jueves, 18 de abril de 2024

LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO



 CAPÍTULO I

La primera poesía

La literatura latina comenzó con la poesía, que debutó al mismo tiempo que la

epopeya y el teatro. Hay múltiples razones para ello: algunas se encuentran en el

estado de la literatura griega contemporánea, en la función desempeñada al

mismo tiempo por la tradición homérica y las representaciones teatrales en la

cultura helénica; pero otras se deben a condiciones propias de Roma. Antes de la

literatura escrita existía una literatura oral, lo que llamamos los «cantos de

banquete», recitados por jóvenes en alabanza a los grandes hombres del pasado.

La influencia de la civilización etrusca había propagado el conocimiento de los

mitos helénicos, que se mezclaban con los relatos folclóricos. Tenemos un

reflejo de este repertorio preliterario en las pinturas de las necrópolis etruscas

arcaicas, donde se representan aventuras bélicas (como la de Macstarna, que

probablemente sea un episodio de la historia romana) y leyendas épicas (por

ejemplo, la inmolación de los prisioneros troyanos en la tumba de Patroclo). Es

muy probable que el remoto pasado de Roma fuese así, desde tiempos

inmemoriales, material «literario»: los ancestros de las gentes, los reyes y sobre

todo Rómulo, fundador de la ciudad, debían figurar, con sus hazañas, en estos

rudimentarios poemas. La métrica probablemente fuera el «verso saturnio» (así

llamado a causa de la leyenda según la cual Saturno fue el primer rey mítico del

Lacio), del cual solo conocemos formas tardías y relativamente «literarias» y que

parece estar compuesto por dos partes desiguales, la primera generalmente

formada por tres palabras (las dos primeras de dos sílabas, la tercera de tres), la

segunda por dos palabras de tres sílabas (según este modelo: Virum, mihi,

Camena / insece versutum², primer verso de la Odusia de Livio Andrónico;

aunque existían otras combinaciones posibles, por ejemplo este verso de Nevio:

Fato Metelli Romae / fiunt consules³, en el cual la distribución de palabras de

dos y tres sílabas varía). Las recitaciones se acompañaban con la lira, que

marcaba el compás. La influencia que ejercen en la literatura latina estos «cantos

de banquete» es difícil de captar. En su momento se conjeturó que fueron la

primera forma de historia y contribuyeron a la elaboración de las leyendas que

los críticos modernos a menudo censuraban en la tradición de historiadores

posteriores (Tito Livio en particular). Actualmente hay consenso sobre su menor

importancia y su desarrollo al margen de la historia, sin sustituirla. Pero bien es

verdad que prepararon el nacimiento de las variantes nacionales de dos géneros

griegos: la epopeya romana y la tragedia «pretexta», que pone a personajes

romanos en escena.

El primer autor en lengua latina es un antiguo esclavo, originario de Tarento,

llamado Livio Andrónico, que parece haber sido llevado a Roma en el año 272,

tras la toma de su patria por el ejército romano. El joven Andrónico tenía

entonces ocho años. Su amo era un senador, Livio Salinator, que lo manumitió

tras haberle confiado la educación de su hijo. Teniendo en cuenta la juventud de

Livio cuando llegó a Roma, hay que admitir que adquirió su cultura en esa

ciudad, donde la gran cantidad de esclavos y libertos, pero también de hombres

libres, comerciantes, artesanos, etc., originarios de las ciudades del sur de Italia,

habían difundido el conocimiento y la práctica del griego. El mérito de Livio

consistió no en introducir en Roma la literatura griega, sino en concebir la

posibilidad de una literatura de expresión latina según el modelo de las obras

griegas. Y, simultáneamente, compuso tragedias, comedias y una epopeya,

fundando así tres géneros que pronto conocerían un extraordinario florecimiento

con las obras de sus contemporáneos y sus sucesores inmediatos: Nevio, Plauto,

Ennio y Pacuvio.

I. La epopeya de Livio a Ennio

Sabemos que Livio escribió en latín una Odusia que en gran medida era una

adaptación, si no una traducción, de la Odisea homérica. Aunque Livio, cuya

profesión era enseñar «gramática», utilizase su propia traducción para la

enseñanza, es muy probable que no la compusiera con tal propósito. Romanizó,

en la medida de lo posible, el texto de Homero, adaptando el nombre de los

dioses, transformando a las Musas en «Camenas», a la «Crónida Hera» en

«Juno, hija de Saturno». De esa Odusia no se conservan más que breves

fragmentos aislados, pero la elección del tema deja entrever el propósito de

Livio. Mientras la Ilíada, que era el «libro sagrado» por excelencia de la cultura

griega, se centraba en el Egeo, la Odisea, por el contrario, miraba hacia

Occidente. Una tradición de los comentaristas situaba la mayor parte de sus

episodios en las costas de Italia y Sicilia. Y también en Italia se ubicaban las

prolongaciones de la leyenda de Ulises. En particular, cabe destacar que este fue

un personaje familiar en tierra etrusca; los hijos que, se decía, tuvo con Circe

eran considerados los fundadores de muchas ciudades del centro de Italia (Tibur,

Ardea). Tras la epopeya de Livio se adivinan los relatos legendarios etruscos y la

epopeya «oral» del Lacio etrusquizado. Por otra parte, en esa segunda mitad del

siglo III Roma se vio implicada en los problemas de Iliria y se inquietaba por las

costas del Adriático, a las que había llegado tiempo atrás, pero que, hasta

entonces, no aparecían en su horizonte político inmediato. Y Roma no tardó en

actuar como protectora de los helenos contra los piratas bárbaros. Pues bien, uno

de los héroes de las Guerras Ilirias era precisamente un tal Livio Salinator, tal

vez el mismo hombre que manumitió a Livio, tal vez su hijo y, en este caso,

antiguo alumno del poeta. ¿Adaptar la Odisea al latín no sería acaso un refinado

homenaje a los romanos que, desde el centro de Italia, regresaban como

liberadores al país de Ulises?

La epopeya de Livio conservaba muchos rasgos de los orígenes italianos de la

literatura latina: no solo la métrica (la Odusia estaba escrita en versos saturnios),

sino también el interés por las leyendas en las que desde hacía tiempo ya se

identificaban las prolongaciones occidentales de los ciclos épicos.

