, destinado a caer en la consunción por la misma inactividad y ocio; temeroso de su alimento, unas veces por falta de él [perece, otras por exceso] estalla; precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable, le sobresalta un susto repentino o bien oír de pronto un ruido desagradable; motivo constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil» (Consolación a Helvia 11, 3). ¿Qué es el hombre? «Nosce te». Como vemos, no encontramos ni la menor mención del alma en tan solemne definición. ¿Qué significa esta ausencia? ¿Acaso Séneca niega tácitamente su existencia? Desde luego que no. En opinión de algunos autores se trataría, en este caso, de una restricción voluntaria de Séneca, sobre todo si tenemos en cuenta que está hablando de la vanidad de la vida y de los efectos de la muerte. Tampoco encontramos en Séneca una doctrina bien definida ni ideas metafísicas que justifiquen el dualismo cuerpo-alma, pero aún así no podemos dudar que el filósofo de Córdoba admitió en la práctica la platónica dualidad de principios en el hombre, distintos por completo entre sí: el alma y el cuerpo, distinguiendo asimismo -como Posidonio- entre parte racional e irracional.

Nos parece evidente, por tanto, que el hombre es para Séneca un compositum de cuerpo y alma: hay un alma que es libre y tiende hacia lo honesto por propia iniciativa, y hay un cuerpo sometido a la ley de la materia. La expresión definitiva de este pensamiento se encuentra en el tratado Sobre los beneficios: «Yerra muy mucho el que juzga que la esclavitud afecta al hombre íntegramente. La parte mejor de él está libre. Los cuerpos están sujetos al mandato y al castigo de sus señores, pero el alma es dueña de sí misma, la cual hasta tal punto queda libre y suelta que, ni aun la cárcel del cuerpo que la encierra, puede detenerla para que no haga uso de su fuerza y renueve proyectos grandiosos y se abalance al infinito en compañía de los seres celestes. Así que sólo el cuerpo es lo que la fortuna entregó al señor; él compra, vende el cuerpo. Pero la parte interior no puede ser entregada en propiedad. Todo lo que de ella procede es libre. Porque ni nosotros podríamos mandarle todas las cosas, ni los esclavos están obligados a obedecer en todo» (Sobre los beneficios, III, 20).
Así, pues, hay «algo» en el hombre que se escapa a todas las presiones del mundo y a todas las adversidades de la fortuna: este «algo» es el alma. Séneca hace ferviente profesión de fe en la existencia del alma, y aunque reconozca su ignorancia acerca de las cuestiones más sutiles de este tema (cfr., Cartas 65 y 66), siempre subrayará la superioridad del alma sobre el cuerpo: «El alma es la que nos hace ricos: ella nos sigue a los destierros y en la más rigurosa soledad; en cuanto encuentra lo suficiente para sustentar el cuerpo, disfruta en abundancia de sus propios bienes: el dinero no toca en nada al alma, no más que a los dioses inmortales.
Todo esto que ensalzan los temperamentos toscos y excesivamente apegados a sus cuerpos, los mármoles, el oro, la plata y los tableros de mesa grandes y bruñidos, son lastres terrenales que un espíritu íntegro y consciente de su condición no puede estimar, él que es ligero y despejado (…) Por esto nunca puede padecer destierro, libre como es y pariente de los dioses, comparable al universo entero y a la eternidad. En efecto, su pensamiento vaga por todo el cielo, se proyecta a cualquier tiempo pasado y por venir. Este pobre cuerpo, cárcel y cadena del alma, se ve zarandeado aquí y allí; en él se ensañan las torturas, los pillajes, las enfermedades; el alma es ciertamente inviolable, eterna y no se la puede poner encima la mano» (Consolación a Helvia 11, 5-7).  ¿Esta superioridad quiere decir que Séneca creyó en un alma espiritual? «Todos reconocerán que nosotros tenemos un alma, y por presión suya nos vemos impulsados en una u otra dirección. Sin embargo, en qué consiste esa alma que nos rige y domina, nadie te lo aclarará, como tampoco dónde se encuentra. El uno dirá que es una especie de soplo, el otro que cierta armonía, el otro que una energía divina, parte de dios, el otro la parte más delicada del principio vital, el otro un poder inmaterial; no faltará quien diga que la sangre, quien que el calor. Hasta tal punto el alma no puede ver claro lo demás, que se busca todavía a sí misma» (Cuestiones Naturales, VII, 25, 1-2). Séneca atribuye, pues, al alma propiedades incompatibles con la materia, propiedades que, por otra parte, explican su impasibilidad perenne y la seguridad inquebrantable que demuestran en las azarosas dificultades de este mundo borrascoso.

¿Espiritualismo teológico?

