CAPÍTULO I
La primera poesía
La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la
epopeya y el teatro. Hay múltiples razones para ello: algunas se encuentran en el
estado de la literatura griega contemporánea, en la función desempeñada al
mismo tiempo por la tradición homérica y las representaciones teatrales en la
cultura helénica; pero otras se deben a condiciones propias de Roma. Antes de la
literatura escrita existía una literatura oral, lo que llamamos los «cantos de
banquete», recitados por jóvenes en alabanza a los grandes hombres del pasado.
La influencia de la civilización etrusca había propagado el conocimiento de los
mitos helénicos, que se mezclaban con los relatos folclóricos. Tenemos un
reflejo de este repertorio preliterario en las pinturas de las necrópolis etruscas
arcaicas, donde se representan aventuras bélicas (como la de Macstarna, que
probablemente sea un episodio de la historia romana) y leyendas épicas (por
ejemplo, la inmolación de los prisioneros troyanos en la tumba de Patroclo). Es
muy probable que el remoto pasado de Roma fuese así, desde tiempos
inmemoriales, material «literario»: los ancestros de las gentes, los reyes y sobre
todo Rómulo, fundador de la ciudad, debían figurar, con sus hazañas, en estos
rudimentarios poemas. La métrica probablemente fuera el «verso saturnio» (así
llamado a causa de la leyenda según la cual Saturno fue el primer rey mítico del
Lacio), del cual solo conocemos formas tardías y relativamente «literarias» y que
parece estar compuesto por dos partes desiguales, la primera generalmente
formada por tres palabras (las dos primeras de dos sílabas, la tercera de tres), la
segunda por dos palabras de tres sílabas (según este modelo: Virum, mihi,
Camena / insece versutum², primer verso de la Odusia de Livio Andrónico;
aunque existían otras combinaciones posibles, por ejemplo este verso de Nevio:
Fato Metelli Romae / fiunt consules³, en el cual la distribución de palabras de
dos y tres sílabas varía). Las recitaciones se acompañaban con la lira, que
marcaba el compás. La influencia que ejercen en la literatura latina estos «cantos
de banquete» es difícil de captar. En su momento se conjeturó que fueron la
primera forma de historia y contribuyeron a la elaboración de las leyendas que
los críticos modernos a menudo censuraban en la tradición de historiadores
posteriores (Tito Livio en particular). Actualmente hay consenso sobre su menor
importancia y su desarrollo al margen de la historia, sin sustituirla. Pero bien es
verdad que prepararon el nacimiento de las variantes nacionales de dos géneros
griegos: la epopeya romana y la tragedia «pretexta», que pone a personajes
romanos en escena.
El primer autor en lengua latina es un antiguo esclavo, originario de Tarento,
llamado Livio Andrónico, que parece haber sido llevado a Roma en el año 272,
tras la toma de su patria por el ejército romano. El joven Andrónico tenía
entonces ocho años. Su amo era un senador, Livio Salinator, que lo manumitió
tras haberle confiado la educación de su hijo. Teniendo en cuenta la juventud de
Livio cuando llegó a Roma, hay que admitir que adquirió su cultura en esa
ciudad, donde la gran cantidad de esclavos y libertos, pero también de hombres
libres, comerciantes, artesanos, etc., originarios de las ciudades del sur de Italia,
habían difundido el conocimiento y la práctica del griego. El mérito de Livio
consistió no en introducir en Roma la literatura griega, sino en concebir la
posibilidad de una literatura de expresión latina según el modelo de las obras
griegas. Y, simultáneamente, compuso tragedias, comedias y una epopeya,
fundando así tres géneros que pronto conocerían un extraordinario florecimiento
con las obras de sus contemporáneos y sus sucesores inmediatos: Nevio, Plauto,
Ennio y Pacuvio.