Resueltamente italiano también, y más romano todavía, es el Bellum Punicum de

Nevio. Su autor era un campano que representó su primera obra en 235 a. C., tan

solo cinco años después de la que marcó los comienzos de Livio. Nevio

probablemente escribiera el Bellum Punicum en su vejez, hacia 209, en el

momento en que gran parte de Italia se encontraba ocupada por las tropas de

Aníbal o, al menos, amenazada por las campañas del púnico. Esta epopeya

también está escrita en versos saturnios: los fragmentos que se conservan, cortos

pero relativamente numerosos, permiten hacerse una idea del conjunto. El tema

era la primera guerra púnica, en la que Nevio participó como soldado. Pero los

primeros cantos los ocupa un relato de carácter mítico que detalla las aventuras

de Eneas, considerado el fundador de Roma, y sus amores con la reina Dido,

fundadora de Cartago. Es el mismo contenido de los cuatro primeros cantos de la

Eneida. Nevio no inventó nada nuevo. Desde hacía tiempo, Eneas figuraba entre

los héroes «itálicos»: en el centro de Italia, donde hay constancia de su presencia

en Veyes, en un santuario y lugar de peregrinaje etrusco, y en Sicilia, donde era

sabido que colonos troyanos se instalaron en Segesta, en los tiempos remotos del

rey Laomedonte, y a donde llevaron el culto a Venus, en el monte Erice. Eneas

también estuvo presente en el Lacio, en Lavinio, donde se ha descubierto un

santuario a él consagrado. No se sabe cómo se formó la leyenda de los amores de

Eneas y Dido. Probablemente en su origen no tuviera relación con Roma: el

helenismo llevaba mucho tiempo disputando a los púnicos la parte occidental de

Sicilia, y este mito pudo haber servido para legitimar las pretensiones de los

colonos de Segesta sobre el santuario del Erice, que la «Venus» púnica tendía a

incorporar. Fuera como fuese, Nevio utiliza esta historia dramática para explicar

la rivalidad mortal que oponía a Roma y Cartago. Su propósito es mostrar que

los Destinos son favorables a Roma, y eso reviste gran importancia durante los

oscuros años de la segunda guerra púnica. Roma recibe de su poeta una doble

certeza: que los dioses están de su parte y que sus victorias pasadas sobre

Cartago le garantizan el éxito final.

Mientras que la tradición italiana inspiraba la Odusia de Livio, el Bellum

Punicum es más precisamente romano; y es que las circunstancias han cambiado.

Roma ya no es el árbitro de Italia, sino una ciudad que lucha por su propia

existencia, y ese endurecimiento de su voluntad provoca un acceso de

nacionalismo, una de cuyas manifestaciones es la exaltación histórica de los

héroes nacionales. Es el momento en que, como veremos más adelante, se forma

la tragedia «pretexta».

La tercera epopeya romana fue la de Ennio. Escrita tras la victoria final de la

segunda guerra púnica, ya no es una obra de combate, sino una meditación sobre

la grandeza y la misión histórica de Roma. Ennio nació en Rudiae (en Mesapia,

no lejos de Tarento) en 239 a. C. Pertenece por tanto a la generación siguiente a

la de Livio y Nevio. Ennio solía jactarse de hablar y escribir tres lenguas: griego,

latín y osco, que era la lengua de su tierra natal. Pero lejos de guardar rencor

alguno a Roma, que había conquistado dicha tierra, se enorgullecía de haberse

convertido en romano.

Ennio es el más «helenístico» de los primeros poetas romanos. Él fue quien

condujo la literatura romana tras las huellas de la literatura griega, acercándose a

los modelos contemporáneos. Abandona el verso saturnio y adapta al latín el

hexámetro dactílico, que era, desde Homero, el verso épico griego. Adepto de las

doctrinas pitagóricas que persistían en torno a Tarento y contaban entre sus fieles

a miembros de la aristocracia romana, pretende ser una reencarnación de

Homero: quiere ser el Homero moderno al servicio de la grandeza romana. Por

todos esos motivos, los romanos suelen considerar a Ennio el «padre» de su

literatura, lo que no dejará de suscitar, en tiempos de Augusto, la ironía de

Horacio.

La gran epopeya de Ennio, los Anales, fue probablemente comenzada en 203, un

año antes de la batalla de Zama. Roma está ya segura de su victoria. Se sitúa al

nivel de las grandes potencias helenísticas, con las que todavía comparte el

imperio del mundo. Y fue precisamente un poema de corte alejandrino lo que

Ennio compuso: en sus treinta mil versos figuran escenas de batalla, pero

también pinturas de género, como el célebre «sueño de Ilia», la anunciación del

nacimiento de los gemelos Rómulo y Remo: el carácter novelesco, sensual, de

esa escena evoca más a Apolonio de Rodas que a la Ilíada. El propósito mismo

de versificar la «crónica» de Roma (Anales era el título de los registros donde

los pontífices consignaban, año tras año, los acontecimientos importantes) puede

relacionarse con las tentativas de los poetas helenísticos que habían relatado, por

ejemplo, las guerras mesenias en versos épicos. En este particular Nevio había

seguido los mismos modelos, pero en Ennio la imitación parece haber sido más

sistemática, la función desempeñada por el mito menos relevante y las hazañas

humanas históricas mucho más destacadas que la leyenda.

Ennio es más filósofo que «teólogo». Pone el énfasis en los valores estrictamente

humanos. Dos de sus poemas (aún menos conservados que los Anales, de los

que subsisten numerosos fragmentos), Epicarmo y Evémero, muestran su

preocupación por especulaciones cosmogónicas y morales muy alejadas de la

tradicional actitud religiosa de los romanos. En el segundo en particular expone

con gracia la doctrina de Evémero, para quien los dioses y diosas del panteón

ordinario no eran más que reyes y princesas de antaño, divinizados a causa de

los servicios que habían prestado a la humanidad. Esto permitía exaltar con

mayor plenitud a los jefes romanos, cuyas hazañas dominaban cada vez más la

historia humana. Esta perspectiva de la historia aparece en las relaciones entre

Ennio y Marco Fulvio Nobilior, el cónsul del año 191. Este, que había trabado

amistad con el poeta, lo llevó con su cohors praetoria cuando partió a combatir

contra los etolios. Ennio asistió a la toma de Ambracia, la capital de los

enemigos. Y Fulvio, a su regreso, erigió un templo a «Hércules de las Musas»

(Hercules Musarum, probable traducción del griego Herakles Musagetes,

Hércules conductor de las Musas). Ennio introdujo el episodio de Ambracia en

los Anales y compuso sobre el tema una obra poética de la que solo conocemos

el título, probablemente una tragedia pretexta. Hércules, patrón de los

vencedores, el héroe que debía su inmortalidad a sus hazañas, pedía a las Musas

que consagraran esa inmortalidad, la que la poesía perpetúa en las bocas

humanas. Fulvio demostraba de ese modo las mismas inquietudes que Alejandro

y casi todos los reyes helenísticos después de él, y sobre todo los ptolemaicos.

II. El teatro romano de Livio a Terencio

El teatro romano había debutado oficialmente en el año 240 en los Juegos

Romanos (Ludi Romani), cuando los magistrados montaron una obra compuesta

por Livio Andrónico. Probablemente quisieran mostrar al rey Hierón II, en visita

oficial aquel año, que Roma no tenía nada que envidiar a las ciudades griegas del

sur. Pero, al igual que ocurre con la epopeya, este nacimiento del teatro tuvo una

«prehistoria» que influiría considerablemente en las creaciones de los poetas

posteriores. Desde 364 a. C. (según Tito Livio), el Senado, a raíz de una peste y

para desviar la cólera de los dioses, había introducido la costumbre de los

«juegos escénicos», importados de los etruscos, que consistían en danzas

ejecutadas al son de la flauta y pantomimas improvisadas sin libreto ni guion. La

juventud romana se aficionó a imitar estas danzas en las fiestas campestres,

mezclándolas con cantos y estrofas satíricas. Poco a poco, nació un nuevo

género que más tarde recibiría el nombre de satura, donde se mezclaban toda

clase de cantos y gesticulaciones. Era el esbozo de un teatro. Este nació cuando,

en 240, Livio tuvo la idea de utilizar la satura en una representación regular.

