viernes, 30 de noviembre de 2012

(Juana Inés de Asbaje y Ramírez, San Miguel de Nepantla, actual México, 1651 - Ciudad de México, id., 1695)



(Juana Inés de Asbaje y Ramírez, San Miguel de Nepantla, actual México, 1651 - Ciudad de México, id., 1695) Escritora mexicana. Fue la mayor figura de las letras hispanoamericanas del siglo XVII. Niña prodigio, aprendió a leer y escribir a los tres años, y a los ocho escribió su primera loa. Admirada por su talento y precocidad, a los catorce fue dama de honor de Leonor Carreto, esposa del virrey Antonio Sebastián de Toledo. Apadrinada por los marqueses de Mancera, brilló en la corte virreinal de Nueva España por su erudición y habilidad versificadora.

Pese a la fama de que gozaba, en 1667 ingresó en un convento de las carmelitas descalzas de México y permaneció en él cuatro meses, al cabo de los cuales lo abandonó por problemas de salud. Dos años más tarde entró en un convento de la Orden de San Jerónimo, esta vez definitivamente. Dada su escasa vocación religiosa, parece que sor Juana Inés de la Cruz prefirió el convento al matrimonio para seguir gozando de sus aficiones intelectuales: «Vivir sola... no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros», escribió.

Su celda se convirtió en punto de reunión de poetas e intelectuales, como Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente y admirador del poeta cordobés, cuya obra introdujo en el virreinato, y también del nuevo virrey, Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna, y de su esposa, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, con quien le unió una profunda amistad.

En su celda también llevó a cabo experimentos científicos, reunió una nutrida biblioteca, compuso obras musicales y escribió una extensa obra que abarcó diferentes géneros, desde la poesía y el teatro, en los que se aprecia la influencia de Góngora y Calderón, hasta opúsculos filosóficos y estudios musical.

Perdida gran parte de esta obra, entre los escritos en prosa que se han conservado cabe señalar la carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz, seudónimo de Manuel Fernández de la Cruz, obispo de Puebla. En 1690, éste había hecho publicar la Carta atenagórica, en la que sor Juana hacía una dura crítica al «sermón del Mandato» del jesuita portugués António Vieira sobre las «finezas de Cristo», acompañada de una «Carta de sor Filotea de la Cruz», en la que, aun reconociendo el talento de la autora, le recomendaba que se dedicara a la vida monástica, más acorde con su condición de monja y mujer, que a la reflexión teológica, ejercicio reservado a los hombres.

A pesar de la contundencia de su respuesta, en la que daba cuenta de su vida y reivindicaba el derecho de las mujeres al aprendizaje, pues el conocimiento «no sólo les es lícito, sino muy provechoso», la crítica del obispo la afectó profundamente, tanto, que poco después sor Juana Inés de la Cruz vendió su biblioteca y todo cuanto poseía, destinó lo obtenido a beneficencia y se consagró por completo a la vida religiosa.

Murió mientras ayudaba a sus compañeras enfermas durante la epidemia de cólera que asoló México en el año 1695. La poesía del Barroco alcanzó con ella su momento culminante, y al mismo tiempo introdujo elementos analíticos y reflexivos que anticipaban a los poetas de la Ilustración del siglo XVIII.

jueves, 29 de noviembre de 2012

PRIMERO QUE SHAKESPEARE: MARLOWE.


Marlowe Christopher - La Tragica Historia Del Doctor Fausto Doc
BIOGRAFIA: (6921) 
Christopher Marlowe 
(Gran Bretaña, 1564-1593) 
Dramaturgo y poeta considerado como el primer gran autor de teatro inglés y el más importante del periodo isabelino a pesar de que sólo se dedicó al teatro por espacio de seis años. Sus primeras obras fueron básicamente comedias. Después cultivó el género de la tragedia de una manera novedosa al llevar a escenas personajes arquetipos de pasiones que influirían en el teatro posterior de William Shakespeare. Su obra maestra es La trágica historia del doctor Fausto. Nacido en Canterbury, el 6 de febrero de 1564, Marlowe, hijo de un zapatero, estudió en la Universidad de Cambridge. En Londres se relacionó con la Admiral`s Men, una compañía de actores para la que escribió la mayoría de sus obras. Se dice que fue agente secreto del gobierno y que entre sus amigos figuraban destacadas personalidades de la época, como sir Walter Raleigh. Marlowe era ateo simpatizante de Maquiavelo y llevó una vida aventurera y disoluta. En 1593 fue acusado de herejía, pero antes de que fuera posible emprender acciones contra él, en mayo de ese mismo año murió apuñalado en una taberna de Deptford, por negarse, al parecer, a pagar la cuenta de la cena, aunque las circunstancias de su muerte siguen siendo un misterio.

Al revelar las posibilidades de fuerza y diversidad expresiva que ofrecía el verso libre, Marlowe contribuyó a su establecimiento como forma predominante del teatro inglés. Escribió cuatro grandes obras de teatro, tres de las cuales se publicaron póstumamente: la epopeya heroica Tamerlán el grande (1590), basada en el personaje del conquistador mongol del siglo XIV, Eduardo II (1594), que fue uno de los primeros dramas históricos de éxito del teatro inglés y sirvió como modelo a Shakespeare para su Ricardo II y Ricardo III, La trágica historia del doctor Fausto (c. 1604), una de las primeras dramatizaciones de la leyenda faústica, y la tragedia El judío de Malta (1633). Todas estas obras giran en torno a la poderosa figura de un protagonista dominado por una pasión irrefrenable. Marlowe escribió también dos obras menores: Tragedia de Dido, reina de Cartago (1594), completada por el dramaturgo inglés Thomas Nashe, y La matanza de París (1600). Algunos especialistas atribuyen a Marlowe la autoría de partes de algunas obras de Shakespeare. Las principales obras de Marlowe contienen un personaje central, dominado por la pasión y abocado a la destrucción por sus desmesuradas ambiciones. Se caracterizan además por la belleza y la sonoridad del lenguaje y su fuerza emocional, que en ocasiones se desboca hasta caer en la ampulosidad. La obra poética más conocida de Marlowe es El pastor apasionado (1599), que incluye el poema lírico `Ven a vivir conmigo y sé mi amor`. Su poema de amor mitológico Hero y Leandro quedó inacabado en el momento de su muerte y fue completado por George Chapman y publicado en 1598. Marlowe tradujo también obras de poetas latinos como Lucano y Ovidio.


RESEÑA: 
“La trágica historia del doctor Fausto”, es una obra de teatro escrita por Christopher Marlowe, basada en la leyenda de Fausto, en la que un hombre vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento. Puede interpretarse como una metáfora del hombre que elige lo material a lo espiritual, por lo que pierde su alma. El Fausto de Marlowe fue publicado en 1604, once años después de la muerte de Marlowe y doce después de su primera representación. No se guarda ningún manuscrito original, pero existen dos textos tempranos, uno de 1604 y otro de 1616.
La obra trata la historia de Fausto, doctor en teología, que en su búsqueda del conocimiento decide vender su alma al Diablo para conseguir los favores de uno de sus siervos, el demonio Mefistófeles. Consta de un prólogo, trece escenas y un epílogo. Está escrita principalmente en verso blanco aunque también hay breves trozos en prosa.
En el prólogo, el coro nos dice qué tipo de texto va a ser Doctor Faustus: no sobre la guerra o el amor, sino sobre Fausto, el cual nació entre la clase baja, y que por sus méritos obtiene un doctorado en teología. Ya en este prólogo tenemos la primera pista que apunta a su perdición, al ser Fausto comparado con Ícaro, quien quiso volar tan cerca del sol, que, al derretir el sol la cera que sujetaba sus alas, murió por la caída. Sin embargo, no es el orgullo lo que mueve a Fausto hacia su propia destrucción, sino el afán de conocimiento.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

HERRERA Y REISSIG JULIO.




(Montevideo, 1875-1910) Poeta uruguayo, considerado una de las cumbres del modernismo, y uno de `los cuatro delfines` y herederos de R. Darío, junto a L. Lugones, A. Nervo y R. Jaimes Freyre. El propio fundador del movimiento lo citaba como el modelo ideal del poeta, por su exotismo, su rechazo a las servidumbres de la vida cotidiana y su aislamiento, que culminó con las exclusivas tertulias de la `Torre de los Panoramas`, un altillo céntrico con vistas marítimas, que entre 1902 y 1907 Herrera convirtió en eje y monumento del decadentismo rioplatense.

Hijo predilecto de una familia colonial patricia, ya empobrecida cuando su nacimiento, consiguió no obstante cursar estudios en Madrid y París, y regresó a su tierra como un apóstol del simbolismo, al que el descubrimiento de Darío acabaría de radicalizar hasta extremos en los que jamás incurrió el vate nicaragüense, tales como su desprecio por la modesta identidad sudamericana (`me arrebujo en mi desdén por mi país`) o la ostentosa publicidad que hacía de su adicción a la morfina. Víctima de una cardiopatía congénita y de una hipersensibilidad enfermiza, padeció varios episodios dramáticos que culminaron con el infarto que acabó con su vida.

Casi todo lo que publicó durante ella (Los peregrinos de piedra, Wagnerianas, Las pascuas del tiempo, Los maitines de la noche, Aguas del Aqueronte, Las manzanas de Amarilys, entre 1898 y 1909) denota la huella, por un lado, de Baudelaire y L. de Lisle, y por otro de Darío y Lugones, a medida que la influencia parnasiana iba cediendo lugar a su descubrimiento de la estética modernista, por lo que Herrera no hubiese sido otra cosa que el mayor animador y modelo vital de esta escuela, si sus abundantes publicaciones póstumas no le hubiesen otorgado el lugar que merecía: el de una de las voces más poderosas y originales del modernismo, no sólo en Sudamérica sino en el ámbito de la lengua.
RESEÑA:
Julio Herrera y Reissig (Uruguay, 1875-1910) que surge como poeta romántico evolucionando hacia el modernismo bajo el influjo de Darío y de Lugones, ha crecido en la estimación de la crítica por su carácter de precursor de tendencias ulteriores dentro del propio modernismo. En el presente volumen se publica, junto a Los peregrinos de piedra, la única colección de poemas que publicó en vida, la totalidad de su obra poética, incluyendo sus primeros poemas no recogidos en otras ediciones, y una reordenación por series temáticas del resto de su poesía, dispersa en publicaciones periódicas. Muchos de estos textos han debido ser reconstruidos con la ayuda de sus manuscritos, estableciéndose en un apéndice, un catálogo de variantes. De su prosa se ha seleccionado lo más significativo, incluyéndose narrativa, crítica y miscelánea. Esta tarea ha estado a cargo de Idea Vilariño y Alicia Migdal.


martes, 27 de noviembre de 2012

RUBÉN DARÍO.


Rubén Darío, nacido con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento (Metapa, hoy Ciudad Darío, Nicaragua, 1867 - León, id., 1916) 
Poeta nicaragüense. Periodista y diplomático, viajó por Europa y América en calidad de cónsul y embajador de su país, y pasó largas temporadas en Buenos Aires, París y Mallorca. Su precocidad como escritor le permitió publicar desde muy joven, y después de pasar una etapa trabajando en la Biblioteca Nacional de Managua, viajó a El Salvador y luego a Chile. Fue en Santiago donde consolidó su cultura literaria, al estudiar a fondo las nuevas corrientes poéticas europeas. Tras publicar en 1887 tres libros de poemas, Abrojos, Canto épico a las glorias de Chile -libro de exaltación patriótica y enraizado en la poesía tradicional-, y Rimas, tributo a Bécquer, al año siguiente apareció Azul..., la obra que sentaría las bases del modernismo. 
Reconocido como jefe de filas de este movimiento, consolidó su posición con Prosas profanas y otros poemas (1896-1901), Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907), tres libros con los cuales alcanzó su madurez lírica y que aparecieron articulados en un prólogo común que constituye la más clara exposición de su poética. Antes, en 1896, en Buenos Aires, donde dirigía junto a Ricardo Jaime Freyre la Revista de América, había publicado la colección de artículos titulada Los raros, dedicada a personajes literarios (en su mayoría franceses, aunque también se incluían otros como José Martí, Ibsen o Poe) que Darío consideraba próximos a la renovación literaria que llevaba a cabo. Cultivó así mismo la prosa, especialmente a modo de diario personal e histórico basado en las experiencias de sus viajes y estancias en países extranjeros, como en Peregrinaciones (1901). 
En 1899 arribó a Barcelona, donde escribió sus primeras crónicas.
De este gran poeta latinoamericano, pongo a los amigos blogueros el link para que bajen un libro extremadamente curiso escrito por Darío sobre su vida.