¿Teología senequista? La idea básica del sistema estoico es el monismo. No existe nada más que el
«todo»: Dios vendría a ser el «todo» confundido con la Naturaleza entera. Dios es una realidad, pero no es una sustantividad distinta, ni trasciende al «todo» en un más allá. La materialidad de la que se origina cuanto hay en el «todo» es corpórea, a pesar de que se llama Logos: corpóreas son las cosas reales, corpóreas son asi mismo las cualidades de estas cosas, y corpóreas son las almas, las virtudes, los vicios, las emociones, la sabiduría, la ciencia. Precisamente este principio de corporeidad -«todo lo que hace y lo hecho es corpóreo»- es el que marca la diferencia entre la doctrina estoica y la filosofía platónica, puesto que el concepto corpóreo de la realidad propio del estoicismo no debe interpretarse en estricto significado materialista, sino como oposición al idealismo platónico: no existen ideas, sólo hay seres concretos o cuerpos. Séneca contradice a veces el principio estoico de la «corporeidad de lo existente», y en otras ocasiones asume la argumentación propia del estoicismo. Y así, a la pregunta que le hace Lucilio sobre si «las virtudes son seres animados», responde evidenciando lo pueril, inútiles e innecesarias que resultan estas sutilezas: «Deseas que te escriba cuál es mi parecer acerca de una cuestión debatida entre lo estoicos: si la justicia, la fortaleza, la prudencia y las restantes virtudes son seres animados. Con estas sutilezas, Lucilio muy querido, hemos conseguido dar la impresión de que ejercitamos el ingenio con temas vanos y que consumimos el tiempo en disputas carentes de utilidad» (Carta 113, 1). En cambio, a la pregunta acerca de «si el bien es un cuerpo », Séneca contesta afirmativamente usando la inferencia del estoicismo a partir de Crisipo (cfr., Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos, VII, 55): «El bien actúa, puesto que aprovecha; lo que actúa es un cuerpo. El bien excita la actividad del ánimo y, en cierto modo, lo configura y refrena, acciones éstas que son propias del cuerpo. Los bienes del cuerpo son cuerpos; luego también los bienes del espíritu, ya que también
éste es un cuerpo» (Carta 106,4). Ante el problema de Dios, Séneca se muestra ambiguo, contradictorio y poco coherente. Él mismo confiesa sus dudas y su afán sincero de conocerle: «Por mi parte, es claro que doy las gracias a la naturaleza, no precisamente cuando la contemplo bajo el aspecto que es común a todos, sino cuando me he introducido en sus profundidades, cuando aprendo cuál es la materia del universo, quién el responsable y guardián de él, qué es dios, si se repliega a sí mismo por entero o si también lanza su mirada alguna vez sobre nosotros; si es parte del mundo o es el mundo; si hace algo todos los días o lo hizo de una sola vez por todos; si le es posible, incluso hoy en día, decretar y derogar algo fijado por la ley del hado, o bien supone una mengua de su soberanía y reconocimiento de error el haber hecho mutable el universo» (Cuestiones Naturales, I, Pref., 3).