I. La epopeya de Livio a Ennio
Sabemos que Livio escribió en latín una Odusia que en gran medida era una
adaptación, si no una traducción, de la Odisea homérica. Aunque Livio, cuya
profesión era enseñar «gramática», utilizase su propia traducción para la
enseñanza, es muy probable que no la compusiera con tal propósito. Romanizó,
en la medida de lo posible, el texto de Homero, adaptando el nombre de los
dioses, transformando a las Musas en «Camenas», a la «Crónida Hera» en
«Juno, hija de Saturno». De esa Odusia no se conservan más que breves
fragmentos aislados, pero la elección del tema deja entrever el propósito de
Livio. Mientras la Ilíada, que era el «libro sagrado» por excelencia de la cultura
griega, se centraba en el Egeo, la Odisea, por el contrario, miraba hacia
Occidente. Una tradición de los comentaristas situaba la mayor parte de sus
episodios en las costas de Italia y Sicilia. Y también en Italia se ubicaban las
prolongaciones de la leyenda de Ulises. En particular, cabe destacar que este fue
un personaje familiar en tierra etrusca; los hijos que, se decía, tuvo con Circe
eran considerados los fundadores de muchas ciudades del centro de Italia (Tibur,
Ardea). Tras la epopeya de Livio se adivinan los relatos legendarios etruscos y la
epopeya «oral» del Lacio etrusquizado. Por otra parte, en esa segunda mitad del
siglo III Roma se vio implicada en los problemas de Iliria y se inquietaba por las
costas del Adriático, a las que había llegado tiempo atrás, pero que, hasta
entonces, no aparecían en su horizonte político inmediato. Y Roma no tardó en
actuar como protectora de los helenos contra los piratas bárbaros. Pues bien, uno
de los héroes de las Guerras Ilirias era precisamente un tal Livio Salinator, tal
vez el mismo hombre que manumitió a Livio, tal vez su hijo y, en este caso,
antiguo alumno del poeta. ¿Adaptar la Odisea al latín no sería acaso un refinado
homenaje a los romanos que, desde el centro de Italia, regresaban como
liberadores al país de Ulises?
La epopeya de Livio conservaba muchos rasgos de los orígenes italianos de la
literatura latina: no solo la métrica (la Odusia estaba escrita en versos saturnios),
sino también el interés por las leyendas en las que desde hacía tiempo ya se
identificaban las prolongaciones occidentales de los ciclos épicos.
Resueltamente italiano también, y más romano todavía, es el Bellum Punicum de
Nevio. Su autor era un campano que representó su primera obra en 235 a. C., tan
solo cinco años después de la que marcó los comienzos de Livio. Nevio
probablemente escribiera el Bellum Punicum en su vejez, hacia 209, en el
momento en que gran parte de Italia se encontraba ocupada por las tropas de
Aníbal o, al menos, amenazada por las campañas del púnico. Esta epopeya
también está escrita en versos saturnios: los fragmentos que se conservan, cortos
pero relativamente numerosos, permiten hacerse una idea del conjunto. El tema
era la primera guerra púnica, en la que Nevio participó como soldado. Pero los
primeros cantos los ocupa un relato de carácter mítico que detalla las aventuras
de Eneas, considerado el fundador de Roma, y sus amores con la reina Dido,
fundadora de Cartago. Es el mismo contenido de los cuatro primeros cantos de la
Eneida. Nevio no inventó nada nuevo. Desde hacía tiempo, Eneas figuraba entre
los héroes «itálicos»: en el centro de Italia, donde hay constancia de su presencia
en Veyes, en un santuario y lugar de peregrinaje etrusco, y en Sicilia, donde era
sabido que colonos troyanos se instalaron en Segesta, en los tiempos remotos del
rey Laomedonte, y a donde llevaron el culto a Venus, en el monte Erice. Eneas
también estuvo presente en el Lacio, en Lavinio, donde se ha descubierto un
santuario a él consagrado. No se sabe cómo se formó la leyenda de los amores de
Eneas y Dido. Probablemente en su origen no tuviera relación con Roma: el
helenismo llevaba mucho tiempo disputando a los púnicos la parte occidental de
Sicilia, y este mito pudo haber servido para legitimar las pretensiones de los
colonos de Segesta sobre el santuario del Erice, que la «Venus» púnica tendía a
incorporar. Fuera como fuese, Nevio utiliza esta historia dramática para explicar
la rivalidad mortal que oponía a Roma y Cartago. Su propósito es mostrar que
los Destinos son favorables a Roma, y eso reviste gran importancia durante los
oscuros años de la segunda guerra púnica. Roma recibe de su poeta una doble
certeza: que los dioses están de su parte y que sus victorias pasadas sobre
Cartago le garantizan el éxito final.
Mientras que la tradición italiana inspiraba la Odusia de Livio, el Bellum
Punicum es más precisamente romano; y es que las circunstancias han cambiado.
Roma ya no es el árbitro de Italia, sino una ciudad que lucha por su propia
existencia, y ese endurecimiento de su voluntad provoca un acceso de
nacionalismo, una de cuyas manifestaciones es la exaltación histórica de los
héroes nacionales. Es el momento en que, como veremos más adelante, se forma
la tragedia «pretexta».