LINK PARA BAJAR EL LIBRO:http://www.4shared.com/office/xZ6DCwn6/Dario_Ruben_-_Autobiografia.html?

lunes, 26 de noviembre de 2012

WERNER JAEGER: EL HOMBRE TRÁGICO DE SÓFOCLES.

Por la gran cantidad de personas que han  ingresado al blog  para consultar sobre SÓFOCLES y estando su artículo anterior en primer lugar durante más de una semana, les transcribo un estudio de Werner Jaeger, quizá el erudito más grande del siglo XX sobre la CULTURA GRIEGA. Gracias por su ingreso AL LABERINTO DEL VERDUGO. 


II. EL HOMBRE TRÁGICO DE SÓFOCLES

(248) CUANDO se trata de la fuerza educadora de la tragedia griega, es preciso considerar a Sófocles y a Esquilo conjuntamente. Sófocles aceptó con plena conciencia el papel de sucesor de Esquilo, y el jui-cio de los contemporáneos, para el cual Esquilo fue siempre el héroe venerable y el maestro preeminente del teatro ateniense, reservó para Sófocles un lugar a su lado. Este modo de considerarlo tiene su pro-fundo fundamento en la concepción griega de la esencia de la poesía, que no busca en primer término en ella a la individualidad, sino que la considera como una forma de arte independiente que se perpetúa por sí misma, que se trasmite de un poeta a otro sirviéndoles de pauta. El estudio de una creación como la tragedia puede ayudarnos a com-prender esto. Una vez llegada a su esplendor, alcanza fuerza norma-tiva para el espíritu de los contemporáneos y para la posteridad y estimula a las fuerzas más altas en una noble competencia.
Este espíritu agonal de toda la poesía griega aumenta en la medi-da en que el arte se sitúa en el centro de la vida pública y se hace expresión del orden espiritual y estatal. Por eso en el drama debió alcanzar su más alto grado. Sólo así se explica la enorme multitud de poetas de segundo y tercer rango que tomaba parte en los con-cursos dionisiacos. Actualmente nos admira ver el enjambre de sa-télites que rodearon durante su vida a las grandes personalidades de aquella época. El estado fomentaba estos concursos mediante premios y representaciones para orientarlos en su camino y al mismo tiempo estimularlos. Independientemente de la permanencia de la tradición profesional en todo arte y especialmente en el griego, era inevitable que esta viva comparación, de año en año, creara un control perma-nente, espiritual y social, de aquella nueva forma de arte. Ello no afectaba para nada la libertad artística, pero hacía al espíritu público extraordinariamente vigilante ante cualquier disminución de la gran herencia y contra cualquier pérdida de la profundidad y la fuerza de su acción.
Esto justifica, aunque no del todo, la comparación de tres espíri-tus ya tan distintos y en tantos respectos incomparables como los tres grandes trágicos áticos. Parece injustificado, cuando no insen-sato, considerar a Sófocles y a Eurípides como sucesores de Esquilo, puesto que con ello les aplicamos normas que les son ajenas y que sobrepasan la medida del tiempo en que vivieron. El mejor conti-nuador es siempre el que sin torcer el camino halla en sí mismo las fuerzas necesarias para la propia creación. Precisamente los griegos se hallaban inclinados a admirar junto al inventor a los que lleva-ban las cosas a la plenitud de su perfección. Es más, veían la más  (249) alta originalidad no en lo que se hacía por primera vez. sino en la más perfecta elaboración de un arte.  Ahora bien: en tanto que un artista desarrolla la fuerza de su arte de acuerdo con formas que halla previamente acuñadas y a las que se debe en alguna me-dida, no tiene más remedio que reconocerlas como norma y permi-tir que se juzgue del valor de su obra según que las mantenga, las debilite o las realce. Así, el desarrollo de la tragedia no va de Es-quilo a Sófocles y de éste a Eurípides, sino que, en cierto modo. Eurípides puede ser considerado como sucesor inmediato de Esquilo lo mismo que Sófocles, el cual, por otra parte, sobrevive. Ambos pro-siguen la obra del viejo maestro con un espíritu completamente dis-tinto y no se halla injustificado el punto de vista de los nuevos inves-tigadores cuando afirman que los puntos de contacto de Eurípides con Esquilo son mucho mayores que los de Sófocles. No deja de tener razón la crítica de Aristófanes y de sus contemporáneos cuando con-sidera a Eurípides no como corruptor de la tragedia de Sófocles, sino de la de Esquilo. Con él se entronca de nuevo, aunque en verdad no estrecha su radio de acción, sino que lo ensancha infinita-mente. Con ello consigue abrir las puertas al espíritu crítico de su tiempo y situar los problemas modernos en el lugar de las dudas de la conciencia religiosa de Esquilo. El parentesco de Eurípides y Es-quilo consiste en que ambos dan relieve a los problemas, aunque en aguda oposición.
Desde este punto de vista aparece Sófocles completamente apar-tado del curso de aquella evolución. Parece faltar en él la apasio-nada intimidad y la fuerza de la experiencia personal de sus dos grandes compañeros en el arte. Y nos hallamos inclinados a pensar que el juicio entusiasta de los clasicistas que, por el rigor de su for-ma artística y su luminosa objetividad, considera a Sófocles como la culminación del drama griego, si bien se explica históricamente, es un prejuicio que es preciso superar. Así, la ciencia y el gusto psi-cológico moderno que la acompaña, dirige sus preferencias al tosco arcaísmo de Esquilo y al subjetivismo refinado de los últimos tiem-pos de la tragedia ática, largo tiempo desatendidos. Cuando, por fin, fue determinado de un modo más preciso el lugar de Sófocles en la constelación de los trágicos, fue preciso buscar el secreto de su éxito en otra parte y se halló en la pureza de su arte que, nacido de Esquilo, que era su dios, y desarrollado durante su juventud, al-canzó su plenitud tomando como ley suprema la consecución del efecto escénico.  Si Sófocles es sólo esto, por mucha que sea su impor-tancia, cabe preguntar por qué ha sido considerado como el más perfecto, (250) no sólo por el clasicismo, sino también por la Antigüedad en-tera. Sería sobre todo discutible su lugar en una historia de la educación griega que no considera a la poesía fundamentalmente des-de el punto de vista estético.
No cabe duda que Sófocles, por la fuerza de su mensaje religioso, es inferior a Esquilo. Sófocles posee también una piedad profun-damente arraigada. Pero sus obras no son en primer término la ex-presión de esta fe. La impiedad de Eurípides —en el sentido de la tradición— es más religiosa, sin embargo, que la reposada cre-dulidad de Sófocles. No está su verdadera fuerza, y en esto hay que convenir con la crítica moderna, en lo problemático, si bien el con-tinuador de la tragedia de Esquilo es también el heredero de sus ideas. Debemos partir del efecto que produce en la escena. Éste no se agota con la comprensión de su técnica inteligente y superior. Fácilmente se comprende que la técnica de Sófocles, representante de la segunda generación más aguda y refinada, sea superior a la del viejo Esquilo. ¿Pero cómo explicar el hecho de que todos los naturales intentos modernos para satisfacer prácticamente el cambio del gusto y llevar a la escena las tragedias de Esquilo y de Eurípi-des, salvo algunos experimentos para un público más o menos espe-cializado, hayan fracasado, mientras que Sófocles es el único drama-turgo griego que se mantiene en los repertorios de nuestros teatros? Ello no se debe ciertamente a un prejuicio clasicista. La tragedia de Esquilo no puede resistir la escena por la rigidez nada dramática del coro que la domina, que no compensa el peso de las ideas y del lenguaje, sobre todo faltando el canto y la danza. La dialéctica de Eurípides despierta ciertamente, en tiempos perturbados como los nues-tros, un eco de simpática afinidad. Pero no hay cosa más mudable que los problemas de la sociedad burguesa. Basta pensar en lo le-jos que están de nosotros Ibsen o Zola, incomparablemente más cerca-nos, sin embargo, que Eurípides, para comprender que lo que cons-tituiría la fuerza de Eurípides en su tiempo representa precisamente para nosotros un límite infranqueable.
El efecto inextinguible de Sófocles sobre el hombre actual, a base de su posición imperecedera en la literatura universal, son sus ca-racteres. Si nos preguntamos cuáles son las creaciones de los trágicos griegos que viven en la fantasía de los hombres, con independencia de la escena y de su conexión con el drama, veremos que las de Sófocles ocupan el primer lugar. Esta pervivencia separada de las figuras como tales no hubiera podido ser jamás alcanzada por el mero dominio de la técnica escénica, cuyos efectos son siempre mo-mentáneos. Acaso no hay nada más difícil de comprender para nos-otros que el enigma de la sabiduría sosegada, sencilla, natural, con que ha erigido aquellas figuras humanas de carne y hueso, henchidas de las pasiones más violentas y de los sentimientos más tiernos, de orgullosa y heroica grandeza y de verdadera humanidad, tan parecidas (251) a nosotros y al mismo tiempo dotadas de tan alta nobleza. Nada es en ellas artificioso ni exorbitante. Los tiempos posteriores han buscado en vano la monumentalidad mediante lo violento, lo colosal o lo efectista. En Sófocles todo se desarrolla sin violencia, en sus proporciones naturales. La verdadera monumentalidad es siempre sim-ple y natural. Su secreto reside en el abandono de lo esencial y fortuito de la apariencia, de tal modo que irradie con perfecta cla-ridad la ley íntima oculta a la mirada ordinaria. Los hombres de Sófocles carecen de aquella solidez pétrea, que arranca de la tierra, de las figuras de Esquilo, que a su lado aparecen inmóviles y aun rígidas. Pero su movilidad no carece de peso como la de algunas figuras de Eurípides, que es duro denominar "figuras", incapaces de condensarse más allá de las dos dimensiones del teatro, indumentaria y declamación, en una verdadera existencia corporal. Entre su pre-decesor y su sucesor es Sófocles el creador innato de caracteres. Como sin esfuerzo, se rodea del tropel de sus imágenes, o aun podríamos decir que le rodean. Pues nada más ajeno a un verdadero carácter que la arbitrariedad de una fantasía caprichosa. Nacen todos de una necesidad que no es ni la generalidad vacía del tipo ni la simple de-terminación del carácter individual, sino lo esencial mismo, opuesto a lo que carece de esencia.
Se ha trazado a menudo el paralelo entre la poesía y la escultura poniendo en conexión cada uno de los tres trágicos como un estadio correspondiente de la evolución de la forma plástica. Estas compara-ciones conducen fácilmente a un juego sin importancia cuando no a la pedantería. Nosotros mismos hemos comparado simbólicamente la posición de la divinidad en medio de las esculturas del frontispicio olímpico con la posición central de Zeus o del destino en la tragedia arcaica. Pero se trataba sólo de una comparación ideal que no se refería para nada a la cualidad plástica de los personajes de la tra-gedia. En cambio, cuando denominamos a Sófocles el plástico de la tragedia se trata de una cualidad que no comparte con otro alguno y que excluye toda comparación de los trágicos con la evolución de las formas plásticas. La figura poética depende, como la escul-tórica, del conocimiento de las últimas leyes que la gobiernan. En esto termina toda posibilidad de un paralelo, pues las leyes de lo espiritual son incomparables con las que rigen la estructura espacial de la corporeidad táctil o visible. Sin embargo, cuando la escultura de aquel tiempo se propone como su fin más alto la expresión de un ethos espiritual en la forma humana, parece iluminarse con el resplandor de aquel mundo íntimo que por primera vez ha revelado la poesía de Sófocles. El resplandor de esta humanidad se refleja del modo más conmovedor en los monumentos contemporáneos de los sepulcros áti-cos. Aunque aquellas obras de un arte de segundo rango se hallen muy por debajo de la plenitud esencial y expresiva de las obras de Sófocles, la convergencia de unas y otras en el mismo tipo de intimidad (252) humana, que revela el reposo espiritual de aquellas obras, per-mite colegir que su arte y su poesía se hallaban animados por la misma emoción. Orienta su imagen al hombre eterno, valiente y se-reno ante el dolor y la muerte, revelando así su verdadera y auténtica conciencia religiosa.
El monumento perenne del espíritu ático en el momento de su madurez está constituido por la tragedia de Sófocles y la escultura de Fidias. Ambos representaban el arte del tiempo de Pericles. Si desde aquí lo miramos con mirada retrospectiva, la evolución de la tragedia griega parece dirigirse a este fin. Podemos decir esto aun en lo que respecta a la relación de Esquilo con Sófocles. No así de la relación de Sófocles con Eurípides, ni mucho menos con los epígo-nos de la poesía trágica del siglo IV. Todos ellos son un eco de la grandeza anterior. Y lo que en Esquilo es grande y rico de futuro traspasa los límites de la poesía e invade un nuevo dominio: el de la filosofía. Así podemos denominar a Sófocles clásico en el sentido de que alcanza el más alto punto en el desarrollo de la tragedia. En él la tragedia realiza "su naturaleza", como diría Aristóteles. Pero aun en otro y único sentido puede ser denominado clásico; en tanto que esta denominación designa la más alta dignidad que alcanza aquel que lleva a su perfección un género literario. Tal es su posi-ción en el desarrollo espiritual de Grecia, y como expresión de este desarrollo consideramos aquí ante todo a la literatura. La evolución de la poesía griega, considerada como el proceso de progresiva obje-tivación de la formación humana, culmina en Sófocles. Sólo desde este punto de vista es posible comprender en su sentido entero cuanto hemos dicho antes sobre las figuras trágicas de Sófocles. Su preemi-nencia no procede sólo del campo de lo formal, sino que se en-raiza en una dimensión de lo humano en la cual lo estético, lo ético y lo religioso se compenetran y se condicionan recíprocamente. Este fenómeno no es único en el arte griego, como lo hemos visto en nuestro estudio de la poesía más antigua. Pero forma y norma se compenetran de un modo muy especial en la tragedia de Sófocles y, sobre todo, en sus personajes. El mismo poeta ha dicho de ellos breve y certeramente que son figuras ideales, no hombres de la rea-lidad cotidiana, como los de Eurípides.  Un escultor de hombres como Sófocles pertenece a la historia de la educación humana. Y como nin-gún otro poeta griego. Y ello en un sentido completamente nuevo. En su arte se manifiesta por primera vez la conciencia despierta de la educación humana. Es algo completamente distinto de la acción educadora en el sentido de Homero o de la voluntad educadora en el sentido de Esquilo. Presupone la existencia de una sociedad huma-na, para la cual la "educación", la formación humana en su pureza y por sí misma, se ha convertido en el ideal más alto. Pero esto no (253) es posible hasta que, después que una generación ha vivido duras luchas interiores para conquistar el sentido del destino, luchas de una profundidad esquiliana, lo humano como tal se coloca en el centro de la existencia. El arte mediante el cual Sófocles crea sus caracteres se halla conscientemente inspirado por el ideal de la conducta huma-na que fue la peculiar creación de la cultura y de la sociedad del tiempo de Pericles. En tanto que Sófocles aprehendió esta nueva conducta en lo más profundo de su esencia, tal como la debió de haber experimentado en sí mismo, humanizó la tragedia y la convir-tió en modelo imperecedero de la educación humana de acuerdo con el espíritu inimitable de su creador. Podría denominarse casi un arte educador, como lo es en otro estadio —y en condiciones de tiempo mucho más artificiosas— la lucha de Goethe en el Tasso para hallar la forma en la vida y en el arte. Sólo que la palabra educación, en virtud de múltiples asociaciones, ha tendido a desleírse y perder todo perfil, de tal modo que no es posible emplearla con entera libertad. Es preciso evitar cuidadosamente las contraposiciones corrientes en la ciencia de la literatura tales como "experiencia cultivada" y "expe-riencia originaria". Sólo así llegaremos a comprender lo que significa educación o cultura en el sentido griego originario, es decir, la crea-ción originaria y la experiencia originaria de una formación cons-ciente del hombre. Sólo así se comprende que pudiera convertirse en fuerza alentadora de la fantasía de un gran poeta. La cópula creadora de la poesía y la educación, considerada en este sentido, en Sófocles es una constelación única en la historia universal.
