martes, 24 de enero de 2012

OCTAVIO PAZ: Premio Cervantes 1981.

Premio Cervantes 1981
OCTAVIO PAZ

Poeta y ensayista mexicano
(México, D.F., 1909– 1998)
Publica a los 17 años sus primeros poemas en el diario El
Nacional y en la revista Barandal. En 1937 viaja a
Valencia con su primera mujer, Elena Garro, para
participar en el II Congreso de Escritores Antifascistas. En
1945, ingresa en el Servicio Exterior mexicano y cumple misiones diplomáticas en los
Estados Unidos y en Francia.
Gracias a la intermediación de Alfonso Reyes publica, en 1949, Libertad bajo palabra,
considerado por el propio Paz su “verdadero primer libro”. En esa época publica su
conocido ensayo sobre lo mexicano El laberinto de la soledad (1950) y el libro de
poemas en prosa con “contagio” surrealista ¿Águila o sol? (1951).
Para entonces ha establecido sólidas relaciones con el surrealismo francés y su cabeza
visible, André Breton, a los que se sumarán más tarde perdurables amistades con
muchas de las grandes figuras de la época, tales como Camus, Papaioannou, más
adelante Castoriadis y Lévi-Strauss. Y, por supuesto, con casi todos los escritores
latinoamericanos de importancia.
Tras un periodo itinerante entre Nueva Delhi, Tokio y Ginebra (1952-1953), Paz regresa a
México para escribir un ensayo, sobre la experiencia y la revelación poéticas, titulado
más tarde El arco y la lira (1956). En ese periodo mexicano, que dura hasta 1959,
publica los libros de poemas Semillas para un himno (1954), La estación violenta (1958),
que incluye su gran poema “Piedra de sol”, así como el libro de ensayos Las peras del
olmo (l957).
En 1959 vuelve a trabajar en la embajada mexicana de París; publica más libros de
ensayos y el libro de poemas Salamandra (1962).
Embajador en la India, de 1962 a 1968, publica sus libros de poesía con influencia
oriental: Viento entero (1956), Blanco (1967), Ladera este (1969), y varios libros de
ensayos, entre ellos, Los signos en rotación (1965), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín
de Esopo y Corriente alterna (1967). En 1964 se casa con Marie-José Tramini, a la que
conoció en Nueva Delhi. En 1968, dimite de su cargo en protesta por la represión de
gobierno mexicano a los estudiantes en Tlatelolco.
De vuelta en México publica su ensayo Posdata (1970), con temas políticos, y los libros
de poesía Topoemas (1971) y Renga (1972), de marcado tono experimental. Funda
Plural (1971-1976), a la que sucederá más tarde Vuelta (1976-1998), revistas
primordialmente literarias y artísticas.
A la década de los setenta pertenecen los libros de ensayo El signo y el garabato
(1973), Los hijos del limo: del romanticismo a la vanguardia (1974) y el volumen con sus
traducciones de poemas del inglés, francés, portugués, sueco, chino y japonés
Versiones y diversiones (1974). De ese mismo año es El mono gramático, suerte de
ensayo, poesía y antinovela donde los senderos de la creación se reconcilian en una
lúcida reflexión sobre el lenguaje, los cuerpos y el resplandor amoroso. En 1975
aparece el libro de poesía Pasado en claro, suerte de itinerario biográfico y poético y,
en 1976, Vuelta.
En los ochenta publica su estudio sobre Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe
(1982) y otros libros de ensayos, así como el volumen que recoge sus principales
entrevistas y conversaciones, Pasión crítica (1985). En 1987 aparece Árbol adentro,
último libro de poemas publicado en vida del autor.
Los premios y reconocimientos se acumulan; entre ellos sobresale el Premio Cervantes
otorgado en 1982 y el Premio Nobel de Literatura en 1990.
En la década de los noventa continúa la publicación de ensayos sobre poesía, política
e historia (La otra voz: poesía y fin de siglo; Convergencias, 1991; Itinerario, 1993, etc.).
Pero también sobre temas diferentes: La llama doble: amor y erotismo, Un más allá
erótico: Sade (1994) y Vislumbres de la India (1995).
Tras su muerte, las editoriales Fondo de Cultura Económica de México y Círculo de
Lectores de España han estado recogiendo su obra completa.