Durante largo tiempo, el teatro romano conservó ciertos rasgos originales de este

origen popular. Así pues, para las partes cantadas, el papel de los actores se

duplicaba: la gesticulación, la mímica, se confiaban a un personaje, mientras otro

se encargaba de recitar o cantar el texto. Se decía que Livio imaginó este método

porque se había «roto» la voz a fuerza de bises: se habría reservado entonces la

mímica, mientras un cantor lo asistía con el resto. Costaría creer que un

accidente tan personal hubiese originado tan curiosa innovación, de no ser

precisamente porque el joven teatro latino tenía su germen en la tradición de la

satura. No hay que olvidar tampoco que, junto al teatro literario, los romanos

siempre practicaron la pantomima, que era un espectáculo de danza y cantos con

las partes habladas reducidas al mínimo. Constatamos que, en los primeros

tiempos del teatro latino, las representaciones tendieron a abandonar las partes

cantadas para acercarse a los modelos clásicos. Pero el resultado de esta

evolución fue alejar al teatro de su público y provocó la decadencia de los

«grandes» géneros, mientras que la pantomima siguió llena de vida hasta el final

del Imperio. Horacio anhelará, en vano, un renacimiento del teatro literario.

Conocemos mal la obra dramática de Livio, Nevio, Ennio y Pacuvio, los cuatro

mayores poetas de esa época. En la mayor parte de los casos, solo se conservan

los títulos o algunos fragmentos de versos. Livio compuso al menos nueve

tragedias: Aquiles, Áyax, El caballo de Troya, Egisto, Hermíone, Andrómeda,

Tereo, Dánae e Ino. Todas ellas tienen por tema leyendas griegas, algunas de las

cuales se vinculan con las tradiciones troyanas de Roma: una versión de la

historia de Dánae, por ejemplo, contaba que la heroína argiva había atracado en

las costas del Lacio.

Cinco años antes de la primera tragedia de Livio, Nevio daba su primera

representación. De su obra trágica solo perviven seis títulos: un Caballo de Troya

(el tema agradaba a los romanos), una Hesíone (otra leyenda relativa a las

catástrofes troyanas), una Partida de Héctor, una Ifigenia (probablemente

Ifigenia en Táuride), una Dánae y un Licurgo, obra dionisíaca sin duda

relacionada con el desarrollo del culto a Baco en el sur de Italia y el Lacio a

finales del siglo III.

Ennio compuso muchas tragedias, entre las cuales representaban el ciclo troyano

un Aquiles, un Áyax, un Alejandro (Alejandro era el nombre que los pastores

daban a Paris), un Rescate de Héctor, una Ifigenia, una Hécuba, una Andrómaca

cautiva, un Telamón y un Télefo. Abordó además leyendas de diversos orígenes:

Alcmeón, Atamante, Cresfontes, Erecteo, Euménides, Medea en el exilio,

Melanipa, Nemea, Fénix y Tiestes, lista en la cual se reconocen títulos (y temas,

desde luego) tomados de Eurípides.

Después de Ennio, el representante de la tragedia fue su sobrino Pacuvio, nacido

sobre 220 a. C. en Bríndisi, que gracias a la influencia de su tío se introdujo en

los ambientes filohelénicos de Roma, en particular en el círculo de los

Escipiones. Pacuvio parece haber preferido imitar a Sófocles antes que a

Eurípides, tal vez influido por sus amigos romanos, cuyos gustos se inclinaban

hacia el clasicismo ático. Estos son los títulos de sus tragedias que nos han

llegado: Antíope, El juicio por las armas (la atribución de las armas de Aquiles),

Atalanta, Criseida, Orestes esclavo, Hermíone, Iliona, Medo (la historia de un

hijo de Medea y Egeo) y El baño (donde se relataba cómo Telégono, hijo de

Ulises, había matado a su padre sin querer). En la serie de juicios tradicionales

de la época de Horacio sobre los antiguos dramaturgos romanos, Pacuvio se

consideraba un «sabio anciano», tal vez gracias a su esfuerzo por renovar las

fuentes de su teatro recurriendo a modelos menos manidos. Fuera como fuese,

sus obras se siguieron representando durante mucho tiempo tras su muerte y

hasta el público popular conocía de memoria largos pasajes de sus versos. En los

largos fragmentos de Pacuvio, que nos han llegado a través de Cicerón, se

vislumbra un gran vigor estilístico y un sentido del género patético moderado en

pro de la dignidad propia de los héroes, un sentido muy romano de la virtus,

similar al que ya se encontraba en Alcmena, la admirable «matrona» cuya figura

domina el Anfitrión de Plauto.

Junto a estas tragedias directamente inspiradas en modelos griegos, los poetas

romanos desde Nevio componían praetextae, cuyos héroes eran romanos

(vestidos con la toga pretexta que llevaban los magistrados y, antiguamente, los

reyes). Este género no fue una invención enteramente romana. Sabemos, por

ejemplo, que un autor judío llamado Ezequiel había puesto en escena la vida de

Moisés. En el mundo helenístico, cada pueblo trataba de imitar con su historia

nacional lo que habían hecho los griegos con su pasado. Nevio compuso un

Rómulo, pero también, cosa más original y más típicamente romana, una

tragedia de Clastidio que evocaba la batalla durante la cual Marcelo mató con

sus propias manos al rey de los ínsubres, Viridómaro. Esta se representó

probablemente durante los juegos fúnebres del propio Marcelo: otra tradición

típicamente romana, la de la laudatio del difunto durante los funerales, pudo

haber sugerido a Nevio esa innovación. Pero nos encontramos en 208, es decir,

en plena época de «reacción nacional». La praetexta de Clastidio surge del

mismo espíritu que el Bellum Punicum en el que Nevio trabajaba por entonces.

Ennio también había compuesto tragedias nacionales: una de carácter cuasi

mítico, las Sabinas, y tal vez otra de tema más cercano, el Ambracio, en honor a

su protector Marco Fulvio Nobilior. En el mismo sentido, Pacuvio escribiría una

tragedia llamada Paulus, que celebraba la victoria de Paulo Emilio en Pidna.