La unidad entre el estado y el pueblo, conseguida tras dura lucha después de la guerra de los persas, y sobre la cual se cierne el cos-mos espiritual de la tragedia de Esquilo, es la base para una nueva educación nacional que supera la oposición entre la cultura de los nobles y la vida del pueblo. En la vida de Sófocles toma cuerpo con fuerza única la eudemonía de la generación que sobre este funda-mento han estructurado el estado y la cultura de la época de Pericles. Los hechos generales son conocidos de todos. Pero son de mayor importancia que los detalles de su vida exterior que pueda averiguar la investigación científica. Es, sin duda alguna, una leyenda que en la flor de su juventud danzara en el coro que celebraba la vic-toria de Salamina. donde Esquilo combatió. Pero nos dice mucho el hecho de que la vida del joven se iniciara en el momento en que acababa de pasar la tormenta. Sófocles se halla en la angosta y es-carpada cresta del más alto mediodía del pueblo ático, que tan rápi-damente había de pasar. Su obra se desarrolla en la serenidad sin viento y sin nubes, eu)di/a y galh/nh, del día incomparable cuya aurora se abre con la victoria de Salamina. Cierra los ojos muy poco tiem-po antes de que Aristófanes conjure a la sombra del gran Esquilo para que salve a la ciudad de la ruina. No vivió la ruina de Atenas. Murió después que la victoria de las Arginusas despertara la última gran esperanza (254) de Atenas, y vive ahora allá abajo —así lo representa Aris-tófanes poco después de su muerte— en la misma armonía consigo mismo y con el mundo con que vivió en la tierra. Es difícil decir hasta qué punto esta eudemonía fue debida al tiempo favorable que el destino le otorgó, y a su naturaleza afortunada o al arte consciente con que realizó su obra y al misterio de su silenciosa sabiduría que con gesto de perfecta modestia, sin ayuda ni esfuerzo, se traduce a veces en creaciones geniales. La verdadera cultura es siempre obra de la confluencia de estas tres fuerzas. Su fundamento más profundo ha sido y sigue siendo un misterio. Lo más maravilloso en ella es que no es posible explicarlo. Lo único que cabe hacer es señalar con el dedo y decir: ahí está.
Aunque no supiéramos nada más de la Atenas de Pericles, de la vida y la figura de Sófocles, podríamos concluir que en su tiempo surgió por primera vez la formación consciente del hombre. Para ponderar esta nueva forma de las relaciones humanas creó aquella época una nueva palabra: "urbano". Dos decenios más tarde se halla en pleno uso entre todos los prosistas áticos, en Jenofonte, en los oradores, en Platón. Y Aristóteles analiza y describe este trato libre, franco, cortés, esta conducta selecta y delicada. Este tipo de relación humana se daba por supuesto en la sociedad ática del tiempo de Pe-ricles. No hay más bella ilustración de la crisis de esta delicada educación ática —tan opuesta al sentido escolar y pedantesco de la cultura— que la ingeniosa narración de un poeta contemporáneo, Ión de Quío.  Se trata de un acontecimiento real de la vida de Sófo-cles. Como estratega colaborador de Pericles se halla como huésped de honor en una pequeña ciudad jónica. En el banquete tiene como vecino a un maestro de literatura del lugar que, poseído de su sabi-duría, le atormenta con una crítica pedantesca del bello verso del antiguo poeta: "Brilla en la púrpura de las mejillas la luz del amor." La superioridad mundana y la gracia personal con que sale del apuro, convenciéndole de la imposibilidad de que la pobreza de su fantasía llegue a la plena comprensión de un fragmento poético tan bello, dan-do además la prueba evidente de que aun en su profesión involunta-ria de general tiene competencia, mediante la astuta "estratagema" con-tra el azorado muchacho que le alarga la copa llena de vino, es un rasgo inolvidable no sólo de la figura de Sófocles, sino también de la sociedad ática de su tiempo. Pongamos al lado del retrato del poeta que nos ofrece esta verdadera anécdota y que corresponde a la ac-titud de la estatua laterana de Sófocles, el retrato de Pericles del escultor Cresilas. No nos ofrece al gran hombre de estado ni aun, a pesar del yelmo, al general. Así como Esquilo es para la poste-ridad el luchador de Maratón y el fiel ciudadano de su estado, el arte y la anécdota encarnan en Sófocles y en Pericles la suma de  (255) la más alta nobleza de la kalokagathia ática, tal como corresponde al espíritu de su tiempo.
En esta forma vive una clara y delicada conciencia de lo que en cada caso es adecuado y justo para el hombre, que en el más alto dominio de la expresión y en la plenitud de la medida, se revela como una nueva e íntima libertad. No hay en ella esfuerzo ni afec-tación. Todos reconocen y admiran su facilidad. Nadie es capaz de imitarla, como dice unos años más tarde Isócrates. Sólo se da en Atenas. La fuerza expresiva y sentimental de Esquilo cede a un equi-librio y proporción natural que sentimos y gozamos como un mila-gro en las esculturas del friso del Partenón y en el lenguaje de los hombres de Sófocles. No es posible definir en qué consiste propiamente este secreto abierto. No se trata en modo alguno de algo pu-ramente formal. Sería sumamente raro que se manifestara al mis-mo tiempo en la plástica y en la poesía si no se tratara de algo sobrepersonal y común a los representantes más característicos de la época. Es la irradiación de un ser en definitivo reposo que ha llegado a la armonía consigo mismo, como expresa ya el bello verso de Aristófanes: un ser al cual la muerte no puede llevar consigo, puesto que lo mismo debe permanecer "allí" que "aquí", eu)koloj.  No es posible interpretarlo trivialmente desde un punto de vista pu-ramente estético, como la belleza de la línea, o desde un punto de vista exclusivamente psicológico, como una simple naturaleza armó-nica, confundiendo así la esencia con el síntoma. No es una pura casualidad del temperamento personal el hecho de que Sófocles sea el maestro del medio tono mientras que Esquilo nunca lo pudiera al-canzar. En parte alguna es la forma de un modo tan inmediato, ex-presión adecuada o mejor la revelación del ser y de su sentido meta-físico. A la pregunta sobre lo esencial y el sentido del ser no contesta Sófocles, como Esquilo, mediante una concepción del mundo o una teodicea, sino mediante la forma de sus discursos y la figura de sus personajes. Quien en los momentos de caos y agitación de la vida en que todas las formas parecen disolverse, no haya tendido la mano a este guía, para hallar de nuevo el equilibrio íntimo mediante la acción de algunos versos de Sófocles, no comprenderá fácilmente esto. Lo que se experimenta en el acorde y el ritmo, la medida, es para Sófocles el principio del Ser. Es el piadoso reconocimiento de una justicia que reside en las cosas mismas y cuya comprensión es el signo de la más perfecta madurez. No en vano repite constantemente el coro de las tragedias de Sófocles que la falta de medida es la raíz de todo mal. La armonía preestablecida entre el arte escultórico de Fidias y la poesía de Sófocles tiene su fundamento más profundo en la sujeción religiosa a este conocimiento de la medida. Esta con-ciencia, que llena la época entera, es una expresión tan natural de la (256) esencia más profunda del pueblo griego, fundada en la sofrosyne me-tafísica, que la exaltación de la medida en Sófocles parece resonar en mil ecos concordantes en todo el ámbito del mundo griego. La idea no era. en realidad, nueva. Pero la influencia histórica y la im-portancia absoluta de una idea no dependen jamás de su novedad, sino de la profundidad y la fuerza con que ha sido comprendida y vivida. El desarrollo de la idea griega de la medida considerada como el más alto valor llega a su culminación en Sófocles. A él conduce y en él halla su clásica expresión poética como fuerza divina que gobierna el mundo y la vida.
La estrecha conexión entre la formación humana y la medida en la conciencia de la época puede manifestarse todavía desde otro punto de vista. En general, es preciso mostrar las convicciones artísticas de los clásicos griegos a partir de sus obras y éstas son en todo caso nuestros mejores testimonios. Pero, puesto que se trata de compren-der las últimas y más difíciles tendencias ordenadoras de creaciones tan ricas y tan variadas del espíritu humano, parece justo exigir que confirmemos la certeza de nuestro camino mediante el testimonio de los contemporáneos. De Sófocles mismo poseemos dos observaciones que, naturalmente, sólo alcanzan en último término autoridad histó-rica por su concordancia con nuestras propias impresiones intuitivas acerca de su arte. Una de ellas la hemos citado ya: es aquella en que caracteriza a sus propios personajes, en oposición al realismo de Eurípides, como figuras ideales. En la otra separa su propia crea-ción artística de la de Esquilo en tanto que niega a éste la conciencia en el hallazgo de lo justo, mientras que la considera esencia) para sí mismo.  Si las tomamos conjuntamente, veremos que presuponen una conciencia muy precisa de las normas a que debe sujetarse el poeta y que representa a los hombres "tales como deben ser". Ahora bien, esta conciencia de las normas ideales del hombre es peculiar de la época en que comienza la sofística. El problema de la areté humana es ahora considerado con extraordinaria intensidad desde el punto de vista de la educación. El hombre "tal como debe ser" es el gran tema de la época y el término de todos los esfuerzos de los sofistas. Hasta ahora los poetas han tratado sólo de fundamentar los valores de la vida humana. Pero no podían permanecer indiferentes a la nueva voluntad educadora. Esquilo y Solón alcanzaron con su poe-sía una poderosa influencia haciéndola escenario de su lucha íntima con Dios y el Destino. Sófocles, siguiendo la tendencia formadora de su época, se dirige al hombre mismo y proclama sus normas en la representación de sus figuras humanas. Hallamos ya el comienzo de esta evolución en las últimas obras de Esquilo cuando, para real-zar lo trágico, opone al destino figuras como Etéocles, Prometeo, Agamemnón, Orestes. que encarnan un poderoso elemento de idealidad.
(257) Con ellas se enlaza Sófocles, cuyas figuras capitales encarnan la más alta areté tal como la conciben los grandes educadores de su tiempo. No es posible decidir dónde se halla la prioridad; si en la poesía o en el ideal educador. Para una poesía como la de Sófocles ello carece de importancia. Lo decisivo es que la poesía y la educación humana se dirigen conscientemente al mismo fin.
Los  hombres   de  Sófocles  nacen  de   un  sentimiento  de  la  belleza cuya fuente es una  animación de los personajes hasta  ahora desco-nocida.   En él se manifiesta el nuevo ideal  de la areté, que  por pri-mera vez  y de  un modo consciente  hace de  la  psyché el  punto de partida de toda  educación humana.   Esta palabra adquiere en el si-glo  V   una   nueva   resonancia,   una   significación   más   alta,   que   sólo alcanza  su   pleno  sentido  con   Sócrates.    El  "alma'"   es  objetivamente reconocida  como   el centro  del  hombre.    De  ella   irradian  todas   sus acciones  y su  conducta entera.    El arte escultórico había  descubierto desde largo tiempo  las leyes  del cuerpo   humano  y  lo  había hecho objeto del  estudio más fervoroso.   En la "armonía"  del cuerpo   ha-bía descubierto de nuevo el principio del cosmos, que el pensamiento filosófico  había confirmado ya  para la totalidad.   A partir del cos-mos llega ahora el mundo griego al descubrimiento de lo espiritual. No lo considera desde el punto de vista de la experiencia inmediata como una intimidad caótica.   Es, por el contrario, el único reino del ser que,  sometido   a un  orden  legal,  no ha  sido  todavía   penetrado por la idea cósmica.   Es evidente que el alma tiene, como el cuerpo, su ritmo y su armonía.   Con ello entramos en la idea de una estruc-tura del alma.   Podríamos acaso hallarla por primera vez expresada con entera claridad por Simónides,  cuando afirma que la areté con-siste en tener "estructurados  rectamente  y sin falta,   las manos,   los pies y  el  espíritu".   Pero, de esta primera representación de  un ser espiritual   en forma,   concebido por   analogía  con el   ideal   corporal de la formación agonal, hasta la teoría de la educación que con ver-dad histórica atribuye  Platón   al sofista Protágoras,  media  un   paso considerable.    En ella la idea de la educación  se halla desarrollada con íntima consecuencia.   De una imagen poética se ha convertido en un   principio  educador.    Protágoras  habla  allí   de  la   educación   del alma mediante la verdadera eurhythmia y euharmostia.   La justa ar-monía  y el justo  ritmo deben nacer de! contacto   con las obras de la  poesía,   de  la   cual  han  tomado   sus  normas.    También   en  esta teoría el  ideal  de   la  formación  espiritual  tiene  que  ver  con  el   de la formación del cuerpo.   Pero se halla más cerca del arte escultórico y de la formación artística que de la areté agonal de Simónides.   De este campo   de  intuiciones procede el concepto   normativo  de la   eurhytmia y la euharmostia.   Sólo en el pueblo griego podía originarse la idea de la educación  de las normas del arte escultórico.   Tampoco (258) puede desconocerse este modelo en el ideal encarnado en las figuras de Sófocles. La educación, la poesía y el arte escultórico se hallan en aquel tiempo en la más estrecha correlación. No es posible pensar ninguno de ellos sin el otro. La educación y la poesía hallan su mo-delo en el esfuerzo de la plástica para llegar a la creación de una forma humana, y toman el mismo camino para llegar a la i)de/a del hombre. El arte, de su parte, aprende de la poesía y de la educación el camino que conduce a lo espiritual. En todos se revela una alta valoración del hombre, que se halla para los tres en el centro del interés. Esta inclinación antropocéntrica del espíritu ático es la que da lugar al nacimiento de la "humanidad"; no en el sentido senti-mental del amor humano hacia los otros miembros de la sociedad, que denominaron los griegos filantropía, sino en el del conocimiento de la verdadera forma esencial humana. Es especialmente significativo el hecho de que por primera vez aparece la mujer corno represen-tante de lo humano con idéntica dignidad al lado del hombre. Las numerosas figuras femeninas de Sófocles, Antígona, Electra, Dejanira, Tecmesa, Yocasta, por no hablar de otras figuras secundarias, como Clitemnestra, Ismene y Crisotemis, iluminan con la luz más clara la alteza y la amplitud de la humanidad de Sófocles. El descubrimiento de la mujer es la consecuencia necesaria del descubrimiento del hom-bre como objeto propio de la tragedia.