SEGUNDA NOTA BIOGRÁFICA.

Octavio Paz (México 1914-1998), Premio Cervantes en 1981 y Premio Nobel en 1990, es una de las figuras capitales de la literatura contemporánea. Su poesía -reunida
precedentemente en Libertad bajo palabra (1958), a la que siguieron Salamandra (Joaquín Mortiz, 1962), Ladera Este (Joaquín Mortiz, 1969), Vuelta (Seix Barral, 1976) y Árbol adentro (Seix Barral, 1987)- se recoge en el volumen Obra poética 1935-1988 (Seix Barral, 1990).

No menor en importancia y extensión es su obra ensayística, que comprende los siguientes títulos:

El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957, Seix Barral, 1971), Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965), Puertas al campo (1966, Seix Barral, 1972), Corriente alterna (1967), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (Joaquín Mortiz, 1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968) y su reedición ampliada Apariencia desnuda (1973), Conjunciones y disyunciones (Joaquín Mortiz, 1969), Postdata (1969), El signo y el garabato
(Joaquín Mortiz, 1973), Los hijos del limo (Seix Barral, 1974 y 1987), El ogro filantrópico (Seix Barral, 1979), In/mediaciones (Seix Barral, 1979), Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (Seix Barral, 1982), Tiempo nublado (Seix Barral, 1983 y 1986), Sombras de obras (Seix Barral, 1983), Hombres en su siglo (Seix Barral, 1984), Pequeña crónica de grandes días (1990), La otra voz (Seix Barral, 1990), Convergencias (Seix Barral, 1991), Al paso (Seix Barral, 1992), La llama doble (Seix Barral, 1993), Itinerario (Seix Barral, 1994) y Vislumbres de la India (Seix Barral, 1995).

En Versiones y diversiones (Joaquín Mortiz, 1973) Paz reunió sus traducciones poéticas. Tradujo también Sendas de Oku, de Matsuo Basho (1957, Seix Barral, 1981). En su fundamental obra El Mono Gramático (Seix Barral, 1974) confluyen el ensayo, la narración y el poema en prosa.

Se reunieron sus conversaciones con diversos interlocutores en el volumen Pasión crítica (Seix Barral, 1985) y sus prosas de juventud en Primeras letras (Seix Barral, 1988). Bajo el título El fuego de cada día (Seix Barral, 1989) el propio autor recogió una extensa y significativa selección de su obra poética. En Memorias y palabras (Seix Barral, 1999), se editaron póstumamente sus cartas (1966-1997) al poeta español Pere Gimferrer.


