viernes, 29 de julio de 2011

HORACIO QUIROGA: MÁS QUE CUENTOS DE LA NATURALEZA.

HORACIO QUIROGA. PADRE DEL CUENTO HISPANOAMERICANO.




Recuerdo que en mis años de estudiante de secundaria en el Liceo de San José, allá por los años de 1969 mis profesores de castellano nos dieron la tarea como parte del ciclo educativo leer varios cuentos de Horacio Quiroga. Debo de aceptar que los disfruté pero más aún los disfruté para el año de 1984 cuando por un quebranto de salud tuve que estar en cama por una o dos semanas.


Poeta, cuentista y novelista.  Nació en 1878 y murió en 1938. Nació en Salto (Uruguay), pero vivió casi siempre en la Argentina. De espíritu aventurero, estuvo en las Misiones de las selvas tropicales, donde el roce con la naturaleza y los hombres de instintos primitivos moldearon su carácter y desarraigaron de él sus juveniles ímpetus de una literatura extravagante y decadente.
En muchísimos de sus cuentos refleja la vida en el Chaco y en las Misiones. En su país natal, Quiroga presidió el Consistorio.
Quiroga viajó por Europa y toda América y colaboró en revistas y diarios"Señalar en Quiroga el don agudo y penetrante de la observación sería destacar apenas una condición implícita en todo escritor de temperamento y de obra novelística. Mucho más justo es decir que ese don de recoger la imagen viva y describir una parábola  emocional se realiza en un plano de extremada violencia. Es su propio concepto del cuento, especie en la que no tiene rival americano, pero sí influidos, Quiroga arma el relato como un arco tenso, del que dispara, con descarga súbita y potente, la flecha del desenlace. El ambiente elegido- selvas y orillas de los ríos del subtrópico-  le proporcionó elementos de recia vida y fuerte dramaticidad. Quiroga los aprovechó en su grandeza escueta, casi ceñidas a líneas simples pero de ardorosa comunicación. Hombres y alimañas rebullen en sus relatos como fuerzas primitivas, y por eso insustituibles para la creación estética" (Leguizamón).
Horació Quiroga reunió condiciones insospechadas para la narrativa: vigor narrativo, imaginación desbordada, excelente ambientador de sus relatos y de un lenguaje vivo y directo.


OBRAS:
Historia de un amor turbio.
Cuentos de amor, de locura y de muerte.
El salvaje.
El crimen del otro.
Los perseguidos.
Cuentos de la selva.
Anaconda.
El desierto.
Los desterrados.
La gallina degollada y otros cuentos.
La miel silvestre.
El alambre de púa.
Los pescadores de vigas.
Los cazadores de ratas.
A la deriva.
La reina italiana.
El almohadón de pluma.
La meningitis y su sombra.


De aquellos cuentos que leí en 1984 cuando me recuperaba de una enfermedad - y ya lo comenté- uno de los que más me sorprendió fue  LA INSOLACIÓN. En este cuento Horacio Quiroga nos enseña con una gran sencillez pero con magistral inteligencia del cómo se construye un cuento:





La insolación[Cuento. Texto completo]Horacio Quiroga
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.
Old, que miraba hacía rato a la vera del monte, observó:
-La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un rato dijo:
-En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
-No podía caminar -exclamó en conclusión.
Old no comprendió a qué se refería. Milk agregó:
-Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
-Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos -el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet-, habían sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras, para respirar mejor.
Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
-Es el patrón -dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
-No, no es él -replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
-No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
-¿Es el patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
-¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? -preguntó.
-Porque no era él -le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos -bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder-, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los foxterriers.
-No ha aparecido más -dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
-No vino más -agregó Isondú.
-Había una lagartija bajo el raigón -recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.
-¡Viene otra vez! -gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitrato.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.
-¡La Muerte, la Muerte! -aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
-¡Que no camine ligero el patrón! -exclamó Prince.
-¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.
FIN