Desde este punto de vista podemos comprender la trasformación del arte trágico desde Esquilo hasta Sófocles. Salta a la vista que la forma de la trilogía, que es la regla para aquél, es abandonada por su sucesor. Se halla sustituida por el drama singular, cuyo punto central es la acción humana. Esquilo necesita de la trilogía para abrazar en una acción dramática la masa entera de acaecimientos épi-cos que constituyen el curso de un destino, cuyo encadenamiento de sufrimientos se extiende con frecuencia a varias generaciones de un linaje. Su mirada se dirigía al curso entero de un destino porque sólo en esta totalidad era posible ver el justo equilibrio del gobierno divino, que la fe y el sentimiento moral echaban de menos en el destino del individuo. De ahí que los personajes, aunque constituyan el punto de partida para nuestra participación en la acción, ocupen un lugar subordinado y que el poeta se halle obligado a colocarse de algún modo en el lugar de la fuerza más alta que gobierna el mundo. En Sófocles, las exigencias de la teodicea, que habían do-minado el pensamiento religioso desde Solón hasta Teognis y Esquilo, pasan a un lugar secundario. Lo trágico en él es la imposibilidad de evitar el dolor. Tal es la faz inevitable del destino desde el pun-to de vista humano. La concepción religiosa del mundo de Esquilo no es, en modo alguno, abandonada. Sólo que el acento no se halla ya en ella. Esto se ve con especial claridad en una de las primeras obras de Sófocles, Antígona, en la cual aquella concepción del mundo apa-rece todavía con vigoroso relieve.
(259) La maldición familiar de la casa de los labdácidas, cuya acción aniquiladora persigue Esquilo en la trilogía tebana a través de varias generaciones, permanece en Sófocles como causa originaria, pero si-tuada en un trasfondo. Antígona cae como su última victima, del mismo modo que Etéocles y Polinices en los Siete de Esquilo. Sófo-cles hace participar a Antígona y a su contrario Creón en la realiza-ción de su destino mediante el vigor de sus acciones, y el coro no se cansa de hablar de la transgresión de la medida y de la participa-ción de ambos en su desdicha. Pero aunque este momento sirve tam-bién para justificar el destino en el sentido de Esquilo, toda la luz se concentra en la figura del hombre trágico y se tiene la impresión de que ella basta por sí misma para reclamar todo el interés. El destino no reclama la atención como problema independiente. Apartada de él, se dirige por entero al hombre doliente, cuyas acciones no son determi-nadas desde fuera con entera necesidad. Antígona se halla determina-da por su naturaleza al dolor. Podríamos incluso decir que se halla elegida para él, puesto que su dolor consciente se convierte en una nueva forma de nobleza. Este ser elegido para el dolor, ajeno natu-ralmente a toda representación cristiana, se muestra de un modo emi-nente en el diálogo del prólogo entre Antígona y sus hermanas. La ternura juvenil de Ismene retrocede aterrada ante la elección delibe-rada de la propia ruina. Sin embargo, su amor de hermana no dis-minuye por ello, como no tarda en demostrarlo de un modo conmo-vedor mediante su propia acusación ante Creón y su deseo desesperado de acompañar en la muerte a su hermana ya condenada. No obstante, no es una figura trágica. Sirve sólo para realzar la figura de Antí-gona. Y hemos de confesar la razón que asiste a ésta para rechazar en aquel instante su solicitud y su profunda piedad. Ya en los Siete de Esquilo se realza lo trágico de Etéocles por el noble rasgo de dis-ponerse a aceptar sin culpa el destino de su casa. Antígona sobrepasa todas las preeminencias de su noble estirpe.
Este dolor de la figura capital se destaca sobre un trasfondo ge-neral creado por el primer canto del coro. El coro entona un himno a la grandeza del hombre creador de todas las artes, dominador de las poderosas fuerzas de la naturaleza mediante la fuerza del espíritu y que como el más alto de todos los bienes ha llegado a la concep-ción de la fuerza del derecho, fundamento de la estructura del estado. El sofista Protágoras,  contemporáneo de Sófocles, construyó una teo-ría análoga acerca del origen de la cultura y de la sociedad. Y en el ritmo del coro de Sófocles podemos comprobar el orgullo prometeico que domina este primer ensayo de una historia natural del desenvol-vimiento del hombre. Pero con la ironía trágica peculiar de Sófocles, en el momento en que el coro acaba de celebrar al derecho y al estado, (260) proclamando la expulsión de toda sociedad humana de aquel que con-culca la ley, cae Antígona encadenada. Para cumplir la ley no escrita y realizar el más sencillo deber fraternal rechaza con plena conciencia el decreto tiránico del rey, fundado en la fuerza del estado, que le prohíbe con pena de muerte el sepelio de su hermano Polinices, muer-to en lucha contra su propia patria. En el mismo momento aparece ante el espíritu del espectador otro aspecto de la naturaleza humana. Enmudece el orgulloso himno ante el súbito y trágico conocimiento de la debilidad y la miseria humanas.
Con profunda intuición vio Hegel en la Antígona el trágico con-flicto entre dos principios morales: la ley del estado y el derecho de la familia. Pero aunque la rigurosa fidelidad a los principios del es-tado, a pesar de su exageración, nos permite comprender la actitud del rey, y aunque la dolorosa porfía de Antígona justifique, con la fuerza de convicción de una auténtica pasión revolucionaria, las leyes eternas de la piedad contra las usurpaciones del estado, el acento capital de la tragedia no se halla en este problema general tan pró-ximo a la sensibilidad de un poeta del tiempo de los sofistas, para idealizar la oposición entre las dos figuras capitales. Y aunque se hable de la hybris, de la falta de medida y de la falta de compren-sión, estos conceptos se hallan en la periferia y no en el centro, como en la obra de Esquilo. La caída del héroe en el dolor trágico se comprende inmediatamente: en lugar de colocarlo judicialmente en la injusticia, lo que hace es revelar de modo patente, en naturalezas no-bles, el carácter ineludible del destino que los dioses asignan a los hombres. La irracionalidad de esta até, que inquietó el sentimiento de justicia de Solón y preocupó a la época entera, es una presuposi-ción de lo trágico, pero no constituye el problema de la tragedia. Esquilo trata de resolver el problema. Sófocles da por supuesta la até. Pero su posición ante el hecho inevitable del dolor enviado por los dioses, que la lírica antigua ha lamentado desde sus orígenes, no es la de la pura pasividad. Ni comparte las palabras resignadas de Simónides, según las cuales el hombre debe perder necesariamente la areté cuando lo derrumba el infortunio inexorable.  La elevación de sus grandes dolientes a la nobleza más alta es el Sí que da Sófocles a esta realidad, la esfinge cuyo misterio mortal es capaz de resolver. Por primera vez el hombre trágico de Sófocles se levanta a verdadera grandeza humana mediante la plena destrucción de su felicidad terres-tre o de su existencia física y social.
El hombre trágico, con sus sufrimientos, se convierte en el más maravilloso y delicado instrumento, del cual arrancan las manos del poeta todos los tonos del ailinos trágico. Para hacerlos resonar pone en movimiento todos los medios de su fantasía dramática. En los dramas de Sófocles, frente a los de Esquilo, hallamos una enorme (261) elevación de la acción dramática. Sólo que el fundamento de ello no se halla en el hecho de que Sófocles considere la acción dramática por sí misma, en el sentido del drama shakesperiano, en lugar de las antiguas y venerables danzas corales. La fuerza con que se desarrolla el Edipo, imponente aun para el más rudo naturalismo, pudo suscitar semejante malentendido. Puede haber contribuido también en buena parte a la frecuencia creciente con que ha sido puesto en la escena. Pero si lo consideramos desde este punto de vista no llegaremos ja-más a comprender la maravillosa y compleja arquitectura de la esce-nificación de Sófocles. No procede de la consecuencia exterior de los acaecimientos materiales, sino de una alta lógica artística que, en una rica serie progresiva de contrastes, abre a la mirada, desde todos los puntos de vista, la esencia íntima de la figura principal. El clásico ejemplo de esto es Electra. La fuerza inventiva del poeta crea con osado artificio una serie de incidentes y retardos para hacer que Electra pase por toda la escala de los más íntimos matices sentimen-tales hasta llegar a la plenitud de la desesperación. Sin embargo, a pesar de las más violentas oscilaciones del péndulo, la totalidad se mantiene en equilibrio perfecto. Este arte alcanza su culminación en la escena del reconocimiento de Electra y Orestes. El disfraz inten-cionado del salvador, a su retorno a la casa paterna, y la manera gradual con que deja caer sus vestidos, hace pasar el dolor de Elec-tra por todos los grados desde el cielo al infierno. El drama de Sófocles es el drama de los movimientos del alma cuyo íntimo ritmo se desarrolla en la ordenación armónica de la acción. Su fuente se halla en la figura humana, a la cual se vuelve constantemente como a su último y más alto fin. Toda acción dramática es simplemente para Sófocles el desenvolvimiento esencial del hombre doliente. Con ello se cumple su destino y se realiza a sí mismo.
También para él es la tragedia el órgano del más alto conoci-miento. Pero no se trata de fronei=n en la cual halla Esquilo el re-poso del corazón. Es el autoconocimiento trágico del hombre, que profundiza el deifico gnw~qi seauto/n hasta llegar a la intelección de la nadedad espectral de la fuerza humana y de la felicidad terrena. Pero este conocimiento abraza también la conciencia indestructible e invencible de la grandeza del hombre doliente. El dolor de las figuras de Sófocles constituye una parte esencial de su ser. Jamás ha llegado el poeta a una representación tan conmovedora y llena de misterio de la fusión del hombre y su destino en una unidad indiso-luble, como en la más grande de sus figuras. A ella vuelve todavía su mirada amorosa en lo más avanzado de su edad. El anciano ciego Edipo, expulsado de su patria, vaga por el mundo mendigando de la mano de su hija Antígona, otra de las figuras preferidas que el poeta no abandona nunca. Nada más característico de la esencia de la tragedia de Sófocles que la compasión del poeta por sus propias figuras. Nunca le abandonó la idea de lo que había de ser de Edipo.
(262) Este hombre, sobre el cual parece gravitar el peso de todos los dolo-res del mundo, fue desde un principio una figura de la más alta fuerza simbólica. Se convierte en el hombre doliente, sin más. En lo alto de su vida halló Sófocles su plena satisfacción al colocar a Edipo en medio de la tormenta de la aniquilación. Lo presenta ante los ojos del espectador en el instante en que se maldice a sí mismo y desesperado desea aniquilar su propia existencia, del mismo modo que ha apagado, con sus propias manos, la luz de sus ojos. Lo mismo que en Electro, en el momento en que la figura llega a la plenitud de la tragedia, corta el poeta súbitamente el hilo de la acción.
Es altamente significativo el hecho de que Sófocles poco antes de su muerte tomara de nuevo el tema de Edipo. Sería un error esperar de este segundo Edipo la resolución final del problema. Quien qui-siera interpretar en este sentido la apasionada autodefensa del viejo Edipo, su repetida insistencia en que ha realizado todos sus hechos en la ignorancia, confundiría a Sófocles con Eurípides. Ni el destino ni Edipo son absueltos o condenados. Sin embargo, el poeta parece considerar aquí el dolor desde un punto de vista más alto. Es un último encuentro con el anciano peregrino sin reposo, poco antes de que haya alcanzado su fin. Su noble naturaleza permanece inque-brantable en su impetuosa fuerza, a pesar de la desventura y la vejez. Su conciencia le ayuda a soportar su dolor, este antiguo compañero inseparable que no le abandona hasta las últimas horas. Esta acerba imagen no deja lugar alguno para la ternura sentimental. Sin embar-go, el dolor hace a Edipo venerable. El coro siente su terror, pero aún más su grandeza, y el rey de Atenas recibe al ciego mendigo con los honores debidos a un huésped ilustre. Según un oráculo di-vino, debía hallar su último reposo en el suelo ático. La muerte de Edipo se halla envuelta en el misterio. Sale solo y sin guía al bosque y nadie lo ve ya más. Incomprensible, como el camino del dolor, por el cual conduce la divinidad a Edipo, es el milagro de la salvación que al fin espera. "Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo en alto." Ningún ojo mortal puede ver este misterio. Sólo es posible participar en él mediante la consagración al dolor. No es posible sa-ber cómo, pero la consagración al dolor le aproxima a los dioses y le separa del resto de los hombres. Ahora descansa en la colina de Colono, en la patria querida del poeta, en los bosques siempre verdes de las Euménides en cuyas ramas canta el ruiseñor. Ningún pie hu-mano puede pisar el lugar. Pero de él irradia la bendición para todo el país de Ática.