La tercera epopeya romana fue la de Ennio. Escrita tras la victoria final de la
segunda guerra púnica, ya no es una obra de combate, sino una meditación sobre
la grandeza y la misión histórica de Roma. Ennio nació en Rudiae (en Mesapia,
no lejos de Tarento) en 239 a. C. Pertenece por tanto a la generación siguiente a
la de Livio y Nevio. Ennio solía jactarse de hablar y escribir tres lenguas: griego,
latín y osco, que era la lengua de su tierra natal. Pero lejos de guardar rencor
alguno a Roma, que había conquistado dicha tierra, se enorgullecía de haberse
convertido en romano.
Ennio es el más «helenístico» de los primeros poetas romanos. Él fue quien
condujo la literatura romana tras las huellas de la literatura griega, acercándose a
los modelos contemporáneos. Abandona el verso saturnio y adapta al latín el
hexámetro dactílico, que era, desde Homero, el verso épico griego. Adepto de las
doctrinas pitagóricas que persistían en torno a Tarento y contaban entre sus fieles
a miembros de la aristocracia romana, pretende ser una reencarnación de
Homero: quiere ser el Homero moderno al servicio de la grandeza romana. Por
todos esos motivos, los romanos suelen considerar a Ennio el «padre» de su
literatura, lo que no dejará de suscitar, en tiempos de Augusto, la ironía de
Horacio.
La gran epopeya de Ennio, los Anales, fue probablemente comenzada en 203, un
año antes de la batalla de Zama. Roma está ya segura de su victoria. Se sitúa al
nivel de las grandes potencias helenísticas, con las que todavía comparte el
imperio del mundo. Y fue precisamente un poema de corte alejandrino lo que
Ennio compuso: en sus treinta mil versos figuran escenas de batalla, pero
también pinturas de género, como el célebre «sueño de Ilia», la anunciación del
nacimiento de los gemelos Rómulo y Remo: el carácter novelesco, sensual, de
esa escena evoca más a Apolonio de Rodas que a la Ilíada. El propósito mismo
de versificar la «crónica» de Roma (Anales era el título de los registros donde
los pontífices consignaban, año tras año, los acontecimientos importantes) puede
relacionarse con las tentativas de los poetas helenísticos que habían relatado, por
ejemplo, las guerras mesenias en versos épicos. En este particular Nevio había
seguido los mismos modelos, pero en Ennio la imitación parece haber sido más
sistemática, la función desempeñada por el mito menos relevante y las hazañas
humanas históricas mucho más destacadas que la leyenda.
Ennio es más filósofo que «teólogo». Pone el énfasis en los valores estrictamente
humanos. Dos de sus poemas (aún menos conservados que los Anales, de los
que subsisten numerosos fragmentos), Epicarmo y Evémero, muestran su
preocupación por especulaciones cosmogónicas y morales muy alejadas de la
tradicional actitud religiosa de los romanos. En el segundo en particular expone
con gracia la doctrina de Evémero, para quien los dioses y diosas del panteón
ordinario no eran más que reyes y princesas de antaño, divinizados a causa de
los servicios que habían prestado a la humanidad. Esto permitía exaltar con
mayor plenitud a los jefes romanos, cuyas hazañas dominaban cada vez más la
historia humana. Esta perspectiva de la historia aparece en las relaciones entre
Ennio y Marco Fulvio Nobilior, el cónsul del año 191. Este, que había trabado
amistad con el poeta, lo llevó con su cohors praetoria cuando partió a combatir
contra los etolios. Ennio asistió a la toma de Ambracia, la capital de los
enemigos. Y Fulvio, a su regreso, erigió un templo a «Hércules de las Musas»
(Hercules Musarum, probable traducción del griego Herakles Musagetes,
Hércules conductor de las Musas). Ennio introdujo el episodio de Ambracia en
los Anales y compuso sobre el tema una obra poética de la que solo conocemos
el título, probablemente una tragedia pretexta. Hércules, patrón de los
vencedores, el héroe que debía su inmortalidad a sus hazañas, pedía a las Musas
que consagraran esa inmortalidad, la que la poesía perpetúa en las bocas
humanas. Fulvio demostraba de ese modo las mismas inquietudes que Alejandro
y casi todos los reyes helenísticos después de él, y sobre todo los ptolemaicos.