Mientras que de esta primera floración trágica no poseemos sino breves

fragmentos, el azar ha querido que conozcamos mucho mejor las comedias de la

época. Livio fue el primero en componer comedias, cuyos propios títulos no nos

quedan claros. Nevio, por su parte, escribiría más de treinta; sus títulos muestran

que toma temas prestados de la Comedia Media y la Comedia Nueva del

repertorio griego, pero mezcla sin vacilar dos intrigas para crear situaciones

originales. Es muy probable que Livio y Nevio utilizasen también en sus

comedias elementos prestados del teatro popular, «preliterario», que parece

haber florecido en la Italia osca y helenizada y que en la propia Roma se hallaba

representado por la satura dramática (ver p. 23). Para nosotros, la comedia

romana de finales del siglo III se resume fundamentalmente en el nombre y la

obra de Plauto.

De Plauto, umbro originario de Sarsina (en la cara adriática de los Apeninos),

conservamos unas veinte comedias⁴, representadas probablemente entre 212 y

186 a. C. Plauto, que tal vez fuera acróbata de profesión antes de convertirse en

autor, representa esta alianza de los temas griegos y las tradiciones populares: los

rasgos procedentes del original griego se modifican, se romanizan, y el poeta

introduce alusiones a las instituciones, lugares y costumbres de los romanos.

Como Nevio, reúne en una sola obra la sustancia de dos comedias griegas: es el

procedimiento que los autores modernos llaman contaminatio. Las intrigas

resultantes suelen ser bastante complicadas y proporcionan abundante material

para la facultad de invención verbal y el virtuosismo del poeta. Pero, en cambio,

Plauto suprime ciertas escenas y peripecias del original griego.

Plauto es el creador de acción por excelencia: en su teatro abundan sorpresas,

conspiraciones, engaños, que en escena se traducen por un movimiento

abrumador. Reducidas a lo esencial, las intrigas son bastante monótonas, como

lo eran las de la Comedia Nueva de Menandro y los poetas de principios del

siglo III, los modelos de Plauto. Casi siempre se trata de los amores de un joven

y una cortesana o una joven que creemos de condición servil y que está sometida

a un leno (comerciante de mujeres). El padre del joven es avaro, y para obtener

los favores de la muchacha o comprarla a su leno hace falta mucho dinero. Un

esclavo del joven, pillastre ladino e insolente, se encarga de conseguir para su

amo la cantidad necesaria. La trama consiste precisamente en la historia de sus

astucias. Solo las circunstancias varían de una obra a otra. Puede ser (en la

Mostellaria) la casa familiar que el esclavo vende durante la ausencia del padre,

y el esfuerzo por hacer creer al buen hombre que la casa está encantada y que no

ha de entrar en ella; o bien el bribón se embolsa el dinero procedente de la venta

de un rebaño de asnos que debería entregarse a su legítimo propietario

(Asinaria); o se abusa de la credulidad de un soldado algo ridículo para

conseguir a la muchacha deseada hurtando un anillo que sirve de sello a la

víctima (Curculio). Se descubre a menudo al final de la obra que la condición de

los personajes no es la que se pensaba: el soldado embaucado resulta ser

hermano de la joven deseada, o bien la muchacha amada es en realidad una

ciudadana libre por nacimiento; en resumen, se despejan los obstáculos y el

desenlace es feliz. El esclavo, cuyas astucias han entretenido a todos, recibe el

perdón mientras el cantor se vuelve hacia los espectadores y les pide que

aplaudan.

Por estas comedias circulan figuras típicas del mundo helenístico: por ejemplo,

el «soldado fanfarrón», uno de esos mercenarios que servían en los ejércitos de

los reyes de Asia y Grecia, pero también en los de Cartago, y a quienes los

legionarios romanos habían aprendido a conocer; o bien las cortesanas, cuyo

comercio se extendía de una orilla a otra del Mediterráneo; también los

mercaderes sirios o púnicos (Poenulus, Rudens), o los ancianos aburguesados,

orgullosos de pertenecer a una célebre ciudad. Hablan de raptos, piratas, familias

separadas y reunidas milagrosamente, todo un mundo en el que las aventuras que

hoy nos parecen fantásticas eran, si no frecuentes, al menos posibles, pues las

agitaciones políticas de las sociedades helenísticas habían acostumbrado a los

hombres a contar con la diosa Fortuna.

Una obra se distingue de las otras por su tema y el tono de ciertas escenas: el

Anfitrión, comedia mitológica que recuerda a las parodias que gustaban en el sur

de Italia. Es la historia de los amores de Júpiter y Alcmena, de los que nacería

Hércules. Alcmena es tan fiel a su marido, Anfitrión, que el dios se ve abocado a

adoptar su forma para satisfacer su pasión. La obra esboza una figura de mujer

romana púdica, orgullosa de su rango y de las hazañas de su marido del cual

admira por encima de todo la virtus, el valor personal y el coraje en el campo de

batalla. Con esta comedia, paradójicamente, entramos en la intimidad de una

noble familia romana donde el afecto se matiza con pudor y los valores morales

triunfan sobre los del corazón.

El teatro de Plauto conlleva una lección moral: los personajes que nos presenta

viven una vida «a la griega», y el poeta los reprueba porque eso va en contra de

los deberes de buen ciudadano y arrastra a quien lo practica al despilfarro de su

patrimonio. El ideal de Plauto es el de todos los romanos de su época: hacerse un

hueco honorable en la ciudad, tener hijos para garantizar el porvenir de la

República, incrementar su fortuna, respetar la tradición, temer a los dioses. La

sociedad sigue siendo el propósito del hombre.

Un caso completamente distinto es el de las comedias de Terencio, que, si bien

imitan los mismos modelos que las de Plauto, plantean problemas morales

ajenos a este. Terencio era un esclavo africano llevado a Roma en su juventud y

educado en la familia del senador Terencio Lucano. Él mismo, tras su

manumisión, adoptó el nombre de Publio Terencio Afro. Nacido hacia el año

190, representó en 166 su primera obra, La muchacha de Andros (Andria);

después Hecyra (es decir, La suegra), representada al año siguiente; en 163 el

Heautontimorumenos (El verdugo de sí mismo); en 161, simultáneamente,

Formión y El eunuco, y en 160 Adelfos (Los hermanos). Al año siguiente

Terencio, que había marchado a Grecia para reunir comedias susceptibles de

servirle de modelo, moría durante el viaje.

Terencio fue amigo de la «joven generación» de los Escipiones: Escipión

Emiliano (cinco años más joven que él) y Lelio, quienes según se dice

colaboraron con él, en algunas escenas al menos. Y lleva al teatro los problemas

que preocupaban a sus amigos. El conflicto generacional, siempre latente, se

había agudizado en aquel momento. El personaje del adulescens, el joven,

siempre enamorado, era para Plauto una máscara cuya pasión dominante servía

para urdir la intriga; para Terencio es un auténtico enamorado, consciente de su

pasión, insatisfecho consigo mismo, pero incapaz de resistirse a los impulsos de

su corazón. Los reproches paternos no sirven de nada. Todas las obras de

Terencio plantean, directa o indirectamente, este problema de la educación:

¿deben los jóvenes ser sometidos por la fuerza y la autoridad a las disciplinas

tradicionales, o formados por el razonamiento, el ejemplo y la comprensión en el

respeto de los deberes fundamentales? El debate se establece entre los

«prejuicios» y la «verdad». Con Terencio, las preocupaciones de los filósofos

salen a escena y se invita al público a juzgar por sí mismo. Pero el público

prefería reír con las comedias de Plauto y se aburría con las de Terencio, cuyo

ritmo no era lo bastante animado para su gusto.