domingo, 25 de noviembre de 2012

MANUEL ALTOLAGUIRRE. POETA.


Manuel Altolaguirre

(Málaga, 1905 - Burgos, 1959)
Nació en Málaga en 1905. En 1923 funda su primera revista poética, Ambos,en colaboración con José María Hinojosa y José María Souvirón. A partir de 1926 co-dirigió con Emilio Prados la revista Litoral. Viaja a Francia en 1930-1931, estableciendo allí su propia imprenta privada, que le acompañó en todos sus viajes. En 1932 casó con la poetisa Concha Méndez. De 1933 a 1935,estancia en Londres, donde siguió editando libros y fundó la revista hispanoinglesa 1616, en recuerdo del año de la muerte de Cervantes y de Shakespeare. En 1935 regresa a España y edita otra revista, Caballo Verde para la Poesía, dirigida por Pablo Neruda. En enero de 1936 funda la colección poética Héroe, que publicó algunos libros de sus compañeros de generación. En la guerra civil luchó al lado de la República y continuó su
labor de impresor. En febrero de 1939 abandona España y se traslada primero a Cuba y luego a México, donde transcurrirá todo su exilio. En México funda una colección poética con el nombre de La Verónica. A partir de 1950 se dedicó a productor cinematográfico, y en 1959, durante un viaje a España,perdió la vida en un accidente de automóvil.
Libros de poesía: Las islas invitadas y otros poemas (Málaga, 1926), Ejemplo(Málaga, 1927), Soledades juntas (Madrid, 1931), La lenta libertad (Madrid,1936), Las islas invitadas (Madrid, 1936), Nube temporal (La Habana, 1939),
Poemas de las islas invitadas (México, 1944), Nuevos poemas de las islas invitadas (México, 1946), Fin de un amor (México, 1949), Poemas en América (Málaga, 1955)- Poesías completas (México, 1960), Vida poética(Málaga, 1962), y Poema del agua (Málaga, 1973)..


Manuel Altolaguirre

Como un ala negra
Como un ala negra de aire
desprendida de hombro alto,
cuerpo de un muerto reflejo
en duras tierras ahogado,
la sombra quieta, tendida,
flota sobre el liso campo.
La nube, sombra en el viento
de la sombra, flor sin tallo,
de la amplia campana azul
adormecido badajo,
techo azul y suelo verde
tiene en la tarde de mayo.
Como una rama de almendro
el horizonte nublado.
La sombra quieta, tendida,
flota sobre el liso campo,
cuerpo de un muerto reflejo
en duras tierras ahogado.
(De «Ejemplo»)

Recuerdo de un olvido
Se agrandaban las puertas. Yo gigante,
con el recuerdo de mi olvido dentro,
atravesaba las estancias,
golpeando las paredes sordas.
¡Qué collar interior en mi garganta
de palabras en germen, de lamentos
que no podían salir, que se estorbaban
en su gran muchedumbre!
¡Cuánto tiempo de olvido incomprensible!
Siempre ella en su ventana.
Su ventana entre dos nubes
—una y ella—siempre.
Y yo distante, agigantado, loco,
con el recuerdo de mi olvido dentro,
pesándome en el alma su naufragio,
agarrándose, hundiéndome,
en un espeso mar de cielos grises.

Retrato
Estabas solo y alto.
Yo miraba cómo todos los pájaros
debajo de tu frente se escondían.
¡Qué ir y venir y qué volver!
Cómo todas las cosas
quedándose se iban
a entrarse por tus ojos.
Cómo yo mismo no sabía
si estaba junto al árbol
bajo aquel cielo tan azul,
o si los verdes límites del parque
estaban encerrados en tu frente.
Si de tanto entrar ya
dentro de ti las cosas,
eras el mundo donde estábamos.
Si para que brillaran las estrellas
bastaba que cerrases tus dos ojos.
Estabas solo y alto,
pero también dentro de ti.

Manuel Altolaguirre
Antes
A mi madre.
Hubiera preferido
ser huérfano en la muerte,
que me faltaras tú
allá, en lo misterioso,
no aquí, en lo conocido.
Haberme muerto antes
para sentir tu ausencia
en los aires difíciles.
Tú, entre grises aceros,
por los verdes jardines,
junto a la sangre ardiente,
continuarías viviendo,
personaje continuo
de mi sueño de muerto.
(De «Soledades juntas»)


Beso
¡Qué sola estabas por dentro!
Cuando me asomé a tus labios
un rojo túnel de sangre,
oscuro y triste, se hundía
hasta el final de tu alma.
Cuando penetró mi beso,
su calor y su luz daban
temblores y sobresaltos
a tu carne sorprendida.
Desde entonces los caminos
que conducen a tu alma
no quieres que estén desiertos.
¡Cuántas flechas, peces, pájaros,
cuántas caricias y besos!


Las caricias
¡Qué música del tacto
las caricias contigo!
¡Qué acordes tan profundos!
¡Qué escalas de ternuras,
de durezas, de goces!
Nuestro amor silencioso
y oscuro nos eleva
a las eternas noches
que separan altísimas
los astros más distantes.
¡Qué música del tacto
las caricias contigo!

Noche a las once
Éstas son las rodillas de la noche.
Aún no sabemos de sus ojos.
La frente, el alba, el pelo rubio,
vendrán más tarde.
Su cuerpo recorrido lentamente
por las vidas sin sueño
en las naranjas de la tarde,
hunde los vagos pies, mientras las manos
amanecen tempranas en el aire.
En el pecho la luna.
Con el sol en la mente.
Altiva. Negra. Sola.
Mujer o noche. Alta.

Maldad
El silencio eres tú.
Pleno como lo oscuro,
incalculable
como una gran llanura
desierta, desolada,
sin palmeras de música,
sin flores, sin palabras.
Para mi oído atento
eres noche profunda
sin auroras posibles.
No oiré la luz del día,
porque tu orgullo terco,
rubio y alto, lo impide.
El silencio eres tú:
cuerpo de piedra.