II. El teatro romano de Livio a Terencio
El teatro romano había debutado oficialmente en el año 240 en los Juegos
Romanos (Ludi Romani), cuando los magistrados montaron una obra compuesta
por Livio Andrónico. Probablemente quisieran mostrar al rey Hierón II, en visita
oficial aquel año, que Roma no tenía nada que envidiar a las ciudades griegas del
sur. Pero, al igual que ocurre con la epopeya, este nacimiento del teatro tuvo una
«prehistoria» que influiría considerablemente en las creaciones de los poetas
posteriores. Desde 364 a. C. (según Tito Livio), el Senado, a raíz de una peste y
para desviar la cólera de los dioses, había introducido la costumbre de los
«juegos escénicos», importados de los etruscos, que consistían en danzas
ejecutadas al son de la flauta y pantomimas improvisadas sin libreto ni guion. La
juventud romana se aficionó a imitar estas danzas en las fiestas campestres,
mezclándolas con cantos y estrofas satíricas. Poco a poco, nació un nuevo
género que más tarde recibiría el nombre de satura, donde se mezclaban toda
clase de cantos y gesticulaciones. Era el esbozo de un teatro. Este nació cuando,
en 240, Livio tuvo la idea de utilizar la satura en una representación regular.
Durante largo tiempo, el teatro romano conservó ciertos rasgos originales de este
origen popular. Así pues, para las partes cantadas, el papel de los actores se
duplicaba: la gesticulación, la mímica, se confiaban a un personaje, mientras otro
se encargaba de recitar o cantar el texto. Se decía que Livio imaginó este método
porque se había «roto» la voz a fuerza de bises: se habría reservado entonces la
mímica, mientras un cantor lo asistía con el resto. Costaría creer que un
accidente tan personal hubiese originado tan curiosa innovación, de no ser
precisamente porque el joven teatro latino tenía su germen en la tradición de la
satura. No hay que olvidar tampoco que, junto al teatro literario, los romanos
siempre practicaron la pantomima, que era un espectáculo de danza y cantos con
las partes habladas reducidas al mínimo. Constatamos que, en los primeros
tiempos del teatro latino, las representaciones tendieron a abandonar las partes
cantadas para acercarse a los modelos clásicos. Pero el resultado de esta
evolución fue alejar al teatro de su público y provocó la decadencia de los
«grandes» géneros, mientras que la pantomima siguió llena de vida hasta el final
del Imperio. Horacio anhelará, en vano, un renacimiento del teatro literario.
Conocemos mal la obra dramática de Livio, Nevio, Ennio y Pacuvio, los cuatro
mayores poetas de esa época. En la mayor parte de los casos, solo se conservan
los títulos o algunos fragmentos de versos. Livio compuso al menos nueve
tragedias: Aquiles, Áyax, El caballo de Troya, Egisto, Hermíone, Andrómeda,
Tereo, Dánae e Ino. Todas ellas tienen por tema leyendas griegas, algunas de las
cuales se vinculan con las tradiciones troyanas de Roma: una versión de la
historia de Dánae, por ejemplo, contaba que la heroína argiva había atracado en
las costas del Lacio.
Cinco años antes de la primera tragedia de Livio, Nevio daba su primera
representación. De su obra trágica solo perviven seis títulos: un Caballo de Troya
(el tema agradaba a los romanos), una Hesíone (otra leyenda relativa a las
catástrofes troyanas), una Partida de Héctor, una Ifigenia (probablemente
Ifigenia en Táuride), una Dánae y un Licurgo, obra dionisíaca sin duda
relacionada con el desarrollo del culto a Baco en el sur de Italia y el Lacio a
finales del siglo III.
Ennio compuso muchas tragedias, entre las cuales representaban el ciclo troyano
un Aquiles, un Áyax, un Alejandro (Alejandro era el nombre que los pastores
daban a Paris), un Rescate de Héctor, una Ifigenia, una Hécuba, una Andrómaca
cautiva, un Telamón y un Télefo. Abordó además leyendas de diversos orígenes:
Alcmeón, Atamante, Cresfontes, Erecteo, Euménides, Medea en el exilio,
Melanipa, Nemea, Fénix y Tiestes, lista en la cual se reconocen títulos (y temas,
desde luego) tomados de Eurípides.