El contraste entre Plauto y Terencio, tan claro e instructivo para nosotros en

tanto en cuanto nos muestra la evolución de las mentes entre la época de la

segunda guerra púnica y la de las conquistas orientales, quedó atenuado en su

momento por la obra de Cecilio Estacio, un galo de Milán que vivió entre los

años 230 y 168 aproximadamente. Fue un esclavo educado en Roma y

posteriormente manumitido. De gustos más literarios que Plauto, imitaba

preferentemente las obras de Menandro, el más «regular» de los poetas de la

Comedia Nueva. En este sentido anunciaba ya a Terencio, a la par que

conservaba en sus comedias un «movimiento» comparable a las de Plauto. Más

adelante sería juzgado como escritor de poca calidad, pero en su tiempo pasó por

haber introducido profundidad (gravitas) en sus comedias. Al igual que Terencio,

«hace reflexionar». De sus obras no conocemos más que algunos títulos:

Meretrix, Portitor, Pugil, Epistola, Exul, Fallacia (La cortesana, El aduanero, El

boxeador, La carta, El exiliado, El engaño), etc.

III. La poesía moral de Apio Claudio a Lucilio

Cuando Livio representó su primera obra, la literatura latina ya había comenzado

su andadura, medio siglo antes, con las Sententiae de Apio Claudio Caeco, el

censor del año 312. La obra política de este personaje, abierto a las influencias

procedentes del sur de Italia, artesano de la expansión romana hacia Campania y

la Magna Grecia, parece haber sido considerable. Su alcance abarcaba los

problemas culturales: Apio Claudio había reformado la ortografía del latín,

provocado la publicación de fórmulas jurídicas (confiando esta tarea a su

secretario Cneo Flavio) y hecho gala personalmente de una elocuencia que sus

contemporáneos juzgaron memorable.

De las Sententiae de Apio Claudio solo conocemos algunas. Estaban redactadas

en un lenguaje rítmico, muy cercano al verso «saturnio» (ver p. 15), cuyos

ejemplos más antiguos se encuentran en las oraciones y rimas religiosas: lo que

los autores modernos llaman el carmen (es decir, la forma rimada de los

encantamientos). Expresaban una sabiduría que no era solamente popular, sino

que tenía en cuenta ideas extendidas por el teatro y la filosofía en las ciudades de

la Magna Grecia: necesidad de conservar el dominio de sí mismo, de no dejarse

caer en la ferocia (probablemente el hybris, la desmesura de los griegos) si no se

quieren cometer acciones de las que arrepentirse, valor de la amistad, función de

la clemencia, de la benevolencia para con los amigos verdaderos. Este

compendio es la primera expresión de una «sabiduría romana» donde se mezclan

íntimamente la tradición nacional y las aportaciones meridionales. El hecho de

basarse en estas máximas permitió a los romanos del siglo II a. C. pensar que la

conciencia nacional había elaborado espontáneamente una filosofía comparable

a la que los teóricos venidos de Grecia les darían a conocer.

La tradición de la poesía moralizante, inaugurada por Apio Claudio, estaba

destinada a pervivir a través de toda la literatura latina, dentro de la cual

constituye una de las corrientes más originales, la de la «sátira». Quintiliano, en

la época de los Flavios, escribirá que «la sátira es un género enteramente

romano». Y cierto es que el espíritu que durante tanto tiempo constituyó su

esencia es el mismo que se manifiesta en Apio Claudio y, un siglo más tarde, en

el Carmen de moribus (Poema sobre la moral) de Catón el Censor.

«La vida de los hombres viene a ser como el hierro: si se trabaja con él se

desgasta; pero si no, el óxido lo consume. Del mismo modo vemos que los

hombres, si trabajan, se desgastan; si no, la ociosidad y la inacción les hacen más

daño que el trabajo». Aquí Catón no debe nada al estilo de los «filósofos

populares» griegos, los «predicadores» cínicos que recorrían las ciudades,

reprochando a los hombres sus vicios y utilizando parábolas y comparaciones

familiares. Lo que le inspira esas palabras es la experiencia cotidiana de un

pequeño propietario atento a su dominio.

Pero el verdadero creador de la «sátira» fue Ennio, contemporáneo de Catón. El

nombre de este género probablemente signifique «obra miscelánea» (satura) y se

relacione con el de la satura dramática (ver p. 23), que podría ser el modelo del

que deriva la sátira literaria, ya que, como ella, contenía chanzas, apóstrofes a un

público real o imaginario, y se desarrollaba con toda libertad, pasando de un

ritmo a otro, de la prosa al verso, sin la menor atadura. La sátira de Ennio era

una especie de rapsodia en la que se encadenaban pantomimas, fábulas, relatos

de los que se sacaba una moraleja. Ennio fue el primero en narrar el apólogo de

«la alondra y sus crías».

Si bien solo conocemos las Sátiras de Ennio gracias a citas tardías y alusiones a

menudo enigmáticas, la obra de Lucilio ha dejado un rastro más claro, aunque no

la conservemos por entero. Lucilio, un noble originario de Sessa Aurunca, en los

confines de Campania, es dos generaciones más joven que Ennio, pues nació en

148 (veinte años después de morir este). Fue uno de los primeros romanos que

viajó a Grecia para adquirir una cultura filosófica. Amigo, como Terencio, de los

Escipiones, fue compañero de Escipión Emiliano en España durante la guerra

numantina, en el año 133. Poco después, siendo aún muy joven, debutaba como

poeta con el género de la sátira, que empezó componiendo, como Ennio, en

troqueos y jámbicos, que eran los versos propios de los géneros dramáticos. Más

adelante, en la última parte de su obra (la que, en el compendio publicado, forma

los veinte primeros volúmenes), utilizó únicamente el hexámetro, creando de

este modo la forma definitiva de la sátira, poema «sosegado», más narrativo y

meditativo que dramático, poco a poco encaminado hacia la regularidad formal

de la que hará gala más adelante.