Mujer
A Jane Evrard.
¡Isla en la música! Estábamos
mirándote sumergidos.
Encantadora de peces
alta le dabas al viento
órdenes con tus dos brazos.
Instrumentos y delfines
parados te rodeaban.
La música transparente
te llegaba a la cintura.
Frondosa y viva flotabas,
isla de carne, en la música.
Junto al cipres de tu sueño
para verte, descabalgo.
No son recuerdos, que es vida,
y verdadero el diálogo
que contigo tengo, madre,
cuando aquí nos encontramos.

Manuel Altolaguirre
Viaje
Su muerte
¡Qué golpe aquel de aldaba
sobre el ébano frío de la noche!
Se desclavaron las estrellas frágiles.
Todos los prisioneros percibimos
el descoserse de la cerradura.
¿Por quién? ¿Adónde?
El sol su página plisada
entró por la rendija oblicuamente,
iluminando el polvo.
Descorrió su cortina el elegido,
y penetró en los ámbitos sonoros
del Triángulo y la espuma.
Nos dejó la burbuja de su ausencia
y la conversación de sus elogios.
(De «Las islas invitadas»)

Playa
A Federico García Lorca.
Las barcas de dos en dos,
como sandalias del viento
puestas a secar al sol.
Yo y mi sombra, ángulo recto.
Yo y mi sombra, libro abierto.
Sobre la arena tendido
como despojo del mar
se encuentra un niño dormido.
Y la estela de su marcha
abierta al igual que un libro.
Y yo leyendo en los muros
del ángulo de su huida
los imposibles estímulos.

Abandono
¡Qué dulce dolor de ancla
en el corazón sentías!
Tu corazón reteniendo,
duro coral, mi partida.
Ahogada en amor, tu amor
como un mar me sostenía.
Altos vientos me empujaron
solitario a la deriva.
Si mi nave se fue lejos
más profunda quedó hundida
tu dura rama de sangre,
rota el ancla de mi vida.
Solo, entre las grises nubes
que mis sienes acarician,
sin ti voy por entre nieblas
recordando tu agonía.
(De «Las islas invitadas»)

Nunca más
Las ausencias
los grandes huecos
el enorme vacío dibujado
por los recuerdos insistentes,
todo está aquí
como cenizas de un gran fuego.
Y dudo de mi vida,
temo ser un rescoldo,
entre tantas miserias
que ni siquiera existen.
Mi soledad,
en esta luz de espanto,
es un nuevo fantasma
sin materia;
es un simple contorno
sin un mínimo alambre
o esqueleto.
Todo es gris.
Nada existe.
Las míseras ruinas
de una triste memoria
que se pierde,
están ante mi vida sin futuro.
Dice una voz remota
que borra el panorama
con su niebla:
«Nunca más. Nunca más.»

La nube
Oh libertad errante, soñadora
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel o te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusion de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.

Cerrando los ojos
Huyo del mal que me enoja
buscando el bien que me falta.
Más que las penas que tengo
me duelen las esperanzas.
Tempestades de deseos
contra los muros del alba
rompen sus olas. Me ciegan
los tumultos que levantan.
Nido en el mar. Cuna a flote.
La flor que lucha en el agua
me sostiene mar adentro
y mar afuera me lanza.
Cierro los ojos y miro
el tiempo interior que canta.
(De «Poemas en América»)

Manuel Altolaguirre
Fuga
Al ver por dónde huyes
dichoso cambiaría
las sendas interiores de tu alma
por las de alegres campos.
Que si tu fuga fuera
sobre verdes caminos
y sobre las espumas,
y te vieran mis ojos,
seguirte yo sabría.
No hacia dentro de ti,
donde te internas,
que al querer perseguirte
me doy contra los muros de tu cuerpo.
No hacia dentro de ti,
porque no estemos:
tú, pálida, escondida,
yo como ante una puerta
ante tu pecho frío.
(De «Poesía»)

Soledad sin olvido
¡Qué pena ésta de hoy!
Haberlo dicho todo,
volcando por completo
lo que pesaba tanto,
y ver luego que todo
se queda siempre dentro,
que las palabras fueron
espejos engañosos,
cristales habitados
por fantasmas sin vida;
que todo queda dentro
con sus negras presencias,
insistentes, doliendo.

La ventana
La ventana separa
al mundo de los trenes,
de los grandes vapores,
de los hombres a pie,
del mundo quieto
de un alma sola.
¡Qué alegría
ver los rosales y los vendedores!
Al ruidoso paisaje
de tráfico y de vida
mi tristeza se asoma.
Mi soledad consciente
mira las hermosuras
inútiles del mundo.
Lo bello y el dolor
es de las almas solas.

Por dentro
Mis ojos grandes, pegados
al aire, son los del cielo.
Miran profundos, me miran
me están mirando por dentro.
Yo pensativo, sin ojos,
con los párpados abiertos,
tanto dolor disimulo
como desgracias enseño.
El aire me está mirando
y llora en mi oscuro cuerpo;
su llanto se entierra en carne,
va por mi sangre y mis huesos,
se hace barro y raíces busca
con las que brotar del suelo.
Mis ojos grandes, pegados
al aire, son los del cielo.
En la memoria del aire
estarán mis sufrimientos.

Tus palabras
Apoyada en mi hombro
eres mi ala derecha.
Como si desplegaras
tus suaves plumas negras, tus palabras a un cielo
blanquísimo me elevan.
Exaltación. Silencio.
Sentado estoy a mi mesa,
sangrandome la espalda,
doliéndome tu ausencia.

El egoísta
Era dueño de sí, dueño de nada.
Como no era de Dios ni de los hombres,
nunca jinete fue de la blancura,
ni nadador ni águila.
Su tierra estéril nunca los frondosos
verdores consintió de una alegría,
ni los negros plumajes angustiosos.
Era dueño de sí, dueño de nada.

Vete
Mi sueño no tiene sitio
para que vivas. No hay sitio.
Todo es sueño. Te hundirías.
Vete a vivir a otra pane,
tú que estás viva. Si fueran
como hierro o como piedra
mis pesamientos, te quedarías.
Pero son fuego y son nubes,
lo que era el mundo al principio
cuando nadie en él vivía.
No puedes vivir. No hay sitio.
Mis sueños te quemarían.

Brisa
Parece que se persiguen
las altas hojas del trigo.
Apretada prisa verde
de limitado dominio
nunca podrá como el agua
desencadenarse en río,
siempre entre cuatro paredes
apretarán su bullicio.
Van y vienen preguntando
sin encontrar lo perdido.
Se dan de codos, se pisan,
van y vienen sin sentido.
Contra la pared del aire
los verdes cuerpos heridos.


Transparencias
Hice bien en herirte,
mujer desconocida.
Al abrazarte luego
de distinta manera,
¡qué verdadero amor,
el único, sentimos!
Como el mueble y la tela, tu desnudo
ya no tenía imponancia bajo el aire,
bajo el alma, bajo nuestras almas.
Nosotros ya no entendíamos de aquello.
Era el suelo de un ámbito
celeste, imponderable.
Éramos transparencias
altísimas, calientes.

Era mi dolor tan alto
Era mi dolor tan alto,
que la puerta de la casa
de donde salí llorando
me llegaba a la cintura.
¡Qué pequeños resultaban
los hombres que iban conmigo!
Crecí como una alta llama
de tela blanca y cabellos.
Si derribaran mi frente
los toros bravos saldrían,
luto en desorden, dementes,
contra los cuerpos humanos.
Era mi dolor tan alto,
que miraba al otro mundo
por encima del ocaso.

sábado, 24 de noviembre de 2012

GASTÓN LEROUX: El fantasma de la ópera.


Gaston Leroux
(Francia, 1868-1927) 
 Escritor francés, pasó su infancia en la escuela de Valery-valery-en Caux, una aldea costera donde desarrolló su amor por el mar. Estudió Derecho y trabajó como escritor independiente en periódicos locales, primero de poesía y más tarde como crítico dramático. Viajó como reportero por Suecia, Finlandia, Inglaterra, Egipto, Corea, Marruecos y en Rusia, cubrió las primeras etapas de la revolución. A pesar de su trabajo tuvo tiempo para escribir cuatro novelas que fueron publicadas como cuentos por entregas en periódicos de París. En 1907 escribió la novela que se convirtió en su primer éxito literario: El misterio del cuarto amarillo. En ella, creó el personaje de J. Rouletabille, detective francés que resolvería todos los enigmas de sus posteriores novelas de misterio. Además de novelas de detectives, Leroux es autor de novelas de terror incluyendo La Double Vie de Theophraste Longuet y La Reine du Sabbat. Antes de 1909, pudo abandonar su trabajo en el periódico y dedicarse enteramente a la escritura. Leroux era un ser cabalístico que creía en los seres fantasmales y en el más allá. De 1908 a 1911 escribió un libro por año. Su obra más famosa es El fantasma de la opera. Durante sus últimos años de vida disfrutó de una fama moderada. Murió en 1927 a los 59 años de edad a causa de una infección.

EL FANTASMA DE LA ÓPERA.
Novela que mezcla la literatura gótica con la aventura de carácter policíaco ­aunque no haya un detective protagonista, sino un misterio que descifrar­, El fantasma de la Ópera es la historia de un tenebroso personaje, quien, a pesar del tormento que le provoca su fealdad, lucha por vivir para satisfacer su pasión por la belleza. En esta popular obra, llevada numerosas veces al cine y al escenario, Gaston Leroux aprovechó numerosos recursos que le eran familiares por su condición de
periodista para dar verosimilitud a un relato en el cual la combinación entre su intrigante protagonista y la ambientación dentro del mundo del teatro y las bambalinas despliega un atractivo juego de posibilidades para la imaginación.

En la edición de TUSQUETS (contratapa) se lee lo siguiente:

¿Con quién habla la joven soprano, nueva revelación  de la Opera de París, cuando se refugia sola en su camerino? ¿Quién ocupa el palco número 5, siempre reservado,  pero donde nunca hay nadie? ¿Quién descuelga la enorme araña de cristal que se desploma sobre la platea aterrada? ¿Quién  ha hecho de los subterráneos de la Ópera su reino? ¿Quién rapta a la hermosa soprano? ¿Quién la inspira cuando canta?
¿Será ese misterioso ser con cara de calavera y alma de músico que se pasea por el baile de disfraces de la Ópera? ¿O la sombra oscura con ojos de fuego que espía a la joven y a su amado entre las estatuas de mámol? El fantasma de la Ópera obra ya clásica en el género también ha sido llevada varias veces a la pantalla.
PARA BAJAR EL LIBRO

viernes, 23 de noviembre de 2012

DURRELL: EL CUARTETO DE ALEJANDRÍA


Lawrence Durrell
(Gran Bretaña, 1912-1990) 
 Novelista y poeta británico, nacido en la India. Estudió en la India y en Inglaterra. Lawrence es hermano del también escritor Gerald Durrell. Comenzó a escribir poesía y novelas en los años treinta. Su primer éxito fue la novela autobiográfica El cuaderno negro, que escribió en París en 1938. Lo mejor de su obra se basa en gran medida en las experiencias y observaciones de sus largos periodos como diplomático en el extranjero, principalmente en Grecia, Chipre y Egipto. Cosechó su mayor éxito con El cuarteto de Alejandría, una tetralogía publicada originalmente por separado y en la que se incluyen Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960). El cuarteto es un estudio del amor y las intrigas políticas en Alejandría antes y durante la II Guerra Mundial, y narra la misma historia desde el punto de vista de cada uno de sus personajes. La compleja estructura de la novela y su estilo elaborado evocan el ambiente exótico de la ciudad. La celda de Próspero (1945) y Limones amargos (1957) -lo mejor de su producción en opinión de algunos- describen la vida contemporánea en las islas de Kérkira (Corfú) y Chipre, respectivamente. Entre sus obras posteriores cabe citar Tunc (1968) y sus secuelas, Nunquam (1970), Monsieur (1975) y Quinx (1985). La poesía de Durrell, en la que también se pone de manifiesto el poderoso uso evocativo del lenguaje, se recopiló en Poemas completos, 1931-1974 (1980). En 1969 publicó una colección de sus ensayos de viajes, El espíritu de un lugar.

RESEÑA:
El Balthazar la época, el escenario, los actores y hasta los incidentes son en apariencia los mismos que en Justine, pero los comentarios interlineales del doctor Balthazar dan como resultado una novela más misteriosa y dramática. Durrell ha querido mostrar otra dimensión del mundo de Justine, y plantea la posibilidad de una nueva técnica narrativa que es, también, una nueva y poetica visión del mundo y de los seres humanos. En esta extraordinaria muestra de capacidad creativa todo es revisado desde una óptica diferente, con un resultado que no deja de sorprender al lector. `¿Qué es un acto humano sino una ilusión cuando dos interpretaciones distintas son igualmente válidas?`.