La persona humana y su apertura a la divinidad


Ya dijimos que un rasgo singular de la persona humana era el de ser en relación, es decir, estar en relación de apertura con el resto de los hombres y con los dioses, con la providencia. Las exigencias de apertura del hombre hacia Dios culminan en el sentimiento de la presencia real de la divinidad en el alma del hombre: «Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hayamos tratado, así nos tratará a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por él? Él es quien procura nobles y elevados consejos» (Carta 41, 2). Y sólo por el camino de la espiritualidad podremos acercarnos a Dios: «El supremo bien tiene su propia sede; no se produce donde el marfil, ni donde el hierro. ¿Quieres saber cuál es el lugar propio del sumo bien? El alma. Si ésta no es pura y santa no da cabida a Dios» (Carta 87, 21). Pero este Dios es el «que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros». ¿Cómo aborda Séneca el problema del mal en el mundo? Con vacilación y con convencimiento. Con dudas porque -siguiendo al estoicismo- niega la existencia del mal, afirmando en su justificación que los dioses protegen más al conjunto que a las criaturas concretas: «(…) te mostraré hasta qué punto no son males aquellas cosas que parecen serlo (…) esas cosas que tú llamas desagradables, adversas y abominables son provechosas, en primer lugar para aquellos a quienes acontecen, y después para el conjunto de los hombres, por los cuales los dioses se preocupan más que por cada hombre concreto (…) tales cosa suceden a quienes las quieren, y si no las quisieran tendrían el castigo merecido. Añadiré a estas consideraciones
que estos acontecimientos regidos por el hado acontecen a los buenos en virtud de la misma ley por la que son buenos. A partir de aquí no debes compadecer al hombre bueno, porque se le podrá llamar infortunado, pero es imposible que lo sea» (Sobre la providencia 3, 1). También hemos dicho que con convencimiento, por cuanto que Séneca reconoce la bondad por excelencia de Dios, y rechaza que, por lo mismo, desee el mal y perjudicar con éste al hombre. ¿Qué significación tiene entonces el acontecimiento experimentado del mal? La solución del filósofo estoico es la de convertir el «mal» en «mal educativo». Estas son sus palabras: «Deseo congraciarte de nuevo con los dioses, que son buenos con los buenos, ya que de ningún modo la naturaleza tolera que lo que es bueno perjudique a las personas buenas: entre los hombres buenos y los dioses hay una amistad sellada por la virtud. ¿Digo amistad? Más bien parentesco y semejanza, porque el hombre bueno sólo difiera de dios por la duración de su vida. Es discípulo suyo, imitador y verdadera familia. El padre, estricto al exigir la práctica de las virtudes, lo educa con rigor como los padres severos. De modo que cuando veas a los hombres buenos y gratos a los dioses pasar dificultades, sudar, subir empinadas cuestas, y a los hombres malos, por el contrario, llevando una vida libertina y arrastrados por los placeres, piensa que nosotros nos complacemos con la moderación de nuestros hijos y con los excesos de los esclavos, que se forja a los nuestros en una disciplina férrea y que se fomenta la osadía de los otros. Considera lo mismo a propósito de la divinidad: no mima al hombre bueno, sino que lo pone a prueba, lo endurece y lo prepara para sí» (Sobre la providencia 1, 5). La relación del hombre con Dios es íntima y libremente aceptada: «No se me obliga a nada, no sufro nada en contra de mi voluntad, no soy esclavo de dios, sino que me muestro conforme con él, principalmente porque sé que todo discurre de acuerdo con una ley infalible y dictada para la eternidad» (Sobre la providencia 5, 6). En este contexto de intimidad y libertad, Séneca rehusa en las Cuestiones Naturales ponerse a favor de aquellos que pretenden atentar contra los cultos religiosos, aunque indique claramente los peligros y posibles abusos que estos ritos pueden engendrar (cfr., II, 37), y, en contra de los epicúreos, se manifiesta partidario de la plegaria a los dioses por ser ésta el medio más adecuado que tiene el hombre para relacionarse con Dios: «Aun cuando muestres agradecimiento a los dioses por tus antiguos votos, formula otros nuevos: pídeles rectitud de la mente, buena salud del alma y también del cuerpo. ¿Por qué no formulas a menudo estos votos? Ruega a dios sin temor: no le vas a pedir nada que no esté a su alcance» (Carta 10, 4). De aquí se deduce una conclusión interesante: para Séneca, lo que en realidad importa es la «vida interior del espíritu» y no el culto externo: «Suelen darse preceptos sobre el modo de venerar a los dioses. (…) Por más que uno aprenda que debe guardar la medida justa en los sacrificios, que debe rechazar lejos la supersticiones enojosas, jamás progresarálo suficiente si no forma en su espíritu la idea conveniente de dios: que todo lo posee, que todo lo otorga, que presta su favor gratuitamente» (Carta 95, 47-48). Conclusión: podríamos apuntalar la estructura general de la ontología y teología de Séneca con las siguientes afirmaciones: Dios no es el universo ni el universo es Dios; pero Dios es, y su ser como concepto y realidad ha de entenderse en términos de un supremo bien, unitario, dinámico, causal, justo, sabio, poderoso y bello. Dios es personal, por lo tanto; pero claro está, su naturaleza personal no es entendible en el sentido de un limitado y literal antropomorfismo, sino de una inteligencia óntica y creativa, todo ello en la línea del cristianismo. De ahí que Lactancio asemejase el «Dios de los cristianos» con el «Dios de Séneca», y de manera sutilísima distinguiera entre los conceptos del alma y de Dios en los demás estoicos griegos y romanos, y el concepto de Dios y del alma y su inmortalidad en los escritos de Séneca (cfr., Divinarum Institucionum LibriVII, 2-4). Se comprende entonces por qué Tertuliano le llamó «Séneca saepe noster» (cfr., De anima, c. 20) y por qué San Jerónimo da testimonio de él en los siguientes términos: «Lucio Anneo Séneca, cordobés, discípulo del estoico Soción y tío del poeta Lucano, fue de vida muy sobria. No le pondría en el catálogo de los santos si no me incitara a ello las cartas leídas por muchísimos de Pablo a Sénea y de Séneca a Pablo. En ellas dice que quisiera ser para los suyos lo que es Pablo para los cristianos. Fue muerto por Nerón dos años antes que Pedro y Pablo fueran coronados por el martirio» (De viris illustribus, XII).
Fuente: lacavernadefilosofia.files.wordpress.com

Texto: DE LA IRA.
He aquí, un fragmento del Tratado de la Ira, texto escrito por Seneca que alcanza proyecciones universales y actuales y, sigue tan vigente como el día que fue escrito.

Libro primero
     I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales propias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.

     II. Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte... como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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