A causa de sus orígenes aristocráticos, sus apoyos, el medio en que vivía, Lucilio

se vio abocado a participar en las luchas políticas y lo hizo con vivacidad e

incluso con violencia. Evoca por ejemplo los grandes procesos de la época, cosa

que lo conduce a retratar escenas de la vida del foro. En otras ocasiones,

confiando a los versos los sucesos de su propia vida, relata su viaje a Campania

y a Sicilia, donde sus negocios lo reclamaban. El realismo, el gusto por la

anécdota que se encuentra en las artes plásticas romanas, el interés prestado a los

paisajes, a los objetos, a los detalles de la existencia cotidiana, todo ello trasluce

en los fragmentos conservados y jalona una tradición. Abierto a las influencias

helénicas, Lucilio no deja de ser defensor convencido de los valores romanos

tradicionales, pero sin hacerse esclavo de los prejuicios y la estrechez de miras

de la generación precedente. En un célebre pasaje proclama que en primera fila

se encuentra la patria, en la segunda su familia y solo en la tercera él mismo, lo

que significa subordinar, en esa moral de la sabiduría, su propia felicidad a la de

los demás, actitud que no comparte con los filósofos griegos de Epicuro hasta

Zenón. Con él vemos que el espíritu romano, al menos entre la élite de la ciudad,

ha superado la crisis, la inquietud que retrataba la obra de Terencio, y prosigue

con éxito la síntesis de la cultura helénica y la tradición nacional.

miércoles, 17 de abril de 2024

DEL CAMINAR SOBRE HIELO FRAGMENTO TEXTO WERNER HERZOG

 


Werner Herzog (Munich, 1942) es realizador

cinematográfico, guionista, productor, actor y escritor.

I )irigió más de cincuenta películas, entre las que se destacan

Nosjcnttu, Woyzeck, Fitzcarraldo, Grito de piedra, Invencible,

< ¡rizzly Man y Aguirre, la ira de Dios.

Publicó Conquista de lo inútil (Entropía, 2008).

DEL CAMINAR SOBRE HIELO

Mimlch-París

13/11 al 14/12 de 1974

Warner Herzog

Iinducción: Ariel Magnus

I iluorial Entropía

Hiinnos Aires

CDD 910.4 Herzog, Werner

HER Del caminar sobre hielo

I a ed. - 2a reimp. Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Entropía, 2016.

112 p.; 12x16,5 cm. (Crónica)

Traducido por: Ariel Magnus

ISBN 978-987-1768-22-6

1. Crónica de Viajes. 1. Magnus, Ariel, trad. II. Título

Editorial Entropía

Céspedes 380 0 (CP 1427)

Buenos Aires, Argentina

info@editorialentropia.com.ar

www.editorialentropia.com.ar

editorial-entropia.blogspot.com

@ed_entropia

facebook/editorialentropia

Diseño: Entropía

T ítu lo original: Vom Gehen im Eis

© Cari Hanser Verlag, M ü n ch en Wien, 1978, 1995

© Werner Herzog, 1978

© de la traducción: Ariel Magnus, 2015

© Editorial Entropía, 2015

ISBN: 9 7 8 -987-1768-22-6

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

Impreso en la Argentina

Primera edición: febrero de 2015

Segunda reimpresión: agosto de 2016

Este libro se te rminó de im p rimir en Artes Gráficas Delsur S.H.,

Almirante Solier 2450 (1870), Avellaneda, Buenos Aires, en agosto de 2016.

Nota preliminar

A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde

I'.iris y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que

probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía

un, no en este momento, el cine alemán aún no podía presi

indir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera.

Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estric-

I,miente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que

i nufiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París,

1 1 ni la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba

i pie. Además, quería estar a solas conmigo.

I -o que escribí durante el viaje no estuvo pensado palil

lectores. Ahora, casi cuatro años más tarde, al volver a

tomar en mis manos el pequeño anotador, me vi embarbillo

por una rara emoción, y el deseo de mostrarles el

it'xio también a otros, desconocidos para mí, pesó más

* 11 le? la timidez por abrir tanto la puerta a miradas extraniis.

Sólo suprimí algunos pasajes muy privados.

W.H.

I )elft, Holanda, 24 de mayo de 1978

Sábado, 23/11/74

Yii después de unos quinientos metros hice la primera parada

en el hospital de Pasing, desde donde quería doblar

Inicia el oeste. Con la brújula marqué el rumbo hacia París,

ahora lo sé. Achternbusch había saltado desde la coml>¡

Volkswagen en movimiento, no le importó y enseguida

volvió a saltar, ahí se quebró una pierna y ahora yace en

el pabellón cinco.

El problema, le dije, va a ser el río Lech, porque lo

.1 traviesan muy pocos puentes. ¿Lo cruzarán a uno los

pobladores en sus botes de remo? Herbert me tira unas

i artas diminutas, del tamaño de la uña del pulgar, dos senes

de cinco cartas cada una, pero no sabe cómo inter-

11 re t arlas porque no encuentra la hoj a con las instrucciones.

I ntre las cartas están The Devil y en la segunda fila The

I hmged Man, colgado al revés.

Sol, como en un día de primavera, esa es la sorpresa.

,i< ]ómo salir de Múnich? ¿Qué tiene ocupada a la gente?

,¡ I .as casas rodantes, los vehículos chocados que se compran

al por mayor, los lavaderos de autos? Reflexionar sobre mi

persona saca una cosa a la luz: el resto del mundo rima.

Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las

personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir,

no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora,

no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no

está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la

tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando

descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene

permitido. No lo hará. Cuando llegue a París, ella estará

con vida. No será de otra manera porque no está permitido

que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde

tal vez, cuando nosotros lo autoricemos.

Sobre un campo llovido un hombre agarra a una mujer.

El césped está aplastado y sucio.

La pantorrilla derecha quizá me dé problemas, también

posiblemente la bota izquierda, adelante contra el

empeine. Son tantas las cosas que a uno se le cruzan por

la cabeza al caminar; el cerebro enfurece. Ahora un casi

accidente poquito más adelante. Los mapas son mi pasión.

Empiezan los partidos de fútbol, se traza la línea del

medio sobre canchas aradas. Banderas del Bayern en la

estación de trenes urbanos de Aubing (¿o Germering?).

El tren arremolinó papeles secos al partir; el revoloteo

duró bastante, luego el tren se había ido. En mi mano

sentía aún la pequeña mano de mi pequeño hijo, esa rara

manito en la que el pulgar se deja doblar en contra de la

articulación de manera tan peculiar. Miré el remolino de

papeles y el corazón quiso partírseme. Lentamente van

siendo las dos.

Germering, tabernas, chicos que toman la primera comunión;

una orquesta de vientos, la moza lleva tortas y la

mesa de los habitués intenta arrebatarle algo. Caminos romanos,

fortificaciones celtas, la fantasía trabaja duro. Tarde

de sábado, las madres con sus hijos. ¿Cómo se ven de

verdad los chicos jugando? No así, como en las películas.

Se necesitarían binoculares.

Todo esto es muy nuevo, un nuevo pedazo de vida.

Hace un momento estaba parado sobre un puente, y abajo

un tramo de la autopista a Augsburg. Desde el auto veo

;i veces a la gente parada sobre un puente mirando la autopista:

ahora soy uno de ellos. La segunda cerveza me baja

liasta las rodillas. Un joven extiende un cartel de cartón

con un hilo entre dos mesas y sujeta las puntas de la cuerda

con cinta adhesiva. La mesa de los habitués grita “¡Desvío!”.

“¿Ustedes quiénes se creen que son?”, dice la moza,

luego arranca de nuevo la música muy fuerte. A la mesa de

los habitués le gustaría ver que el joven le metiera la mano

debajo de la pollera a la muchacha, pero él no se anima.