Después de Ennio, el representante de la tragedia fue su sobrino Pacuvio, nacido
sobre 220 a. C. en Bríndisi, que gracias a la influencia de su tío se introdujo en
los ambientes filohelénicos de Roma, en particular en el círculo de los
Escipiones. Pacuvio parece haber preferido imitar a Sófocles antes que a
Eurípides, tal vez influido por sus amigos romanos, cuyos gustos se inclinaban
hacia el clasicismo ático. Estos son los títulos de sus tragedias que nos han
llegado: Antíope, El juicio por las armas (la atribución de las armas de Aquiles),
Atalanta, Criseida, Orestes esclavo, Hermíone, Iliona, Medo (la historia de un
hijo de Medea y Egeo) y El baño (donde se relataba cómo Telégono, hijo de
Ulises, había matado a su padre sin querer). En la serie de juicios tradicionales
de la época de Horacio sobre los antiguos dramaturgos romanos, Pacuvio se
consideraba un «sabio anciano», tal vez gracias a su esfuerzo por renovar las
fuentes de su teatro recurriendo a modelos menos manidos. Fuera como fuese,
sus obras se siguieron representando durante mucho tiempo tras su muerte y
hasta el público popular conocía de memoria largos pasajes de sus versos. En los
largos fragmentos de Pacuvio, que nos han llegado a través de Cicerón, se
vislumbra un gran vigor estilístico y un sentido del género patético moderado en
pro de la dignidad propia de los héroes, un sentido muy romano de la virtus,
similar al que ya se encontraba en Alcmena, la admirable «matrona» cuya figura
domina el Anfitrión de Plauto.
Junto a estas tragedias directamente inspiradas en modelos griegos, los poetas
romanos desde Nevio componían praetextae, cuyos héroes eran romanos
(vestidos con la toga pretexta que llevaban los magistrados y, antiguamente, los
reyes). Este género no fue una invención enteramente romana. Sabemos, por
ejemplo, que un autor judío llamado Ezequiel había puesto en escena la vida de
Moisés. En el mundo helenístico, cada pueblo trataba de imitar con su historia
nacional lo que habían hecho los griegos con su pasado. Nevio compuso un
Rómulo, pero también, cosa más original y más típicamente romana, una
tragedia de Clastidio que evocaba la batalla durante la cual Marcelo mató con
sus propias manos al rey de los ínsubres, Viridómaro. Esta se representó
probablemente durante los juegos fúnebres del propio Marcelo: otra tradición
típicamente romana, la de la laudatio del difunto durante los funerales, pudo
haber sugerido a Nevio esa innovación. Pero nos encontramos en 208, es decir,
en plena época de «reacción nacional». La praetexta de Clastidio surge del
mismo espíritu que el Bellum Punicum en el que Nevio trabajaba por entonces.
Ennio también había compuesto tragedias nacionales: una de carácter cuasi
mítico, las Sabinas, y tal vez otra de tema más cercano, el Ambracio, en honor a
su protector Marco Fulvio Nobilior. En el mismo sentido, Pacuvio escribiría una
tragedia llamada Paulus, que celebraba la victoria de Paulo Emilio en Pidna.
Mientras que de esta primera floración trágica no poseemos sino breves
fragmentos, el azar ha querido que conozcamos mucho mejor las comedias de la
época. Livio fue el primero en componer comedias, cuyos propios títulos no nos
quedan claros. Nevio, por su parte, escribiría más de treinta; sus títulos muestran
que toma temas prestados de la Comedia Media y la Comedia Nueva del
repertorio griego, pero mezcla sin vacilar dos intrigas para crear situaciones
originales. Es muy probable que Livio y Nevio utilizasen también en sus
comedias elementos prestados del teatro popular, «preliterario», que parece
haber florecido en la Italia osca y helenizada y que en la propia Roma se hallaba
representado por la satura dramática (ver p. 23). Para nosotros, la comedia
romana de finales del siglo III se resume fundamentalmente en el nombre y la
obra de Plauto.
De Plauto, umbro originario de Sarsina (en la cara adriática de los Apeninos),
conservamos unas veinte comedias⁴, representadas probablemente entre 212 y
186 a. C. Plauto, que tal vez fuera acróbata de profesión antes de convertirse en
autor, representa esta alianza de los temas griegos y las tradiciones populares: los
rasgos procedentes del original griego se modifican, se romanizan, y el poeta
introduce alusiones a las instituciones, lugares y costumbres de los romanos.
Como Nevio, reúne en una sola obra la sustancia de dos comedias griegas: es el
procedimiento que los autores modernos llaman contaminatio. Las intrigas
resultantes suelen ser bastante complicadas y proporcionan abundante material
para la facultad de invención verbal y el virtuosismo del poeta. Pero, en cambio,
Plauto suprime ciertas escenas y peripecias del original griego.