FUENTES CONSULTADAS.
V.Delgado, José María, y Brignolle, Aberto J: Vida y obra de Horacio Quiroga. Montevideo, 1939.
Leguizamon, Julio: Historia de la Literatura hispanoamericana. Buenos Aires, 1945.
Zum Felde, Alberto: La literatura del Uruguay, Buenos Aires, 1939.
Zum Felde, Alberto: Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura. Montevideo, 1941.

sábado, 16 de julio de 2011

LA VORÁGINE O EN LA VORÁGINE. ADEMÁS COMENTARIO SOBRE LA MUERTE DE ROBERTO BOLAÑO.

RIVERA, José Eustasio.






Hace pocas semanas volví a releer LA VORÁGINE y aquella sensación de mis años de adolescencia cuando me leí la novela estaban allí: una novela inolvidable, perfecta en su estilo, grandiosa en su imaginación y portentosa poeticamente hablando.
Para los jóvenes que no la han leído: la recomiendo. Un maestro de la sencillez y del cómo se debe de escribir una novela.
Poeta y novelista de extraordinaria calidad. Nace en 1889 y murió en 1928. Colombiano de nacimiento, murió en New York. Rivera vivió una vida intensa, dramática, cálida en el trópico. Fue inspector de yacimientos petrolíferos y miembro de una Comisión delimitadora de fronteras entre Colombia y Venezuela. Enamorado de las llanuras y de las selvas, sintió una atracción terrible ente el suplicio dantesco que sufren los caucheros en los siringales. Domó potros y apartó toros bravos. Luchó contra las fieras y contra los indios y bandoleros.

Fantasía poderosa, lujo verbal, impresionante capacidad descriptiva reunió Rivera para escribir. Su única novela LA VORÁGINE -1924- le hizo famoso en todo el mundo. Para la gran mayoría de los críticos, es la novela más hermosa y patética que han producido las letras hispanoamericanas para aquella época.

"No conozco en la literatura contemporánea -Wild Ospina- una obra en que el horror animal palpite y se exprese con mayor fuerza que en esta novela del colombiano José Eustasio Rivera".
La Vorágine es el poema maravilloso de la selva, del caucho, de la bárbara fiereza del hombre y de la Naturaleza, de las aciagas influencias del miedo y de la angustia. "Es La Vorágine - escribe José María  Salaverría - el triunfo del árbol, la apoteosis del bosque impenetrable, la exaltación de una  Naturaleza inauditamente vigorosa que crea y mata con espantable inexorabilidad. Y ante esta Naturaleza sublime y monstruosa, el  de la ciudad refinada, el  poeta José Eustasio Rivera se siente arrebatado por una mezcla de terror y de entusiasmo y escribe, en efecto, el libro de las selvas vírgenes que en nuestra literatura de lengua española estaba por hacer". "Rivera narra y describe con poderosa fuerza de creación. Su realismo es de una extraordinaria capacidad evocadora... Pero, la maestría del novelista se reconoce en la creación de ese clima de fuerza telúrica,  realidad y presencia de la selva... En aquel palpita y se estremece un terror biológico e impera una crueldad salvaje, incontrastable e inflexible como la dura ley del triunfo del más fuerte. La Vorágine, ha conquistado por propia e indiscutible gravitación un puesto  de primera fila en la narrativa  de habla hispana" (Ver el crítico Leguizamón).
Rivera es autor de un libro de sonetos, Tierra de promisión, en el que el poeta canta igualmente la selva profunda y grandiosa de su patria.

Fragmento de La Vorágine. (SEGUNDA PARTE).

"¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? ¿Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, por qué no tiemblan en tu dombo61? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpuraba las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cenit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos!
Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión.
Déjame huir, oh selva, de tus enfermizas penumbras formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad. ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vida no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas!"