Sólo si fuera una película creería que todo esto es real.

Dónde voy a dormir es algo que no me preocupa. Un

hombre en relucientes pantalones de cuero camina hacia

el este. “¡Katharina!”, grita la moza, sosteniendo a la altura

del muslo una bandeja con un budín. Grita en dirección

al sur; a eso yo le presto atención. “¡Valente!”,

responde gritando uno de la mesa de los habitués. Con

eso la mesa se alegra. Un hombre de la mesa de al lado al

que tomé por campesino de pronto se revela, con el delantal

verde puesto, como el tabernero. De a poco me voy

emborrachando. Una mesa cercana me desconcierta cada

vez más porque están las tazas, los platos y las tortas pero

absolutamente nadie sentado alrededor. ¿Por qué no hay

nadie? La sal gruesa de los pretzel me entusiasma tanto

que no puedo expresarlo. Ahora todo el local mira en una

dirección, aunque ahí no haya nada. Tras estos pocos kilómetros

a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene

desde las suelas. El que no la tiene en la punta de la

lengua, la tiene en la punta de la suela. Noto que delante

de la taberna había un hombre flaco en silla de ruedas,

pero que no estaba paralítico sino que era un cretino, y lo

empujaba una mujer que se me borró de la memoria. Las

lámparas cuelgan de un yugo para bueyes. En la nieve,

detrás del San Bernardino, casi me choco con un ciervo.

¿Quién se hubiera esperado ahí un venado, un enorme

venado? Con los valles vuelvo a acordarme de las truchas.

Quisiera decir que la tropa avanza, que la tropa está cansada,

que la jornada ha sido cumplida. El tabernero del delantal

verde debe ser casi ciego, por cómo inclina la cara a

,N<Jlo centímetros del menú. No puede ser un campesino,

porque es casi ciego. Es el patrón de la taberna, sí. La luz

xc* enciende acá adentro, lo que significa que el día afuera

d tá por terminar. Un chico con campera, increíblemen-

U! triste, toma Coca atascado entre dos adultos; aplausos

.1 llora para la orquesta. Bien está lo que bien acaba, dice

el patrón en el silencio.

Afuera, en el frío, las primeras vacas; eso me emociona.

Hay asfalto alrededor del estercolero que humea, dos

i liicas andan por ahí en patines. Un gato negro azabache.

1 )os italianos empujan juntos una rueda. ¡Este fuerte olor

ilc los campos! Cuervos que vuelan hacia el este, con el

Mol bien bajo por detrás. Campos pesados y húmedos,

bosques, mucha gente a pie. Un ovejero echa vapor por el

hocico. Alling, cinco kilómetros. Por primera vez, miedo

a los autos. Sobre el campo han quemado revistas. Ruidos,

parece como si doblaran las campanas en los campanarios.

La niebla desciende más todavía, bruma. Me

q(leído parado entre los campos. Pasan traqueteando jóvenes

campesinos en ciclomotor. Bien a la derecha, en el

horizonte, hay demasiados autos porque todavía se está

tugando el partido de fútbol. Escucho cuervos, pero en

mí crece un rechazo. ¡No alzar la vista! ¡Que hagan ruido!

¡No obsequiarles ni una mirada, no alzar la vista de la

hoja! ¡No, negativo! ¡Los cuervos, que hagan lo que quietan!

¡No voy a mirar ahora! Un guante empapado por la

lluvia en el campo y agua fría en las huellas del tractor.

Los adolescentes en sus ciclomotores avanzan sincrónicamente

hacia la muerte. A la memoria me vienen nabos no

cosechados, pero juro por Dios que no hay nabos sin cosechar

a mi alrededor. Un tractor inmenso y amenazador

se me viene encima, quiere venírseme encima, busca

aplastarme, pero yo resisto. Me prestan apoyo a mi lado

trozos de telgopor blanco de un embalaje. A través de los

campos arados escucho conversaciones muy lejanas. Hay

un bosque, negro y rígido. La luna traslúcida está a medio

camino a mi izquierda, o sea hacia el sur. Por todas partes

hay aún aviones monomotor, aprovechando la tarde antes

de que llegue el cuco. Diez pasos más adelante: el cuco llega

el día de nunca jamás. Acá donde estoy parado hay un

poste de señalización caído, negro y naranja, cuya punta

indica el noreste. En el bosque, siluetas muy tranquilas

acompañadas por perros. La zona que atravieso apesta a

rabia. Si estuviera sentado en uno de los silenciosos aviones

que pasan por acá arriba, en una hora y media llegaría

a París. ¿Quién está cortando leña? ¿Suena el reloj de una

torre? Bueno, sigamos.

Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos

en los que vamos sentados es algo que se ve en las caras.

La tropa descansa con la pierna izquierda sobre el follaje

podrido. Se me impone el endrino, quiero decir como

palabra: la palabra endrino. Pero en vez de eso yace ahí la

llanta de una bicicleta, sin cámara, con corazones rojos

pintados alrededor. Por las huellas veo que en esta curva

se han extraviado algunos autos. Pasa caminando un hostal

de montaña, grande como un cuartel. Hay allí un perro,

un monstruo, un ternero. Enseguida sé que me va a

atacar, pero por suerte se abre la puerta y el ternero la

atraviesa en silencio. Entran en cuadro las piedritas, luego

se pierden bajo las suelas, delante de las cuales podían

observarse movimientos en la tierra. Chicas menores de

edad en minifaldas terminan de arreglarse para subirse a

los ciclomotores de otros chicos menores de edad. Dejo

pasar a una familia; la hija se llama Esther. Un campo de

trigo no cosechado, invernal, ceniciento, que crepita, y

sin embargo no hay viento. Es un campo llamado Muerte.

Encontré en el piso un pedazo de papel artesanal blanco,

empapado de humedad, y lo levanté, ávido por poder

leer algo en la cara que estaba apoyada sobre el campo

mojado. Sí, estaría escrito. Ahora que el papel está vacío,

ninguna decepción.

En lo de los campesinos Dóttel, todos han cerrado

todo. Un cajón de cerveza con botellas vacías espera al recolector

al costado del camino. Si el ovejero —o mejor dicho:

¡el lobo!- no deseara tanto mi sangre, me contentaría

por esta noche con su cucha, que adentro tiene heno. Se

acerca una bicicleta, y cada vez que el pedal completa una

vuelta pega contra el protector de la cadena. A mi lado

corren los guardarrails; arriba, la electricidad, que ahora

crepita de tensión sobre mi cabeza. Esta colina no invita

a nadie a nada. Allí abajo, un pueblo anida en sus propias

luces. Lejos, a la derecha, casi silenciosa, debe haber una

calle animada. Conos de luz, ni un sonido.

Cómo me asusté al forzar una capilla antes de llegar a

Alling. Quería ver si podía dormir ahí adentro, pero me encontré

con una señora que rezaba acompañada de un San

Bernardo. Los dos cipreses que tenía adelante hicieron que

mis temores me bajaran por los pies y se perdieran en lo insondable.