De esta obra literaria transcribo el primer capítulo:

EL CUARTETO DE ALEJANDRIA
LAWRENCE DURRELL





BALTHAZAR

Titulo original: BALTHAZAR
Traducción de Aurora Bernárdez
Primera edición 1960
Segunda 1961
Tercera 1961
Cuarta 1962
Quinta 1963
Sexta 1966
Séptima 1968
Octava 1975
Novena 1976

© Editorial Sudamericana, S. A.
Humberto 1, 545 Buenos Aires
IMPRESO EN ARGENTINA
A mi madre,
estas memorias de una ciudad nunca olvidada.





NOTA
Los personajes y situaciones de esta novela, la segunda de un grupo, -hermana, no sucesora de Justine-  son imaginarios, como también lo es el narrador. La ciudad misma no podría ser menos irreal.
Como la literatura moderna no nos ofrece Unidades me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad. Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema. Sin embargo, las tres primeras partes se despliegan en el espacio (de ahí que las considere hermanas, no sucesoras una de otra) y no constituyen una serie. Se interponen, se entretejen en una relación puramente espacial. El tiempo está en suspenso. Sólo la última parte representa el tiempo y es una verdadera sucesora.
La relación sujeto-objeto es tan importante para la re-latividad que he debido emplear los dos tonos: el subjetivo y el objetivo. La tercera parte, Mountolive, es una novela estrictamente naturalista en la cual el narrador de Justine y Balthazar se convierte en objeto, es decir, en personaje. Este método. no debe nada ni a Proust ni a Joyce, pues a mi entender sus métodos, ilustran la noción de "duración" de Bergson, no la relación "espacio-tiempo".
El tema central del libro es una investigación del amor moderno. Estas consideraciones pueden parecer un poco presuntuo-sas e incluso grandilocuentes. Pero valga la pena tratar de descubrir una forma, adecuada a nuestro tiempo, que me-rezca el epíteto de "clásica". Aunque el resultado sea "cien-cia-ficción" en la verdadera acepción del término.
L. D.
Ascona, 1957




El espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve al hombre horrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce las ímpresiones.
D. A. F. DE SADE: Justine.

Si, insistimos en esos detalles, mientras usted los cubre con un velo de pudor que borra todo su borde de horror; sólo queda aquello que es útil para quien quiera familiarizarse con el hombre; no se imagina usted hasta qué punto esos cuadros pueden servir al desarrollo del espíritu humano; quizá nuestro respeto ciego por esa rama del saber deriva de la estúpida reserva de quienes pretenden entender de esas cuestiones. Dominados por terrores absurdos, enarbolan puerilidades familiares a todos los imbéciles y no se atreven á asír con audacia el corazón humano y revelarnos sus gigantescas particularidades.
D. A. F. DE SADE: Justine


PRIMERA PARTE

I

Tonalidades del paisaje: del castaño al bronce, horizonte escarpado, nube baja, suelo de perla con sombras nacaradas y reflejos violetas. El polvo leonado del desierto: tumbas de los profetas que, viran al zinc y al cobre cuando el sol se pone en el antiguo lago. Sus enormes fallas en la arena como filigranas que traza el aire; verde y cidra que desembocan en metal oxidado, en una única vela color de ciruela oscura, húmeda, palpitante, ninfa de alas pegajosas. Taposiris ha muerto entre sus columnas desmoronadas y sus balizas, los Harponeros han desaparecido. .. Mareotis bajo un cielo de lila caliente.

verano: arena color de cuero, cielo de mármol ardiente.
otoño: grises de magulladura tumefacta.
invierno: nieve crujiente, arena fría
paneles de cielo claro, destellos de mica.
verdes lavados del delta.
magníficos campos de estrellas.

¿Y la primavera? Ah, no hay primavera en el delta, no hay sensación de rejuvenecimiento y renovación en las cosas. Se sale bruscamente del invierno para caer en la efigie de cera de un verano demasiado caliente, irrespirable. Pero aquí por lo menos, en Alejandría, las bocanadas del mar nos sal-van del. peso inmutable de la nada del verano, trepan por encima de la barra, entre los barcos de guerra, y agitan los toldos rayados de los cafés en la Grande Corniche. Nunca hubiera ...

La ciudad, a medias imaginada (y sin embargo absoluta-mente real) empieza y termina en nosotros, tiene sus raíces plantadas en nuestra memoria. ¿Por qué debo volver a ella noche tras noche, escribiendo junto al fuego de algarrobo mientras el viento del Egeo se aferra a esta casa isleña, la aprieta y luego la suelta, doblando los cipreses como arcos? ¿No he dicho ya bastante de Alejandría? ¿Me dejaré conta-minar otra vez por los sueños de la ciudad y el recuerdo de sus habitantes? ¡Esos sueños que creí cerrados bajo llave en el papel, confinados en las cámaras blindadas de la me-moria! Se diría que me complazco en mi desdicha. Pero no es así. Un solo factor casual ha cambiado todo, me ha obli-gado a volver sobre mis pasos. La memoria, echándose un vistazo en el espejo.
Justine, Melissa, Clea ... Se hubiera dicho -tan pocos éramos- que cabrían fácilmente en un solo libro, ¿verdad? Yo también lo hubiera dicho, lo dije. Dispersos ahora por el tiempo y las circunstancias, el contacto interrumpido para siempre ...

Me había impuesto la tarea de rescatarlos en palabras, de restablecerlos en la memoria, de adjudicar a cada uno y cada una su posición en mi tiémpo. Por egoísmo. Y cuando ter-miné esa obra, me sentí como si hubiera cerrado con llave la casa de muñecas de nuestros actos. En realidad veía a mis amantes, a mis amigos, no ya como personas vivientes sino como imágenes en colores surgidas de mi espíritu, habitantes, no de la ciudad, sirio de mis pápeles, figuras de un tapiz. Era difícil otorgar más realidad a esos personajes que a las palabras con que me refería a ellos. ¿Qué es lo que -me ha hecho volver sobre mí mismo?

Pero para poder seguir, es. preciso retroceder, no porque sea falso todo lo que he escrito sobre ellos, nada de eso. Pero en ese entonces no disponía de la,totalidad de los he-chos. Tracé un cuadro provisional como quien reconstruye una civilización perdida a partir de algunos fragmentos de vasos, de una inscripción en una tableta, un amuleto, algunos huesos humanos, una máscara fúnebre de oro, sonriente. "Vivimos -escribe Pursewarden- vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Nuestra visión de la realidad está condicionada por nuestra posición en el espacio y en el tiempo, no por nuestra personalidad, como nos com-placemos en creer. Por eso toda interpretación de la realidad se funda en una posición única. Dos pasos al este o al oeste, 5 todo el cuadro cambia." Algo por el estilo. . .

En cuanto a los personajes humanos, sean reales o inven-tados, son animales que no existen. Cada psiquis es en reali-dad un semillero de predisposiciones antagónicas. La perso-nalidad concebida como una entidad con atributos fijos es una ilusión. . . ¡pero una ,ilusión necesaria si queremos ena-morarnos!

Por lo que respecta a ese algo que permanece constante. . . por ejemplo, el beso tímido de Melissa se puede predecir (de un modo incierto, como las primeras obras salidas de la im-prenta), y el. ceño de Justine que vela el resplandor de los ojos oscuros, órbitas de la Esfinge a mediodía. "Al final -dice Pursewarden- todo podrá ser cierto de cualquiera. Santo y Malvado son copartícipes." Tiene razón.
Hago todo lo que púedo por acercarme a los hechos ... En su última carta Balthazar me escribía: "Pienso en us-ted a menudo y no sin cierto malhumor. Se ha retirado a su isla creyendo disponer de todos los datos sobre nosotros y nuestras -vidas. No cabe duda dé que nos va a juzgar en el papel a la manera dedos escritores. Me gustaría conocer el re-sultado. Seguramente no tendrá nada que ver con la verdad -quiero decir, con esas verdades que yo podría decirle acer-ca de nosotros y quizá de usted mismo-. O con las verdades de las que podría hablarle Clea (está en París y ha dejado de escribirme). Me lo imagino, hombre sabio, leyendo escrupu-losamente Moeurs, los diarios íntimos de Justine, de Nessim, etc., convencido de que va a encontrar la verdad en ellos. ¡Error! ¡Error! Un diario íntimo es el último lugar al que hay que acudir si se quiere conocer la verdad sobre una per-sona. Nadie se atreve a confesarse en el papel las últimas verdades, por lo menos en lo que se refiere al amor. ¿Sabe de quién estaba realmente enamorada Justine? Me dirá que de usted, ¿verdad? ¡Confiese!"

Mi única respuesta fue enviarle el enorme atado de papeles que se había acumulado penosamente bajo mi pluma y al cual yo había dado, con cierta vaguedad, el nombre de Justine, aunque el de Cahiers hubiese prestado los mismos ser-vicios. Han transcurrido desde entonces seis meses de silencio, un silencio que me tranquiliza pues indica que mi crítico, satisfecho, ha debido optar por callarse.

No puedo decir que he olvidado la ciudad, pero dejo dor-mir su recuerdo. Está y estará siempre allí, suspendida en el espíritu como el espejismo que los viajeros encuentran con tanta frecuencia.

Pursewarden describe el fenómeno con las siguientes palabras: "Estábamos todavía a tal distancia de la costa que no la distinguiríamos antes de dos o tres horas de navegación, cuan-do de pronto mi compañero lanzó un grito y señaló el hori-zonte. Vimos en el cielo la imagen invertida de la ciudad, de tamaño natural, luminosa y trémula como si estuviera pin-tada en una Seda polvorienta, pero con exactitud concienzuda.-Podía reconstruir claramente y de memoria sus detalles, el pa-lacio Ras El Tin, la mezquita Nebi Daniel y así sucesivamen-te. La representación era tan alucinante como una obra maes-tra pintada con toques de rocío. Se mantuvo suspendida en el cielo largo rato, quizá veinticinco minutos, antes de disol-verse lentamente en la bruma del horizonte. Una hora más tarde apareció la ciudad real, un borrón que se fue hinchando hasta adquirir las dimensiones de su espejismo."
Los dos o tres inviernos que hemos pasado en esta isla han sido solitarios, inviernos duros, barridos por el viento, veranos tórridos. Por fortuna, la niña es demasiado pequeña para sentir como yo la falta de libros, de conversación. Es alegre y vivaz.

Con la primavera llegan ahora las largas calmas, los días sin mareas, sin perfumes, de la premonición. El mar se aman-sa y permanece atento. Pronto vendrán las cigarras con su música crepitante que sirve de fondo a la planta seca del pastor entre las rocas. La tortuga y la lagartija son nuestros únicos compañeros.

Debo explicar que nuestro solo vínculo regular con el mundo exterior es el correo de Esmirna que una vez por se-mana cruza por delante del promontorio rumbo al sur, siem-pre a la misma hora, a la misma velocidad, justo después de la puesta del sol. En invierno desaparece tras la mar. grue-sa y el viento, pero ahora me siento a esperarlo. Al principio sólo se oye el débil tamboríleo de las máquinas. Luego el barco se desliza alrededor del cabo, trazando su línea de es-puma sedosa en el mar, brillantemente iluminado en la oscu-ridad diáfana de la noche egea, condensada pero sin contor-nos, como una inquieta nube de luciérnagas. Pasa velozmen-te y desaparece demasiado rápido detrás del promontorio próximo, dejando tras de sí el fragmento indistinto de una canción popular -o la cáscara de una mandarina que encon-traré al día siguiente, remojada, en la larga playa de guijarros donde me baño con la niña.