Fuentes:
V. Arango Ferrer, Javier: La literatura  de Colombia. Universidad de Buenos Aires, 1940.
Henríquez Ureña, Pedro: La novela en América. La Plata, 1927.
Torres Rioseco, A: La novela en  la América hispana, Berkeley, 1939.
Leguizamón, Julio:  Historia de la Literatura Hispanoamericana, Buenos Aires, 1945.
Gómez Restrepo, A:  Historia de la Literatura Colombiana. Bogotá, 1938-1940, dos tomos.
Rec: J. Méndez Limbrick.



Roberto Bolaño, medio millón de razones (y más) de su actualidad

Confundido tristemente con un humorista mexicano por una presentadora de televisión, Roberto Bolaño vivió en un relativo desconocimiento hasta 1998, sin embargo, desde los quince años ya había decidido que su vocación era la literatura.
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15 de Julio, 2011 17:07
A veces me creía pésimo, a veces fracasado,
pero siempre un escritor

Hace 8 años -un 14 de julio de 2003- su muerte conmocionaba a buena parte del mundo que comenzaba a ver en él al mejor escritor latinoamericano de su generación. Pero no sólo Chile, México y España (sus patrias adoptivas) lloraron su partida, a su muerte se habían firmado más de 30 contratos de traducción en países como Italia, Francia, Holanda, Inglaterra e incluso, generó comentarios en periódicos de Estados Unidos, donde hasta ese minuto era un autor inédito.

Confundido tristemente con un humorista mexicano por una presentadora de televisión, Roberto Bolaño vivió en un relativo desconocimiento hasta 1998, sin embargo, desde los quince años ya había decidido que su vocación era la literatura. Fue precisamente a esa edad que partió de Chile rumbo a México, donde viviría parte de su infancia y gracias a ello, entregaría después detallados paisajes de la capital mexicana en su novela Los detectives salvajes, con la que ganaría el XVI Premio Herralde de Novela (1998) y el XI Premio Rómulo Gallegos.

En 1978 se estableció en España. Esta etapa de Bolaño, aún desconocido, fue de mucho esfuerzo y dificultades económicas. Finalmente en 1984 salió del anonimato al publicar su primera novela: “Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce”, escrita en colaboración con el catalán Antoni García Porta. Ese mismo año lanzó La senda de los elefantes, que fue galardonada con el Premio Félix Urabayen.

Desde 1993 no cesó de trabajar y su interés por la poesía se mezcló con su incursión en la narrativa, género literario que finalmente lo llevó al éxito. En 1993 publicó Los perros románticos, un libro recopilatorio de su poesía creada entre 1977 y 1990, y una novela, titulada La pista de hielo. Tres años después, presentó sus obras La literatura nazi en América y Estrella distante, y en 1997 publicó su primera compilación de cuentos, titulada Llamadas telefónicas.

El año 1998 fue el año del reconocimiento para Bolaño. Tras publicar la voluminosa novela Los detectives salvajes (y ganar los premios mencionados), continuó en 1999 con Amuleto. Ese año, además, visitó Chile tras veinticinco años de ausencia. A su regreso a España se dedicó a escribir una novela sobre el ambiente cultural chileno, la que publicó con el nombre de Nocturno de Chile (2000) a lo que el 2001 sumó el volumen de cuentos Putas Asesinas.
Su obra, en parte incluida en Memoria Chilena, llevó a que el año del bicentenario (2010) fuese el autor más descargado del año (y de la historia del portal), superando por si solo el medio millón de libros descargados (531.540 veces, en total), donde el que obtuvo la mayoría fue Putas Asesinas (343.171 veces descargado), Estrella distante (con 108.163 descargas) y Amuleto, que cerró la selección de honor, alcanzando las 80.206 descargas.

Te invitamos a saber más de su vida, historias, fragmentos, libros, artículos y futuro consultando el tema de Roberto Bolaño en Memoria Chilena, la Biblioteca Nacional Digital de Chile.

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INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce

  INTRODUCCIÓN A BROWNING TRADUCIDO Por Armando Uribe Arce El traductor de poesía es poeta; o, no resulta más que transcribidor de palabras,...

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