DISCURSO DEL MAESTRO OCTAVIO PAZ EN EL PARANINFO DE LA UNIVERSIDAD DE ALCALÁ EN OCASIÓN DE LA ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1981.
- 1 -
Si yo dejase hablar a mis sentimientos únicamente, estas palabras serían una larga,
interminable, frase de gratitud. Pero mi emoción es ciega. Bien sé que la realidad
simbólica de este acto es más real que la fugaz realidad de mi persona. Soy apenas un
episodio en la historia de nuestra literatura, la transitoria y fortuita encarnación de un
momento de la lengua española. El Premio Cervantes, al escoger a éste o aquel escritor
de nuestro idioma, sin distinción de nacionalidad, afirma cada año la realidad de nuestra
literatura. ¿Y qué es una literatura? No es una colección de autores y de libros, sino una
sociedad de obras. Las novelas, los poemas, los relatos, las comedias y los ensayos se
convierten en obras por la complicidad creadora de los lectores. La obra es obra gracias
al lector. Monumento instantáneo, perpetuamente levantado y perpetuamente demolido,
pues está sujeto a la crítica del tiempo: las generaciones sucesivas de lectores. La obra
nace de la conjunción del autor y el lector; por esto la literatura es una sociedad dentro
de la sociedad: una comunidad de obras que, simultáneamente, crean un público de
lectores y son recreadas por esos lectores. Se dice que las ideologías, las clases, las
estructuras económicas, las técnicas y las ciencias, por naturaleza internacionales, son
las realidades básicas y determinantes de la historia. El tema es tan antiguo como la
reflexión histórica misma, y no puedo detenerme en él; observo, sin embargo, que
igualmente determinantes, si no más, son las lenguas, las creencias, los mitos y las
costumbres y tradiciones de cada grupo social. El Premio Cervantes, justamente, nos
recuerda que la lengua que hablamos es una realidad no menos decisiva que las ideas
que profesamos o que el oficio que ejercemos. Decir lengua es decir civilización:
comunidad de valores, símbolos, usos, creencias, visiones, preguntas sobre el pasado, el
presente, el porvenir. Al hablar no hablamos únicamente con los que tenemos cerca:
hablamos también con los muertos y con los que aún no nacen, con los árboles y las
ciudades, los ríos y las ruinas, los animales y las cosas. Hablamos con el mundo
animado y con el inanimado, con lo visible y con lo invisible. Hablamos con nosotros
mismos. Hablar es convivir, vivir en un mundo que es este mundo y sus trasmundos,
este tiempo y los otros: una civilización.
Desde muy joven fue muy vivo en mí el sentimiento de pertenecer a una civilización. Se
lo debo a mi abuelo Ireneo Paz, amante de los libros, que logró reunir una pequeña
biblioteca en la que abundaban los buenos escritores de nuestra lengua. Tendría unos
dieciséis años cuando leí las dos primeras series de los Episodios Nacionales, en donde
quizá se encuentran algunas de las mejores páginas de Pérez Galdós. Era una edición en
octavo, de tapas doradas e ilustrada por varios artistas de la época; los diez volúmenes
habían sido impresos, entre 1881 y 1885, en Madrid, por La Guirnalda.. Aquella historia
novelada y novelesca de la España moderna me pareció que era también la mía y la de
mi país. Al llegar a la segunda serie me cautivó inmediatamente la figura de Salvador
Monsalud. Fue mi héroe, mi prototipo. Mi identificación con el joven liberal me llevó a
CEREMONIA DE ENTREGA DEL PREMIO CERVANTES 1981
Discurso de OCTAVIO PAZ
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enfrentarme con su medio-hermano y adversario, el terrible Carlos Garrote, guerrillero
carlista. Dualismo a un tiempo real y simbólico: el hijo legítimo y el bastardo, el perro
guardián del orden y el vagabundo, el hombre del terruño y el cosmopolita, el
conservador y el revolucionario. Pero Carlos Garrote, como poco a poco advierte el
lector, no sólo es el adversario que encarna la otra España, la de ¡religión y fueros!, sino
que es el doble de Salvador Monsalud. En el Episodio final -Un faccioso más y algunos
frailes menos, pintura tétrica de las dos Españas y sus opuestos y simétricos fanatismosasistimos
a la muerte de Carlos Garrote y a su transfiguración. Comenzó por ser el
enemigo y el perseguidor de Salvador Monsalud y termina como su hermano y su
protegido: están condenados a convivir. Cada uno es el otro y es el mismo. Descubrí
entonces que a todos nos habita un adversario, y que combatirlo es combatir con
nosotros mismos. Esa lucha, ya no íntima sino social, ha sido la substancia de la historia