Plauto es el creador de acción por excelencia: en su teatro abundan sorpresas,
conspiraciones, engaños, que en escena se traducen por un movimiento
abrumador. Reducidas a lo esencial, las intrigas son bastante monótonas, como
lo eran las de la Comedia Nueva de Menandro y los poetas de principios del
siglo III, los modelos de Plauto. Casi siempre se trata de los amores de un joven
y una cortesana o una joven que creemos de condición servil y que está sometida
a un leno (comerciante de mujeres). El padre del joven es avaro, y para obtener
los favores de la muchacha o comprarla a su leno hace falta mucho dinero. Un
esclavo del joven, pillastre ladino e insolente, se encarga de conseguir para su
amo la cantidad necesaria. La trama consiste precisamente en la historia de sus
astucias. Solo las circunstancias varían de una obra a otra. Puede ser (en la
Mostellaria) la casa familiar que el esclavo vende durante la ausencia del padre,
y el esfuerzo por hacer creer al buen hombre que la casa está encantada y que no
ha de entrar en ella; o bien el bribón se embolsa el dinero procedente de la venta
de un rebaño de asnos que debería entregarse a su legítimo propietario
(Asinaria); o se abusa de la credulidad de un soldado algo ridículo para
conseguir a la muchacha deseada hurtando un anillo que sirve de sello a la
víctima (Curculio). Se descubre a menudo al final de la obra que la condición de
los personajes no es la que se pensaba: el soldado embaucado resulta ser
hermano de la joven deseada, o bien la muchacha amada es en realidad una
ciudadana libre por nacimiento; en resumen, se despejan los obstáculos y el
desenlace es feliz. El esclavo, cuyas astucias han entretenido a todos, recibe el
perdón mientras el cantor se vuelve hacia los espectadores y les pide que
aplaudan.
Por estas comedias circulan figuras típicas del mundo helenístico: por ejemplo,
el «soldado fanfarrón», uno de esos mercenarios que servían en los ejércitos de
los reyes de Asia y Grecia, pero también en los de Cartago, y a quienes los
legionarios romanos habían aprendido a conocer; o bien las cortesanas, cuyo
comercio se extendía de una orilla a otra del Mediterráneo; también los
mercaderes sirios o púnicos (Poenulus, Rudens), o los ancianos aburguesados,
orgullosos de pertenecer a una célebre ciudad. Hablan de raptos, piratas, familias
separadas y reunidas milagrosamente, todo un mundo en el que las aventuras que
hoy nos parecen fantásticas eran, si no frecuentes, al menos posibles, pues las
agitaciones políticas de las sociedades helenísticas habían acostumbrado a los
hombres a contar con la diosa Fortuna.
Una obra se distingue de las otras por su tema y el tono de ciertas escenas: el
Anfitrión, comedia mitológica que recuerda a las parodias que gustaban en el sur
de Italia. Es la historia de los amores de Júpiter y Alcmena, de los que nacería
Hércules. Alcmena es tan fiel a su marido, Anfitrión, que el dios se ve abocado a
adoptar su forma para satisfacer su pasión. La obra esboza una figura de mujer
romana púdica, orgullosa de su rango y de las hazañas de su marido del cual
admira por encima de todo la virtus, el valor personal y el coraje en el campo de
batalla. Con esta comedia, paradójicamente, entramos en la intimidad de una
noble familia romana donde el afecto se matiza con pudor y los valores morales
triunfan sobre los del corazón.
El teatro de Plauto conlleva una lección moral: los personajes que nos presenta
viven una vida «a la griega», y el poeta los reprueba porque eso va en contra de
los deberes de buen ciudadano y arrastra a quien lo practica al despilfarro de su
patrimonio. El ideal de Plauto es el de todos los romanos de su época: hacerse un
hueco honorable en la ciudad, tener hijos para garantizar el porvenir de la
República, incrementar su fortuna, respetar la tradición, temer a los dioses. La
sociedad sigue siendo el propósito del hombre.
Un caso completamente distinto es el de las comedias de Terencio, que, si bien
imitan los mismos modelos que las de Plauto, plantean problemas morales
ajenos a este. Terencio era un esclavo africano llevado a Roma en su juventud y
educado en la familia del senador Terencio Lucano. Él mismo, tras su
manumisión, adoptó el nombre de Publio Terencio Afro. Nacido hacia el año
190, representó en 166 su primera obra, La muchacha de Andros (Andria);
después Hecyra (es decir, La suegra), representada al año siguiente; en 163 el
Heautontimorumenos (El verdugo de sí mismo); en 161, simultáneamente,
Formión y El eunuco, y en 160 Adelfos (Los hermanos). Al año siguiente
Terencio, que había marchado a Grecia para reunir comedias susceptibles de
servirle de modelo, moría durante el viaje.