En Alling ya no hay ningún restaurante abierto.

Anduve husmeando alrededor del oscuro cementerio, luego

junto a la cancha de fútbol, después al lado de un edificio

nuevo que tiene las ventanas cubiertas con plásticos.

Alguien nota mi presencia. Saliendo de Alling, un pantano,

sospecho chozas de adobe. Espanto unos mirlos de un arbusto,

una gran bandada asustada que se desvanece en la

oscuridad. La curiosidad me lleva al lugar correcto, una casa

de fin de semana, jardín cerrado, puentecito sobre el estanque;

está bajo llave. Lo hago de la manera directa que

aprendí de Joschi. Primero reventar una persiana, después

hacer astillas un vidrio y ya estoy adentro. Hay un banco

esquinero y gruesas velas decorativas, aunque prenden;

cama no hay, pero sí alfombras mullidas, dos almohadones

y una botella de cerveza todavía sin beber. Un sello rojo

de cera en una esquina. Un mantel con un diseño moderno

de principios de los años cincuenta. Arriba de eso, un crucigrama

apenas resuelto en una décima parte, aunque los

garabatos al margen revelan que ya habían probado todas

las palabras. Resueltas están: ¿Cobertura de cabeza? Sombrero.

¿Vino espumoso? Champán. ¿Para comunicarse a

distancia? Teléfono. Resuelvo el resto y lo dejo como souvenir

sobre la mesa. Es un lugar magnífico, alejado de todo.

Ah, sí, ahí dice ¿oblongo, redondo?, vertical, cuatro letras,

termina con la L de teléfono, horizontal; no se halló la solución,

pero la primera letra, la primera casilla, está remarcada

varias veces con birome. Una mujer que caminaba

con una jarra de leche por una calle nocturna del pueblo siguió

ocupando mis pensamientos largo rato. Los pies están

bien. ¿Habrá truchas en el estanque?

Domingo, 24/11/74

Afuera hay niebla, un frío indeciblemente helado. Sobre el

estanque flota una membrana de hielo. Los pájaros se despiertan;

ruidos. En el puentecito mis pasos suenan huecos.

Me sequé la cara en la cabaña con una toalla que estaba

ahí colgada; olía tan fuerte a transpiración que voy a llevar

el olor conmigo todo el día. Primeros problemas con

las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan. Trato

con un poco de gomaespuma, cuido cada movimiento

como un animal, y creo que también tengo pensamientos

de animal. Adentro, junto a la puerta, cuelga un llamador:

tres pequeños cencerros atados entre sí, con un badajo en

el medio y una borla para tirar. Para comer, dos barritas

Nuts; tal vez hoy llegue al Lech. Gran cantidad de cornejas

me acompañan en la niebla. Un campesino transporta estiércol

un domingo. Graznidos en la niebla. Las huellas de

tractor son muy profundas. En medio de una granja había

una enorme montaña achatada de remolachas azucareras

mojadas y sucias. Angerhof: me perdí. Simultáneamente,

desde varios pueblos tras la niebla, campanas de domingo;

debe estar empezando la misa. Sigue habiendo cornejas.

Las nueve.

Colinas míticas en la niebla, hechas de remolachas azucareras,

a lo largo del camino campestre. Un perro afónico.

Pensando en Sachrang, corto un pedazo de remolacha y

me lo como. El jarabe tenía mucha espuma en la superficie,

creo; el gusto me trae eso a la memoria. Holzhausen: la

calle emerge. En la primera granja, algo cosechado cubierto

por una tela plástica, con viejos neumáticos haciendo

peso. Al caminar, uno se cruza con muchas cosas

desechadas.

Breve pausa cerca de Schóngeising, a la vera del Amper;

terreno enmarañado, praderas junto al bosque y miradores.

Desde uno de los miradores se puede ver Schóngeising; la

niebla se disipa, vienen los arrendajos. En la casa, por la

noche, hice pis dentro de una vieja bota de goma. Un cazador,

junto a un segundo cazador, me preguntó qué

buscaba ahí arriba. Le dije que su perro me gustaba más

que él.

Wildenroth, Posada del Viejo Cantinero. Seguí el Amper;

casas de fin de semana vacías, en estado de hibernación.

Un hombre viejo, envuelto en humo, llenaba con

alimento una casita para pájaros junto a un abeto decorativo.

El humo provenía de la chimenea. Lo saludé y dudé

en preguntarle si no tenía café caliente sobre la hornalla.

A la entrada del pueblo vi a una vieja chiquita de piernas

curvas con la demencia grabada en el rostro; empujaba

una bicicleta, repartiendo el Bild del domingo. Avanzaba

hacia las casas furtivamente, como si fueran el enemigo.

Un chico quiere jugar a los palitos chinos con un manojo

de pajitas de plástico. La moza justo está comiendo; se

acerca masticando.

En mi rincón cuelga un arnés para caballos, dentro

del cual han colocado un farol de calle rojo a modo de

iluminación. Arriba hay un parlante, de donde vienen la

música de cítaras y los gritos de hollereidi. Mi bello Tirol.

Una bruma fría se aleja de los sembradíos agrietados.

1 )os africanos caminaban adelante mío, enfrascados en su

conversación y haciendo ademanes bien africanos. Hasta

último momento no se percataron de que yo estaba detrás

de ellos. Lo más desolador fueron las vallas de la Hot Gun

Western City en medio del bosque, todo yermo, frío, vacío.

Unas vías que jamás volverán a funcionar. El camino

se hace largo.

Durante kilómetros a campo abierto, seguí por el

costado de una ruta a dos jóvenes bellezas aldeanas. Una

de ellas iba con minifalda y carterita; caminaban un poco

más despacio que yo. Durante kilómetros las estuve

alcanzando constantemente. Me veían de lejos, se daban

vuelta, aceleraban, y luego volvían a avanzar algo más

despacio. Recién llegando al pueblo se sintieron más seguras.

Creo que se decepcionaron cuando las sobrepasé.

Luego una granja al borde del pueblo. Ya de lejos vi a una

mujer mayor en cuatro patas intentando en vano ponerse

de pie. Hacía algo así como flexiones de brazos, fue lo

primero que pensé, pero estaba tan rígida que no subía.

Con esfuerzo avanzó en cuatro patas hasta un rincón de

la casa, detrás de la cual estaba su gente. Hausen, cerca de

Geltendorf.

Desde una loma atravieso con la mirada el campo,

que se extiende como una honda pradera. En mi dirección,

Walteshausen; apenas hacia la derecha, un rebaño

de ovejas. Oigo al pastor, pero no lo veo. El campo está

muy desolado y quieto. A lo lejos, un hombre cruza el

paisaje. Philipp escribía palabras en la arena delante mío:

mar, nubes, sol, luego una palabra inventada por él. Nunca

hasta ahora le ha dicho jamás a nadie ni siquiera una

sola palabra. En Pestenacker la gente me parece irreal. Y

ahora empieza: ¿dónde dormir?

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

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