de nuestros pueblos durante los dos últimos siglos. Así aprendí que una civilización no
es una esencia inmóvil, idéntica a sí misma siempre: es una sociedad habitada por la
discordia y poseída por el deseo de restaurar la unidad, un espejo en el que, al
contemplarnos, nos perdemos y, al perdernos, nos recobramos.
Muchas veces he pensado en los paralelos hispanoamericanos de Salvador Monsalud.
Aunque unos pertenecen a la historia y otros a la novela, todos ellos, reales o
imaginarios, pelearon y aún pelean contra obstáculos que nunca soñó un héroe de
Galdós. Por ejemplo, aparte de enfrentarse con Carlos Garrote, guerrillero díscolo y
montaraz, encarnación de un pasado a veces obtuso y otras sublime, los Salvador
Monsalud mexicanos han tenido que combatir a otras realidades y exorcisar a otros
fantasmas: España y México tienen pasados distintos. En nuestra historia aparece un
elemento desconocido en la de España: el mundo indio. Es la dimensión a un tiempo
íntima e insondable, familiar e incógnita, de mi país. Sin ella no seríamos lo que somos.
La presencia del Islam y del judaísmo en la España medieval podría dar una idea de lo
que significa el interlocutor indio en la conciencia de los mexicanos. Un interlocutor
que no está frente a nosotros, sino dentro. Pero hay una diferencia capital: el Islam y el
judaísmo son, como el cristianismo, variantes del monoteísmo; en cambio, la
civilización mesoamericana nació y creció aislada, sin relación con el Viejo Mundo. Lo
mismo puede decirse del Perú incaico. El mundo indio fue desde el principio el mundo
otro, en la acepción más fuerte del término. Otredad que, para nosotros los mexicanos,
se resuelve en identidad, lejanía que es proximidad.
La aparición de América con sus grandes civilizaciones extrañas modificó radicalmente
el diálogo de la civilización hispánica consigo misma. Introdujo un elemento de
incertidumbre, por decirlo así, que desde entonces desafía a nuestra imaginación e
interroga a nuestra identidad. El interlocutor indio nos dice que el hombre es una
criatura imprevisible y que es un ser doble. En otras naciones hispanoamericanas los
agentes de la dislocación y transformación del diálogo fueron los nómadas, los negros,
la geografía. En lugar de otra historia, como en el Perú y en México, la ausencia de
historia. Desde su origen España fue tierra de fronteras en movimiento, y su última gran
frontera ha sido América: por ella y en ella España colinda con lo desconocido. América
o la inmensidad: las tierras sin poblar, las lejanías sin nombrar, las costas que miran
hacia el Asia y la Oceanía, las civilizaciones que no conocían el cristianismo pero que
habían descubierto el cero. Formas diversas de lo ilimitado.
La diversidad de pasados y de interlocutores provoca siempre dos tentaciones
contrarias: la dispersión y la centralización. Nuestros pueblos han padecido, en un
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extremo, la atomización, como la de América Central y Las Antillas; en el otro, el rígido
centralismo, como los de Castilla y de México. La dispersión culmina en la disipación;
la centralización, en la petrificación. Doble amenaza: volvernos aire, convertirnos en
piedras. Durante dos siglos hemos buscado el difícil equilibrio entre la libertad y la
autoridad, el centralismo y la disgregación. La índole de nuestra tradición no ha sido
muy favorable a estos empeños de reforma. El siglo XVIII, el siglo de la crítica y el
primero que, desde la antigüedad pagana, volvió a exaltar las virtudes intelectuales de la
tolerancia, no tuvo en el mundo hispánico el brillo que tuvieron el XVI y el XVII. Un
ejemplo de la persistencia de las actitudes y tendencias autoritarias, recubiertas por
opiniones liberales, se encuentra precisamente en las páginas finales de la novela de
Galdós que he mencionado antes. Un personaje conocido por el fervor de sus
sentimientos liberales sostiene, sin pestañear, que "todos los españoles deben abrazar la
bandera de la libertad y admitir los progresos del siglo ... y si no todos desean entrar por
este camino, los rebeldes deben ser convencidos a palos, para lo cual convendría que los
libres se armen, formando una milicia". Este curioso liberal era un devoto de Rousseau,
el de la omnipotencia de "la voluntad general", máscara de la tiranía jacobina. Armado
de una teoría general de la libertad, Carlos Garrote entra en el siglo XX. Ha cambiado
de hábito, no de alma: ya no intimida al adversario con los herrumbrosos silogismos de