Terencio fue amigo de la «joven generación» de los Escipiones: Escipión
Emiliano (cinco años más joven que él) y Lelio, quienes según se dice
colaboraron con él, en algunas escenas al menos. Y lleva al teatro los problemas
que preocupaban a sus amigos. El conflicto generacional, siempre latente, se
había agudizado en aquel momento. El personaje del adulescens, el joven,
siempre enamorado, era para Plauto una máscara cuya pasión dominante servía
para urdir la intriga; para Terencio es un auténtico enamorado, consciente de su
pasión, insatisfecho consigo mismo, pero incapaz de resistirse a los impulsos de
su corazón. Los reproches paternos no sirven de nada. Todas las obras de
Terencio plantean, directa o indirectamente, este problema de la educación:
¿deben los jóvenes ser sometidos por la fuerza y la autoridad a las disciplinas
tradicionales, o formados por el razonamiento, el ejemplo y la comprensión en el
respeto de los deberes fundamentales? El debate se establece entre los
«prejuicios» y la «verdad». Con Terencio, las preocupaciones de los filósofos
salen a escena y se invita al público a juzgar por sí mismo. Pero el público
prefería reír con las comedias de Plauto y se aburría con las de Terencio, cuyo
ritmo no era lo bastante animado para su gusto.
El contraste entre Plauto y Terencio, tan claro e instructivo para nosotros en
tanto en cuanto nos muestra la evolución de las mentes entre la época de la
segunda guerra púnica y la de las conquistas orientales, quedó atenuado en su
momento por la obra de Cecilio Estacio, un galo de Milán que vivió entre los
años 230 y 168 aproximadamente. Fue un esclavo educado en Roma y
posteriormente manumitido. De gustos más literarios que Plauto, imitaba
preferentemente las obras de Menandro, el más «regular» de los poetas de la
Comedia Nueva. En este sentido anunciaba ya a Terencio, a la par que
conservaba en sus comedias un «movimiento» comparable a las de Plauto. Más
adelante sería juzgado como escritor de poca calidad, pero en su tiempo pasó por
haber introducido profundidad (gravitas) en sus comedias. Al igual que Terencio,
«hace reflexionar». De sus obras no conocemos más que algunos títulos:
Meretrix, Portitor, Pugil, Epistola, Exul, Fallacia (La cortesana, El aduanero, El
boxeador, La carta, El exiliado, El engaño), etc.
III. La poesía moral de Apio Claudio a Lucilio
Cuando Livio representó su primera obra, la literatura latina ya había comenzado
su andadura, medio siglo antes, con las Sententiae de Apio Claudio Caeco, el
censor del año 312. La obra política de este personaje, abierto a las influencias
procedentes del sur de Italia, artesano de la expansión romana hacia Campania y
la Magna Grecia, parece haber sido considerable. Su alcance abarcaba los
problemas culturales: Apio Claudio había reformado la ortografía del latín,
provocado la publicación de fórmulas jurídicas (confiando esta tarea a su
secretario Cneo Flavio) y hecho gala personalmente de una elocuencia que sus
contemporáneos juzgaron memorable.
De las Sententiae de Apio Claudio solo conocemos algunas. Estaban redactadas
en un lenguaje rítmico, muy cercano al verso «saturnio» (ver p. 15), cuyos
ejemplos más antiguos se encuentran en las oraciones y rimas religiosas: lo que
los autores modernos llaman el carmen (es decir, la forma rimada de los
encantamientos). Expresaban una sabiduría que no era solamente popular, sino
que tenía en cuenta ideas extendidas por el teatro y la filosofía en las ciudades de
la Magna Grecia: necesidad de conservar el dominio de sí mismo, de no dejarse
caer en la ferocia (probablemente el hybris, la desmesura de los griegos) si no se
quieren cometer acciones de las que arrepentirse, valor de la amistad, función de
la clemencia, de la benevolencia para con los amigos verdaderos. Este
compendio es la primera expresión de una «sabiduría romana» donde se mezclan
íntimamente la tradición nacional y las aportaciones meridionales. El hecho de
basarse en estas máximas permitió a los romanos del siglo II a. C. pensar que la
conciencia nacional había elaborado espontáneamente una filosofía comparable
a la que los teóricos venidos de Grecia les darían a conocer.