La pequeña glorieta de laurel rosa bajo los plátanos: ese es mi escritorio. Después de acostar a la niña, me siento aquí, delante de la vieja mesa manchada por el aire marino, y espero al visitante, sin resolverme a encender la lámpara de parafina antes de que haya pasado. Es el único día de la semana que conozco por su nombre: jueves. Parecerá una tontería, pero en una isla donde no hay la menor distracción, espero esa visita semanal como un escolar su día feriado. Sé que el barco trae cartas por las cuales tendré que esperar quizá veinticuatro horas. Pero nunca lo veo desaparecer sin pesar. Y cuando ha pasado, suspiro, enciendo la lámpara y vuelvo a mis papeles. Escribo con tanta lentitud, con tanto esfuerzo. Pursewarden me dijo una vez, hablando de la tarea de escribir, que el sufrimiento que acompaña la creación se debía, en los artistas, tan sólo al miedo a la locura: "Fuerce un poco la mano y dígase que le importa un rábano volverse loco, ya verá que la cosa viene más rápido, que la barrera se rompe." (No sé hasta qué punto es así. Pero el dinero que me legó en su testamento me ha sido de gran ayuda, y todavía me quedan algunas libras que se interponen entre mi persona y los demonios de las deudas y el trabajo.)

Describo esta diversión semanal con cierto detalle porque en ese marco hizo irrupción Balthazar una tarde de junio, de una manera tan imprevista que me sorprendió -iba a escribir "que me ensordeció" (no hay aquí nadie con quien hablar). Esa tarde se produjo una especie de milagro. El barquito, en lugar de desaparecer como de costumbre, viró bruscamente describiendo un arco de 150 grados y entró, en la laguna, donde se detuvo, envuelto en el capullo atercio-pelado de sus luces, para arrojar, en el centro del 'charco de oro que había creado, la larga y lenta cadena del ancla que es el símbolo mismo de la búsqueda de la verdad. Con-movedor espectáculo para quien como yo, recluido en espíritu al igual que todos los escritores -como el vele-ro en la botella; que no navega a ninguna parte-, mira-ba como el indio debe haber mirado la primera embarca-ción del hombre blanco,que abordó las orillas del Nuevo Mundo.

Luego el chapoteo irregular de los remos quebrando la oscuridad, el silencio, y al cabo de.. una eternidad, las pisadas de zapatos ciudadanos en los guijarros. Una voz ronca indicó el camino. Después, el silencio. Al encender la lámpara y hacer subir la mecha para librarme del maleficio que entra-ñaba esa ruptura del orden, la grave y oscilra cara de mi amigo, como una aparición con cabeza de chivo surgida del otro mundo, se materializó entre el follaje espeso de los mir-tos. Respiramos profundamente y nos quedamos mirándonos, sonriendo bajo la luz amarilla: los oscuros rizos asirios, la barba de Pan.

-No... ¡soy yo en persona! -exclamó Balthazar lanzan-do una carcajada, y nos abrazamos frenéticamente. ¡Balthazar !

El Mediterráneo es un mar absurdamente pequeño; la mag-nitud y la grandeza de su historia nos hacen imaginarlo más grande de lo que en realidad es. Alejandría -tanto la ver-dadera como la imaginada- está a sólo unos cientos de millas marinas hacia el sur.

-Voy a Esmirna -dijo Balthazar- desde donde pen-saba enviarle esto. -Puso sobre la vieja mesa cruzada de cica-trices el manuscrito que yo le había enviado, un enorme pa-quete de papeles ajados, cubiertos de frases y párrafos inter-calados, constelados de signos de interrogación. Se sentó frente a mí con su aire mefistofélico y dijo en voz más baja, más vacilante:

-Mé he preguntado mucho tiempo si debía decirle ciertas cosas que he puesto ahí. Por momentos me parecía una lo-cura y una impertinencia. Después de todo, ¿cuál fue su propósito? ¿Pintarnos como individuos de carne y hueso o como "personajes de ficción"? No lo sabía. Ni lo sé. Estas páginas pueden ser la causa de que yo pierda su amistad sin añadir nada a todo lo que usted sabe. Usted ha pintado la ciudad, pincelada tras pincelada, sobre una superficie cur-va; ¿cuál fue su objeto: la poesía o los hechos? Si le inte-resaban los hechos, hay algunas cosas que tiene el derecho de conocer.

No me había explicado aún su sorprendente aparición, tan impaciente estaba por referirse al motivo central de su visita. Al advertir mi asombro ante la nube de luciérnagas que brillaban en la bahía habitualmente desierta, me dijo sonriendo:

-El barco se retrasará unas horas debido a una avería en las máquinas. Es de la flota de Nessim. El capitán es Hasim Kohly, un viejo amigo, ¿se acuerda de él? ¿No? Bueno,  pues de sus someras descripciones deduje dónde vivía usted; ¡pero desembacar así, a la puerta de su casa! ...

Era maravilloso oír su risa una vez más.

Pero yo apenas lo escuchaba, pues sus palabras me habían sumido en una agitación, en un deseo violento de estudiar sus comentarios, de revisar, no mi libro (que nunca había tenido la menor importancia para mí porque no se publicaría siquiera), sino mi visión de la ciudad y'de sus habitantes. Pues mi Alejandría personal había llegado a serme tan cara en aquella soledad, como un método de introspección, casi una monomanía. Estaba tan emocionado que no sabía qué decirle.

-Quédese con nosotros, Balthazar ... quédese un tiem-po...

-Partimos dentro de dos horas- -me respondió, y dando golpecitos en el montón de papeles que tenía delante, en tono de duda añadió-: Quizá esto le provoque visiones, le dé fiebre.

-Bueno... no pido nada mejor.

-Todavía somos personas réales -añadió-, por mucho que usted diga, al menos los que seguimos- viviendo. Melissa, Pursewarden no pueden, responder porque están muertos. En fin, es lo que se cree.

-Es lo que se cree. Las mejores respuestas vienen siem-pre del otro lado de la tumba. '

Nos sentamos y comenzamos a hablar del. pasado con cier-to envaramiento. Balthazar había comido a bordo y yo no tenía nada que ofrecerle salvo un vaso, del buen vino de la isla que sorbió lentamente' Después quiso ver a la hija de Melissa y lo conduje a través del bosquecillo de adelfas hasta un lugar desde dónde podíamos contemplar la gran habi-tación iluminada por el fuego, donde dormía la niña, her-mosa y grave, el. pulgar metido en la boca. Los ojos sombríos y crueles de Balthazar se suavizaron mientras la miraba dor-mir, conteniendo el aliento.

-Algún día -dijo en voz baja- Nessim querrá verla.

Muy pronto, se lo advierto. Ya ha empezado a hablar de ella, aunque le sorprenda. Con los años comenzará a sentir la necesidad de apoyarse en su hija, recuerde lo que le digo.

Y me citó en griego esta frase: "Primero los jóvenes tre-pan, como las viñas, por los melancólicos soportes de sus. mayores, que se complacen en sentir sus dedos suaves y tier-nos; luego los viejos se apoyan en los hermosos cuerpos de los jóvenes para descender a sus propias muertes."

No res-pondí nada. Ahora era la habitación misma la que respiraba, no nuestros cuerpos.

-Usted ha estado muy solo aquí -dijo Balthazar. –Pero espléndidamente, envidiablemente solo. -Sí, lo envidio. De veras.

Luego advirtió el retrato inconcluso de Justine que Clea me había dado en otra vida.

-Ese retrato -dijo- que fue interrumpido por un beso... ¡Qué alegría verlo de nuevo, qué alegría! -son-rió-. Es como escuchar una frase musical que amamos, que nos es farniliar y nos produce una emoción siempre renovada, siempre fiel.

No dije nada. No me atrevía. Se volvió hacía mí

-¿Y Clea? -añadió por último, con la voz dé quien in-terroga a un eco.

Le contesté:

-No tengo noticias de ella desde hace dos años, quizá más. El tiempo no cuenta aquí. Espero que se haya casado, que se haya ido a otro país, que tenga hijos, que llegue a ser una pintora célebre... todo lo que se le puede desear. Me miró con curiosidad y sacudió la cabeza.

-No -dijo, pero eso fue todo.

Era pasada la medianoche cuando los marinos lo llamaron desde los oscuros olivares. Lo acompañé hasta la playa, en-tristecido viéndolo partir tan pronto. Un bote esperaba en la orilla; el marinero tenía ya los remos preparados. Dijo algo en árabe.

El mar tenía una tibieza tentadora después de un día so leado de primavera, y cuando Balthazar subió al bote, se me ocurrió acompañarlo a nado hasta el barco que estaba a menos de doscientos metros de la orilla. Así lo hice y me mantuve a flote para verlo trepar la escala.

Después izaron el bote.

-Cuidado, que no lo atrape la hélice -me gritó-. Vá-yase antes de que echen a andar las máquinas...

-Sí ...

-Espere... antes de irse...

Se metió en un camarote, volvió a salir en seguida y arrojó algo al agua. Sentí a mi lado una leve salpicadura. -Una rosa de Alejandría -dijo-, de la ciudad que puede ofrecer todo a sus amantes salvo la felicidad -lan-zó una risita ahogada-. Désela a la niña.

-¡Adiós, Balthazar! -¡Escríbame... si se atreve!

Preso como una araña en una red de luces, y volvién-dome hacia los charcos amarillos que seguían flotando en-tre la orilla sombría y yo, agité la mano y él me contestó.

Con la rosa entre los dientes, hablando conmigo mismo, nadé hasta la playa de guijarros donde había dejado la ropa. Y allí, sobre la mesa, a la luz amarilla de la lámpara, el nutrido comentario de Justine, como he dado en llamarlo. El manuscrito estaba acribillado de tachaduras, de garabatos casi indescifrables; de preguntas y respuestas escritas en tin-tas de distintos colores y hasta a máquina. Me pareció en-tonces en cierto modo un símbolo de la realidad misma que habíamos compartido, un palimpsesto en el cual cada uno de nosotros había dejado sus huellas personales, capa por capa.

Y ahora, ¿tendré que aprender a verlo todo con otros ojos, deberé acostumbrarme a las verdades que Balthazar ha añadido? Me es imposible describir la emoción con que leí sus notas -a veces tan detalladas, a veces tan breves y secas-, como por ejemplo en la lista que había titulado: "Algunas falacias y falsas interpretaciones", donde decía fríamente: "Número 4. Que Justine estaba 'enamorada' de usted. Si de alguien estuvo 'enamorada', fue de Pursewar-den. ¿Qué significa esto? Que se veía obligada a utilizarlo a usted como señuelo para proteger a Pursewarden de los celos de Nessim, su marido. En cuanto a Pursewarden, no le importaba nada de ella, ¡suprema lógica del amor!"

Una vez más evoqué la ciudad irguiéndose contra el es-pejo chato del lago verde y los lomos irregulares de piedra arenisca que señalaban los límites del desierto. La política del amor, las intrigas del deseo, el bien y el mal, la virtud y el capricho, el amor y el crimen se movían oscuramente en los rincones sombríos de las calles y plazas de Alejan-dría, en los burdeles y salones, como un gran banco de anguilas en el fango de las conspiraciones y contraconspi-raciones.

Era casi el alba cuando abandoné el fascinante montón de papeles con sus comentarios sobre mi verdadera vida (in-terior), y como un borracho me fui a la cama tambaleándo-me, con la cabeza a punto de estallar, resonante de los ecos de la ciudad, la única ciudad donde todavía pueden encon-trarse y unirse todas las razas y todas-las costumbres, donde se entrecruzan los destinos más íntimos. En el momento de hundirme en el sueño, oí la voz de mi amigo que me re-petía: "¿Qué es lo que le interesa saber?...  ¿qué más le interesa saber?" "Tengo que saberlo todo para liberarme - por fin de la ciudad" -respondí en mi sueño.

"Cuando se arranca una flor, la rama vuelve a su posi-ción primitiva. Con las cosas del corazón no ocurre lo mis-mo”,  decía un día Clea a Balthazar.

Y así, con lentitud, con repugnancia, volví al punto de partida, como un hombre que al final de un viaje terrible se entera de que lo ha hecho dormido. "La verdad -me dijo una vez Balthazar mientras se sonaba en un viejo cal-cetín de tenis-, la verdad... no hay nada que, con el tiempo, se contradiga más."

Y Pursewarden, en otra ocasión, aunque no menos me-morable: "Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡qué empobrecida quedaría la imaginación del hombre!"

¿Cómo me libraré para siempre de esta ciudad ramera entre todas las ciudades: mar, desierto, minaretes, arena, mar?

No. Tengo que ponerlo todo por escrito, fríamente, hasta que pase el tiempo de la memoria y el deseo. Sé que la llave que trato de hacer girar está en mí mismo.

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

 CAPÍTULO I La primera poesía La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la epopeya y el teatro. Hay múltipl...

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