la escolástica, sino con las ondulaciones de la dialéctica. Nuevas quimeras le sorben el
seso, pero le sigue fascinando el olor de la sangre. Saltó de la Inquisición al Comité de
Salud Pública sin cambiar de sitio.
Apenas la libertad se convierte en un absoluto, deja de ser libertad: su verdadero
nombre es despotismo. La libertad no es un sistema de explicación general del universo
y del hombre. Tampoco es una filosofía: es un acto, a un tiempo irrevocable e
instantáneo, que consiste en elegir una posibilidad entre otras. No hay ni puede haber
una teoría general de la libertad porque es la afirmación de aquello que, en cada uno de
nosotros, es singular y particular, irreductible a toda generalización. Mejor dicho: cada
uno de nosotros es una criatura singular y particular. De ahí que la libertad se vuelva
tiranía en cuanto pretendemos imponerla a los otros. Cuando los bolcheviques
disolvieron la Asamblea Constituyente rusa en nombre de la libertad, Rosa Luxemburgo
les dijo: "La libertad de opinión es siempre la libertad de aquél que no piensa como
nosotros". La libertad, que comienza por ser la afirmación de mi singularidad, se
resuelve en el reconocimiento del otro y de los otros: su libertad es la condición de la
mía. En su isla Robinson no es realmente libre; aunque no sufre voluntad ajena y nadie
lo constriñe, su libertad se despliega en el vacío. La libertad del solitario es semejante a
la soledad del déspota, poblada de espectros. Para realizarse, la libertad debe encarnar y
enfrentarse a otra conciencia y a otra voluntad; el otro es, simultáneamente, el límite y
la fuente de mi libertad. En uno de sus extremos, la libertad es singularidad y excepción;
en el otro, es pluralidad y convivencia. Por todo esto, aunque libertad y democracia no
son términos equivalentes, son complementarios: sin libertad la democracia es
despotismo, sin democracia la libertad es quimera.
La unión de libertad y democracia ha sido el gran logro de las sociedades modernas.
Logro precario, frágil y desfigurado por muchas injusticias y horrores; asimismo, logro
extraordinario y que tiene algo de accidental o milagroso: las otras civilizaciones no
conocieron a la democracia y en la nuestra sólo algunos pueblos y durante periodos
limitados han gozado de instituciones libres. Ahora mismo, en los vastos espacios del
continente americano, muchas naciones de nuestra lengua padecen bajo poderes inicuos.
La libertad es preciosa como el agua, y, como ella, si no la guardamos, se derrama, se
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nos escapa y se disipa. He aludido a la relativa pobreza de nuestro siglo XVIII, origen
de la filosofía política de la Edad Moderna. Sin embargo, en nuestro pasado -lo mismo
el español que el hispanoamericano- existen usos, costumbres e instituciones que son
manantiales de libertad, a veces enterrados pero todavía vivos. Para que la libertad
arraigue de veras en nuestras tierras deberíamos reconciliar estas antiguas tradiciones
con el pensamiento político moderno. Salvo unos tímidos y aislados intentos, nada
hemos hecho. Lo lamento: no es una tarea de piedad histórica, sino de imaginación
política.
La palabra liberal aparece temprano en nuestra literatura. No como una idea o una
filosofía, sino como un temple y una disposición del ánimo; más que una ideología, era
una virtud. Al decir esto vuelvo los ojos hacia Cervantes, el escritor nuestro que encarna
más completamente los distintos sentidos de la palabra liberal. Con él nace la novela
moderna, el género literario de una sociedad que, desde su nacimiento, se ha
identificado a sí misma y a su historia con la crítica. La Comedia de Dante es el reflejo
de un mundo regido por la analogía; es decir, por la correspondencia entre este mundo y
trasmundo; el Quijote es una obra animada por el principio contrario, la ironía, que es
ruptura de la correspondencia y que subraya con una sonrisa la grieta entre lo real y lo
ideal. Con Cervantes comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad. Y
comienza con una sonrisa, no de placer, sino de sabiduría. El hombre es un ser precario,
complejo, doble o triple, habitado por fantasmas, espoleado por los apetitos, roído por el
deseo: espectáculo prodigioso y lamentable. Cada hombre es un ser singular y cada
hombre se parece a todos los otros. Cada hombre es único y cada hombre es muchos
hombres que él no conoce: el yo plural. Cervantes sonríe: aprender a ser libre es
aprender a sonreír.

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