La tradición de la poesía moralizante, inaugurada por Apio Claudio, estaba
destinada a pervivir a través de toda la literatura latina, dentro de la cual
constituye una de las corrientes más originales, la de la «sátira». Quintiliano, en
la época de los Flavios, escribirá que «la sátira es un género enteramente
romano». Y cierto es que el espíritu que durante tanto tiempo constituyó su
esencia es el mismo que se manifiesta en Apio Claudio y, un siglo más tarde, en
el Carmen de moribus (Poema sobre la moral) de Catón el Censor.
«La vida de los hombres viene a ser como el hierro: si se trabaja con él se
desgasta; pero si no, el óxido lo consume. Del mismo modo vemos que los
hombres, si trabajan, se desgastan; si no, la ociosidad y la inacción les hacen más
daño que el trabajo». Aquí Catón no debe nada al estilo de los «filósofos
populares» griegos, los «predicadores» cínicos que recorrían las ciudades,
reprochando a los hombres sus vicios y utilizando parábolas y comparaciones
familiares. Lo que le inspira esas palabras es la experiencia cotidiana de un
pequeño propietario atento a su dominio.
Pero el verdadero creador de la «sátira» fue Ennio, contemporáneo de Catón. El
nombre de este género probablemente signifique «obra miscelánea» (satura) y se
relacione con el de la satura dramática (ver p. 23), que podría ser el modelo del
que deriva la sátira literaria, ya que, como ella, contenía chanzas, apóstrofes a un
público real o imaginario, y se desarrollaba con toda libertad, pasando de un
ritmo a otro, de la prosa al verso, sin la menor atadura. La sátira de Ennio era
una especie de rapsodia en la que se encadenaban pantomimas, fábulas, relatos
de los que se sacaba una moraleja. Ennio fue el primero en narrar el apólogo de
«la alondra y sus crías».
Si bien solo conocemos las Sátiras de Ennio gracias a citas tardías y alusiones a
menudo enigmáticas, la obra de Lucilio ha dejado un rastro más claro, aunque no
la conservemos por entero. Lucilio, un noble originario de Sessa Aurunca, en los
confines de Campania, es dos generaciones más joven que Ennio, pues nació en
148 (veinte años después de morir este). Fue uno de los primeros romanos que
viajó a Grecia para adquirir una cultura filosófica. Amigo, como Terencio, de los
Escipiones, fue compañero de Escipión Emiliano en España durante la guerra
numantina, en el año 133. Poco después, siendo aún muy joven, debutaba como
poeta con el género de la sátira, que empezó componiendo, como Ennio, en
troqueos y jámbicos, que eran los versos propios de los géneros dramáticos. Más
adelante, en la última parte de su obra (la que, en el compendio publicado, forma
los veinte primeros volúmenes), utilizó únicamente el hexámetro, creando de
este modo la forma definitiva de la sátira, poema «sosegado», más narrativo y
meditativo que dramático, poco a poco encaminado hacia la regularidad formal
de la que hará gala más adelante.
A causa de sus orígenes aristocráticos, sus apoyos, el medio en que vivía, Lucilio
se vio abocado a participar en las luchas políticas y lo hizo con vivacidad e
incluso con violencia. Evoca por ejemplo los grandes procesos de la época, cosa
que lo conduce a retratar escenas de la vida del foro. En otras ocasiones,
confiando a los versos los sucesos de su propia vida, relata su viaje a Campania
y a Sicilia, donde sus negocios lo reclamaban. El realismo, el gusto por la
anécdota que se encuentra en las artes plásticas romanas, el interés prestado a los
paisajes, a los objetos, a los detalles de la existencia cotidiana, todo ello trasluce
en los fragmentos conservados y jalona una tradición. Abierto a las influencias
helénicas, Lucilio no deja de ser defensor convencido de los valores romanos
tradicionales, pero sin hacerse esclavo de los prejuicios y la estrechez de miras
de la generación precedente. En un célebre pasaje proclama que en primera fila
se encuentra la patria, en la segunda su familia y solo en la tercera él mismo, lo
que significa subordinar, en esa moral de la sabiduría, su propia felicidad a la de
los demás, actitud que no comparte con los filósofos griegos de Epicuro hasta
Zenón. Con él vemos que el espíritu romano, al menos entre la élite de la ciudad,
ha superado la crisis, la inquietud que retrataba la obra de Terencio, y prosigue
con éxito la síntesis de la cultura helénica y la tradición nacional.